cuentos de katherine ann porter

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7/26/2019 Cuentos de Katherine Ann Porter http://slidepdf.com/reader/full/cuentos-de-katherine-ann-porter 1/35 Pálido Caballo, Pálido Jinete  ______________ Katherine Anne Porter En sueños supo que estaba en su cama, pero no la cama donde se había acostado unas horas antes, y el cuarto no era el mismo, era un cuarto que había conocido en alguna parte. Sentía el corazón como una piedra sobre el pecho, no dentro de ella; el pulso se le aflojaba y detenía, supo que algo extraño iba a suceder, mientras el viento fresco del amanecer soplaba a través de las rejas, las estrías de luz eran azul oscuro y la casa entera roncaba en sueños.  Ahora debo levantarme e irme mientras todos están durmiendo. ¿Dónde están mis cosas? Las cosas tienen una voluntad propia en este lugar y se esconden donde quieren. La luz del día asestará un golpe repentino al techo levantándolos a todos; habrá caras inquisitivas. ¿Adónde vas, Qué haces, Qué estás pensando, Como te sientes, Por qué dices esas cosas, Qué quieres decir? Basta de dormir. ¿Dónde están mis botas y que caballo montaré? Fiddler o Graylie o Miss Lucy con su hocico largo y su mirada maligna. Cómo he amado esta casa por las mañanas antes que todos estemos despiertos y enredados como líneas de pesca mal arrojadas. Demasiadas personas han nacido aquí, y han llorado demasiado aquí, y han reído demasiado, y se han enfadado y ofendido demasiado unos con otros aquí. Demasiados han muerto ya en esta cama, hay demasiados huesos ancestrales apoyados en las repisas, ha habido demasiados antimacasares en esta casa, dijo en alta voz, y oh, qué acumulación de polvo anecdótico que nunca pudo tener paz por un momento. ¿Y el forastero? ¿Dónde está ese forastero verdoso y flaco que recuerdo merodeando por el lugar, bien recibido por mi abuelo, mi tía abuela, mi prima lejana, mi sabueso decrépito y mi gato plateado? ¿Por qué les caía tan bien? ¿Y dónde están ellos ahora? Pero a él lo vi pasar frente a la ventana al caer la noche. ¿Qué tenía yo en el mundo además de ellos? Nada. Nada es mío, sólo tengo nada pero es suficiente, es bello y es todo mío. ¿Me cubro siquiera con mi propia piel o es algo que pedí prestado para tapar mis pudores? El caballo que pediré prestado para este viaje no pienso quedarme con él, Graylie o Miss Lucy o Fiddler, que puede saltar zanjas en la oscuridad y sabe cómo ponerse el bocado entre los dientes. El amanecer es lo mejor para mí porque los árboles son árboles de una pincelada, las piedras son piedras tiradas sobre matices que son hierba, no hay formas ni sospechas falsas, el camino aún está dormido con la capa de rocío intacta. Llevaré a Graylie porque no tiene miedo de los puentes. Ven ahora, Graylie, dijo ella, llevándolo de la brida, debemos correr más rápido que la Muerte y el Diablo. Ustedes no sirven, dijo a los otros caballos, que estaban ensillados ante la puerta del establo, entre ellos el caballo del forastero, gris también, con hocico y orejas manchadas. El forastero montó  junto a ella, se inclinó y la miró sin propósito especial, la mirada fija y ciega de la malicia indiferente que no hace amenazas y puede tomarse su tiempo. Ella hizo girar abruptamente a Graylie, lo espoleó. El brincó sobre el seto de rosas y la zanja angosta y el polvo del camino voló pesadamente bajo sus cascos trepidantes. El forastero cabalgó junto a ella, con soltura y naturalidad, las riendas flojas en la mano entreabierta, erguido y elegante con sus ropas oscuras y raídas que le flameaban sobre los huesos; la cara pálida parecía sumida en un trance maligno, no la miraba a ella. Ah, he visto antes a este

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Pálido Caballo, Pálido Jinete ______________

Katherine Anne Porter 

En sueños supo que estaba en su cama, pero no la cama donde se habíaacostado unas horas antes, y el cuarto no era el mismo, era un cuarto quehabía conocido en alguna parte. Sentía el corazón como una piedra sobre elpecho, no dentro de ella; el pulso se le aflojaba y detenía, supo que algoextraño iba a suceder, mientras el viento fresco del amanecer soplaba a travésde las rejas, las estrías de luz eran azul oscuro y la casa entera roncaba ensueños. Ahora debo levantarme e irme mientras todos están durmiendo. ¿Dónde estánmis cosas? Las cosas tienen una voluntad propia en este lugar y se escondendonde quieren. La luz del día asestará un golpe repentino al techolevantándolos a todos; habrá caras inquisitivas. ¿Adónde vas, Qué haces, Qué

estás pensando, Como te sientes, Por qué dices esas cosas, Qué quieresdecir? Basta de dormir. ¿Dónde están mis botas y que caballo montaré?Fiddler o Graylie o Miss Lucy con su hocico largo y su mirada maligna. Cómohe amado esta casa por las mañanas antes que todos estemos despiertos yenredados como líneas de pesca mal arrojadas. Demasiadas personas hannacido aquí, y han llorado demasiado aquí, y han reído demasiado, y se hanenfadado y ofendido demasiado unos con otros aquí. Demasiados han muertoya en esta cama, hay demasiados huesos ancestrales apoyados en las repisas,ha habido demasiados antimacasares en esta casa, dijo en alta voz, y oh, quéacumulación de polvo anecdótico que nunca pudo tener paz por un momento.¿Y el forastero? ¿Dónde está ese forastero verdoso y flaco que recuerdomerodeando por el lugar, bien recibido por mi abuelo, mi tía abuela, mi primalejana, mi sabueso decrépito y mi gato plateado? ¿Por qué les caía tan bien?¿Y dónde están ellos ahora? Pero a él lo vi pasar frente a la ventana al caer lanoche. ¿Qué tenía yo en el mundo además de ellos? Nada. Nada es mío, sólotengo nada pero es suficiente, es bello y es todo mío. ¿Me cubro siquiera conmi propia piel o es algo que pedí prestado para tapar mis pudores? El caballoque pediré prestado para este viaje no pienso quedarme con él, Graylie o MissLucy o Fiddler, que puede saltar zanjas en la oscuridad y sabe cómo ponerse elbocado entre los dientes. El amanecer es lo mejor para mí porque los árbolesson árboles de una pincelada, las piedras son piedras tiradas sobre maticesque son hierba, no hay formas ni sospechas falsas, el camino aún está dormidocon la capa de rocío intacta. Llevaré a Graylie porque no tiene miedo de lospuentes.Ven ahora, Graylie, dijo ella, llevándolo de la brida, debemos correr más rápidoque la Muerte y el Diablo. Ustedes no sirven, dijo a los otros caballos, queestaban ensillados ante la puerta del establo, entre ellos el caballo delforastero, gris también, con hocico y orejas manchadas. El forastero montó junto a ella, se inclinó y la miró sin propósito especial, la mirada fija y ciega dela malicia indiferente que no hace amenazas y puede tomarse su tiempo. Ellahizo girar abruptamente a Graylie, lo espoleó. El brincó sobre el seto de rosas yla zanja angosta y el polvo del camino voló pesadamente bajo sus cascos

trepidantes. El forastero cabalgó junto a ella, con soltura y naturalidad, lasriendas flojas en la mano entreabierta, erguido y elegante con sus ropasoscuras y raídas que le flameaban sobre los huesos; la cara pálida parecíasumida en un trance maligno, no la miraba a ella. Ah, he visto antes a este

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individuo, conozco a este hombre pero no sé de dónde. No es un extraño paramí. Azuzó a Graylie, se paró en los estribos y gritó: ¡No iré contigo esta vez...cabalga! Sin detenerse ni volver la cabeza, el extraño siguió cabalgando. Elcostillar de Graylie palpitaba debajo de ella, sus propias costillas subían ybajaban, Oh, por qué estoy tan cansada, debo despertar.—Pero antes quiero soltar un buen bostezo—dijo, abriendo los ojos y

desperezándose—, un poco de agua fría en la cara, pues de nuevo estuvehablando en sueños, me oí pero no sé qué decía.Despacio, a regañadientes, Miranda salió centímetro por centímetro de la fosadel sueño, esperó aturdida a que la vida empezara de nuevo. Una sola palabrale retumbaba en la mente, un gong de advertencia, recordándole para todo eldía lo que olvidaba felizmente en sueños, y sólo en sueños. Guerra, decía elgong y ella meneaba la cabeza. Mientras hamacaba los pies con las pantuflascolgadas de los dedos, recordó como toda clase de personas se sentaban ensu escritorio en la oficina del diario. Todos los días encontraba a alguien allí,sentado en el escritorio y no en la silla, meciendo las piernas, la miradaperdida, lleno de problemas importantes, acechando para saltar sobre una

cuestión u otra.—¿Por qué no se sientan en la silla? ¿Tendré que poner un letrero que diga:"Por amor de Dios, siéntense aquí"?Lejos de poner un letrero en la silla, ni siquiera miraba de mal modo a susvisitantes. En general ni reparaba en ellos, hasta que la determinación de quelos vieran superaba su determinación de no verlos. El sábado, pensó,cómodamente tendida en la bañera con agua caliente, será día de pago, comosiempre. O espero que siempre. Sus pensamientos vagaban brumosamente enun esfuerzo continuo por aglutinar y unir con firmeza las perturbadorascontradicciones de su existencia cotidiana, donde la supervivencia, veía conclaridad, se había convertido en una serie de hazañas de prestidigitación. Debo

—veamos, ojalá tuviera papel y lápiz—, bien, suponga que al fin pagué cincodólares por un Bono de la Libertad no pude remediarlo. O tal vez sí. Dieciochodólares por se mana. Tanto por el alquiler, tanto por la comida, y además mepropongo tener algunas cosas, por el valor de cinco dólares. Eso me dejaráveintisiete centavos. Supongo que me las arreglaré. Supongo que deberíapreocuparme. Estoy preocupada. Muy bien, estoy preocupada. ¿Y ahora que?Veintisiete centavos. No está tan mal. Pura ganancia, en realidad. Si de golpeme aumentaran a veinte me quedarían dos dólares y veintisiete centavos. Perono me aumentarán a veinte. En realidad me echaran si no compro un Bono dela Libertad. No puedo creerlo. Le preguntaré a Bill. (Bill era el jefe de noticiaslocales.) Me preguntó si una amenaza como esa no equivale a un chantaje. Nocreo que ni siquiera un miembro de la Comisión Lusk pueda salirse con ésa. Ayer habían sido dos pares de piernas colgando, a cada lado de la máquina deescribir, ambos pares enfundados en embudos de genero oscuro y costoso.Notó desde cierta distancia que uno de ellos era maduro y otro más joven;ambos tenían un aire rancio de importancia prestada que aparentementehabían conseguido en el mismo lugar. Estaban demasiado bien alimentados yel másjoven usaba un bigotito cuadrado. Siendo lo que eran, no podían tener intenciones agradables. Miranda saludo con una inclinación de cabeza, apartosu silla y sin quitarse el sombrero ni los guantes hurgo en una pila de cartas yhojas del escritorio como si no tuviera un momento que perder. Ellos no se

movieron, ni se quitaron el sombrero. Por ultimo ella dijo "Buenos días" ypregunto si la esperaban a ella.Los dos hombres se levantaron del escritorio, dejando algunos papelesarrugados; el mayor le pregunto por que no había comprado un Bono de la

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Libertad. Miranda lo miro entonces y tuvo una mala impresión. Era un individuode cara fruncida y boca gruesa, con ojos pequeños y opacos, y Miranda sepregunto por que casi todos los seleccionados para trabajar por la guerradentro del país pertenecían a esa especie. El podía ser cualquier cosa, pensóMiranda; agente publicitario de un espectáculo ambulante, promotor de unacompañía petrolera, ex cantinero anunciando la inauguración de un nuevocabaret, vendedor de automóviles, el seguidor de cualquiera de esas

vocaciones arteras y azarosas. Pero ahora era un Patriota que trabajaba parael gobierno.—Mire—le dijo—, usted sabe que hay una guerra, ¿o no?¿Esperaba una respuesta a eso? Cállate, se dijo Miranda a sí misma, estotenia que ocurrir. Tarde o temprano sucede. Conserva la sangre fría. El hombrela encañonó con el dedo.—¿Lo sabe?—insistió, como si reprendiera a un niño obstinado.—Oh, la guerra—repitió Miranda con voz aguda y casi le había sonreído. Erahabitual, automático, ofrecer esa sonrisa solemne, místicamente elevada,cuando se decían las palabras o se las oía decir. C'est la guerre, pudieraspronunciarlo o no, era aun mejor, y siempre, siempre, te encogías de hombros.

—Sí —dijo el másjoven de un modo desagradable—, la guerra.—Miranda,sorprendida por el tono, lo miró a los ojos; la mirada de él era realmente depiedra, pérfidamente fría, la mirada que podías encontrar detrás de una pistolaen una esquina desierta. Esta expresión daba un significado temporario a unconjunto de facciones por lo demás anónimas, la cara de esos hombres que notienen ocupaciones propias.— Estamos en guerra, algunas personas compranBonos de la Libertad y otras no parecen dispuestas a ello—dijo—. A eso nosreferimos.Miranda frunció el ceño nerviosa, los filosos comienzos del miedo.—¿Ustedes los venden?—pregunto, quitando la cubierta de la maquina deescribir y poniéndola de nuevo. —No, no los vendemos—dijo el hombre

mayor—. Sólo le preguntamos por que no compró usted uno.—La voz erapersuasiva y ominosa.Miranda empezó a explicar que no tenía dinero y no sabía dónde encontrarlo,cuando el hombre mayor la interrumpió:—Esa no es excusa, en absoluto, y usted lo sabe, cuando los alemanes asolanla devastada Bélgica.—Cuando nuestros muchachos norteamericanos pelean y mueren en elBosque de Belleau—dijo el más joven—, cualquiera puede juntar cincuentadólares para ayudar a derrotar a los boches.—Gano dieciocho dólares por semana y ni un centavo más —se apresuró adecir Miranda-. No puedo comprar nada.—Puede pagarlo a razón de cinco dólares por semana—dijo el hombre mayor (se habían quedado allí, mascullando sobre su cabeza)—como muchos otrosempleados de esta oficina, y de muchas otras oficinas.Miranda, desesperadamente muda, pensó: "¿Y si no fuera cobarde, y dijera loque realmente pienso? ¿Y si dijera al demonio con esta guerra sucia? Y si lepreguntara a este matón por que no se está pudriendo en el Bosque deBelleau. Ojalá estuviera..."Se puso a arreglar sus cartas y papeles, los dedos se le negaban a asir bienlas cosas. El hombre mayor siguió endilgándole su pequeño discursoprefabricado. Era difícil, por supuesto. Todos estaban sufriendo, naturalmente.

Todos tenían que arrimar el hombro. Pero además, un Bono de la Libertad erala inversión más segura que podía hacerse. Era como tener el dinero en elbanco. Desde luego. El gobierno lo respaldaba. ¿Que lugar era más apropiadopara invertir?

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—Estoy de acuerdo con usted —dijo Miranda—, pero no tengo dinero parainvertir.Y desde luego, continuó el hombre, no era que sus cincuenta dólares fueran asignificar una gran diferencia. Era sólo una demostración de buena fe. Unademostración de buena fe de que ella era una norteamericana leal cumpliendocon su deber. Y la cosa era tan segura como una iglesia. Vaya, si él tuviera unmillón de dólares se alegraría de poner hasta el ultimo centavo en esos

Bonos...—No puede perder comprándolos—dijo, casi benévolamente—, y puede perder mucho si no los compra. Recapacite. Es usted la única de esta oficina que noha colaborado. Y todas las empresas de esta ciudad han colaborado cien por cien. En el Daily Clarion a nadie hubo que pedirle dos veces.—Allá pagan mejor—dijo Miranda—. Pero la semana próxima, si puedo... Lasemana próxima.—Procure hacerlo—dijo el más joven—. Esto no es broma.Se marcharon, pasando frente al escritorio de Sociales, frente al escritorio deBill el encargado de Noticias Locales, frente al largo escritorio donde el viejoGibbons pasaba toda la noche gritando esporádicamente "¡Jarge! ¡Jarge!", y el

aprendiz venía volando. "Nunca digas gente cuando quieres decir personas—el viejo había aleccionado a Miranda, "y nunca digas prácticamente, divirtualmente, y por amor de Dios mientras yo este en este escritorio no usesningún barbarismo en ninguna circunstancia. Ahora estás educada, ya puedesirte." Al llegar a la escalera los inquisidores se habían detenido haciendo gala deorgullo y vanagloria, encendiendo cigarros y calándose el sombrero con másfirmeza sobre los ojos.Miranda cambió de posición en el agua tibia y deseó poder dormirse allí, paradespertar sólo cuando fuera hora de dormirse de nuevo. Tenia una jaquecalenta y quemante; la noto ahora, recordando que se había despertado con

 jaqueca y que en verdad le había empezado la noche anterior. Mientras sevestía trató de rastrear la insidiosa carrera de esa jaqueca, y le pareciórazonable suponer que había empezado con la guerra.—He tenido jaquecas, de acuerdo, pero no como esta. Ayer, después que los representantes del Comité se hubieron marchado, ellahabía ido al vestuario y se había encontrado con Mary Townsend, la redactorade Sociales, un poco histérica por algo. Estaba sentada en el borde deldestartalado sillón de mimbre con protuberancias en el centro, tejiendo algo decolor rosa. De vez en cuando dejaba el tejido, se tomaba la cabeza entreambas manos y se hamacaba diciendo "Dios mío" con una voz sorprendida einquisitiva. Su columna era apodada Chismes de Pueblo, y todos la llamabanTowney*. Miranda y Towney tenían muchas cosas en común y se teníanafecto. Ambas habían sido verdaderas reporteras en un tiempo; las habíanmandado juntas para "cubrir" la fuga escandalosa de una pareja; después nohabía habido matrimonio, a pesar de todo y la muchacha aprehendida, con lacara hinchada, estaba sentada junto a la madre, quien gemía constantementebajo un montículo de sabanas. Ambas habían llorado a moco tendido eimplorado a los reporteros que suprimieran lo peor de la historia. Ellas lohabían suprimido y el diario rival lo publicó todo el día siguiente. Miranda yTowney sufrieron juntas el castigo y fueron públicamente degradadas a tareasrutinarias, una a Espectáculos, la otra a Sociales. Tenían en común el hecho de

que ninguna de las dos entendía de que otro modo podían haber actuado ysabían que el resto del personal las consideraba tontas... buenas muchachas,pero tontas. Al ver a Miranda, Towney dio rienda suelta a su furia.—No puedo hacerlo, jamás podré juntar el dinero, se los dije, no puedo, pero

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se negaron a escucharme.—Sabia que yo no era la única persona de aquí que no podía juntar cincodólares—dijo Miranda—. Yo también les dije que no podía... y no puedo.—Dios mío—dijo Towney, con la misma voz—, me dijeron que perdería elempleo...—Hablare con Bill—dijo Miranda—. No creo que El lo haga.—No depende de Bill—dijo Towney—. Tendría que hacerlo si lo presionaran.

¿Piensas que podrían encarcelarnos?

—No se—dijo Miranda—. Si lo hacen, no estaremos solas. —Se sentó junto aTowney y se aferro la cabeza.—¿Para qué soldado estás tejiendo eso? Es uncolor vivo, debería alegrarlo.—¡Demonios!—dijo Towney, moviendo de nuevo las agujas—. Estoy haciendoesto para mi misma. Eso es todo.—Bien—dijo Miranda—, no estaremos solas y nos pondremos al día con elsueño.—Se lavó la cara y se maquillo de nuevo. Sacando guantes grises ylimpios del bolsillo salió para reunirse con un grupo de mujeres jóvenes reciénsalidas de los bailes de clubes campestres, el bridge de la mañana, el bazar de

caridad, los talleres de la Cruz Roja, que estaban hasta la coronilla de buenasacciones. Ofrecían bailes y recaudaban dinero, y con el dinero comprabancantidades de golosinas, frutas, cigarrillos y revistas para los hombresinternados en hospitales militares. Con este botín ahora se ponían en marcha,una alegre procesión de coches potentes y rostros de colores brillantes paraalentar a los valientes muchachos que ya, bien podía decirse, habían caído enla defensa de su patria. Debía ser terrible para ellos, pobrecitos, estar varadosallí cuando todos se desvivían por cruzar el océano y llegar a las trincherascuanto antes. Si, y algunos de ellos son realmente atractivos, no sabia quehabía tantos hombres guapos en este país. Santo cielo, dije, ¿de dóndevienen? Bien, querida, puedes hacerte esa pregunta, quien sabe de donde

vinieron. Tienes mucha razón, mi modo de verlo es este, debemos hacer todolo posible para contentarlos, pero mi límite está en hablar con ellos. Dije a lascuidadoras en esos bailes para reclutados, Bailaré con ellos, con cada imbécilque me lo pida, pero no hablaré con ellos, dije, aunque estemos en guerra. Asíque baile cientos de kilómetros sin abrir la boca excepto para decir, Por favor aparta esas rodillas. Me alegra que hayamos terminado con esos bailes. Sí, yde cualquier modo los hombres dejaron de venir. Pero escucha, he oído quemuchos de los reclutados vienen de muy buena familia; no soy buena parapescar apellidos, y los que pesque nunca los había oído antes, así que no se...pero opino que si vinieran de buenas familias una se daría cuenta, ¿verdad? Esdecir, si un hombre es bien educado no te pisa los pies, ¿verdad? Eso no, almenas A mí me arruinaban un par de sandalias en cada uno de esos bailes.Bien, creo que toda la vida social se ha deteriorado mucho últimamente. Creoque todas deberíamos ponernos nuestra cofia de la Cruz Roja y usarlamientras dure la guerra...Miranda, llevando su canasto y sus flores, entro junto con las mujeres jóvenes,que se dispersaron y se precipitaron en la sala del hospital soltando risasaniñadas y presuntamente alegres, pero con una vibración hosca ydeliberadamente calculada para congelar la sangre. Turbada por la idiotez desu misión, camino de prisa entre las largas hileras de camas altas, puestas piecontra pie con un pasillo entre ellas. Los hombres, un conjunto selecto y

presentable, las sabanas hasta la barbilla, no enfermos de gravedad, estabanaburridos e inquietos; casi todos estaban dispuestos a entretenerse concualquier cosa. La mayoría tenia vendajes pintorescos en el brazo o la cabeza.Los que no estaban visiblemente heridos invariablemente contestaban

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"Reumatismo" si alguna muchacha imprudente—a quien le habían advertidosolemnemente que nunca hiciera esa pregunta lo olvidaba— preguntaba a unhombre cual era su enfermedad. Los afables y ansiosos pacientes, riendo yllamando desde sus camas duras y angostas, se vieron pronto rodeados.Miranda, con su ramillete medio marchito y su canasta de dulces y cigarrillos,miró en torno, captando la mirada hostil y rencorosa de un joven tendido bocaarriba, la pierna derecha enyesada y colgada de una polea. Se detuvo al pie de

la cama y siguió mirándolo. El le respondió con una cara inmutable y feroz. Noquiero nada, gracias y al cuerno con todo esto, decían claramente esos ojos,tenga la bondad de llevarse esas porquerías de mi cama. Miranda habíaapoyado la canasta inclinándose para dejarla en un lugar donde él pudieraalcanzarla si quería. Después de dejarla no se animó a levantarla, yruborizándose se alejó de prisa, por el largo corredor y salió al fresco sol deoctubre, donde las barracas sórdidas y toscas bullían con una vida zumbona ysin propósito. Acercándose a una ventana miró adentro para espiar al soldado.Tenia los ojos cerrados, las cejas contraídas con gesto amargo. No podíalocalizarlo, no podía imaginar de donde venía ni qué clase de individuo habríasido "en la vida", se dijo a sí misma. La cara era joven y las facciones

marcadas y sencillas, las manos no eran manos de obrero pero tampocoestaban manicuradas. Eran manos nobles, serviciales y bien formadas, quedescansaban sobre la manta. Penso que solo ella podía tener la suerte deencontrarse con ese personaje en vez de un cachorro jovial y hambriento felizde recibir un bocado y un poco de charla. Es como doblar la esquina, se dijo,absorta en tus pensamientos dolorosos y toparte cara a cara con tu propioestado mental encarnado.—Mis propios sentimientos sobre todo esto, hechos carne. Nunca más vender aquí, esto no debe hacerse. Esto es repugnante —se dijo sin rodeos—. Justo ami tenía que tocarme —añadió, sentandose en el asiento trasero del cochedonde había venido—. Lo tengo merecido porque lo sabía.

Otra muchacha salió con aire fatigado y se sentó junto a ella. Al cabo de unapausa, la muchacha comento, desconcertada:—En realidad no sé para qué sirve. Algunos no quieren aceptar nada. No megusta esto. ¿Y a ti?—Lo odio—dijo Miranda.—Pero supongo que debe hacerse—dijo la muchacha, cautelosamente.—Tal vez—dijo Miranda, poniéndose cautelosa también.Eso había sido ayer. A esta altura Miranda decidió que no servía de nadapensar en ayer, excepto por la hora después de medianoche que había pasadobailando con Adam. Pensaba tanto en el que rara vez notaba cuando loevocaba directamente. Su imagen siempre estaba presente en mayor o menor grado, a veces estaba más cerca de la superficie de sus pensamientos, losmás gratos, los únicos pensamientos gratos que en verdad tenia. Se examinola cara en el espejo entre las ventanas y decidió que su inquietud no era soloimaginaria. Durante tres días por lo menos se había sentido rara y su expresiónera poco familiar. Suponía que de algún modo tendría que juntar esos cincodólares, de lo contrario podía suceder cualquier cosa. Estaba acostumbrada ahistorias de desastre personal, de acusaciones ultrajantes y penalidadesextraordinariamente severas que habían crecido monstruosamente a partir deincidentes apenas más importantes que su incapacidad—su negativa—paracomprar un Bono. No, no tenia buen aspecto, tan arrebatada y brillosa; hasta

parecía que el pelo había resuelto crecer en dirección contraria. Debo buscar una solución, no puedo permitir que Adam me vea así, se dijo, sabiendo que enese preciso momento el estaría esperando que ella hiciera girar el picaporte yestaría en el pasillo o en el porche cuando saliera, como si fuera una

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coincidencia. El sol del mediodía arrojaba sombras frías y transversales en elcuarto donde, se dijo, supongo que vivo; este día empieza mal, pero todosempiezan mal ahora, por una razón u otra. Adormilada, se echo perfume en elpelo, se puso el gorro de piel y el abrigo—ahora en su segundo invierno, perotodavía en buenas condiciones, aun cómodos para usar—felicitándose una vezmás por haber pagado por ellos una suma exorbitante. Los había disfrutadotodo este tiempo y, en todo caso, ahora tampoco habría tenido el dinero. Tal

vez pudiera ingeniárselas con ese bono. No podía encontrar la cerradura sinagacharse para buscarla, luego titubeó un instante poseída por la idea de quehabía olvidado algo que más tarde extrañaría terriblemente. Adam estaba en el pasillo, a un paso de su propia puerta; se volvió comosorprendido de verla.—Hola —dijo—. Hoy no tengo que volver al cuartel después de todo... ¿no esuna suerte?Miranda le sonrío alegremente porque siempre le agradaba verlo. Vestía eluniforme nuevo, y era todo oliva y bronce y marrón, color heno y color arenadel pelo a las botas. Ella volvió a notar que el siempre empezaba por sonreírle;luego la sonrisa se esfumaba gradualmente; los ojos es fijaban y concentraban

como si estuviera leyendo con mala iluminación. Salieron juntos al hermoso díade otoño, triturando las hojas brillantes y frágiles con los pies, alzando la cara aun cielo generoso, realmente azul y despejado. En la primera esquinaaguardaron el paso de una procesión fúnebre. Los deudos iban firmes yerguidos, como orgullosos de su dolor.—Supongo que llegare tarde—dijo Miranda—, como de costumbre. ¿Qué horaes?—Casi la una y media—dijo él, alzándose la manga con un exageradomovimiento del brazo. Los soldados jóvenes aun tenían sus reservas sobre losrelojes de pulsera. Los que Miranda conocía eran muchachos de pueblos delsur y el sudoeste, lejos de la zona atlántica, y siempre habían creído que solo

los maricas usaban reloj de pulsera. "Te daré una bofetada en el reloj depulsera", le decía un comediante a otro, y la broma siempre surda efecto, nopasaba de moda.—Creo que es un modo muy sensato de usar un reloj—dijo Miranda—.No tienes por qué sonrojarte. —Estoy casi acostumbrado a el—dijo Adam, quevenía de Texas—. Nos han repetido una y otra vez que todos los virilesintegrantes del ejército regular los usan. Son los horrores de la guerra—dijo—.¿Estamos desalentados? Admito que sí.Eran los lugares comunes del momento.—Se te nota —dijo Miranda.El era alto y de hombros musculosos, de cintura y flancos angostos; unainfinidad de botones, correas y arneses lo sujetaban a un uniforme tan tosco ysevero en el corte como un chaleco de fuerza, aunque la tela era fina y flexible.Se hacía confeccionar los uniformes por el mejor sastre que podía encontrar, leconfío a Miranda un día cuando ella le comento qué guapo estaba con sunuevo traje de soldado.—Pero no puedes hacer mucho con este diseño—le dijo—. Es lo menos quepuedo hacer por mi amado país, no andar por allí con trazas de vagabundo.Tenia veinticuatro años y era teniente segundo de un Cuerpo de Ingenieros, delicencia porque su grupo pronto sería enviado al frente.—Vine para hacer mi testamento—le dijo a Miranda— y conseguir una

provisión de cepillos de dientes y hojas de afeitar. ¿Por que golpe de suerte—lepregunto—supones que elegí tu casa de pensión? ¿Como supe que estabasallí?Caminando al mismo paso, las botas fuertes, lustradas y elegantes plantadas

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con firmeza junto a los zapatos de gamuza negra y suela delgada, postergarontodo lo posible el final de ese momento compartido y mantuvieron comopudieron esa charla superficial que iba de aquí para allá como pequeñossurcos abiertos en la corteza exterior del cerebro, cosas que podían decirse yoírse con tranquilidad y espontaneidad sin turbar el resplandor que aureolaba elsimple y hermoso milagro de ser dos personas llamadas Adam y Miranda, cadacual de veinticuatro años, vivos y en la tierra en el mismo momento, "¿Tienes

ganas de bailar, Miranda?" y ''Yo siempre tengo ganas de bailar, Adam", perohabía cosas en el camino, el día que terminaría en un baile aun era largo.En verdad él lucía, penso Miranda, lozano y atractivo esa mañana. En ciertomomento mientras hablaban, él alardeo de que recordaba haber tenido undolor en la vida. En vez de horrorizarse ante el monstruo, ella aprobó sumonstruosa singularidad. En cuanto a ella, había tenido demasiados dolorespara recordarlos, de modo que no los menciono. Después de tres años detrabajo en un diario de la mañana tenia una ilusión de madurez y experiencia;pero era mera fatiga, decidió, por vivir con horarios que le habían enseñado aconsiderar antinaturales, por comer apresuradamente en tugurios mugrientos,por beber café malo toda la noche y por fumar demasiado. Cuando le comentó

a Adam como vivía, el le estudio la cara unos segundos como si no la hubieravisto antes, y dijo enfáticamente: "Vaya, no te ha afectado en nada; pienso queeres hermosa", y la dejo intrigada, preguntándose si él había creído que elladeseaba un elogio. Claro que deseaba un elogio, pero no en ese momento. Adam también llevaba una vida irregular—o la había llevado en los diez días enque se habían conocido—quedándose despierto hasta la una de la mañanapara llevarla a cenar; también fumaba continuamente aunque si ella no lodisuadía era capaz de explicarle exactamente cual era el efecto del cigarrillosobre los pulmones.—Pero—dijo el—, ¿importa tanto si a fin de cuentas vas a la guerra?—No —dijo Miranda—. E importa aun menos si te quedas en casa a tejer 

calcetines. Dame un cigarrillo, ¿quieres?—Se detuvieron en otra esquina, bajoun arce medio pelado y apenas miraron hacia una procesión fúnebre que seacercaba. Él tenía ojos castaño claro con matices de naranja, el pelo era delcolor de una parva de heno cuando se mezcla la parte seca de arriba con lapaja clara de abajo. Extrajo la cigarrera y prendió el encendedor de plata paraella, lo hizo chasquear varias veces delante de su propia cara y siguieroncaminando, fumando.—Ya te imagino tejiendo calcetines—dijo él—. Seria lo más indicado para ti.Sabes perfectamente que no puedes tejer.—Hago cosas peores—dijo ella, sobriamente—. Escribo artículos aconsejandoa otras mujeres jóvenes que tejan y enrollen vendas y prescindan del azúcar yayuden a ganar la guerra.—Oh, bueno—dijo Adam, con la desenfadada moral masculina en esascuestiones—, es sólo tu trabajo, eso no cuenta.—Tengo mis dudas —dijo Miranda—. ¿Cómo conseguiste que te extendieranla licencia?—Simplemente me la dieron —dijo Adam—, sin ninguna razón en especial. Loshombres mueren como moscas aquí, de cualquier modo. Esta nuevaenfermedad. Te liquida en menos que canta un gallo.—Parece una peste—dijo Miranda—, algo salido de la Edad Media. ¿Algunavez viste tantos funerales?

—Nunca. Bien, seamos fuertes y no hablemos de ello. Aun me quedan cuatrodías de regalo y ni una brizna de hierba debe crecer bajo nuestros pies. ¿Quéhacemos esta noche?—Lo mismo —dijo ella—, pero nos veremos alrededor de la una y media.

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Tengo un trabajo especial además de la rutina de costumbre.—Qué trabajo el tuyo—dijo Adam—, no haces más que correr de un vertiginosoespectáculo a otro y después escribir un articulo.—Si, demasiado vertiginoso para describirlo con palabras —dijo Miranda.Esperaron mientras pasaba la procesión; esta vez observaron en silencio.Miranda se ladeó el gorro y pestañeó al sol. La cabeza le nadaba lentamente"como un pez", le dijo a Adam.

—Me nada la cabeza, estoy medio dormida, debo beber café.

Se sentaron en un bar, apoyando los codos en el mostrador.—Basta de crema para los que se quedan aquí—dijo ella—, y un solo terrón deazúcar. Yo pongo dos o nada; ese es mi modo de ser mártir. De ahora enadelante comeré repollo hervido, vestiré humildemente y estaré preparada parala próxima vez. Ninguna guerra volverá a sorprenderme.—Oh, no habrá más guerras, ¿no lees los diarios? —dijo Adam—. Esta vezterminaremos con ellas... y quedaran terminadas para siempre.—Eso me han contado—dijo Miranda, saboreando el brebaje amargo y tibio yhaciendo una mueca de disgusto. Se sonrieron con mutua aprobación,

pensaban que habían dado con el tono justo, estaban tomando la guerraadecuadamente. Sobre todo, pensaba Miranda, sin castañetear de dientes, sintirarse de los pelos, es ruidoso, un poco molesto y no lleva a ninguna parte.—Bazofia—dijo Adam rudamente, empujando la taza—. ¿Es todo lo que vas adesayunar?—Es más de lo que necesito—dijo Miranda. —Yo comí dos tortas de alforfon,con salchicha y jarabe de arce, dos bananas y dos tazas de café a las ocho, yahora, de nuevo, me siento como un huérfano hambriento y abandonado. Debuena gana—dijo Adam—comería un bistec con papas fritas y...—No sigas—dijo Miranda—, a mi me suena delirante. Haz todo eso despuésque yo me vaya.—Se bajó del taburete, se apoyo en el, se miró la cara en el

espejo redondo, se paso rouge por los labios y decidió que ya no teníaremedio.—Algo anda terriblemente mal —le dijo a Adam—. Me siento demasiadodeprimida. No puede ser solo el tiempo y la guerra.—El tiempo es perfecto—dijo Adam—, y la guerra es demasiado buena paraser cierta. ¿Pero desde cuándo? Ayer estabas bien.—No se—dijo ella lentamente, con una vocecita aflautada. Se detuvieron comosiempre ante la puerta abierta al tramo de escalones sucios que conducían a laoficina del diario. Miranda escuchó un momento el golpeteo de las maquinas deescribir arriba, el rumor monótono de las prensas abajo.—Ojalá pasáramos toda la tarde juntos en el banco de un parque—dijo ella—,o fuéramos a pasear a las montañas.—A mi también me gustaría—dijo el—. Hagámoslo mañana.—Sí, mañana, a menos que pase otra cosa. Me gustaría huir —le dijo—.Huyamos juntos.—¿Yo?—dijo Adam—. Adonde voy yo no hay adónde huir. Pasas casi todo eltiempo arrastrándote entre las ruinas. Ya sabes, alambre de pua y demás. Seráuna de esas cosas que te pasan sólo una vez en la vida.—Reflexiono unmomento, y continuó:—No sé un comino sobre eso, pero por lo que cuentan esbastante embarullado. Oí decir tantas cosas que tengo la impresión de que yafui y regresé. Será decepcionante—dijo—, como ver las fotos de un lugar 

tantas veces que cuando llegas allí no puedes verlo. Tengo la impresión dehaber estado en el ejercito toda la vida.Seis meses, quería decir. Una eternidad. Lucía tan fresco y transparente, y jamás en la vida había sentido dolor. Ella había visto a los que habían ido y

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regresado y nunca más lucían así.—Ya eres un héroe que ha vuelto—dijo—. Ojalá fuera así.—Cuando aprendí a usar la bayoneta en mi primer campamento deentrenamiento —dijo Adam—, despanzurre más bolsas de arena y bolsas deheno de las que podía recordar. "Liquídalo, liquida a ese alemán, ensártaloantes que te ensarte..." nos ladraban, y a veces nos lanzábamos contra esasbolsas como condenados, y francamente, a veces me sentía un idiota por 

exaltarme tanto cuando veía el hilillo de arena. A veces despertaba por lanoche sintiéndome un tonto.—Me lo imagino—dijo Miranda—. Es un disparate. Se quedaron de pie, singanas de despedirse. Al cabo de una pausa, Adam, como para prolongar laconversación, pregunto:—¿Sabes cuál es la expectativa de vida promedio de una patrulla nocturnadespués que entra en acción?—Un poco acelerada, supongo.—Sólo nueve minutos—dijo Adam—. Lo leí en tu propio diario hace menos deuna semana.—Hagamos diez y te creo—dijo Miranda.

—Ni un segundo más —dijo Adam—, exactamente nueve minutos, tómalo odéjalo.—Deja de alardear—dijo Miranda—. ¿Quien hizo el calculo?—Un no combatiente—dijo Adam—, un fulano con raquitismo. Esto parecíamuy cómico. Rieron y se inclinaron acercándose y Miranda se oyó la voz unpoco ronca. Se enjugo las lagrimas de los ojos.—Cielos, es una guerra graciosa —dijo—, ¿no es verdad? Rio cada vez que lopienso. Adam le tomó la mano, le tiró de las puntas de los guantes y los olfateo. —Québien huele ese perfume —dijo—, y tanto, además. Me gusta oler muchoperfume en los guantes y el pelo—dijo, olfateando de nuevo.

—Tal vez tengo demasiado—dijo ella—. Hoy no puedo oler ni ver ni oír. Debotener un resfrío espantoso.—No tomes frío—dijo Adam—. Mi licencia está por terminar y será la última, laúltima de todas. Ella movió los dedos en los guantes mientras el tiraba de ellosy le volvía las manos como si fueran algo nuevo, extraño y de gran valor. Ellase intimido y callo. Le gustaba el, le gustaba y había algo mas, pero de nadavalía imaginarlo siquiera, pues el no era para ella ni para ninguna otra mujer, yaestaba más allá de la experiencia, comprometido con la muerte sin ningunaposibilidad de conocimiento o acto propio. Ella apartó las manos.—Adiós—dijo al fin—. Hasta esta noche. Subió corriendo y miro hacia atráscuando llegó arriba. Él aun la estaba mirando y alzó la mano sin sonreír.Miranda rara vez veía gente que siguiera mirando después de despedirse. Aveces necesitaba volverse para tener un ultimo atisbo de la persona con quienhabía estado hablando, como si así impidiera que los lazos, aun los mástenues se quebraran en forma demasiado brusca y repentina. Pero la gente semarchaba de prisa, ya transfigurada, ensimismada, ansiosa de llegar a laparada siguiente, ya concentrada en planear el próximo acto o encuentro. Adam esperaba como esperando que ella se volviera; bajo las cejas contraidasen una arruga tensa los ojos eran muy negros.Se sentó al escritorio sin quitarse el abrigo ni el gorro, abriendo sobres yfingiendo leer las cartas. Sólo Chuck Rouncivale, el reportero deportivo, y

Chismes de Pueblo estaban sentados hoy en su escritorio y le gustó verlos allí.Ella se sentaba en el de ellos cuando quería. Towney y Chuck estabancharlando, y continuaron con la charla.—Dicen —dijo Towney— que en realidad lo causan gérmenes traídos por un

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barco alemán a Boston, un barco camuflado, desde luego, no vino con supropia bandera. ¿No es ridículo?—Tal vez fuera un submarino —dijo Chuck— que surgió del fondo del mar enmedio de la noche. Eso suena mejor.

—Si, sin duda—dijo Towney—. Siempre surgen de alguna parte en estashistorias... y piensan que los gérmenes fueron rociados sobre la ciudad.

Empezó en Boston, sabes. Alguien informó que había visto una nube rara,gruesa, viscosa, flotando sobre la bahía de Boston y extendiéndose lentamentesobre esa zona de la ciudad. Creo que fue una vieja quien la vio.—Es lógico—dijo Chuck.—Lo leí en un diario neoyorquino—dijo Towney—, así que debe ser cierto.Chuck y Miranda soltaron una carcajada tan fuerte que Bill se levanto con carade pocos amigos.—Towney aun lee los diarios—explico Chuck.—Bien, ¿que tiene de gracioso?—pregunto Bill, sentandose de nuevo ymirando ceñudo sus papeles.—Fue un no combatiente quien vio la nube—dijo Miranda.

—Desde luego—dijo Towney.—Miembro del Comité Lusk, tal vez—dijo Miranda.—El Ángel de Mons—dijo Chuck—o un burócrata estatal.Miranda deseaba dejar de oír y de hablar, deseaba pensar cinco minutos en Adam, pensar en el de veras... y no había tiempo. Lo había conocido diez díasatrás y desde entonces habían cruzado calles juntos, esquivando camiones,automóviles, carros y furgones; el la esperaba en pórticos y pequeñosrestaurantes que olían a grasa rancia; comían y bailaban al son apremiante yrugiente de las orquestas de jazz, iban a teatros sórdidos porque Miranda teniaque escribir un articulo sobre la obra. Una vez fueron a las montañas y,dejando el auto, treparon por un sendero pedregoso y llegaron al saliente de

una piedra chata, donde se sentaron a mirar cómo cambiaban las luces en unvalle que sin duda era, dijo Miranda, totalmente apócrifo.—No tenemos por que creerlo, pero es buena poesía—le dijo ella; se habíanquedado callados, mirando, los hombros juntos. Dos domingos fueron al museogeológico y observaron con fascinación fragmentos de meteoros, formacionesrocosas, colmillos y arboles fosilizados, flechas indias, muestras de filones deplata y oro.—Piensa en esos viejos mineros lavando sus fortunas en sartenes junto a losarroyos—dijo Adam—, y adentro de la tierra estaba esto... —Y le había dichoque el prefería esas cosas que tardaban en hacerse; también amaba losaviones, toda clase de maquinas, las tallas en madera o piedra. No sabiamucho sobre ellas, pero las reconocía al verlas. Había confesado que no podíaterminar un libro, ninguna clase de libro, excepto manuales de ingeniería; leer lo mataba de aburrimiento; ahora lamentaba no haber triado la camioneta, perono había pensado que necesitaría un automóvil; le gustaba manejar, ella nocreería cuantos cientos de kilómetros podía hacer en un día... le mostróinstantáneas suyas al volante de la camioneta; otras navegando en un veleromuy libre y castigado por el viento, tirando de las cuerdas; se habría anotadoen la fuerza aérea, pero su madre se ponía histérica cada vez que el lomencionaba. No parecía comprender que los duelos aéreos eran mucho másseguros que las patrullas nocturnas en tierra. Pero el no le discutió, pues desde

luego ella no sabia nada sobre esas patrullas. Y aquí estaba, atascado, en unameseta de un kilometro y medio de altura sin agua para navegar y con el autoen casa, de lo contrario se habrían divertido en grande. Miranda se dio cuentade que el trataba de contarle que clase de persona era cuando tenia sus

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maquinas consigo. Pensaba que sabia bastante bien que clase de persona era,y le habría gustado decirle que estaba muy equivocado si creía que se habíadejado a sí mismo en una embarcación o un automóvil. Los teléfonos sonaban,Bill estaba gritándole a alguien que insistía en decir "Bien, pero escuche, bien,pero escuche...", aunque desde luego nadie escucharía a nadie. El viejoGibbons bramaba desesperadamente: "Jarge, Jarge..."—Lo mismo da—estaba diciendo Towney con su voz más patriótica y

complaciente—. El Servicio de Esparcimiento es buena idea, todos deberíamospresentarnos como voluntarios aunque no nos quieran. —Towney sale bien deesto, penso Miranda, fíjate en ella; recordó el suéter color rosa y la cara ceñuday rebelde en el guardarropa. Towney era ahora toda gloria radiante y bondad,deseosa de sacrificarse por su país.—A fin de cuentas—dijo Towney—, yo se bailar y cantar bastante bien, podríaescribirles las cartas e incluso podría manejar una ambulancia. He conducidoun Ford durante años.—Bien —intervino Miranda—, yo también se cantar y bailar, pero quien hará lascamas y la limpieza. Esas cabañas son difíciles de mantener, seria un trabajosucio y seriamos muy infelices. Y como ya tengo un trabajo sucio y soy muy

infeliz, me quedare en casa.—Creo que las mujeres no deberían intervenir—dijo Chuck Rouncivale—. Soloañaden faldas a los horrores de la guerra. —Chuck tenia problemaspulmonares y hacía mucha alharaca por perderse el espectáculo.—Pude haber estado allá y haber regresado con una pierna menos; al viejo le habría venidobien. Tendría que optar: pagarse el licor o dejar de beber.Miranda había visto a Chuck dando dinero al padre para comprar licor en losdías de pago. El padre era un bribón simpático y bienhumorado, eso era lopeor. Palmeaba al hijo en la espalda y lo miraba con los ojos turbios del afectopaterno mientras recibía el dinero.—Florence Nightingale fue la que arruino las guerras—continuo Chuck—.

¿Para que mimar a los soldados, vendarles las heridas y humedecerles lasfrentes afiebradas? Eso no es guerra. Que mueran donde cayeron. Para esolos mandaron allí.—Tu puedes hablar —dijo Towney, mirándolo burlonamente.—¿Para que?—pregunto Chuck, sonrojándose y encorvando los hombros—.Sabes que solo tengo este pulmón, o tal vez medio pulmón a esta altura.—Eres demasiado susceptible —dijo Towney—. No quise decir nada.Bill estaba hecho una furia, mascando el cigarro a medio fumar, el pelo hechoun cepillo, los ojos suaves y lánguidos pero feroces como los de un venado.Jamás tendría más de catorce años, pensaba Miranda, aunque viviera un siglo,y no llegaría a un siglo con la vida que llevaba. Se portaba exactamente comolos jefes de redacción de las películas, incluido el cigarro mascado. ¿Habíacalcado su estilo de las películas o los guionistas habían captado la indiscutiblepureza del prototipo Bill?—Y si vuelve aquí—Bill le estaba gritando a Chuck—, llévalo al callejón ycórtale la cabeza con la mano.—Volverá, no te preocupes—dijo Chuck.—Bien —dijo Bill con más calma, ya concentrado en otra cosa—, decapítalo.Towney volvió a su escritorio, pero Chuck se sentó esperando dócilmente quelo invitaran al nuevo espectáculo de vodevil. Miranda, con dos entradas,siempre invitaba a uno de los reporteros a acompañarla los lunes. Chuck

redactaba sus reseñas deportivas con reciedumbre y profesionalismo, pero lehabía dicho a Miranda que en realidad los deportes le importaban un bledo; esepuesto le permitía airearse y le daba suficiente dinero para pagarle el licor alviejo. Prefería los espectáculos y no entendía por que siempre le daban esa

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sección a las mujeres.—¿A quien quiere decapitar Bill hoy?—preguntó Miranda.—Ese imbécil a quien criticaste en la edición de hoy—dijo Chuck—. Estuvoaquí a primera hora preguntando por el fulano que se encarga de las reseñasde espectáculos. Dijo que iba a agarrar al cretino que escribió esa nota en uncallejón y le iba a romper la nariz. Dijo...—Ojalá se haya ido —dijo Miranda—. Ojalá haya tenido que tomar un tren.

Chuck se levantó y se arregló el suéter marrón de cuello volcado, se miro lospantalones de tweed verdoso, y las botas claveteadas que usaba paradisimular que tenia un pulmón enfermo y no le gustaban los deportes.—Hace tiempo que se marcho, no te preocupes —dijo—. Vámonos, estásretrasada como de costumbre.Miranda, al dar la vuelta, casi tropieza con el pie de un hombrecito con bombínmal entrazado. Tal vez hubiera sido en un tiempo un individuo apuesto, peroahora tenia la boca floja, había perdido las muelas y los ojos tristones eirritados habían renunciado a la coquetería. Una onda de pelo fina y castañaestaba aplastada con brillantina y rizada contra el borde del bombín. No moviólos pies sino que se quedó plantado ofreciendo una resistencia pasiva.

—¿Es usted la presunta critica dramática de este pasquín? —le preguntó aMiranda.—Temo que si—dijo Miranda.—Bien—dijo el hombrecito—, solo le pido un minuto de su valioso tiempo. —Sele aflojó el labio inferior, y con manos trémulas se puso a hurgar en el bolsillodel chaleco.—Solo me disgusta que se salga con la suya, es todo.—Hojeo unfajo de ajados recortes periodísticos.—Écheles solo un vistazo, ¿quiere? Yluego permítame preguntarle si piensa que me voy dejar atropellar por uncritico de pueblo—dijo con voz neutra—. Mire esto: Buffalo, Chicago, SaintLouis, Filadelfia, San Francisco, además de Nueva York. Aquí están lasmejores revistas del ambiente, Variety, Billboard, todas aflojaron y admitieron

que Danny Dickerson conoce el oficio. Así que usted no piensa lo mismo, ¿eh?Eso es lo que quiero saber.—No, no pienso lo mismo —dijo Miranda, tan enérgicamente como pudo—, yno puedo quedarme a hablar del asunto.El hombrecito se le acerco mas, la voz le temblaba como si hubiera estadonervioso mucho tiempo.—Oiga, dígame que fue lo que no le gusto, ¿eh? Dígalo.—No le de importancia—dijo Miranda—. ¿Que importa lo que pienso yo?—No me importa lo que piensa usted, no es eso—dijo el hombrecito—, peroestas cosas circulan y las agencias de contratación del este no saben comoson las cosas aquí Nos critican en un pueblo de morondanga y piensan que eslo mismo que si nos criticaran en Chicago, ¿entiende? No saben distinguir. Nosaben que cuanta más calidad tiene un espectáculo más se ensañan loscriticastros. Pero los mejores de su oficio me han considerado el mejor del míoy quiero saber que defectos me encuentra usted.—Vamos, Miranda, pronto subirán el telón—dijo Chuck.Miranda devolvió al hombrecito los recortes, casi todos de hacía más de diezaños, y trato de esquivarlo. El se le cruzo de nuevo y dijo sin mayor convicción:—Si usted fuera hombre le rompería la cabeza a golpes. Ante eso Chuck se levanto y se acerco, sacando las manos del bolsillo.—Ahora que terminó de bailar y cantar —le dijo—, será mejor que se largue.

Vayase de aquí antes que lo tire por la escalera.El hombrecito se ajustó la corbata, una corbata pequeña, azul con pintitasrojas, un poco ajada en el nudo. Se la ajustó y recito como si lo hubieraensayado:

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—Venga al callejón.Las lagrimas le humedecían los párpados hinchados y rojos.—Oh, cállese —dijo Chuck, y siguió a Miranda, quien corría hacia la escalera.La alcanzo en la acera.—Lo dejé moqueando y barajando su publicidad para encontrar elcomodín—dijo Chuck—. Pobre imbécil.—Hay demasiado de todo en este mundo y en este momento —dijo Miranda—.

Me gustaría sentarme en la calle, Chuck, morir y nunca más ver... ojalá pudieraperder la memoria y olvidar mi propio nombre... ojalá...—Animo, Miranda—dijo Chuck—. No es momento para dejarse abatir. Olvida aese tipo. De cada cien personas en el mundo del espectáculo, hay noventa ynueve como él. Pero tu, no manejas bien las cosas, de todos modos. Tebuscas problemas. Todo lo que tienes que hacer es destacar los nombresimportantes y ni siquiera necesitaras mencionar a los segundones. Trata derecordar que en este pueblo Rypinsky es el dueño del espectáculo; complace aRypinksy y complacerás al departamento de publicidad, complácelos a ellos ytendrás un aumento. Como que dos y dos son cuatro, mi pobre niña tonta, ¿noaprenderás nunca?

—Parece que me empeño en aprender lo que no debo—dijo Miranda,consternada.—Ya lo creo que si—le dijo alegremente Chuck—. Nunca vi a nadie con tantacapacidad para eso. ¿Ahora te sientes mejor?—Esta obra a la que me trajiste es un bodrio—dijo Chuck—. ¿Ahora quepiensas hacer? Si yo hiciera la nota, yo...—Haz la nota —dijo Miranda—. Esta vez hazla tú. De cualquier modo voy arenunciar, pero aun no le cuentes a nadie.—¿Lo dices en serio? Toda mi vida—dijo Chuck—anhelé ser criticastro en unpasquín y ésta es por cierto mi primera oportunidad.—Será mejor que la aproveches —le dijo Miranda—. Tal vez sea la

última.—Este es el principio del fin de algo, penso. Algo terrible va asucederme. Adonde voy no necesitare pan con manteca. Se lo cederé a Chuck,el tiene un padre venerable a quien debe comprarle alcohol. Espero que ledejen el puesto. Oh, Adam, espero verte una vez más antes de ser vencida por lo que me está pasando, sea lo que sea.—Ojalá terminara la guerra—le dijo aChuck, como si hubieran estado hablando de eso—. Ojalá terminara, y ojalánunca hubiera empezado.Chuck sacó papel y lápiz; ya estaba escribiendo la reseña Lo que ella habíadicho parecía bastante atinado, ¿pero como debía tomarlo el?—No me importa como empezó ni cuando terminara —dijo Chuck,garabateando—. No estaré allá.Todos los hombres no aptos para el servicio hablaban así, penso Miranda. Laguerra era lo único que querían, ahora que no podían participar. Tal vezalgunos de ellos habían anhelado ir. Todos miraban de reojo a las mujeres conquienes hablaban del asunto, un rencor velado que decía: "No me pongas unapluma blanca, hembra sanguinaria. Ofrecí mi carne a los cuervos y larechazaron". Lo peor de la guerra para los que se quedan es que ya no haycon quien hablar. El Comité Lusk te echa el guante si te descuidas. El panganara la guerra. El trabajo ganara, el azúcar ganara, los carozos de duraznoganaran la guerra. Pamplinas. No son pamplinas, te digo, hay un valiosoexplosivo que puede extraerse de los carozos de durazno. De modo que

después de preparar las conservas todas las felices amas de casa corren aponer sus cestos de carozos de durazno en el altar de la patria. Las mantieneocupadas y las hace sentirse útiles; todas esas mujeres que pierden la cabezamientras sus hombres están lejos son peligrosas si no les dan alguna

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ocupación para impedir que hagan barbaridades. Así que filas de muchachas,las cunas intactas del futuro, con sus caras serias y puras sentadoramenteenmarcadas por tocas de la Cruz Roja, enrollan vendas desparejas que nuncallegaran a un hospital de campaña y tejen puloveres que nunca entibiaran elpecho de un hombre, evocando afectuosamente toda la sangre y el barro y elpróximo baile del Acanthus Club para los oficiales de la fuerza aérea. Latranquilidad y el silencio ganaran la guerra.

—Yo simplemente no estaré allá—dijo Chuck, absorto en su reseña.No, Adam estará allá, pensó Miranda. Se deslizo en la silla y apoyo la cabezaen el plush polvoriento, cerro los ojos y enfrento por un instante que fue unavida, el conocimiento cierto, abrumador y espantoso de que no había porvenir para Adam y ella. Nada. Abrió los ojos y junto las manos, las palmas haciaarriba, observándolas y tratando de entender el olvido.—Ahora mira esto—dijo Chuck, pues habían encendido las luces y el publicoestaba moviéndose y hablando de nuevo—. La tengo lista, aun antes que hayaactuado la figura principal. Es la vieja Stella Mayhew y siempre es buena, hasido buena cuarenta años... y cantara O the bulles ain't nothin' bu the easy-going heart disease. Es todo lo que necesitas saber sobre ella. Ahora mira

esto. ¿Quieres ponerle tu firma?Miranda tomo las paginas y las escudriño atentamente, volviéndolas, espero,en el momento adecuado. Luego las de volvió.—Si, Chuck, si, firmaría eso. Pero no lo firmare. Debemos decirle a Bill que tulo escribiste, porque tal vez sea tu comienzo.—No sabes apreciarlo—dijo Chuck—. Lo leíste muy de prisa. Mira, escuchaesto... —Y empezó a murmurar excitado. Mientras lela ella le observaba lacara. Era una cara agradable con cierta chispa de vida, y una convenienteseveridad en la modulación de la frente por encima de la nariz. Por primera vezdesde que lo había conocido se pregunto que estaba pensando Chuck. Teniaun aire de preocupación e infelicidad, no era tan frívolo como parecía. La gente

se estaba apiñando en el pasillo, sacando los cigarrillos y preparándose paraencender un fósforo en cuanto llegara al vestíbulo; mujeres de pelo onduladoaferraban las carteras, los hombres estiraban la barbilla para aflojarse el cuelloduro.—Ya podemos irnos —dijo Chuck. Miranda, abotonándose el abrigo, se sumó ala multitud en movimiento, pensando, ¿qué supe jamás sobre ellos? Debehaber muchos aquí que piensan como yo y no nos atrevemos a decirnos unapalabra sobre nuestra desesperación, somos animales sin lenguaje que sedejan destruir. ¿Y por que? ¿Alguien aquí cree en las cosas que nos decimosunos a otros? Turbada, encorvada en el borde del sillón de mimbre delguardarropa, Miranda espero a que el tiempo pasara y le trajera a Adam. Eltiempo parecía proceder con una excentricidad mayor que la habitual,dejándole en la mente brechas crepusculares durante treinta minutos queparecieron un segundo y luego duros fogonazos que brillaban claramente en sureloj probando que tres minutos es un tiempo de espera inaguantable, como siella estuviera colgada de los pulgares. Por ultimo fue razonable imaginar a Adam saliendo de la casa en la oscuridad, en la niebla azul que pronto serialluvia. Estarla en camino y, a fin de cuentas, no había nada que pensar sobreel. Solo había el deseo de verlo y el miedo, la amenaza presente, de no verlomas; pues cada paso que daban para acercarse parecía peligroso, como si losapartara en vez de aproximarlos, como cuando un nadador es arrastrado

lentamente por la corriente pese a sus enérgicas brazadas. "No quiero amar",pensaba a pesar de sí misma, "no a Adam, no hay tiempo y no estamospreparados y sin embargo esto es todo lo que tenemos..."Y allí estaba el, en la acera, el pie en el primer escalón... y Miranda bajó casi a

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la carrera. Adam, tomándole las manos, pregunto: —¿Te sientes bien ahora?¿Tienes hambre? ¿Estás cansada? ¿Tendrás ganas de bailar después de ver ese espectáculo?—Sí a todo—dijo Miranda—, sí, sí...—Su cabeza era como una pluma, y seapoyo en su brazo. La niebla aun era niebla que quizá fuera lluvia más tarde y,aunque el aire era cortante y limpio no le facilitaba la respiración.—Espero que el espectáculo sea bueno o al menos gracioso —le dijo ella—,

pero no prometo nada.Fue una obra larga y aburrida, pero Adam y Miranda no dijeron una palabramientras esperaban pacientemente a que terminara. Adam, con cuidado yseriedad, le quito el guante y le tuvo la mano como si estuviera acostumbrado atenerle la mano en los teatros. Una vez se volvieron y sus miradas se cruzaron,pero solo una vez. Los dos pares de ojos eran igualmente neutros y distantes.Un temblor profundo sacudió a Miranda y se dispuso a resistir metódicamente,como si estuviera cerrando ventanas y puertas, corriendo cortinas ante lacercanía de una tormenta. Adam miraba la monótona obra con extrema yatenta excitación, la cara muy concentrada y quieta.Cuando se levanto el telón del tercer acto, el tercer acto no empezó de

inmediato. Apareció en cambio un telón de fondo casi tapado por una banderanorteamericana impropia e irrespetuosamente expuesta, clavada en lasesquinas superiores, plegada en el medio y clavada de nuevo, rugosa ypolvorienta. Ante ella estaba plantado un burócrata local que vendía Bonos dela Libertad. Era un hombre vulgar de edad madura, con una panza redondatapada por los pantalones y el chaleco, una boca fruncida y obstinada, una caray una silueta donde no podía leerse nada salvo la inepta crónica sensual decincuenta años. Pero por una vez en la vida era un personaje importante enuna situación interesante, y gozaba del papel, articulando las palabras con tonoactoral.—Parece un pingüino—dijo Adam. Se movieron, se sonrieron, Miranda aparto

la mano, Adam entrelazo las suyas y ambos se prepararon a aguantar elmismo discurso trillado con el mismo fondo polvoriento. Miranda trato de noescuchar, pero oía. Esos alemanes infames — el glorioso Bosque deBelleau—nuestra consigna es Sacrificio—la devastada Bélgica—nuestrosnobles muchachos allá—los Gran Bertha—la muerte de la civilización—losnazis... .—Me duele la cabeza—susurro Miranda—. ¿Por que diablos no se calla?—No se callara—susurro Adam—. Te traeré aspirinas."En el campo de Flandes crecen las margaritas, entre las filas de crucifijos..."—Está llegando a la parte domestica—susurro Adam. Atrocidades, niñosinocentes atravesados por bayonetas alemanas —el hijo de ustedes y el mío—,si nuestros hijos se salvan de esas calamidades, digamos con toda reverenciaque esos muertos no han muerto en vano, la guerra, la guerra, la GUERRApara terminar las GUERRAS, la guerra por la Democracia, por la humanidad,un mundo seguro para siempre jamas, y para demostrar nuestra fe en laDemocracia ante nosotros mismos y ante el mundo, que todos se unan ycompren Bonos de la Libertad y prescindan del azúcar y los calcetines delana... ¿Que fue eso? se pregunto Miranda. Repita eso, no pesque la ultimafrase. ¿Y que cantaremos esta vez, Tipperary o There's a Long, Long Trail?Oh, por favor, que siga la obra y termine de una vez. Debo escribir una notasobre ella antes de ir a bailar con Adam y no tenemos tiempo. Carbón,

petróleo, hierro, oro, finanzas internacionales. ¿Por que no nos hablas de eso,maldito embustero?El publico se levanto y canto There's a Long, Long Trail, las bocas abiertasnegras y las caras pálidas por el reflejo de las candilejas; algunas caras hacían

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muecas, lloraban y tenían surcos brillantes como rastros de babosa. Adam yMiranda cantaron a voz en cuello, sonriéndose avergonzados un par de veces.En la calle, encendieron los cigarrillos y caminaron despacio como siempre.

—Otro viejo inmundo a quien le gustaría ver como liquidan a los jóvenes—dijoMiranda en voz baja—. Los gatos adultos tratan de comer a los gatitos, sabes. A ti no te engañan, ¿verdad, Adam?

Los jóvenes tomaban las cosas así a esa altura. Creían ver el juego con todaclaridad.

—Odio a esos calvos barrigones—continuo ella—, demasiado gordos,demasiado viejos, demasiado cobardes para ir a la guerra en persona, sabenque están a salvo; en cambio te mandan a ti...

 Adam la miro con genuina sorpresa.

—Oh, ese—dijo—. ¿Pero que podría hacer el pobre diablo si lo llevaran? No es

culpa suya—explico—, no puede hacer nada salvo hablar.—El orgullo por su juventud, su paciencia y tolerancia y desprecio por ese ser infortunado lerezumaba, por los poros mientras caminaba, erguido y calmo en sufuerza.—¿Que podrías esperar de el, Miranda?

Ella decía a menudo el nombre de el, y el rara vez decía el de ella. El pequeñoespasmo de placer que le provoco oír su nombre en labios de Adam le corto larespuesta. Por un momento titubeo, e intento atacar por otro frente.

—Adam—dijo—, lo peor de la guerra es el miedo y la suspicacia y la espantosaexpresión que uno ve en todos los ojos... como si hubieran bajado las

persianas de la mente y el corazón y te estuvieran observando, listos parasaltar sobre ti si haces un gesto o dices una palabra que no comprendan alinstante. Me asusta; yo también vivo con temor... y nadie debería vivir contemor. Es toda esa cháchara y esas mentiras. Es lo que la guerra hace a lamente y al corazón, Adam, y no puedes separar ambas cosas... lo que les hacees peor que lo que le hace al cuerpo.

—Oh si—dijo serenamente Adam, al cabo de un momento—, pero más valevolver entero. La mente y el corazón a veces tienen otra oportunidad, pero sialgo le pasa a tu pobre humanidad, es solo mala suerte, es todo.

—Oh sí—parodió Miranda—. Es solo mala suerte, es todo.

—Si yo no fuera—dijo Adam, con voz tajante—, no podría mirarme de nuevo ala cara.

De modo que eso es todo. Apoyándole los dedos en el brazo, Miranda callaba,pensando en Adam. No, no había resentimiento ni rebelión en él. Puro, pensó,en todo el camino, inocente, integro, como debe serlo el cordero del sacrificio.El cordero del sacrificio caminaba casualmente siguiendole el paso,manteniéndola del lado interior de la acera en el buen estilo norteamericano,

ayudándola a cruzar en las esquinas como si fuera una invalida—"Espero queno nos topemos con un charco de barro, me levantara en brazos"—, soltandobocanadas de humo, un olor viril a jabón sin perfume, cuero recién lustrado ypiel recién lavada, respirando por la nariz y sacando pecho. El echo la cabeza

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hacia atrás y le sonrió al cielo neblinoso que aun prometía lluvia.

—Demonios—dijo—, que noche. ¿No puedes apurarte con esa reseña, asíempezamos?

La espero ante una taza de café en el restaurante apodado La CucarachaGrasienta cercano a la sala de impresión. Cuando al fin bajó, recién lavada,

peinada y maquillada, ella lo vio primero, sentado cerca de la gran vidrieramugrienta, la cara hacia la calle, pero la cabeza gacha. Era una caraextraordinaria, tersa y delicada, áurea a la luz sucia, pero poseída ahora por una ciega melancolía, un aire de doloroso suspenso y desilusión. Por unafracción de segundo tuvo un atisbo de como seria Adam con el paso de losaños, la cara del hombre que no viviría para ser. El la vio entonces, se levantóy allí estaba el áurea brillante.

 Adam acerco las sillas a la mesa; bebieron te caliente y escucharon la orquestaque tocaba Pack Up Your Troubles.

—In an old kit bag, and smoil, smoil, smoil—gritaban media docena demuchachos por debajo de la edad de reclutamiento, reunidos alrededor de unamesa cerca de la orquesta. Aullaban incoherentemente, reían con arranqueshistéricos de lo que parecía ser jovialidad y deslizaban por el mantel botellaschatas que contenían un liquido claro—pues en esta ciudad del oeste fundaday construida por mineros bulliciosos y borrachos, nadie podía beber alcoholabiertamente—, las vertían en sus vasos de gingerale y seguían cantando It's aLong Way to Tipperary. Cuando empezaron a tocar Madelon, Adam dijo"Bailemos". Era un lugar asfixiante, atestado, caluroso y lleno de humo, pero nohabía nada mejor música era alegre; y la vida es totalmente descabellada deun modo u otro, penso Miranda, así que no importa. Esto es lo que tenemos,

 Adam y yo, esto es todo lo que vamos a conseguir, así será lo nuestro. Queríadecir: "Adam, despierta del sueno y escúchame. Tengo dolores en el pecho, lacabeza y el corazón... y son reales. Estoy toda dolorida; y a ti te acecha unpeligro en el que no me atrevo a pensar, ¿y por que no podemos salvarnos eluno al otro?" Cuando ella le apretó el hombro con la mano, el le rodeo alinstante la cintura, y dejó el brazo allí, estrechándola con firmeza. No decíannada pero se sonreían continuamente, raras sonrisas de complicidad como sihubieran descubierto un idioma nuevo. Miranda, la cara cerca del hombro de Adam, vio una pareja joven y morena sentada a una mesa de un rincón, cadacual con un brazo en la cintura del otro, las cabezas juntas, los ojos clavadosen la misma cosa, fuera lo que fuese, que revoloteaba en el espacio delante deellos. La mano derecha de la muchacha estaba en la mesa, con la mano de elencima, la cara de ella estaba empañada por el llanto. De vez en cuando el lealzaba la mano y se la besaba, se la bajaba y la sostenía, y los ojos de ellalagrimeaban de nuevo. No eran impúdicos, simplemente habían olvidado dondeestaban o tal vez no tenían otro lugar adonde ir. No decían una palabra y lapequeña pantomima se repetía, como un cortometraje melancólicoproyectándose una y otra vez. Miranda los envidio. Envidió a esa muchacha. Almenos ella puede llorar si le ayuda, y el ni siquiera tiene que preguntarle que lesucede. Tenían tazas de café ante ellos y al cabo de un largo rato—Miranda y Adam habían bailado y habían descansado dos veces—, cuando el café ya

estaba bien frío, lo bebieron de un sorbo, luego se abrazaron como antes, sinuna palabra y casi sin mirarse. Algo estaba hecho y resuelto entre ellos,cuando menos; era envidiable, envidiable, que pudieran estar sentados ensilencio y tener la misma expresión en la cara mientras atisbaban el infierno

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que compartían, no importaba cual fuera ese infierno, era sólo de ellos, estaban juntos.

Cerca de Adam y Miranda una muchacha acodada en la mesa contaba unahistoria a su joven acompañante.

—Y no me gusta porque es un descarado. Insistió en invitarme a tomar una

copa y yo insistí en decirle que no bebo y el dijo, Mira, necesito un trago y creoque eres una egoísta si no bebes conmigo, no puedo sentarme aquí a beber solo, dijo. Yo le dije, en primer lugar no estás solo; me gusta eso, dije, y siquieres una copa entra y bébela, le dije, ¿por qué quieres arrastrarme a mí? Así que llamo al mozo y pidió ginger-ale y dos vasos y yo bebí solo ginger-alecomo siempre pero el se sirvió una medida de alcohol en la suya. Estaba muyorgulloso de ese licor, dijo que el mismo lo fabricaba con papas. Un rico licor casero, recién hecho, me dijo, tres gotas de esto y tu ginger-ale sabrá muchomejor. No, le dije, y lo digo en serio, ¿por que no te lo metes en la cabeza?Bebió otro sorbo y dijo, Ah, vamos, nena, no seas tan terca, esto te harátemblar el esqueleto. Así que me canse de discutir, y le dije, No necesito beber 

para que me tiemble el esqueleto, puedo arreglármelas con te, dije. Bueno, ypor que no lo haces entonces, quiso saber, y le dije que...

Sabía que había estado durmiendo un buen rato cuando de golpe, sin un pasode advertencia o un crujido del gozne de la puerta, Adam estuvo en el cuartoencendiendo la luz y ella supo que era el, aunque al principio quedoencandilada y aparto la cara. El se acerco de inmediato, se sentó en el bordede la cama y se puso a hablar como siguiendo una conversación iniciadaanteriormente. Arrugo un trozo de papel y lo arrojo al fuego.

—No recibiste mi nota—dijo el—. La pase por debajo de la puerta. Me llamaron

repentinamente del cuartel para darme varias inyecciones. Me retuvieron másde lo previsto, llegue tarde. Llame al diario y me dijeron que hoy no ibas. Llamea la señorita Hobbe aquí y me dijo que estabas en cama y que no podíasatender el teléfono... ¿Te dio mi mensaje?

—No —dijo Miranda somnolienta—, pero creo que estuve dormida todo el día.Oh, sí recuerdo. Hubo un medico aquí. Bill lo mando. Atendí el teléfono unavez, pues Bill me dijo que enviaría una ambulancia y me haría llevar al hospital.El doctor me reviso el pecho, dejo una receta y dijo que volvería, pero novolvió.

—¿Dónde está la receta?—preguntó Adam.

—No sé. Pero el la dejo, yo la vi. Adam se puso a buscar en las mesas y larepisa.

—Aquí está—dijo—. Vuelvo en unos minutos. Buscare una farmacia abierta. Esla una de la mañana. Adiós.

 Adiós, adiós. Miranda se quedo un buen rato mirando la puerta por donde élhabía salido, luego cerro los ojos y penso, Cuando no estoy aquí no puedo

recordar nada de este cuarto donde he vivido casi un año, excepto que lascortinas son demasiado delgadas y nunca hubo modo de tapar la luz de lamañana. La señorita Hobbe había prometido cortinas más gruesas, pero nuncalas había puesto. Cuando esa mañana Miranda atendió el teléfono en bata, la

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señorita Hobbe paso con una bandeja. Era una ñ——criatura pelirroja ynerviosamente cordial, sus modales decían muy claramente que el lugar noredituaba y las cosas no le iban bien.

—Mi querida niña—dijo enfáticamente, echando una ojeada a la ropa deMiranda—, ¿que le sucede?

Miranda, con el auricular sobre la oreja, dijo: —Creo que es gripe.

—Horror—dijo la señorita Hobbe en un susurro y la bandeja le tembló en lasmanos—. Acuéstese enseguida... ¡enseguida!

—Primero debo hablar con Bill—le dijo Miranda y la señorita Hobbe habíaseguido su camino y no había regresado. Bill le había gritado instrucciones,prometiéndole todo, medico, enfermera, ambulancia, hospital, el chequesemanal como de costumbre, todo, pero ella tenia que meterse en cama yquedarse allí. Se desplomó en la cama, pensando que Bill era la única personaque conocía que se arrancaba el pelo de veras cuando estaba alborotado...

Supongo que debería pedir que me mandaran a casa, pensó en una costumbreantigua y respetable endilgar la propia muerte a la familia si uno tiene recursos.No, me quedaré aquí, esto es cosa mía, pero no en este cuarto, espero... ojaláestuviera en las frías montañas, en la nieve, eso es lo que más me gustaría; yalrededor de ella se alzaron las moderadas alturas de las Rocosas con susnieves perpetuas, sus majestuosos laureles de nubes azules penetrándolahasta la medula con su aliento cortante. Oh no, debo tener calor... y sumemoria giraba y exploraba buscando otro lugar que había conocido antes yhabía amado más, que ahora podía vislumbrar solo en fragmentos movedizosde palmera y cedro, sombras oscuras y un cielo que entibiaba sin encandilar,como este cielo extraño la había encandilado sin entibiarla; estaba la larga y

lenta ondulación del musgo gris en la sombra del roble somnoliento, el ampliorevoloteo de los insectos en lo alto, el olor de plantas acuáticas trituradas a lolargo de una orilla, y, sin previo aviso, un río ancho y apacible donde confluíantodos los ríos que ella había conocido. Las paredes se apartaron con unmovimiento silencioso y deliberado en ambos costados, un velero alto estabaatracado en las cercanías y una planchada ennegrecida tocaba el pie de lacama. Detrás del barco estaba la jungla y, aunque la tenia delante, supo queera todo lo que había leído o le habían dicho o había sentido o pensado sobrelas junglas; un lugar de muerte hormigueante, terriblemente vivo y secreto,plagado de nudos de serpientes manchadas, pájaros color arco iris con ojosmalignos, leopardos con caras humanamente sabías y leones de melenasextravagantes; monos de brazos largos chillando y brincando entre hojasanchas y carnosas que relucían con una luz color azufre y exudaban el licor dela muerte; troncos podridos de árboles desconocidos tendidos en el cienoproliferante. Sin sorpresa, observando desde la almohada, se vio bajando a lacarrera por la planchada hasta la cubierta inclinada y, parada allí, se apoyo enla borda y saludó alegremente a su yo acostado en la cama; la esbelta naveextendió las alas y se perdió en la jungla. El aire temblaba con el chillidoensordecedor y el bramido ronco de voces gritando a coro, rodando ychocando encima de ella como nubarrones crispados; las palabras se reducíana dos palabras subiendo y cayendo y clamoreando sobre su cabeza. Peligro,

peligro, peligro, decían las voces, y guerra, guerra, guerra. Estaba la puertaentornada, Adam de pie con la mano en el picaporte, y la señorita Hobbe con lacara contorsionada de terror profería estridentes gritos:

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—Le digo que tienen que venir a buscarla ahora o la echaré a la calle... Le digoque esto es una peste, una peste, por Dios, y tengo muchos inquilinos enquienes pensar.

—Lo se—dijo Adam—. Vendrán a buscarla mañana por la mañana.

—¡Mañana por la mañana, por Dios! ¡Seria mejor que vinieran ahora!

—No consiguen ambulancia —dijo Adam—, y no hay camas. Y noencontramos un médico ni una enfermera. Todos están ocupados. Eso es todo.Usted no entre en el cuarto; yo cuidare de ella.

—Sí, usted cuidara de ella, ya lo veo—dijo la señorita Hobbe, con un tonoespecialmente desagradable.

—Si, eso dije —replico Adam cortante—, y usted lárguese. Cerro la puerta concuidado. Traía varios paquetes de forma irregular, y tenia una caraasombrosamente serena.

—¿Oíste eso? —pregunto, inclinándose y hablando en voz muy baja.

—Casi todo —dijo Miranda—. Bonita perspectiva, ¿verdad?

—Traje tus remedios—dijo Adam—, y empezaras a tomarlos de inmediato .Ellano puede echarte.

—De modo que la cosa es grave—dijo Miranda.

—Es muy grave—dijo Adam—, todos los teatros y casi todas las tiendas y

restaurantes están cerrados; las calles han estado llenas de procesionesfúnebres durante el día y de ambulancias durante la noche.

—Pero ninguna fue para mi—dijo Miranda, sintiéndose de buen humor. Sesentó en la cama, palmeo la almohada y busco la bata—. Me alegra que estésaquí, he tenido una pesadilla. Dame un cigarrillo, por favor, enciende uno parati, abre todas las ventanas y siéntate cerca de una de ellas. Estás corriendopeligro—le dijo—. ¿No lo sabías? ¿Por que lo haces? —No importa—dijo Adam—. Toma tu remedio.

Y le ofreció dos grandes píldoras color cereza. Ella las trago enseguida y lasvomito al instante.

—Perdóname—dijo, echándose a reír—. Lo siento tanto. Adam, sin decir palabra y con una expresión muy preocupada, le limpio la cara con una toallahúmeda, le dio un poco de hielo picado de uno de los paquetes y le ofreció confirmeza dos píldoras más.

—Es lo que hacían siempre en mi casa—le explicó—, y daba resultado.

 Aplastada de humillación, ella se cubrió la cara con las manos y rió de nuevo,

dolorosamente.

—Aun faltan dos remedios más —dijo Adam, apartándole las manos de la caray alzándole la barbilla—. Apenas has empezado. Y tengo otras cosas, como

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 jugo de naranja y helado. Me dijeron que te diera helado. Hay café en el termoy traje un termómetro. Tienes que tomarlo todo, así que más vale que tetranquilices.

—Anoche a esta hora estábamos bailando —dijo Miranda, y bebió algo de unacuchara.

Lo siguió por el cuarto con los ojos, mientras el hacía cosas distraídamente,como un hombre solo; de vez en cuando volvía y poniéndole la mano bajo lacabeza le acercaba una taza o un vaso a los labios; ella bebía y lo seguía denuevo con los ojos, sin noción clara de lo que estaba pasando.

—Adam—dijo—, acabo de pensar en algo. Tal vez olvidaron el St. Luke'sHospital. Llama a las hermanas de allí y pídeles que no sean tan egoístas consus cuartos tontos y viejos. Diles que solo quiero un cuarto oscuro, feo ypequeño por tres días, o menos. Haz la prueba, Adam.

 Aparentemente el creyó que ella estaba más o menos en sus cabales, pues lo

oyó hablar por teléfono y dar explicaciones con voz serena. Volvió casi alinstante, diciendo:

—Parece que hoy me ha tocado tratar con viejas mojigatas. La hermana dijoque aunque tuvieran un cuarto no podían dártelo sin orden médica. Pero notenían ninguno, de todos modos. Lo lamento mucho.

—Bien—dijo Miranda con voz gruesa—. Me parece abominablemente rudo ymezquino, ¿a ti no?—Se incorporo moviendo bruscamente ambos brazos yempezó a vomitar de nuevo en medio de continuas convulsiones.

—Trata de aguantar —dijo Adam, buscando la chata. Le sostuvo la cabeza, lelavó la cara y las manos con agua helada, le acomodo la cabeza en laalmohada y luego fue a mirar por la ventana.

—Bien—dijo al fin, sentandose de nuevo junto a ella—, no tienen cuarto. Notienen cama. Ni siquiera tienen cunas, por el modo en que hablo.

—¿No vendrá la ambulancia?

—Tal vez mañana. El se quito la casaca y la colgó del respaldo de una silla. Arrodillándose ante el hogar, se puso a apilar ramas cuidadosamente, conforma de tepee indio, con un papelito en el centro para apoyarlas. Encendió elpapel, puso más ramas encima y leños más grandes. Cuando empezaron acrepitar, añadió leños aun más pesados y algunos trozos de carbón, hasta quehubo una buena llama y un fuego que no necesitaría de más cuidados. Selevantó y se sacudió las manos, el fuego lo iluminó desde atrás haciéndolebrillar el pelo.

—Adam—dijo Miranda—, creo que eres muy bello.—El se rió y meneo lacabeza.

—Que palabra tan rara—dijo él—para mí.

—Fue la primera que se me ocurrió—dijo ella, apoyándose en el codo pararecibir el calor del hogar—. Haz hecho un buen fuego.

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El se sentó de nuevo en la cama, acercando una silla y apoyando los pies enlos travesaños. Se sonrieron por primera vez desde que el había llegado esanoche.

—¿Cómo te sientes ahora?—le preguntó. —Mejor, mucho mejor —le dijoella—. Hablemos. Contémonos nuestros planes.

—Tu primero—dijo Adam—. Quiero saber sobre ti.

—Pensarías que he tenido una vida muy triste —dijo ella—, y tal vez lo fue,pero ahora me alegraría de tenerla. Si pudiera recuperarla, sería fácil ser felizcon casi nada. No es cierto, no es así como me siento ahora.—Al cabo de unapausa dijo:—A fin de cuentas no hay nada que contar si termina ahora, puestodo este tiempo me estuve preparando para algo que sucedería más tarde,cuando llegara el momento. De modo que ahora no hay demasiado.

—Pero habrá valido la pena vivirla hasta ahora, ¿verdad? —preguntó el con

seriedad, como si fuera importante saberlo.

—No, si esto es todo—repitió ella obstinadamente.

—¿Nunca fuiste... feliz? —preguntó Adam.

Quizá tenia miedo de la palabra; la usaba con timidez, igual que la palabraamor, nunca antes parecía haberla usado y no estaba seguro del sonido ni delsignificado.

—No se—dijo ella—, me limite a vivir y nunca pense en ello. Recuerdo cosas

que me gustaban, sin embargo, y cosas que esperaba.

—Yo iba a ser ingeniero eléctrico—dijo Adam. Se paró en seco—. Y lo serécuando vuelva —añadió al cabo de un momento.

—¿No te gusta estar vivo?—preguntó Miranda—. ¿No amas el tiempo y loscolores en horas diferentes del día; todos los sonidos y ruidos como el bulliciode los niños de al lado, las bocinas de los autos, las orquestas callejeras y elolor a comidas?

—Me gusta nadar, también—dijo Adam.

—También a mi—dijo Miranda—; nunca nadamos juntos. —Y de pronto lepreguntó:— ¿Recuerdas alguna oración? ¿Nunca aprendiste ninguna en laescuela dominical?

—No muchas —confesó Adam sin contrición—. Bueno, el Padrenuestro.

—Sí, y está el Ave María—dijo ella—, y ésa realmente útil que empieza: Creoen Dios Padre Todopoderoso y en Su Santa Madre la Virgen María y en lossantos apóstoles San Pedro y San Pablo...

—Católica—comentó él.

—Las oraciones son casi iguales, fanático metodista. Apuesto a que eres

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metodista.

—No, presbiteriano.

—Bien, ¿cuales otras recuerdas?

—Ahora me acuesto a dormir... —dijo Adam.

—Sí, esa, y Bendito Jesús manso y dulce... Como veras, tampoco se descuidómi educación religiosa. Incluso conozco una oración que empieza Oh, Apolo.¿Quieres oírla?

—No—dijo Adam—, me tomas el pelo.

—De ningún modo—dijo Miranda—, estoy tratando de no dormir. Tengo miedode dormir, tal vez no despierte. No dejes que me duerma, Adam. ¿Sabes esode Mateo, Marcos, Lucas y Juan? ¿Bendecid la cama donde duermo?

—Y si muero antes de despertar, ruego al Señor que se lleve mi alma. ¿Esesa?—pregunto Adam—. Tiene algo que no suena bien.

—Enciéndeme un cigarrillo, por favor, córrete para allá y siéntate cerca de laventana. Nos olvidamos del aire fresco. Tienes que tomar aire fresco.

El encendió el cigarrillo y se lo puso en los labios. Ella lo tomo entre los dedos yse le cayó bajo el borde de la almohada. El lo encontró y lo apago en el platillodel vaso de agua. Miranda sintió que la cabeza le flotaba en la oscuridad uninstante y se le despejaba; se incorporó aterrada, quitándose las mantas yempezando a sudar. Adam se levantó con cara de alarma y le acercó una taza

de café caliente a la boca.

—Tu también debes beber un poco—dijo ella, nuevamente tranquila, y sequedaron sentados y acurrucados en el borde de la cama, bebiendo café ensilencio.

—Debes recostarte de nuevo —dijo Adam—. Ahora estás despierta.

—Cantemos —dijo Miranda—. Conozco un viejo spiritual, recuerdo parte de laletra.—Hablaba con naturalidad.—Ahora estoy bien. —Y empezó con unsusurro ronco:— "Pálido caballo, pálido jinete, te has llevado a mi amor..."¿Conoces esa canción?

—Si—dijo Adam—. La oí cantar a negros de Texas, en un campamentopetrolero.

—Yo la oí cantar en un campo de algodón—dijo ella—. Es una buenacanción.—Cantaron juntos ese verso.

—Pero no recuerdo que viene después—dijo Adam.

—"Pálido caballo, pálido jinete..." —dijo Miranda—. En realidad necesitamos unbuen banjo... "Te has llevado a mi amor..."—La voz se le aclaró y dijo:—Perodeberíamos seguir. ¿Cual es el verso siguiente?

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—Es mucho más larga—dijo Adam—, unos cuarenta versos, el jinete se hallevado a la madre, al padre, al hermano, a la hermana, a toda la familiaademás de la amante...

—Pero no al cantor, todavía no—dijo Miranda—. La muerte siempre deja uncantor para llorar. "Muerte—cantó—, oh, deja un cantor para llorar..."

—"Pálido caballo, pálido jinete —salmodió Adam, recobrando el ritmo—, te hasllevado a mi amor..." Creo que somos buenos, podríamos organizar unafunción...

—Inscríbete en el Senicio de Esparcimiento —dijo Miranda—, ve a divertir a lospobres héroes indefensos Allá Lejos. . .

—Tocaremos el banjo —dijo Adam—. Siempre quise tocar el banjo.

Miranda suspiro, se recostó en la almohada y pensó, Debo ceder, ya no puedoresistir mas. Era solo ese dolor, solo ese cuarto y solo Adam. Ya no había

planes múltiples para vivir, ni filamentos duros de recuerdo y esperanzatensándose para sostenerla. Solo este momento único y era un sueño detiempo; la cara de Adam, muy cerca de la suya, los ojos fijos e intensos, erauna sombra; y no había nada más.

—Adam—dijo desde la blanda y pesada oscuridad que la arrastraba haciaabajo—, te amo y esperaba que tu también me lo dijeras.

El se acostó junto a ella poniéndole el brazo bajo el hombro y apretó la caratersa contra la de ella, acercó su boca a la de la muchacha y se detuvo.

—¿No oyes lo que estoy diciendo...? ¿Qué crees que trataba de decirte todoeste tiempo?

Ella se volvió hacia él, la nube se disipó y le vio la cara un instante. El la cubriócon las mantas y la abrazó.

—Duérmete, amor, amor—dijo—, si duermes una hora te despertaré y te traerécafé caliente y mañana encontraremos ayuda. Te amo, duérmete...

Casi sin darse cuenta se encontró flotando en la oscuridad, asiendo la mano deél, en un sueño que no era sueño sino luz del atardecer en un bosquecilloverde, un bosque feroz y peligroso lleno de voces ocultas e inhumanas quecantaban agudamente, como un gemido de flechas en el aire; vio a Adamtraspasado por una andanada de esas flechas cantarinas que le atravesaban elcorazón y hendían las hojas en medio de estridentes chillidos. Adam cayóhacia atrás ante sus ojos y se levantó de nuevo, ileso y vivo, otra andanada deflechas salida del arco invisible lo atravesó de nuevo y cayó; y de nuevo selevantó intacto en una muerte y resurrección perpetuas. Ella se arrojó delantede el y, con ferocidad y egoísmo, se plantó entre el y la trayectoria de las

flechas, gritando, No, no, como una niña engañada en un juego, Ahora es miturno, por qué debes morir siempre tu. Y las flechas le atravesaron limpiamenteel corazón y el cuerpo; ella cayó muerta y aun vivía; el bosque silbaba ycantaba y gritaba, cada rama y cada hoja y cada brizna de hierba tenía su

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propia voz, terrible y acusatoria. Entonces corrió y Adam la atrapó corriendo enmedio del cuarto y dijo:

—Querida, yo también debí dormirme. ¿Que pasó? Gritaste espantosamente.

Después que él la tranquilizó, se quedó sentada con las rodillas encogidas bajoel mentón, apoyando la cabeza en los brazos cruzados; eligió cuidadosamente

las palabras porque era importante explicarse con claridad.

—Era un sueño muy raro, no sé por que me asustó. Había algo sobre una viejainscripción, dos corazones tallados en un árbol, atravesados por la mismaflecha... tu sabes, Adam...

—Sí, lo sé, querida—dijo él con la mayor delicadeza y le besó la mejilla y lafrente como si fuera un hábito, como si hiciera años que la besaba—, una deesas cosas en papel rugoso.

—Si, y sin embargo estaban vivas, y estábamos nosotros, entiendes. . . esto no

parece muy exacto, pero era algo parecido. Era en un bosque...

—Si—dijo Adam. Se levantó, se puso la casaca y recogió el termo—. Volveré aesa tienda para comprar más helado y café caliente—le dijo—, y regresare encinco minutos. Quédate tranquila. Adiós por cinco minutos—dijo, tomándole labarbilla en la palma de la mano y tratando de mirarla a los ojos—, y quédatemuy tranquila.

—Adiós—dijo ella—, estoy despierta de nuevo.

Pero no lo estaba; los dos activos y jóvenes internos del hospital del condado

que acaban de llegar para llevársela en una ambulancia de lapolicía—obedeciendo a los frenéticos llamados del ruidoso encargado denoticias locales del News de Blue Mountain—decidieron que seria mejor bajar abuscar la camilla. Las voces de ambos la despertaron, se incorporó, se levantoal momento y miró en derredor vivazmente.

—Vaya, está usted bien—dijo el joven más moreno y corpulento. Ambos lucíanmuy elegantes y eficaces con su ropa blanca y ambos tenían flores en el ojal—.Yo la llevare.

Desplegó una manta blanca y la envolvió en ella. Ella aferró los pliegues ypreguntó dónde estaba Adam mientras asía la mano del medico. El le puso lamano en la frente empapada, meneo la cabeza y le echó una mirada astuta.

—¿Adam?

—Si—dijo Miranda, adoptando un tono confidencial—, estaba aquí y ahora sefue.

—Oh, volverá—le dijo con soltura el interno—, fue aquí a la vuelta a comprar cigarrillos. No se preocupe por Adam. El es el menor de sus problemas.

—¿Sabrá dónde encontrarme? —preguntó ella, resistiéndose aún.

—Le dejaremos una nota—dijo el interno—. Vamos, es hora de largarse de

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aquí.

La alzó y se la apoyó en el hombro.

—Me siento muy mal—dijo ella—. No sé por qué.

—Me imagino—dijo el, caminando con cuidado, precedido por el otro médico, y

tanteando el primer escalón.

—Écheme los brazos al cuello—le dijo—. A usted no le hará ningún daño ypara mi será una ayuda.

—¿Como se llama usted? —preguntó Miranda mientras el otro médico abría lapuerta del frente y salían al aire dulzón y escarchado.

—Hildesheim—dijo él, con el tono de quien complace a un niño.

—Bien, doctor Hildesheim, ¿no estamos en un buen brete?

—Ya lo creo—dijo el doctor Hildesheim.

El otro interno, aún muy fresco y atildado con su chaqueta blanca, aunque elclavel se le estaba marchitando en los bordes, estaba inclinado escuchándolela respiración con un estetoscopio There's a Long, Long Trail... De vez encuando le tocaba las costillas con dedos expertos, silbando. Miranda lo observóunos instantes hasta que vio los brillantes ojos castaños y activos a pocadistancia de ella.

—No estoy inconsciente—explicó—. Sé lo que quiero decir. Luego, horrorizada,

se oyó farfullar disparates, sabiendo que eran disparates aunque no oía lo queestaba diciendo. El destello de atención en el ojo que tenia cerca se apagó, elsegundo interno siguió examinando y silbando suavemente.

—Por favor, dejé de silbar—dijo ella con claridad—. Es una melodía horrenda—añadió. Cualquier cosa, cualquiera, para mantener su pequeña participaciónen la vida de los seres humanos, una línea clara de comunicación, fuera cualfuese, entre ella y el mundo que se alejaba—. Por favor, quiero ver al doctor Hildesheim —dijo—. Tengo algo importante que decirle. Debo decírselo ahora.

El segundo interno desapareció. No se fue caminando, se esfumó sin ningúnsonido, y la cara del doctor Hildesheim lo reemplazó.

—Doctor Hildesheim, quiero preguntarle por Adam.

—¿Ese jovencito? Estuvo aquí, le dejo una nota y se fue —dijo el doctor Hildesheim—. Volverá mañana y pasado mañana. —El tono era demasiadoalegre y desenfadado.

—No le creo—dijo Miranda, rencorosa, cerrando la boca y los ojos yconteniendo las lágrimas.

—Señorita Tanner—llamo el doctor—, ¿tiene esa nota?

La señorita Tanner apareció junto a ella, le entregó un sobre sin cerrar, se lo

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quitó, desplegó la nota y se la dio.

—No puedo verla—dijo Miranda, tras escudriñar dolorosamente la página llenade garrapatas en tinta negra.

—Yo te la leeré—dijo la señorita Tanner—. Dice: "Vinieron a buscarte cuandoyo no estaba y ahora no me dejan verte. Tal vez mañana me dejen. Cariños,

 Adam"—leyó la señorita Tanner con voz seca y firme, pronunciando laspalabras con claridad—. ¿Ahora estás conforme? —pregunto con voztranquilizadora.

Miranda oyó las palabras una por una... y las olvidó una por una.

—Oh, léala de nuevo. ¿Que dice?—pregunto en el silencio que la cercaba,tratando de asir esas palabras escurridizas que se le escapaban cuando estabapor tocarlas.

—Suficiente—dijo el doctor Hildesheim, serenamente autoritario—. ¿Dónde

está esa cama?

—Aun no hay cama—dijo la señorita Tanner, como si dijera "Hay escasez denaranjas".

—Bien, ya lo solucionaremos —dijo el doctor Hildesheim. La señorita Tanner llevó el bastidor angosto con soportes cruzados de metal brillante y pequeñasruedas de goma a un recoveco del corredor, fuera del paso de las figurasblancas y apresuradas que pasaban revoloteando y aleteando en silencio comoinsectos sobre el agua. Las paredes también blancas se alzaron altas comopeñascos, una docena de lunas escarchadas se sucedieron con perfecta

tranquilidad por un camino blanco y una por una cayeron silenciosamente enun abismo nevado.

¿Que era esta blancura y silencio sino ausencia de dolor? Miranda se quedótendida alzando suavemente la manta blanca entre dedos serenos,presenciando una danza de sombras altas y resueltas que se movían detrás deun ancho biombo de sábanas tendidas sobre una estructura. Estaba allí, cercade ella, de su lado de la pared, donde podía verlo claramente y disfrutarlo, y eratan bello que no le importó saber que significaba. Dos figuras oscurascabecearon, se inclinaron, se hicieron una reverencia, retrocedieron y sesaludaron otra vez, alzaron brazos largos y tendieron manos grandes contra lasombra blanca del biombo; luego, con un solo ademán, las sábanas fuerondescorridas, revelando a dos callados hombres de blanco, de pie, y a otrocallado hombre de blanco, acostado sobre los resortes desnudos de una camade hierro blanco. El hombre acostado estaba envuelto en blanco de la cabeza alos pies, con vendas plegadas sobre la cara; un arco rígido y amplio comoorejas de conejo se le mecía en la coronilla.

Los dos hombres vivos alzaron un colchón apoyado contra la pared, lotendieron tierna y exactamente sobre el muerto. Callados y blancosdesaparecieron en el corredor, empujando la cama con ruedas. Había sido un

espectáculo moroso y cautivante, pero ahora había terminado. Una pálidaniebla blanca se alzo sugestivamente detrás de ellos y floto ante los ojos deMiranda, una niebla que escondía todo el terror y toda la fatiga, todas las carastorcidas y las espaldas deformes y los pies rotos de seres vivos humillados y

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ultrajados, todas las formas de sus dolores confusos y sus corazonesenajenados; la niebla podía abrirse en cualquier momento y soltar la horda desuplicios humanos. Ella alzo las manos y dijo, Todavía no, todavía no, pero erademasiado tarde. La niebla se abrió y dos verdugos vestidos de blanco seacercaron empujando con maravillosa destreza y manos habilidosas la siluetadeforme de un viejo con harapos sucios cuya barba rala ondeaba bajo la bocaabierta mientras el arqueaba la espalda y pataleaba para resistirse y demorar el

destino que le habían preparado. Con voz alta y plañidera trataba deexplicarles que el delito del cual lo acusaban no merecía el castigo que estabapor recibir; y excepto por su grito gemebundo había silencio mientras ellosavanzaban. El viejo tendía los cuencos sucios y rajados de sus manos mientrasimploraba como un mendigo "Ante Dios no soy culpable", pero ellos alargaronlos brazos, lo arrastraron, y siguieron de largo.

El camino a la muerte es una larga marcha plagada de todos los males y elcorazón desfallece poco a poco ante cada terror nuevo, los huesos se rebelana cada paso, la mente opone una enconada resistencia. ¿Y para que? Lasbarreras caen una por una y ninguna venda en los ojos oculta el paisaje del

desastre ni la visión de los crímenes cometidos allí. Por el campo venía eldoctor Hildesheim, su rostro una calavera bajo un casco alemán, llevando unniño desnudo que se contorsionaba en la punta de su bayoneta y una granvasija de piedra que decía Veneno en letras góticas. Se detuvo ante elmanantial que Miranda recordaba de un campo de pastoreo en la granja de supadre, un manantial otrora seco pero ahora burbujeante de agua viva; en susprofundidades puras arrojo al niño y el veneno, y el agua profanada se hundiócalladamente en la tierra. Miranda, gritando,.. corrió con los brazos en alto; suvoz retumbo y reverbero como un aullido de lobo, Hildesheim es un nazi, unespía, un alemán, mátenlo, mátenlo antes que los mate a ustedes... Despertóaullando, oyó las palabras insultantes que acusaban al doctor Hildesheim

brotándole de la boca; abrió los ojos y supo que estaba en una cama en uncuartito blanco, con el doctor Hildesheim sentado junto a ella, dos dedos firmestomándole el pulso. Tenia el pelo peinado y brilloso y una flor nueva en el ojal.Titilaban estrellas en la ventana. El doctor Hildesheim parecía mirarlas sinninguna expresión en especial, el estetoscopio colgado del cuello. La señoritaTanner estaba al pie de la rama anotando algo en un gráfico.

—Hola —dijo el doctor Hildesheim—, al menos usted se desquita gritando. Notrata de levantarse y echar a correr. —Miranda hizo un esfuerzo para mantener los ojos abiertos, le vio la cara carnosa y paciente con claridad, aunque sumente trastabillaba y resbalaba de nuevo, perdía su punto de apoyo y girabacomo una rueda caída en una zanja.

—No lo dije en serio, jamás lo creí, doctor Hildesheim, no debe ustedrecordarlo... —Y de nuevo se alejó, sin poder esperar la respuesta.

El mal que había hecho la siguió y la rondo en sueños: este mal cobro vagasformas de horror que ella no podía reconocer ni nombrar, aunque el corazón sele estrujaba al verlas. Su mente escindida reconocía y negaba lo que veía almismo tiempo, pues a través de un abismo de plañidera oscuridad su yocoherente y razonante observaba con frialdad el extraño frenesí del otro,

negándose a admitir la verdad de las visiones, los tenaces remordimientos yangustias.

—Se que son sus manos—le dijo a la señorita Tanner—. Lo se, pero para mi

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son tarántulas blancas; no, no me toqué.

—Cierra los ojos—dijo la señorita Tanner.

—Oh, no—dijo Miranda—, porque entonces veo cosas peores. —Pero los ojosse le cerraron contra su voluntad y la medianoche de sus tormentos interioresla cercó.

El olvido, penso Miranda, tanteando con la mente los recuerdos de las palabrasque le habían enseñado para describir lo invisible, lo desconocido, es unremolino de agua gris que gira por toda la eternidad... La eternidad quizá esmás que la distancia hasta la estrella más lejana. Estaba en un salienteangosto sobre un pozo que sabia no tenia fondo, lo sabia sin comprenderlo; elsaliente era su sueño infantil de peligro. Se aplasto contra una tranquilizadorapared de granito, escrutando el pozo, pensando, Allí está, allí está al fin, esmuy simple; y palabras suaves y cuidadosamente modeladas como olvido yeternidad son telones colgados ante nada. No lo sabré cuando ocurra, nosentiré ni recordare, por que no me rindo ahora, estoy perdida, no hay

esperanzas para mi. Mira, se dijo, allí está, esa es la muerte y no hay nada quetemer. Pero no se rendía, aun se aplastaba rígidamente contra la pared degranito que era su sueño infantil de seguridad, respirando despacio por temor adesperdiciar el aire, diciendo desesperadamente, Mira, no temas, no es nada,es solo la eternidad.

Las paredes de granito, los remolinos, las estrellas son cosas. Ninguna de ellases la muerte, ni la imagen de la muerte. La muerte es la muerte, dijo Miranda, ypara los muertos no tiene atributos. Silenciada se hundió blandamente encapas y capas de oscuridad hasta que yació como una piedra en el fondo másprofundo de la vida, sabiendo que estaba ciega, sorda, muda, sin tener 

conciencia de su propio cuerpo, absolutamente alejada de todas laspreocupaciones humanas, pero viva con una lucidez y coherencia especiales;todas las nociones de la mente, las razonables inquisiciones de la duda, todoslos lazos de la sangre y los deseos del corazón, se disolvieron y laceraron, y deella solo quedo una ínfima partícula de ser que ardía tenazmente y se sabiasola, que dependía solo de sí misma para conservar las fuerzas; no erasensible a ninguna apelación ni incitación, pues solo estaba compuesta por unmotivo único, la terca voluntad de vivir. Esta partícula inmóvil y tenaz sedispuso a resistirse sola a la destrucción, a sobrevivir y ser en su propia locurade ser, sin motivos ni planes excepto ese fin esencial. Confía en mi, dijo el duroy tenaz y colérico punto de luz. Confía en mi. Yo permanezco.

De inmediato creció, se achato, se angosto en un resplandor espigado, se abriócomo un gran abanico y se desplegó en un arco iris a través del cual Miranda,hechizada, convencida, contemplo un paisaje claro y profundo de mar y arena,de praderas suaves y cielos recién lavados y relucientes con transparencias deazul. Claro, claro, dijo Miranda, no sorprendida sino plácidamente cautivadacomo si una promesa hecha tiempo atrás se hubiera cumplido cuando ella yahabía dejado de tener esperanzas. Se levanto del saliente angosto y traspusocorriendo los altos portales del gran arco iris que cubría en su esplendor el azulardiente del mar y el verde fresco de la pradera.

Las pequeñas olas rodaban sin prisa, lamían la arena en silencio y retrocedían;los pastos se agitaban en una brisa sin sonidos. Avanzando perezosamentecomo nubes en el aire radiante se acercaba una multitud de seres humanos y,

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en un rapto de alegría, Miranda vio que eran todos los seres vivos que habíaconocido. Cada cual tenia la cara transfigurada por su propia belleza, más alláde los recuerdos que ella tenia; los ojos eran claros y limpios como el buentiempo y no arrojaban sombra. Eran entidades puras y ella conocía a cada cualsin decir los nombres ni recordar que relación tenia con ellos. La rodearonsuavemente con su andar callado, luego volvieron hacia el mar las carascautivadas y ella avanzó ágilmente entre ellos como una ola entre olas. El

circulo impreciso se ensancho, se separó y cada figura quedo sola pero nosolitaria; Miranda, sola también, sin cuestionar nada ni desear nada, en laplacidez del éxtasis, se quedo donde estaba, los ojos clavados en el cieloabrumador y profundo donde siempre era la mañana.

Cómodamente tendida, los brazos bajo la cabeza, en la pródiga tibieza quefluía constantemente del mar y el cielo y la pradera, al alcance del tacto perosin tocar a los seres familiares que sonreían con calma alrededor, Mirandasintió de golpe un vago temblor de aprensión, un destello de desconfianza ensu alegría; una escarcha delgada toco los bordes de su confiada placidez; algo,alguien faltaba, ella había perdido algo, había dejado algo valioso en otra parte,

oh, ¿que podía ser? No hay árboles, no hay árboles aquí, dijo intimidada, hedejado algo inconcluso. Un pensamiento lucho en los recovecos de su mente,le llego al oído claro como una voz. ¿Dónde están los muertos? Hemosolvidado a los muertos, oh, los muertos, ¿dónde están? Al instante, como sihubiera caído un telón, el paisaje brillante se esfumó, se encontró sola en unlugar extraño y pétreo y frío, avanzando a tientas por un camino escarpado denieve resbaladiza, gritando, Oh, debo volver. ¿Pero hacia dónde? El dolor regreso, un dolor terrible y compulsivo que le atravesaba las venas como fuegoespeso, el tufo de la corrupción le lleno las fosas nasales, el olor dulzón ynauseabundo de la carne corrupta y el pus; abrió los ojos y vio una luz pálida através de una tela basta y blanca sobre la cara, supo que el olor de la muerte

estaba en su propio cuerpo; trató de alzar la mano. Retiraron la tela; vio a laseñorita Tanner llenando una hipodérmica con su manera experta y metódica, yoyó que el doctor Hildesheim decía:

—Creo que eso dará resultado. Dele otra mas.

La señorita Tanner tiro con firmeza del brazo de Miranda cerca del hombro y laincreíble corriente de dolor le atravesó de nuevo las venas. Trato de gritar, dedecir déjenme en paz, déjenme en paz; pero solo oyó balbuceos incoherentesde sufrimiento animal. Vio al medico y a la enfermera mirándose con la miradade los iniciados en un misterio, cabeceando en silencio, los ojos relucientes delorgullo de los que saben. Echaron una rápida ojeada al producto de sus afanesy salieron de prisa.

Sonaron unas campanas discordantes, enredándose mientras chocaban en elaire, bocinas y silbatos se mezclaron ásperamente con gritos de desesperaciónhumana; una luz sulfurosa irrumpió por la ventana negra y se esfumo en laoscuridad. Despertando de un sueño sin sueños Miranda pregunto sin esperar una respuesta:

—¿Qué está pasando?

Pues había una confusión de voces y pasos en el corredor, una crispación enel aire; el clamor lejano proseguía, un griterío furioso y exasperado como el deuna multitud revoltosa.

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Encendieron la luz y la señorita Tanner dijo con voz sedosa:

—¿Oyes eso? Están celebrando. Es el armisticio. La guerra ha terminado,querida. —Le temblaban las manos. Revolvió una cuchara en una taza, parópara escuchar, le alcanzo la taza a Miranda. Desde la sala de pacientes viejas,corredor abajo, llego el coro desparejo de voces cascadas que cantaban My

country, 'tis of the...

Dulce tierra... oh, tierra terrible de este mundo amargo donde el sonido delregocijo era un clamor de dolor, donde viejas harapientas y discordantes,sentadas en la cama mientras esperaban el tazón de cocoa, cantaban Sweetland of Liberty...

—Oh, say, can you see?—preguntaron luego las voces desesperanzadas,ahora ahogadas por los martillazos de lenguas de metal.

—La guerra ha terminado—dijo la señorita Tanner, el labio inferior firme, los

ojos empañados.

—Por favor abra la ventana —dijo Miranda—. Por favor, huelo la muerte aquíadentro.

Si volviera la luz del día tal como recuerdo haberla visto en este mundo, peroes siempre el crepúsculo o el alba, una promesa del día que nunca se cumple.¿Qué ha pasado con el sol? Esa fue la noche más larga y más solitaria y sinembargo no termina ni deja que vuelva el día. ¿Alguna vez volveré a ver la luz?

Desde una silla cerca de una ventana, en si era un prodigio melancólico ver la

luz incolora del sol rozando la nieve bajo un cielo drenado de su azul.

—¿Esta puede ser mi cara?—le pregunto Miranda al espejo—. ¿Son éstas mismanos? —le pregunto a la señorita Tanner, alzándolas para mostrar el tinteamarillento como cera derretida que brillaba entre los dedos cerrados. Elcuerpo es un monstruo curioso, no un lugar donde vivir. Nadie podría sentirse asus anchas aquí. ¿Es posible que alguna vez pueda acostumbrarme a estelugar?, se pregunto. Las caras humanas que la rodeaban parecían aburridas yborrosas y cansadas, sin el brillo de la piel y los ojos que Miranda recordabacomo brillo; las paredes otrora blancas del cuarto ahora eran de un gris sucio.Respirando despacio, durmiéndose y despertando, sintiendo la salpicadura delagua en la carne, comiendo, intercambiando frases sueltas con el doctor Hildesheim y la señorita Tanner, Miranda miraba en derredor con los ojosfurtivamente hostiles de un extranjero que no gusta del país donde seencuentra, no entiende el idioma ni desea aprenderlo, no se propone vivir aquíy sin embargo no puede abandonarlo a voluntad.

—Es la mañana—dijo la señorita Tanner, con un suspiro, pues se había vueltovieja y consumida de una vez para siempre el mes pasado—, nuevamente lamañana, querida —dijo mostrando a Miranda el mismo paisaje monótono deplantas opacas y nieve plomiza. Se paseaba meciendo las faldas almidonadas,

la cara valerosamente maquillada, el animo inquebrantable como el buenacero, diciendo—: Mira, querida, que mañana maravillosa, como un cristal.—Sentía afecto por la criatura rescatada que tenia delante, el ser humanocallado e ingrato a quien ella, Cornelia Tanner, una enfermera que conocía el

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oficio, había arrancado de la muerte con sus propias manos. "Velar por losenfermos es la mitad de la cura", decía a las otras enfermeras, "nunca loolviden". Hasta la luz del sol era la prescripción de la señorita Tanner para quese recobrara Miranda, la paciente que los médicos habían dado por perdida yque, sin embargo, estaba allí, prueba visible de la teoría de la señorita Tanner.Le decía "Ahora mira la luz del sol" como quien dice "Te recete esto, querida,ahora bébelo".

—Es hermoso—respondió Miranda, volviendo la cabeza para mirar,agradeciendo a la señorita Tanner su bondad, principalmente su bondad con eltiempo—, hermoso, siempre lo ame.

Y lo amaría de nuevo si lo viera, pensaba, pero lo cierto era que no podía verlo.No había luz, tal vez nunca más hubiera luz, ahora que siempre laacompañaría con la luz que había visto junto al mar azul que lamía tanplácidamente la costa de su paraíso. Ese era un sueño infantil de la praderacelestial, la visión de reposo que sorprende a un cuerpo fatigado en el sueño,penso, pero la he visto cuando no sabia que era un sueño. Cerrando los ojos

descansaba un momento evocando el jubilo que había retribuido todo el dolor del viaje para alcanzarlo; abriéndolos de nuevo veía con una angustia nueva elmundo opaco al que estaba condenada, donde la luz parecía velada por telarañas, todas las superficies brillantes deterioradas, los contornos abruptosderretidos y amorfos, todos los objetos y seres intranscendentes, ah, cosasmuertas y marchitas que se creían vivas.

De noche, después del largo esfuerzo de estar tendida en la silla, añorandointensamente lo que había ganado por tan poco tiempo, encogía el cuerpodolorido y lloraba callada, desvergonzadamente, un lamento por sí misma y por el éxtasis perdido. No había escapatoria. El doctor Hildesheim, la señorita

Tanner, las enfermeras de la cocina dietética, el químico, el cirujano, lamaquinaria precisa del hospital, toda la convicción humana y las costumbres dela sociedad conspiraban para poner en pie ese inseparable saco de huesos ycarne consumida, para poner orden en esa mente desquiciada, para guiarlauna vez más al camino que de nuevo la llevaría a la muerte.

Chuck Rouncivale y Mary Townsend fueron a verla, llevándole un fajo de cartasque le habían reservado. Le trajeron un cesto de delicadas flores deinvernadero, lirios del valle con guisantes de olor y helechos; sobre esoscapullos sus caras eran alegres y ojerosas.

—¿Ha sido una lucha, verdad?—dijo Mary. —Bien, lograste volver, ¿verdad?—dijo Chuck.

Y luego, después de una pausa incómoda, le dijeron que todos esperabanvolver a verla en su escritorio.

—Me han puesto de nuevo en Deportes, Miranda —dijo Chuck.

Durante diez minutos Miranda sonrió y les dijo que era una sorpresa grata y jovial encontrarse viva. Pues de nada sirve traicionar la conspiración y minar el

coraje de los vivos; no hay nada mejor que estar vivo, todos están de acuerdo;no puede discutirse y, quien intenta negarlo, es justamente excluido de la ley.

—Regresaré en poco tiempo—dijo—. Esto casi ha terminado.

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Tenia las cartas apiladas sobre el regazo y junto a la silla. De vez en cuandomovía una para leer la inscripción, reconocía la letra, examinaba lasestampillas manchadas y los sellos postales, luego las dejaba caer. Durantedos o tres días quedaron en la mesa; ella se empeñaba en no leerlas.

—Todos me volverán a decir que bueno es estar vivo, repetirán que me

quieren, que se alegran de que yo también este viva. ¿Que puedo responder aeso? —Y su corazón endurecido e indiferente se estremecía de desesperaciónante sí mismo, pues antes había sido tierno y capaz de amar.

—¿Cómo? ¿Todavía no abrió esas cartas? —dijo el doctor Hildesheim.

—Lee esas cartas, querida. Yo te las abriré—dijo la señorita Tanner. De pie junto a la cama, las abrió impecablemente con un cortapapeles. Miranda,acorralada, eligió y seleccionó hasta que encontró un sobre delgado con unaletra desconocida—. Oh no—dijo la señorita Tanner—, tómalas como vienen.Ten, yo te las daré. —Se sentó, dispuesta a ser servicial hasta el fin.

Que victoria, que triunfo, que felicidad estar con vida cantaban las cartas acoro. Las firmas tenían garabatos como los círculos de las notas de corneta enel aire; eran los nombres de las personas que más había amado; de algunasque había conocido bien y le eran gratas; y de unas pocas que no significabannada para ella, ni entonces ni ahora. El sobre delgado con letra desconocidaera de un extraño del cuartel donde había estado Adam, diciéndole que Adamhabía muerto de fiebre en el hospital militar. Adam le había pedido, si algoocurría, que se lo comunicara a ella de algún modo. Si algo ocurría. Que se locomunicara de algún modo. Si algo ocurría. "Su amigo, Adam Barclay . . . "escribía el extraño. Había ocurrido—miró la fecha—hacía más de un mes.

—He estado aquí mucho tiempo, ¿verdad? —preguntó a la señorita Tanner,quien plegaba las cartas y las guardaba en los sobres correspondientes.

—Oh, mucho tiempo—dijo la señorita Tanner—, pero pronto podrás irte. Aunque debes tener cuidado y no esforzarte; tendrás que volver de vez encuando para que te revisemos porque a veces los efectos posteriores sonmuy...

Miranda, sentada ante el espejo, escribió cuidadosamente: "Un lápiz de labios,mediano, un frasco de perfume Bois d'Hiver, un par de guantes de gamuza grissin correas, dos pares de medias grises sin costura..."

Towney, leyendo por encima del hombro, dijo: —¿Todo sin algo para que seacasi imposible de conseguir?

—Haz la prueba—dijo Miranda—. Son más bonitos sin. Un bastón de maderaplateada con pomo de plata.

—Eso saldrá caro—advirtió Towney—. No vale la pena para caminar 

—Tienes razón—dijo Miranda, y escribió en el margen—: "Un bastón bonitoque haga juego con mis otras cosas". Pídele a Chuck que lo busque, Mary.Bonito y no muy pesado. —Lázaro, levántate y anda. No a menos que metraigan el bombín y el bastón. Entonces quédate donde estás, snob. De ningún

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modo. Me levantare y andaré.— Un frasco de crema facial—escribióMiranda—, una caja de polvo de damasco .. y, Mary, no necesito sombra paraojos, ¿verdad?—Se observó la cara en el espejo y aparto la mirada.—Peronadie compadecerá a este cadáver si cuidamos adecuadamente el aspectoartístico del asunto.

—En una semana no te reconocerás—dijo Mary Townsend. —¿Piensas,

Mary—preguntó Miranda—, que podré tener de vuelta mi vieja habitación?

—Debería ser fácil—dijo Mary—. Hemos guardado todas tus cosas en la casade la señorita Hobbe.—Miranda se maravillo nuevamente ante el tiempo y elesfuerzo que los vivos dedicaban a servir a los muertos. Pero ahora no estoytan muerta, se tranquilizo, tengo un pie en cada mundo; pronto cruzare el limitey estaré de nuevo en casa. La luz parecerá real y me alegrare cuando meentere de que algún conocido ha escapado de la muerte. Visitare a los queescaparon, los ayudare a vestirse y les diré cuan afortunados son y cuanafortunada soy yo de estar aun con ellos. Pronto Mary regresara con misguantes y mi bastón, ahora debo irme, debo empezar a despedirme de la

señorita Tanner y el doctor Hildesheim. Adam, dijo, ahora no tendrás que morir de nuevo, pero aun así te echo de menos; ojalá volvieras. ¿Para que piensasque volví, Adam?, ¿para ser defraudada de este modo?

Inmediatamente él estuvo junto a ella, una presencia invisible pero apremiante,un fantasma pero más vivo que ella, el último e intolerable engaño de sucorazón; pues sabiendo que era falso ella se aferro de la mentira. Laimperdonable mentira de su tenaz deseo. Dijo "Te amo" y se levantótemblando, tratando de hacerlo aparecer ante ella por un mero acto devoluntad. Si pudiera llamarte de la tumba lo haría, dijo, si pudiera ver tufantasma diría, creo...

—Creo—dijo en voz alta—. Oh, déjame verte una vez más. —El cuarto estabasilencioso, vacío, la sombra se había ido, ahuyentada por la violencia repentinade su gesto y su voz. Miranda volvió en sí como si despertara. Oh no, ese noes el modo, nunca debo hacer eso, se previno.

—El taxi está esperando, querida—dijo la señorita Tanner. Y allí estaba Mary.Lista para salir.

No más guerra, no más enfermedad, solo el silencio aturdido que sigue al cesedel fuego de los cañones; casas sin ruido con las cortinas bajas, calles vacías,la luz fría y muerta de la mañana. Ahora habría tiempo para todo.