cuento s

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Barrera Hernández Sergio Dos cuentos nocturnos I Una mancha negra comenzaba a crecer en su ojo izquierdo; una que no podía verse por fuera. Siniestra, profunda como el espacio abismal entre las estrellas. Iba devorando poco a poco, desde el interior de su ojo, todo aquello que podía filtrarse a través de la luz. Era un vacío absoluto, semejante al olvido, que le provocaba un temor indescriptible. Jamás imaginó quedarse ciego, pero sobre todo, jamás imaginó que la ceguera le causara tanta angustia. La luz, antes común y cotidiana, ahora le era preciosa. Pero cuando apreciaba la belleza que el paisaje le reflejaba por el medio luminoso, crecía también su miedo, su odio y su frustración por la conciencia de la obscuridad creciente. Era una mancha profundamente negra. Comenzó a creer que no era una enfermedad ni una condición médica, sino una voluntad viva, orgánica, un parásito. La negrura no era sólo ausencia de luz, sino al contrario, era una luz densa, una masa obscura que tragaba todas las partículas brillantes. Por un lado, la ausencia e formas, o mejor dicho, la transfiguración de la realidad que su memoria había construido tras invadir aquella sombra su retina, lo volvería un ser diferente; terminaría también por transformarlo. Era tal vez porque toda ausencia es añoranza. No es posible percibir una falta sino por la nostalgia de su presencia, que evoca sobre nuestras mentes el deseo.

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Cuento

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Page 1: Cuento s

Barrera Hernández SergioDos cuentos nocturnos

I

Una mancha negra comenzaba a crecer en su ojo izquierdo; una que no

podía verse por fuera. Siniestra, profunda como el espacio abismal entre

las estrellas. Iba devorando poco a poco, desde el interior de su ojo, todo

aquello que podía filtrarse a través de la luz. Era un vacío absoluto,

semejante al olvido, que le provocaba un temor indescriptible. Jamás

imaginó quedarse ciego, pero sobre todo, jamás imaginó que la ceguera

le causara tanta angustia.

La luz, antes común y cotidiana, ahora le era preciosa. Pero cuando

apreciaba la belleza que el paisaje le reflejaba por el medio luminoso,

crecía también su miedo, su odio y su frustración por la conciencia de la

obscuridad creciente.

Era una mancha profundamente negra. Comenzó a creer que no era una

enfermedad ni una condición médica, sino una voluntad viva, orgánica,

un parásito. La negrura no era sólo ausencia de luz, sino al contrario, era

una luz densa, una masa obscura que tragaba todas las partículas

brillantes.

Por un lado, la ausencia e formas, o mejor dicho, la transfiguración de la

realidad que su memoria había construido tras invadir aquella sombra su

retina, lo volvería un ser diferente; terminaría también por

transformarlo. Era tal vez porque toda ausencia es añoranza. No es

posible percibir una falta sino por la nostalgia de su presencia, que

evoca sobre nuestras mentes el deseo.

Pasadas unas horas, la obscuridad había avanzado un poco más, con

algo que le parecía una paciencia sublime y ejemplar, pero que más bien

era de tal naturalidad como el día y la noche. La temperatura comenzó a

bajar, pero de una manera extraña. Primero la sintió en los dedos de las

manos y los pies; casi inmediatamente entró por su nariz el aliento

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Barrera Hernández SergioDos cuentos nocturnos

gélido como de un invierno insólito. La angustia creció. Se transformaba

en un miedo de víctima, de presa, de muerte inevitable: la certeza de

que algo horrible estaba a punto de pasar le fulminó todo pensamiento

alentador. Tomó conciencia después de un tiempo –quién sabe cuánto-

de que temblaba; sin embargo era incapaz de percibir su temblor, sólo lo

sabía.

--Tengo que ir al hospital, tengo que avisarle a alguien. Pensó. El frío ya

cubría todo su cuerpo. Pasó así toda la noche, inmóvil en el sillón, con

los ojos abiertos y un miedo inefable que lo mantuvo despierto y alerta.

Su oído se había agudizado tanto que el menor ruido era un taladro que

inyectaba a sus nervios una angustia dolorosa.

Al amanecer estaba ciego, también había perdido toda noción de la

realidad, tal vez por aquella crisis nerviosa prolongada tantas horas. Lo

último de lo que tuvo consciencia era que, dada su situación, lo más

razonable era matarse. Lo que pasó después está vacío.

II

Tras la lluvia que cae vienen los demonios, como una mínima

tempestad, casi personal. Fuera todos siguen viviendo, es increíble

cómo seguimos viviendo después de cada lluvia. Tras la ventana pulsan

las gotas ácidas un ritmo sordo. Dentro, me siento menos solo que la

luna oculta por la microcatástrofe pluvial. Más allá, tras los muros grises

caminan las siluetas, ya danzando, o algo así, ya como esculpidas con la

obscura materia de la noche. Se mueven con ritmos aleatorios, cada una

con su aliento interno, con su impulso fastuoso, con su tormenta

individual.

Y de esta forma yo, sombra pálida, casi invisible, me siento inexistente.

Dentro la única luz es la lumbre párvula de la vela: la luz artificial nos ha

sido vedada (primero a los pobres).

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Barrera Hernández SergioDos cuentos nocturnos

Es extraño, pues ayer un vendaval empujó las nubes con tal fuerza que

casi se lleva al cielo y al sol muriente; por lo menos se llevó la luz

eléctrica. Creí escuchar el llanto de una niña: un año, bien alimentada,

risueña. Tal vez el viento o la madre que temía, no sé por qué lloraba. El

viento también chilló, o hizo chillar a los árboles. Ambos, niña, viento,

coro de misterios, eran lo único que podía escuchar. Hasta que un

trueno fulminó aquella voz: -- ¡Ya cállate, cállate! Resonó iracunda la voz

de la madre. No tuvo suerte, aquel madrigal siniestro se acrecentó con

el llanto desgarrador, imponente, vivo, de la criatura.

Estoy seguro que la asfixió, antes de tapar su pequeño rostro, le gritó

que la odiaba con una voz ahogada en la desesperación, tras dos horas

de llantos desesperados, que fueron callando paulatinamente, hasta que

finalmente sólo se escuchó un golpe seco. Y hoy llueve, y ya no quedan

más madres ni hijas en esta calle.