cuento de juventud - stieg larsson

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FIAT LUX 61 FIAT LUX 60 Jensen se asomó con gran cautela por entre la maleza del bosque y oteó el horizonte. Todo estaba en calma. Nada le hacía pensar que hubiera algún peligro acechándolo, pero, aun así, puso especial cuidado en mantenerse escondido tras el verdor de los frondosos arbustos. Sabía que cualquier medida de precaución era poca. Un solo error y todo terminaría. A sus espaldas se oían los ladridos de los perros. Aún se encontraban a uno o dos kilómetros, pero él sabía que lo más probable era que le estuvieran estrechan- do el cerco. Seguro que también había al- guna patrulla que le llevaba ventaja y que permanecería oculta hasta que él cayera en sus redes. El campo continuaba en la más ab- soluta quietud, pero eso no significaba nada; podrían estar allí perfectamente, agazapados en alguna zanja o tras los arbustos, escudriñándolo todo con aten- ción. Pero también era posible que allí no hubiera nadie. Jensen tenía que moverse ya; de lo contrario los perros le ganarían demasia- do terreno. Le echó una última mirada al campo que se extendía ante él, se agachó y abandonó su escondite. Su primer ob- jetivo era alcanzar unos arbustos que se hallaban a más o menos cien metros. Re- correr esa distancia le llevó unos veinte segundos. Estuvo a punto de tropezar y caerse en un hoyo justo antes de llegar, pero, tras dar unos tambaleantes pasos, consiguió eludirlo. Se camufló entre los arbustos y siguió oteando el horizonte. Ante sus ojos, en diagonal, divisó una zanja y, procedente de algún lugar cerca- no, pudo oír un débil murmullo de agua. Esa zanja sería su próximo objetivo. Arrastrándose, avanzó una decena de metros para, acto seguido, levantar- se y recorrer el resto del trecho. Tras dar unos cuantos tumbos, se dejó caer, alzó la vista y miró a su alrededor. En el fon- do de la zanja había un reguero de agua, pero continuar por allí carecía de senti- do: si los de la batida le siguieran el ras- tro no tendrían más que hacerlo por la corriente de agua. No; eso sólo le haría perder ventaja. STIEG LARSSON El crimen de Jensen HISTORIA DE UNA CARAMBOLA FIAT LUX Fiat Lux está sentada en una mesa de un restaurante de menú. Entre plato y plato surge el nombre de Stieg Larsson, ese sue- co que vendió millones de libros en un éxito editorial planetario. Uno de los co- mensales es el traductor al español de las novelas del sueco. Y cuenta una anécdota. Un periodista español tiene los derechos de un cuento juvenil del autor por una ca- rambola que incluye una noche de sofá en casa de los Larsson. El periodista se llevó los derechos du- rante dos años de un cuento inédito de Larsson que estaba guardado en un cajón. Eso fue en 2010. Ese periodista resultó ser amigo de uno de los miembros de Fiat Lux sentados en la mesa. ¿Qué había pa- sado con ese relato? Una discusión entre el traductor y el diario en el que trabajaba el redactor había dejado el cuento en el lim- bo. Una versión en español reposaba en el escritorio de Martin Lexell, sí, el traductor. Fiat Lux se pone en contacto con el perio- dista y le pregunta si esa historia es verdad. Es cierta. Pero los derechos están caduca- dos y, además, no se atreve a cederlos a un tercero sin permiso de la familia Larsson y, sobre todo, del diario para el que trabaja. Ese proceso dura así otro año. Al final, un mensaje enviado por Facebook da el visto bueno: “Haced lo que queráis con el cuen- to, el Kurdo da consentimiento”. El Kurdo es el representante de la familia Larsson. El periódico ya había desechado la publi- cación. Y así podemos publicar este relato en exclusiva mundial (solo fue editado en un fanzine universitario escrito a máquina y con dibujitos del propio Larsson cuando este tenía 19 años). Hasta la fecha, al mar- gen de la trilogía Millenium, ningún otro texto de ficción Larsson había visto la luz. Hoy, Santa Lucía, la fiesta más relevante en Escandinavia, les presentamos las prime- ras armas del joven Larsson. Disfruten de la arqueología. STIEG LARSSON EXCLUSIVA ©private

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Cuento publicado por revista española de Stieg Larsson a los 19 años.

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Page 1: Cuento de juventud - Stieg Larsson

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Jensen se asomó con gran cautela por entre la maleza del bosque y oteó el horizonte. Todo estaba en calma. Nada le hacía pensar que hubiera algún peligro acechándolo, pero, aun así, puso especial cuidado en mantenerse escondido tras el verdor de los frondosos arbustos. Sabía que cualquier medida de precaución era poca. Un solo error y todo terminaría.

A sus espaldas se oían los ladridos de los perros. Aún se encontraban a uno o dos kilómetros, pero él sabía que lo más probable era que le estuvieran estrechan-do el cerco. Seguro que también había al-guna patrulla que le llevaba ventaja y que permanecería oculta hasta que él cayera en sus redes.

El campo continuaba en la más ab-soluta quietud, pero eso no significaba nada; podrían estar allí perfectamente, agazapados en alguna zanja o tras los arbustos, escudriñándolo todo con aten-ción. Pero también era posible que allí no hubiera nadie.

Jensen tenía que moverse ya; de lo contrario los perros le ganarían demasia-

do terreno. Le echó una última mirada al campo que se extendía ante él, se agachó y abandonó su escondite. Su primer ob-jetivo era alcanzar unos arbustos que se hallaban a más o menos cien metros. Re-correr esa distancia le llevó unos veinte segundos. Estuvo a punto de tropezar y caerse en un hoyo justo antes de llegar, pero, tras dar unos tambaleantes pasos, consiguió eludirlo. Se camufló entre los arbustos y siguió oteando el horizonte. Ante sus ojos, en diagonal, divisó una zanja y, procedente de algún lugar cerca-no, pudo oír un débil murmullo de agua. Esa zanja sería su próximo objetivo.

Arrastrándose, avanzó una decena de metros para, acto seguido, levantar-se y recorrer el resto del trecho. Tras dar unos cuantos tumbos, se dejó caer, alzó la vista y miró a su alrededor. En el fon-do de la zanja había un reguero de agua, pero continuar por allí carecía de senti-do: si los de la batida le siguieran el ras-tro no tendrían más que hacerlo por la corriente de agua. No; eso sólo le haría perder ventaja.

S T I E G L A R S S O NEl crimen de Jensen

HistoriA dE unA cArAmbolAfIAT LUX

Fiat Lux está sentada en una mesa de un restaurante de menú. Entre plato y plato surge el nombre de Stieg Larsson, ese sue-co que vendió millones de libros en un éxito editorial planetario. Uno de los co-mensales es el traductor al español de las novelas del sueco. Y cuenta una anécdota. Un periodista español tiene los derechos de un cuento juvenil del autor por una ca-rambola que incluye una noche de sofá en casa de los Larsson.

El periodista se llevó los derechos du-rante dos años de un cuento inédito de Larsson que estaba guardado en un cajón. Eso fue en 2010. Ese periodista resultó ser amigo de uno de los miembros de Fiat Lux sentados en la mesa. ¿Qué había pa-sado con ese relato? Una discusión entre el traductor y el diario en el que trabajaba el redactor había dejado el cuento en el lim-bo. Una versión en español reposaba en el escritorio de Martin Lexell, sí, el traductor.Fiat Lux se pone en contacto con el perio-dista y le pregunta si esa historia es verdad. Es cierta. Pero los derechos están caduca-dos y, además, no se atreve a cederlos a un tercero sin permiso de la familia Larsson y, sobre todo, del diario para el que trabaja. Ese proceso dura así otro año. Al final, un mensaje enviado por Facebook da el visto bueno: “Haced lo que queráis con el cuen-to, el Kurdo da consentimiento”. El Kurdo es el representante de la familia Larsson. El periódico ya había desechado la publi-cación. Y así podemos publicar este relato en exclusiva mundial (solo fue editado en un fanzine universitario escrito a máquina y con dibujitos del propio Larsson cuando este tenía 19 años). Hasta la fecha, al mar-gen de la trilogía Millenium, ningún otro texto de ficción Larsson había visto la luz. Hoy, Santa Lucía, la fiesta más relevante en Escandinavia, les presentamos las prime-ras armas del joven Larsson.

Disfruten de la arqueología.

STIEG LARSSONe x c l u S i v a©

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Ahora los ladridos estaban muy próximos y Jensen se dio cuenta de que había perdido un tiempo más que valio-so. Aún le quedaban unos setecientos u ochocientos metros hasta el protector matorral que se encontraba en el otro extremo del campo. Se levantó y echó a correr siguiendo el cauce del agua. Pasa-dos unos trescientos metros, la zanja se bifurcaba. Jensen continuó por la parte izquierda, pensando que así llegaría an-tes al bosque.

De repente resbaló y se cayó, todo lo largo que era, al agua. Tras maldecir su mala suerte, advirtió que el agua fría re-sultaba todo un alivio para su castigado cuerpo. No llevaba más que unas san-dalias, unos pantalones cortos y un fino jersey, de modo que la ropa mojada no le resultó pesada.

Se levantó a toda prisa y echó a co-rrer de nuevo. De pronto la zanja dio un abrupto giro y se desvió de su curso ori-ginal. Aún le separaban unos cien me-tros de su objetivo, pero Jensen no tenía otra elección... Trepó valiéndose de sus brazos y puso rumbo al bosque.

Cuando no le quedaban más que una decena de metros, los perros aparecie-ron en el otro extremo del campo. Y, tras ellos, los cazadores que sujetaban las correas. Lo descubrieron antes de que le diera tiempo a introducirse en la maleza y, dando gritos, indicaron su posición.

Jensen maldijo su mala suerte. Si no hubiera tropezado en la zanja... Aho-ra que lo habían descubierto, resultaría inútil adentrarse en el bosque sin antes realizar algún movimiento para despis-tarlos.

Corrió unos doscientos metros pa-ralelamente al confín del bosque asegu-rándose de mantenerse bien oculto entre los arbustos. Ahora sus perseguidores se moverían en paralelo a él, pensando, sin duda, que se habría internado directa-mente en el bosque. De todos modos, lo más seguro era que los perros olfatearan

su rastro, pero, por lo menos, les habría sacado una pequeña ventaja.

Se adentró en el bosque. Los árboles empezaban a ralear: mal asunto, porque ahora sus perseguidores quizá lo pu-dieran divisar. Pero no le quedaba más alternativa que continuar corriendo ha-cia el interior. Su primer objetivo era un riachuelo que sabía que se encontraba en algún lugar de la dirección que había tomado. No conocía demasiado bien la zona, así que no sabía cuánto le quedaría hasta llegar al riachuelo, pero su acorra-lado cerebro albergaba la esperanza de alcanzarlo antes de que sus persegui-dores lo descubrieran. Allí tendría una pequeña oportunidad de quitarse a los perros de encima y posiblemente encon-trar refugio al otro lado del río.

Aunque casi no tenía fuerzas, intentó acelerar el paso. Miró una y otra vez a su alrededor, pero no vio a nadie. Tal vez debiera haber mirado hacia delante; una patrulla le había cortado el paso. Cuando descubrió a los hombres ya era demasia-do tarde: apenas le dio tiempo a vislum-brar cómo la porra volaba por los aires antes de que le diera de lleno en los ojos y le rompiera el tabique nasal.

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Cuando Jensen se despertó, no sintió ningún dolor en la cara. La verdad es que no sentía nada. Advirtió que era incapaz de respirar por la nariz y, a ciegas, co-menzó a palparse el rostro. Había perdi-do la sensibilidad de la cara pero descu-brió que sus dedos se habían manchado de sangre coagulada. Jensen comprendió que tenía la cara completamente destro-zada; cerrando los ojos, aceptó con toda tranquilidad la situación e intentó que esa extraña niebla que parecía envolverle se disipara. A lo lejos oyó una voz.

—¡Levántate, joder! ¿No me oyes? ¡Levántate!

Alguien le zarandeó con fuerza para

luego tirarlo brutalmente al suelo de un empujón. Jensen alzó la mirada. Ante él aparecieron dos hombres vestidos con la típica ropa de los policías, que guardaba cierto parecido con la de un uniforme. Llevaban cascos metálicos. Y de las ca-deras les colgaban sendas espadas.

Jensen quiso decir algo, pero no con-siguió pronunciar ni una sola palabra. Carraspeó y lo intentó de nuevo.

—¿Qué queréis? —preguntó con voz ronca.

Ya conocía la respuesta.—¡Levántate! Nos están esperando en

la sala del juicio.Los hombres se agacharon, lo levan-

taron y se lo llevaron. Jensen no opuso ninguna resistencia; sabía que resultaría inútil.

Un murmullo de voces recorría la sala, unas voces que se transformaron rápidamente en gritos llenos de odio cuando los guardias entraron con Jen-sen. A empujones, se abrieron camino entre la gente arrastrando al preso hasta un banco donde le obligaron a sentarse. Jensen aún no había alzado la mirada del suelo, pero ahora sí lo hizo. Despacio.

El banco en el que estaba sentado se hallaba frente al elevado estrado del juez. Este era un hombre de unos cincuenta años y de pelo moreno. Observaba a Jen-sen con una mirada adusta.

Jensen advirtió que estaba recuperan-do la sensibilidad del rostro y compren-dió que pronto le empezaría a doler. Miró a su derecha; allí se encontraba el fiscal, con una apariencia tan seria y desabri-da como la del juez. Al lado del fiscal, sentados en un largo banco, había diez hombres. Constituían el jurado. Jensen pudo percibir el odio que desprendían sus penetrantes miradas. Nadie le había asignado al preso un abogado defensor; la verdad era que nadie realizaba ya esa función.

El juez golpeó la mesa con una piedra y las indignadas voces que se oían entre

los asistentes cesaron. Jensen los miró; tuvo que girarse ciento ochenta grados para que entraran en su campo de vi-sión. La sala estaba llena y todos los allí presentes lo observaban fijamente y con expectación. Jensen sabía que ya estaba condenado, tanto por el público como por el jurado. Los miembros del jurado llevaban ropa de cierta mejor calidad que los asistentes, que parecían haberse puesto, con prisas, lo primero que ha-bían encontrado: ropa casi hecha jiro-nes, pieles de animales y otros trapos que solo servían para tapar el cuerpo. Como ya no era posible mantener la buena hi-giene de antaño, en la sala reinaba un hedor casi insoportable.

—El acusado debe mostrar el debido respeto y mirar al tribunal —dijo el juez con voz burlona.

Jensen se volvió y su mirada se topó con la del juez. Luego la desvió.

—El caso contra Michel Jason Jensen del dieciséis de abril del año de gracia de dos mil treinta y seis puede dar comien-zo. Se abre la sesión.

El juez se volvió hacia el fiscal y lo miró.

—Póngase en pie el acusado.Jensen no tuvo que preocuparse de

ese detalle porque en el mismo momen-to en que el fiscal pronunciaba esas pala-bras, los guardias lo levantaron.

—¿Es usted Jason Jensen, el acusado? —preguntó el fiscal a pesar de saber muy bien que así era.

Jensen asintió con la cabeza.—¡Conteste en voz alta!—¡Sí!—Jason Jensen: el tribunal de Ám-

sterdam le responsabiliza de los cargos de los que se le acusa. Estos indican que ha recurrido usted a la práctica de “metódos cientificos” y brujerías seme-jantes.

Jensen cerró los ojos sintiendo cómo se intensificaban los dolores de su des-trozado rostro. Intentó dominarlos

concentrándose en otra cosa. Sus pen-samientos regresaron al momento en el que todo comenzó.

Jensen había sido médico. Un médico de mucho prestigio, adquirido diez años antes tras realizar una serie de exitosas operaciones. Por aquel entonces vivía en Londres, sumamente contento con su vida. Estaba casado con la mujer a la que amaba y era el feliz padre de una niña; aunque lo cierto es que el parto fue enor-memente doloroso para su esposa.

La desgracia ocurrió hacía ya seis años. Algunas veces a Jensen le parecía imposible que las condiciones de vida y la moral del planeta pudieran haber cambiado tanto. La visión que tenían las personas sobre sí mismas y sobre la na-turaleza cambió radicalmente.

En el año 2030 existían en la Tierra dos grandes bloques; era prácticamente como si el planeta se hubiese dividido en dos. Cada parte estaba compuesta por personas normales pero con con-vicciones políticas completamente dife-rentes. Y cada bando estaba convencido de tener razón y de que el adversario se equivocaba. Ambas partes, cada una por su lado, se habían aliado con una serie de estados afines, uno de los cuales —Inglaterra— era la patria de Jensen. En realidad, a Jensen nunca le interesó la política; esa labor se la había dejado a las personas que mejor la entendían. Así que él se dedicó exclusivamente a la in-vestigación. El equilibrio de fuerzas en-tre los dos bloques ni le interesaba ni le preocupaba.

Seguramente todo podría haber ido bien. Los políticos podrían haber segui-do metiéndose unos con otros en sus encuentros y las NM —las Naciones del Mundo, una especie de organización que abogaba por la unión de los bloques— podrían haber continuado intentando mediar entre ellos. La catástrofe nunca habría ocurrido si los dos bloques no hu-biesen insistido en hacerse con grandes

cantidades de armas; naturalmente, solo para su defensa, tal y como sostenían sus representantes. El constante rearme y la carrera armamentística efectuados para mantener el equilibrio de fuerzas convirtieron a la Tierra en un lugar cada vez más perjudicial para la salud. La ver-dad es que hasta un niño se habría dado cuenta de que ese rearme sólo provoca-ría una catástrofe.

Y la catástrofe llegó. Nadie sabe a ciencia cierta quién inició todo aquello, pero tampoco nadie tenía ya el más mí-nimo interés en averiguarlo. El invierno acababa de instalarse en Europa cuando las bombas comenzaron a caer. Y aunque la guerra que se desató solo duró unas cuantas horas, afectó a todos los países de la Tierra. Durante ese breve espacio de tiempo los dos poderosos bloques se aniquilaron casi por completo. Algunos de los pequeños estados aliados que se hallaban en el centro del conflicto se vie-ron prácticamente, en el sentido literal de la palabra, reducidos a cenizas. Uno de ellos era Inglaterra.

Pero, por aquel entonces, Jason no se encontraba en Inglaterra. Había viajado a Holanda, junto a su esposa y su hija, para pasar unas cortas vacaciones. Bien era cierto que Holanda también fue in-tensamente bombardeada, pero Jensen y su familia se hallaban en una zona que, milagrosamente, se salvó de los ataques.

Sobrevivieron a la corta guerra y también a las penurias de un frío invier-no. Es muy posible que si no hubiese sido por ese gélido invierno, las cosas no hubiesen tomado el drástico rumbo que tomaron. Los supervivientes no pu-dieron protegerse del frío, y los que no murieron de frío lo hicieron de hambre. La carestía que siguió a la guerra fue la impulsora definitiva del nuevo orden.

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Durante aquel invierno solo existió una ley: la ley del más fuerte. El fuer-te gana, el fuerte sobrevive; los demás mueren. Jensen sobrevivió. Su esposa también, pero el precio que tuvieron que pagar fue el de la vida de su hija. Al lle-gar la primavera, la gente sintió un in-menso odio por aquellas personas que habían provocado la guerra. Un odio de unas dimensiones tan grandes que prác-ticamente provocó el nacimiento de una religión centrada en él. Se buscaba a los culpables —si es que aún vivían— y se los mataba implacablemente. Uno po-dría llegar a pensar que la gente debe-ría haberse dedicado a otras cosas más fructíferas, pero, al parecer, el instinto de venganza era demasiado fuerte.

Sin embargo, ese instinto no se volvió en contra de los militares que lanzaron las bombas y soltaron los gases tóxi-cos. Tampoco en contra de los políticos que, con sus tejemanejes, provocaron la contienda. No; se volvió en contra de los científicos que fabricaron las armas. Fueron ellos los verdaderos objetos de odio y venganza. Y no se hizo ninguna diferencia entre un científico y otro. Se les dio caza y muerte a todos, sin distin-ción alguna.

Cuando Jensen se percató de lo que estaba ocurriendo, cerró apresurada-mente esa provisional consulta médica que había abierto y huyó. Tras pasar por Midelburgo, Zelanda, huyó a Ámster-dam: un pequeño y humeante montón de ruinas cuya población se había redu-cido a apenas un millar de habitantes. Allí, el matrimonio llevó una vida dis-creta y salió adelante con los pequeños trabajos que Jensen pudo encontrar. Así transcurrieron unos años.

Durante ese tiempo, los que sobre-vivieron a la guerra empezaron poco a poco a crear unas nuevas leyes; esta vez, con mayor precisión que antes. El hom-bre volvió a la naturaleza y a vivir com-

pletamente de ella. Las leyes propugna-ban que la naturaleza prevaleciera sobre todas las demás cosas y que no se rea-lizara ninguna actividad que alterara su equilibrio. Las personas debían cultivar la tierra y vivir de lo que esta les ofre-ciera. Se prohibió cualquier forma de ciencia o avance tecnológico. Estas ideas se convirtieron de inmediato en la úni-ca ley que se acataba en buena parte de Europa. Sin embargo, los contactos entre los continentes fueron escasos, de modo que las cosas no evolucionaron por igual en todos los sitios.

Jensen se adaptó a esa nueva situa-ción. Intentó olvidar que había sido mé-dico y le prohibió a su mujer que ni tan siquiera mencionara el tema, algo que, evidentemente, resultó innecesario ya que ella sabía muy bien lo que ocurriría si la anterior profesión de Jensen se co-nociera.

Es posible que todo hubiera ido bien —aunque tal vez no sea muy adecuado emplear la palabra ‘bien’ teniendo en cuentas las circunstancias— si la esposa de Jensen no se hubiese quedado emba-razada. El parto de su primera hija había sido enormemente complicado y este no lo iba a ser menos. Como era habitual, algunas de sus amigas estaban presentes para asistirla, pero pronto quedó claro que aquello no saldría bien. Era más que probable que la criatura naciera muerta, y casi igual de probable que tampoco la señora Jensen sobreviviera al parto. Jen-sen, como médico que era, lo tenía claro.

Ante tal amenaza, Jensen sacó su ma-letín negro, que guardaba escondido en el sótano del edificio. Echó a las amigas y ayudó a su mujer a dar a luz realizán-dole una cesárea. Las amigas de Jensen descubrieron —y comprendieron— lo que Jensen había hecho, lo que selló el destino del médico. Intentó huir. Tras una apresurada despedida de su mujer, se perdió en la noche y logró mantenerse

oculto durante dos días antes de ser des-cubierto y atrapado.

Ese era el crimen que Jensen había cometido y por el que ahora se veía ante el juez.

—Jensen —dijo el fiscal—: el crimen por el que se le acusa es grave. ¿Sabe lo que eso significa si se le declara a usted culpable?

Jensen asintió con la cabeza.—¡Conteste con voz alta y clara!—¡Sí!—Siéntese, Jensen. Y a partir de ahora

hable solamente cuando alguien le dirija la palabra.

El fiscal se volvió primero hacia el jurado y luego hacia el juez. Ahora pro-nunciaría su discurso acusatorio. Eso ya lo sabía Jensen, como también sabía que el juicio iba a ser bastante corto.

—Señor juez —dijo el fiscal—: hace dos días se presentó una denuncia contra el señor Jensen. En ella se le acusaba de dedicarse a la nigromancia, en concreto a lo que generalmente se llama ‘opera-ción quirúrgica’. La esposa de Jensen se hallaba en la fase final de un embarazo que, por desgracia, parecía estar aboca-do a un triste y lamentable final. Así que Jensen, según parece, ayudó al parto rea-lizando lo que se conoce como cesárea. Hay testigos que pueden corroborarlo.

—¿El acusado ha confesado? —pre-guntó el juez.

—No, aún no ha sido interrogado.El fiscal se dirigió a Jensen. —¡Jensen, levántese!Le ayudaron de inmediato a levantarse. —¿Confiesa que es culpable de la acu-

sación que se le hace? ¿O debemos lla-mar a los testigos?

—Creo que se han de tener en cuenta mis motivos —tanteó Jensen.

El dolor que sentía en el rostro se ha-bía convertido en un terrible tormento. ¡Cuánto le habría gustado tener una in-yección de morfina a mano!

—¡Conteste a la pregunta! ¿Le practi-có una cesárea a su esposa?

—Supongo que no tengo más reme-dio que reconocerlo pero hay que enten-der que se trataba tanto de su vida como de la del bebé.

—¿Entonces reconoce su culpabili-dad?

—No considero haber cometido nin-gún delito.

—¿Pero practicó una cesárea?—¡Para salvar vidas, sí! Los ojos de Jensen se llenaron de lá-

grimas a causa del dolor que sentía en su rota nariz. El dolor aumentaba cada vez que tenía que hablar.

—Es suficiente. ¡Siéntese!—Intente comprender, yo sólo pre-

tendía… —¡Siéntese!Le obligaron a sentarse.—Señor juez: el acusado ha confesa-

do el crimen que se le ha imputado. Ha reconocido haber practicado la magia negra y la brujería.

—Estimado jurado… —prosiguió el fiscal.

Aquellas palabras le parecieron a Jen-sen una auténtica mofa. Todo el proceso se estaba desarrollando con una enorme corrección formal, y, aun así, no tenía la más mínima oportunidad democrática de defenderse.

—Estimado jurado —repitió el fis-cal—: estamos ante un caso que, a mi juicio, no alberga ninguna duda. El acusado ha confesado haber practicado la magia negra y ahora les corresponde a ustedes condenarle. Aunque tal vez solo haya pretendido hacer el bien, no hemos de perder de vista lo que se es-conde tras su actuación... ¿Quién sabe qué diabólicos planes tendría? Nuestra ley prohíbe la nigromancia y entregarse al ejercicio de las prácticas científicas, ya que dichas actividades son perniciosas. Entendemos que es la naturaleza la que

ha de prevalecer sobre todo lo demás, que nada debe infringir sus leyes. Si la naturaleza hubiese querido que la seño-ra Jensen diera a luz, así lo habría hecho. Y no habría sido necesario que el señor Jensen hubiera tenido que recurrir a la nigromancia.

El abogado hizo una pausa y se secó el sudor de la frente.

Jensen estaba casi a punto de desma-yarse de dolor, pero, aun así, se obligó a permanecer quieto y sentado. No porque pensara que le quedaba alguna oportu-nidad, sino porque tener un arrebato y ponerse a gritar tan solo provocaría que lo amordazaran o que lo echaran de la sala.

—Pero lo más grave del crimen co-metido por Jensen no es que haya prac-ticado la nigromancia, sino que la ha-bilidad que ha demostrado hace pensar que lleva mucho tiempo practicándola. ¡Quién sabe los daños que habrá podi-do ocasionar Jensen con sus brujerías! ¡Y quién sabe la repercusión que estos daños tendrán en el futuro! Estimado ju-rado: no me queda más que sugerir que se le aplique la pena más severa contem-plada por la ley, que, en este caso, como es habitual, es...

Tras una deliberación de dos minutos y dieciocho segundos, el jurado le comu-nicó su veredicto al juez susurrándoselo al oído. El magistrado adoptó una expre-sión solemne y adusta y paseó su mirada por entre los asistentes.

—¡Jason Jensen: póngase en pie para escuchar la sentencia! Jason Jen-sen: con fecha de hoy, el tribunal de Ámsterdam le halla culpable de ha-ber recurrido a la práctica científica. La decisión del jurado es unánime e inapelable. La pena que este jurado le ha impuesto es la más severa que con-templa la ley. Jason Jensen: a su crimen le corresponde la pena capital, que se efectuará según el procedimiento ha-

bitual. La ejecución se llevará a cabo inmediatamente.

Jensen intentó defenderse.—Señor juez —dijo—: sólo he actua-

do siguiendo mis principios. El juez ignoró el comentario. —¡Señor juez! —gritó Jensen—:

¿puedo, por lo menos, ver a mi esposa y a mi hija antes de que me ejecuten?

Jensen vio cómo sus protestas, que le quebraron la voz, fueron en vano: unas manos fuertes ya lo estaban sacando de la sala. Quiso oponer resistencia, pero ya no le quedaban fuerzas. Intentó gritar, pero el dolor le recorrió la cara y Jensen acabó por desplomarse como un bulto inerte.

Los guardias se lo llevaron en bra-zos hasta el patio, donde lo ataron a un poste. Los asistentes, expectantes, los siguieron. El jefe de los guardias hizo un gesto con la mano que dio inicio a la ejecución. Dos hombres con las cabe-zas tapadas por sendas capuchas negras se acercaron a Jensen. Él los percibió a través de una niebla de color rojo san-gre. Tras los dos encapuchados llegaron media docena de hombres más cargando con leña seca y otro material combusti-ble que fueron apilando en torno a Jen-sen. Cuando tuvieron suficiente madera amontonada, los dos verdugos hicieron una señal. Acto seguido, a cada uno de ellos se les dio una antorcha que emplea-ron para prenderle fuego a la pira.

El modo de ejecución, en efecto, era igual al empleado en los casos de bruje-ría de la época medieval: ser quemado vivo en la hoguera…

Traducción: Martin Lexelly Juan José Ortega Román

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