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Cuentos de Navidad y Reyes Emilia Pardo Bazán Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Cuentos de Navidady Reyes

Emilia Pardo Bazán

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La Nochebuena del Papa

Bajo el manto de estrellas de una noche es-pléndida y glacial, Roma se extiende mostran-do a trechos la mancha de sombra de sus miste-riosos jardines de cipreses y laureles secularesque tantas cosas han visto, y, en islotes másamplios, la clara blancura de sus monumentos,envolviendo como un sudario, el cadáver de laHistoria. Gente alegre y bulliciosa discurre por la calle.Pocos coches. A pie van los ricos, mezcladoscon los "contadinos", labriegos de la campiñaque han acudido a la magna ciudad trayendocestas de mercancía o de regalos. Sus trapospintorescos y de vivo color les distinguen de losburgueses; sus exclamaciones sonoras resuenanen el ambiente claro y frío como cristal. Hormi-guean, se empujan, corren: aunque no regresena sus casas hasta el amanecer -que es cosa segu-ra-, quieren presenciar, en la Basílica de Trinità

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dei Monti, la plegaria del Papa ante la cuna deGesù Bambino. -Sí; el Papa en persona -no como hoy su esta-tua, sino él mismo, en carne y hueso, porquetodavía Roma le pertenece- es quien, en presen-cia de una multitud que palpita de entusiasmo,va a arrodillarse allí, delante la cuna donde,sobre mullida paja, descansa y sonríe el Niño.Es la noche del 24 de diciembre: ya la gravecampana de Santángelo se prepara a herir docevoces el aire y la carroza pontifical, sin escolta,sin aparato, se detiene al pie de la escalinata deTrinità. El Papa desciende, ayudado por sus camare-ros, apoyando con calma el pie en el estribo.Con tal arte se ha preparado la ceremonia, queal sentar la planta Pío IX en el primer escalón,vibra, lenta y solemne, la primera campanadade la medianoche, en cada campanario, en cadareloj de Roma. El clamoreo dramático de lahora sube al cielo imponente como un hosannay envuelve en sus magníficas tembladoras on-

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das de sonido al Pontífice, que poco a poco as-ciende por la escalinata, bendiciendo, entre lamuchedumbre que se prosterna y murmurajaculatorias de adoración. A la luz de las estre-llas y a la mucho más viva de los millares decirios de la Basílica iluminada de alto abajo,hecha un ascua de fuego, adornada como parauna fiesta y con las puertas abiertas de par enpar, por donde se desliza, apretándose, el gen-tío ansioso por contemplar al Pontífice, se ve,destacándose de la roja muceta orlada de armi-ño que flota sobre la nívea túnica, la cabezahermosísima del Papa, el purodiseño de medalla de sus facciones, la formaartística de su blanco pelo, dispuesto como elde los bustos de rancio mármol que pueblan elMuseo degli Anticchi. Entra, por fin, en la Basílica; cruza las naves,desciende la escalera dorada que conduce a lacripta, y mientras a sus espaldas la guardiabrega para reprimir el empuje del torrentehumano que pugna por arrimarse a la balaus-

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trada, en el recinto descubierto, más bajo que lamultitud, el Papa queda solo. Artista por instin-to, con el andar rítmico de las grandes solemni-dades, con un sentimiento de la actitud quesólo él posee en grado tal, Pío IX se acerca a lacuna, junta las manos de marfil, eleva al cieloun instante los ojos, como si se invocase la pre-sencia de Dios; se arrodilla, se abisma y los pa-ños de su cándida vestidura se esparcen escul-turales y clásicos cual los plegados de alabastrode un ropaje de Canova. El Niño, el Bambino, duerme desnudito, colorde rosa, reclinado en su rubio colchón de sede-ña paja. En toda la Basílica no se escucha másruido que el chisporroteo suave de los cirios yel murmullo de la oración que el Papa empiezaa elevar. A las primeras palabras anímase elNiño con vida fantástica: la carne se hace carne.Sus ojos se entreabren, sus puñitos se tiendenhacia el Papa como si se tendieran hacia unabuelo cariñoso, haciendo fiestas. Incorporadoy sentado en la paja, llama al Pontífice, que si-

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gue orando, pero que cree percibir en sus rodi-llas la sensación de que ya no reposan en loscojines de terciopelo carmesí; en sus codos, algoque los sube y aparta del esculpido reclinatorio.Ligero y como fluido, su cuerpo no le pesa;flota apaciblemente en una atmósfera de oro yluz, hecha de las partículas de los cirios, que sederraman ardientes y centelleantes. La cuna hadesaparecido, el Niño está en pie, alto, crecidoya, convertido en adolescente; y en vez de lagracia infantil, en su cara se lee la meditación,se descubre la sombra del pensamiento. Alre-dedor del Jesús de quince años van juntándoselas paredes de la cripta, que parece trasudarlos,docenas de chiquillos, otros bambinos, perofeos, encanijados, sucios, envueltos en andrajoso desnudos mostrando la enteca anatomía. Do-cenas primero; cientos después; luego millares,millones, un hervidero tan incontable, un ejérci-to tan infinito, que estallan las paredes de lacripta, las de la Basílica, las de Roma, las detodo cuanto pretendiese contener la expansión

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de la horda de miserables. Extiéndese por unallanura sin límites, y su bullir de gusanera ro-dea al Gesù, que ha ido insensiblemente trans-formándose en hombre hecho y derecho: yatiene barba ahorquillada y rizoso cabello casta-ño; ya su rostro ha adquirido la gravedad viril.Y siguen acudiendo desharrapados y con lascarnes al aire, lisiados, enfermos, famélicos,tristes, venidos de todos los confines de la Tie-rra. Lloran dehambre, tiemblan de frío, gimen de abandono,enseñan sus lacras, se cogen a la vestidura in-consútil de Cristo, se quieren abrigar bajo suspies, reclinarse en su seno, agarrarse a sus ma-nos pálidas y luminosas. Huelen mal, y su pun-zante vaho de miseria envuelve y sofoca al Pa-pa, siempre en oración. La figura de Cristo se oculta un instante; den-sas tinieblas suben de la tierra y caen del fir-mamento, reuniendo sus crespones. El Pontíficesiente miedo: la oscuridad le ciega, y entreaquella oscuridad vibran maldiciones y palpi-

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tan sollozos. Un relámpago brilla; erguida enuna colina aparece la Cruz, sobre la cual blan-quea el desnudo cuerpo del Mártir, estriado deverdugones por los azotes y veteado de negrasangre. Los labios cárdenos se agitan; el Papainterrumpe la plegaria, se confunde, se deshaceen adoración, quiere salir de sí mismo paramejor escuchar y beber la palabra divina; y elCrucificado -señalando con mirada ya turbiahacia el océano de criaturas que bullen allá aba-jo, escuálidas, transidas, gimientes, dolorosas,maltratadas, ofendidas, en el abandono- dice elPapa, en voz que resuena urbi et orbi: -Por ellos.

La tentación de sor María

Siguiendo costumbre tradicional del convento,las monjitas de la Santísima Sangre preparan,adornan y ofrecen a la adoración de los fieles,en el altar mayor, a la hora en que se celebra la

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misa del Gallo, el Misterio del pesebre y grutade Belén, donde puede admirarse la efigie delNiño Dios, obra maravillosa de un escultoranónimo. Más que inerte imagen de madera, criaturaviva parece el Niño de las monjas. La encanta-dora desnudez de su torso presenta el modela-do blanco y sólido de la carne. Mollas regorde-tas en cuello, piernas y brazos; hoyuelos derosa en carrillos, codos y rodillas, picardía an-gelical en la expresión de los ojos y en la cándi-da risa, naturalidad sorprendente en la actitud,que se diría de tender las manos al pecho ma-ternal..., así es el Niño, y por eso las monjitas,cada vez que le visten y enfajan, cada vez quele reclinan en la paja y el heno aromático de lahumilde cuna, exclaman, enternecidas y embe-lesadas: -¡Ay mi divino Señor! ¡Pero si es un pequeñitode veras! Turnan rigurosamente las monjitas en el oficioy honor de camareras del Jesusín, y aquel año

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correspondió la suerte a sor María, monja pro-fesa, la más joven y linda de todas. Sor Maríaha dejado el mundo, no como suelen dejarlootras religiosas, por contrariados o infelicesamores, por sufrimientos, desengaños o escase-ces de fortuna, sino en la flor de sus veinte abri-les, con el espíritu tan virgen como el cuerpo yel cuerpo tan hermoso como el porvenir que,sin duda, la esperaba al lado de unos padresamantes y opulentos, y en un mundo dondetodo la halagaba y sonreía. Por su serena frenteno ha cruzado ni una nube; no ha rozado susien ni un aliento de hombre, y su corazón noha palpitado sino para Dios. Su mística voca-ción fue tan firme, que resistió a la oposicióndecidida y enérgica de una familia que no seavenía a ver sepultarse en el claustro tantahermosura y juventud. Pero sor María demos-tró tal júbilo al tomar el velo, que ya sus mis-mos padres la envidiaban,creyéndola llegada al puerto de la paz.

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Sintió un gozo inexplicable sor María al serencargada de la gran faena de vestir al Niñopara depositarle en el pesebre. Jugar con aquelsagrado muñeco había sido el sueño de la jovenmonja en los cinco años que de profesa contaba."¡Cuando me toque a mí el Niño, verán queprecioso le pongo!", solía decir a menudo. Erallegado el instante: el Niño le pertenecía poralgunas horas, y ya sus manos temblaban deemoción ante la idea de poseer la efigie del Ne-ne celestial. ¡Con qué esmero planchó sor María los paña-les por ella misma bordados y calados! ¡Conqué diligencia recogió en el jardín rosas tardíasy frescas violetas oscuras, a fin de esparcirlassobre la camita de paja del Niño! ¡Con qué res-peto tocó la escultura, con qué reverencia ladesnudó, con qué avidez miró sus formas ino-centes y con qué ímpetu repentino de las entra-ñas se inclinó para besarla, mordiéndole casi enlas mejillas, en los hombros, en el redondovientrezuelo!

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Algunas monjas, de las más ilustradas y bené-volas, estuvieron conformes en que nuncahabía salido tan mono y tan bien adornado elJesusín; pero las viejas gangosas, ñoñas y escla-vas de la rutina, murmuraron que le faltabandijes de abalorio y talco y cintas de colores. Ycuando sor María se recogió a su celda y searrodilló para rezar antes de extenderse en lapobre tarima, donde sin regalo, casi sin abrigo,dormía el sueño de los ángeles, sintióse de re-pente profundamente triste, y le pareció quedelante de ella se abría un abismo negro, muyhondo, y que le entraban ganas vehementes demorir. No penséis mal, ¡oh escépticos!, de sorMaría. ¡No la creáis una monja liviana! No era el amor profano y su deleitosa copa loque el tentador hacía girar ante sus ojos preña-dos de lágrimas de fuego. Tened por seguroque la pureza de sor María llegaba al extremode ignorar si renunciando al amor sacrificabaventuras. En el amor sólo sospechaba fealda-des, desencantos, humillaciones y groserías

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indignas de un alma escogida y bien puesta. Loque en aquel momento hacía sollozar a la mon-ja era el instinto maternal, despertado con fuer-za irresistible a la vista y al contacto del moní-simo Jesusín... Y mal de su grado, ofuscada por la insidiosatentación (sólo el Maldito pudo infundirle tantrasnochados y extemporáneos pensamientos),sor María no estaba a dos dedos de renegar delos votos y de las tocas y de los deberes que alconvento la sujetaban. Nunca estrecharía contrasu infecundo seno una tierna cabecita de rizadamelena; nunca besaría una frente pura y celes-tial; nunca unos brazos mórbidos ceñirían sugarganta. La única criatura que le había sidodado en brazos y a la cual pudo prodigar ter-nezas era un chiquillo de palo, duro, frío, queni respondía a las caricias ni balbucía entrecor-tado el nombre de madre. Y sor María, cada vezmás hondamente desesperada, acordábase, enaquella hora fatal, de su propio hogar quehabía abandonado, y pensaba en el delirio con

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que su padre amaría a un nietezuelo, y llorabacon llanto más amargo, con lágrimas sangrien-tas, como lloraría una virgen de Israel conde-nada a muerte, la esterilidad de su seno y lasoledad eterna de sucorazón, sentenciado a no probar nunca el másintenso y completo de los cariños femeniles... Mas he aquí que al hallarse sor María fuera yade sentido y a punto de rebelarse impíamentecontra su destino y de romper su juramento defidelidad al Divino Esposo, cuentan las crónicas(no sé si protestaréis los que lleváis sobre laspupilas la membrana del topo, la incredulidad)que la celda se iluminó con luz blanca y suave,y que de súbito el Niño del Misterio, no rígido einmóvil en su invariable actitud, sino animado,hecho carne, sonriendo, gorjeando, acariciando,salió de una nube ligera y se vino apresurada-mente a los brazos de la monja. "Soy yo, tu Jesusín, el que nació hoy a las do-ce", parecía balbucir la criatura, halagandoblandamente a sor María. Y como ésta pagase

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con besos los halagos, el chiquillo rompió allorar tiernamente, y la monja, olvidando suspropias lágrimas y su reciente desconsuelo,comenzó a bailar para entretenerle, a arrullarle,a cantarle, a contarle cuentos, y, al fin, le arropóen su cama, llegándole al calor de su propiocuerpo y recostándole sobre su pecho tibio, quehenchían activas corrientes de vitalidad y deamor. Y allí se pasó la noche el pobre nene, has-ta que la blanca aurora, que disipa las sombrasy ahuyenta las tentaciones, lanzó sus primerasclaridades al través de la reja, y la campanallamó al templo a las monjas, que se pasmarondel resplandor extático que brillaba en el her-moso semblante de sor María... Desde entonces sor María hace prodigios deausteridad, mortificación y penitencia. Sus ro-dillas están ensangrentadas, sus costados losdesuella el cilicio, sus mejillas las empalidece elayuno, su boca la contrae el silencio. Pero todoslos años, después de la misa del Gallo y el Mis-terio del pesebre, se repite la visita del Niño a la

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celda melancólica y solitaria, y por espacio deunas cuantas horas sor María se cree madre. "El Liberal", 25 de diciembre de 1894.

La Navidad de "Peludo"

Catorce años de no interrumpida laboriosidadpodía apuntar el Peludo en su hoja de servicios;catorce años en que no hubo día sin ración depalos y sin hambre. ¡El hambre especialmente!¡Qué martirio! Sacar fuerzas de flaqueza para el cochinerotrote, obligado por los pinchazos del recio agui-jón; aguantar picadas de tábanos y de moscasborriqueras, enconadas, feroces con el sol y elpolvo, en las llagas de la reciente matadura;sufrir talonazos y ver cortar la vara de avellanoo de taray que, silbadora y flexible, se ha deceñir a su piel, averdugándola; probar la dente-llada de la espuela y el sofrenazo violento delbocado; recibir puñadas en el suave hocico y en

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los ojos, en los dulces y grandes ojos cuya mi-rada siempre expresa mansedumbre; doblegar-se bajo la excesiva carga; arrastrarse molido ypugnar por no caer al suelo antes de que setermine una caminata tres veces más fatigosade lo que cabe dentro de los límites del vigorasnal; todo esto, con ser tanto, le parecía mise-riuca al Peludo, en cortejo de pasar rozandouna pradera verde como la esperanza, mulliday aterciopelada como tapiz de seda, y no poderhartar la panza vacía, redondear los ijares me-tidos ychupados y la tripa hueca como tubería de ór-gano. Era tal la impresión que causaba al Pelu-do la vista de la hierba apetitosa, rociada, ve-lluda, de los dorados pajares y de las mieses ensazón; tal la rabia que sentía al oír el murmuriode la fuente cuando secaba sus fauces el anhelodel trabajo y la polvareda pegajosa del caminoreal; tal la violencia de su furioso apetito y elímpetu de su colosal gazuza, que más de unavez, él, el manso, el resignado, el trabajador, el

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obediente, "pensó" hacer una muy gorda y so-nada: soltar un rebuzno de guerra y arremeter acoces y a muerdos contra su despiadado jinete,su espolique, su amo, su tirano... ¡Qué deleitearrojar al suelo el lastre de sacos de harina, quepesan cual plomo, patearlos, reventarlos; que laharina se esparciese por la carretera; meter enella el hocico, aventarla, hacerla volar en blan-quísimas nubes! Y si era mucha el ansia de co-mer, no menor la de revolcarse. ¡Revolcarse!¡Cuánto tiempo, desde su tierna infancia,su época de buchecillo retozón y candoroso,que no se revolcaba, con las cuatro patas ba-tiendo el aire y la gris barriga al sol, el Peludo! Cruzaban estas ráfagas de emancipación porla deprimida mollera del esclavo, pero no ad-quirían consistencia; eran aleteos pasajeros queabatía al punto la convicción de su eterna ser-vidumbre y de que la había dispuesto la suerte,el fatum que preside a la existencia del jumen-to. Sí, lo peor del caso es que al Peludo la des-gracia le había hecho fatalista; no esperaba na-

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da de la Providencia, ni se atrevía a creer quepudiese lucir para él jamás un instante de rela-tiva dicha. Hiciese lo que hiciese lo mismo teníaque ser... Hambre y palos, palos y hambre...Arriba con la carga; avante por la senda, y nadade protestas ni de quiméricos ensueños... Razón llevaba el paciente Peludo en descon-fiar de la suerte y en prometerse mayores des-venturas; su amo, en vez de mostrarle algúnapego, una pizca de consideración, a medidaque el Peludo perdía fuerzas, agilidad y bríos,iba tratándole con mayor dureza y encomen-dándole las tareas más rudas y bajas, los trans-portes más reventadores y las jornadas a paloseco, en todo el rigor de la frase. Por eso, la gla-cial y lluviosa noche del 24 de diciembre encon-tró al cuitado Peludo sufriendo la intemperiecon cachaza estoica, atado a una argolla de hie-rro, a la puerta de la más conocida taberna delPellejón, una de las varias que salpicaban lasorillas de la carretera de Marineda a Brigos.Otras veces no faltaba para el Peludo en aquel

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templo báquico el abrigo de una cuadra o de unestercolero, o siquiera de un cobertizo cerquitadel pajar; pero ésta era noche de bulla y pa-rranda, de regodeo y jarros colmados de vino yaguardiente, y cuando el Peludo, al trotecillodesmayado de susprovectas patas, se acercó a la taberna, no que-daba sitio ni techo para él. De dos puntillones,el amo le pegó a la pared, le amarró a la anilla,y allí se quedó el jumento, sin más techo que unemparrado desnudo de follaje, cuyas ramasgoteaban hilos de agua llovediza, formandouna charca bajo los cascos. Veía el Peludo, al través de los vidrios de laventana, la sala de la taberna iluminada, alegre,llena de hombres que jugaban a los naipes, dis-putaban, despachaban guisotes de bacalao yapuraban vasos de caña y tinto. Mientras losracionales celebraban así la Navidad, el asno,transido y empapado hasta los huesos, rendidode cansancio y desfallecido de necesidad, notenía ánimos ni para exhalar un suplicante y

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doloroso rebuzno pidiendo sustento y calor.Una nube veló sus pupilas; sus corvas se dobla-ron. Iba a caer sobre el fango líquido, cuandoadvirtió una claridad suave, muy diferente dela que derramaban las pestíferas candilejas dela taberna, y divisó a su lado, con profundasorpresa a otro borrico: un asno plateado, deluciente pelo, vivaracho, cordial. ¡Qué compa-ñía tan grata! "¡Hi-ho!", flauteó dulcemente elcaduco y asendereado jumento. Púsose el re-cién venido a roer con los dientes la cuerda queal Peludo sujetaba, y presto lo dejó libre. Echó aandar el argentadoborriquillo, y detrás de él, sin meterse en másaveriguaciones, el Peludo, ya regocijado y fuer-te. A medida que adelantaban, la noche se hacíatransparente, estrellada, tibia; el camino, fácil,seco, llano, lindo. A derecha e izquierda, pra-dos de un tono de felpa verdegay, esmaltadosde violetas y ranúnculos, convidaban al Peludoa saciar su apetito; arroyos cristalinos le brin-daban con qué apagar su sed. Y el Peludo, en-

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trando a saco, descuidado, libre, se entregó a lahierba jugosa; desde lejos podía oirse el ruidode molino que al mascar producía su vieja den-tadura. Bebió a su talante en los manantiales;atracóse de trébol y hierba mollar, y al paso quedevoraba, redondeábase su panza como globoque se infla, hasta que de súbito estallaron lascinchas que sujetaban la albarda, y quedóse enpelota, feliz como un rey. ¡Ahora sí que no sesentía fatalista el Peludo! Tan dichosa aventuralo convertía en el mayor providencialista deluniverso. En lontananza empezaba a despuntarla mañanica dorada y risueña; las violetas delprado olían a gloria; todo incitaba a un revuel-co deleitable, y, izas!, el Peludo se dejó caer y sepuso a nadar en aquel golfo de verdura, im-pregnándose de olores floreales, recogiendo ensu pelambrera hojas de manzanilla. El asno sesentía victorioso, envuelto en luces de gloria. Yallá en los aires, lejos, alto, voces misteriosasrepetían la profética cláusula: "Nos ha nacidoun niño, y se llama Emmanuel..." El asno de

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plata, salvador del Peludo, le miraba entrecompasivo y amigable, y le rebuznaba bonda-dosamente: "¡Hi-ho! ¿No me conoces? Soy elque calentó con su aliento a Jesús en el esta-blo..., y el que llevó a Egipto a María la Nazare-na..." A la puerta de la taberna, el amo del Peludo,al salir de madrugada con los humos de la em-briaguez muy densos aún, vio a su monturatendida en la charca, los ojos vidriosos, las pa-tas rígidas. -Rompióse la cuerda -observó el tabernero-.No le dé patadas -agregó-, que de poco sirve;tiene la oreja fría; está difunto. Pero el amo, con la terquedad característica delos beodos, seguía descargando puntapiés alanimal, jurando, blasfemando y maldiciendo.Al fin, convencido de lo inútil de sus esfuerzos,soltó una opaca risotada. -Para lo que servía... -gruñó-. Ya ni podíaconmigo... "Blanco y Negro", núm. 399, 1898.

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Jesusa

El matrimonio vio, al fin, cumplidos sus de-seos: la niña vino al mundo un 24 de diciembre,circunstancia que pareció señal del favor divi-no; pusiéronle en la pila el dulce nombre deJesusa, y la rodearon de cuanto mimo puedenofrecer a su único retoño dos esposos ya madu-ros, muy ricos, y que sólo pedían a la suerteuna criatura a quien transmitir fortuna y nom-bre. La cuna fue mullida con pétalos de rosa, yhasta el ambiente se hizo tibio y perfumadopara acariciar el tierno rostro de la recién naci-da... Todos hemos narrado alguna vez la triste his-toria de la niña pobre y desamparada que,harapienta y arrecida, con el vértigo del ham-bre y la angustia del abandono, vaga por lascalles implorando caridad, hasta que cae rendi-da y la nieve la envuelve en blanco sudario. El

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grito de la miseria, el clamor del vientre vacío,es penetrante y humano..., pero también sufreel rico, y sus dolores, inaccesibles al fácil con-suelo que se reparte con un puñado de mone-das, no hallan alivio sino en la misericordia deDios... El que compare a la chiquilla sin pan nihogar con la chiquilla envuelta en algodones yharta de goces y juguetes, a la que jamás recibióun beso con la que agasaja en su seno de unamadre idólatra, se indignará contra la injusticiasocial y apelará de ella a la justicia infalible. Cruzad la calle, deslizad un socorro en la ma-no escuálida de la mendiga y penetrad despuésen la morada de la familia de Jesusa. El contras-te, al pronto, os parecerá hasta sacrílego. Cual-quier chirimbolo de los que decoran el gabine-te, cualquier fruslería de rubia concha y cince-lada plata, de las mil esparcidas sobre las mesi-llas del tocador, vale más de lo que costaría darun año entero pan, luz y abrigo a la infeliz quetirita allá fuera, en el ángulo de la manzana, en

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pie contra una cancilla menos dura que algunoscorazones. Pasad el umbral de la alcoba tapizada de seda;acercaos a la camita virginal, esmaltada deblanco y oro, y contemplad la cabeza que des-cansa sobre la batista... Ved ese rostro transpa-rente como alabastro, esos ojos de violeta, taninfinitamente melancólicos. Si pudieseis alzar lasábana sin ofender el pudor de la niña, que hacumplido sus once años ya, se ofrecería a vues-tra vista algo sin nombre ni forma, uno de esoscuadros que sobrecogen, una especie de insectomísero: piernas como hilos retorcidos, manosque se asemejan contraídas por la acción delfuego, doble gibosidad en el pecho y la espalda,flacura de carnes secas y consumidas por elpadecimiento. ¡Y si la enfermedad se contentasecon haberla desfigurado! Pero son tan incesan-tes sus torturas, tan variadas, tan horribles, quehay horas negras en que el padre susurra aloído de la madre, en voz opaca:

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-¡No sería mejor despedir a tanto médico...,suprimir tanto remedio..., no agobiarla..., dejar-la que...! Y la madre responde con acento en que tiem-blan irrestañables lágrimas: -No, no... Mientras hay vida... En el martirizado cuerpo, la inteligencia vela,despierta desde muy temprano. A los seis años,Jesusa decía de esas frases que cortan el alma.Las tempranas intuiciones, las precocidades, sien el niño sano regocijan, en el enfermo afligencon aflicción honda, como es hondo el abismodel humano dolor. -Mamá, ¿soy yo mala? -gemía la inocente. -No, eres muy buena, muy buena. -Entonces, ¿por qué me castiga Dios? -No es castigo... -sollozaba la madre-. Es quedespués, cuando te mejores, has de disfrutarmucho... y es que ahora, si es verdad que estásmalita, también tienes más cosas bonitas quelas otras niñas, más muñecas, más juguetes,más flores, unas cajas preciosas...

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Callaba la enferma un minuto, cerrando suspupilas de marchita violeta, y las abría luegopara exclamar: -Pues dales todo eso a los niños que no tie-nen... y ellos que me den no estar enferma undía... ¡Mamá, siquiera un día! Al correr del tiempo, al multiplicarse los fe-nómenos del extraño padecimiento nervioso deJesusa, arraigábase en su mente la idea de lasustitución, y la creía posible, o segura, mejordicho. ¿Por qué no la complacían sus padres?¿Había cosa más sencilla y natural? Que repar-tiesen a los golfos y a los mendigos sus joyas ysus muñecos caros; que les enviasen a cestos lasgolosinas; que les entregasen las sábanas deencaje y el edredón de plumón de cisne..., queellos a su vez, la socorriesen con unas migajasde salud, de la riente salud que alegra el mun-do, que calienta la sangre, que resplandece co-mo el sol y hermosea el vivir. ¡Levantarse deaquella cama, andar, salir a la calle, respirar elaire libre, sin dolores, lista, ágil, contenta!

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A fuerza de hablar de la sustitución, Jesusaacabó por contagiar a su padre. Los desgracia-dos tienen siempre los brazos abiertos paraabrazar a la quimera. La esperanza es ingeniosay supersticiosa. -Verás, nena mía... Voy a darte gusto, voy asocorrer a los niñitos pobres... Así que les hagamucho bien, tú sanarás... Y empezó su carrera de filántropo, descu-briendo cada día, en la inagotable mina de lamiseria, nuevas vetas que explotar, y soñando,a cada hallazgo, que allí podría estar la cura-ción de su enferma. Subió a muchas buhardi-llas, llevando la bolsa llena y el médico preve-nido; recogió y trajo en brazos a las altas horasde la noche, al golfo que dormía aterido y des-fallecido de hambre sobre un banco o al travésde una puerta y se gozó en el golpe mágico deldespertar de la criatura ante una suculenta cenay con la perspectiva de un mullido lecho; redi-mió de la abyección a niñas que aún no teníanconciencia del pecado, y las llevó a estableci-

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mientos benéficos, donde las inculcasen el tra-bajo y la honestidad; pagó nodrizas a desvali-dos huérfanos; desató un río de aceite de híga-do de bacalao para los chiquitines escrofulosos,y en verano envió a las orillas del mar a hijos deobreros devorados por la anemia... Mas Jesusa,enterada de tan santas acciones, no cesaba demover lacabeza macilenta, de cerrar dolorosamente laslánguidas violetas de sus ojos. No era bastante;no se contentaba Dios todavía con eso. Mayor sacrificio pedía sin duda... Prueba de loestéril del esfuerzo, era que Jesusa empeoraba,que redoblaban sus sufrimientos, que la fiebrela consumía, que su piel se pegaba a los huesosabrasada por el mal, y que en los accesos, a ca-da paso más frecuentes, sentía, o como un as-cua en sus entrañas, o como un enorme témpa-no de hielo en su corazón, próximo a cesar delatir. ¿Iba a durar eternamente aquella infernaltortura? ¿No se apiadaría Dios? ¿No la sanaríade repente del todo, dejándola alzarse, fuerte y

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gozosa, en el ímpetu de la juventud, a disfrutarde la existencia, a reír, a correr, a saltar comolos pájaros felices? Llegó la Nochebuena, el cumpleaños de Jesu-sa. En tal día, sus padres la abrumaban a rega-los, inventaban caprichos para darse el gusto desatisfacerlos. Se armaba el "belén", renovadosiempre, siempre más lujoso, de más finas figu-ras, de más complicada topografía; pero aquelaño, suponiendo que la enferma estaba cansadaya de tanto pastorcito, y tanta oveja, y tantocamello, discurrió la madre colocar un preciosoNiño Jesús, de tamaño natural, joya de escultu-ra, en un pesebre sobre un haz de paja. La sen-cilla imagen atrajo a la abatida enferma. Parecíauna criatura humana, allí echada, desnudita. Yal mirarla, al pensar que tendría mucho frío,Jesusa creyó adivinar por qué no la sanaba aella Dios... No bastaba dar a otros niños limos-na y socorro: era preciso "ser como ellos", acep-tar su estado, abrazarse a la humildad, a la ne-cesidad, imitando al Jesús que reposaba entre

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paja, sobre unas tablas toscas... Afanosamente,la niña llamó a su madre y suplicó, trémula deilusión yde deseo: -Mamá, por Dios... Haz lo que te pido y verássi sano... Ponme como están los niñitos pobres...Echa paja en el suelo, acuéstame ahí... No metapes con nada, déjame tiritar... Resistíase la madre, temblando de miedo a laidea de su hija con frío y sobre unas tablas; pe-ro, a pesar suyo, el loco ensueño también seapoderaba de su espíritu. ¿Quién sabe? ¿Quiénsabe?... Las alas de la quimera batían misterio-samente el aire en derredor... Alejó a los cria-dos, miró si nadie venía..., y cargando el levepeso de la enferma, la tendió sobre la paja es-parcida, en el mismo pesebre donde sonreía ybendecía el Niño; Jesusa abrió los ojos, miróansiosamente a la imagen, y después los cerrócon lentitud. Su carita demacrada, crispada,expresó de pronto mayor serenidad: una espe-cie de beatitud bañó las facciones, iluminó su

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frente; un ligero suspiro salió de la cárdenaboca... La madre, aterrada, se inclinó, la llamópor su nombre, la palpó... No respondía; elsueño se realizaba; los dolores de Jesusa habíancesado; no volvería a sufrir. "El Liberal", 25 de diciembre de 1897.

Nochebuena del jugador

El vicio del juego me dominaba. Cuando digoel vicio del juego debo advertir que yo no locreía tal vicio, ni menos entendía que la ley pu-diese reprimirlo sin atentar al indiscutible dere-cho que tiene el hombre de perder su haciendalo mismo que de ganarla. "De la propiedad eslícito usar y abusar", repetía yo desdeñosamen-te burlándome de los consejos de algún amigotimorato. No obstante mi desprecio hacia el sentimientogeneral, procuraba por todos los medios que enmi casa se ignorase mi inclinación violenta.

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Habíame casado, loco de amor, con una precio-sa señorita llamada Ventura; estrechaba másnuestra unión la dulce prenda de un niño queaún no sabía, si yo le llamaba, venir solo a misbrazos; y por evitar a mi esposa miedo y angus-tia, escondía como un crimen mis aficiones,sorteando las horas para satisfacerlas. Precau-ciones idénticas a las que adoptaría si diese ami mujer una rival, adoptaba para concurrir alCasino y otros centros donde se arriesga, alvolver de un naipe, puñados de oro; e inven-tando toda clase de pretextos -negocios bursáti-les, conferencias con amigos políticos, enfermosque velar, invitaciones que admitir- cohonesta-ba mis ausencias y explicaba de algún modo miagitación, mi palidez, mis insomnios, mis ale-grías súbitas, mis abatimientos, la alteración demi sistema nervioso, quebrantado por la másfuerte y honda tal vezde las emociones humanas. Hacía tiempo que no poseía sino lo que el jue-go me granjeaba. Dueño de un mediano caudal,

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había ido enajenando mis fincas para cubrirpérdidas. Vino después una larga temporadade prosperidad, pero invertí las ganancias envalores fáciles de negociar, que ya mermabanrecientes descalabros. Nada de esto notaba miVentura, porque a semejanza de casi todas lasmujeres, recibía de manos de su esposo el dine-ro sin preguntar su origen. Segura de mi cariño,pasiva y feliz en su hogar, ni se le ocurría niquizá deseaba conocer el estado de nuestrosintereses. En las ocasiones felices, yo le traíaricas alhajas y le compraba lindos trajes; en losmomentos de estrechez, una indicación míabastaba para que ella redujese el gasto y apla-zase los pagos, con instintiva complicidad. Perosi mi esposa no me causaba inquietud y el des-orientarla me parecía facilísimo, otra personade la familia me inspiraba indefinible recelo. Era esta persona el hermano mayor de Ventu-ra, mi cuñado Bernardo, hombre de entendi-miento vivo y sagaz, de fogosa condición, aquien penas ignoradas, quizá dolorosos desen-

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gaños, impulsaron a abrazar el estado eclesiás-tico. Bernardo ejercía su ministerio con un celoabrasador, con sed de sacrificio que le consu-mía, demacrando su cuerpo y encendiendo ensus azules ojos perpetua llama. Los tales ojos, alfijarse en mí, mostraban vislumbres de descon-fianza y severidad. Indudablemente, el santoaltruista, consagrado a hacer el bien, olfateabaen mí la egoísta y desenfrenada pasión queteñía de un círculo de oscuro livor mis párpa-dos y hacía temblar febrilmente mi mano cuan-do estrechaba la suya. Una desazón, un desaso-siego parecido al del que con ropa sucia arros-tra la luz del sol en un paseo concurrido, measaltaban al encontrarme frente a frente conBernardo. Éste, que vivía fuera de Madrid, ab-sorbido siempre por empresas de beneficencia,fundaciones de Asilos y Asociacionescaritativas, sólo venía a vernos dos veces al año;en Pascua de Resurrección y en Navidades. Acercábase precisamente esta solemne épocadel año, cuando la suerte, que ya se me había

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torcido, comenzó a mostrarse airada contra mí.Soplaba la racha negra, y soplaba tan inclemen-te y dura, que me arrebataba mis esperanzastodas. Fallaban mis más laboriosas martingalas;se malograban mis golpes de habilidad, miscorazonadas se desmentían y naipe que yo to-case era naipe funesto. Encarnizado en el des-quite, me precipitaba con cierta cólera, obsti-nándome en despeñarme, agotando mis recur-sos, desafiando al porvenir. La intuición de quese me venía encima la catástrofe redoblaba midesesperada energía. Debiendo ya sobre mipalabra crecida suma, busqué un prestamista -el más usurero, el más infame- y sin vacilarcomo quien cierra los ojos y se arroja a una si-ma, me abandoné a sus uñas, firmando cuantoquiso, comprometiendo mi honor a cambio dela inmediata posesión de la cantidad que nece-sitaba para saldar mi deuda en el Casino y ten-tar el golpe supremo. Estaba determinado aque no luciese para mí el día de confesarle aVentura que nos aguardaba la miseria y la

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afrenta además. Cierto que a veces se me ocu-rría decirle: "Figúrate que yo era un negociante;he quebrado; es preciso resignarse y trabajar."Pero inmediatamente comprendía la imposibi-lidad, el absurdo de calificar de "quiebra" losresultados de mi desorden. Si caía a los pies demi mujer revelando la verdad, tendría que im-plorar perdón, como cumple al que faltó a susdeberes. Antes morir, y morir me parecía lasolución única del pavoroso conflicto. En aque-llos instantes veía tan claro como la luz que lamuerte era precisa y natural consecuencia demi modo de entender la vida, y el derecho dejugar, hermano del de suicidarse: ambos se re-ducían a uno solo... "Usar y abusar..." Y morirsin miedo. Con estos pensamientos volví a mi casa la tar-de del día 24 de diciembre, llevando en el bolsi-llo la cantidad obtenida del usurero. No bienentré en la antesala, sentía que me abrazaban aun tiempo por el cuello y por las piernas. Elprimer abrazo era el de la mujer amante, que

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unía su rostro al mío con arrebato mimoso; elsegundo... ¿Quién puede abrazar por más abajode la rodilla sino el nene, el muñeco que se en-saya en romper a andar y aún necesita agarrar-se a algo para no caer de bruces? Sentí que el corazón se me hendía; sentí queme acudían lágrimas a los ojos; y apartándomebruscamente por disimulo, exclamé: -¿Qué pasa? ¿A qué viene esto? -Ha llegado Bernardo -respondió Venturasorprendida de mi sequedad. -Tío Nado -repitió mi pequeño, que acompañóesta gracia con una risa estrepitosa. -Pues toma -dije entregando a mi mujer unpuñado de billetes-: prepara una cena; pero unacena de verdad, como me gustan..., y ahoradéjame, hijita, déjame un poco; quiero reposar,me duele la cabeza, y de aquí a la noche esperomejorarme para charlar con Bernardo. Ventura obedeció, y yo me encerré a escribiruna especie de testamento y despedida. Misdientes castañeteaban; concluí la tarea, registré

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mis pistolas, las cargué, me eché sobre el sofá yfumé nerviosamente, cigarro tras cigarro, hastaque Ventura, solícita, vino a avisarme para ce-nar. Era temprano, porque el niño no podíafaltar a la mesa en noche semejante y su madreevitaba tenerle despierto hasta las mil. Nos di-rigimos al comedor, iluminado por bujías rosa,alegrado por la blancura de los manteles y eldestellar del cristal y de la plata. La sopa de almendra humeaba suavemente ytrascendía a gloria; las frutas raras se apiñabanen el centro de mesa, reflejado por una luna deespejo circundada de rosas tardías; en las copasreía ya el Sauterne amarillo, y mi mujer, enga-lanada, compuesta, sonriente, con el rizadopelo algo fosco y las mejillas rubicundas, seacercó a mí y murmuró acariciándome con lavoz: -¿No saludas al forastero? Ahí le tienes. Abracé a Bernardo, y empezó la cena, anima-da al principio por las genialidades del nene ylas coqueterías de Ventura, empeñada en que

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alabase su tocado y tan resuelta a conquistar-me, que hasta apoyó sobre mi pie el suyo chi-quitín. Sin embargo, languideció la conversa-ción bien pronto; no era difícil notar que Ber-nardo y yo estábamos pensativos. A las pre-guntas inquietas de mi esposa, respondía ale-gando cansancio y jaqueca; pero Bernardo, elde las chispeantes pupilas azules, declaró cate-góricamente: -Tu marido tendrá lo que guste, y no querráenterarnos de por qué parece un reo a quien leacaban de leer la sentencia ahora mismo; perolo que es yo... estoy así... porque me da ver-güenza cenar tan bien, con salmón, y ostras, ylangostinos, y vinos añejos, y no poder ofrecer aalgunas familias pobres, ya que no estos festi-nes de Lúculo, al menos el pan del año, el fuegodel hogar y ropa con que abrigarse las carnes.El apóstol enseñaba que los cristianos no debenencerrarse para comer manjares suculentos.Nosotros nos saciamos de cosas ricas, y vamosa brindar con un champaña... que ya lo conozco

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de otras veces... ¡Clicquot!, mientras los po-bres... No puedo evitar esto, ni vosotros podéis;pero allá dentro hay un rincón de mi alma quellora. ¡Cómo ha de ser! ¡No acierto a remediar-lo! Decir esto el sacerdote y cruzar por mi imagi-nación el chispazo de una idea, fue todo uno; nidio tiempo a la reflexión ni a que yo calculase elefecto que en Bernardo iban a producir mispalabras. Me levanté, llené una copa del cham-paña, que frío como nieve ya lucía en la jarra decristal tallado, y la tendí a Bernardo, exclaman-do de un modo significativo: -¡Pues brinda... o reza! Para que se logre unplan que tengo yo... Si se logra, asegurarás elpan a algunas familias. Bernardo echó mano a su copa, y antes dealzarla, fijó en mí las fascinadoras pupilas. A miparecer, me registraba el cerebro, me veía laconciencia y me leía como se lee un abierto li-bro.

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De pronto, con súbita decisión tendió la copa,la acercó a la mía, las chocó, y pronunció majes-tuosamente: -Brindo ahora... Rezaré después. Deseo que selogre tu plan... pero una vez sola, ¿entiendes?Una sola. Consideré sellado el pacto. En mi supersticiónde jugador lo había ensayado todo, gitanas ymédiums, amuletos y pueriles conjuros... todo,excepto el interesar a Dios por el cebo de lacaridad, partiendo mis ganancias con el Árbitrosupremo, cuya previsión sirve al ciego azar deinvisible lazarillo. ¡Poner al Cielo de mi parte!Sí, porque el Cielo tampoco podía "querer" queyo ejecutase la resolución postrera y definitiva,la única que cortaba el nudo infernal de mi des-tino... Así que terminó la cena, me levanté, aleguéuna excusa, dejé a Ventura malhumorada y aBernardo meditabundo, y salí desalado, a jugar,no ya el dinero, sino la honra y la existencia, laexistencia que en aquel momento me parecía

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tan seductora, tan digna de ser vivida, entre loshalagos de una mujer enamorada y la luminosasonrisa de un querubín que me pedía protec-ción y ayuda para andar, cogiéndose a mispiernas... Por las calles se oía tumulto de gentío, repiquealegre de panderetas, rasgueos de guitarra; enlas casas, la luz se filtraba delatando la reuniónde los que se quieren en íntima fiesta; y yo pen-saba, mientras el coche que había tomado a mipuerta iba rodando hacia el Casino: "Si marro,ésta es mi Nochebuena última." ¿Sabéis lo que se llama una suerte desatinada,increíble, loca? Pues así la tuve yo desde elprimer instante. Sobraban horas para jugar, yestaban allí los puntos fuertes, los de repletacartera y crédito firme. Sin tregua los arrollé; norecuerdo vena igual: parecía cual si viese altrasluz las cartas que iban a salir, o un poderinvisible me dictase la puesta. Como si Dios seesmerase en cumplir el pacto, mi vena aumentódesde que sonó la medianoche.

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Al regresar a mi domicilio, entré en el cuartode Bernardo. El cura estaba despierto; me espe-raba sin duda -Acuéstate -le dije- y duerme bien, que maña-na tendrás con qué dar a esas familias pobres elpan del año. Vi en el expresivo rostro del sacerdote indiciosde perplejidad y zozobra. Comprendía perfec-tamente el origen del dinero que yo venía aofrecerle en cumplimiento del trato y su con-ciencia batallaba con su pasión de hacer bien,de consolar penas, de enjugar lágrimas. Débil,por fin, vencido del deseo, sacudido por unatrepidación interior que le enronqueció la voz,siempre sonora, me cogió las manos entre lassuyas y murmuró: -Acepto... Venga... Sólo que ¡acuérdate!... Lacondición... -Hoy ha sido la última vez: palabra de honor -respondí adelantándome a su ruego. No sé si me creeréis, pero no he jugado másdesde aquella Nochebuena. Al principio se me

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crispaban los dedos y la cabeza se me desvane-cía con el ansia de volver a probar las amargasdelicias del juego; después, poco a poco, vino lacalma: el olvido ¡nunca! Negocié, labré unafortuna, y aprendí que puedo usar de ella, perono abusar. Sé que soy depositario. El dueñoestá arriba.

De Navidad

Este cuento pasa en el siglo XVI en una de esasciudades de Italia que gobernaba un tirano.Llamémosla a la ciudad, si queréis, Montenero,y a su tirano, Orso Amadei. Orso era un hombre de su época, feroz, de-salmado, disimulado en el rencor, implacableen la venganza. Valiente en el combate, magní-fico en sus larguezas y exquisito en sus aficio-nes artísticas, como los Médicis, festejaba en supalacio a pintores y poetas y recibía en su cá-mara privada a los sospechosos alquimistas de

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entonces, que si no consiguieron fabricar oro,no ignoraban la fórmula de destilar activos ve-nenos. Cuando a Orso le estorbaba un señor, le atraía,jurábale amistad, comulgaba con él -¡horriblesacrilegio!- de la misma hostia, le sentaba a sumesa..., y en mitad del banquete el convidadose levantaba con los ojos extraviados y espu-meante la boca, volvía a caer retorciéndose...,mientras el anfitrión, con hipócrita solicitud, lepalpaba para asegurarse de que el hielo de lamuerte corría ya por sus venas. Con los villanos no gastaba Orso tantas cere-monias: los derrengaba a palos, o los dejabaconsumirse de hambre en un calabozo. Orso era viudo dos veces: a su primera mujerla había despachado de una puñalada, por ce-los; a la segunda, la única que amó, se la matóen venganza Landolfo dei Fiori, hermano de laprimera. Ésta no había dejado hijos: la segunda,sí: una hembra y dos varones. Perecieron losvarones en un oscuro lance militar, una embos-

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cada que tal vez preparó el mismo Landolfo, yquedó la niña Lucía para continuar la malditafamilia de Amadei. Discurría ya su padre el príncipe con quiéndesposarla, cuando Lucía declaró que deseabatomar el velo. Orso se desesperó, porque a sumanera, adoraba a aquel último retoño de suraza; mas no hubo remedio; la voluntad de Lu-cía se impuso, y la niña entró en un monasteriode la Orden de Santo Domingo, en que habíaflorecido Catalina, llamada Eufrosina, a quienel mundo venera hoy con el nombre de SantaCatalina de Siena. La tierna juventud, la cándida belleza y la ilus-tre cuna de la hija del tirano aumentaron elasombro de su penitencia. En un siglo ya paga-no renovó las duras penitencias de edades másfervorosas. Su alimento era un puñado de hierbas cocidas;su cama, dos quilmas sin paja; su ropa interior,un burdo tejido de Cilicia que llagaba la delica-da piel; y cuando se levantaba para orar, en las

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noches de enero, después de tomar una hora dedescanso sobre las losas húmedas, que que-brantaban sus huesos todos, apenas podía sos-tenerse de debilidad y las palabras del rezo seconfundían en su boca. Porque Lucía, hija al fin de los Amadei, nohabía nacido para la mortificación y el dolor,sino para agotar las alegrías de la vida, pararecrearse en el grato sonido del bandolín, en elarmonioso ritmo de las estancias de los poetas,en la magia del color, en la dulce y misteriosacalma de los jardines, donde sonreía la eternahermosura de las estatuas griegas y sólo el pesode ajenas culpas y el anhelo de la expiación lahabían arrojado palpitante de angustia y deterror al pie de los altares, donde a cada minutorecordaba involuntariamente el mundo y susgoces. Como Catalina de Siena, más de una vez sevio asaltada por tentaciones impuras y porimágenes engañadoras y burlonas; pero abra-zada a la cruz, resistió heroicamente; lloró, se

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hirió las carnes y, al fin, conoció la victoria en lapaz que descendía a su espíritu. Arrobos y dul-zuras inexplicables sucedieron a los desfalleci-mientos, y Lucía se sintió consolada. Llegó Navidad, aniversario de su profesión.Vino la Nochebuena acompañada de muchanieve; pero cuanto más espeso era el sudarioque cubría el huerto del convento, más calornotaba Lucía en su celda solitaria; una ilusiónsingular le mostraba, al través de los emploma-dos vidrios, que en lugar de copos de nievellovían sobre las ramas de los árboles y sobre ladura tierra millares de azucenas nítidas, finascomo plumas arrancadas del ala de los ángeles. Sembrado de azucenas estaba todo, y la blan-cura del jardín despedía una claridad quealumbraba la celda con rayos de luna, más vi-vos y lucientes que la misma plata. De pronto,envuelto en olas de luz apacible, Lucía vio a unprecioso Niño: una criatura que sonreía, quetendía los bracitos, y a quien la monja recibióenajenada en ellos.

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-Esta noche -dijo el Niño amorosamente- hequerido favorecerte, Lucía, y en vez de nacer enel pesebre, naceré en la celda donde tantas ve-ces me has invocado. Lucía permaneció algunos instantes fuera desí: el favor era extraordinario y, en su humil-dad, no se creía digna de él. Apenas pudo reco-brarse, juntó las manos y se postró implorandoal Niño. -Si quieres que sea dichosa tu sierva, Niño, miNiño del alma..., concédeme lo que voy a pedir-te. ¡Ah!, es cosa grande y difícil; pero si Tú nopuedes realizar imposibles, ¿quién los realiza-rá? Acuérdate de lo que he luchado, acuérdatede mis sufrimientos..., y en vez de nacer aquí,dígnate nacer en otro lugar oscuro, horrible,desolado...: el corazón de mi padre, Orso Ama-dei. Halagando el Niño con sus manecitas el rostrode la penitente, la miró lleno de tristeza. -¿Sabes lo que pides, Lucía? ¿Sabes que esecorazón donde pretendes que yo nazca es más

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duro que la piedra, más sangriento que el ca-dalso, más fétido que el sepulcro? ¿Sabes quepara entrar allí tendré que apartar con mi cuer-po desnudo los espinos y los abrojos y las pon-zoñosas hierbas, y sentir cómo se enroscan enmi cuello las víboras y cómo trepan por mispiernas los fríos reptiles? ¡Yo he sabido morirdel modo más afrentoso; pero al tratarse denacer, busqué dulzura y amor; nací entre senci-llos pastores, no entre lobos carniceros! En fin,Lucía, ya que has combatido por mí, no he denegarte lo que deseas... ¡Esta noche, mi establode Belén será el corazón de fiera de tu padre! Al oír la promesa del Niño, Lucía experimentótan súbito gozo, que no lo pudo resistir. Cayóinerte sobre las losas. La luz, la visión, el per-fume de las azucenas, todo desapareció, y altravés de los emplomados vidrios sólo se vio elhuerto amortajado de nieve. A aquella misma hora, Orso Amadei celebrabaun festín en su palacio; mejor que festín hayque decir orgía. No era una cena donde los di-

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chos agudos y las alegres historietas hiciesenvolar las horas, y en que la presencia de lasdamas, incitando a la galantería, contuviese a labrutalidad. De estas cenas había dado muchasOrso; pero también gustaba de otras más des-enfrenadas, a que sólo asistían sus capitanessemibandidos, sus bufones y sus familiares,gente cínica y perversa. Si se mezclaba con ellos alguna mujer, era lainfeliz juglaresa sorprendida en la plaza públi-ca, y que, después de servir de ludibrio a losconvidados, aparecía al día siguiente con elcuerpo acardenalado, medio muerta, arrojadaen cualquier callejuela de la ciudad. Aquellanoche, Ridolfi, uno de los capitanes de Orso,había anunciado mejor presa: justamente aca-baba de cazar a una joven muy linda, ¡peor pa-ra ella si andaba a tales horas por la calle! Albo-rotáronse los bebedores; Orso, riendo a carcaja-das, ordenó que trajesen a la jovencita, que en-tró, empujada por los soldados, temblorosa,desgreñado el rubio pelo, y los hombres se en-

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grieron al verla, porque era en verdad sobera-namente hermosa. Orso clavó en ella sus ojos impúdicos; tendióla mano, apartó los rizos de oro..., y asombradose echó atrás; en la niña desvalida, dispuestaallí para ultrajarla, veía el rostro de su hija Lu-cía, las mismas facciones, las mejillas, la frente,sonrojada de vergüenza. -Soltad a esa mujer -gritó Orso-. Que la acom-pañen a su casa con el mayor respeto. Que na-die le haga daño... ¡Ay del que toque un cabellode su cabeza! Que se la trate como a mi perso-na... Los beodos, atónitos, obedecieron sin com-prender. Continuó el festín; pero Orso, preocu-pado y sombrío, no apuraba la copa. DeseosoRidolfi de animarle, hizo una seña, entendida alvuelo, y pocos minutos después, un preso mo-ribundo de hambre fue traído a la sala del ban-quete. Solían divertirse en sacar de su mazmo-rra a uno de éstos, a quienes desde días antesprivaban de alimento; sentarle a la mesa, ofre-

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cerle algún exquisito manjar, y cuando iba aengullirlo, sollozando y aullando de contento,se lo quitaban de la boca y le vertían en ella laardiente cera de los hachones que alumbrabanla orgía. El preso era joven, y Orso, bromeando, le ten-dió un plato de asado, humeante, y una copa de"Lácrima"; mas al verle de cerca, profirió unaimprecación. Los ojos que le fijaban con doloro-so reproche desde aquella extenuada faz demártir, la boca que le daba las gracias, eran laboca y los ojos de Lucía, su propia mirada, queel padre no podía desconocer, mirada de reflejocariñoso, luz del alma que busca otra luz igual. -Que suelten a éste -mandó Orso-. Antes, dad-le bien de comer cuanto desee. Y regaladle dosjarros de oro, y vino a discreción... Que se letrate como a mi persona... ¿Lo oís? ¡Cómo a mipersona! Ridolfi, gruñendo, cumplió la orden. Casi alpunto mismo en que salía el preso, se presentó

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en la sala del festín una mujer vieja, con un chi-quitín en brazos. -Piedad, gran señor -exclamaba-, piedad de lacriatura que aquí ves. Este pequeño es el hijo detu cuñado Landolfo dei Fiori, a quien aborreces,y unos soldados, por orden tuya, según dicen,le quieren estrellar contra el muro. Tú no pue-des haber dado tan cruel orden, y yo le pongobajo tu amparo. Al nombre odiado de Landolfo, Orso se es-tremeció de furor, y desnudando el puñal, iba aatravesar la garganta del pequeño...; pero éste,apacible, le sonreía, y su sonrisa era la sonrisaencantadora, inolvidable, de Lucía cuando supadre la acariciaba, en los días de la niñez. Orso, vencido, cayó de rodillas, y golpeándoseel pecho empezó a acusarse en voz alta de suspecados; porque Jesús, fiel a su promesa, aca-baba de nacer en aquel corazón más oscuro queel abismo infernal.

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A la mañana siguiente, Orso recibió la noticiade que su hija había expirado a las doce enpunto de la noche. El tirano se ató una soga al cuello, recorriódescalzo las calles de la ciudad, pidiendo per-dón a los habitantes, y, apoyado en un bastón,se alejó lentamente. Nunca se volvió a saber deél. ¡Dichosos aquellos en cuyo corazón nace elNiño! "La Época", 1896.

Jesús en la Tierra

Voy a contaros un cuento de la gran Noche,que me refirió un viejo peregrino, cansado yade recorrer todos los caminos y senderos deeste mundo y deseoso únicamente de recostarla cabeza en una piedra y morir olvidado. Si elcuento es algo sombrío, atribuidlo a la fatiga y alas muchas desventuras del que me narró estaespecie de sueño.

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La Noche de Navidad en uno de estos últimosaños, habéis de saber que nuestro Señor Jesu-cristo en persona quiso bajar a la Tierra y reco-rrerla, porque como nadie ignora, si ha leído eltexto santo, las delicias de Jesús son morar en-tre los hijos de los hombres. Dejó, pues, su trono y su asiento a la diestradel Padre, y ocultando la majestad y belleza desu aspecto bajo forma que no deslumbrase a losojos mortales y que a veces ni aun fuese visiblepara ellos, descendió al mundo, deseoso deencontrar piedad, amor y fraternal regocijo. LaNaturaleza parece asociarse a la solemnidaddel día: en el firmamento, claro como una bó-veda de cristal, brillan los astros de oro y deesmeralda pálida, titilando cual una miradacariñosa: ni corre un soplo de aire, ni una partí-cula de humedad condensada en figura de nu-becilla empaña la magnificencia de la hora noc-turna. En el polo, cuando se apoya sobre la heladaextensión el pie sagrado de Jesús, enciéndese

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súbitamente, como para festejarle, una esplén-dida aurora boreal: reflejos abrasadores, purpú-reos y anaranjados, colorean la nieve y arran-can de los enormes témpanos centelleo diaman-tino. Mas ¿qué le importa a Jesús la magia delespectáculo? Lo que Él busca es luz de auroraen los corazones; le atraen los fenómenos delalma, no los juegos de un meteoro en las rocasinsensibles y en las heladas estepas. Y pasa adelante. El primer lugar donde encuentra hombres, esuna llanura árida, el fondo de un valle que altasmontañas limitan y coronan. Hombres, sí, cu-bren el suelo, apretados como la mies cuando latumba la guadaña del regador; pero hombresinmóviles, yertos, crispados, en posiciones vio-lentas; y en sus rostros lívidos vueltos hacia elcielo resplandeciente de dulce claridad estelar,en sus ojos abiertos y sin mirada, una expresiónde rabia o de espanto persiste, a despecho de lamuerte... Porque son cadáveres los que cubrenla llanura, y la llanura es un campo de batalla.

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Jesús, pensativo, los contempla breves instan-tes. En los pechos abiertos, las heridas bermejasparecen bocas; en las frentes destrozadas, losnegros coágulos de sangre mariposas fúnebresde esa horrible especie llamada Atropos, quelleva sobre el corselete la figura de una calave-ra. Algunos de los hombres que yacen en lallanura respiran todavía: prestando oído sepercibe su ronco estertor agónico. Una mujeranciana, deshecha en llanto, amparando con lamano trémula lucecilla, cruza inclinándose paraver los rostros: busca tal vez a su hijo entre losmuertos. Un caballo sin jinete pasa, olfateandola carnicería y huyendo enloquecido... Y Jesús sigue, se aleja. Entra en una ciudad populosa. Por las callescircula gente alborozada, gozando la deliciosatemplanza en una noche tan apacible como lasprimaverales. Voces vinosas entonan cantosdesafinados; las guitarras acompañan con surasgueo procaz coplas equívocas; las pandere-tas repican incesantemente, y discordes sonidos

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de rabeles, zambombas, chicharras, carracas demetal, se enzarzan en el aire cual brujas volan-do al sábado. La multitud, desparramándosepor las calles, se arremolina ante los cafés ates-tados, sofocantes de calor; a veces, un grupo secuela por la puerta de alguna hedionda taber-nucha, de donde salen pateos, algazara, blas-femias y vaho de aguardiente. Ante una de estas innobles guaridas se para elNazareno. Ve allá en el fondo un grupo alrede-dor de una mesa: dos hombres y una mujer.Ella da cuerda a entrambos; los provoca, losenreda; ellos beben copa tras copa, y disputan.El uno arroja un vaso a la cara del otro; el vasose hace pedazos, el hombre se incorpora cho-rreando heces de vino mezclado con sangre.Los demás bebedores intervienen, amontonanal sano, aplacan al herido, le enjugan la faz,bromean, obligan a los adversarios a reconci-liarse, les incitan a que se abracen riendo; elsano tiende los brazos con cordialidad y sinrecelo alguno; el herido desliza en el bolsillo la

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mano abierta; corta el aire el relámpago de unanavaja y cae un hombre con el pulmón partido. Jesús se desvía, sigue andando, y ve un portalgrandioso, iluminado, sostenido en columnasde rojo mármol con capiteles de bronce. Sube laescalera, que revisten densas alfombras y deco-ran nobles tapices de batallas y cacerías, y pe-netra en una antecámara de vastas proporcio-nes, donde hacen la guardia criados de calzóncorto y armaduras ecuestres auténticas. La an-tecámara da acceso a un saloncito sin muebles,alumbrado por centenares de globos eléctricos,y en el fondo del saloncito, bajo celajes de tulfino batidos como espuma, aparece un encan-tador Belén, un Nacimiento para niños millona-rios, obra de arte más que de ingenua devoción.Al través de los campos y de los oteros imita-dos con musgo y piedra pómez, salpicados depalmeritas enanas, y de sicomoros gentiles ydiminutos, se deslizan murmurando riachuelosnaturales, que sin duda algún ingenioso meca-nismo hidráulico hace correr. De los montes de

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piedra pómez, en cuyas cimas reluciente polvoblanco remeda la nieve,desciende el torrente Cedrón, y del césped ver-dadero de los jardines se lanzan y se pulverizanen el aire enhiestos surtidores. Un lago en mi-niatura refleja en su cristalino seno las torres deJerusalén, el circuito de sus murallas, las cúpu-las del templo y los apretados olivos del huertode Getsemaní, que trepan por la ladera. Los milpintorescos detalles de los nacimientos no fal-tan en éste, sólo que las figuras, perfectamentemodeladas, son muñecos primorosos, y desdeel grupo de pastores que se arrodilla como enéxtasis, hasta los Reyes Magos que, caballerosen sus dromedarios, asoman por una gargantasalvaje, todo revela la mano del hábil escultor.El prodigio es la gruta; hecha de cristales deroca menudísimos y cristalizaciones de amatis-ta, se irisa con múltiples cambiantes al herirlasla luz del foco eléctrico en forma de estrella,que, suspendido de un hilo de perlas, oscila a

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gran altura. Y en la gruta deslumbradora, entreun asno y un buey de plata cincelada, laVirgen, de oro, vela al Niño, de oro y esmaltetambién, con la cabecita de madreperla. Paraostentar dignamente aquel grupo, joya de laorfebrería florentina del Renacimiento, tal vezde Benvenuto Cellini aquellas efigies en que lariqueza de la materia compite con lo inestima-ble de la ejecución, se ha armado, sin género deduda, el Belén suntuoso, y han corrido los to-rrentes y las cascaditas bajo las palmeras y losolivos. Lo extraño era que no hubiese nadie, nadieabsolutamente, en el salón; nadie para admirartal maravilla, nadie para acompañar al NiñoJesús de oro y piedras, a fin de que no helase ensu gruta de cristalizaciones, entre los reflejosvioláceos de amatista y los destellos multicolo-res de la diáfana roca... Y sin embargo, el pala-cio no debía de estar desierto, sino al contrario,lleno de gente: se notaba en la atmósfera esavibración, esos efluvios tibios que solo produce

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el aliento de muchos hombres y mujeres reuni-dos para una fiesta. Del fondo de una galeríallegaba a veces prolongado murmullo, las rotascadencias de una música alada y sensual, elgorjeo de las risas. Jesús adelantó y se encontróen la galería, bello jardín de invierno, decoradopor gigantescas plantas y árboles de remotosclimas, gomeros y lantanas de enormes hojas,ciccas y pandanos de complicada estructurasemejantes a pagodas y obeliscos de porcelanaverde. Esparcidas por el jardín se veían las me-sasdonde cenaban alegres grupos, mujeres enga-lanadas, acribilladas de pedrería, hombres queostentaban sobre la solapa de raso de su fracgrana gardenias ya mustias por el calor. La or-questa de cuerda, oculta en un quiosco árabeque revestían floridas enredaderas, acompaña-ba suavemente el rumor de las conversacionesy de las carcajadas melodiosas, el ticliteo de lastransparentes copas que el champaña orlaba deespuma, y el levísimo choque de los platos, que

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la destreza de los criados amortiguaba lo posi-ble. Era una lujosa cena de Navidad. Jesús re-trocedió, volvió al salón del Nacimiento, dondese vio otra vez en el establo, niño y solo. El rocede unos pasos sobre el pavimento de incrusta-ciones de madera se dejó oír, y una mujer, unajovencilla, de ojos azules, de blanco traje apenasescotado, penetró en el saloncito, fue derecha alBelén, y envió una tierna sonrisa al Niño, quecontempló despacio con amor. Después, comoel que tiene que ocultar una escapatoria, volvióprecipitadamente a la galería, donde tal vez laechasen de menos. Era la hija del dueño de lacasa. El Niño de oro ya no sentía tanto frío, yJesús, extendió la mano, bendijo a la doncellita,la única que se acordaba del Misterio... Salió del palacio sin volver atrás la vista, yalejóse del pueblo, de la gran ciudad corrompi-da y fangosa, como se había alejado del sinies-tro y sangriento campo de batalla. Un cambiorepentino en la atmósfera presagiaba temporal;nubarrones densos y oscuros como plomo co-

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rrían por el cielo; ráfagas de cierzo glacial azo-taban los árboles, y se oía el mugir pavorosodel mar rompiéndose contra los escollos. Jesússe encontró en una aldea de pescadores, míserogrupo de chozas, colgado a guisa de nido degaviota en una escotadura de la costa salvaje. Apesar de la hora, bastante avanzada para genteque suele economizar luz, nadie duerme en laaldea. Ábrense de golpe las puertas de las cabañas, yhombres y mujeres, provistos de faroles encen-didos y de largas pértigas, de bicheros, de ces-tos y de sacos, se dirigen en tropel hacia la pla-ya, despreciando el viento que les azota el ros-tro y la lluvia que empieza a caer sacudida porlas rachas furiosas del huracán. Imponente as-pecto el del Océano: olas gigantescas, con crestade espuma, se encrespan descubriendo abis-mos, y el sulfuroso zigzag de un relámpagoalumbra en el fondo de una sima a una embar-cación que corre sin rumbo. Los ribereños alzanlas luces, las hacen brillar, y el barco, que en

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ellas cree distinguir la salvación, el puerto ami-go, maniobra hacia la costa, y, precipitándose,va a chocar contra el bajío donde se clava des-pedazado. Los náufragos, que a la luz de otro relámpagohabían podido verse sobre el puente, en actitudde terror y desesperación, se arrojan al agua,asidos a tablas, cogidos a cuerdas, montadossobre barriles; y luchando con las monstruosasolas, que los sacuden y zapatean contra el pe-ñascal, nadan desesperadamente para alcanzarla playa, en que brillan y corren las luces, enque ven agitarse seres humanos. Y entonces severifica algo espantoso: los que en la playa es-peran a los náufragos, al verlos llegar mori-bundos, con las pértigas, con los bicheros, conremos, con palos, con cuchillos, los rechazanhacia el agua otra vez; pero antes los despojande la cintura de cuero en que salvaban oro ypapeles de la cartera que se ataron bajo el soba-co al comprender el peligro, de la ropa, decuanto poseen; y por si las olas tardasen en

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hacer su oficio, aturden a los infelices de ungolpe en la cabeza, y así los arrojan al piélago,inertes ya. Y danzando de júbilo, gruñendocomo canes por elreparto del botín, esperan la madrugada al piede los escollos, para recoger los despojos delbuque que el mar escupiría bien pronto, apro-vecharse de la feliz albana y celebrar despuéscon grosero y copioso banquete el día de la Na-tividad del Señor... El Redentor ha huido de la playa, sus ojos es-tán nublados, su alma triste hasta la muerte,según estaba cuando sudó sangre en Getsema-ní. Y su corazón, abrasado de caridad comonunca, insaciable en amar a los hombres, sientelas espinas de la corona que se le clavan, agu-das e invisibles. ¡Para esta raza había nacido enel establo y había muerto en la cruz! Entrando en una de las cabañas que los pesca-dores dejaron desiertas al salir a su horriblepesca de náufragos, divisa, en un rincón cercadel fuego, un niño arrodillado. Al verse tan

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solo, el rapaz ha tenido miedo, se ha acercadoal hogar buscando abrigo, y reza buscando am-paro y protección. Jesús le coge en brazos, lebesa, le acuesta, le pone la mano en los ojos y ledeja tranquilamente dormido, soñando con losángeles. Y al ascender otra vez al cielo, se llevaJesús en el hueco de la mano cuatro perlas: laslágrimas de una madre que buscaba a su hijoen el campo de batalla; el orar de un hombreque pide le sea perdonado un agravio; la sonri-sa de una doncella, y la oración de un inocente. "La Ilustración Artística", núm. 782, 1896.

El Belén

De vuelta a su casa, ya anochecido, don JulioRevenga -sentado en el tranvía del barrio deSalamanca, metidas las manos en los bolsillosdel abrigo gabán con cuello y maniquetas depieles- rumiaba pensamientos ingratos. Su si-tuación era comprometida y grave, doblemente

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grave para un hombre leal y franco por natura-leza, y obligado por las circunstancias a enga-ñar y a mentir. ¡Qué cara pagaba una hora deextravío! La tranquilidad de su conciencia, lapaz de su casa, la seriedad de su conducta, todoal agua por algunos instantes en que no supoprecaverse de una tentación. Mientras el cobrador iba cantando las estacio-nes del trayecto y el coche despoblándose, Re-venga daba vueltas a la historia de su yerro.¿Cómo había sido? ¿Cómo había podido suce-der? Como suceden esas cosas: tontamente. Sino es la quiebra de su amigo y paisano Costavi-lla, no tendría ocasión de ponerse en frecuentecontacto con la hermana, aquella Anita Dolores-mujer ya espigada en los treinta años, y másdesenvuelta que candorosa. -Ante la desgracia de la quiebra, Costavillaperdió la energía y la esperanza; pero AnitaDolores, en cambio, se reveló llena de aptitudescomerciales, dispuesta, activa, resuelta a salvarla casa de cualquier modo. Para sus gestiones

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se asesoraba con Revenga, le pedía auxilio,préstamos, celebraban conferencias que dura-ban horas. Al manejar los papeles, al calcularprobabilidades de liquidación, establecíase en-tre los dos una intimidad chancera, que se con-vertía de repente, por parte de Anita, en aficióninequívoca. Al sospechar Revenga lo que iba asobrevenir, ya estaba interesado su amor pro-pio, encendida su imaginación. Sin embargo, lafiebre duró poco: el esposo leal, el hombre hon-rado e íntegro, se dio cuenta de que era precisocortar de raíz lo que no tenía finalidad ni excu-sa. Sacrificó de buen grado algunos miles deduros para sacar a flote a Costavilla, y se apartóde Anita Dolores con propósito de no verlamás. No contaba con las fatalidades de la Naturale-za. Ocultamente, en apartado rincón de provin-cia, Anita Dolores dio al mundo una criatura.Fue el castigo providencial, no sólo para ella,sino para Revenga, que no había tenido prolede su matrimonio, ni esperanzas. Y al rodar del

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tranvía, que apresuraba su marcha, el vacilar dela luz de la linterna que se proyectaba sobre losvidrios nublados por el cielo del aire exterior,Revenga quería dominar una tristeza inconso-lable, una amargura que le inundaba como olade hiel. Nunca vería a su niña; nunca la estre-charía, nunca la tendría sobre las rodillas ni labesaría riendo... Anita Dolores, vengativa ytenaz, la había escondido, la había hecho des-aparecer. ¿Desaparecer?... ¡A cuántas conjeturasse presta este verbo! ¿Qué era de la niña?... A aquella hora, cuandoRevenga penetraba en su morada lujosa, en sucomedor que la electricidad alumbraba esplén-didamente y la leña de encina calentaba, inten-sa y crujidora; cuando la intimidad del hogar lesonriese, y las golosinas de Nochebuena lison-jeasen su apetito, ¿dónde estaría la abandona-da? ¿En qué casucha de aldeanos, en qué glacialdormitorio del Hospicio? ¿Vivía siquiera? ¿Va-lía más que viviese?

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Estremeciéndose de frío moral, Revenga subióel cuello del gabán y caló el sombrero. Desola-ción inmensa caía sobre su alma. Precisamenteacababa de saber en casa de unos amigos deCostavilla, donde solía preguntar disimulada-mente por Anita Dolores, noticias alarmantes.¡Anita Dolores se casaba! El nuevo socio deCostavilla, mozo emprendedor y dispuesto, erael novio. No mortificaban los celos a Revenga;no le quitaban el sueño memorias de lo pasa-do... Pensaba en la suerte de su niña, y aquellaboda oscurecía más aún el misterio de su desti-no. ¡Ah! ¡Pues si creían que iba a quedarse así,con los brazos cruzados y mucha flema británi-ca! ¡Desde el día siguiente -desde temprano-,que Anita Dolores se preparase! ¡Allí iría, areclamar la chiquilla, a escandalizar si era pre-ciso! El escándalo repugnaba a su carácter; elescándalo podía herir de muerte a Isabela, sumujer, enterándola de lo que debía ignorarsiempre... No importa, escandalizaría, ¡voto asanes! Cantaría claro;

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desbarataría la boda; pondría en movimiento ala Policía, si era preciso...; pero le darían su pe-queña, y la entregaría a personas que la cuida-sen bien, y la educaría y haría que de nada ca-reciese..., y, sobre todo, la vería, la besuquearía,le llevaría juguetes en la Navidad próxima...Con firme determinación cerró los puños yapretó los dientes. ¡Amanece, día de mañana! Entre tanto, Isabel, la esposa de Revenga, aca-baba de adornarse en su tocador. La doncellaabrochaba la falda de seda rameada azul oscu-ro, y prendía con alfileres la pañoleta de encaje,sujeta al pecho por una cruz de brillantes y za-firos -el último obsequio de Revenga, traído deParís-. Con inocente coquetería se alisaba elpelo ondulado y se miraba en el espejo de treslunas, cerciorándose de que las señales de laslágrimas se habían borrado del todo, despuésdel lavatorio con colonia y el ligero barniz develutina. ¡El llanto no tenía para qué notarse! Ya vestida y engalanada, pasó a un cuartitocontiguo a la alcoba, donde solía guardar baú-

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les, pero que ahora presentaba aspecto biendistinto del de costumbre. Tapizaban las pare-des ricas colchas y cortinas de raso y damasco;corría por el techo un cordón de focos eléctri-cos, y cubría el piso blando tapiz. En el testero,como a una vara de altura, se levantaba un ta-bladillo, y sobre él un Nacimiento, el Belén clá-sico español, con su musgo en las praderías, suspedazos de vidrio y de hojalata imitando lagosy riachuelos, sus selvas de rama de romero, sustorres puntiagudas de cartón, sus pastorcicosde barro, sus dromedarios amarillos y sus Ma-gos con manto de bermellón, muy parecidos areyes de baraja. Dos diminutos surtidores caíancon rumor argentino, bañando las plantas ena-nas en que se emboscaba el Portal. Isabel sedetuvo a contemplar los hilitos del agua, a es-cuchar el musical ritmo, y recordó sus propiaslágrimas, y sintió nuevamente preñados deellas los ojos yrebosante el corazón... La injusticia, la maldad,la mentira, lastimaban a Isabel más aún que la

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ofensa. ¿Por qué la engañaban, a ella que eraincapaz de engañar, enemiga de la falsedad y elembuste? ¿Cabía salir de casa despidiéndosecon una sonrisa y una caricia para ir a pasarhoras en compañía de otra mujer? Los surtidores goteaban, gimiendo bajito, eIsabel también gimió; el son del agua que cae seadapta a la alegría lo mismo que a la pena; paraunos es concierto divino, para otros, queja des-garradora. Quejábase el alma de Isabel, pidiendo cuentas,exponiendo agravios, alegando derecho y ra-zón. ¿No había ella cumplido sus promesas, lojurado al pie de aquel altar, pedestal y moradade su Dios? ¿No había sido siempre fiel, dulce,enamorada, dócil, casta, buena, en fin? ¿Por quésu compañero, su socio en la familia, rompíasecretamente el pacto? La mirada de la esposa de Revenga se fijó,nublada y húmeda, en el Belén, y la luz de laestrellita, colgada sobre el humilde Portal, laatrajo hacia el grupo que formaban el Niño y su

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Madre. Isabel lo contempló despacio, y un cu-chillo aguado de dolor se le hundió en el pecho. "No pidas cuentas... -parecía decir la voz delgrupo-. No te quejes... Tú no has dado a tu es-poso sino la mitad del hogar; tú no le has dadoel Niño..." La esposa permaneció un cuarto de hora sinver el Nacimiento, viendo sólo, en las tinieblasinteriores de sus penas, lo que cada cual, du-rante ciertos supremos instantes que deciden elporvenir, ve con cruel lucidez: lo fallido de suexistencia, el resquicio por donde la desgraciahubo de entrar fatalmente... Suspiró muyhondo, como para echar fuera toda la pesa-dumbre, y poco a poco se apaciguó; su condi-ción era resignarse, aceptar lo dulce, rechazan-do mansa y tenazmente lo amargo. "El Niño Dios me está diciendo que hice bien,muy bien..." La sonrisa volvió a sus labios, aunque sus ojosestaban anegados en un llanto que no corría. En

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aquel mismo instante se oyeron pisadas fuertesen el pasillo, y apareció Julio Revenga. -¿Qué es esto? -preguntó con festiva extrañezaa su mujer-. ¿Has hecho un Nacimiento paradivertirte? -Para divertirme yo, no -respondió expresi-vamente Isabel, ya serena del todo-. Tengo loshuesos durillos para divertirme con Belenes...Es... ¡para divertir a una criatura...! -¡A una criatura! -repitió maquinalmente elesposo-. ¡No será nuestra esa criatura! -añadióde un modo irreflexivo, que tal vez respondía asus íntimas preocupaciones. -¡Qué sabes tú! -murmuró Isabel con calma. Debió de palidecer Revenga. Bajó la cabeza,desvió el rostro. Tales palabras despertaban ecoextraño en su espíritu. ¡Cómo había pronuncia-do Isabel la sencilla frase! -No entiendo... -tartamudeó el infiel, con rarospresentimientos y peregrinas sospechas. -Ahora entenderás... ¿No tienes hijos, Julio? -interrogó ella derramando dulzura y compa-

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sión, y, por extraña mezcla, despecho involun-tario. Él no contestó. Medio arrodillado, medio do-blegado, cayó sobre la banqueta de terciopelofrente al Belén. El mundo se le venía encima: ¡loque adivinaba era tan grande, tan increíble!Quería pedir perdón, disculparse, explicar...,pero la garganta se resistía. Isabel, llegándose asu marido, le echó al cuello los brazos, sofocadasu indignación, pero magnífica de generosidad. -No se hable más del caso... Tranquilízate...Así como así, estábamos muy solos, muy abu-rridos a veces en esta casa tan grandona. Yotenía muchas, muchas ganas de un chiquillo,¿sabes? No te lo decía por no afligirte. Hacecatorce años que nos hemos casado, de maneraque ya las esperanzas... ¡Qué se le ha de hacer!No es uno quien dispone estas cosas... Vamos,no te pongas así, Julio, hijo mío... Alégrate.¡Hoy nos ha nacido una pequeña!... Revenga, en silencio, besó las manos, besó abulto la cara y el traje de su mujer. Temblaba,

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más de vergüenza y de remordimiento -es justodecirlo- que de gozo. Sus labios se abrieron porfin, y fue para repetir desatentadamente: -¿Cómo has sabido...? Mira, yo no veo a esamujer..., te juro que no, que no la veo... Te juroque no me importa, que la detesto, que... -Estoy bien informada -contestó Isabel un tan-to desdeñosa, apacible-. Me consta que no laves ni la oyes. Su venganza, su desquite por tuabandono, fue enterarme de "todo"... y, por finde fiesta, enviarme la niña... Y ya que me laenvía..., ¡caramba!, no la he soltado, ¿sabes?Está en mi poder... La reconoceremos, arregla-remos lo legal. Que no le quede a "ésa" ningúnderecho... Al aflojarse el nuevo abrazo de los espososRevenga imploró: -¡Tráemela!... No la conozco todavía... "La Ilustración Artística", núm. 886, 1898.

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El destacamento había marchado toda la ma-ñana, y, después de un breve alto, fue precisoseguir la caminata emprendida para acampar,ya anochecido, como Dios dispusiese, en lalinde del bosque. La lluvia (rara en aquel climadurante el mes de diciembre) no había cesadode caer en hilos oblicuos, apretados y gruesos.Sorprendidos por el capricho de las nubes, des-provistos de mantas y capotes, soldados y ofi-ciales se resignaron, o, mejor dicho, se chancea-ron con el agua; y era preciso todo el azogue dela juventud, todo el ánimo del soldado, todo elestoicismo del carácter peninsular, para no dar-se al mismo demonio al sentirse empapadoscomo esponjas. Hacía calor, y el chorreo delagua no parecía sino que aumentaba la densi-dad de la temperatura pegajosa, sofocante, ycon la marcha, irresistible. ¡Sudar el quilo ymojarse a un tiempo, caramba! Y no había otroremedio que seguir andando, a socorrer al pue-

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blecillo cercado por los insurrectos, dondehacían desesperada y heroicadefensa los moradores, capitaneados por elpárroco, un fraile dominico muy terne... La ideade salvar a españoles y españolas de la muertey de los ultrajes alentaba al destacamento y leponía alas en los pies, aunque el barro, que su-bía hasta las rodillas, se los calzase de plomo. Por necesidad, porque no se veía, y tambiénporque las fuerzas humanas tienen un límite, sedetuvieron a la entrada de la selva. Casi en elmismo instante cesó el aguacero, cual si algúntifón lo hubiese barrido, y apareció un trozo decielo limpio de nubes. A buen presagio lo tu-vieron los españoles, que se dispusieron aacampar al pie de un copudo y añoso tamarin-do, cuyos frutos, de ácida pulpa, sabían que sonseguro remedio contra el cansancio y la fiebre.La luna, que filtraba ondas de luz gris perla altravés del espeso ramaje enredado de lianas ytupido por los helechos colosales, fue acogidacomo una amiga; a su claridad añadieron la

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llama de una hoguera que no quería arder, ysoldados y oficiales medio se secaron, abani-cándose con hojas de cocotero, porque aquelcalor húmedo asfixiaba. Colocados ya los centinelas, los soldados bus-caron en el sueño, o más bien en un inquieto ypesado letargo, el descanso indispensable des-pués de tan fatigosa jornada; pero el capitán,alto, moreno, enjuto, apoyado en el tronco deltamarindo, y el teniente, muy joven, aniñado,de dulce cara femenil, se quedaron un instanteen pie, abiertos los ojos, como si interrogasen ala noche. -Pepe -dijo de pronto el capitán-, ¿sabes queme da el corazón que cuando lleguemos sehabrán rendido? Por mi gusto..., ¡ahora mismolos hago levantar a todos y monto a caballo, yseguimos, hombre, seguimos para adelante! -La tropa está que no puede con su alma -objetó el teniente, que se caía de sueño-. Dicenque tienen los pies como carbones ardiendo ylos huesos calados...

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-¡Bah!, en cuanto dormiten un cuarto de hora,los azuzo y se enderezan frescos como lechu-gas... ¡Si conoceré yo a mi gente! Son de hie-rro..., forjados en Eibar. -Pero ¿de dónde sacas tú que allá se han ren-dido? Hay armas, municiones y, por sabido secalla, corazón; la iglesia y su torre son fuertes;hay una buena empalizada de bambú y otra detapial; con menos que eso se resiste a un ejérci-to; y los que quieren entrar en Arringuay soncuatro gatos. -Tienes razón -declaró el capitán- menos en lode los cuatro gatos, porque son centenares y nosé si millares de gatos los que están allí; pero¿sabes lo que más me desespera de esta para-da? ¿Tú no te acuerdas de la noche que es hoy?Como van ocho días que no sosegamos, comoaquí hace verano cuando allá invierno..., qué,¿no sabes que es...? -¡Nochebuena! -exclamó con acento penetradoel teniente, cuyos ojos garzos se velaron de nos-talgia-. ¡Nochebuena! ¡Y yo que no me acorda-

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ba, chico! ¡Nochebuena! ¡Ay, quién comiese hoyla sopita de almendra y la compota rajada decanela, en casa de tía Dolores! ¡Con las primi-llas, al lado de Fanny! ¡Está uno tan harto dever caras amarillas y juanetudas! ¡Ole las muje-res de nuestra España! -España es también aquí -respondió seriamen-te el capitán-. ¡Lo que es el mundo! Tú teacuerdas de las muchachas..., y yo, de mi nene,que ha nacido hace tres meses... No lo conozcoaún... -¡Nochebuena! -repitió el teniente de la caraafeminada-. Mira tú: ello será tontería o chifla-dura...; pero me acaba de dar por el alma no séqué cosa rara, chico, y me pasa como a ti...: queme gustaría hacer algo gordo esta noche. -¡Para escribirlo allá! -¡No, que sería para contárselo al emperadorde la China! Las manos de los amigos se buscaron y se es-trecharon enérgicamente; la hoguera, casi ex-tinguida por la humedad del suelo, lanzó un

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reflejo rojo sobre el semblante de los dos oficia-les; y el teniente, despabilado, electrizado, dijoen voz opaca y ardiente como un ruego: -¡A despertarlos, chico, a despertarlos! Tres ocuatro leguas que faltan, se andan pronto... Elguía me ha dicho a mí que sabe un atajo... Quince minutos después, ni uno más ni unomenos, el destacamento caminaba otra vez,mejor dicho, se arrastraba penosamente, cor-tando con hachas las espesas lianas y los beju-cales, hundiéndose en charcos donde la amari-llenta sanguijuela les adhería a las piernas suventosa y oyendo deslizarse en la maleza laiguana y la venenosa serpiente palay. Cubiertaotra vez la luna por nubarrones, la oscuridadera casi total, y la tropa avanzaba a tientas,riendo y renegando, pero sin quejarse, sin echarde menos el interrumpido reposo. El que trope-zaba en un tronco de árbol y daba de bruces,juraba y se incorporaba, sin pensar siquiera enenterarse del daño recibido. ¡Sí, para mimitosestaba el tiempo! ¡Cuando tal vez ardía Arrin-

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guay y destripaban a sus moradores los conde-nados rebeldes! ¡A menear las patas! Y una ca-lentura de voluntad, de deseo, de abnegación,impulsaba los cuerpos exhaustos, despejaba lascabezas cargadas de modorra y prestaba fuer-zas a los más endebles, y a los quemenos podían consigo... Iban como se va enuna pesadilla. Medianoche era por filo cuando avistaron alenemigo. Para decir verdad, lo que avistaronfue un caserío envuelto en llamas, un grupo dechozas de donde salían clamores. El capitánhabía adivinado: Arringuay se encontraba yaen poder de los asaltantes. Parapetados en laiglesia, resistían aún algunos hombres, manda-dos por el párroco fraile; hacia la plaza sonabandisparos; el pueblo, inerme ya, encontrábaseentregado al saqueo y a la matanza. Los espa-ñoles se precipitaron en él, y se luchó confusa-mente entre las sombras o a la luz del incendio,pisando muertos lívidos, acribillados de heri-das; vivos, palpitantes aún, agarrándose con los

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bandidos y cruzando con sus raras armas desalvajes, sus campaniles y sus krises ondeadoscomo sierpes, las leales espadas y las limpiasbayonetas. La pelea, sin embargo, duró poco; lahorda, con exclamaciones nasales, con atipla-dos chillidos, que delataban a la vez el despe-cho, la ferocidad y la cautela, se comunicó laorden de retirada, ydejando en la plaza y en las calles otra nuevahornada de cadáveres -porque la tropa, cansa-da y todo, pegaba duro-, huyeron a la desban-dada los rebeldes, y los defensores de Arrin-guay, llorando de gozo, bajaron de la torre, encuyos escombros pensaron envolverse. El fraile,empuñando todavía su rémington, corrió alencuentro del capitán, y aquellos dos hombresque no se conocían, que no se habían visto nun-ca, pero que eran, en el momento de encontrar-se, una misma idea habitando dos cuerpos dife-rentes, se abrazaron con esa efusión larga, ar-dorosa, con que sólo se abrazan los que se quie-ren mucho...

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La tropa, reanimada ya, ni pensaba en comerni en dormir. Iban de casa en casa ayudando aapagar el incendio. Y el fraile y el capitán, com-prendiendo que no era hora de entregarse adesahogo se pusieron de acuerdo en brevespalabras, empezaron a dar órdenes y a ejecutar-las en persona. Los moradores, como el rebañodespués de la acometida del lobo, juntáronse enla plaza: la madre buscaba al hijo, el hermano alhermano, se llamaban, se contaban; algunossacaban a cuestas a los heridos. Un sargentotrajo en brazos a un niño de pecho; acababa deencontrarle en una casuca que empezaba a ar-der, y donde sólo había una mujer muerta, na-dando en un charco de sangre. Era la criaturaun muñeco amarillo, que se descuajaba lloran-do; pero al capitán la vista del muñeco le avivódeseos y afanes, con más viveza en aquella no-che, en que especialmente son sagrados los pe-queñuelos; inclinóse y besó tiernamente alhuérfano, y el teniente, con bonita sonrisa juve-nil, le alzó entre sus manos y le

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enseñó a la multitud, diciendo humorística-mente: -¡Miren qué Niño Dios nos cae hoy! -Es bien feo el condenado, mi teniente -declaróel sargento. -¡No tenemos otro!... Y el niño de raza malaya, fue festejado, ycompadecido, y chillado, hasta que le tomó desu cuenta una chica que le acercó a su senooblongo y a la cual el capitán deslizó en la ma-no todo el dinero que llevaba.