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1. LA ROSA VERDE (Anónimo) Había una vez, un perro que era muy rico. No le faltaba nada. Tenía una gran cucha para dormir especialmente diseñada por los mejores arquitectos de la zona... Siempre vestía con chalecos y corbatas, comía los mejores manjares, hasta tenía una heladera y una cocina donde guardaba los mejores huesos traídos por sus dueños de Europa. Era muy soberbio, y le molestaba que los niños se le acercaran a su cucha. Siempre caminaba erguido por los alrededores con el hocico parado y sacando pecho, mirando de reojo a los demás perros. Enfrente vivía un perrito en una cucha muy humilde, y todas las mañanas, con su gran regadera de plástico, regaba una rosa verde que crecía junto a su puerta. Tanke, así se llamaba el perrito, era muy bueno con los niños y todos lo querían mucho en el barrio. Era alegre, juguetón y siempre estaba contento. Al perro millonario de enfrente, que se hacía llamar Mister Perro, no le gustaba que todos los niños siempre estuvieran jugando con Tanke. Mister Perro entonces decidió que quería una rosa igual a la de Tanke. Llamó a sus amigotes y les ofreció mucho dinero a quien lograra traerle una rosa igual que la de Tanke. Los amigotes de Mister Perro buscaron y buscaron durante varios días, pero nada encontraron. Entonces Mister Perro mandó a fabricar una rosa verde de plástico muy linda, pero los niños seguían sin acercarse a su cucha, y furioso Mister Perro terminó comiéndose su rosa de plástico. Así fue que decidió ponerse un antifaz y por la noche, con una tijera cortó la rosa de Tanke y la plantó cerca de su caseta. Por la mañana, Tanke al no ver su rosa verde se puso triste, y se cruzó a preguntarle a Mister Perro si había visto quien se llevó su rosa. Grande fue su sorpresa al ver que Mister Perro estaba regando una rosa verde parecida a la de él. Página 1 de 12

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1. LA ROSA VERDE (Anónimo)

Había una vez, un perro que era muy rico. No le faltaba nada. Tenía una gran cucha para dormir especialmente diseñada por los mejores arquitectos de la zona...

Siempre vestía con chalecos y corbatas, comía los mejores manjares, hasta tenía una heladera y una cocina donde guardaba los mejores huesos traídos por sus dueños de Europa.

Era muy soberbio, y le molestaba que los niños se le acercaran a su cucha. Siempre caminaba erguido por los alrededores con el hocico parado y sacando pecho, mirando de reojo a los demás perros.

Enfrente vivía un perrito en una cucha muy humilde, y todas las mañanas, con su gran regadera de plástico, regaba una rosa verde que crecía junto a su puerta.

Tanke, así se llamaba el perrito, era muy bueno con los niños y todos lo querían mucho en el barrio. Era alegre, juguetón y siempre estaba contento.

Al perro millonario de enfrente, que se hacía llamar Mister Perro, no le gustaba que todos los niños siempre estuvieran jugando con Tanke.

Mister Perro entonces decidió que quería una rosa igual a la de Tanke. Llamó a sus amigotes y les ofreció mucho dinero a quien lograra traerle una rosa igual que la de Tanke.

Los amigotes de Mister Perro buscaron y buscaron durante varios días, pero nada encontraron.

Entonces Mister Perro mandó a fabricar una rosa verde de plástico muy linda, pero los niños seguían sin acercarse a su cucha, y furioso Mister Perro terminó comiéndose su rosa de plástico.

Así fue que decidió ponerse un antifaz y por la noche, con una tijera cortó la rosa de Tanke y la plantó cerca de su caseta.

Por la mañana, Tanke al no ver su rosa verde se puso triste, y se cruzó a preguntarle a Mister Perro si había visto quien se llevó su rosa. Grande fue su sorpresa al ver que Mister Perro estaba regando una rosa verde parecida a la de él.

Tanke volvió triste a su cucha. Pero a los pocos días la rosa se marchitó y otra rosa verde creció junto a su cucha. Nuevamente los niños jugaban alrededor de la cucha de Tanke.

Mister Perro miraba y no comprendía que fue lo que había fallado. Se puso a llorar y al verlo, Tanke se le acercó y le dijo:

— La rosa verde crecerá junto a tu cucha sólo si eres un perro bueno, juguetón y alegre.

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— Ahora entiendo, —dijo Mister Perro—, de ahora en adelante seré un perro bueno. No me llamaré más Mister Perro. Usaré mi verdadero nombre que es Moky. Y seré bueno, siempre bueno.

Y a los pocos días sé lo vio a Moky regando una hermosa rosa verde.

2. EL ENANO SALTARIN (Hermanos Grimm)

Había una vez un molinero que tenía dos grandes amores en su vida: el trabajo y su hija. Era ésta una hermosa doncella en la que resplandecían todas las virtudes...

Quiso la suerte que pasara por allí el joven rey, que se interesó por su vida y su trabajo.

— ¿Dices que tienes una hija?

— Sí, Majestad, tengo una hija que, además de ser muy bella, es tan habilidosa que sería capaz de hilar paja y convertirla en oro.

— Una doncella así me convendría. Si tu hija es tan hábil como dices, tráela mañana al palacio; quiero convencerme si es verdad lo que dices.

— Señor, aunque pobre, soy honrado y leal.

— Pues así habrá de ser, porque en el caso de que tu hija no tenga tales habilidades ordenaré que los ahorquen a ambos.

Al día siguiente por la mañana la joven fue conducida al palacio, donde la metieron en una alcoba que tenía grandes montones de paja y en la que sólo había una rueca y una banqueta. Allí un criado de palacio le dijo:

— Ponte a trabajar de inmediato, porque si para mañana no has convertido en oro toda esta paja, su Majestad te mandará ahorcar. Y salió de la habitación dando un portazo.

Al quedarse sola la joven rompió a llorar desconsoladamente.

— ¡Ay, Dios mío, por qué habrá dicho mi padre que yo sería capaz de hilar la paja para convertirla en oro, si eso es imposible!

La joven seguía llorando cuando sintió una musiquilla y, de pronto, apareció un enanito muy sonriente que le dijo:

— ¡Buenos días, molinerita! ¿Por qué lloras?

— ¡Ay, señor, el rey me manda que hile toda esta paja y la convierta en oro y no sé cómo empezar!

— ¿Qué estarías dispuesta a darme si yo hilo toda la paja y la convierto en oro? — Yo no tengo ninguna joya que darte, pero ayúdame y haré cualquier cosa por ti.

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— Bueno, bueno, prométeme que cuando te cases me entregarás el primer hijo que tengas.

— ¡Pero si yo no me pienso casar!

— Bueno, bueno, pero tú prométemelo.

— Está bien, pero luego no sufras por el desengaño.

El enanito se puso a trabajar con tal velocidad que en poco tiempo tuvo hilado hasta el último puñado de paja.

Al día siguiente por la mañana, el rey quedó asombrado al ver aquel montón de oro y pensó que la forma de asegurarse aquella riqueza era hacer que la molinera fuera su esposa.

— Estoy orgulloso de ti hasta tal punto que voy a casarme contigo.

— ¡Pero, señor, yo no...!

— ¡Nada, nada, —la interrumpió el rey—, mañana mismo nos uniremos en matrimonio!

Se casaron y fueron felices. Y al pasar un año la cigüeña les trajo un tierno infante.

Un día que la joven reina estaba a solas con su hijito se le apareció el enano y le dijo:

— Buenos días, Majestad, vengo para que cumplas vuestra promesa. ¿O acaso la has olvidado ya?

— ¡No, por favor, señor, pídeme lo que quieras, pero déjame a mi hijito!

— Está bien, voy a darte una oportunidad. Te doy tres días de plazo para que adivines cuál es mi nombre.

La reina no durmió en toda la noche recordando cuantos nombres sabía. Al día siguiente, cuando llegó el enanito, la reina le recitó todos los que recordaba; pero a cada uno de ellos el enano daba un pequeño salto y riendo decía:

— ¡No, no, ése no es mi nombre, ja, ja, ja, ja! Y desaparecía muy contento al ver que no adivinaba su nombre.

Al día siguiente otra vez la reina volvió a decirle todos los nombres que pudo recordar, pero el enanito desapareció riendo al ver que la reina no conseguía acertar.

Viendo la reina el corto plazo que tenía para adivinar el nombre del enano, mandó a un servidor de la Corte para que lo siguiera o indagara su paradero. El emisario llegó hasta lo alto de una montaña y, escondido detrás de unas

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matas, vio cómo el enanito bailaba alrededor de una brillante hoguera, mientras tocaba una dulzaina y al mismo tiempo cantaba:

— ¡Mañana tendré yo aquí un príncipe que me sirva, desde el punto hasta el confín, nadie sabrá que me llamo el Enano Saltarín!

El servidor de la Corte, al oír esto, corrió enseguida a decírselo a la reina, que se puso muy contenta. Y a otro día, cuando llegó el enanito, la reina empezó como de costumbre a decirle nombres:

— ¿No te llamarás Pedro? ¿No te llamarás Juan?

Y a cada fallo de la joven, el enano daba un pequeño salto y decía:

— ¡No, no, frío, frío!

— Entonces, entonces puede que te llames el Enano Saltarín.

— ¡Aaaaj! ¡Por fuerza te lo tiene que haber dicho el mismísimo Diablo!

Y salió por la ventana dejando tras de sí un gran rastro de humo. Y, afortunadamente, la reina no volvió a verlo jamás y vivió muy feliz con su principito y con su esposo.

3. LA BELLA Y LA BESTIA (Jeanne–Marie Leprince de Beaumont)

Érase una vez un mercader que, antes de partir para un largo viaje de negocios, llamó a sus tres hijas para preguntarles qué querían que les trajera a cada una como regalo

La primera pidió un vestido de brocado, la segunda un collar de perlas y la tercera, que se llamaba Bella y era la más gentil, le dijo a su padre: “Me bastará una rosa cortada con tus manos”. El mercader partió y, una vez ultimados sus asuntos, se dispuso a volver cuando una tormenta le pilló desprevenido.

El viento soplaba gélido y su caballo avanzaba fatigosamente. Muerto de cansancio y de frío, el mercader de improviso vio brillar una luz en medio del bosque. A medida que se acercaba a ella, se dio cuenta de que estaba llegando a un castillo iluminado. “Confío en que puedan ofrecerme hospitalidad”, dijo para sí, esperanzado. Pero al llegar junto a la entrada, se dio cuenta de que la puerta estaba entreabierta y, por más que llamó, nadie acudió a recibirlo. Entró decidido y siguió llamando. En el salón principal había una mesa iluminada con dos candelabros y llena de ricos manjares dispuestos para la cena. El mercader, tras meditarlo durante un rato, decidió sentarse a la mesa; con el hambre que tenía consumió en breve tiempo una suculenta cena. Después, todavía intrigado, subió al piso superior. A uno y otro lado de un pasillo larguísimo, asomaban salones y habitaciones maravillosos. En la primera de

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estas habitaciones chisporroteaba alegremente una lumbre y había una cama mullida que invitaba al descanso.

Era tarde y el mercader se dejó tentar; se echó sobre la cama y quedó dormido profundamente. Al despertar por la mañana, una mano desconocida había depositado a su lado una bandeja de plata con una cafetera humeante y fruta. El mercader desayunó y, después de asearse un poco, bajó para darle las gracias a quien generosamente lo había hospedado. Pero al igual que la noche anterior, no encontró a nadie y, agitando la cabeza ante tan extraña situación, se dirigió al jardín en busca de su caballo que había dejado atado a un árbol, cuando un hermoso rosal atrajo su atención.

Se acordó entonces de la promesa hecha a Bella, e inclinándose cortó una rosa. Inesperadamente, de entre la espesura del rosal, apareció una bestia horrenda que iba vestida con un bellísimo atuendo; con voz profunda y terrible lo amenazó:

–¡Desagradecido! Te he dado hospitalidad, has comido en mi mesa y dormido en mi cama y, en señal de agradecimiento, ¿vas y robas mis rosas preferidas? ¡Te mataré por tu falta de consideración!

El mercader, aterrorizado, se arrodilló temblando ante la fiera:

–¡Perdóname! ¡Perdóname la vida! Haré lo que me pidas! ¡La rosa era para mi hija Bella, a la que prometí llevársela de mi viaje!

La bestia retiró su garra del desventurado.

–Te dejaré marchar con la condición de que me traigas a tu hija.

El mercader, asustado, prometió obedecerle y cumplir su orden. Cuando el mercader llegó a su casa llorando, fue recibido por sus tres hijas, pero después de haberles contado su terrorífica aventura, Bella lo tranquilizó diciendo:

–¡Padre mío, haré cualquier cosa por ti. No debes preocuparte, podrás mantener tu promesa y salvar así la vida! ¡Acompáñame hasta el castillo y me quedaré en tu lugar!

El padre abrazó a su hija:

–Nunca he dudado de tu amor por mí. De momento te doy las gracias por haberme salvado la vida. Esperemos que después…

De esta manera, Bella llegó al castillo y la Bestia la acogió de forma inesperada: fue extrañamente gentil con ella. Bella, que al principio había sentido miedo y horror al ver a la Bestia, poco a poco se dio cuenta de que, a medida que el tiempo transcurría, sentía menos repulsión. Le fue asignada la habitación más bonita del castillo y la muchacha pasaba horas y horas bordando cerca del fuego. La Bestia, sentada cerca de ella, la miraba en silencio durante largas veladas y, al cabo de cierto tiempo empezó a decirles palabras amables, hasta que Bella se apercibió sorprendida de que cada vez le gustaba más su conversación. Los días pasaban y sus confidencias iban en

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aumento, hasta que un día la Bestia osó pedirle a Bella que fuera su esposa. Bella, de momento sorprendida, no supo qué responder. Pero no deseó ofender a quien había sido tan gentil y, sobre todo, no podía olvidar que fue ella precisamente quien salvó con su sacrificio la vida de su padre.

–¡No puedo aceptar! –empezó a decirle la muchacha con voz temblorosa–, si tanto lo deseas…

–Entiendo, entiendo. No te guardaré rencor por tu negativa.

La vida siguió como de costumbre y este incidente no tuvo mayores consecuencias. Hasta que un día la Bestia le regaló a Bella un bonito espejo de mágico poder.

Mirándolo, Bella podía ver a lo lejos a sus seres más queridos. Al regalárselo, el monstruo le dijo:

–De esta manera tu soledad no será tan penosa.

Bella se pasaba horas mirando a sus familiares. Al cabo de un tiempo se sintió inquieta, y un día la Bestia la encontró derramando lágrimas cerca de su espejo mágico.

– ¿Qué sucede? –quiso saber el monstruo.

– ¡Mi padre está muy enfermo, quizá muriéndose! ¡Oh! Desearía tanto poderlo ver por última vez!

–¡Imposible! ¡Nunca dejarás este castillo! –gritó fuera de sí la Bestia, y se fue.

Al poco rato volvió y con voz grave le dijo a Bella:

–Si me prometes que a los siete días estarás de vuelta, te dejaré marchar para que puedas ver a tu padre.

–¡Qué bueno eres conmigo! Has devuelto la felicidad a una hija devota –le agradeció Bella, feliz.

El padre, que estaba enfermo más que nada por el desasosiego de tener a su hija prisionera de la Bestia en su lugar, cuando la pudo abrazar, de golpe se sintió mejor, y poco a poco se fue recuperando. Los días transcurrían deprisa y el padre finalmente se levantó de la cama curado.

Bella era feliz y se olvidó por completo de que los siete días habían pasado desde su promesa. Una noche se despertó sobresaltada por un sueño terrible. Había visto a la Bestia muriéndose, respirando con estertores en su agonía, y llamándola:

–¡Vuelve! ¡Vuelve conmigo!

Fuese por mantener la promesa que había hecho, fuese por un extraño e inexplicable afecto que sentía por el monstruo, el caso es que decidió marchar inmediatamente.

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–¡Corre, corre caballito! –decía mientras fustigaba al corcel por miedo de no llegar a tiempo.

Al llegar al castillo subió la escalera y llamó. Nadie respondió; todas las habitaciones estaban vacías. Bajó al jardín con el corazón encogido por un extraño presentimiento. La Bestia estaba allí, reclinada en un árbol, con los ojos cerrados, como muerta. Bella se abalanzó sobre el monstruo abrazándolo:

–¡No te mueras! ¡No te mueras! ¡Me casaré contigo!

Tras esas palabras, aconteció un prodigio: el horrible hocico de la Bestia se convirtió en la figura de un hermoso joven.

–¡Cuánto he esperado este momento! Una bruja maléfica me transformó en un monstruo y sólo el amor de una joven que aceptara casarse conmigo, tal cual era, podía devolverme mi apariencia normal.

Se celebró la boda y el joven príncipe quiso que, para conmemorar aquel día, se cultivasen en su honor sólo rosas en el jardín. He aquí por qué todavía hoy aquel castillo se llama “El Castillo de la Rosa”.

4. UNA AUTENTICA PRINCESA (Hans Christian Andersen)

Había una vez un príncipe que quería casarse con una princesa, pero con una auténtica princesa de sangre real.

El príncipe recorrió el mundo buscando una pero no lo consiguió, porque a pesar de que había muchas princesas casaderas, no halló a ninguna que le pareciera auténtica. Desolado, regresó a su reino.

Una noche de tormenta el príncipe y su familia oyeron de pronto que alguien llamaba.

–¡Toc, toc, toc!

Temerosos ante el extraño que podía estar a la intemperie en una noche de tanta lluvia, abrieron la puerta del castillo. Frente a ellos, vieron una muchacha muerta de frío y empapada de la cabeza a los pies.

–Soy una princesa – contestó con voz dulce y quejumbrosa. Me he perdido en la oscuridad y no tengo a donde ir esta noche.

La joven que decía ser princesa fue bien recibida en palacio donde le proporcionaron ropas secas y una suculenta cena.

Pero la reina no se fiaba que fuera una auténtica princesa y se dijo:

– Sólo hay una forma de averiguarlo. Colocaré un guisante debajo del colchón de la cama donde va a dormir esta noche. Si no se da cuenta, es que no es una sensible y delicada princesa de verdad.

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A la mañana siguiente, la familia real preguntó a la joven:

– ¿Qué tal has dormido?

– Pues para serles sincera, he dormido muy mal – contestó – Algo terriblemente duro y molesto no me dejó dormir y he amanecido con el cuerpo dolorido.

Alborozada, la reina exclamó:

– ¡Ciertamente, eres una princesa auténtica!… Sólo una princesa de verdad podría tener la delicadeza suficiente como para sentir un minúsculo guisante debajo del colchón.

Y así fue cómo el príncipe encontró una maravillosa princesa con la que casarse y ser feliz.

5. HANSEL Y GRETEL (Hermanos Grimm)

Cerca de un gran bosque vivía un leñador y su familia. Un día que en el país reinó una enorme pobreza no tuvieron bastante dinero ni para comprar pan.

Por la noche el padre, muy preocupado, comentaba la dura situación a su mujer. Ésta le proponía abandonar a los dos hijos, Hansel y Gretel, en el bosque, para librarse de su carga y no morir todos de hambre. Al principio el padre se negaba, pero tanto insistió la madrastra que una noche planearon dejarlos en el bosque al día siguiente.

Los niños, que no podían dormir del hambre que pasaban, escucharon la conversación. Hansel salió de lañ.s casa y se llenó los bolsillos de la chaqueta de guijarros blancos.

Al hacerse de día, la mujer despertó a gritos a los niños y les dijo que había que ir a buscar leña al bosque. Mientras se adentraban en él, Hansel, que caminaba el último, iba dejando los guijarros blancos como rastro.

Al llegar a un claro, iniciaron el trabajo. Después de recoger leña, se pusieron junto al fuego a descansar. El padre y la madrastra les dijeron que iban a partir leña. Hansel y Gretel se comieron el pequeño trozo de pan que les habían dado y se quedaron dormidos. Al despertarse era de noche.

Gretel lloró y Hansel la consoló diciendo que, con la luz de la luna, los guijarros blancos que había ido dejando durante la caminata les ayudarían a encontrar el camino de casa.

A primera hora de la mañana, la madrastra sólo al verles llegar les regañó. Hacía muchas horas que les esperaban... El padre se puso muy contento al verles, pues sentía mucha tristeza con la decisión que había tomado.

Mucho tiempo después volvió una época de mucha necesidad. Los niños oyeron nuevamente cómo la madrastra insistía al padre para que les abandonasen definitivamente en el bosque. Tanto le insultó, recriminándole el

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hambre que pasaban, que el padre no tuvo más remedio que aceptar abandonarles.

El niño no pudo recoger guijarros blancos, ya que la puerta de la casa estaba cerrada. Pensó que con el pan que la madrastra le diese podría volver a dejar el rastro en el camino.

A la mañana siguiente, una vez en el interior del bosque, los dos hermanos fueron abandonados. A mediodía se repartieron el pan que les quedaba y se quedaron dormidos. Se despertaron pasada la medianoche.

Hansel esperaba que con la claridad de la luna podrían ver las miguitas de pan que había diseminado a lo largo del camino, pero los pájaros del bosque se las habían comido todas.

Durante toda la noche y durante todo el día caminaron para encontrar el camino de casa, pero cuanto más lo hacían, más se adentraban en el bosque.

Cuando llevaban tres días caminando, vieron un pajarillo blanco como la nieve, que se puso a cantar. Hansel y Gretel lo siguieron hasta que el pájaro se posó encima del tejado de una casa que estaba hecha de pan y bizcocho y tenía las ventanas de azúcar. Los dos hambrientos niños empezaron a comer, hasta que oyeron una fina voz que desde la casa les decía:

- Crunch, crunch, crunch. ¿Quién roe, roe? ¿Quién se come mi casita?

- Es el viento, sólo el viento, el niño del cielo (respondían con las bocas llenas).

De repente se abrió una puerta. Salió una mujer muy vieja con un bastón. Los hermanos se quedaron sorprendidos cuando la mujer les acompañó al interior de la casa y les invitó a comer y a dormir. Hansel y

Gretel creían que estaban en el cielo.

Sin embargo, la viejecita -que se había presentado tan cordialmente- era una bruja que cuando encontraba niños lo celebraba comiéndoselos.

A primera hora de la mañana, la bruja cogió bruscamente a Hansel con su dura mano. Le llevó al establo y le encerró detrás de una reja. Tras despertar a Gretel a gritos, le mandó que hiciese unas buenas comidas para su hermano a fin de engordarle. Cuando estuviese bien gordo se lo comería.

Por más que la pobre Gretel lloraba tenía que hacer todo lo que la bruja le exigía.

Cada mañana la bruja iba al establo para comprobar si Hansel engordaba. Él, ingenioso -sabiendo que la bruja veía poco-, en lugar de darle la mano, le mostraba un huesecillo de pollo. Al constatar que el niño no aumentaba de peso, se enfadaba muchísimo.

Pasadas cuatro semanas, y viendo que no engordaba, decidió que de todos modos se lo comería al día siguiente. Gretel no paraba de llorar y llorar, pero sus lágrimas no servían de nada.

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Cuando Gretel se despertó temprano, encendió el fuego para cocer el pan. Se entristecía imaginando que algún día iría a parar allí su hermano.

La bruja le mandó que mirase dentro del horno para comprobar si el fuego estaba bien encendido. La niña, con segundas intenciones, le contestó que no sabía cómo podía echar un vistazo. La bruja intentó hacerle una demostración metiendo la cabeza en el horno. Gretel aprovechó inmediatamente el gesto de la malvada para darle un fuerte empujón que la hizo caer sobre las llamas, donde se encendió de forma miserable.

Corriendo, fue al establo y liberó a su hermano. Se abrazaron y saltaron de alegría. Ya sin miedo, entraron en las habitaciones de la bruja y en los cajones encontraron perlas y piedras preciosas.

Después de horas de camino abandonaron el bosque. Finalmente encontraron un gran río imposible de cruzar. Un pato blanco les ayudó a cruzarlo. Siguieron caminando hasta hallar la casa de su padre.

Al verle, se abrazaron todos. La alegría volvió para siempre a aquella casa. La madrastra había muerto.

Hansel y Gretel entregaron a su padre las joyas encontradas: sus preocupaciones se habían acabado. Vivieron felices con amor y compañía.

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