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Diseño de cubierta: © Miquel ReinaCaligrafía de la portada: © Isabel UrbinaFotografía del autor: © Jonathan Sanz

LOMO:

19 mmCUATRICROMÍA

«Fue un rayo el desencadenante de todo…».

Harold y Mary Rose Grapes son un matrimonio que, tras la trágica muerte de

su único hijo, dejan a un lado sus sueños de juventud y se resignan a vivir en

una isla remota, alejados de todo. Sin embargo, el destino los vuelve a poner

a prueba: deben abandonar su hogar de una manera que nunca habrían ima-

ginado, por un problema de delimitación de costas.

La noche antes de ser desahuciados, mientras duermen, se desata una fuerte

tormenta y un rayo hace que la casa se desprenda del acantilado y caiga al

mar con ellos dentro. De la forma más inesperada, los Grapes se convierten

en dos náufragos a la deriva sobre una casa flotante. Comienza así un extraor-

dinario viaje en el que tendrán que luchar frente a las adversidades si quieren

sobrevivir. Para ello, olvidarse de los fantasmas y frustraciones del pasado es

imprescindible.

Una aventura fantástica llena de peligros que abrirá viejas heridas,

pero que, a la vez, les hará conocerse mejor y descubrir que nunca

es tarde. Una novela que nos invita a reflexionar sobre la vida.

10207520PVP 19,90 €

SELLO

FORMATO

SERVICIO

ESPASA

15 X 23 cm

COLECCIÓN

RUSTICA SOLAPAS

CARACTERÍSTICAS

4/0 CMYK

-

IMPRESIÓN

FORRO TAPA

PAPEL

PLASTIFÍCADO

UVI

RELIEVE

BAJORRELIEVE

STAMPING

GUARDAS

-

MATE

-

-

-

-

INSTRUCCIONES ESPECIALES

GOLPE SECO

PRUEBA DIGITALVALIDA COMO PRUEBA DE COLOREXCEPTO TINTAS DIRECTAS, STAMPINGS, ETC.

DISEÑO

EDICIÓN

21/12/2017 JORGE CANO

-

A VECES NECESITAMOS PERDERNOSPARA PODER ENCONTRARNOS

MIQUEL REINA es un artista barcelonés afincado en Vancouver, Canadá. Combinando su trabajo como publicista, realizador y escritor, ha desarrollado lo que para él es el proyecto más gratificante de toda su carrera: Luces en el mar, su primera novela. Miquel se define como un soñador y un luchador, y con Luces en el mar nos invita precisamente a ello. Como creativo, se ha labrado una gran reputación en el mundo de la publicidad y los audiovisuales. En 2011 ganó uno de los galardones más importantes en publicidad, el Sol de San Sebastián. También acumula varios videoclips escritos y realizados por él, uno de ellos premiado por el Tribeca Film Festival en 2014. En 2015, publicó el proyecto Presenting Mr., un vídeo en el que explora su identidad como creativo y que fue seleccionado por las revistas y portales digitales más prestigiosos del mundo.

Descubre más sobre la inspiradora historia de Luces en el mar y su autor en:

www.miquelreina.comwww.lucesenelmar.com

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ESPASA NARRATIVA

© Miquel Reina Antolín, 2018© c/o Carmona Liberary Agency

© Ilustraciones de interior: Godie Arboleda© Espasa Libros S. L. U., 2018

Ilustraciones de interior: Godie Arboleda

Preimpresión: MT Color & Diseño, S. L.

Depósito legal: B. 526-2018ISBN: 978-84-670-5165-0

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incor-poración a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitu-tiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes

del Código Penal) Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si nece-sita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono

en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Espasa, en su deseo de mejorar sus publicaciones, agradecerá cualquier sugerencia que los lectores hagan al departamento

editorial por correo electrónico: [email protected]

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Impreso en España/Printed in SpainImpresión: Unigraf, S. L.

Espasa Libros S. L. U.

Avda. Diagonal, 662-66408034 Barcelona

El papel utilizado para la impresión de este libro es cien por cien libre de cloroy está calificado como papel ecológico

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Un futuro incierto

Mary Rose había pasado la mayor parte de aquella ma­ñana de domingo empaquetando algunos recuerdos

en anónimas cajas de cartón, forzándose a decidir en todo momento cuáles eran los objetos de los que podrían prescin­dir en el nuevo lugar donde iban a vivir. Mientras sacaba las últimas mantas que quedaban en el fondo del armario, una arrugada fotografía cayó a sus pies. La recogió con cuidado y, al darle la vuelta, un hormigueo le recorrió todo el cuerpo, concentrándose en sus manos como si estuviera sujetando un pedazo de hielo.

Tuvo que sentarse en el borde de la cama y respirar hondo antes de volver a mirar la fotografía, una imagen que hacía años que había escondido para olvidar un dolor demasiado profundo. Había perdido algo de su nitidez original, pero aun así se distinguía perfectamente a las tres personas que aparecían: un hombre, una mujer y un niño, los tres sonrien­tes, los tres abrazados. Tras ellos, iluminado por el sol del atardecer, un barco a medio construir.

La fotografía había perdido casi todo su brillo, pero eso no era un inconveniente para Mary Rose, pues sabía perfec­tamente que el pelo del hombre era negro como la brea y que tras sus gafas se escondían los ojos azules más profundos

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que jamás había visto, iguales que los del niño. Entonces Mary Rose sintió una punzada en lo más hondo de su corazón y per­cibió el veneno de viejos resentimientos ahogándola de nuevo. Respiró hondo y clavó la mirada en la sonrisa del niño, en su pelo húmedo y brillante, del mismo tono castaño que la mele­na de la mujer de ojos verdes que lo abrazaba.

Una lágrima cayó sobre los ovalados cristales de las gafas de la señora Grapes al recordar los cientos de tardes que habían pasado en el viejo astillero de San Remo. Por aquel entonces su único sueño era el de descubrir el mundo que había fuera de la isla, sin miedo a lo desconocido, sin ataduras ni reproches. Sus­piró. En ese momento, treinta y cinco años después, Mary Rose no conseguía reconocerse. En qué punto había dejado de ser ella misma o cuándo había permitido que se desvanecieran sus sueños eran preguntas que le dolía demasiado formular. Aho­ra, el dudoso futuro lejos de esa casa solo conseguía aterrorizar­la, y observar aquella vieja fotografía solo le sirvió para recor­darle que su vida no había seguido el rumbo previsto. La miró por última vez, la guardó en la caja y bajó a la cocina.

Abajo, en el oscuro y abarrotado taller que había en el sótano, el señor Grapes trabajaba en uno de sus barcos en miniatura como si se tratase de otro día cualquiera. A través de las ventanas de ojo de buey que había repartidas por todo el perímetro penetra­ba la luz del sol como si fuera sólida. Todo permanecía en su sitio. Las cajas de cartón aún seguían plegadas junto al tándem que formaban la lavadora y la secadora, sobre el que reposaba una pila de libros. Justo al lado de la desalinizadora y el enor­me depósito que abastecía la casa de agua, se acumulaban decenas de electrodomésticos viejos y, tras una raída cortina de cuadros que delimitaba con su mesa de trabajo, se escondía la despensa de la casa, ahora prácticamente vacía de alimentos.

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Aunque siempre se quejaba del poco espacio que tenía, en medio de aquel caos Harold concentraba la mayoría de sus pa­satiempos, ya fuera el arreglo de pequeños chismes, el bricola­je que ayudaba a mantener la casa en buen estado o su favorito y el único que conseguía serenarlo los días que se sentía abati­do: la construcción de diminutos barcos embotellados.

Por toda la casa se podían divisar algunas de aquellas pe­queñas maravillas nacidas de su maña y paciencia. En el reci­bidor, en la sala de estar, en el comedor y hasta en el lavabo había réplicas a escala de antiguos barcos históricos construi­dos en el interior de viejas botellas que el mar arrastraba has­ta la playa.

Pero ahora ninguna de esas miniaturas era visible en la casa; todas estaban debidamente empaquetadas y rodeadas de plástico de burbuja. Todas excepto una.

A diferencia del resto de miniaturas, la réplica que Harold tenía entre sus manos no estaba protegida por una botella, sino por un viejo y rechoncho tarro de mermelada. En su in­terior, en un mar de resina, navegaba desafiante su barco más preciado; el más antiguo de todos ellos, el primero que cons­truyó. Aquel no era un navío de delicados ornamentos o de grandes escudos reales estampados en sus velas. Era un sim­ple velero de travesía, un barco modesto deseoso de grandes aventuras. Un barco que nunca había tenido nombre y que Harold empezó a construir a escala real mucho antes que la minúscula copia a la que ahora quitaba el polvo.

De vez en cuando Harold aún podía notar el olor a madera, alquitrán y mar que impregnaba el aire del astillero en el que había trabajado cuando era joven. Aún podía escuchar el soni­do del martillo y el cincel al golpear la estopa entre las juntas de los maderos, sentir el calor del sol sobre su espalda descu­bierta. Harold recordaba con añoranza cada uno de los barcos que había construido durante esos días, barcos de verdad: pes­

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queros, de arrastre, de pasajeros... Recordaba la dureza del tra­bajo y sus dificultades, pero, sobre todo, la alegría de verlos zarpar por primera vez. De todas las embarcaciones que había ayudado a fraguar guardaba buenos momentos, pero nada era comparable al cariño que había puesto al construir el velero que ahora observaba en forma de reproducción; un barco que había contenido todos sus sueños y que Harold empezó a construir con mimo y perseverancia en sus ratos libres. Harold apoyó el tarro sobre la mesa y suspiró al comprender que nin­guno de esos sueños llegó a zarpar nunca de ese astillero: se hundieron antes de que los maderos del barco tocaran el agua. Un barco que nunca acabó siendo un barco, sino la réplica de un sueño amargo dentro de un frasco de cristal.

Entonces un ligero temblor recorrió todo su cuerpo, de­volviéndolo de nuevo al sombrío sótano con olor a cerrado que lo rodeaba. El tarro empezó a vibrar y Harold tuvo que agarrarlo con fuerza para que no cayera al suelo. No solo era él o el barco los que temblaban: todo el sótano se agitaba con violencia, moviendo de un lado a otro la bombilla que colga­ba lánguidamente de una de las vigas del techo. Unos segun­dos más tarde, y tan inesperadamente como había llegado, el temblor se desvaneció y todo volvió a la normalidad.

Harold resopló enfadado al ver que la vela mayor del ve­lero se había desenganchado y había caído sobre su menuda cubierta. Sin darle la menor importancia al pequeño seísmo que acababa de suceder, se puso las gafas de aumento y cogió las pinzas de miniaturista para arreglar el estropicio. Enton­ces, la voz de la señora Grapes surgió de la escalera.

—¡¿Harold, lo has notado?! ¡Este ha sido de los fuertes!—¡Ha sido como todos los otros! —dijo, gritando para que

la voz llegase hasta el hueco de la escalera.—¡De eso nada! ¡Y suerte que la mayoría de cosas ya están

en cajas, porque si no habría un buen destrozo! —Hizo una

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pausa y prosiguió—: ¡Me quedaría más tranquila si salieses a comprobar los tirantes!

—Cuando acabe con esto saldré a echarles un vistazo, ¡¿de acuerdo?!

—¡Muy bien! —Y añadió antes de marcharse—: ¡En diez minutos la comida estará lista!

Para los señores Grapes, los seísmos de su casa no eran algo nuevo, pero, por más años que pasaran, Mary Rose nunca se acostumbraría a ellos. Al volver a entrar en la cocina, su cora­zón le dio un vuelco. El macetero que había sobre la robusta mesa se había caído a causa de la sacudida, y las hortensias malva y fucsia que lo habían coronado yacían desenraizadas sobre el tapiz de tierra y los fragmentos de arcilla que se es­parcían por el suelo.

Mary Rose sintió como si esa maceta estrellada la transpor­tase al pasado; hacia un tiempo en el que la casa aún no existía ni en sus más remotos pensamientos. De repente ya no estaba en la cocina de su casa, sino en el pequeño apartamento del pueblo en el que habían vivido hacía años. De nuevo parecía envolverla el sonido de la lluvia repicando contra la ventana del comedor y el retumbar de los relámpagos cayendo sobre el mar. De nuevo volvía a revivir esa antigua noche de tormenta, cuando una maceta de hortensias como aquella se le resbaló de las manos y se estrelló contra el suelo de baldosas. Y enton­ces vino a su mente el mismo pensamiento que tuvo esa noche del pasado: «Algo malo va a ocurrir».

Mary Rose sabía que aquellas hortensias maltrechas en el suelo habían sido algo más que un mal augurio. Nada la ha­bía preparado para hacer frente a lo que horas después des­cubrió. Desde entonces no dejó nunca de plantar esas flores por todo el jardín, porque le hacían recordar, porque eran lo

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único que hacía crecer una y otra vez sin miedo a perderlas para siempre.

Entonces, un fuerte olor a quemado distrajo sus pensa­mientos. Corrió hacia la encimera y apartó la cazuela de los fogones con rapidez, pero ya era demasiado tarde. La comida se había quemado.

A Harold no le importó esperar mientras Mary Rose prepara­ba una improvisada sopa con el poco pescado que había con­seguido salvar de la cazuela chamuscada. No tenía hambre, así que, tal y como le había prometido a su esposa, aprovechó aquel rato para salir al jardín a inspeccionar los tirantes.

Bajó las escaleras del porche trasero y rodeó la casa, avan­zando a través de los cientos de hortensias que salpicaban todo el jardín. Al llegar a la esquina, se encontró con el prime­ro de los seis tirantes de acero que, como una gigantesca tien­da de campaña, descendía del tejado de la casa hasta anclarse profundamente al terreno. Harold los había instalado años atrás, cuando los cimientos empezaron a temblar a causa de la implacable erosión del acantilado.

Harold se agachó frente a uno de ellos, apartó las frondo­sas hortensias que crecían a su alrededor y examinó el anclaje que se hundía más de dos metros en el interior de la roca. Pero entonces se dio cuenta de que lo que estaba haciendo no tenía ningún sentido. Sabía que en pocas horas tendrían que abandonar la casa y, si los tirantes estaban tensos o no, poco importaba ya. Así que, sin más, se levantó y siguió caminan­do sin prestarles más atención. Pasó al lado de las cepas de uva que antaño habían cubierto esos terrenos y que él mismo había plantado cuando aún era joven con su padre, antes de que decidieran construir la casa en aquel rocambolesco en­clave, antes siquiera de que él y Mary Rose se conocieran.

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Pero ninguna cepa daba frutos desde hacía años. Sus retorci­dos troncos estaban secos, ahogados por las tupidas horten­sias, sin pámpanos brotando de sus ramas y sin los racimos que en otra época habían usado para hacer confitura de uva, su favorita. Harold tocó con delicadeza una rama de aquellas vides resecas por el tiempo y sintió nostalgia del pasado, pero, al igual que le había pasado momentos antes con los tirantes de acero, sabía que ya no tenía importancia preocu­parse por aquellas yermas cepas. Sabía que, a la mañana si­guiente, ni ellos ni la casa estarían allí. Porque todo habría desaparecido.

Harold continuó caminando hasta llegar al filo rocoso del acantilado. Desde aquella privilegiada ubicación podía dis­tinguir gran parte del contorno de la isla y del inmenso mar que la rodeaba. A lo lejos, una vaporosa red de nubes se acer­caba lentamente desde el horizonte, pero, pese a ello, la playa que quedaba frente al pueblo aún seguía a rebosar de gente, con montones de bañistas a los que no parecía importarles el hecho de que el sol ya no brillase con la misma fuerza. Cerca de los acantilados, vio cómo un grupo de surfistas luchaba por mantenerse en pie sobre sus tablas, mientras que, en el extremo opuesto, en el que las montañas descendían suave­mente sobre el mar, distinguió a los primeros pesqueros que salían del puerto para faenar.

San Remo era un pueblo pequeño en una isla pequeña, una isla rocosa perdida en medio del frío mar, tan aislada que el resto del mundo ni siquiera pensaba en ella. Sus lugareños eran gente arraigada a una vida monótona y sin sobresaltos, que desconfiaba de todo: de los extranjeros, de los cambios e incluso de sus propios vecinos.

Como la mayoría de sus habitantes, Harold y Mary Rose nunca habían pisado otra tierra que no fuese la de la isla de Brent, ni habían navegado más lejos de donde su vista conse­

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guía alcanzar. El pedazo de suelo que había bajo sus pies era todo su mundo, un diminuto mundo con el que tuvieron que conformarse y en el que, como las flores y las cepas que había a su alrededor, enraizaron su pesar en lo más profundo.

Una ráfaga de viento frío barrió el terreno y arrancó unos cuantos pétalos de una hortensia cercana al borde del acanti­lado. Harold siguió con la mirada su errante bailoteo hasta que finalmente desaparecieron, tragados por el abismo. En­tonces entró en casa.

—¡Me he pasado dos horas cocinando para nada! —refunfu­ñó Mary Rose al ver entrar a Harold en la cocina.

—¿Por qué dices eso? —dijo, sentándose.—¿Crees que esto es una comida digna para un día como

hoy? —replicó, mientras servía una aguada sopa de pescado repleta de tropezones negros.

—Es un día como cualquier otro.Pero, aunque Harold había intentado sonar convincente,

al levantar el rostro del plato y mirar a su esposa supo que no lo había conseguido. Por mucho que tratara de negarlo, los dos sabían que aquel día no tenía nada de corriente.

—¿Fuera todo anda bien? —preguntó Mary Rose, cam­biando de tema.

—Todo en orden —contestó, viendo cómo los trozos de pescado requemado se hundían en el fondo del plato—, aun­que no creo que debamos preocuparnos por si la casa sigue en pie mucho más tiempo.

Mary Rose dio un sorbo al caldo y sintió un sabor amargo expandiéndose lentamente por su garganta. Bebió agua, pero aun así la acritud no desapareció de su interior.

—Aún no me hago a la idea de que esta será nuestra últi­ma noche aquí... —dijo Mary Rose.

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Y justo cuando Harold iba a contestar, el timbre sonó. Los señores Grapes se miraron extrañados y, sin apenas hacer ruido, apoyaron con cuidado sus cucharas en los platos. Ellos nunca recibían visitas a esas horas; en general, nunca recibían visitas a ninguna hora. El timbre sonó de nuevo.

—¿Crees que vienen a por nosotros? —susurró Mary Rose.

—¡Ja! —exclamó Harold—. ¡Te aseguro que nadie me sa­cará de mi casa antes de lo previsto!

—¡¡¡¡Shhh!!!! ¡No grites! —dijo la señora Grapes con un hilo de voz.

El timbre volvió a sonar con insistencia.—¡Ya está bien! —exclamó Harold, mientras se levantaba

de la silla—. ¡Si son ellos, voy a decirles que, tal y como dice su maldita carta, no pueden echarnos de aquí hasta mañana por la mañana!

Harold se dirigió al vestíbulo dando grandes y sonoras zancadas, mientras Mary Rose lo seguía vacilante unos pasos atrás. Una vez más la campanilla sonó, pero el ruido quedó interrumpido cuando Harold abrió la puerta. Tras el marco apareció una figura alta y delgada, un hombre vestido con un elegante traje gris que conjuntaba a la perfección con su piel cenicienta y su pelo canoso.

—Buenas tardes, Harold... Rose... —dijo, arrastrando las palabras con cierto abatimiento.

—Buenas tardes, Matthew —saludó Mary Rose.—¿Qué le trae por aquí, alcalde? —preguntó Harold de

manera cortante.—Siento molestaros, pero he pensado que sería bueno pa­

sar a veros, ¿puedo entrar? Harold vaciló, pero al fin bajó el brazo con el que sujetaba

la puerta y dejó pasar al hombre.

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Mary Rose preparó té y los tres se sentaron en los sofás, alre­dedor de la mesa de la sala de estar. El ambiente era tenso y, aunque el alcalde parecía el más incómodo de ellos, fue quien empezó a hablar.

—Si os soy sincero, no sabía si venir. Afrontar esta situa­ción no ha sido nada fácil para mí, pero ya sabéis que ante todo sois mis amigos.

—No te culpamos a ti, Matthew... —aseguró Mary Rose.El hombre levantó la vista de la taza y miró a Harold en

busca de su respuesta, pero él no parecía estar de acuerdo con las palabras de su esposa.

—Mira, Matthew —dijo Harold, manteniendo a raya una cólera que subía lentamente por su garganta—, si has venido aquí para lavar tu conciencia justificando lo injustificable, allá tú, pero que sepas que a partir de mañana nuestra vida nunca más volverá a ser la que era.

—Sé mejor que nadie lo que significa para vosotros perder esta casa... —respondió con parsimonia—. Pero, créeme, no he venido aquí para sentirme mejor, he venido por vosotros, para saber si puedo hacer algo para ayudaros.

—¡¿Ayudarnos?! —saltó Harold—. ¿No crees que eso de­biste hacerlo mucho antes?

—Harold, sabes que la orden de desahucio no dependía del ayuntamiento —contestó, mientras giraba con nerviosis­mo la taza de té entre sus huesudas manos.

—Pero sí que dependía el lugar al que nos llevasen des­pués.

—Sí... —empezó a balbucear—. Intenté que os dieran algo mejor, pero vuestra jubilación no os permitía afrontar el al­quiler, lo sabes perfectamente.

—¿Y qué me dices de la indemnización?—Sabes que estos terrenos tienen muy poco valor...—Entonces, ¿dime qué has hecho para ayudarnos?

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El alcalde se removió en el sofá mirando a su alrededor, como si de repente no supiera qué hacía allí.

—Harold, tranquilízate, por favor —terció Mary Rose—. Matthew ha hecho lo que ha podido...

—¡¿Tú crees?! —exclamó, furibundo.Entonces se hizo el silencio, interrumpido solo por el fo­

gonazo azul de un rayo. Hasta la lámpara que colgaba del te­cho se agitó por la sacudida que segundos después trajo con­sigo el trueno.

—Aunque ahora no lo veáis así... —volvió a decir Matthew, al tiempo que seguía con la mirada el bamboleo de la lámpara—, creo que con el tiempo os daréis cuenta de que ha sido la mejor solución. Puede que no conservéis la casa, pero seguiréis manteniendo todo lo demás, incluyendo mi amistad.

Al volver a escuchar esa palabra, Harold sintió como si lo apuñalaran.

—¿Amistad? —repitió Harold con cierto rencor—. La pa­labra «amistad» no tiene ningún significado en esta isla...

Mary Rose notó cómo la taza que sostenía entre sus ma­nos tintineaba sobre el plato de porcelana. Sabía por qué Ha­rold había dicho eso, pero no quiso pensar en ello, era dema­siado doloroso destapar esos recuerdos tan antiguos.

—Será mejor que me vaya —observó el alcalde, levantán­dose de la silla—. Parece que se acerca una buena tormenta.

—Sí —dijo Harold y dio el último sorbo al té, ya frío—. Aún nos queda mucho por hacer.

Mary Rose dejó su taza sobre la mesa y se levantó para acompañar al invitado a la puerta, pero Harold no hizo ade­mán de moverse del sofá.

—Mañana a las nueve estaré aquí por si necesitáis mi ayu­da, ¿de acuerdo? —dijo el alcalde, dirigiéndose a Mary Rose.

—Aquí estaremos.

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Esas fueron las últimas palabras que Harold consiguió es­cuchar antes de que la puerta principal se cerrase. Se incor­poró del sofá y, con paso lento, se acercó a la ventana. Con la manga del jersey frotó el vidrio empañado y miró a través de él. Vio que la playa había quedado desierta. Un espeso manto de nubes grises cubría todo el cielo y el viento proveniente del mar empezaba a traer consigo las primeras gotas de lluvia que se adherían al cristal como diminutos insectos. Al cabo de unos segundos, Mary Rose reapareció.

—Creo que has sido muy injusto —dijo, acercándose a la ventana—. Sabes que Matthew no es el culpable de nuestras desgracias...

—Pero esta vez podía ayudarnos.—No es algo que dependiese de él, ¡ni siquiera de noso­

tros! La carta lo dejaba bien claro.—¡La carta, la carta! —protestó, volviendo la mirada hacia

Mary Rose—. ¡Maldito el día que nos trajo esa carta!Otro trueno retumbó en el valle e hizo parpadear la luz de

la sala durante una fracción de segundo. —Hay gente del pueblo que vive en la residencia desde

hace años y nunca les ha pasado nada —dijo Mary Rose.—Sabes tan bien como yo que todo el mundo odia aque­

llo. Y tú y yo aún no somos tan viejos como para que nos ten­gan que dar la comida en la boca como a los bebés.

—¡Deja ya de quejarte, Harold Grapes!—¡No puedo entender cómo puedes resignarte de esta ma­

nera! ¡¿Acaso no entiendes qué significa perder nuestro hogar?!Al escuchar esa última frase, a Mary Rose se le hizo un

nudo en la garganta.—El alcalde tiene razón, esta tormenta va a ser de las fuer­

tes —dijo Harold, mirando hacia la ventana—. Será mejor que vaya a cerrar las contraventanas.

Y entonces salió de la habitación.

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