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Ya nada tiene sentido. Asuntos como el trabajo, la letra del coche o la hipoteca perdieron toda la importancia cuando la infección golpeó las grandes ciudades haciendo que cundiera el pánico.El mundo que nos había sustentado y del que nos habíamos creído los amos se ha rebelado contra nosotros convirtiéndose en un medio hostil en el que los sentimientos se han transformado en instintos.El hombre, hasta ahora el mayor de los depredadores, ha pasado a ser la más indefensa de las presas presentes en un entorno en el que sólo importa una cosa: Sobrevivir.

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CUARENTENA - LA CAÍDA DEMADRID

Jesús Martín

A todos los amantes del género Z.

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1. EL COMIENZO

La noche. ¿Me preguntáis qué era lanoche? La noche era como un manto azulmuy oscuro, casi negro, que se extendíasobre la tierra cuando se ocultaba el sol.

El cielo nocturno estaba tachonado pormiles de estrellas, miles de puntitosblancos, miles de bolas de gasincandescente que se empeñaban enderramar su luz sobre este sucio ymiserable planeta.

Pero basta ya de divagar. ¿Queréis oíruna buena historia? Entonces acercaos

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sin miedo, sentaos junto al fuego y dejadque vuestra imaginación vuele a unaépoca en la que había noche y día, sol yluna, una época anterior al apocalipsis.Bien, así está bien. ¿Sabéis lo que es unfrancotirador? ¿No? Vaya... ahoraescasean y se les conoce bajo el nombrede cazadores pero, en mi época, eran losmejores tiradores que el mundo habíaconocido. Yo nunca utilicé mi habilidadpara matar a otro hombre, al menos no aotro que no se lo mereciera, aunquepuedo alardear de haberme cobrado lasvidas de cientos de criaturas.

Pero empecemos por el principio.

Por extraño que os pueda parecer, antesdel apocalipsis yo vivía en un edificio

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altísimo y trabajaba en un despacho deabogados. En aquellos tiempos, losabogados eran una especie demediadores que intentaban demostrarcuál de las dos partes en conflicto teníarazón. Ahora ya no tenemos ese tipo deproblemas pero, en aquel entonces, aldespacho en el que trabajaba nunca lefaltaba algo que hacer. Siemprehabía conflictos, constantemente.

Vivía en lo que un día fue la ciudad deMadrid, en la que se apiñaban más detres millones de habitantes. Sí, habéisoído bien, tres millones de habitantesque se movilizaban prácticamente almismo tiempo todas las mañanas y todaslas tardes para acudir a sus puestos de

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trabajo o para volver a casa después deuna agotadora jornada. En las callessiempre había gente, siempre habíaruido y, cuando se hacía de noche, todoquedaba bañado por la luz eléctrica delos escaparates y los anuncios de neón.

Pero esto era en el año dos mil once,antes de que todo ocurriera. En dos mildoce la crisis económica en la que seencontraba sumergido todo el planeta seagravó dejando a miles de trabajadoresen la calle, sin un sueldo con el quemantener a sus familias. A finales de esemismo año, los gobiernos de todo elmundo trataron de quitarle hierro alasunto ayudando a los necesitados condinero de la administración... pero la

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cosa no funcionó exactamente como lahabían planeado. Ante la avalancha desolicitudes, las arcas públicas se vierondesbordadas y los miles de millones detrabajadores que por aquel entonces seencontraban forzosamente desempleadosse lanzaron a la calle en forma demultitudinarias protestas que seprodujeron en las principales capitalesdel mundo.

Entonces todavía iba a trabajar cada díacomo una hacendosa hormiguita, pero lasituación se volvía cada vez másinestable.

Los disturbios no tardaron en hacer actode presencia. A principios de dos miltrece las principales ciudades del mundo

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habían estallado en revueltas obrerasque las 10

conducían irremediablemente hacia elabismo. Desde Washington hasta Moscúy desde Buenos Aires al propio Madridpasando por París, Roma, Tokio oBerlín, las capitales del mundo, lospilares de la civilización, se veíangolpeadas un día tras otro por estallidosde violencia ciudadana liderados poraquellos que veían a sus hijos morir dehambre y a sus familias desfallecer sinninguna esperanza en el horizonte.Todos y cada uno de los comerciosfueron saqueados en aquellos meses ylos desheredados del mundo tuvieron,por fin, algo que echarse a la boca.

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Gracias a Dios, por aquel entonces yono tenía una familia de la que ocuparme.Mis padres habían muerto hacía cincoaños en un accidente de tráfico y nuncahabía llegado a tener ningún hijo. Estabasólo en el mundo y únicamente debíasustentarme a mí mismo; ni siquieratenía un perro al que mantener peroestoy seguro de que, en caso de habertenido a alguien a mi cargo, habríaactuado exactamente igual que el restode la turba y habría saqueado como elque más.

Finalmente, a mediados de dos milcatorce, el asunto se saliócompletamente de madre y los gobiernosdel mundo decidieron al unísono sacar

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el ejército a la calle.

Desde la ventana de mi casa en la Plazade Colón podía ver a los blindadosPizarro y los tanques Leopard delejército español subiendo por el Paseode la Castellana.

Fue una auténtica masacre. Los soldadoshicieron frente a la rebelión obrera de laúnica manera que conocían: a tiros. Lasbocas de los anticuados fusiles Cetmeescupían fuego sin parar y las callespronto estuvieron anegadas porauténticos ríos de sangre.

Los hechos que tuvieron lugar en Madridse desarrollaban paralelamente en lamayoría de los países que, por aquel

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entonces, conocíamos como civilizados.

En el plazo de tan sólo unos días milesde ciudadanos habían muerto a manos desus propios gobiernos y ciudades de laimportancia de Bucarest, Londres oPekín amanecían cada mañana bañadasen la sangre y el pánico de sushabitantes.

En algún momento, no estoy muy segurode cuando, se produjo un punto deruptura y todo se fue a la mierda.

Los gobiernos mundiales dejaron detomar decisiones conjuntas y se llegó ala conclusión de que cada nación actuaracomo mejor le pareciese.

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En España se cerraron las fronteras y setrató de volver a la normalidad, pero nohabía una sola noche en la que el fuegode los fusiles no rompiera el silencio y,por el día, se hacía imposible ir atrabajar debido a los numerosos gruposde piquetes que se apostaban en lasprincipales vías de comunicación. Encuanto se formaba un piquete encualquier lugar, el ejército acudía adisolverlo con una celeridad ejemplarpero, con idéntica rapidez, se formabaotro en el extremo opuesto de la ciudad,por lo que la situación se hacía de todopunto incontrolable.

Hacía tiempo que las televisioneshabían dejado de emitir y en las radios

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sólo sonaba estática durante todo el día.Internet, por supuesto, no funcionaba ylos periódicos habían echado el cierredurante los disturbios por miedo aposibles represalias. De cualquiermodo, no había manera humana deinformarse de lo que estaba pasando enel exterior en ese mismo momento pero,más adelante, pude conocer algunas delas medidas que se habían tomado en elextranjero.

En México, el gobierno federal habíatratado por todos los medios demantener el orden, pero sucedió loinevitable y las bandas denarcotraficantes tomaron el poder yderrocaron al presidente imponiendo la

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ley del más fuerte y, por lo tanto, elpánico generalizado entre la poblacióncivil.

El régimen dictatorial chino impuso laley marcial y el toque de queda en todossus territorios. Cualquier persona vistaen la calle fuera de los horariosestablecidos por el gobierno era abatidaa tiros en el acto, asesinada a sangre fríapor el ejército sin mediar preguntaalguna.

En cuanto a Rusia y Estados Unidos,ambos actuaron de manera similar y, loque me sorprendió aún más, comedida.Blindaron sus fronteras y establecieronmilicias civiles bien organizadas encada una de sus ciudades y pueblos. De

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esta manera, consiguieron mantener unarelativa sensación de orden hasta que,más tarde, la situación se les fue de lasmanos.

Por su parte, y para no variar, las exrepúblicas soviéticas fueron por libre.Uzbekistán, Kazajistán, Daguestán ydemás “nosequestán” constituían, comode costumbre, un despeloteadministrativo en el que cada uno barríapara casa y en el que las miliciascampaban a sus anchas sembrando elterror y la muerte en todos los lugarespor donde pasaban.

En la navidad de dos mil quince una deestas milicias de nombre

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impronunciable con base en un país cuyonombre acababa en “stán” tomó al asaltola instalación gubernamental equivocaday desató el infierno. Se trataba de unlaboratorio; allí, sin ser conscientesde ello, los soldados liberaron alportador de un virus desconocido hastaaquel preciso momento, al menos así sedijo de manera oficial. Él solo se cargó,con sus manos desnudas, a toda unamilicia entrenada para matar y armadahasta los dientes.

En menos de medio año, la infección sehabía extendido como una plaga pormedia Europa, media Asia y, no mepreguntéis cómo, porque nunca lo hesabido, había llegado a América.

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Cuando los yankees y los rusos vieronaparecer a los primeros de aquellosseres en sus fronteras los exterminaronsin mayor ceremonia. Sin embargo, en elmomento en que el goteo se convirtió enuna riada, ambos gobiernos se pusieronnerviosos y las manos comenzaron abailar sobre el botón rojo.

Con el paso de las semanas, la situaciónse fue tensando cada vez más y, cuandola avalancha formada por aquellosengendros desbordó sus defensas, tantoamericanos como rusos se acusaronmutuamente de haber liberado el virus yse desató un bombardeo nuclear queredujo a la nación más poderosa de latierra, Estados Unidos, a un enorme

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cráter humeante que abarcaba todo elterritorio entre Nueva York y LosÁngeles. Por su parte, Rusia tampoco selibró de la potencia de fuegoestadounidense y todo su territorio,salvo la estepa siberiana, fue reducido aescombros y cenizas.

Millones de vidas fueron borradas delmapa en cuestión de minutos. Y no sóloeso, sino que debido a esta orgíaatómica nos vimos sumergidos en uninvierno nuclear que se prolonga hastael día de hoy.

A finales de dos mil dieciséis tuvimosnoticia de que la marea de infectadoshabía roto el cerco en la frontera conFrancia y Andorra. El gobierno de la

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nación, tan tarde como siempre, dioorden de copiar la táctica de las miliciasciudadanas y el ejército fue casa porcasa reclutando forzosamente a todosaquellos hombres que fueran capaces desostener un arma.

Por aquel entonces, yo tenía veintiséisaños y estaba asustado. ¿Por quénegarlo? Estaba jodidamente asustadocuando un grupo de soldadosuniformados para el combate me sacó dela protección de mi casa con lo puesto yme arrastró hasta la parte trasera de untransporte militar en el que se apiñabanmis vecinos, tan acojonados como yo.

Nos llevaron hasta la estación de

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Atocha. Una vez allí, fuimosatravesando los tornos a paso ligeromientras una fila de soldados nos daba acada uno un arma al azar con sumunición correspondiente, un chalecoantibalas y un casco de combate.

Nos hicieron formar en filas en elvestíbulo de la estación y, en esemomento, comencé a observar ensilencio a cada uno de los improvisadosmilicianos que permanecían en pie,hombro con hombro, en el sitio que leshabía sido asignado.

Pude comprobar que había tenido mejorsuerte en el reparto que alguno de miscompañeros.

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Sorprendentemente, el chaleco meajustaba a la perfección y el casco...bueno, al menos no se me caía.

En cuanto al arma, me había tocado ensuerte un viejo fusil manual de precisiónMosin–Nagant de fabricación soviéticaque databa del año mil novecientossesenta y tres y que, según me explicóuno de los soldados, necesitaba seramartillado después de cada disparo. Escierto que aquella antigualla no teníatanta cadencia de disparo como un fusilde asalto, pero podría haber sido peor,me podría haber tocado una pistola.

Estaba absorto metiendo balas delcalibre 7,62 en la canana que mecruzaba el pecho cuando un oficial, no

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sé de qué graduación, se adelantó ypidió silencio con las manos levantadas.

–Señores, ustedes forman parte de lamilicia ciudadana de Madrid. Serándistribuidos en comandos operativos deveinte personas según su barrio deprocedencia. Cada comando contará conel apoyo de dos soldados del ejército detierra. ¿Me he explicado con suficienteclaridad?

Ninguno de los allí presentes teníamosclaro cuál iba a ser nuestra misión niqué se supone que se esperaba denosotros, pero todos sabíamos qué eralo que teníamos que contestar en esecaso y de todas las gargantas salió al

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unísono un sonoro “¡Señor, sí señor!”... habíamos visto demasiadas películas.

Dos soldados con cara de pocos amigosse colocaron ante una mesa destartaladaque habían sacado de las oficinas deRenfe y nos fueron llamando por nuestronombre, uno a uno. Pronto, un relucientecuatro negro sobre fondo naranjafosforescente estaba pegado sobre michaleco antibalas y yo me encontraba denuevo camino de mi casa en la partetrasera de un camión atestado dehombres que mantenían la mirada fija enalgún punto del infinito.

Teníamos orden de reunirnos, listos parael combate, al amanecer del díasiguiente.

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2. MILICIA

El lugar de encuentro de nuestrocomando se había establecido en elvestíbulo del museo de cera y cuandollegué allí a las seis en punto de lamañana...

Dios, ¿se suponía que nosotrosdebíamos proteger la ciudad?

Contándome a mí y a los dos soldadosque se mantenían en pie junto a laspuertas, sólo habíamos llegado nueve delas veintidós personas previstas.Paseando la mirada por el vestíbulo,pude constatar lo que ya sabía inclusoantes de salir de mi casa: éramos un

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ejército de desharrapados.

Un muchacho que a duras penassuperaría los diecisiete años trataba deguardar una apariencia de calmamientras contemplaba abstraído unaenorme pistola Beretta del modelo 92que se veía grotescamente grande en sumano. Llevaba unos pantalones dechándal blancos, una sudadera concapucha y unas zapatillas deportivasque, en conjunto con el chaleco antibalasy el casco que le bailaba constantementeen la cabeza, le daban un aspecto dedesamparo absolutamente ridículo.

El chico estaba de pie, con uno de sustalones apoyado en la pared, junto a unanciano vestido con un pantalón de pana

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y una camisa de cuadros que le asomabapor debajo del chaleco. Permanecíasentado, la vista clavada en la punta desus zapatos negros de rejilla mientrassostenía entre sus manos inseguras unfusil de asalto AK–47 que, como todosallí, no sabía manejar.

Sacudí la cabeza y eché una nuevaojeada al espacio del vestíbulo. Estabaacojonado y desanimado a partesiguales... hasta que los descubrí a ellos.Eran tres; se mantenían en un rincónoscuro, alejados del resto de la gente y,lo que es más importante, eran las tresúnicas personas que parecían mantenerla calma pese a no saber todavía cuáliba a ser nuestra misión.

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Me encaminé hacia su grupo. Madridardía de punta a punta por culpa de lospiquetes, los disturbios violentosestallaban a todas horas en cualquierpunto de la ciudad y una mareaincontenible de infectados, aún nosabíamos muy bien qué eran en realidad,campaba a sus anchas por todo el nortede la península y, sin embargo, aquellostres tipos permanecían incólumes,absolutamente tranquilos. Uno de ellosfumaba un cigarrillo a caladas lentas quehacían que la punta incandescentedestacara como un faro en la penumbradel vestíbulo. Fue el primero en advertirmi presencia.

–¿Y tú quién coño eres?

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Debo reconocer que me sorprendió elrecibimiento. Pero me sorprendió aúnmás el hecho de que todos llevaban, enmejor o peor estado de conservación,uniformes completos de camuflaje. Elque parecía más mayor de los tres, untipo canoso con facciones duras y barbade tres días, dejó de afilar el cuchillotáctico que sostenía entre sus manoscallosas e intervino en la conversaciónhablando con un fuerte acento de Europadel este. Su expresión era divertidamientras increpaba al primero.

–¡Vamos hombre! Déjale en paz. ¿Noves que está cagado de miedo? –dijotratando de contener la risa–.

Mi nombre es Sergey, este de aquí se

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llama Rashid y aquel maleducado de allíse llama Carlos.

–Encantado. Yo me llamo Diego –dijecon una sonrisa estúpida en la cara ytendiéndole la mano al primero quehabía hablado.

Por su parte, él se limitó a darle unaúltima calada al cigarrillo y arrojarlolejos mientras escupía por el colmillo ymiraba mi palma extendida con un gestode absoluto desprecio.

–Cojonudo, parecemos la puta ONU.Sólo nos faltan un chino y un indio, ¿eh?

–¿Pero no te acabo de decir que le dejesen paz? –

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intervino de nuevo Sergey en medio deuna carcajada–.

Vamos chico, ven aquí, siéntate connosotros.

–¿Qué somos? ¿Una ONG? ¿Acasovamos a recoger a todos los gilipollasque se presenten aquí vestidos con unosvaqueros y unas botas viejas?

En este caso, la carcajada fuegeneralizada e incontenible. Incluso losdos soldados que esperaban en la puertadel museo volvieron la cabeza para verde dónde procedía aquel escándalo.

Rashid era enorme como un buey yademás se reía como tal. Sus ojos

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bailaban divertidos y la cicatriz que lecruzaba el lado derecho de la cara,desde la oreja hasta la comisura de loslabios, se retorcía sobre sí misma concada carcajada. Para cuando fue capazde mantenerse medianamente serio, yoya me había sentado entre Sergey y él,así que me dio una palmada en laespalda con su enorme manaza y sedirigió a mí.

–¿Sabes una cosa? Carlos, aquí donde leves, puede parecer un imbécil... y teaseguro que lo es. Pero también tegarantizo que, si te quedas con nosotroshasta que haya fuego de por medio,llegarás a apreciarlo tanto como almejor de tus amigos.

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–Y bien... Diego, ¿sabes usar ese trasto?

Fue el propio Carlos quien dijo eso.Como si no hubiera pasado nada, meofrecía un cigarro desde el otro extremodel corro con una sonrisa de oreja aoreja plantada en la cara mientras sumirada se detenía alternativamente en miexpresión de sorpresa y en el viejoMosin–Nagant de cerrojo que teníaentre las manos. Cogí el pitillo que medaba y lo encendí con parsimonia, a unritmo deliberadamente lento.

–No tengo ni idea –admití sin dejar desostenerle la mirada y soltando unabocanada de humo.

–¡Ja! Al menos el chico es sincero –

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intervino Sergey–.

Trae, deja que te enseñe.

Cogió el fusil de precisión entre susmanos y acarició suavemente la culatade madera desgastada. Acto seguido,sopló a través de la boca del arma y seechó el fusil al hombro para comprobarla mira telescópica que llevabaacoplada. En mis manos, el Mosin–Nagant se veía como un jugueteridículo; en las suyas, ajustaba a laperfección.

–Ah, fabricación soviética. Tiene queser bueno a la fuerza –Sergey sonreíauna vez más–. Bien, atiende.

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Esto de aquí es la mira, esto es el cañón,la culata, el gatillo, el seguro y elcerrojo –fue señalando una a una laspartes que formaban el arma–. Elfuncionamiento es sencillo, hasta un niñopodría manejarlo. Primero apuntas através del visor y, cuando tienes elobjetivo en el punto de mira, tiras delgatillo... y ya está. Lo único que debestener presente es acordarte de quitar elseguro antes de disparar y de cargar unanueva bala entre descarga y descarga.

–¿Cómo? –le interrumpí.

–¿Perdona?

–Que cómo cargo el fusil antes dedisparar.

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–Ah, eso. Te lo demostraré. ¿Me dejasun par de balas? –me tendió una manollena de callos con la palma haciaarriba.

Le di los dos proyectiles que me habíapedido y observé angustiado cómocargaba una bala, se echaba elMosin–Nagant al hombro y apuntaba auno de los soldados que montabanguardia junto a la entrada. Llegué apensar que iba a matarle allí mismo perosólo paseó su dedo alrededor delgatillo.

–¡Pum! Primero disparas y luego, lo másrápido que puedas, tiras de esta pieza deaquí –llevó su mano hasta el cerrojo ytiró de él hacia atrás. La bala salió

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despedida de la recámara en cuanto elcerrojo hubo completado su recorrido–.¿Ves? El casquillo sale por aquí y, en elhueco que deja libre al saltar de larecámara, metes otra bala y llevas elcerrojo otra vez hacia adelante. Toma,inténtalo tú.

Cogí de nuevo mi rifle e intenté llevar acabo la maniobra completa. Tardé unaeternidad. El paso de tirar del cerrojopara que saltara un casquillo vacío erasencillo, pero meter una bala nueva en larecámara no resultaba tan fácil como lohacía parecer Sergey. El proyectil debíaentrar en la recámara ligeramenteinclinado; había que meterlo en diagonaly luego presionar la parte trasera hasta

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que se oía un “clac” que significaba quela bala ya estaba en su sitio y que sepodía devolver el cerrojo a su posiciónoriginal. Repetí el proceso en silenciodecenas de veces, tratando de hacerlocada vez mejor, hasta que Rashid meinterrumpió.

–Bueno... ¿cuál es tu historia?

–¿Qué historia?

–Ya sabes, la tuya. ¿Quién eres? ¿Dedónde has salido?

En fin, ese tipo de cosas.

–Sí, joder –intervino Carlos, taneducado como siempre–. Ha amanecido

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y todavía no nos han dicho qué cojonestenemos que hacer. ¡Por lo menoscuéntanos algo!

En realidad no había amanecido. Eramás bien una forma de hablar, ya que elinvierno nuclear provocado por lasbombas rusas y americanas se habíaconvertido en una lacra global y habíaborrado de un plumazo los antiguosconceptos de noche y día. Ahorateníamos sólo oscuridad; una oscuridaddensa e insana que se rompía con una luztenue, apenas visible, cuando el solasomaba tras los miles de millones departículas de polvo en suspensiónperpetua.

Pero, por aquel entonces, yo era joven y

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me esforzaba por buscar siempre el ladopositivo de las cosas. Como suelesuceder en estos casos, podría habersido peor.

La radiación lo impregnabaabsolutamente todo pero, salvo en lospuntos de impacto de las bombas y susalrededores, no tenía fuerza suficientepara matar o causar daños deconsideración en el cuerpo de un serhumano; el polvo sí, pero se acumulabaen las capas altas de la atmósfera y nosuponía un problema inmediato. Por otrolado, las centrales eléctricas aún nossurtían de luz artificial y el agua, aunquecon un sabor peculiar, seguía llegando anuestras casas cada vez que abríamos un

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grifo.

–Siento decepcionaros, pero yo no tengoninguna historia. Como ya he dichoantes, me llamo Diego. Si queréis,puedo añadir que tengo veintiséis años yque nací en este mismo barrio. Me criéen este laberinto de hormigón y asfalto yconozco sus calles como la palma de mimano, pero no tengo ninguna historiafascinante que contaros. Soy un simpleabogado, no una especie de superhéroe.

–Vaya mierda de historia –sentenció elpropio Carlos encendiendo otro pitillo.

–Ya... supérala –le reté.

–Ja, ja, ja –Carlos reía a placer–.

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Colega, espero que estés de coña. ¿Túnos has visto bien? ¿De verdad creesque nuestra historia es la de un chavalde clase alta que vive toda su vida en elmismo barrio hasta que le sacan de casaa la fuerza y le ponen una antigualla decincuenta años en las manos?

–No, p–p–pero... –tartamudeé como unidiota.

–No imbécil, claro que no –Carlosseguía con su ataque despiadado–. Lahistoria de Sergey, Rashid o incluso lamía propia no tiene nada que ver con lamierda que nos acabas de contar.

–Carlos, tío, ¡dale una tregua al chaval!–Sergey acudió a mi rescate una vez

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más–. Es su vida... ¿y qué si no es tanmovida como la tuya?

–Sergey tiene razón –dijo Rashid–.Sabes de sobra que no tienes nada quedemostrar pero, como eres un tarado demanual, ¿qué te parece si nos cuentas tupropia historia?

–Vete a la mierda. Sabéis casi mejorque yo mismo quién soy y de dóndevengo.

–Pero Diego no lo sabe –Sergey sabíaque Rashid había tocado en un puntosensible, así que hurgó un poco más 25

en la herida–. ¿Por qué no se la cuentasa él?

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–¿Sabes qué? Sí que voy a hacerlo. Voya contarle mi vida al mojigato este a versi así cerráis la boca de una puta vez.

Carlos bajó la vista para encender unnuevo cigarrillo con la punta aúnincandescente del que estaba a punto detirar. Cuando levantó de nuevo lacabeza, su mirada había perdido laarrogancia de antes y su tono de voz sehabía vuelto más franco, menos hostil.

–Bueno, antes de nada tengo que decirteque no me siento especialmenteorgulloso de mis orígenes...

–Comando cuatro, en pie y enformación. ¡Ya!

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Nos interrumpió la voz potente de unode los soldados de la entrada, que sehabía vuelto hacia el interior delvestíbulo y nos miraba impaciente, enespera de que cumpliéramos su ordenmientras el otro permanecía de espaldasa nosotros.

Uno a uno, los hombres queaguardábamos en el hall nos fuimosponiendo en pie con parsimonia y nosdirigimos hacia el centro del vestíbulo.Mientras mis tres compañeros selevantaban, pude ver que cada uno deellos se echaba al hombro un fusil deasalto de gran potencia, del modelo M16para más señas, y se ataba al muslo unapistolera de la que colgaba una ligera

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pistola Glock del calibre 9mmParabellum.

La única diferencia entre el armamentode aquellos tres hombres venía marcadapor el cuchillo táctico que Sergey estabaafilando cuando me acerqué al grupo ypor una descomunal Desert Eagleplateada que colgaba del cinturón deCarlos.

–Señores –el soldado que hacía lasveces de portavoz miraba condesconfianza a los tres hombresque formaban junto a nosotrosenfundados en uniforme de combate–,durante los próximos días su radio deacción se limitará a esta plaza. Estedebe ser su baluarte y deben protegerlo

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de cualquier amenaza al precio que sea.¿Alguna pregunta?

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3. BARRICADAS

Dedicamos el resto del día a fortificar ellugar que nos había tocado custodiar.Aquellos que tenían coche, lo movieronpara aparcarlo atravesado en alguna delas calles que daban acceso a la Plazade Colón.

A media mañana, aparecieron doscamiones requisados por el ejército ycargados hasta los topes de sacosterreros que utilizamos para construirbarricadas en las bocacalles. Incluso lospropios camiones sirvieron para cerrarel acceso a la plaza por el Paseo de la

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Castellana, tanto en dirección al Paseodel Prado y Atocha como en sentidoopuesto. Estos fueron los accesos másdifíciles de bloquear ya que, inclusoatravesando los dos camiones en elasfalto y reforzando la improvisadabarricada con sacos de tierra, sóloconseguimos cortar la calzada centraldel enorme paseo.

¿Cómo podría definiros el espacio quenos tocó defender? Veréis, ahorasupongo que estará igual de hechamierda que el resto del mundo pero, ensu día, la Plaza de Colón era uno de loslugares más impresionantes ycautivadores de la ciudad de Madrid.

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Podías pasar por allí todos los díasdescubriendo cada vez algo nuevo: Unpequeño detalle que habías pasado poralto, un monumento que debido alajetreo no te habías parado a contemplaro incluso un edificio que, dependiendode la luz que incidiera sobre él, podíaparecer distinto en cada momento deldía. Lo que empezó siendo básicamenteun cruce entre el inmenso Paseo de laCastellana en su unión con el deRecoletos y la no menos impresionanteCalle Génova, se había ido convirtiendopoco a poco en un lugar de contrastes enel que la vida discurría como un torrenteincontenible.

A un lado de la calle el progreso se

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había abierto camino en forma degrandes bloques de viviendas odescomunales edificios de oficinascomo las Torres de Colón, dos enormesrascacielos de cristal cobrizo en cuyaplanta veintitrés, la más alta, destacabaun inmenso cartelón azul y blanco en elque se anunciaba la Mutua Madrileña, lamás importante de las compañíasaseguradoras de la capital. Pero lobueno, lo que realmente le imprimía uncarácter especial a la plaza, era que contan sólo cruzar la calle podías tocar conla punta de los dedos la fachada de laBiblioteca Nacional, un soberbioedificio de tres plantas del siglo XVIIIcon el pórtico presidido por esculturasen piedra de los eruditos más

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importantes de la historia de España.

El centro de la plaza lo ocupaba unarotonda partida formada por dos fuentesalargadas en forma de semicírculo traslas que se encontraba otra de lasmaravillas de aquel Madrid: losJardines del Descubrimiento que,pegados a la Biblioteca Nacionalocupaban el espacio de una manzanaentera conformando un homenaje vivo ala conquista de América. En una de susesquinas, una estatua de Cristóbal Colónde casi veinte metros de altura dominabalos jardines justo sobre lo que en su díafue una fuente a través de la que seentraba al Centro Cultural de la Villa, uninmenso auditorio ubicado en el

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subsuelo de la hermosa y cosmopolitaplaza.

Y en medio de todo aquello,contemplando indiferente el trajín diarioque se movía a sus pies, se elevabaun mástil de cincuenta metros sobre elque ondeaba una descomunal bandera deEspaña.

Cientos de familias paseaban a diariopor aquellas calles; miles de parejas sehabían conocido o se habían besado porprimera vez en la intimidad arbolada deesos jardines; auténticas riadas detrabajadores acudían día tras día acumplir su jornada en aquellos edificiosde oficinas. Ese era el trozo de asfaltoque nos había tocado defender y estaba

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dispuesto a dejarme la piel en el intento.

Aún no sabíamos a qué íbamos aenfrentarnos pero la necesidad defortificar la plaza, la gente corriendo deun lado para otro y los soldados queladraban órdenes sin parar, habíanconseguido ponernos a todos de losnervios. Estábamos absolutamenteperdidos y nos movíamos como pollossin cabeza, llevando entre los brazoscualquier trozo de escombro que pudieraservir para reforzar las barricadas.

En un momento dado, incluso llegamos aarrancar, a fuerza de darles golpes conun coche, las vallas de protección de laboca de metro de la plaza para

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colocarlas delante de los sacos terreros.Reventamos a pedradas uno de losescaparates del Hard Rock Café ylanzamos todas las mesas y sillas quehabía dentro sobre uno de los lateralesde la Castellana.

En cuestión de horas la Plaza de Colónse había convertido en un manicomio enel que todos, incluso Carlos, Sergey yRashid, contribuíamos en mayor o menormedida a la locura general. Cuando laoscuridad se convirtió en absoluta y lasfarolas bañaron la calle con una tenueluz eléctrica, todos estábamos exhaustose infinitamente más nerviosos que alempezar el día.

Sólo una de cada tres farolas estaba

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encendida, lo que en unas calles tananchas como las que daban acceso a laPlaza de Colón, dificultabaenormemente la visión y dejaba grandesespacios sumidos en la sombra. Noveíamos un carajo pero, aún así,permanecimos durante horas asomadospor encima de los parapetos, con losrifles preparados y escudriñando laoscuridad en busca de una amenaza de laque no sabíamos absolutamente nada, nisiquiera la forma que se suponía quedebía tener.

A lo largo de todo ese tiempo, laangustia se podía palpar en el ambientey nadie se atrevió a intercambiar ni unasola palabra con su vecino. El silencio

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era tan denso, y se alargó tanto, querecuerdo haber dado un par decabezadas, por el puro agotamiento delos nervios.

No fui el único; incluso el adolescentedel chándal terminó quedándosedormido, agarrado a la culata de supistola y apoyado sobre una de lasbarricadas.

Aproximadamente a medianocheempezamos a oír los primeros disparos,procedentes de algún puntoindeterminado de la capital. La tensiónse elevó al infinito: nadie hablaba, nadiedormía, apenas nos atrevíamos arespirar mientras escrutábamos con ojostan abiertos como inútiles la negrura que

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nos rodeaba.

Con el tiempo, he conocido muchosaspectos del miedo, pero aquel lorecuerdo como el más terrible, el másaterrador, sin saber qué ocurríaexactamente o cuándo iba a pasar. Asícontinuamos toda esa noche y también enla que vino tras la falsa tregua quesupuso el día siguiente.

Entonces, la noche se llenó de un coroformado por ráfagas de Kalashnikov,estampidos sordos de pistolay detonaciones de las escopetas de cazaque algunos vecinos de Madrid habíanbajado a la calle como armasimprovisadas de combate urbano. Los

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estallidos de violencia empezaban entodos los casos con una ráfaga o undisparo solitario que, en cuestión desegundos, desencadenaba un auténticoinfierno. La potencia de fuegoaumentaba en un crescendo demencialhasta que, más tarde o más temprano, sedetenía bruscamente. De golpe.

Hubo quien consiguió dormir un par dehoras entre refriega y refriega pero yo,personalmente, no pude pegar ojo.

El segundo día las cosas se pusieronbastante más feas.

Los disparos sonaban cada vez máscercanos y los militares decidieron, enalgún momento, hacer lo que se debía

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haber hecho desde el principio.Evacuaron totalmente la zona y sellevaron a todas las mujeres y niños queaún no habían huido, amontonados endescomunales autobuses de transportemilitar con destino incierto. Y en mediode esta debacle arropada por el fuego delos fusiles que se aproximaba cada vezmás, yo fumaba en silencio junto aCarlos, Sergey y Rashid mientrastrasegábamos a pequeños sorbos unabotella de Johnnie Walker quehabíamos robado del Hard Rock Café.

Por una parte, aquella experienciasobrecogedora rompió la concepcióndel mundo que teníamos hasta esemomento y consiguió unirnos con mayor

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fuerza de lo que lo hubiera hecho lamejor de las juergas. Fue un shock. Algosalvaje. Pero, por otro lado, tambiéntuvo su parte positiva: con el desalojodel barrio casa por casa los militaresdescubrieron a más de un hombre que,bien por querer cuidar de su familia obien por no haberse atrevido a abrircuando el oficial de reclutamiento llamóa sus puertas, no se habían alistado en lamilicia ciudadana. De este modo,nuestro grupo se incrementó en treinta yun efectivos pobremente armados yahora éramos cincuenta y tres los quepermanecíamos en pie, cagados demiedo, en medio del bosque debarricadas.

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Casi a media tarde de ese mismo día, elsonido de las armas de fuego cesó derepente. Todos esperábamos oír denuevo cómo, pasados unos cuantosminutos, se reanudaba el insistentetableteo de los fusiles de asalto pero ensu lugar escuchamos una potenteexplosión y vimos por encima de losedificios una enorme bola de fuego yhumo negro que se alzaba desde el otroextremo de la ciudad. Nos quedamosatónitos. La tensión creció de nuevohasta cotas insospechadas y durante unrato permanecimos con las armas listassobre las barricadas... pero no ocurriónada. Y cuando digo que no pasó nadame refiero a que no pasó absolutamentenada.

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Aquella tarde no se produjo en la ciudadni un solo disparo más. Madrid estuvosumergido durante horas en un silenciosobrecogedor, casi reverencial. Perotodo cambió con la llegada de laoscuridad.

Por segunda noche consecutiva nosmirábamos los unos a los otros en buscade consuelo sin llegar a decirnos nada;apuntábamos a la negrura con losnervios a flor de piel y esperábamos. Enalgún momento incluso llegamos apensar que sería como las otras veces,que realmente no ocurriría nada, peronos equivocábamos: sucedió algo quenos heló la sangre en las venas.

De pronto, la quietud se vio rota por un

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estallido de disparos casi simultáneoque se produjo en los dos puestosfortificados inmediatamente adyacentesal nuestro.

La noche se llenó de pronto con elsonido de las armas de fuego. El Paseode la Castellana era una línea casiperfectamente recta que atravesaba laciudad de Madrid y, gracias a esto,podíamos ver con claridad desde losparapetos como a lo lejos, tanto ensentido Bernabeu como en sentidoopuesto, hacia el Museo del Prado,ambos puestos de control relucíanparpadeantes por los estampidos de loscañones de los fusiles de asalto querepartían muerte indiscriminadamente

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entre las filas de un enemigo todavíadesconocido.

A la luz de una de las farolas que aúnpermanecían encendidas en los lateralesdel paseo pudimos ver tres sombras quecorrían a una velocidad endiabladahacia el puesto situado junto al hotelVilla Magna; pero estaban demasiadolejos, pasaron demasiado rápido y la luzera demasiado tenue como paradistinguir sus rasgos.

Poco a poco, el sonido de las armas sefue diluyendo en la noche. Primero, elresplandor de las ráfagas de un fusil deasalto se apagaba de repente y su cañóndejaba de producir aquel tableteo tancaracterístico. Acto seguido, una pistola

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cesaba en sus estampidos roncos ypotentes sólo para ser seguida en elmismo proceso por otro rifle, pistola,subfusil o escopeta.

En menos de un par de horas el silenciohabía vuelto a envolverlo todo y sólo sepodía escuchar el sonido de los disparosaislados de una única arma, queprocedían del puesto de control de laPlaza de Cibeles y se alejaban cada vezmás en dirección a la glorieta de CarlosV y la estación de Atocha. No pasómucho tiempo antes de que aquel sonidotambién se detuviese.

De nuevo nos vimos envueltos en unaoscuridad sólo rota por el tenue

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resplandor que vertía sobre el asfaltouna de cada tres farolas. En el silenciode la noche no se oía nada salvo elsonido de los pasos de la gente quecorría de una barricada a otra y seasomaba por encima en un intento inútilde adivinar qué era lo que había pasado;quién o qué había destruido porcompleto dos puestos fortificados yarmados hasta los dientes en menos deun par de horas.

Los dos soldados se mantenían en pie,nerviosos y con sus fusiles Cetmecruzados sobre el pecho mientrasmiraban sin parar a un lado y a otro enmedio de la locura general. Por nuestraparte, Rashid, Carlos, Sergey y yo

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mismo intentábamos aguantar el tirón ymantenernos lo más enteros que fueraposible.

–¿Qué coño ha sido eso?

Esta vez era yo el que le ofrecía tabacoa Carlos quien, con la espalda apoyadaen el mástil que sostenía la enormebandera de España que coronaba laPlaza de Colón, se limitó a coger elpitillo y sacudir la cabeza con gestopesimista.

Sacó un mechero de su bolsillo, pero nollegó a encender el cigarrillo quesostenía entre los labios.

Justo cuando la rueda rozó contra la

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piedra con su chasquido característico,justo cuando una pequeña llama azuladasalía del mechero y se quedaba,bailando titilante, ante la cara de Carlos,el aullido de algo que, por el sonido,debía estar a medio camino entre un osoy un lobo estremeció el cielo nocturnode Madrid y nos paralizó el pulsoprolongándose durante los tres segundosmás largos de mi vida.

Mis manos temblaban de maneracompulsiva en torno a la culata demadera del Mosin–Nagant. Loscincuenta y tres hombres pertenecientesa nuestro comando nos mirábamos unosa otros sin decirnos nada y sin saber quéhacer e incluso los soldados, orgullosos

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al principio, dejaron de lado cualquierdiferencia y se acercaron hasta el centrode la plaza.

Nos apelotonamos con un miedo atrozpintado en la cara, como el ganadocuando se siente acorralado.

Intentábamos que la unión y el númeronos proporcionaran un poco deseguridad... pero todo fue en vano.Cuando mi mirada se cruzó porcasualidad con la de Sergey, le encontrécon las mandíbulas apretadas y la vistafija en algún punto del infinito. No pudeapartar mis ojos de su rostro hasta que,con un gesto que parecía innato en él,amartilló ruidosamente su arma y definióen una sola frase la idea que estaba

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presente en la cabeza de todos.

–Sea lo que sea... ya viene.

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4. GOTEO

El día diecisiete de diciembre de dosmil quince se produjo mi primercontacto con aquellos seres y, por siesto no fuera suficiente, mi bautismo defuego.

Todo comenzó al alba. Aquellascriaturas empezaron a aparecer como ungoteo, como si alguien se hubiera dejadoabierto el grifo del infierno.

El primero apareció de repente,plantado en mitad del Paseo de laCastellana. Nadie le había visto llegar,

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nadie sabía de dónde había salido, peroel caso es que estaba allí. Desde ladistancia a la que nos encontrábamospodíamos ver, apiñados contra labarricada de sacos de arena, que llevabaun chaleco antibalas y que sus ropasestaban completamente bañadas ensangre. Se dirigía hacia nosotros con unandar torpe y lento, tropezándose consus propios pies. Todo indicaba quedebía ser un superviviente del puesto decontrol situado frente al Villa Magna,herido y desorientado por la vorágine dela noche anterior pero, afortunadamente,nadie tuvo los arrestos necesarios paralevantarse y delatar nuestra posiciónofreciéndole ayuda.

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Me eché el Mosin–Nagant al hombro y,por curiosidad, apunté el cañón de miarma hacia él. Lo que pude ver en mipunto de mira era un espectáculoabsolutamente estremecedor que merevolvió el estómago y me dejónoqueado. No estaba preparado paraeso. En aquellos tiempos, nadie loestaba.

El visor del arma reveló el avance lentoy trabajoso de una criatura que, saltaba ala vista, alguna vez había sido humana.Sus ropas estaban hechas jirones y lasangre que le empapaba por completopegaba las mangas de su camisa a losbrazos. El chaleco estaba lleno dearañazos y de coágulos sanguinolentos

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que pendían de él, oscilando con cadapaso y amenazando con caer sobre elasfalto.

Esto, por sí sólo, hubiera sido bastantepara hacer temblar el pulso de más de unmilitar y, por supuesto, de cualquiercivil, pero no era lo único. Elespectáculo alcanzaba todo su macabroesplendor justo por encima de loshombros del individuo.

El cuello de aquel ser estaba doblado enun ángulo imposible y sus ojos bovinosmiraban sin ver, velados por unaespecie de telilla blanca. Caminaba conla cabeza exageradamente torcida a laderecha y, por si fuera poco, habíaperdido la mitad de su cara y la mejilla

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dejaba al descubierto la mandíbula enuna especie de sonrisa diabólica.

Estuve en estado de shock durante casiun minuto, observando a través de lamira telescópica su avance tortuoso.Pero salí de mi ensimismamiento losuficientemente rápido como para quitarel seguro de mi rifle de precisión y,antes de que nadie pudiera impedírmelo,disparar.

Aquel ser no debía estar a más dequinientos metros: en teoría, un disparofácil, pero el potente estampido delMosin–Nagant me pilló por sorpresa yel retroceso se llevó el cañón del armahacia arriba. Fallé el tiro por más de un

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metro.

–¿Se puede saber qué coño haces?

Uno de los soldados se acercaba haciamí a grandes zancadas y con una cara decabreo bastante considerable, pero nollegó a alcanzar mi posición. No sé si sedebió al sonido del disparo o a la visióndel militar por encima del parapeto,pero el caso es que la criatura parecióenloquecer.

Se detuvo en seco, fijó la mirada en elcuerpo del soldado y de sus labios salióun aullido similar al que habíamosescuchado durante la masacre de lanoche anterior. Cuando reanudó sumarcha, el paso lento y tambaleante de

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antes había desaparecido por completo.

Recorrió los cuatrocientos y pico metrosque le separaban de la barricada sin unsólo tropiezo, con espumarajos rojizoscolgando de la comisura de sus labios...bueno, para ser más exactos, de lacomisura que aún le quedaba. Antes deque a nadie se le ocurriera ni siquieraquitar el seguro, pasó por encima delparapeto y se abalanzó sobre eldesprevenido soldado.

Observamos horrorizados cómo aquelser mordía su cuello como un animalsalvaje y le arrancaba un enorme trozode carne. Acto seguido, echaba lacabeza hacia atrás, tragaba un pedazosangriento de carne casi sin masticar y

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reanudaba su labor.

Asistimos al macabro festín con losgritos de dolor del soldado entrando através de nuestros tímpanosdirectamente hasta clavarse en nuestrocerebro. Todo sucedió demasiadorápido y fue demasiado horrible comopara que un grupo de civiles sinentrenamiento militar alguno reunieralos arrestos necesarios para tirar degatillo y acabar con el atacante. Cuandoaquel engendro salido del infierno sedio por satisfecho con su primera presay dirigió sus ojos vidriosos hacianosotros... bueno, se podría decir quehasta entonces ninguno habíamos sabidorealmente lo que era el miedo.

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Una indescriptible sensación de terrorse apoderó de todos los allí presentes,una emoción intensa y paralizadora que,pese a la necesidad de huir, clavónuestros pies al suelo con una fuerzainsuperable.

Llegamos a creer que todo estabaperdido, que aquella bestia nos iba adestrozar uno a uno sin que nadie seatreviera a reaccionar pero, cuando sepuso en pie para lanzar una vez más susiniestro aullido, un trueno ensordecedorresonó por toda la plaza y nos sacó denuestro estado.

El cañón de la Desert Eagle humeaba,Carlos sonreía y en la frente de lacriatura se había abierto un descomunal

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agujero a través del que se podían versus sesos desparramados por el asfalto.

Aquella alimaña cayó al suelo con unsonido sordo y, antes de que hubieratiempo suficiente para que cundiera elpánico y la situación se descontrolaramás de lo que ya lo estaba, Sergeyavanzó un par de pasos y tomó el mando.

–¡Escuchadme bien! Quiero cincohombres vigilando cada una de lasentradas de la plaza y disparando a todolo que se mueva. El resto serviréis comounidad de apoyo –arrancó el Cetme delas manos muertas del soldado y se loplantó frente a la cara al adolescente delchándal–. Tú, guárdate ese trasto y coge

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esto. Apuntar y disparar, es fácil,¿podrás hacerlo? –el chaval sólo acertóa asentir mientras miraba a Sergey conlos ojos como platos–. Bien, entoncesven con nosotros... y tú también –dijoseñalando a un hombre calvo que debíarondar la cincuentena.

Entonces llegó mi turno, el turno de unabogado de ciudad que sostenía unMosin–Nagant soviético como un paloinútil entre unas manos que temblabanespasmódicamente.

–En cuanto a ti –señaló la cabina de unode los grandes camiones que habíantraído los sacos terreros hasta Colón–,súbete ahí y empieza a disparar. Y máste vale que mejores tu puntería; no

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quiero ver ni a uno sólo de esoscabrones cerca de la barricada.

–¡Repartíos! –intervino Rashid con unapotente voz de mando–. ¡Ya!

A nadie, ni siquiera al soldado quequedaba vivo y que miraba horrorizadoel cadáver de su compañero, parecíaimportarle que un ruso bajito y canosoles diera órdenes, así que todos lasacatamos y nos colocamos en posición.

A decir verdad, se agradecía quealguien cogiera el toro por los cuernos ynos diera a cada uno algo que hacer, unamisión, un objetivo.

Desde mi puesto de observación en lo

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alto de la cabina de uno de los camionespodía ver todo el ancho de la Castellanaademás de una buena porción de laCalle de Goya, que comunicaba la Plazade Colón con Serrano.

Fue precisamente por aquella calle porla que comenzó a aparecer la siguienteoleada de esos seres.

Esperé. Esperé durante minutos queparecieron horas hasta que, por fin, elprimero de ellos apareció en mi campode visión doblando una esquina. Estabademasiado lejos de la barricada paraque el resto disparara y, de momento,caminaba con aquel andar errante develocidad casi nula, así que nadiemalgastó munición.

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Justo detrás del primero aparecieronotros dos y se diseminaronaleatoriamente, trastabillando por todoel ancho de la calle con aquella falsasensación de tener las piernas de trapo.Ninguno de ellos llevaba casco, perodos sí que conservaban un chalecoantibalas lleno de arañazos, sangre yvísceras. En cuanto al tercero, era unamasijo irreconocible de carnedesgarrada y andrajos cubierto desangre de la cabeza a los pies... o, mejordicho, al pie.

Algo, tal vez otra de esas criaturas, lehabía arrancado de cuajo media pierna yarrastraba tras de sí el colgajo restante

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dejando un rastro rojo en el asfalto.Debido a su cojera, supuse que nodebería significar ninguna amenaza paralos tiradores que esperaban en la basede la barricada. Supuse mal.

Escogí como objetivo a uno de los quellevaban chaleco antibalas. Quité elseguro del Mosin–Nagant y busqué a lacriatura con el visor hasta que tuve suhorrible cara en el punto de mira;entonces, esperé de nuevo. Mantuve eldedo sobre el gatillo, sin decidirme aapretarlo, mientras intentaba calmarme amí mismo de la manera que fuera.

Mis sentidos me engañabansumergiéndome en un aire enrarecido,espeso, difícil de respirar. El silencio y

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la tensión que flotaban en el ambienteeran tan densos que se hubieran podidocortar con un cuchillo. Tenía la gargantatotalmente seca y la sangre golpeaba enmis sienes a un ritmo completamentedesbocado pero sabía que, con cadasegundo que pasaba, aquel ser seacercaba un poco más al parapeto y que,sin tardar mucho, los nervios setensarían demasiado y las armasestallarían vomitando fuego.

Contuve la respiración durante un par desegundos y, finalmente, apreté el gatillo.La cabeza de la criatura pareció estallaren una neblina roja de sangre, sesos yesquirlas de hueso destrozado. La balale entró por encima de la sien y la

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trayectoria de salida le arrancó un buenpedazo del mentón haciendo que cayeraal suelo en el acto.

Accioné el cerrojo del rifle tan rápidocomo me permitieron mis temblorososdedos y, en cuanto el casquillo vacíosaltó de la recámara, introduje una balanueva y reluciente en el interior delMosin–Nagant.

No me dejé llevar por el entusiasmo.Sabía de sobra que si intentaba repetirel disparo un millón de veces, acertaríacon la misma precisión quizá una decada cien.

No debía confiarme, y no lo hice. Sabíaque no siempre iba a tener la misma

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suerte pero... A la mierda todo, era lasegunda vez en toda mi vida quedisparaba un rifle de precisión, es más,era la segunda vez en toda mi vida quedisparaba cualquier tipo de arma y lehabía descerrajado un tiro en la cabeza auno de esos seres a más de mediokilómetro de distancia sin entrenamientomilitar de ningún tipo. ¿De qué le habíaservido su entrenamiento al soldado queyacía sin vida en el suelo, en medio deun charco formado por su propia sangre?

Por pura vanidad, volví la vista haciadonde la primera bestia había matado alsoldado y entonces, por enésima vez enmenos de una semana, mi cerebro senegó a procesar la información que le

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enviaban mis ojos.

Las otras dos criaturas se volvieroncompletamente locas en cuantoescucharon el estampido del primerdisparo y vieron caer a su compañero.El cojo avanzaba a una velocidadincreíble para su lamentable estado y laotra bestia, un hombre corpulento con elcuello desgarrado asomando desde lapechera desabrochada de un mono detrabajo azul, había alcanzado yalas inmediaciones del parapeto.

El fuego de los fusiles resonaba por todala plaza al tiempo que las demásbarricadas se veían asaltadas por seresque se acercaban corriendo desde todaslas direcciones, enloquecidos por la

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vorágine de sangre y ruido que se habíadesatado en cuestión de minutos. Losdisparos y las maldiciones de loshombres se unían en una melodíaextrañamente hipnótica, pero pronto elextraño coro se vería roto por los gritosde dolor y los gemidos lastimeros deagonía.

El infierno se había desatado a mialrededor y, mientras tanto, yo no podíahacer otra cosa que observar, desde lachapa del techo del camión, el charco desangre oscura en el que debería estartumbado el cadáver del soldado.

No es que se lo hubieran llevado. Nadiehabía tenido tiempo de pensar en darle

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un entierro digno a aquel desgraciadodespués de que Sergey tomara el mando.

Simplemente se había esfumado.

Podía ser que no hubiera visto cómoalguien lo retiraba de allí, podía ser quehubiera estado demasiado ocupado odemasiado nervioso como para volverla vista hacia el interior de la plaza. Sí,eso debía ser. Era la explicación máslógica... pero las huellas ensangrentadasque se alejaban del charco de maneraerrática y sin rumbo fijo contaban otrahistoria. Otra mucho peor.

Aquellos engendros habían caminadohasta hacía poco por las mismas callesque ahora defendíamos, habían paseado

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por los jardines que empezaban a teñirsede rojo con la sangre de los caídos...¡incluso podían ser familiares o amigosde la persona a la que estaban a punto dedevorar! Pero nada de eso parecíaimportarles ya en aquel mundo extraño ysalvaje en que el único sentimiento queles guiaba era el hambre. Un hambreatroz e insaciable que sólo era capaz deapaciguar el sabor de la carne humana.

Si uno de aquellos cabrones caía cosidoa balazos, otro aprovechaba el huecoque había dejado para sumarse a laenloquecida carrera, pasando porencima del cadáver de su compañero sinsiquiera detenerse a mirarlo.

Aquellas cosas habían sido personas, sí,

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pero se habían convertido en animales,no eran más que un puñado de bestiashambrientas e imparables.

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5. MAREA

Un disparo, un muerto. Esa debía ser lapremisa, la única forma inteligente deactuar con un rifle de francotirador entrelas manos si se quería seguir sano ysalvo. No la cumplí.

Cuando por fin encontré el cadáver delsoldado, este corría hacia el camión atoda la velocidad que le permitía sumaltrecho cuerpo. No era lógico, nopodía ser verdad, pero lo cierto era queel soldado al que yo mismo y otrascincuenta y una personas más habíamosvisto morir bajo los mordiscos de la

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primera de las criaturas se abalanzabahacia el camión en el que yo meencontraba, gruñendo como un animal ycon los ojos en blanco vueltos hacia miposición.

Accioné el gatillo lo más rápido quepude y le solté un disparo a menos deveinte metros de distancia. Fallé. Labala le rozó el hombro derecho y seperdió entre el estruendo presente entoda la plaza, muy lejos del punto en elque había pretendido darle.

Mis manos temblaron al tirar del cerrojodel arma y tardé una eternidad en soltarel casquillo vacío y cargar una nuevabala. Para cuando tuve el rifle listo de

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nuevo para disparar, la criatura salvajey sedienta de sangre en la que se habíaconvertido el soldado trataba de escalarpor la cabina del camión. Por lo quesea, sus habilidades motrices no eran lasmismas para desplazarse en horizontalque para hacerlo en vertical, por lo quesu carrera desenfrenada se habíaconvertido en un ascenso lento y penosoal toparse con la chapa de la cabina.

Me asomé con cuidado por el borde deltecho y, en cuanto me vio aparecer,enloqueció aún más. Sus ojos veladosparecieron hacerse un poco más grandesmientras trataba de cogerme alargandolos brazos y lanzando dentelladas al aireque provocaban una lluvia de

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espumarajos sanguinolentos a sualrededor. El siguiente disparo, aquemarropa, le voló casi la mitad de lacara, justo por debajo del casco.

Cargué una vez más el Mosin–Nagantpara preparar una nueva descarga perocuando miré hacia el interior de la plazala realidad me golpeó directamente en lacabeza.

El asalto que había comenzado como ungoteo, con minúsculos grupos aisladosde aquellos seres, se había convertidoya en una marea aullante de cientos decriaturas que se acercaban desde todaslas direcciones y que había conseguidoromper las barricadas en varios puntos.

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La situación se hacía más desesperadapor momentos y estaba empezando asobrepasar nuestras pobres capacidadesdefensivas. La lucha por lasupervivencia se había extendido portodo el interior de la Plaza de Colón y eleco de los disparos resonaba al rebotarcontra las paredes de los edificios. Enlos rostros de algunas personas se veía alas claras que estaban al límite de suresistencia, así que hice lo único que sepodía hacer: grité. Grité con todas misfuerzas, hasta desgañitarme.

–¡Al camión! ¡Rápido! ¡Al camión!

Pero mi voz no consiguió imponerse porencima del canto de las armas de asalto.Era imposible que nadie hubiese podido

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escuchar mi llamada desde el otroextremo de la plaza; por suerte, el grupoque se apiñaba en la barricada máscercana sí que me había oído y propagóla voz de alarma antes de huir endesbandada hacia lo alto del camión.

La gente comenzó a escalar la cabina amarchas forzadas mientras yo trataba decubrir la retirada desde la chapasuperior. No dejé de disparar en ningúnmomento. Disparaba, cargaba y volvía adisparar... pero eran demasiados. Encuanto una bala derribaba a uno deaquellos seres, otro ocupabainmediatamente su lugar en ladesenfrenada carrera por capturar a loshombres que huían sin orden ni

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concierto, como ganado asustado.

Para cuando los primeros supervivientesalcanzaron la parte alta de la cabina ydel remolque, yo ya había aprendido porlas malas que la única forma de matar aesas bestias era disparándolas a lacabeza. Sabía que en caso de darles enotro sitio la bala no haría mella, pero notenía tiempo para apuntar. Los hombrescaían bajo la marea de engendros a unritmo cada vez más alto y un disparo enlas piernas, el torso o los brazos decualquiera de aquellas criaturas podíaretrasarlas uno o dos segundos, losuficiente como para marcar ladiferencia entre una huida exitosa y unamuerte segura y extremadamente

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desagradable.

Sólo seis personas habíamos conseguidoponernos a salvo del horror que tomabala plaza. Sólo seis de los cincuenta ytres que habíamos sido en un principiopermanecíamos en pie en lo alto delcamión, apuntando hacia abajo yreventando por decenas las cabezas deaquellas criaturas.

Por dos veces, consiguieron llegar hastala parte alta del remolque y agarrar lapernera del pantalón de uno de lossupervivientes. El grito de auxilio se oíaal instante y no tardábamos en plantaruna bala en la cara de aquellos seres,pero ya era demasiado tarde, siempre loera, y el hombre que hasta hacía tan sólo

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unos segundos había contribuido a ladefensa de nuestro pobre bastióndesparecía entre la masa aullante,sumando sus propios alaridos de doloral coro gutural y primitivo que dominabatoda la plaza.

Cuando sólo quedábamos cuatrotiradores en lo alto del camión y lamarea amenazaba con engullirnos,sucedió lo que, a ojos de todos, fue unauténtico milagro.

Una explosión estremeció el otroextremo de la plaza.

Una bala había alcanzado el depósito degasolina de alguno de los cochesprovocando un estampido que lanzó una

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enorme bola de fuego hacia el cielo yuna lluvia mortal de afiladas esquirlasmetálicas en todas direcciones.

La improvisada metralla causó estragos.No mató casi a ninguno de ellos pero,con ayuda de la onda expansiva, abrióun círculo de sangre y vísceras del quesalieron Sergey, Rashid, Carlos y elsoldado de nombre desconocido que aúnquedaba con vida disparando comolocos en una maniobra de retiradatáctica magistralmente orquestada.

El ejército infernal que golpeaba elcamión con las palmas de sus manos fijósu atención instantáneamente en aquellanueva fuente de ruido y luz. Las cabezasde todos ellos se volvieron al unísono

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hacia la explosión y, en cuanto vieron alos cuatro hombres que se batíantratando de avanzar hasta nuestraposición, corrieron en su busca.

Todos podíamos apreciar que elloscuatro solos se bastaban para mantener araya a los cientos de seres que lesrodeaban pero, aún así, quisimoscontribuir a la retirada con un torpeintento de abrir un pasillo por el quepudieran desplazarse hasta el camión.

Disparamos a placer sobre la masaululante y lo cierto es que, aunque nologramos despejarles del todo elcamino, sí conseguimos aliviar un pocola presión que se cernía sobre el grupo

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en retirada a costa de atraer de nuevo elfoco de atención sobre nosotros.

Gracias a ello, no tardaron en llegarhasta el camión y se encaramaron conagilidad a la cabina y al remolque,apostándose junto a nosotros eintegrándose en el intenso tiroteo haciaabajo que manteníamos.

El chaval del chándal también estabaallí. Nadie sabía de dónde había salido,pero el caso es que estaba allí, cagadode miedo y abrazándose las rodillas enuna esquina del remolque. Contando conél, éramos nueve los que habíamosconseguido sobrevivir a la oleada, perosólo ocho los que descargábamosnuestras armas contra los seres que

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trataban de escalar el camión por todaspartes.

–¡Tenemos que salir de aquí! –eraRashid el que gritaba, entre ráfaga yráfaga.

–¿Sí? ¡No me digas! ¿Y qué se teocurre? –Carlos contraatacó con acidez.

–El Hard Rock... –susurré sintiendo quese me había encendido la bombilla en elmomento exacto.

–¿Qué? –el soldado se me acercó unpoco–. No te he oído.

–¡Rápido! ¡Al Hard Rock! –esta vezgrité más alto.

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Sergey no hizo preguntas. En cuanto meoyó, giró la cabeza para localizar elrestaurante y saltó sobre el mar decriaturas repartiendo muerte a diestro ysiniestro.

Le seguimos a la carrera, llenando conkilos de plomo el cuerpo de cualquierade esos seres que se atreviera aacercarse más de la cuenta. El chico delchándal corría agazapado delante de mísin atreverse a mirar más allá de lasbotas de Sergey y la Desert Eagle deCarlos soltaba a mis espaldasestruendosos estampidos que secobraban una nueva cabeza cada vez queéste apretaba el gatillo.

Afortunadamente, el Hard Rock se

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hallaba a escasos cien metros delcamión, así que pudimos completar eltrayecto a todo correr pero, aún conesto, perdimos a otras tres personasdurante la carrera. Los seis restantescruzamos el escaparate roto a todavelocidad y nos colamos por una puertalateral que conducía al sótano del local.

Aún tuvimos que matar a unas cuantascriaturas más antes de poder cerrar lapuerta de madera maciza, pero loconseguimos. Estábamos, por fin,relativamente a salvo.

De cincuenta y tres personas, habíamossobrevivido seis... o al menos esopensábamos hasta que el ruido de una

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ráfaga en el exterior hizo quevolviésemos la cabeza bruscamente.¿Acaso nos habíamos dejado fuera aalguien? Un alarido resonó en medio dela plaza confirmando nuestrassospechas; no había duda de que setrataba de un grito humano.

Carlos y yo nos abalanzamos contra lospequeños ventanucos enrejados quehabía en la pared de enfrente por encimade nuestras cabezas, justo al nivel delsuelo, pero ya era demasiado tarde. Enla calle, un anciano descargaba su AKcontra la horda de engendros, tratandode mantenerlos a distancia. Vestía conpantalón de pana y recordé haberlo vistoen el Museo de Cera, sentado junto al

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chico que ahora estaba con nosotros. Levimos disparar y disparar, girando sobresí mismo en un esfuerzo desesperado ycompletamente inútil. Dos de esascriaturas atravesaron repentinamente lacortina de fuego y le derribaron, dandotiempo para que le rodease el resto de lamanada. Empezaron a devorarlearrancando grandes trozos de carnedirectamente con los dientes mientras elpobre diablo aún seguía vivo.

Los gritos de dolor del anciano semezclaban con los aullidos que, de vezen cuando, lanzaban aquellos hijos deputa en señal de victoria mientrasdesgarraban sus intestinos. Era unespectáculo tan horrible que llegué

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incluso a plantearme romper el cristal ypegarle un tiro al viejo para acabar consu sufrimiento, pero la masa deinfectados lo envolvía por completo. Nopude volver a ver su cuerpo hasta un parde horas después y, para entonces, sóloera otro cadáver destrozado vagando sinrumbo por la plaza, integrado como unomás en aquella pesadilla.

Y había sido sólo la primera oleada. Unúnico asalto y ya éramos sólo seissupervivientes muertos de miedo los quepermanecíamos en un sótano oscuro yfrío, rodilla en tierra y con el rifle alhombro, apuntando a una puerta queconstituía la última frontera entrenosotros, las decenas de manos que la

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golpeaban furiosamente desde el otrolado y los cientos de pies que searrastraban por el interior del HardRock Café de la Plaza de Colón.

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6. UN PLAN

La barahúnda de golpes aún seprolongó, furiosa, durante algún tiempoe incluso se mantuvo con algunosimpactos sueltos de manos aisladashasta que llegó la noche y engulló lapoca claridad de la que todavíadisfrutábamos.

Con la caída de la oscuridad, aquellascriaturas parecieron tranquilizarse unpoco y perdieron el interés que noshabían dedicado durante todo el día.

De todos modos, nos mantuvimos enabsoluto silencio todavía una hora más,sin atrevernos a perder de vista la puerta

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que nos separaba del infierno. Apuntéhacia aquel trozo de madera hasta queno pude más, hasta que me dolieron losdedos y se me cerraron los párpados aúncon el Mosin–Nagant entre las manos.Finalmente, el cansancio me venció y meobligó a arrastrarme a un rincón en elque me dejé caer pesadamente en unsueño intranquilo y plagado depesadillas.

Cuando desperté sobresaltado, sin saberdónde estaba y con la boca del armaapuntando en todas direcciones, unatenue luz se filtraba de nuevo entre lasrendijas de la puerta... y Rashid seguíajusto donde le había dejado la nocheanterior, rodilla en tierra y con el fusil

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listo para acribillar a cualquier cosa quese atreviera a cruzar el umbral.

En el local, justo por encima de nuestrascabezas, todavía reinaba una extrañacalma. Pero era una calma irreal, rotapor el rumor de decenas de pies que searrastraban erráticamente, sin unadirección concreta.

Una calma siniestra que ponía a pruebanuestros nervios con cada segundo quepasaba.

A pesar de las paredes que nosseparaban de ellos, aquellos cabronesdespedían un olor peculiar, dulzón yrepulsivo a partes iguales que, unido alos gemidos entrecortados que lanzaban

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constantemente, nos recordaba conhiriente claridad el hecho de que nopodíamos quedarnos indefinidamente enaquel sótano.

Habíamos conseguido capear eltemporal y ahora debíamos volver a lasuperficie pero, ¿para ir a dónde?

Y aún más importante, ¿cómo?

Poco a poco, todos se fuerondespertando y Rashid por fin consintióen retirarse de la puerta e intentardormir un poco mientras el restovolcábamos el contenido de nuestrosbolsillos en un pequeño montón con elobjetivo de hacer inventario. Como eslógico, la mochila del soldado nos

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deparó varias gratas sorpresas.

–A ver, ¿qué tenemos? –de nuevo eraSergey el que llevaba la voz cantante.

–Pues... tres mecheros, un par de bolis,una navaja suiza... –Carlos apartaba losobjetos con desprecio–.

¡Ah!, y tarjetas de crédito, por si teapetece ir de compras.

–Muy gracioso –ahora era el soldado elque miraba a Carlos con una mediasonrisa en la cara–. Vale, y ahora vamosa sacar las cosas útiles –volcó elcontenido de su petate en el suelo–. Aver, tenemos un par de cantimplorasllenas de agua, pastillas potabilizadoras,

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algo de ropa, bastantes bengalas, unmontón de raciones de campaña, unalinterna de bolsillo y un foco.

–Espera –intervine sin pensármelo dosveces–. ¿Has dicho un montón deraciones?

–Sí, ¿no es genial?

–Me cago en la puta.

–Oh, joder –Carlos captó al instantehacia dónde iba a derivar laconversación.

–¿Sabes lo que significa eso? –le espetéal soldado que me miraba perplejo.

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–Que tenemos comida para sobrevivirun par de días...

–¡No, pedazo de gilipollas! ¡Significaque nos han abandonado!

–Lo sabían... –Sergey murmurabaperdido en sus pensamientos.

–Joder, lo sabían todo –Carlos memiraba fijamente.

Sin previo aviso, el cañón plateado deuna Desert Eagle se apoyó en la nucadel soldado y todos pudimos oírclaramente el chasquido característicoque se produce al amartillarla. Carlos semovía como un gato en la penumbra ysusurraba con los labios casi pegados a

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la oreja del soldado.

–Dime que no sabías nada y nopreguntaré más.

Miénteme y será lo último que hagas.

–No sé de qué me estáis hablando –elsoldado sollozaba como un niño–. ¡Osjuro que no lo sé!

–No te creo.

–Ese no sabe nada, dejadle en paz –lavoz potente y profunda de Rashid nossorprendió desde el rincón en el que sehabía resguardado–. Y dejadme dormirde una puta vez.

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Carlos retiró el arma a regañadientesdel cuello del soldado y la devolvió a supistolera al tiempo que yo encendía uncigarrillo y empezaba a hablar en tonomás calmado.

–Mira, me parece que no entiendes deque va todo esto.

¿No te parece raro llevar pastillaspotabilizadoras y un montón de comida?

–Es el equipamiento que nos dieron parala misión –el soldado empezaba acomprender–. Pero, ahora que lo dices...

–¡Bingo! –sonreí satisfecho–. Vuestroalto mando ya sabía lo que iba a pasarantes de que todo comenzara.

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–Nos han abandonado –Sergey miraba alsoldado a los ojos.

–Sí, nos han abandonado –continué conmi argumentación–. Nos han abandonadoy han enviado a la muerte a miles deciviles. ¿Te haces siquiera una idea dela cantidad de gente que ha debido morirsin saber a qué se enfrentaban?

–Mierda...

–Exacto. Mierda. Y eso no es lo másgrave. Lo peor es que lo han hecho apropósito; han asesinado amiles... mejor dicho, a cientos de milesde personas en menos de una semana.

El soldado dejó caer la cabeza, abatido

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por la magnitud de lo que acababa decomprender. Su cerebro trataba, sinconseguirlo, de formarse una imagenmental de la masa humana que debíansuponer varios cientos de miles depersonas. Más tarde sabríamos que nofueron cientos de miles los que murieronen aquella fatídica semana de finales dedos mil quince. Sólo en la ciudad deMadrid, fueron millones.

–Bueno, ¿y qué se supone que debemoshacer ahora? –

Sergey retomó la conversación.

–Buscar supervivientes –Carlos lo teníaclaro–. Y establecer una coloniafortificada, ya sabéis, esperar ayuda.

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–¿Y si no los hay? –el soldado salió desu estado e intervino en la discusión–.¿Y si la ayuda no llega nunca?

–En ese caso, sólo nos queda esperaruna muerte que no sea demasiadodolorosa –cortó de nuevo Carlos–. Pero,si he de morir, me llevaré conmigo atantos de esos cabrones como pueda.

–Vale, tipo duro –Sergey combatía laterrible ansiedad que le dominaba consarcasmo–. ¿Por dónde empezamos?

–Cuatro Vientos –fijé la mirada en elsoldado al intervenir en la conversación.

–Claro, ¡Cuatro Vientos! –el soldado sedio una palmada en la frente y sonrió.

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–¿Os queréis explicar de una puta vez? –Carlos nos miraba alternativamente conla boca abierta.

–Los cuarteles de la base de CuatroVientos –el soldado sonreía de nuevo,esperanzado–. Allí debe de haberquedado alguien...

–Y en caso de que no sea así –sentíromper tan pronto las esperanzas delsoldado, pero no quedaba más remedio–siempre podremos encontrarprovisiones, armas y munición.

–Pues entonces está decidido –Sergeyintervino dictando sentencia–. Pero...¿cómo llegamos hasta allí?

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–¡En metro! –rompí a reír tratando decontener una carcajada nerviosa–. ¿Se teocurre algo mejor?

El ataque de risa se propagó como lapólvora entre todos los ocupantes delsótano y se prolongó hasta que saqué dedebajo del chaleco un pequeño plano dela red de metro de Madrid. En esemomento las carcajadas se cortaron degolpe y las caras de asombro tomaronel relevo.

–Joder, ¿hablabas en serio? –Carloscasi se atraganta.

–Sí –mi cara volvía a adoptar unaexpresión grave–.

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Todo el mundo sabe que el metro es laforma más rápida de moverse porMadrid y, dado que tenemos que cruzartoda la ciudad, bueno... blanco y enbotella.

–Estás como una puta cabra –Carlossacudía la cabeza–.

¿De verdad quieres que atravesemosMadrid de punta a punta, a oscuras y anosecuantos metros bajo el suelo?

–Sí –me reafirmé y aproveché parapincharle un poco–. ¿Qué pasa? ¿Te damiedo?

–¿Miedo? Ni de coña, lo que pasa esque es una locura.

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–O sea, que no hay huevos.

–¿Que no hay huevos? ¿Que no hayhuevos? ¡Me cago en todo! ¿En metro?Pues vale, ¡vamos en metro!

Las carcajadas se multiplicaron denuevo relajando el ambiente. Rashid selevantó de su rincón y se unió al jolgoriogeneral provocando que el mal humor deCarlos aumentara exponencialmente.

La idea de atravesar toda la ciudad porunos túneles lúgubres y oscuros sonabarealmente aterradora, pero era lo mejorque teníamos. Desde luego, robar uncoche y atravesar las callesabsolutamente infestadas de aquellascriaturas sí que parecía una auténtica

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locura, de modo que adoptamos la ideacomo buena y le quitamos hierro alasunto a costa de un Carlos cada vezmás cabreado.

El problema era que la estación demetro de Colón estaba al otro lado de laplaza, pasando las barricadas de la calleGénova, y no iba a ser nada fácil llegarhasta ella con cientos de esos seresvagando por la plaza y sus callesadyacentes. Antes del apocalipsis,Madrid ya era una ciudad aglomerada;ahora era una ciudad aglomerada... ymuerta.

–Tenemos bengalas, ¿verdad? –Sergeyempezaba a tejer un plan.

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–Sí, muchas –el soldado asentíavigorosamente–. ¿Por qué?

–Se me está ocurriendo una idea paradespejar la calle.

Uno de nosotros enciende dos bengalasy sale corriendo hacia la otra punta de laplaza, armando escándalo para atraer atantas criaturas como sea posiblemientras el resto vamos en silencio hastala estación. Cuando lleguemos,llamamos la atención de esos bichos ymatamos a unos cuantos para dejar libreun pasillo por el que el de las bengalaspueda correr hasta la estación.

En teoría, debería funcionar. ¿Cómo loveis?

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Asentimos en silencio, sabiendo que laidea era prácticamente un suicidio paraaquel al que le tocara cargar con lasbengalas. Aún así, cortamos una pajitade plástico y la dividimos en variostrozos dejando uno de ellossensiblemente más corto que los demás.Rashid envolvió el manojo con suenorme puño y extendió el brazo; el quecogiera el pedazo más corto deberíasacrificarse por los demás. La suertedecidiría quién de nosotros debía morir.

Empezamos a sacar trocitos de plásticode la mano de Rashid hasta que sóloquedó uno, que conservó para sí mismomientras extendíamos los brazos paracomprobar a quien le había tocado en

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gracia tener que servir como cebo vivo.

Sergey fue el designado por la suerte yni el chaval del chándal ni yo pudimosevitar soltar un pequeño suspiro dealivio al vernos liberados de aquellacarga que ninguno de los dosdeseábamos. No éramos héroes, nimucho menos y cualquiera tendríabastantes más probabilidades desupervivencia allí fuera que nosotrosdos.

Pero Rashid no estaba de acuerdo con ladecisión tomada y así se lo hizo saber alpobre chaval que aguantaba de pie, justoa mi lado.

–Vas a ir tú.

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–¡Pero le ha tocado a él! –protestóinútilmente el chico.

–Ha dicho que vas a ir tú –Carlosrepitió las palabras de su compañero–.¿Es que estás sordo?

–¡Y una mierda! ¡No pienso salir deaquí!

No hizo falta ni una sola palabra máspara que Rashid y Carlos levantaran suspistolas y las colocasen sobre la cabezadel chico, a ambos lados de la frente. Elchaval empezó a temblarespasmódicamente mientras trataba dearticular alguna palabra coherente antesde que el soldado levantase el Cetmepara poner a Rashid en el punto de mira.

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–Inténtalo –dijo Sergey mientras, a suvez, alzaba la Glock negra apuntando almilitar–. Estarás muerto antes de tocarel suelo.

–¿Por qué él? –el soldado estabanervioso pero no perdió la composturamientras me señalaba con la cabeza–.¿Por qué no ese? ¿O por qué no túmismo?

–Porque este niñato de mierda no hahecho ni una puta cosa por nosotrosdesde que fortificamos la plaza–fueCarlos el que contestó.

–Es cierto–Rashid también metió bazaen la conversación –. Ese tío de ahíestaba cagado, pero no dejó de disparar

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hasta que nos metimos en este sótano. Encambio, este gilipollas...

Joder, el chaval no podía disimular elmiedo mientras Carlos y Rashidpresionaban el cañón de sus pistolascontra su frente, perlada de sudor frío.Al mismo tiempo, el soldado apuntabaalternativamente a Carlos y a Rashidmientras el ruso le mantenía a él en elpunto de mira. Un sólo movimiento enfalso de cualquiera de las partes y allíse podía liar un tiroteo digno decualquier película del oeste.

Y en medio de aquel cuadro estaba yo,plantado como un imbécil y moviendo lacabeza de un lado a otro sin ser capaz dereaccionar. Evitando la mirada

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suplicante del chico mientras en miinterior pensaba "lo siento chaval, peromejor tú que yo". Saltaba a la vista queaquellos tíos eran duros como la piedray, bueno... digamos que prefería tenerlosde mi lado.

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7. UNA HISTORIA

–Nací en Ávila. Ya veis, a menos de doshoras de aquí–

Carlos empezó a hablar mientrastratábamos de apartar nuestra mente delhorror que reinaba fuera –. Mi padre eracamarero en un restaurante y mi madrese dedicaba a la limpieza de casas yoficinas así que se podría decir que noéramos pobres, pero tampoco noslimpiábamos el culo con billetes. Fuihijo único y mis padres pusieron todo suempeño en convertirme en un hombre deprovecho... lo que pasa es que no lessalió demasiado bien.

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–Bueno, según para que cosas– Rashidpermanecía en silencio, pero Sergeyintervenía de vez en cuando para haceralgún apunte

–Ya, ya. Lo que tú digas. Bueno, el casoes que tuve una infancia completamentenormal. En el colegio las cosas iban máso menos bien; no era un puto genio pero,poco a poco, iba sacando las cosasadelante... hasta que empecé a juntarmecon quien no debía y a visitar sitios másapropiados para un camionero decuarenta años que para un niño de miedad. Con doce años fumaba y bebíamás que mi padre y con diecisiete habíaestado ya en un montón dereformatorios.

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–No te culpes, eras sólo un crío –elpatético intento de consuelo estabaabsolutamente fuera de lugar, pero nopude evitarlo, me salió del alma.

–¿Que no me culpe? No me jodas.Siempre tenía pasta, siempre estabacolocado hasta las cejas y, mientras mispadres se gastaban un dineral que notenían en abogados, yo me dedicaba arobar carteras y a ponerme hasta arribaen cualquier antro de mierda.Cojonudo, ¿eh? Menuda joyita de crío.

–Vale, vale, ya lo pillo –tuve querecular y agachar la cabeza.

–Lo realmente jodido es que sabía loque hacía. Sabía que le estaba quitando

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la vida a mis padres cada vez queentraba a un reformatorio y, ¿sabes qué?me daba igual.

Me la sudaba, hasta el punto de que encuanto cumplí los dieciocho decidíampliar el negocio y me fui de casa. Nohe vuelto a ver a mis padres desdeentonces, ni siquiera he intentadollamarles, pero sé que salir de sus vidasfue la única puta cosa buena que hehecho nunca.

En el sótano se respiraba un ambientetenso. El ruido de las criaturas quearrastraban sus asquerosos pies por laplanta de arriba del restaurante se habíaido difuminando con el paso de lashoras y nos habíamos visto sumergidos

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en un silencio incómodo que resultabaaún más enervante. Carlos contaba suhistoria con la mirada clavada en elsuelo y saltaba a la vista que hablar desu pasado le afectaba bastante más quereventar a tiros las cabezas de decenasde engendros.

–Me mudé a Marbella, a la costa. Comodice el refrán, dinero llama a dinero... yaquella zona estaba a reventar de guirispodridos de pasta que se movían por elpaseo marítimo del brazo de alguna putacazafortunas. Al principio seguí con lomío, levantaba dos o tres carteras bienllenas de billetes y me iba a PuertoBanús a fundirme la pasta en whisky ydrogas. Pero un día se me ocurrió robar

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un coche, ya sabéis, uno de esosdeportivos que casi siempre conduce unviejo... y me pillaron.

–Otra vez –suspiró Sergey.

–Sí, otra vez. El problema era que yahabía superado la edad penal y en vezde al reformatorio, me metieron en laputa cárcel. Casi seis años que al finalse quedaron en tres y medio por buencomportamiento.

–Tuvo que ser duro –dijo el soldado trasun titubeo, como decidiéndose también aponer su granito de arena en laconversación.

–Sí, la verdad es que fue una mierda.

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Sobre todo al principio, las pasé putas.Fueron tres años y medio rodeado deasesinos, violadores y ladrones de lapeor clase... pero también tuvo su ladobueno. Aprendí un montón de cosasútiles.

En ese preciso momento, las miradas deCarlos y de Sergey se cruzaron comopor casualidad y en la cara del primeroapareció una sonrisa cansada que tuvouna réplica inmediata en el rostro serenodel ruso.

–Cuando por fin salí de aquel agujero, nise me pasaba por la cabeza volver arobar otro coche. Así que regresé aMarbella y decidí seguir con el negociode las carteras. ¿Qué coño se suponía

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que debía hacer?

Aquello era lo único que sabía hacerbien y sacaba un pastón por un par dehoras de trabajo. Da igual, el caso esque un buen día vi a un ruso bastanteborracho y con pinta de tener un montónde pasta. Estaba tomando algo en unpub, solo y apoyado en la barra, así queesperé hasta que salió a la calle yempecé a caminar detrás de él. Era miprimer robo desde que abandoné lacárcel y estaba un poco desentrenado demodo que en cuanto me acerqué paracogerle la cartera, se dio la vuelta y meatrapó por la muñeca. Me puse nervioso,no quería que aquel ruso me denunciara,no quería volver a la cárcel nada más

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salir, así que le di una paliza tremenda.

–¿Qué? ¡No me jodas! ¡Sabes que no mediste una paliza! –Sergey intervinoindignado pero con expresión divertida.

–Te di de hostias...

–No te lo crees ni tú. Anda, ya que locuentas, cuéntalo bien, hazme el favor.

–Joder, siempre igual. ¡Vale! Te di unbofetón y salí corriendo sin cartera ninada –Carlos abrió los brazos en gestoteatral y se dirigió de nuevo al resto delgrupo mientras Rashid se reía acarcajadas–. Al día siguiente tuve lamala suerte de encontrarme otra vez coneste tío en el paseo marítimo. Hay que

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reconocer que no le vi venir, me cogiópor la cintura y me apoyó una pistola enlos riñones, por debajo de la chaqueta.Antes de que me diera cuenta estaba enun trastero con los ojos vendados yatado a una silla.

–Todavía no sabía lo que había visto eneste impresentable, pero estaba segurode que tenía... no sé, algo.

–Me dio la del pulpo. Me puso unabolsa negra en la cabeza y me dio unamanta de hostias que todavía no se meha olvidado.

–Pero no se acojonó –Sergey miraba, denuevo orgulloso, a Carlos–. Le hice milperrerías y no tuvo miedo. No dejó de

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insultarme e intentar soltarse hasta queterminé. Así que le ofrecí trabajo.

Ahora empezaban a cuadrar las cosas.Siempre habíamos tenido claro queCarlos, Sergey y Rashid se conocíandesde hacía tiempo pero, hasta esemomento, no habíamos sabido cuál erasu relación. Aún quedaba el fleco sueltodel Rashid, pero al menos yasabíamos cómo habían sido las cosas encuanto a los otros dos.

Por otro lado, había una pregunta queflotaba en el aire y que nadie de lospresentes se atrevía a formular.

Sergey había dicho que le habíaofrecido trabajo a Carlos pero, ¿qué tipo

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de entrevista de trabajo consistía ensoportar estoicamente una paliza? Y,sobre todo, ¿para qué tipo de empleo?Carlos no tardó en intervenir una vezmás para sacarnos de dudas.

–¿Sabéis lo que es Blackwater?

–¡No jodas! –el soldado se puso de piebruscamente y se acercó a nosotros.Hasta entonces había estado consolandoal chico del chándal, que sollozaba en loalto de las escaleras, junto a la puerta.No sé, supongo que se había sentidoobligado a quedarse a su lado por purosentido del deber pero, desde el mismomomento en el que Carlos empezó suhistoria, los ojos se le empezaron a ir ennuestra dirección. La mención de

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Blackwater fue la gota que colmó elvaso–. ¿En serio?

–¿Qué? ¿Qué pasa? –el resto estábamoscompletamente perdidos.

–Blackwater es el ejército mercenariomás poderoso del mundo –aclaró elsoldado–. Lo fundó un ex militarestadounidense de operacionesespeciales en 1997 y, desde entonces, haido creciendo hasta llegar a convertirseen la contratista privada más importantede Estados Unidos. Para que os hagáisuna idea, cerca del 90 por ciento de susingresos provienen de tratos con elgobierno. Han intervenido en la guerradel golfo, en las operaciones de rescate

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después del Katrina y, bueno, digamosque en varias operaciones... pocotransparentes.

¿De verdad sois de Blackwater?

–Sí, pero volvamos a la historia.Cuando vi que este – Sergey señaló aCarlos con un gesto de cabeza –no seacojonaba por más golpes que le dierano sabía si pensar que era imbécil o queera, simplemente,valiente. Afortunadamente para él, optépor lo segundo y le acogí bajo mimando.

–¿Y te admitieron en Blackwater? ¿Así,sin más? –le pregunté a bocajarro aCarlos.

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–Sí... y no –sonreía ligeramente mientrasme contestaba–. Por aquel entonces yono lo sabía, pero Sergey tuvo queempeñar su palabra para que yo fueraadmitido. El proyecto Blackwateracababa de arrancar y no era tan difícilentrar como ahora pero, aún así, si seme ocurría cagarla de alguna forma, sihacía el gilipollas más de la cuenta,sería Sergey quien pagara lasconsecuencias.

–Ha anochecido.

La voz que desentonaba en medio de laconversación provenía de la entrada. Elchaval del chándal, que habíapermanecido lloriqueando junto a lapuerta desde su nombramiento forzoso,

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nos miraba ahora con las mandíbulasapretadas mientras bajaba la escaleraque conducía al sótano.

Le observamos con sorpresa. Inmersosen la historia de Carlos, nos habíamosolvidado por completo de él. Ahora,parecía distinto, como si hubieseasumido que no le quedaban más huevosque jugársela contra aquellos seres de lacalle o contra los mercenarios que lehabían puesto una pistola en la cabeza.

–Ha llegado la hora –dijo cuando llegóa nuestra altura.

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8. ESTAMPIDA

La negrura que no lograba disipar latenue luz de las pocas farolas que aúnfuncionaban se llenó de repente con elestruendoso tableteo de los rifles deasalto. A través del escaparate roto delHard Rock, apareció una figura oscuraenvuelta en humo rojo y que corría,armando una algarabía de mil demonios,hacia la inmensa bandera de España.

Una vez hubimos despejado un pequeñopasillo para que el muchacho pudieracontinuar con su carrera, pusimos rumboa toda prisa a la estación de metro

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abriéndonos paso como buenamentepodíamos entre los pocos engendros queno habían sido atrapados por el hechizode la luz roja de las bengalas.

Teníamos tanta prisa por llegar yestábamos tan asustados que saltamoslas barricadas casi sin necesidad detocar los sacos de arena. Cuandoalcanzamos la boca de metro bajamoslos escalones tan rápido como nos fueposible aún a riesgo de resbalar ypartirnos la crisma contra el suelopulido pero, cuando llegamos al final dela escalera, nos dimos de bruces contrauna enorme verja de hierro negro quesubía hasta el techo y cerraba porcompleto la entrada.

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Deberíamos haberlo previsto. La red demetro llevaba fuera de servicio desdeque había empezado todo, así que nohabía ninguna razón para que lasestaciones se hubieran mantenidoabiertas.

De todos modos no nos desanimamos. Sinos rendíamos ante una dificultad tannimia como una simple verja de hierroestaba claro que no tendríamos ningunaposibilidad de llegar con vida a loscuarteles militares de Cuatro Vientos,así que Carlos desenfundó de nuevo suenorme Desert Eagle plateada y notardó ni medio minuto en reventar latosca cerradura a base de balazos delcalibre 12,7.

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No llegamos a entrar en el vestíbulo.Tan sólo nos aseguramos mediante unarápida mirada de que el espacioestuviera despejado y de que no nosíbamos a encontrar ninguna sorpresa enmitad de la huida. En lugar de eso,Sergey volvió a tomar el mando.

–Tú –dijo señalando a Rashid– entra ahíy encuentra una forma de bloquear lapuerta en cuanto pasemos – entonces memiró a mí–. Tú vas con él.

Rashid asintió marcialmente, sin llegar adecir una sola palabra. Yo hice lomismo, pero no por que estuviera deacuerdo con Sergey, sino simplementeporque no me atrevía a cuestionar lasórdenes del ruso.

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–En cuanto a vosotros –esta vez posó sumirada en Carlos y en el soldado–venísconmigo a la escalera. Uno a laizquierda y otro a la derecha. Yo mequedo en el centro. No quiero queescatiméis munición, si hay que gastarlatoda... pues se gasta. Ese chaval tieneque llegar vivo a la estación.

Como única respuesta, tanto el soldadocomo Carlos apretaron las mandíbulas yle quitaron ruidosamente el seguro a susarmas mientras subían a paso ligero losescalones que conducían a la superficie.

Me quedé a solas con Rashid en eloscuro vestíbulo de la estación. Casi almomento empezaron a escucharse

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disparos arriba. No sé cómo describirese momento, ni qué me pasó realmente.Yo sabía que teníamos que darnos prisa,pero no era capaz de mover ni unmúsculo.

A Rashid, sin embargo, le bastó conbarrer una única vez el hall de laestación con la luz de la linterna paraidear un plan.

Salió corriendo como una exhalaciónhacia las máquinas expendedoras debilletes y se lanzó contra una de ellasempujándola con el hombro. El brutalimpacto hizo tambalearse el artefacto,pero pesaba demasiado incluso para unapersona de su corpulencia.

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Siguió aporreando el aparato durante unpar de minutos mientras que el ruido decombate procedente de la parte superiorde las escaleras se hacía cada vez másintenso y me embotaba la cabeza,dejándome clavado en el sitio.

–¿Se puede saber qué coño te pasa? –lapregunta vino del único punto de luzexistente en todo el vestíbulo, la linternaque Rashid sostenía en la manoizquierda y que temblaba violentamentecon cada patada–. ¿Me vas a echar unamano o no?

Eso me hizo reaccionar por fin y meacerqué a ayudarle.

Mi fuerza no era ni muchísimo menos

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comparable a la de aquel gigante pero,entre los dos, conseguimos tumbar lamáquina expendedora y comenzamos aempujarla entre chirridos mientrastrazaba finos surcos en el suelo del hall.Logramos moverla hasta dejarla junto ala base de la enorme verja de hierronegro.

El problema se presentó a la hora decolocar el segundo expendedor. Cuandoaún le estábamos dando patadas yempujones a aquel cacharro, una sombravestida de chándal atravesó la puerta atodo correr para ir a estamparse conestrépito contra la caseta que, encondiciones normales, habría ocupadola taquillera. Al chico le seguían de

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cerca otras tres figuras que retrocedíanordenadamente, hombro con hombro ymanteniendo una cadencia de tiro másque aceptable, bajando de espaldas porlas escaleras.

Una vez que todos hubieron franqueadola puerta, Carlos y Sergey seenfrascaron en la difícil tarea demantener a raya la marea de engendrosque se nos venía encima mientras que elsoldado intentaba ayudarnos a Rashid ya mí a arrastrar la segunda expendedorade billetes hasta la puerta para tratar debloquear el acceso.

El ruso y su compañero disparaban conprecisión milimétrica a través de losbarrotes y al menos una de aquellas

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asquerosas criaturas caía al suelodesmadejada como un muñeco roto concada ráfaga.

Por nuestra parte, empujábamos tantocomo podíamos, pero la inmensacantidad de seres que habían llenado eltramo de escaleras en apenas unosinstantes dificultaba enormemente latarea. La sangre de los muertosempezaba a colarse por debajo de lapuerta formando pequeños charcos enlos que resbalábamos sin parar y elempuje de los que se apelotonabancontra la verja y metían sus brazos entrelos barrotes intentando agarrarnoshicieron que tardáramos un poco más dela cuenta en obstruir el paso. Fueron

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necesarios unos cuantos disparoscerteros de la Glock de Rashid paraapartar a los infectados de los barrotespero, finalmente, las dos máquinasestuvieron en su sitio y nosotrospudimos permitirnos unos segundos dedescanso apoyados contra la pared debaldosas, con los restos de pólvoraproducidos por el intenso tiroteo aúnflotando en el aire y provocando que nosescocieran la nariz y la garganta.

Sudábamos y jadeábamos como siacabáramos de correr una maratón, perono era el esfuerzo físico sino la presiónpsicológica la que nos había agotado.Carlos y Sergey seguían disparando unaráfaga corta tras otra y el muchacho del

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chándal sollozaba acurrucado contra lataquilla, envuelto en la más absolutanegrura.

Decenas de manos descarnadas comogarras se aferraban a los barrotes y lossacudían intentando hacerlos saltar.Docenas de cuerpos desgarrados seapiñaban contra la reja y empujabantratando de desplazar las máquinasexpendedoras. Cientos de engendrosenloquecidos se arremolinaban en loalto de las escaleras sumando su empujeal de los que ya estaban abajo.

De momento, la reja resistía el envite...pero saltaba a la vista que esa situaciónno iba a durar eternamente.

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Teníamos que salir de allí cuanto antes.

Carlos interrumpió su lluvia de muerteparticular sólo para ladrar una ordenque para todos nosotros era evidentedesde hacía tiempo.

–Rápido, al túnel.

La luz del foco que llevaba el soldadose encendió de golpe y bañó el vestíbuloen una claridad amarillenta que provocóuna oleada de indignación entre lascriaturas que golpeaban la verja. Através de los barrotes negros podíamosver sus caras desencajadas y oír losgemidos que lanzaban. En las primerasfilas, iluminadas por la luz del foco,metían los brazos entre los barrotes y

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los estiraban tratando de alcanzarnos almismo tiempo que lanzaban dentelladasal aire salpicando en todas direccionesbabas espesas y blancuzcas, como las deun rottweiler rabioso. Mientras tanto,los que empujaban desde arriba aullabanpresos de una furiaincontenible aplastando a suscongéneres para intentar llegar a laverja.

Recuerdo un detalle que, a pesar de serbastante poco importante en la situaciónen la que nos habíamos visto envueltos,me impactó como un martillazo en lacabeza.

Contemplados en masa, aquellos seresconstituían una jauría rabiosa y

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amenazante de animales sin otroobjetivo que el de matar y alimentarsepero, vistos uno a uno, aquellos rostrosdestrozados, alumbrados por el foco delsoldado, tomaban vida. Joder, alcontacto con la luz aquellos cabronesvolvían la cabeza y sus ojos bovinos yvelados se contraían ligeramente, comosi les molestara la luz directa de lalinterna. Aquellas... cosas habían sidoen algún momento tan humanas comonosotros.

Me sacudí inmediatamente aquellasensación; no podíamos pensar en nadaque no fuera sobrevivir.

Nuestra esperanza de vida, nuestras

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expectativas de futuro, no seprolongaban más allá de los próximoscinco minutos.

El soldado abrió la marcha hacia eltúnel alumbrando el camino con elpotente foco mientras que Rashid semantenía en la retaguardia de la columnavigilando el camino por detrás, por siacaso aquellos monstruos conseguíanreventar nuestra única protección.Sergey y Carlos caminaban en losflancos pendientes de todo y con losfusiles automáticos terciados sobre elpecho.

El chaval del chándal y yo íbamos en elcentro, acojonados. Caminábamos conlos hombros encogidos, como tratando

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de hacernos más pequeños, de presentarun blanco menor.

Él se sujetaba el brazo izquierdo con lamano derecha y cojeaba ligeramente.Tenía la ropa cubierta de sangre envarios sitios, pero ninguno le prestamosatención ya que nuestra prioridad enaquel momento era llegar a la boca deltúnel a toda costa.

Yo me abrazaba a mi viejo Mosin–Nagant como si me fuera la vida en ello,como si aquel trozo de madera ajado porlos años pudiera salvarme en caso deque las criaturas derribaran la verja, yno despegaba la vista en ningúnmomento del brillante suelo de

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baldosas. Estaba molido. La tensiónemocional de las últimas horas unida ala idea de cruzar Madrid a través delsubsuelo y en la más absoluta oscuridadme aterraba, pero la cosa estaba así yhabía que echarle huevos.

Las escaleras automáticas que conducíanal andén estaban paradas. Las bajamossin mediar palabra, sobrecogidos por elruido espantoso que hacían las criaturasal luchar contra la verja; un sonido quese nos clavaba en el cerebro y nos hacíatemblar descontroladamente. Golpeabancon tanta fuerza que, de vez en cuando,podíamos oír claramente entre elmaremágnum de gemidos, aullidos ygolpes, el crujido característico de los

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huesos de manos y brazos al romperse...pero no parecía importarles lo másmínimo.

Aunque esos chasquidos resonaban confuerza en el eco del vestíbulo, nuncaiban seguidos por gritos de dolor, sinopor dentelladas, más golpes sobre elhierro y, lo más inquietante, el ruido delas máquinas expendedoras de billetesque comenzaban a ceder ante la enormepresión y a ser arrastradas poco a poco.

Saltamos a las vías y atravesamos lasnegras fauces del túnel que conducíahasta la estación de Alonso Martínezjusto en el momento en el que lasdefensas cedieron.

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Desde el interior de la galería pudimosescuchar cómo la reja negra cedía porfin al empuje y decenas, cientos deaquellas bestias entrabandesordenadamente en la estación y sedesperdigaban en todas direccionestratando de rastrear a su presa.

Tratando de rastrearnos a nosotros.

Apagamos las linternas y echamos acorrer por el túnel.

Corrimos como nunca. Tropezábamosconstantemente con las vías, pero noslevantábamos como un resorte yseguíamos corriendo a toda la velocidadque nos permitían nuestras piernascansadas y llenas de golpes.

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Sabíamos que la muerte, literalmente,nos seguía y que, si no continuábamos,no tardaría en darnos caza.

Aquellos seres no descansaban, noparaban a beber y eran inasequibles aldesaliento. Nuestra única oportunidadera ganarles la distancia suficiente paraque nos perdieran la pista.

Corrimos durante más de media hora, alo largo de más de tres kilómetros detúneles. Los andenes vacíos pasaban atoda velocidad junto a nosotros mientrasseguíamos las vías y nuestros ojos seacostumbraban paulatinamente a la totalausencia de luz. No nos paramos hastaque el cansancio nos venció en laestación de Príncipe Pío.

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Nos subimos al andén y escuchamos ensilencio los sonidos procedentes de lagalería. Los ecos que rebotaban en lostúneles traían hasta nosotros el ruidoproducido por los cientos de engendrosque se habían colado en la red de metroy que aullaban impotentes en sudesesperación por encontrarnos. Lossonidos llegaban lejanos pero, aún así,no nos atrevimos a encender ninguna delas linternas y permanecimos largo ratocon los cañones de las armas apuntandohacia la oscuridad, hacia la negra bocadel túnel por el que acabábamos desalir.

No habían pasado más de cinco minutos

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desde que llegamos a la estación cuandoel muchacho del chándal, el que noshabía salvado a todos, se desplomó.

9. EXPEDICIÓN

El chico estaba reventado. Cayó al suelocon un golpe seco, empapado en sudorde la cabeza a los pies pese a que laenorme estructura de acero y cristal quecoronaba el edificio de la estaciónestaba rota en muchos puntos y el aireinvernal se colaba en el andénhaciéndonos tiritar.

La estación de Príncipe Pío era, enrealidad, un gran intercambiador en el

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que se aglomeraban veintiocho líneas deautobús, dos líneas de tren y, lo que paranosotros resultaba más peligroso, treslíneas de metro.

En la estación confluían la línea diez,por la que habíamos llegado, la líneaseis y un ramal de la red de metro conrecorrido directo hasta la estación deÓpera.

Esto, en condiciones normales, nohabría supuesto ningún problema... perono estábamos en condiciones normales;teníamos que vigilar seis túneles, unacúpula destrozada y, para colmo demales, a un muchacho moribundo delque ni siquiera sabíamos el nombre.

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Pasamos un par de horas vigilándole ylimpiándole las heridas, pero no habíamanera de ayudarle. Aunque los tresmercenarios se negaron rotundamente adesperdiciar algo tan necesario como elagua en aquel caso perdido, tanto elsoldado como yo mismo vaciamosnuestras cantimploras sobre la cara deaquel desgraciado en un desesperadointento por hacerle reaccionar. Lesecábamos el sudor de la frente, quepronto se convirtió en un líquidosanguinolento y, cuando lasprimeras ampollas supurantes hicieronsu aparición alrededor del tajo que teníaen el brazo izquierdo, no hubo otraelección. A ninguno se nos ocurriópensar en cómo se había hecho la

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herida. Otro error.

–Necesita ayuda médica –dije entredientes.

–Muy bien genio –Carlos se tiró alcuello, sin piedad–. ¿Y ves algún putomédico por aquí?

–No, pero este chico nos ha salvado elculo a todos – apunté a Carlos con eldedo y le mantuve la mirada–. Incluso ati mismo. Después de eso, no podemosabandonarle y dejar que muera aquíabajo.

–Bueno –Rashid me miraba desde elotro lado del cuerpo, bañado por latenue luz del amanecer que se colaba a

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través de las cristaleras–. Podemoscoserle la herida, pero eso no hará quesobreviva... necesita antibióticos.

–¡Joder! No estaréis pensando en... –Carlos nos miraba de hito en hito–.¡Estáis mal de la cabeza!

–Tiene que haber una farmacia por aquícerca –Carlos se echaba las manos a lacabeza al ver que nadie le hacía casomientras que Rashid me miraba reticentey alzaba las manos en gesto defensivo.

–Oye, no quería decir eso y lo sabes.

–Yo voy contigo.

La voz ronca de Sergey hizo callar

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repentinamente las demás.Evidentemente, no era la mejor idea,pero ese chico había hecho más por lasupervivencia del grupo que cualquierade nosotros y Sergey lo sabía.

El súbito cambio de actitud del rusodesarmó por completo la oposición deCarlos y del soldado, que tambiénopinaba que buscar una farmacia en elcentro de una ciudad como Madridinfestada de monstruos era una auténticalocura.

–Yo voy contigo –repitió.

–Y yo –Rashid se puso en pie dispuestoa seguirnos, pero Sergey cortó en secosu movimiento con un gesto de la mano.

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–No, tú no –la cara del gigante setransformó en una máscara de decepciónante las palabras de Sergey–. Tú tequedas aquí.

–Pero, ¿por qué?

–Muy sencillo. Hay seis túneles, soistres personas. Si cada uno se coloca enun andén podréis vigilar dos túneles porbarba y turnaros para echarle un vistazode vez en cuando al chaval.

–¿Y si la calle está hasta arriba de esasbestias? ¿Y si necesitáis ayuda? –estavez era Carlos el que preguntaba.

–Si la superficie está infestada –intervine quitándole la palabra a

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Sergey– ni siquiera saldremos de laestación.

–Volveremos aquí inmediatamente ycargaremos con el chico hasta que serecupere o muera. Además, si tenemosque salir, cuanto menos ruido hagamos,mejor –remató el ruso muy serio.

En apenas dos minutos estábamos en lapuerta de la estación de Príncipe Pío, enla ancha avenida del Paseo de laFlorida. Sergey llevaba metida en elcinturón la enorme Beretta 92 del chicoy yo había heredado su Cetme; de todosmodos, ahora no iba a necesitarlos. Elruso tenía un aspecto imponente con suM16 terciado sobre el pecho, pero yoparecía una mula de carga con el Cetme

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en la mano y un trozo de madera con másaños que yo cruzado sobre la espalda.

La calle estaba desierta. No había ni unasola de esas criaturas merodeandoalrededor de la estación... y eso, en uncentro de población como Madrid erararo, muy raro. La visión del Paseo de laFlorida absolutamente vacío, sin un sóloser vivo en todo el espacio queabarcaba la vista y sin ningún ruido querompiera la quietud del lugar nos golpeódirectamente en la cara,sobrecogiéndonos más que sihubiéramos encontrado la calle repletade infectados.

Miramos en todas direcciones tratando

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de localizar una farmacia hasta queSergey me dio dos toquecitos en elhombro y me señaló en silencio una cruzverde que sobresalía de una fachada aapenas trescientos metros de nuestraposición. Sonreí. Estábamos de suerte.

Avanzamos por la acera desierta conpasos lentos, intentando hacer el menorruido posible por miedo a que nuestrapresencia perturbara el silencio y elinfierno se desatara sobre nosotros unavez más.

El escaparate de la farmacia estaba rotoy manchado de sangre. Nos loesperábamos, pero eso no evitó quediéramos un respingo al ver que variasde las manchas de sangre tenían forma

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de manos. De manos que hubierangolpeado el cristal con la palmaabierta...desde dentro.

Franqueamos la entrada con las armaslistas para disparar y con un montón decristalitos crujiendo bajo las suelas delas botas. Una asquerosa vaharada deolor a carne podrida nos golpeó lasfosas nasales en cuanto dimos el primerpaso dentro de la farmacia pero no nosdetuvimos más que el tiempo suficientepara taparnos la nariz y la boca con elcuello de nuestras camisetas antes deseguir avanzando.

La sala principal consistía en un amplioespacio pintado enteramente de blanco y

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rematado por un inmenso mostrador trasel que se intuía el inicio de otra salasecundaria, alargada e igualmenteblanca, que hacía las veces de almacén.El suelo de baldosas estaba manchado aintervalos irregulares con enormescuajarones de sangre reseca y losazulejos que formaban un friso hasta laaltura del pecho aparecían perforadosaquí y allá por impactos de bala. Lafarmacia estaba en completo silencio...al menos hasta que empezamos a oíraquellos ruidos: una especie de sonidochapoteante, como un golpe dado adesgana sobre algo mojado. El impactohúmedo iba seguido siempre de unsonido de arrastre igual de asquerosoque provenía de detrás del mostrador.

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Avanzamos con las armas en alto haciala fuente del sonido y giramos la esquinadel mostrador dispuestos a reventar acualquier cosa que hubiera tras él. Nofue necesario. En el suelo, bañado en uncharco de sangre que llenaba todo elespacio hasta la puerta del almacén,había uno de esos seres... o, mejordicho, la mitad de uno de esos seres. Elgolpe que habíamos oído lo producía sumano al chapotear sobre el charco desangre y el sonido de arrastre venía dela tira de intestinos que reptaba tras sucuerpo como un grupo de serpientesamoratadas.

A la criatura le faltaba la mitad delcuerpo, desde justo debajo del hombro

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izquierdo hasta la cadera derecha.

No es que estuviera hecho polvo, es que,directamente, no estaba. Las víscerascolgaban de la horrible herida y seagitaban con cada torpe intento deavance. Estaba más muerto que vivo, dehecho, en condiciones normales deberíahaber estado muerto del todo, pero aúnasí intentaba cogernos. Había oído elsonido de nuestras botas quebrando loscristales destrozados que seamontonaban en el suelo y se habíapuesto en movimiento automáticamente,como un muelle.

Me quedé hipnotizado mirando a aquelengendro.

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Lanzaba dentelladas al aire sin parar ysus dientes chasqueaban como unatrampa mortal cada vez que cerraba lasmandíbulas, pero no aullaba.Pensándolo fríamente, es comprensibleque no aullara ni gimiera, ya que habíaperdido al menos un pulmón y el otrodebía estar hecho un Cristo.

A su lado había un revólver Taurus conculata de madera y una caja de municióndel calibre 357 Magnum casi vacía. Elcuerpo estaba rodeado de una cuantiosacantidad de casquillos de bala doradosque resaltaban sobre el charco rojocomo estrellas sobre un cielo nocturno.

La visión de aquella cosa tirada en elsuelo, arrastrándose lastimeramente

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hacia nosotros no me dio miedo, sinopena. Me hizo pensar en el tiempo quehabría tenido que resistir cuando aún eraun hombre. Y también me hizo recordara los familiares y amigos que habíaperdido en las últimas semanas. Se meformó un nudo en la garganta mientraslos rostros de todos aquellos que algunavez había conocido desfilaban por mimente en imágenes que me los mostrabanhorriblemente desfigurados, convertidosa su vez en cadáveres reanimados quecaminaban por las calles en busca deuna presa.

Apresté el Cetme para disparar a lacabeza de aquel desgraciado y hacer quedejara de sufrir de una vez por todas

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pero, afortunadamente, Sergey no mepermitió hacerlo.

Si hubiera disparado en un espacio tanreducido, el estampido habría podidooírse en kilómetros a la redonda y, enmenos de cinco minutos, el Paseo de laFlorida estaría atestado de criaturasdispuestas a devorarnos mientrasnuestros tímpanos aún trataban derecuperarse.

En lugar de eso, Sergey apoyó la manosobre el cañón de mi arma y, poniéndoseel dedo índice sobre los labios,desenfundó su cuchillo táctico decombate. Antes de que me diera cuentase abalanzó como un rayo sobre elengendro y le puso un pie entre los

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omóplatos para poder sujetarlo del pelomientras lo degollaba. Clavó la hoja delcuchillo hasta que su mano estuvocompletamente teñida de rojo y pudimosoír el chirrido del acero al topar con unade las vértebras cervicales.

Cuando hubo completado la operación,se levantó como si nada y, limpiándosela hoja del cuchillo en la pernera delpantalón, se encaminó hacia el almacén.Increíble.

El tío acababa de rajar hasta el hueso elcuello de algo que una vez había sidouna persona como nosotros sin nisiquiera pestañear. Para ser sinceros,Sergey me intrigaba cada vez más.

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Las puertas del almacén eran como lasde uno de esos salones antiguos quesalían en las películas del oeste... bueno,cuando todavía había películas. Lashojas eran batientes y llegaban desde laaltura del pecho hasta la del tobillo, demodo que se podía ver el techo y lasbaldas superiores del almacén pero nolo que había a media altura ni en elsuelo. Abrimos la puerta lentamente,temerosos de lo que pudiéramosdescubrir al otro lado. Sólo buscábamosun par de cajas de cualquier antibiótico,pero lo que encontramos en su lugar fueun almacén completamente vacío condos cadáveres tirados en el suelo.

Eran una mujer y una niña pequeña.

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Estaban allí, desmadejadas como dosmuñecas rotas, sin un sólo rasguño entodo su cuerpo aparte del rosetón rojoque les coronaba la frente. El pelo leshabía caído sobre la parte de atrás de lacabeza tapando piadosamente el orificiode salida de la bala que había acabadocon sus vidas. La mujer sostenía entresus dedos laxos una fotografía en la queaparecía ella junto al farmacéutico y laniña.

La criatura a la que Sergey acababa dedegollar a sangre fría había tenido elcuajo de matar a su mujer y a su hijaantes de convertirse en lo que era. Lehabía metido una bala en el cerebro asus seres más queridos para evitarles el

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sufrimiento de ser devorados vivos poruna legión de bestias sedientas desangre. Dios, me estaba poniendoenfermo.

–Tenemos que salir de aquí.

–Pero no hay medicinas... –el rusoparecía ajeno a todo lo que le rodeaba yyo perdí los nervios.

–¡Vete a la mierda! ¡Que le den por culoa las putas medicinas!

–Vale, vale. Tranquilízate un poco,hombre –Sergey me miraba,condescendiente–. ¿Y qué hacemos conel chico?

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–No lo sé. Tal vez más adelantepodamos salir otra vez a buscar unafarmacia.

–Sabes tan bien como yo que te estásmintiendo a ti mismo.

–Mira, no sé qué coño pasa aquí pero esmuy raro que ni siquiera los infectadosquieran permanecer en esta zona. ¿No tedas cuenta de que la calle está desierta?

–Sí, pero...

–Vamos. Larguémonos de aquí.

Salimos de nuevo al paseo a través delescaparate roto y pusimos rumbo a laestación pero nos paramos en seco en

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cuanto vimos la puerta delintercambiador. Junto a la entrada dePríncipe Pío había uno de aquellosengendros. Estaba solo, desorientado ymirando con una cara totalmenteinexpresiva la fachada de la estación.

Me entraron ganas de echarme el Cetmeal hombro y llenar de plomo a aquelcabrón, cegado por la impresión que mehabía provocado la escena de lafarmacia; pero hubiera sido unaimprudencia. A mi lado, Sergey semantuvo frío como un témpano y meexplicó su plan mirándome desde elfondo de sus acuosos ojos azules,tremendamente claros.

–No debemos hacer ruido. No sabemos

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cuántos de esos bichos hay en losalrededores y, si disparamos aquí,puede que nos sea imposible volver a laestación.

–¿Y qué hacemos entonces?

–Voy a intentar acercarme en silencio ymatarlo a cuchillo. No le pierdas devista. Si se da la vuelta y me ve –señalóel Mosin–Nagant– no le dejes gritar. Lepegas un tiro y corremos hastaencontrarnos con los demás.

–¿Y si esto se llena de engendros? ¿Y sinos siguen hasta los andenes?

–Dejamos tirado al chico y a correr otramedia horita por el túnel. De todas

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formas ya estará muerto y si cargamoscon él acabaremos sirviendo de comidaa alguno de esos cabrones. Un plangenial, ¿eh?

No pude más que sonreír abiertamenteante la actitud del ruso. El tío estaba ensu salsa, ni más ni menos. El combateera su elemento natural.

Empezó a moverse como un felino enplena caza, corriendo agazapado y conel cuchillo preparado en su diestra paraasestar un sólo golpe mortal. Por miparte, yo me aposté tras el muro bajo dehormigón que marcaba la entrada altúnel que desviaba el tráfico rodado pordebajo del Paseo de la Florida. Apuntéa la cabeza de aquella criatura

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asomando la boca del rifle por entre losbarrotes azules que protegían la partesuperior del muro y esperé a que Sergeyllegara hasta su posición.

El ruso se acercó paso a paso a la bestiaque, por alguna causa que nuncallegamos a conocer, seguía ensimismadaen la contemplación de la puerta de laestación de metro. Llegó a su altura ylevantó el cuchillo para asestar lapuñalada letal pero, justo cuando sedisponía a acabar con la vida de aquelser, su bota resbaló sobre un adoquínsuelto provocando un leve crujido quefue suficiente para que el engendro segirara de golpe hacia la fuente delsonido.

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El movimiento cogió desprevenido aSergey y la hoja serrada del cuchillotáctico se clavó profundamente en elcuello de la criatura, justo por encimade la clavícula.

Por su parte, el ser no acusó en absolutoel impacto y puso todo su empeño enagarrar al ruso, que forcejeaba con élhaciendo intentos desesperados porapartar las babeantes mandíbulas de suyugular.

El disparo fue casi inmediato. No le dien la cabeza, que era donde habíaapuntado, sino que la bala le impactóen el pecho. Hubiera sido demasiadasuerte matar a esa criatura de un solotiro desde la distancia a la que estaba,

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pero la fortuna no nos abandonó del todoy el disparo llegó a su cuerpo con lafuerza suficiente como para derribarlesobre el mugriento suelo el tiempo justopara que el ruso recuperara su cuchillo yse lo clavara directamente en el cerebroa través de una de las cuencas oculares.

Sergey me miró agradecido desde laspuertas de la estación con la carasalpicada de sangre. Cargué de nuevo elrifle y, justo cuando devolvía el cerrojoa su posición original, un aullidoestremecedor proferido por cientos degargantas al unísono salió del túnel quehoradaba el subsuelo del Paseo de laFlorida.

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La cara de Sergey cambió en el acto dela sonrisa al horror mientras empezaba ahacer aspavientos con las manos y agritar a pleno pulmón.

–¡Corre! ¡Sal de ahí!

Dicho y hecho. Me eché de nuevo elMosin–Nagant al hombro y, con elCetme cruzado sobre el pecho, salí dedetrás del muro para empezar a correrhacia el intercambiador. En esemomento comprendí plenamente elmotivo de los aspavientos del ruso.

Desde mi posición, agachado tras elmuro de hormigón, no podía verlo, peroSergey estaba justo de frente. Por esohabía podido divisar cómo empezaban a

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salir corriendo, por la rampa de asfaltodel túnel, decenas de criaturas aullantesy sedientas de sangre.

Para cuando salí de detrás de miparapeto, varias de ellas habían tomadola calle y me cortaban el paso hacia laestación de Príncipe Pío, indecisas entrelanzarse a por una víctima o a por otra.Me abalancé hacia ellas furioso yenloquecido, abriéndome paso a golpesmientras el ruso defendía a toda costalas puertas del metro. Ni siquiera se meocurrió abrir fuego, hice lo que hice sinpararme a pensarlo ni un segundo.

La culata del Cetme rompía mandíbulasy cráneos haciendo saltar una lluvia dedientes allí donde impactaba. Un golpe

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de esas características sobre una cabezadesnuda habría sido capaz de dejar encoma al más duro de los hombres, peroaquellos seres parecían invulnerables aldolor. Su única reacción cada vez queun terrible culatazo se estrellaba contrasu sien o su nariz era tratar de mantenerel equilibrio y, mirándome una vez máscon sus ojos velados preñados de unaira irracional, lanzarse al ataque comofieras hambrientas.

No sé cómo, pero al final conseguíabrirme paso a golpes hasta la entradade la estación y, junto a Sergey, crucé elumbral lo más rápido que mepermitieron mis piernas.

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Bloqueamos la puerta con una palancade hierro que alguien había tirado juntoa la taquilla. Atravesamos la palancaentre las dos barras de acero que hacíanlas veces de tiradores y corrimos contodas nuestras fuerzas hacia los andenesen los que nos esperaban Carlos,Rashid, el soldado y el muchacho.Perdimos un arma de asalto excelente...pero, a cambio, ganamos un tiempoextremadamente necesario.

Bajamos las escaleras mecánicasdetenidas desde el fatídico día en queempezó todo saltando lo escalones decuatro en cuatro y, antes de alcanzarsiquiera el primer andén, ya habíamosempezado a gritar intentando poner

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sobre aviso al resto del grupo.

–¡Rápido! ¡Corred! ¡Al túnel!

–¡Retirada!

Cuando llegamos a su altura, Rashid yase había cargado al muchachomoribundo sobre los hombros y corríahacia el túnel mientras Carlos y elsoldado apuntaban hacia lo alto de lasescaleras por si se presentaba algúnimprevisto.

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10. DESPERTAR

Echamos a correr por el túnel de la líneadiez sabiendo que la muerte nos pisabalos talones. No estábamos seguros de siaquellos engendros habían conseguidofranquear la puerta de la estación o silos gruesos cristales habían resistido elenvite... pero tampoco teníamos tiempopara pararnos a comprobarlo.

Pretendíamos seguir durante un buentrecho pero, al acercarnos a la estaciónde Lago, inmediatamente consecutiva ala de Príncipe Pío en esa línea de metro,nos quedamos clavados en el sitio.Habíamos tardado un buen rato en

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recorrer el trecho que separaba ambasestaciones ya que, aunque se sucedían launa a la otra, la distancia entre ellas eraconsiderable si se recorría a pie.

Por otro lado, Rashid empezaba a acusarel peso del muchacho sobre suscolosales hombros y se movía cada vezmás despacio. Pero no fue esto lo quenos detuvo.

El problema se presentó cuando unaclaridad suave pero que, después deltiempo pasado bajo tierra, nos resultócegadora comenzó a inundar el túnel porel que nos movíamos. Una brisa ligera ycortante acompañaba a la luz helándonosla piel y haciendo que nuestro aliento secondensara en pequeñas nubes de vapor

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que salían de nuestra boca con cadarespiración. Fuimos avanzando cada vezmás despacio hasta que, por fin, nosdetuvimos en un recodo de la galería.

–¿Y ahora qué coño pasa? –Carlos noshablaba entre jadeos, con las manosapoyadas sobre las rodillas.

–Nos acercamos a un tramo de víadescubierto –le contesté medio ahogado.

–¡No me jodas! ¿Qué quieres?¿Matarnos? –se le veía totalmenteindignado, con la cara congestionadapor la ira.

Me dejé caer sobre las vías y me recostécontra la fría pared del túnel al tiempo

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que encendía un cigarrillo. No lo habíapensado. Tantas molestias, tanto peligroasumido sólo por estar lo más a cubiertoposible de las criaturas de la superficiey ahora todo se iba a la mierda porqueno se me había ocurrido pensar en que lalínea diez de metro transcurría por lasuperficie durante un tramo de unos treskilómetros. Sacudí la cabeza, enfadadoconmigo mismo.

Carlos había encendido un pitillo y sepaseaba arriba y abajo por la víafumando compulsivamente y exhalandograndes bocanadas de humoacompañadas de un sinfín demaldiciones e insultos.

En el extremo opuesto del túnel, Rashid

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había dejado al muchacho suavementeen el suelo para que Sergey tratara envano de encontrarle el pulso; mientras,el soldado apuntaba obstinadamente a lanegrura reinante en la estación de la queacabábamos de salir.

El ruso presionaba una y otra vez lacarótida del chico, negándose a admitirlo evidente. Estoy seguro de que alguiencomo él, acostumbrado a contemplar laimagen de la muerte, pudo percibirla enaquel rostro consumido, o en el modo enque los ojos del muchacho, hundidos ensus cuencas, le observaban sin ningúninterés. Pero Sergey era un luchadornato y tardó en rendirse; poco a poco,sus intentos fueron haciéndose cada vez

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más débiles, mientras su cara se llenabade decepción.

El chico había muerto. No era más queun adolescente y había muerto en aqueltúnel oscuro y frío convirtiéndose en unavíctima más en una hecatombe demillones. Sus pupilas estaban fijas en elnegro insondable del techo.

Rashid decidió que lo más humano seríacerrarle los ojos e intentar darlesepultura de alguna manera.

Ninguno tuvimos fuerzas paranegarnos... al fin y al cabo, ese chiconos había salvado la vida a todos con suintervención en la Plaza de Colón ynosotros ni siquiera nos habíamos

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dignado a preguntarle su nombre.

Rashid puso su enorme manaza sobre elrostro del adolescente y comenzó acerrarle los ojos. Sus inmensos dedos letapaban por completo la cara; luego, seretiró y empezó a murmurar una oraciónen su idioma por el alma del joven.

–¿Por qué cojones no nos has dicho quehabía un tramo descubierto? –mepreguntó Carlos, quien parecía un pocomás relajado después de que suspulmones absorbieran una buenacantidad de humo y su cerebro procesarasu pertinente dosis de nicotina.

–Lo olvidé –le contesté lo máshonestamente que pude.

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–Ya. Lo olvidaste... ¿estás loco? ¡Joder,esto nos puede costar la vida!

–Lo sé... y lo siento.

–Carlos, déjalo. Cuando Diego propusolo del metro todos sabíamos que era unalocura, pero a nadie se nos ocurrió nadamejor –Rashid había terminado suplegaria y trataba de razonar con suamigo–. Si hay un trozo en superficie, locruzamos y punto.

–Es demasiado peligroso.

–En esta ciudad y en estascircunstancias, todo lo es. No vamos aganar nada con quedarnos aquílamentando nuestra suerte. Hay que

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seguir.

–Vale. Pero que sepáis que estáis todoscomo putas cabras.

Carlos era bastante duro de mollera conel resto del mundo pero, como habíademostrado en varias ocasiones, la cosacambiaba notablemente cuando hablabacon Sergey o con Rashid. Saltaba a lavista que había algo que reforzaba larelación de aquellos tres hombres, algoque aún no sabíamos.

En las situaciones de tensión, críticas,Sergey tomaba el mandoautomáticamente y ninguno de los otrosparecía plantearse siquiera discutir unade sus órdenes. En combate, los tres se

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movían en una sincronía perfecta ysabían en todo momento lo que suscompañeros esperaban de ellos.

–Bueno, ¿y qué hacemos con él? –lepreguntó Rashid directamente a Carlos.

–¿Con quién?

–Con él –se giró para señalar hacia elcuerpo del adolescente muerto, pero sedetuvo en seco al ver que habíadesaparecido–. ¿Pero qué coño...?

–Cuidado –dije en voz baja, con laimagen del primer soldado muerto en laPlaza de Colón rondándome la mente–.Mucho cuidado.

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–Atentos –Sergey hablaba en el mismotono que yo. Si no le hubiera conocido,diría que hasta tenía miedo–. Posiciónde combate.

No podíamos distinguir nada a través dela oscuridad reinante en el túnel por elque habíamos venido. Si un elefantehubiera querido esconderse en la bocade la galería lo habría conseguido confacilidad, sin que le viéramos.

Apuntábamos a la negrura desesperados,con el oído atento a cualquier ruido quepudiera producirse.

Cualquier sonido, incluso un simplecrujido o el viento entrando desde elacceso descubierto del túnel, nos

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tensaba los nervios y hacía que nuestrodedo tomara posición sobre el gatillo.

–Retirada, ¡ya! –Sergey seguía hablandoentre dientes–.

Avanzad despacio y no se os ocurradejar de apuntar.

Empezamos a retroceder por la víaavanzando de espaldas, muy lentamentey con las armas listas. No habíamosrecorrido más de diez metros cuando elpantalón de chándal blanco del chicorompió la oscuridad brillando como undestello bajo la tenue luz que empezabaa llegar desde la calle a medida que nosaproximábamos a la salida.

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Se acercaba despacio, sin miedo,avanzando a la misma velocidad a laque nosotros retrocedíamos. La miradacargada de furia de sus ojos bovinos noscongeló el dedo sobre el gatillo y nosembotó la cabeza haciendo que ningunonos decidiéramos a disparar.

De repente, Rashid tropezó con uno delos raíles y cayó bruscamente al suelo,de espaldas. Ese movimiento bastó paraaccionar un resorte oculto en el cerebrode la bestia en la que se habíaconvertido nuestro compañero, algo quele hizo aullar y lanzarse como undemonio hacia Rashid; evidentemente,no llegó hasta él.

Carlos reaccionó a la velocidad del

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rayo. Apretó el gatillo de su arma ymantuvo la presión hasta que no quedóni una sola bala dentro del fusil deasalto. En menos de cuatro segundos,había metido en el cuerpo del chaval lafriolera de treinta balas del calibre 5.56.

Nada menos que un cargador entero deM16.

El chaleco antibalas que aún llevabapuesto el chico detuvo gran parte de losimpactos pero, desde esa distancia, nisiquiera esa prenda podíaproporcionarle invulnerabilidadabsoluta ante semejante potencia defuego. Cayó al suelo completamentelleno de agujeros de bala. Los enormes

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orificios sangraban profusamente y losproyectiles tenían que haber dañado a lafuerza varios de los órganos vitales...pero todos habíamos visto como esascriaturas se levantaban una y otra vezdespués de que las acribilláramos atiros, de modo que nadie abandonó suposición.

No nos equivocamos. El cuerpodestrozado del chaval se levantótorpemente y empezó a avanzar de nuevohacia nosotros con zancadas firmes ylargas. Carlos metió un nuevo cargadoren su fusil de asalto y empezó a gritar.

–¡A la cabeza! ¡Disparad a la...!

Ni siquiera había terminado de dar la

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orden cuando una bala de mi Mosin–Nagant atravesó limpiamente la frentedel chico. En una fracción de segundo eltableteo de los fusiles automáticos seunió al solitario disparo de mi rifle en latarea de eliminar la amenaza a la mayorbrevedad posible.

Fue un espectáculo absolutamentesalvaje. Los proyectiles de los M16 ydel Cetme que aún llevaba el soldado levolaron literalmente la cara y la partesuperior de su cabeza, desde la narizhasta el nacimiento del pelo, quedóreducida a un amasijo irreconocible ysangriento al que le faltaban numerosostrozos que habían salido despedidoshacia el túnel que quedaba a su espalda.

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–¿Qué hacemos? ¿Lo enterramos?

La voz del soldado nos pilló a todos porsorpresa al imponerse por encima delsonido de cargadores encajando en susitio y casquillos vacíos cayendo alsuelo.

–Estás de coña, ¿no? –Carlos miraba alsoldado como si éste hubiera perdido lacabeza–. No joder, no lo enterramos.¡Ha intentado matarnos!

–No ha sido él.

–Ah, ¿no? ¿No ha sido él? Entonceshazme el favor de decirme quién coñoha sido.

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–Tiene razón –intervine tratando deapaciguar los ánimos y buscando con lamirada la ayuda de Rashid o de Sergey–.No ha sido él. Al menos, noconscientemente.

–Ya, entonces vale. Le enterramos ycontratamos a un obispo para que le déla misa. ¿De qué color preferís el ataúd?

–Carlos tiene razón. No podemos perderel tiempo enterrando a alguien que nosha atacado, que ha intentado asesinarnos–Sergey se puso esta vez de parte de sucompañero.

–Pero antes de convertirse en... eso, nosha salvado el culo a todos. Yo tambiéncreo que merece un entierro digno. O, al

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menos, lo más digno posible en estascircunstancias –Rashid hablaba con suvoz potente, como si sus palabrassalieran de lo más profundo de unacaverna–. Sergey, si ordenas que lodejemos aquí, seguimos adelante y ahíse queda. Si prefieres que votemos, elresultado es evidente.

–Bueno... –el ruso bajó los brazos congesto derrotado–.

Tres contra dos. La cosa está clara.

–Me cago en la puta...

La decisión estaba tomada. Sergey habíapreferido poner el criterio del grupo porencima del suyo propio y el consenso

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había establecido que enterráramos lomejor posible el cadáver deladolescente.

No teníamos a nuestro alcance ningúnmedio para garantizar la digna sepulturadel cuerpo. No disponíamos de una palay, mucho menos, de un féretro, por loque la ceremonia se limitó a una ridículaprocesión fúnebre formada por elsoldado, Rashid y yo mismo llevando ahombros el cadáver, con Carlos ySergey respectivamente delante y detrásde la comitiva alumbrando el caminocon una linterna.

Avanzamos unos cuantos metros a travésdel túnel, volviendo hacia la oscuridad,y depositamos al chico con el mayor

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cuidado en un recodo del túnel quellevaba a la estación de Príncipe Pío.

Yo nunca fui demasiado religioso, asíque no dije nada, pero Rashid y elsoldado sí que desgranaron entre dientesuna pequeña plegaria destinada agarantizar el eterno descanso del almaque alguna vez, no hacía mucho tiempo,había habitado en aquel cuerpo.

Asistimos en silencio a los rezos y,cuando ambos hubieron terminado, nosdimos la vuelta sin decir nada yempezamos a avanzar a paso lento por lagalería, de vuelta al origen de la luz,hacia el exterior.

El sosiego era absoluto y un aire

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cortante nos golpeaba la cara mientrasavanzábamos a trompicones por elespacio existente entre las vías. Carlosmantenía una actitud hosca junto aSergey, Rashid iba a mi lado y elsoldado cerraba la marcha vigilando laretaguardia.

Caminamos en absoluto silencio hastaque, en un momento dado y como paraconfirmar las sospechas que yarondaban por mi mente, el ruso volvió lacabeza. Sin abandonar la expresión defastidio que había mantenido desde quese había tomado la decisión, le dedicóun guiño cómplice a Rashid paradespués volver la mirada de nuevo haciael frente.

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El gigante no se pudo contener. A surostro asomó una abierta sonrisa queamenazaba con convertirse en carcajadaal tiempo que se ponía un dedo en loslabios y, señalando a Carlos con unmovimiento de cuello, me revelaba elmotivo de su buen humor.

–Sssshhhsss. Tres contra dos,¿recuerdas?

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11. LA SEGUNDA PIEZA

Anduvimos un rato más totalmentecallados y con la mirada clavada en losflancos de nuestra paupérrima columna,pero la carga mental era demasiado altay había que aligerarla de alguna manera,así que, casi sin darnos cuenta,empezamos a hablar quedamente entrenosotros.

Nos sentíamos a salvo. La zona por laque caminábamos había sido en su díauno de los pulmones verdes de Madridy, salvo en la zona circundante a laparada de Casa de Campo, no había

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estado suficientemente poblada comopara suponer una amenaza.

–¿Sabes una cosa, Diego? –me preguntóSergey directamente. Su cara sereflejaba una mueca de hastío, pero ensus ojos siempre bailaba una llama dealerta inextinguible.

–Dime.

–Aunque esta gente –señaló con un gestoa sus compañeros– se empeñe en decirlo contrario, yo no soy ruso. Al menosno desde mil novecientos noventa y tres.

–¿Perdona?

–Soy checheno. En ese año se proclamó

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la independencia de mi país.

–Ah... ¿Y puedo saber a dóndepretendes llegar? ¿Por qué me cuentasesto a mí?

–¡Ja! Muchacho, no quiero llegar aningún sitio, simplemente pensé que, yaque Carlos os ha contado su historia,sería un buen entretenimiento contaros lamía.

–Como tú quieras, pero...

–Déjale –Rashid me miraba desdearriba con una sonrisa asomando a lacomisura de los labios–. ¡Es unvejestorio y le encanta contar batallitas!

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–Este vejestorio podría patearte el culoahora mismo... y lo sabes –el ruso, ochecheno, o lo que fuera, contraatacócon una amenaza, pero el golpecitofraternal que le dio a su compañero en elhombro desmintió cualquier asomo deanimadversión.

–Vale, vale –Rashid levantaba lasmanos en un gesto teatral, comopidiendo clemencia–. Aquí tienes a tupúblico.

–Bueno. Como iba diciendo, no soyruso, sino que soy checheno. Alprincipio me molestaba que me llamaranasí, ya sabes, ruso esto, ruso lo otro,pero ya me he acostumbrado.

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–Al grano... –Carlos intervino sinpiedad, lo que le valió una miradareprobatoria de Sergey.

–Vale, pues nada. ¿Por dónde iba? ¡Ah,sí! La revolución me pilló con quinceaños. A mediados del noventa y uno, untal Dudayev, que era el líder del partidoindependentista más importante, empezóa presionar al gobierno para quedimitiera en pleno, cosa que hizo enSeptiembre de ese mismo año. Mientrastanto, algunos partisanos con las mismasideas tomaron el control del país yasesinaron a Kutsenko, la cabeza visibledel partido comunista checheno. Nopasó ni un año hasta que Dudayev fuenombrado presidente y proclamó

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unilateralmente la independencia deChechenia.

–Y eso no les gustó a los rusos, ¿no? –Rashid ya debía de haber oído lahistoria un centenar de veces y tratabade acelerar el flujo de losacontecimientos conpreguntas inofensivas, sin llegar amolestar a Sergey.

–No les gustó nada. Por aquel entonces,Yeltsin casi acababa de llegar a lapresidencia y necesitaba hacerse fuerteen su nueva posición, así que vio unaoportunidad puesta en bandeja con lainsurrección de Chechenia y mandó uncontingente a Grozny... pero le salió eltiro por la culata. Los milicianos

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chechenos, instigados por el partido deDudayev, rodearon el aeropuerto demanera que los militares rusos nopudieran ni siquiera bajar del avión. Yoestaba allí, a las afueras del aeropuerto.Un mocoso de quince años rodeado dehombres curtidos armados con pistolasTokarev y rifles Kalashnikov. Incluso sepodía ver a algún partisano con unlanzacohetes RPG–7 apoyado sobre elhombro, ya sabéis, por si había quereventar el avión; pero no fue necesario.Los rusos vieron el panorama ydespegaron de nuevo sin disparar unsolo tiro.

–Debió ser duro –le dije, tratando deponerme en su piel.

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–¿Duro? No, que va. Lo realmente durovino a partir del noventa y cuatro,cuando yo ya tenía dieciocho años.

–¿Y los otros tres años? –pregunté.Sinceramente, no tenía ni la menor ideade la historia de Chechenia.

–Bueno, digamos que la victoria se nossubió a la cabeza. Desde el noventa yuno hasta el noventa y dos, la cosa semantuvo más o menos estable, con elpartido independentista en el poder ycon los rusos a distancia pero, a partirde la fractura del país en las dosrepúblicas de Chechenia e Ingusetia, enmil novecientos noventa y dos, todo seempezó a ir poco a poco al carajo –lamirada de Sergey se ensombrecía por

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momentos mientras nos relataba lasituación–. Los partisanos expulsabandel país a toda la población no chechenaque vivía en nuestro territorio. Robabany después expulsaban o mataban acualquiera que no fuera puramentechecheno. Los asesinatos selectivos sesucedían un día tras otro y la situaciónse fue haciendo cada vez más inestablehasta que, en el noventa y cuatro, lacuerda se tensó demasiado y la situaciónexplotó.

–Y llegó la guerra... –de nuevo eraRashid el que intervenía adelantando losacontecimientos.

–Sí, justo eso. En verano de ese año, la

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gente de otras etnias afincada enChechenia desde hacía generaciones, sehartó de los abusos cometidos por lospartisanos. Al fin y al cabo, ellostambién eran chechenos de plenoderecho y no tenían por qué soportaraquellos desmanes, así que lanzaron unaofensiva contra el gobierno de Dudayev.

–¿Y ganaron? –la impaciencia metraicionó dejando al descubierto mi totalignorancia sobre el tema.

–No, nadie ganó. Yeltsin pensaba queaquello iba a ser pan comido, que nosiba a aplastar en menos de un mes, asíque les dio armas a los insurgentes yempezó a bombardear todo el territorio.Grozny se llevó la peor parte, pero ni el

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más remoto rincón del país se libró dela lluvia de fuego que caíaconstantemente.

–¿Lluvia de fuego? –volví a interrumpira Sergey pero él, en lugar de enfadarse,me miró con gesto apesadumbrado.

–Fósforo blanco. Cae como una lluviade polvo blanco que, al contacto con lapiel, arde hasta el hueso. Lo único quenecesita para mantenerse encendido esoxígeno y, de eso, nos sobra. No sepuede apagar a golpes ni echando aguaencima. Si te cae sobre la ropa, puedeque te salves, si te cae sobre un trozo depiel descubierto... date por jodido.

–La leche... –Carlos nos miraba

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boquiabierto mientras metía baza porprimera vez. Por lo que parecía, laspreguntas impertinentes estabanconsiguiendo darle a la historia unenfoque que no conocían– ¿Usaron eso?

–Contra población civil. Y eso no fue lopeor. El gobierno ruso esperaba queaquello fuera poco menos que un paseomilitar así que, cuando vieron que lesplantábamos cara, la artillería pesadahizo acto de presencia para destruirciudad tras ciudad y pueblo tras pueblo.Ellos tenían más fuerza, pero nosotrosconocíamos el terreno. Eliminamos acolumnas enteras de infantería,capturamos tanques y derribamoshelicópteros, pero no era suficiente...

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nunca lo era. Yo mismo tuve que vercomo Khankala, mi pueblo, una pequeñaaldea cerca de la capital, ardía hasta loscimientos bajo el fuego ruso.

–Lo siento... –intenté expresar en vanolo que me rondaba la cabeza.

–Ya, bueno. Nosotros al menos tuvimostiempo de evacuar el pueblo antes deque llegara el ejército. Otros no tuvierontanta suerte y tuvieron que mantenerseocultos en las montañas, en loscampamentos de la guerrilla, mientrassus casas eran quemadas, sus mujeresvioladas y sus hijos asesinados a sangrefría.

–¿Merece la pena pasar por todo esto

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para conseguir la independencia odefender una religión? –esta vez era elsoldado el que preguntaba.

–Sinceramente... no lo sé. Nunca meinteresó la política y mucho menos lareligión. Es cierto que siempre había129

habido conflictos entre los musulmanesy los ortodoxos de Chechenia, pero yomismo perdí en la guerra amigos de losdos credos y, cuando los partisanoscercaron en el aeropuerto a los rusos enel noventa y uno, los chicos noestábamos allí para ayudarles sino,simplemente, por curiosidad.

–No podías escapar –el soldado volvió

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a intervenir, apoyando con cuidado lamano sobre el hombro de un Sergeycada vez más decaído.

–No, no podía. Cuando vi cómo elejército ruso asesinabaindiscriminadamente a hombres, mujeresy niños que, en la mayoría de los casos,sólo luchaban por defender sus hogares,no pude mirar hacia otro lado. Tomé lasarmas y me puse, como no podía ser deotra manera, del lado de mi patria.

–Y entonces –Rashid adelantó un pocolos acontecimientos para evitarle un maltrago a su amigo– empezó la guerra deverdad.

–Durante casi un año fuimos

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retrocediendo, aguantando lasposiciones tanto tiempo como erahumanamente posible y sembrando loscaminos de bombas y trampas en las quecientos de soldados rusos se dejaban lavida todas las semanas. Nosmanteníamos emboscados en el bosque yasaltábamos los convoyes deabastecimiento para robarles lasmercancías y tomar rehenes. Loscogíamos para atraer la atencióninternacional sobre Chechenia,intentando pedir ayudadesesperadamente.

Algunos comandos se dedicaban atorturar a los prisioneros, pero debodecir con la cabeza bien alta que mi

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grupo nunca maltrató a ningún rehén,sino que los manteníamos en las mejorescondiciones posibles para cobrar unrescate por ellos.

–¿Cuánto tiempo? –la pregunta pilló aSergey desprevenido.

–¿Perdona?

–Que cuánto tiempo se mantuvo lasituación –me corregí a mí mismo bajola mirada apesadumbrada del checheno.

–Casi dos años, los dos años más largosde mi vida. A principios de milnovecientos noventa y cinco noscercaron en Grozny y el fuego deartillería, secundado desde el aire por

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los bombardeos, acabó con la vida demás de veinticinco mil civiles. Mientrastanto, en el pueblo de Samashki, losrusos asesinaban a más de cien personasy torturaban hasta la muerte a otrastantas para tratar de obtener lasposiciones de los milicianos que seescondían en el monte... y no podíamoshacer absolutamente nada para evitarlo.El país entero se había convertido en unenorme campo de batalla en el que todoshabíamos perdido a alguien y en el queprácticamente todos los edificiosestaban derruidos, quemados o teníanimpactos de bala.

–Pero ganasteis –Carlos propinó unapalmada amistosa sobre la espalda de su

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amigo.

–¿Y de qué me sirve a mí eso? De nada.Mantuvimos la posición en Grozny hastael alto el fuego del noventa y seis. Unaño después, en el noventa y siete,Yeltsin firmó un tratado de paz con loslíderes de la insurgencia... pero notardaron ni dos años en pasárselo por...bueno, ya sabéis, por ahí.

–¿Quiénes? –le interrumpí de nuevo–.¿Los chechenos?

–Bueno... eso decían los rusos. Hubouna serie de atentados en Daguestán y enMoscú que se llevaron por delantecientos de vidas, pero en Chechenianadie sabía nada o, al menos, nadie

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reconoció la autoría de los ataques. Sios digo la verdad, ya no sabía qué creery qué no, así que cuando, en milnovecientos noventa y nueve, la gente deBlackwater se presentó en Groznybuscando despojos de la guerra, vi enellos mi oportunidad de abandonar elpaís y me apunté en su lista. Superé laspruebas, me llevaron con ellos aEstados Unidos y, bueno, el resto ya eshistoria. Llevo veintiséis añostrabajando con ellos y, por más que lopienso, no se me ocurre que pudierahaber hecho las cosas de otra manera. Sime hubiera quedado en Chechenia,probablemente ahora estaría muerto.Allí no todo el mundo llegaba a lostreinta y nueve años, ¿sabéis?

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–Y, si no es indiscreción –el soldadointervino una vez más deseando despejarsus dudas y señalando a Carlos con lacabeza–, ¿qué hacías en España cuandoconociste a éste?

–¡Ah! Eso es fácil de explicar –fue elpropio Carlos el que respondió en lugarde su amigo–. Estaba de vacaciones. ¡Eltío era un puto guiri en Marbella!

El buen humor volvió poco a poco a lacara de Sergey mientras su compañerole pasaba el brazo por encima de loshombros y hacía bromas acerca de suedad y de los jubilados europeos queinfestaban la Costa del Sol en los mesesde verano.

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–¿Y ahora? –les pregunté a los tres, acualquiera que quisiera responderme–.¿Qué hacéis en Madrid?

–Ya no tiene sentido esconderlo –Rashid se adelantó a los otros dos y mecontestó francamente, mirándome a losojos–. Nuestra organización nos mandóal principio de la crisis. Querían vercómo se desarrollaba todo en Europa,ver qué medidas tomaban los gobiernosy todas esas cosas. Luego... bueno,cuando la situación explotó, EstadosUnidos desapareció y, simplemente, nopudimos volver a la base.

–¿Queréis hacernos creer que unaorganización cómo Blackwater sólotiene bases en Estados Unidos? –el

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soldado hablaba con un tono bromista,pero su pregunta iba totalmente en serio.

–No, claro que no –fue Sergey el quetomó de nuevo la palabra–. La baseprincipal sí que está... perdón, estabaallí; pero, evidentemente, hay másrepartidas por casi todo el mundo. Loque pasó a continuación es que enEspaña se suspendieron todos losvuelos. Ni siquiera los aviones militarestenían permiso para despegar a no serque las órdenes vinieran directamentedel alto mando.

Nos quedamos atrapados en Madrid y,cuando vimos la que se estaba liando enColón, decidimos armarnos despojando

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a un par de civiles de los juguetes queles habían dado los militares y nospresentamos en el vestíbulo del Museode Cera como si fuéramos unos civilesmás.

Hicimos el resto del camino hasta laestación de Casa de Campo caminandopor las vías en absoluto silencio.

Empezábamos a acercarnos de nuevo aun núcleo urbano con una poblaciónsignificativa y los nervios volvían apresionar contra nuestro pecho haciendoque las bocas de las armas apuntaranuna vez más en todas direcciones.

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12. UNA LUZ EN EL TÚNEL

–¡Quietos! ¡No se os ocurra mover ni undedo!

La voz provenía del túnel. Era una vozfemenina; fría y dura como un trozo deacero. Una voz cargada de autoridad quehizo que nos detuviésemos en el acto,transformándonos a todos en estatuasinmóviles en medio de la galería.

Un potente haz de luz rasgó la oscuridady se deslizó lentamente por los rostrosde cada uno de nosotros, cegándonosmomentáneamente.

Al otro lado del foco se encontraba unachica muy joven, casi una niña,

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apuntándonos inútilmente con la largahoja de una navaja automática.

–¡Ah! ¿Sois... humanos? Creía queeráis... esas cosas, otra vez.

–Ya –Carlos la miraba con desprecio,levantando la barbilla y con los ojosentrecerrados–. ¿A ti te parece que esoscabrones llevan armas y hablan entreellos? ¿O que se detendrían sólo porqueles des el alto?

–Que te den por culo, gorila de mierda.

Durante unos segundos nos quedamossorprendidos, pensando que Carlos leiba a pegar un tiro allí mismo a aquelladescarada. Pero, en lugar de eso, el

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mercenario estalló en una carcajada yavanzó un par de pasos ofreciéndole sumano a la chica.

–Me llamo Carlos.

–¡No te muevas!

–Anda, suelta eso –señaló con la cabezahacia la navaja– Somos más y estamosmejor armados.

–Ni lo sueñes.

–Mira... si quisiéramos hacerte daño, yalo habríamos hecho. Hazme el favor deguardarte ese pincho de una puta vez.

–Umm... –pareció pensárselo durante un

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par de segundos pero, al final, la luz seextinguió y extendió su mano hacia la deCarlos al tiempo que hacía retroceder denuevo la hoja de la navaja con unchasquido–. Me llamo Daniela.

–Yo soy Carlos –su mano envolvió la dela muchacha ocultándola por completo–Y estos de aquí son Sergey, Diego,Rashid y... –en ese momento caímos enla cuenta de que ninguno sabíamos elnombre del soldado– ¿Cómo coño tellamas tú?

–Jaime –El militar contestó con unasonrisa en la cara, como si la situaciónle pareciese divertida.

–Pues eso, Jaime.

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El descaro y la total ausencia de miedode Daniela nos cautivaron a todos alinstante. Las raciones de campaña sehabían agotado a un ritmo mucho másrápido del esperado, ya que Rashid, porsu corpulencia, devoraba cantidadesingentes de comida cada vez que nosdeteníamos a descansar. Pero nopudimos negarnos a compartir con ellanuestras últimas reservas.

No sé si el instinto de protección seimpuso por encima del de supervivenciao si, simplemente, nos dio pena pero elcaso es que aquella chica delgada yojerosa engulló lo que le ofrecíamosmientras nos contaba casi sin levantar lavista cómo había llegado a aquella

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situación.

Por lo que la propia Daniela nos contósin tapujos ni remilgos de ningún tipo,nos enteramos de que tenía diecinueveaños y ejercía la prostitución en la Casade Campo desde hacía tres.

No recordaba un sólo día en el que nohubiera tenido que trajinarse por lomenos a cuatro clientes pero, segúnadmitió con total sinceridad, nadie lahabía engañado para venir. Abandonó suPalmira natal, en Colombia, porquequería tener dinero... y eso era justo loque había encontrado.

En los últimos tres años había amasadouna pequeña fortuna a costa de vender su

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cuerpo, pero la cosa cambió cuando lagente se empezó a quedar sin trabajo.Era lógico, si ni siquiera podíanmantener a su familia, mucho menos ibana poder recurrir a sus servicios.

Alguno había querido aprovecharse deella al verla joven y de aspecto frágil,pero tres años en la calle dan paramucho y Daniela había aprendido quevalía más repartir dos o tres puñaladasque dejar que alguien se fuera sin pagar.

La mayoría ni siquiera ponía denuncia.Sus clientes eran padres de familia quementían a sus mujeres diciendo que leshabían atracado o vete a saber qué otraexcusa estúpida. ¿Qué iban a decir?¿“Cariño, me he ido de putas y me han

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pinchado por irme sin pagar”? No, esonunca pasaba.

La situación se había mantenido más omenos estable hasta una semana antesdel apocalipsis. En aquellas fechas nohabía ni un solo cliente en toda la Casade Campo, pero todas las chicas seguíanyendo a trabajar a diario, unas obligadaspor sus chulos y otras, como Daniela,por propia iniciativa. Al ver que ningunade ellas sacaba ni un sólo euro en todoel día, empezaron a asomar las navajas;las peleas a cuchillada limpia porun bocadillo o una botella de agua sesucedían a diario mientras Daniela loobservaba todo desde un discretosegundo plano.

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Ella, a diferencia del resto de lasprostitutas, había ahorrado y seguíapudiendo permitirse un nivel de vidabastante aceptable. Se conformó conmantenerse apartada de las reyertasesperando que alguno de sus clienteshabituales se dejara caer por allí hastaque los engendros tomaron al asalto laCasa de Campo.

–Bueno... –Carlos aguardó a queDaniela terminara de relatar su historiapara intervenir en tono jocoso señalandoa la chica con la cabeza–. Pues ya que sumajestad, aquí presente, ha engullidotodo lo que nos quedaba, habrá que salira buscar algo de comida, ¿no?

–¿No te he dicho antes que te fueras a

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tomar por culo? –

Daniela contestó como sólo ella podríahaberlo hecho–. ¡Pues claro que hay quebuscar comida! Pero... ¿Salir a lasuperficie? ¿Os habéis vuelto locos?

–No –esta vez era Sergey el que hablabacon su marcado acento–. No es laprimera vez que subimos. Además,¿dónde esperas encontrar comida aquíabajo?

–No lo sé –el tono de la muchacha erasensiblemente más bajo, menosconvencido–. En las máquinasexpendedoras de las estaciones grandestiene que quedar algo.

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–Y una mierda –con su habitualdelicadeza, Carlos se negó en redondo–.¿Cuánto nos puede quedar de viaje?

¿Un día? Al paso que vamos seguro quenos queda incluso más... y no piensoalimentarme a base de patatas de bolsa.

–¿Viaje? ¿Un día? ¿Se puede saberdónde coño vais? – los ojosalmendrados de Daniela brincaron conalarma sobre cada uno de nosotros.

Un silencio espeso se instaló de repenteen la reunión.

Acabábamos de conocer a aquella chicay nos había conquistado a todos desde elprimer momento pero...

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¿Realmente queríamos llevar connosotros una boca más a la quealimentar? No era más que una niña a laque tendríamos que estar protegiendoconstantemente. Casi había entrado enpánico sólo con mencionar la idea desubir a la superficie.

–A los cuarteles de Cuatro Vientos.

Rashid se adelantó a los demáspronunciando en voz alta nuestro destinoy haciendo que saliéramos de nuestrascavilaciones. Algunos nos sentimosaliviados ante la intervención delgigante, otros maldijeron por lo bajo altener que asumir una nueva carga... peroDaniela sólo se limitó a sacudir lacabeza tristemente y pronunciar un par

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de palabras con voz queda, casi en unsusurro.

–Mala idea.

–¿Por qué? –seguía siendo Rashid el quehablaba con sus ojos oscuros clavadosen los de la chica–. Aquello es unaeródromo militar, tienen que quedarsupervivientes; tiene que haber alguienque pueda explicarnos qué está pasando.

–No. Me temo que no –Daniela sacudióde nuevo su brillante melena negra, conlas mandíbulas apretadas–.

Aquello está infestado. Un par de díasantes de que todo empezara, el ejércitoevacuó todos los barrios de alrededor y

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reunió a la gente en barraconesinstalados junto a los cuarteles.

–¿Y tú cómo sabes todo eso? –esta vezfue Sergey el que la interrumpió–. ¿Nodecías que no habías salido de la Casade Campo?

–Yo no salí, pero algunos altos mandosde Cuatro Vientos sí que lo hicieron,entre ellos uno de mis clientes –Danielale contestó con la barbilla alzada, sinrastro de vergüenza–. Pero eso no es loimportante. Lo jodido es que aquellaaglomeración no tardó en atraer acientos de esos... ¿cómo los has llamadoantes? ¿Cabrones? Sí, eso era. Pues eso,un montón de esos cabrones se lanzaroncontra las alambradas y los muros. Los

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militares que quedaban los contuvierona tiros durante un par de días pero, alfinal, las alambradas cayeron y los serestomaron la base.

–Y entonces –Jaime, el soldado, mirabaa la chica con la cara congestionada porla ira–, ese alto mando amigo tuyo,decidió que era buena idea abandonar aun montón de civiles a una muerte segurapara irse de putas.

–¡Eh! –Daniela reaccionó de inmediato,con el dedo índice de su mano derechaalzado en gesto teatral–. Yo no juzgo amis clientes. Les atiendo, me pagan ypunto.

–Lo siento... –el militar la observó de

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manera visiblemente menos agresiva–.Ya sé que la culpa no es tuya, pero measquea profundamente que un oficial deejército se comporte de manera tancobarde.

–Disculpas aceptadas –la chica sonreíaabiertamente obviando el incidente,como si no hubiera pasado nada–.

El caso es que las defensas cayeron y elaeródromo de Cuatro Vientos seconvirtió en un matadero. Según mecontó mi cliente, la gente corría por laspistas como ganado asustado mientrasesos bichos les saltaban sobre laespalda y los derribaban paradevorarlos a placer. El interior de losedificios se iluminaba constantemente

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a través de las ventanas con elresplandor de la boca de los Cetmeescupiendo fuego. En fin, una carnicería.Por eso digo que es una mala idea irhacia allí. En lugar de supervivientes,vamos a encontrar un infierno.

–Espera –Carlos alzó la cabeza con unamedia sonrisa en la comisura de loslabios–. ¿Has dicho “vamos”?

–¡Claro! ¿Qué coño pensabas? Si tecrees que os vais a librar de mi tanfácilmente vas de puto culo.

Todos reímos la ocurrencia de Daniela.En aquellos días que pasamos en elsubsuelo del infierno cualquierdistracción, por pequeña que fuera, era

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recibida con los brazos abiertos.

El ambiente se distendió un poco pero,aún así, había una palpable sensación deincomodidad flotando sobre los ánimosdel grupo. Hasta ese momento habíamostenido un objetivo claro, una esperanza ala que aferrarnos como a un clavoardiendo... pero Daniela se habíaocupado de romper despiadadamenteesa ilusión con sus palabras.

Las risas se fueron deteniendo poco apoco, al tiempo que nuestras carasempezaban a reflejar claramente lapregunta que rondaba por nuestrascabezas: ¿Y ahora qué?

Había que buscar una meta, algo en lo

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que poder pensar para no volvernoslocos, algo que nos diese la esperanzade que aquella situación pudieraacabarse en algún momento.

Pero lo primero, la prioridad másabsoluta si no queríamos morir antes depoder siquiera plantear aquella meta,era encontrar comida.

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13. CAMBIO DE PLANES

Avanzamos como almas en pena por eltúnel que conducía desde la estación deCasa de Campo hasta la de ColoniaJardín. Ya nadie reía, a nadie le parecíadivertido hacer bromas acerca de ningúntema.

Cuando llegamos al andén, nosdetuvimos para tomar un pequeñorespiro y aprovechamos para estudiar elpequeño plano de metro que llevabaplegado bajo el chaleco.

Lo extendimos sobre el brillante suelopulido y nos abalanzamos sobre él comolo haría un grupo de lobos hambrientos

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sobre una presa moribunda. Había quetomar una dirección lo antes posible.

Estudiamos el plano sin decir nada,pendientes de cualquier pequeño ramalreflejado en él o de cualquier idea, porabsurda que fuera, que nos pudierasugerir. Era de locos.

Estuvimos más de media hora con lavista clavada en un papel arrugado,hasta que al militar se le ocurrió unaidea brillante.

–Esperad. ¿Y si...? Pero no, es unatontería.

–No, no. Dilo –era yo mismo el quehablaba con una absurda esperanza

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brillando en la cara–. Ahora mismo,cualquier idea nos viene bien.

–Bueno... estaba pensando en la baseaérea de Getafe.

–¡Es una idea estupenda! –meentusiasmé demasiado, tanto que Sergeyme tuvo que cortar en seco.

–No sé. Si es una base militar, supongoque habrán seguido el mismo patrón deactuación que en la de Cuatro Vientos.

–¿Y qué si es así? –la euforia no medejaba ver el pesimismo que desprendíacada una de las palabras de Sergey.

–Si acogieron a todos los civiles de la

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zona, es bastante posible que esa basehaya sufrido el mismo destino que laotra. ¿Y si llegamos allí y no queda másque un erial infestado de engendros?

–Nunca lo sabremos si no lo intentamos,¿no es verdad?

Paseaba la vista por las caras de todoslos allí presentes buscando inútilmenteun gesto de reconocimiento. Pero todosvolvían la cara hacia el suelo o hacia lasmugrientas paredes del andén, evitandoel contacto visual. Todos salvo Jaime yDaniela.

–¿Cómo llegamos allí? –la chica dabapor hecho que ya habíamos establecidoun objetivo.

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–No es tan fácil –Rashid la miró concondescendencia, como se mira a unniño que no sabe de lo que estáhablando–, ni siquiera sabemos lo quenos espera allí...

–Tenemos que seguir esta misma líneahasta la cabecera, en la estación dePuerta del Sur –la voz de Jaime nossorprendió a todos imponiéndose porencima de los gruñidos suaves yprofundos de Rashid. Al principio habíadudado de las posibilidades de éxito desu plan, pero ahora tenía una idea en lacabeza y mi apoyo y el de Danielahabían desterrado cualquierincertidumbre–.

Una vez allí, tendremos que seguir las

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vías del Metrosur hasta la estación deAlonso de Mendoza y caminar unkilómetro y pico a cielo abierto antes dellegar a la base.

–Espera –Carlos miraba al soldado conlos ojos abiertos de par en par–. ¿Cómocoño sabes tú todo eso?

–Bueno –los ojos de Jaime se clavaronen las baldosas que cubrían el suelo delandén–. Tengo, o tenía, ya ni siquiera losé, un par de amigos destinados allí. Heestado de visita unas cuantas veces.

–Pero...

–¿Y la comida? –intervine rápidamentepara evitar que Carlos pudiera plantear

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nuevas dudas sobre un plan que la mitadde nosotros había adoptado ya comodefinitivo– Necesitaremos provisionessi queremos llegar hasta allí.

–Hay un centro comercial cerca de aquí–esta vez era Daniela la que expresabaen voz alta sus ideas–. Cuando venía acomprar aquí, normalmente me bajabaen la estación de Aluche, pero creo quesi seguimos las vías hasta AviaciónEspañola y subimos a la superficie sólotendremos que andar un par dekilómetros por la calle General Fanjulhasta el centro comercial Plaza deAluche.

–¿Pero se os ha ido la puta cabeza? –Carlos estaba verdaderamente

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indignado–. No pienso subir a lasuperficie solo para...

–Como iba diciendo antes de que estegilipollas me interrumpiera –Danielasabía que se estaba jugando su últimocartucho y tiraba a matar–, en el centrohay varias tiendas de las que podemoscoger cosas que nos vengan bien.

–¿Algún sitio en el que conseguirprovisiones? –una vez más era Jaime elque preguntaba mientras la chica asentíacon la cabeza y sonreía, iluminando eloscuro túnel al mostrarnos sublanquísima dentadura.

–Nada más y nada menos que unCarrefour enorme. Si no encontramos

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allí cualquier alimento que necesitemoses que no existe.

Carlos fumaba un cigarrillo en silencio,sentado a pocos metros de Rashid yalejado del círculo de luz generado porel foco que iluminaba nuestro arrugadoplano.

Lanzaba volutas de humo hacia elapartado techo de la estación, conscientede que la decisión estaba tomada y deque, con ellos o sin ellos, Daniela,Jaime y yo mismo íbamos a abandonarla línea diez de metro en la siguienteestación para embarcarnos en unamisión suicida en busca de alimentos.

Por otro lado, Sergey parecía aceptar de

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buen grado que, aunque sólo fuera poresa vez, alguien asumiera el mando y ledescargara de la responsabilidad queimplicaba la toma de decisiones que, enuna situación como la que estábamosviviendo, podían significar la diferenciaentre la vida y la muerte.

El ambiente se había enrarecidosustancialmente. Por primera vez desdeque empezamos nuestro periplo en elMuseo de Cera de la Plaza de Colón,había diferentes criterios entre nosotros.El silencio era denso e incómodo y seprolongó hasta que, coincidiendo con elsonido de la piedra de mi mecherorozando contra la rueda al encender unpitillo, Daniela intervino de nuevo con

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voz alegre.

–Bueno, ¿qué? ¿Nos vamos de compras?

–No es una buena idea –Rashid lamiraba sacudiendo la cabeza con gestopesimista–. Ni siquiera sabemos quétenemos que...

Un momento. ¿Qué había sido eso? ¿Unladrido? ¿En un túnel oscuro y sucio quetranscurría bajo el entramado de callesde una ciudad muerta? Nos callamos enel acto. Pero no, no podía ser... ¿o talvez sí?

Sí, mierda. Estaba claro que aquelsonido era un ladrido, un ladrido potenteseguido de unos gemidos y de una

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respiración animal, agitada. La segundavez sonó mucho más cerca. Un nuevoladrido que retumbó como un cañonazoen el silencio fantasmal del túnel queconducía hacia la estación de AviaciónEspañola y, por consiguiente, a la deCuatro Vientos. Sergey hizo honor alcomportamiento que había mantenidodesde que le conocí y tomó el mando.

Supongo que no podía evitarlo, estabaen su personalidad. Por mucho quequisiera descargarse deresponsabilidades, no podía evitar cogerlas riendas cuando la situación se volvíademasiado tensa o demasiado peligrosa.

–Debajo del andén. ¡Ya!

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Nos escondimos bajo el ala del andénapretándonos entre nosotros y con laespalda tan pegada como era posible alos bloques de hormigón que sustentabanel suelo de la estación.

El sonido de las patas golpeando sobreel suelo de cemento era cada vez máscercano, pero había quedadocompletamente eclipsado por otrosonido que habíamos aprendido arelacionar con el peligro y que hacía quese encendieran en nuestras cabezas todaslas alarmas. Un aullido gutural, básico,animal.

El perro se acercaba a toda velocidad yen la mente de todos nosotros estabapresente un pensamiento que tan sólo

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Carlos se atrevió a expresar en voz bajay entre dientes.

–Pasa de largo, hijo de puta.

Por suerte, el animal así lo hizo, seguidode cerca por tres engendrosensangrentados y llenos dehorribles heridas.

Aguantamos la posición durante variosminutos, sin atrevernos ni a respirar. Laspisadas del perro se alejaron hacia laestación de Aviación Española y, depronto, el ruido que hacían fue sustituidopor un gemido lastimero seguido de uncoro de aullidos primitivos y delhorroroso sonido de la carne al serdesgarrada con las manos desnudas.

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Era algo enfermizo. Habíamosaprendido a reconocer ese sonido y adiferenciarlo del que producían loszarpazos o los mordiscos de aquellosseres.

En menos de cinco minutos el túnelquedó en silencio de nuevo. A la hora decomer, esas bestias eran como pirañas,capaces de engullir cantidades ingentesde carne en periodos de tiempoasombrosamente cortos y, lo queresultaba aún más inquietante, siempreparecían tener hambre.

Aún estuvimos unos cinco minutosescuchando el silencio y escudriñandosin resultado la impenetrable oscuridaddel túnel en el que había tenido lugar la

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cacería.

–Uff, ha ido de un pelo –Rashidencendió la linterna de bolsillo y unbrillante haz de luz iluminó el andéncontrario al tiempo que todos lereconveníamos entre dientes.

–¡No! ¡Apaga eso!

Demasiado tarde. El gigante apretó denuevo el interruptor pero, antes de quela linterna se apagara por completo,antes incluso de que nuestros ojos seacostumbraran de nuevo a la absolutanegrura reinante en la estación, llegóhasta nuestros oídos el sonido de algoviscoso y húmedo que se arrastraba porlas vías hacia nosotros, algo que había

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aumentado sustancialmente su velocidadal verse aguijoneado por el rayo de luzque acababa de revelarle nuestraposición.

El sonido se detuvo bruscamente paraser sustituido de golpe por unarespiración ronca y llena de ruidosextraños, como si un asmático crónicoestuviera tratando de llevar aire a suspulmones desesperadamente. Sabíamosque el causante de aquella respiracióntrabajosa estaba allí, acechando enalgún punto de la oscuridad... y él sabíaque nosotros andábamos cerca.

Agazapados bajo el andén, apuntábamoscon las armas hacia la negrura sinatrevernos a desbloquearlas por miedo a

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que el "clic" del seguro desatara la irade aquel ser sobre nosotros.

–Ahora –la orden de Sergey sonó comoun alarido nervioso a pesar de que lahabía expresado en un susurro–. ¡Luz!

Un fogonazo blanco inundó el túnel derepente cegándonos durante el tiempojusto que necesitó aquel engendro paralanzarse contra nosotros. Ni siquieratuvimos tiempo de quitarle el seguro alos fusiles antes de que una figurapequeña y ruidosa se abalanzase sobreRashid. En un espacio tan reducido, miMosin–Nagant no era más que un trozode madera inútil pero los fusiles deasalto no tardaron en llenar la bóveda de

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la estación de fogonazos, ecos dedisparos y agujeros de bala.

Disparábamos a lo loco, sin saber muybien dónde se dirigían los proyectiles.Rashid se debatía debajo de la criaturacon el rostro desencajado por el miedo ymirándonos con unos ojos queamenazaban con salirse de sus órbitas encualquier momento. Lasbalas impactaban contra el pequeñocuerpo una y otra vez pero no parecíanafectarle en absoluto y el ser seguía conla mirada clavada en el grueso cuello deRashid, haciendo intentos desesperadospor desmontar la defensa del gigante yalcanzar con sus minúsculos dientescualquier porción de carne que quedara

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al descubierto.

La intensidad del fuego fue reduciéndosepoco a poco al darnos cuenta de que elser no era más que un niño, una criaturaque debía tener unos ocho años y que,pese a la fuerza sobrehumana que leproporcionaba la infección, no era capazde sobreponerse a los esfuerzos deRashid.

Tenía la garganta completamentedesgarrada y estaba cubierto demordeduras de los pies a la cabeza. Nosquedamos helados, una cosa erareventarle la cabeza a un engendro queamenazaba con devorarnos vivos pero...¿un niño? No, no podíamos hacerlo.

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Rashid nos miraba impotente. Tirado enel suelo con el crío encima mientrasforcejeaba tratando de mantenerse lejosde las minúsculas pero amenazadorasmandíbulas, viendo cómo suscompañeros, aquellos que debíamosvelar por su vida, bajábamos las armasincapaces de asesinar al pequeño. Enrealidad habría sido un acto de piedad,una manera de poner fin al sufrimientode aquel chico que rezumaba sangresobre la pechera del uniforme de nuestrocompañero y golpeaba con sus manitasunos brazos gruesos como troncos...pero no tuvimos valor para apretar elmaldito gatillo.

Tuvo que ser Daniela, la única mujer del

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grupo, la que tomara la iniciativa. Conun par de zancadas avanzó hasta el chicoy, poniéndole un pie en el pecho, lederribó. Acto seguido agarró su pequeñacabeza por el pelo e introdujo la largahoja de su navaja a través de la barbilla,presionando hasta que la punta de acerotocó el cerebro y la vida del chiquillo seextinguió para siempre.

Dejó el cadáver en el suelo con sumocuidado y se giró hacia nosotros con unaelocuente expresión de infinita tristezaplasmada en la cara.

–Nos vamos de compras.

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14. ABRIENDO CAMINO

Arrodillados en uno de los escalones dela estación de metro observábamos elparking repleto de coches que seextendía ante nosotros. No debían sermás de las doce del mediodía, pero unaniebla espesa y persistente se empeñabaen mantenerse a ras de suelodesdibujando los perfiles de losedificios.

El visor de mi rifle barría elaparcamiento de lado a lado en busca decualquier señal de vida que pudierapresentarse entre las siluetasfantasmagóricas de los vehículos

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abandonados. La mayoría tenía algunode los cristales rotos y, tanto en suschapas cubiertas de suciedad como en elsuelo de asfalto, se acumulaba unacantidad obscenamente grande decuajarones de sangre reseca.

En los capós o ventanillas de algunos delos coches pude ver huellas rojas de loque claramente habían sido en algúnmomento unas manos humanas pero, almargen de eso y del tétrico ambientepropiciado a partes iguales por la nieblay el absoluto silencio, no parecía existirninguna amenaza que nos impidieraabandonar la relativa protección de laboca de metro.

Le hice un gesto a mis compañeros y

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salimos poco a poco a la superficie,bastante tranquilos pero sin bajar lasarmas en ningún momento ni perder devista los perfiles difusos de los coches.

La calle Fuente de Lima se extendía antenosotros vacía y silenciosa. Demasiadovacía y, sobre todo, demasiadosilenciosa si teníamos en cuenta lasenormes dimensiones de la horda quecampaba a sus anchas por todos losrincones de Madrid.

Pasamos junto a un bar con el escaparatey la puerta tapiados con gruesostablones de madera clavadosdirectamente sobre la pared. El toldoera de un color rojo oscuro desvaído y

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estaba hecho jirones, colgando inerte deuna de las barras laterales que deberíanhaberlo mantenido anclado a la pared.

¿Cuánto tiempo había transcurrido desdeque empezó todo? ¿Cuánto desde elMuseo de Cera? ¿Una semana?

¿Menos? Mierda, parecía que habíanpasado años.

Todo a nuestro alrededor estabadestruido. Los enormes edificiospermanecían en pie como si no hubierapasado nada, pero lo orificios de balaque se abrían en sus fachadas daban fieltestimonio de que, en aquellos días, laciudad entera se había convertido en uninmenso campo de batalla en el que no

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se tomaban prisioneros.

Seguimos el recorrido de la calle casihasta el final donde, por orden deDaniela, tomamos un camino lateralestrecho y con coches parcialmentedestrozados aparcados a los lados. Elsilencio y la niebla, ambos igual dedensos, nos acompañaron mientrasdesembocábamos en una avenida de doscarriles provocando en cada uno denosotros un sudor frío que nos caía porla espalda con cada paso que dábamospor aquella ciudad fantasma.

Según supimos por una de las placasindicadoras que colgaban de la fachadade los edificios, estábamos en la calleFuente del Tiro. Continuamos

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caminando por ella hasta llegar a labifurcación en la se integraba en laAvenida del General Fanjul.

En este punto nos quedamos helados.

En el centro de la enorme avenida habíaun paseo peatonal flanqueado en toda suextensión por bancos, árboles y zonasverdes... pero no fue eso lo que llamónuestra atención.

Conforme íbamos avanzando, fuimosaflojando el paso al tiempo que lasseñales de lucha se hacíandolorosamente presentes en forma dedestrozos en las fachadas de losedificios colindantes o de cadáverestirados en el suelo con un agujero de

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bala abierto en la cabeza.

Al acercarnos un poco más, surgió deentre la niebla la figura fantasmal de unamasa informe que taponaba la entradadel paseo, una acumulación ingente deobjetos de todo tipo que hacía lasfunciones de muralla defensiva contralos engendros, una barricada.

Cuando la traspasamos, ante nosotros sepresentó un panorama estremecedor enel que los cuerpos destrozados de lascriaturas y de los humanos se apilabanjuntos en el suelo, desperdigados portoda la plaza en las mismas posturasimposibles en las que habían caído alsuelo.

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La suela de nuestras botas resonabasobre los adoquines de la pequeñaplazoleta formada por el conjunto debarricadas, llenando el ambientesilencioso como un mausoleo decrujidos inquietantes. Me detuve ante unhueco en una de las improvisadasmurallas. En su momento, había hecholas funciones de un pequeño almacénpara surtir a los defensores de armas ymuniciones. Saltaba a la vista queaquellas fortificaciones estaban muchomejor preparadas para soportar elasedio que las que tuvimos en la Plazade Colón, y aún así habían caído... claroque ellos no contaban con Sergey,Carlos y Rashid.

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El infierno se desató por algo tananodino como un tintineo. Mientrasandaba entre dos filas de sacos terreros,recogí del suelo un par de casquillosvacíos y me puse a examinarlos sinninguna razón en especial, más que nadapor apartar mi mente de la masacre quenos rodeaba. Cuando me hube hartadode mirar las letras que tenían grabadas,los lancé todo lo lejos que pude.

El sonido de los cartuchos metálicos altocar el suelo vino acompañado de unode aquellos aullidos que tan bienhabíamos llegado a conocer y queprovocó que un escalofrío de terror merecorriera la columna hasta llegar a lanuca.

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La locura cundió de inmediato entre lasbarricadas provocando un pequeñocaos.

Daniela se mantenía en pie, con losdientes apretados y los dedos en tensiónen torno a la empuñadura de suinseparable navaja. Nunca supe si sehabía quedado clavada al suelo por puropánico o si, por el contrario, conservabala posición en base a un absurdo valorsuicida.

En lo primero que pensé al ver laestampa que presentaba fue en eldepósito de armas, pero Rashid se meadelantó lanzándole la pistolera quecontenía su reluciente Glock 9mmParabellum y que Daniela se encargó de

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coger al vuelo.

Carlos apoyaba sus antebrazos sobreuna de las filas de sacos terreros paraafianzar mejor la posición de disparo yapuntaba visiblemente nervioso endirección a una bocacalle. Por su parte,Jaime corría por la improvisadaplazoleta con el Cetme en ristre tratandode cubrir inútilmente todas las posiblesvías de acceso por sí sólo mientras, enel centro del espacio que quedaba entrelas barricadas y haciendo caso omisodel caos general, Sergey se desgañitabaladrando órdenes que nadie se dignaba aescuchar.

Y en medio de esa vorágine yo

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permanecía de pie, parado junto aldepósito de municiones y mirando comoun idiota hacia la calle de la que habíavenido el terrorífico rugido.

Al principio todo fue desesperantementelento, como si camináramos dentro de uninmenso bol de gelatina.

Pero cuando empezamos a ver figurasque se movían hacia nuestra posición através de la espesa niebla, el mecanismoque nos había mantenido con vida hastaese momento se activó y nos impulsó aorganizarnos formando una máquina dematar perfectamente engrasada.

Afiancé los codos sobre la barricadaque quedaba frente a la calle y comencé

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a disparar despacio, asegurando cadatiro. A mi izquierda, Rashid esperabacon su descomunal rifle M16 listo parael combate, del mismo modo que lohacía Carlos a mi derecha.

Sergey, Jaime y Daniela cubrían otrabocacalle cada uno. Si una oleada deengendros aparecía por la que vigilabala chica, ésta no iba a poder hacerlesfrente armada, como estaba, con unaGlock y una navaja, pero al menospodría avisarnos de que se abría unnuevo frente.

Todo a mi alrededor pareciódesaparecer al tiempo que lanzababrillantes balas del calibre 7,62mmhacia la Avenida del General Fanjul.

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Los sonidos se atenuaban y en mi campovisual sólo cabía la masa de cuerposque se acercaba hacia nosotros desde elotro extremo de la calle.

Aún estaban bastante lejos, pero elMosin–Nagant entonó por si mismo suglorioso canto de muerte y los engendroscomenzaron a caer uno a uno.

Apuntar, disparar, recargar y volver ainiciar el proceso, todo se limitaba aeso, a una simple sucesión de tresacciones.

Atravesé la cabeza de varios de ellosantes de que alcanzaran la distanciaoperativa de los fusiles de asalto y, aúncuando Carlos y Rashid ya llenaban el

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aire con el olor a pólvora quedesprendían las furiosas ráfagas de susM16, yo seguí disparando hasta que seme agotó la munición y el antiguo fusilsoviético se convirtió en un paloinservible que sólo chasqueaba alapretar el gatillo.

Uno tras otro, los cadáveres de esascosas se iban amontonando por todo elancho de la avenida pero por cada unoque caía surgían tres más, como de lanada, para ocupar su posición. Lasituación amenazaba con hacerseinsostenible cuando me puse al hombroel Mosin–Nagant descargado y empuñéen su lugar el Cetme que habíapertenecido al chico del chándal y con

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el que me había abierto paso a culatazosen la superficie de Príncipe Pío.

Disparé a ciegas. Se encontrabandemasiado cerca como para intentarasegurar cada disparo y, además, estabaempezando a apoderarse de mí un miedoatroz a que se nos echaran encima y nosdevorasen vivos, un espanto que meprivaba de la capacidad de reacciónmás elemental.

En el otro extremo de la barricadapodían oírse ya los intentosdesesperados de Jaime y Sergey porcontener la estampida que seaproximaba desde la calle que habíamosabandonado al entrar en la plaza y quehabía permanecido desierta hasta ese

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preciso instante. Daniela trataba deponer su granito de arena contribuyendoa la locura general con los estampidossordos de la Glock que le habíaprestado Rashid pero, al igual que yomismo cuando empezó nuestra odiseaparticular, nunca había disparado unarma de fuego y su puntería dejabamuchísimo que desear.

La chica necesitó que el brutal retrocesode la pistola estuviera a punto dederribarla en varias ocasiones paraconstatar el hecho de que no habíaacertado ni un sólo disparo y que loúnico que estaba haciendo eradesperdiciar una munición que podíasignificar la diferencia entre la vida y la

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muerte para cualquiera de nosotros. Losuyo no eran las armas de fuego, sino elcombate cuerpo a cuerpo.

Guardó el arma y atravesó a la carrerael espacio que separaba ambasbarricadas y, tras poner en la manaza delgigante la pistolera con la Glockenfundada, corrió hasta el depósito demunición y empezó a dejar pequeñosmontones a los pies de quienesintentábamos detener la marea deengendros.

Cada vez eran más. Cada segundo quepasaba estaban un poco más cerca eincluso la munición que nos había traídoDaniela comenzaba a escasear haciendoque los pequeños montoncitos

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menguaran poco a poco. Al final, lasarmas automáticas se vieron forzadas acallar por falta de sustento y las pistolastomaron el protagonismo imponiendosus estampidos sordos sobre el tableteode los rifles. Había que salir de allí yhabía que hacerlo ya.

Fue Carlos el que se encargó de tomar elmando esta vez. Sin dejar de descargarla Desert Eagle contra la masa deinfectados que ya saltaba por encima dela barricada, ladró un par de órdenesque tanto Rashid como yo interpretamoscomo una excusa para poder abandonarla posición y salir huyendo.

Daniela nos vio inmediatamente y echó a

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correr en nuestra dirección mientrasaquellas cosas desbordaban porcompleto la barricada que habíamosestado defendiendo y nosotrospasábamos como una exhalación junto ala línea de sacos terreros que ocupabanJaime y Sergey.

–¡Retirada!

Una sola palabra emitida por la potentevoz de Rashid al pasar junto a labarricada bastó para que nuestros doscompañeros se pusieran en pie ysalieran disparados en nuestrapersecución.

Durante más de un kilómetro y medio,volamos a toda la velocidad que nos

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permitían las piernas a lo largo de laanchísima Avenida del General Fanjul.La turba de infectados nos pisaba lostalones como si alguien hubierapromulgado un pogromo contra nosotros.

El retumbar de nuestras botas rompía elsilencio de la calle. Las pisadasresonaban como golpes secos a los quesólo se imponía el escándalo de aullidosy gemidos lastimeros de la multitud quenos seguía.

Los bloques de viviendas y los localescomerciales que flanqueaban la avenidapasaban a nuestro lado como sombrasborrosas escupiendo en muchos casos, através los cristales rotos de losescaparates, nuevos seres que se unían a

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la jauría que nos perseguía con lainsistencia de los perros de presa.

De vez en cuando podía escuchar, sinllegar a volver la cabeza, unadetonación aislada de la pistola deCarlos o una ráfaga lanzada al azardesde el M16 de Sergey o el Cetme deJaime, que eran las tres únicas armasque aún conservaban algo de munición.Los disparos no conseguían frenar a losinfectados sedientos de sangre, pero sialguno de ellos trastabillaba y caía a lospies de la turba, arrastraba a dos o tresmás con él antes de que la masadescontrolada lo convirtiera a pisotonesen poco más que una pulpasanguinolenta e informe.

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Pasamos como un rayo ante la estaciónde cercanías de Fanjul y dejamos atrásel peculiar edificio blanquecino queservía de sede a la Junta Municipal deLa Latina, ante el que había una plaza enla que podían apreciarse los restos deotro puesto de control completamentedestruido.

La espesa niebla se había disipado sinque nos diéramos cuenta cuandoapareció ante nosotros el macizoedificio de ladrillo nuestro objetivo, elCentro Comercial Plaza de Aluche.

Giramos a la izquierda sin aminorar lavelocidad para meternos a través de unarampa que se internaba en las entrañasdel inmueble. El brusco cambio de

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dirección cogió desprevenidos a losinfectados que encabezaban la multitud ynos hizo ganar un par de segundosvitales.

El parking estaba completamente aoscuras mientras lo atravesábamos comouna exhalación dejando atrásinnumerables plazas de aparcamientoocupadas por coches destrozados ycolumnas agujereadas que, bajo la luz delas linternas, evidenciaban que la batallahabía llegado hasta allí abajo.

–¡Rápido! ¡Por aquí!

El grito nos sorprendió tanto como lohabría hecho una vaca que pastara enmitad del parking. Nos detuvimos,

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perplejos y sin saber que hacer mientrasla turba se acercaba cada vez más.

–¿Sois idiotas? ¡Corred!

No hizo falta más. Los focos seconcentraron sobre una puerta metálicaque se abría en una de las paredes dehormigón. Era gris, anodina, una detantas. Lo que realmente llamaba laatención era la cabeza rapada al uno y laboca enmarcada en una perilla biencuidada que nos miraba desde el marcoligeramente oxidado y nos hacía gestospara que nos moviésemos hacia suposición.

Franqueamos el umbral a todo correr ynos sentamos, agotados y jadeando como

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perros, sobre los primeros peldaños deuna escalera de servicio que subía haciala planta principal del centro comercial.

Alcé la vista y miré a mis compañerosuno por uno, brindándole a cada uno mimejor sonrisa. Al menos de momento,nos habíamos salvado. Habíamosconseguido burlar a la muerte una vezmás pero, en lugar de risas y festejossólo me encontré con miradas torvas yrostros vueltos hacia el suelo. Laspalabras me salieron en un hilo de vozapenas audible.

–¿Qué ha pasado?

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15. PÉRDIDAS Y GANANCIAS

–¿Qué ha pasado? –repetí la preguntacada vez más nervioso mientras mimirada saltaba de un rostro a otro.

Al fin lo comprendí–. ¿Dónde estáJaime?

No hizo falta que nadie me contestara.Un grito desgarrador nos llegó con totalnitidez desde el otro lado de la puerta enrespuesta a mi absurda pregunta.

–¡Jaime! ¡Aguanta!

Me abalancé hacia la puerta metálicapero Sergey se interpuso en mi caminoapoyando una mano sobre mi pecho y

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sacudiendo la cabeza con airecompungido.

Alguien, no podíamos saber si el propioJaime o alguno de aquellos engendros,golpeaba la puerta al ritmo de unosgritos de pánico que pronto dejaron pasoa un llanto lastimero plagado desollozos, aullidos de dolor y súplicas.Tras unos minutos interminables en losque no podíamos hacer más queescuchar a través de la puerta cómo elque había sido nuestro compañero moríadevorado por aquellos seres, el lamentose extinguió y en el aire quedó flotandoel inquietante sonido producido por lacarne al desgarrarse y el de variasmandíbulas masticando a la vez.

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El chasquear de dientes resonaba contralas paredes del parking y sus ecos nosllegaban nítidamente a través de lachapa que nos separaba de losinfectados. El finísimo hilo que, tras ladesesperada huida, me aferraba aún a lacordura se partió de golpe y no pudemás que sentarme en uno de lospeldaños de la escalera de servicio queascendía hacia el centro comercial yromper a llorar como un niño,amargamente, consciente de miincapacidad para hacer nada quepudiera evitar el brutal asesinato de micompañero.

La manaza de Rashid me sorprendió alposarse sobre mi hombro y apretarlo

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afectuosamente. Alcé la cabeza y le miréa los ojos sólo para constatar que unasolitaria lágrima, sólo una, corría por sumejilla mojando la cicatriz que lerecorría el rostro. Era curioso que unhombre de su tamaño pudiera ser tanexageradamente fuerte y, a la vez, tansensible. Su mirada serena me calmó enel acto y me devolvió a la realidad.

Habíamos perdido a Jaime. Por crudoque sonara, le habíamos dejado fuera yesos cabrones le habían devorado vivopor culpa de nuestra imperdonablenegligencia. Merecían morir, ahora conmás razón que nunca.

Me levanté bruscamente, quitéruidosamente el seguro de mi Cetme

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descargado... y entonces le vi.

Ante nosotros se erguía la figura de unhombre menudo, rapado al uno, con superilla perfectamente recortada yenfundado en un elegante conjuntoformado por un pantalón de pinza negro,una camisa del mismo color y unchaleco gris, todo ello rematado porunos distinguidos zapatos negros depunta cuadrada.

Menudo cuadro. El mundo tal como loconocíamos se había ido al carajo,habíamos tenido la suerte de atravesarMadrid, sobrevivir al holocausto yencontrar un superviviente... y resultaque era un tarado de manual. Vaya puta

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suerte.

–Eh, colega. Tú, sí, tú –Carlos no tardóen presentarse haciendo gala de suinnata simpatía y mostrando susrefinados modales en todo suesplendor–. ¿Quién coño eres?

–Bueno... colega... me parece que esapregunta debería hacerla yo, ¿no? –elextraño se desenvolvía con absolutanaturalidad–. Os presentáis aquí,perturbáis la paz de mi refugio y mellenáis el parking de esas cosas. Ahoratendré que limpiarlo otra vez. ¿Y encimaos atrevéis a llamarme “colega”? ¿Y ahacer preguntas?

–Perdone –cambié el registro para

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dirigirme a aquel personaje. Saltaba a lavista que no estaba en sus cabales, perono nos costaba nada tratarle con un pocode respeto–. ¿Ha dicho usted “limpiar elparking”?

–Sí, eso he dicho.

–¿Y ha dicho que va a tener quehacerlo... otra vez?

–Sí, maldita sea. ¿Estás sordo chico?

No pude contestar, en lugar de eso mequedé con la boca abierta como unestúpido. La sola idea de que alguien seaventurase a “limpiar” de seres unrecinto de aquel tamaño ya me parecíauna completa locura pero que una sola

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persona, y más aquel tipo de aspecto ymaneras refinadas, hablase de hacerlopor segunda vez... bueno, eso ya no erauna locura, eso era un suicidio en todaregla.

Sergey se ocupó de hacer laspresentaciones necesarias con modalesalgo más corteses de los que habíausado Carlos.

Resulta que aquel tipo se llamaba comoyo, Diego. ¡Qué coincidencia! Elcolgado se tenía que llamar igual que yo,no había otro nombre disponible. Nosindicó, señalando hacia la parte superiorde las escaleras con ademanesextremadamente gentiles, que nosencontrábamos justo bajo el enorme

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Carrefour del que nos había habladoDaniela hacía lo que a mis ojos parecíansiglos.

Ni siquiera nos molestamos en respetarlas normas de cortesía más elementales.Nos abalanzamos escaleras arriba comouna jauría hambrienta mientras nuestroextraño anfitrión nos miraba con el ceñofruncido y un clarísimo mohín dedisgusto asomando a través de sucuidada perilla.

Aquello fue un saqueo en toda regla, unabacanal alimenticia en la que losembutidos ibéricos y el vino de Rioja seconvirtieron en los invitados estrella.

Comíamos como una piara de cerdos

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mientras Diego nos miraba de hito enhito, escandalizado por el espectáculoque habíamos desplegado ante susdelicados ojos. Caminaba como un almaen pena entre los restos de comida ybebida que iban a parar al suelo,mirándonos con desdén, casi condesprecio... hasta que se paró en secodelante de la enorme figura de Rashid,que se afanaba en abrir una caja deDonuts.

–Disculpe joven.

–Por favor, no me trate de usted –nuestro amigo apenas podía contener larisa–. Aunque no lo parezca, aún soyjoven.

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–Vale... ejem... colega –saltaba a lavista que el hombre estaba haciendoauténticos esfuerzos por evitar el tratorespetuoso–. ¿Puedo saber qué te hapasado en el brazo?

–Ah, ¿esto? –el gigante respondiómirando la manga ensangrentada de suchaqueta–. No es nada, apenas unrasguño. Imagínese, ¡uno de esos seresse ha atrevido a morderme!

Rashid rompió a reír a carcajadas justoen el mismo momento en que el buenhumor generalizado se esfumaba y losenvoltorios caían de nuestrasmanos mientras, absolutamente todos, lemirábamos con la boca abierta.

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Recuerdo que una de las botellas devino que teníamos abiertas cayó al suelocon estrépito reventando contra lasbaldosas y creando una mancha rojizaque no pareció importarle a nadie.

–Rashid –el tono de Carlos se reducía aun hilillo de voz angustiado–. ¿Hasdicho que te han mordido?

–Sí, pero...

–Mierda tío –Carlos le cortó en seco,sin dejarle acabar la frase–. ¡Joder! ¿Esque no te acuerdas del chico queperdimos en Príncipe Pío?

–No tiene nada que ver.

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–¿Que no tiene que ver? ¿Que no tieneque ver? –Carlos estaba fuera de sí.Agitaba los brazos como loco mientrasvolvía la cabeza hacia nosotros–. Queno tiene nada que ver. ¡Ja! El tío tienelos santos cojones de decir que no tienenada que ver –se volvió de nuevo haciaRashid cuando vio que tampoconosotros éramos capaces dereaccionar–. Al chaval le mordieron, a titambién... no hay que ser muy listo paraseguir el hilo.

–No tiene nada que ver –el gigantepronunció la frase remarcando cadasílaba con la expresión pétrea que habíatomado su cara.

–Coño Rashid, ¿cómo has podido ser tan

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capullo?

¿Cómo has podido dejar que te mordierauno de esos mierdas?

–No lo he hecho aposta, ¿sabes? –Rashid trataba de justificarse como unniño al que hubieran pillado en mediode una travesura.

Nos miraba uno a uno, repitiendoobstinadamente su última frase como sise tratara de un mantra. Nadie salvo elpropio Carlos fue capaz de sostener sumirada más de un par de segundos.Estaba condenado y todos lo sabíamos,incluso él mismo.

Se desplomó como un saco, con la

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espalda apoyada contra una estanteríarepleta de productos por la que se dejóresbalar hasta quedar sentado en elsuelo apoyando los codos sobre lasrodillas, la cabeza escondida tras susenormes manos.

–Estoy jodido, ¿verdad?

–Sí –Sergey no le mintió, era mejorafrontar la realidad cuanto antes–. Estásbien jodido.

La cabeza de Rashid se sacudió casiimperceptiblemente entre sus manos y unsuspiro lastimero se escapóinvoluntariamente de sus pulmones, peroahí acabó todo. No hubo llantos, no hubogritos desesperados ni la búsqueda

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inútil de salvación que suele producirseen esas situaciones.

Rashid asumió su triste destino como unhombre, como un auténtico valiente. Ysiempre le recordaré por eso.

–En ese caso, creo que falto yo.

–¿Qué? –le pregunté con la voz rotamientras le veía alzar la mirada con unamedia sonrisa triste bailando en lacomisura de sus labios–. ¿Qué quieresdecir?

–Bueno, todos habéis contado vuestrabatallita. Creo que yo también tengoderecho, ¿no?

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16. TORMENTA YLIBERTAD

Nos arremolinamos alrededor de Rashidcomo lo harían un puñado de niñosdispuestos a disfrutar del mejor teatrode marionetas que pudiera imaginarse.Él, por su parte, se lo tomó con calma yempezó a desgranar las palabras condeliberada lentitud.

–Nací hace ya treinta y un años en AzZubayr, una ciudad del este de Iraq en laque se apiñaban decenas de miles dealmas en un espacio claramenteinsuficiente para albergar a aquellamasa humana. No guardo muchos

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recuerdos de mi niñez, pero si meacuerdo del olor del bazar y de lascalles atestadas a todas horas. Si cierrolos ojos, aún puedo oír la llamada a laoración del muecín y oler la mezcla deespecias del mercado flotando en elaire.

Rashid dejó caer la cabeza hacia atráscon los ojos cerrados olvidándose denosotros durante un par de minutos paraaspirar profundamente por la narizintentando evocar en su mente losaromas de su niñez.

–Mis padres trabajaban incansablementepor tratar de darme siempre lo mejor.No éramos ricos, ni mucho menos, perotampoco éramos pobres. Recuerdo que

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en verano, por las noches, subía con mipadre a la azotea de nuestro edificio y élme contaba historias mientras fumabadando largas caladas a su narguile.

–Debía ser maravilloso –le hablé entono suave, tratando de hacer que susúltimas horas fueran tan apacibles comofuera posible–. ¿Estabais muy unidos?

–Sí que lo estábamos, pero la cosa duróbastante poco.

En mil novecientos noventa, a un tipollamado Bush sobre el que yo nuncahabía oído hablar se le ocurrió la ideade lanzar contra Iraq la operación"Tormenta del desierto". Supongo quesabéis de qué os hablo, ¿no?

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Asentimos con cara de circunstancias.“Tormenta del desierto” había sido unade las operaciones más brutales yprecisas del ejército estadounidense enlas últimas décadas. El conflicto estallócon la invasión de Kuwait por parte delejército Iraquí a primeros de agosto delaño mil novecientos noventa, pero nofue hasta enero del año siguiente cuandola vía diplomática se dio por agotada ylas Naciones Unidas con Estados Unidosa la cabeza entraron a sangre y fuego enIraq, aplastando toda resistencia en pocomás de un mes y haciéndose con elcontrol del país para forzar la salida delas tropas iraquíes de los territorioskuwaitíes.

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–Um M'aarak, la madre de todas lasbatallas –Rashid sacudía la cabeza contristeza–. Az Zubayr está en eldepartamento de Basora, casi pegado ala frontera de Kuwait así que, cuandomis padres vieron lo feas que se estabanponiendo las cosas, me mandaron apasar un tiempo a casa de unos tíos quetenía en Teherán. Ya veis, sólo teníaseis años y pasé de vivir en una ciudadque, por aquel entonces, no llegaba a losdoscientos mil habitantes, a hacerlo enuna que andaba rondando los sietemillones.

–¡Menudo cambio! –esta vez eraDaniela la que intervino bruscamentecortando el relato de nuestro amigo.

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–¡Vaya si lo fue! Mis tíos no tenían nitiempo ni ganas de hacerme mucho casoasí que me matricularon en una escuela yse olvidaban de mí durante todo el día.Sólo nos veíamos a la hora de cenar y nisiquiera entonces hablábamos de nadaque fuera más allá de lo caro que estabatodo o de cómo había ido el día decolegio.

–¿Y qué tal lo llevabas? –la chicavolvió a interrumpirle una vez más, perolo hizo con tal cara de inocencia queresultaba imposible enfadarse con ella.

–Bueno... la verdad es que no muy bien.Empecé a faltar a clase con demasiadafrecuencia y el colegio empezó a mandarcartas a casa de mis tíos informando de

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la situación. Ellos me preguntaban,claro, pero estaban tan ocupados en suspropios asuntos que admitían cualquierexcusa como buena. En las grandesciudades las cosas funcionan a un ritmodistinto y los adultos no tienen tiempo deocuparse de los asuntos concernientes alos niños.

Una sonrisa triste apareció en lascomisuras de los labios del gigantedesfigurando la cicatriz que le cruzabael rostro.

–Para un niño, una ciudad del tamaño deTeherán es el equivalente a un parque deatracciones donde siempre hay gente ydonde todo es gratis. Paseaba por las

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calles en las horas lectivas, cuando losniños están en el colegio y los adultosestán entregados en cuerpo y alma a sutrabajo. Iba a donde quería y si se meantojaba algo, simplemente lo cogía. Memovía por los bazares como una sombray robaba pasteles o fruta a loscomerciantes no porque tuviera hambre,sino por el simple placer de hacerlo.

–¿Y no te cogieron? –me dirigí a élgenuinamente asombrado–. ¿Nunca?

–Lo cierto es que me pillaron un par deveces con las manos en la masa, pero nome lo tuvieron en cuenta. No era másque un niño y se supone que no sabía loque hacía. ¡Ja! ¡Que no lo sabía!

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Rashid nos obsequió con una de esascarcajadas tan características quesoltaba de vez en cuando y que parecíansalir de lo más hondo de su ser.

–La cosa es que después de ocho añosvagando por la ciudad ya me habíalabrado una reputación entre los chicosvagabundos que abundaban en las callesde Teherán. De puertas para dentro, yoseguía siendo un chico formal quecenaba con sus tíos todas las nocheshablando de temas banales en torno auna mesa bien surtida, pero de cara a lagalería, era una de las peores ratascallejeras que podían encontrarse en lacapital de Irán.

–Y tus tíos –Daniela le miraba con un

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interés inusitado–, ¿no sospechabannada?

–Hacía tiempo que el colegio me habíadado por perdido y había dejado deenviar cartas a casa de mis tíos, pero elhecho de que me peleara todos los díasy volviera cada noche con la cara comoun mapa o con los nudillos destrozadossí que hacía que sospecharan que algono andaba bien... pero no hacíandemasiadas preguntas. Sólo esperaban aque la situación en Iraq se normalizarapara mandarme de vuelta al agujero delque había salido y olvidarse de mí parasiempre.

–¿Y por qué no lo hicieron?

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–Sinceramente, no lo sé. Supongo queporque no fueron capaces de localizar amis padres. Az Zubayr estaba bastantecerca de la frontera de Kuwait y a tansólo unos kilómetros de la ciudad deBasora. Aquella zona fue literalmentebarrida por los aviones y los tanques deEstados Unidos así que supongo que mispadres murieron en alguna de lasprimeras ofensivas.

–¿Supones? ¿No lo sabes? –Lamuchacha parecía realmenteescandalizada–. ¡Pero eso es terrible!

–Sí, supongo y no, no lo sé. No es tanterrible, ¿sabes? A lo largo de los añoshe intentado localizar a mis padresvarias veces... y nunca lo he conseguido.

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Prefiero creer que pueden estar vivos enalguna parte a saber con certeza que suscuerpos se pudren en una fosa común alas afueras de Basora o de cualquierotra ciudad.

La cara de nuestro amigo se convirtiópor un momento en una máscara de ceraen la que los ojos de mirada dura noeran más que dos cuentas de cristaldesprovistas de cualquier sentimiento,pero la calidez volvió a su rostro tanpronto como retomó la historia de susaños en Teherán.

–Después de más de ocho añosdeambulando por las calles, conocí a lamujer que me sacaría de aquel mundo

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para siempre y marcaría mi destino.Samia era, ¿cómo decirlo? era una rosaentre matojos. Pertenecía a una de lasbandas que se dividían la enorme ciudady se valía de su belleza para limpiar detodas sus pertenencias a turistas ricosque creían que iban a pasar un buen ratoa costa de una muchacha pobre.Destacaba entre todos los demás delmismo modo en el que un faro destacaen medio de la noche. Se movía comouna pantera, ronroneando si estabainteresada en hacerlo pero sacando lasgarras a pasear cuando la situación lorequería. Sí, esa era Samia.

–Te enamoraste, ¿verdad? –esta vez eraCarlos el que había lanzado la pregunta.

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–Hasta las trancas. Desde la primera vezque me taladró el alma con susprofundos ojos negros supe quetenía que ser mía. Y no descansé hastaque la conseguí.

–¿Ves cómo eres un capullo? –Carlos sereía a placer mientras Rashid le mirabatratando de aparentar una seriedad quequedaba en entredicho por culpa de larisilla que se le escapabainvoluntariamente entre los dientes.

–¡Vete a la mierda! –Rashid no pudocontenerse más y rió contagiándonos atodos con su alegría desbordante–.

Me costó casi un año conseguir queaccediera siquiera a tomar algo

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conmigo, pero mereció la pena. Utilicéla mayor parte del dinero que habíaahorrado a lo largo de los años depillaje para comprarle un bonito regaloy llevarla a cenar a un restaurantetranquilo en la zona rica de la ciudad,lejos de los asquerosos rincones en losque nos habíamos visto hasta entonces.

–¡Oh! –Daniela suspiraba como unacolegiala–. Qué detalle tan bonito.

–Sí, ¿verdad? A ella también le gustó.Fueron dos años maravillososdeambulando sin rumbo por las callesde Teherán con Samia cogida de lamano. En el año dos mil, decidimosabandonar la capital iraní y mudarnos aMazari Sharif, en Afganistán. Ella había

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nacido allí y me decía constantementeque echaba de menos su casa... y yo nopodía negarme a cumplir ni el más nimiode sus deseos. No había nada queTeherán pudiera ofrecerme ya, así quepasé por casa, recogí las pocas cosasque tenía y salí del país sin ni siquieradespedirme de mis tíos.

–Pero... –eché cálculos mentalmente–Por aquel entonces tú tendrías quinceaños, ¿no?

–Dieciséis, pero no me importaba lomás mínimo.

Desde que era muy pequeño, siemprehabía sido una persona independiente y,además, estaba junto a la mujer a la que

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amaba, ¿qué más se puede pedir? –

Rashid nos sorprendió de nuevo con otrade sus retumbantes carcajadas pero,inmediatamente la seriedad volvió a surostro y empezó a hablar de nuevo conuna voz rota y marcada por el dolor–.Todo fue bien hasta finales de dos miluno.

–¿Por qué? ¿Qué pasó entonces? –lancéla pregunta inocentemente, sin intenciónde hacer ningún daño pero, si laspupilas que me clavaron Carlos ySergey hubiesen podido matar, yo noestaría contando esta historia ahoramismo.

–Bueno... –el iraquí hizo caso omiso de

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las miradas asesinas de sus compañerosy continuó hilvanando las palabras en unsusurro apenas audible–. En septiembrede dos mil uno, un tal Osama Bin Ladenatacó las torres gemelas... o, al menos,eso se dijo oficialmente. Os acordáis,¿verdad?

Asentimos con la cabeza como borregoshipnotizados.

¿Cómo olvidarlo? Los atentados delWorld Trade Center habían sido una delas mayores masacres perpetradas porun grupo terrorista en toda la historia.

En unas pocas horas habían muerto casitres mil personas que sólo estabanhaciendo su trabajo en alguna de las dos

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descomunales torres que marcaban elskyline de la ciudad de Nueva York.

–¡Yo no conocía a ese tío! –la voz deRashid estaba rota por el dolor, preñadadel sufrimiento causado por sus propiosrecuerdos–. Había oído hablar de AlQaeda, claro, como cualquier personamínimamente informada, ¡pero ni sabíaque pretendían hacer esa monstruosidadni sabía dónde se escondían!

–Tranquilo, tú no tienes la culpa de nada–Sergey acudió en auxilio de su amigo.

–Lo sé, pero aún así... Los tambores deguerra empezaron a sonar y los afganosse prepararon para una invasión en todaregla. Samia y yo vivíamos tranquilos,

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alejados del resto del mundo en unapequeña casa a las afueras de MazariSharif que yo me encargaba de pagarcon el sudor de mi frente; pero eso noevitó que, el nueve de noviembre deaquel año dos mil uno, la guerra llegaraa las puertas de mi casa.

Parecía a punto de perder la entereza deun momento a otro, pero sacó fuerzas deflaqueza y siguió con su relato sinlevantar la cabeza del hueco existenteentre sus dos enormes manos.

–Un destacamento estadounidense seplantó frente a mi casa con los fusiles enristre. Ni siquiera se molestaron enllamar a la puerta, simplemente laecharon abajo a patadas. Me dieron un

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culatazo en la sien y me inmovilizaroncon la cara pegada al suelo mientras seiban turnando para violar a mi pobreSamia. Intenté protegerla, ¡juro que lointenté con todas mis fuerzas!

Pero cada movimiento era un nuevogolpe. Llegaron incluso a cortarme lacara de lado a lado con un cuchillo perono dejé de luchar.

Sergey intervino de nuevo, pero esta vezno necesitó hablar para calmar a suamigo. Simplemente le puso una manotranquilizadora en el hombro y losincontrolables sollozos que se habíanapoderado de Rashid remitieron comopor arte de magia.

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–Cuando hubieron terminado, le pegaronun tiro en la frente a Samia yabandonaron la casa dejándola desnuday llena de moratones, tirada en la mismacama en la que la habían violado. A míme dieron directamente por muerto. Mehabían dado tantos golpes que mi carahabía quedado reducida a un amasijoirreconocible y el corte que me habíanhecho –se interrumpió para señalar laenorme cicatriz que le cruzaba el rostro–sangraba abundantemente y amenazabacon hacer que me ahogara en mi propiasangre.

–Putos animales... –Carlos seguramentehabría oído esa historia antes, pero esono evitó que su cara se desfigurara con

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una mueca de asco y rabia a partesiguales.

–No amigo, no. Los animales no hacenesas cosas, esos hijos de puta eranmuchísimo peores que los animales...

y cometieron el error de dejarme convida –Rashid apretó los dientes mientrasrecalcaba cada palabra de su últimafrase–. Tardé casi dos días en podermantenerme en pie y utilicé todas lasfuerzas que fui capaz de reponer en dar aSamia una sepultura decente. Duranteotros dos días más estuve tirado en lacama como un despojo, sin comer y casisin beber nada, revolcándome en midolor.

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–Pero te vengaste –Sergey intervino conun brillo extraño en los ojos.

–Sí, me vengué. Pasado ese tiempo, lasfuerzas norteamericanas ya habíantomado por la fuerza Mazari Sharif y lossoldados celebraban la victoria en loscampamentos que habían levantado a lasafueras de la ciudad. Esperé, esperédurante horas a que acabaran con lafiesta y se durmieran. Había cogido uncuchillo de carnicero de mi propia casay me corté la palma de las manos detanto apretarlo durante la espera pero,casi al amanecer, se hizo el silencio y elcampamento quedó a oscuras.Recordaba perfectamente las caras delos bastardos que habían violado a

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Samia, así que corté la lona que servíade pared a la tienda y entré, rebanandode lado a lado el pescuezo de cada unode esos hijos de puta sin ni siquieradespertarlos. Cuando ya no quedabanadie vivo dentro de la tienda hice ruidoa propósito para que el centinela medioborracho que habían apostado junto a lapuerta de la tienda entrara y le apuñalé.Le apuñalé hasta que perdí la cuenta delas veces que el cuchillo había entradoen su cuerpo y mi dolor explotó enforma de lágrimas que me empaparon lacara nublándome la visión. Ni siquierapensé en lo que hacía. Cuando terminé,arranqué la pistolera que colgaba delmuslo del hombre al que acababa dematar y saqué de ella una brillante

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pistola M9 que apunté directamentehacia mi cabeza.

–Afortunadamente, aún no sabía quehabía que quitar el seguro antes dedisparar –Sergey miraba a Rashid conuna media sonrisa enigmática en elrostro.

–El seguro estaba puesto y la M9 nohizo su trabajo. La estaba examinandopara intentar ver qué había falladocuando una sombra me la arrebató de lasmanos. No sé de dónde salió, ni siquierale vi venir, así que me puse en guardiaesperando el envite... pero la sombra nohizo nada. O, mejor dicho, no hizo loque yo esperaba. En lugar de dispararmeo tratar de inmovilizarme, aquel tipo se

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acercó a mí calmadamente y me abrazóapretando mi cabeza contra su pecho.Lloré como un niño sobre el chalecoantibalas de aquel desconocido hastaque, cuando reuní el valor suficientepara levantar la mirada, me encontré lafea cara de este viejo –Rashid señaló aSergey con la cabeza y pudimosconstatar que la sonrisa había vuelto asus labios–. Desde entonces, no me heseparado de él.

No dijimos nada, ninguno de nosotros seatrevió a romper el silencio cómpliceque había surgido espontáneamente entreSergey y Rashid.

–Evidentemente, no soy agente de

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Blackwater. Nunca admitirían a uniraquí en sus filas, pero procuroacompañar a este vejestorio allá dóndele mandan... ¡alguien tiene que cuidar delos ancianos!

La risa lo inundó todo de nuevo como unmanto mágico que se llevaba nuestraspreocupaciones lejos de aquel centrocomercial rodeado de engendros.

–Y ahora, largaos de aquí –se mantuvoen silencio un momento, paseando lamirada por cada uno de nosotros–.Tengo cosas que hacer antes deconvertirme en uno de esos bichos

–No vamos a dejarte... –Carlos meinterrumpió a mitad de frase

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poniéndome una mano sobre el pecho yasintiendo con cara de circunstancias.

Abandonamos el pasillo de alimentaciónde aquel supermercado en absolutosilencio y mirando atrás sólo el tiemposuficiente para ver como Carlos seagachaba junto a su amigo para darleuna afectuosa palmada en la cara yponerle entre las manos su amadaDesert Eagle metalizada antes de unirseal grupo y salir del Carrefour junto alos demás.

Oímos un solo disparo, uno solo... yluego el silencio.

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17. CENTRO COMERCIAL

Como no podía ser de otra manera,fueron Carlos y Sergey los que seencargaron de levantar el cadáver de suamigo y prepararlo para el que sería suúltimo viaje.

No disponíamos de medios a nuestroalcance para procurarle una sepulturamedianamente digna, de modo queSergey decidió envolver el cuerpo enuna sábana que cogimos del propioCarrefour y subirlo a la azotea delcentro comercial con ayuda de Vito,como habíamos empezado a llamar alcolgado medio en broma y medio enserio, en honor al famoso Corleone de

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Mario Puzo, para distinguirle de mímismo.

Una vez arriba, le dimos un último adiósen silencio a Rashid y le prendimosfuego al cadáver. No sabíamos si sureligión consideraba la cremación comoalgo moralmente aceptable pero,sinceramente, tampoco nos importaba lomás mínimo. Había muerto como unvaliente y se había convertido en unapersona demasiado importante paranosotros como para dejar que su cuerpose pudriera en alguna tienducha cutre deun centro comercial perdido en mediode Madrid.

Por otro lado, éramos perfectamente

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conscientes de que la columna de humosería visible desde kilómetros dedistancia y podría atraer a infectados demedia ciudad pero... ¿acaso importaba?Nuestra situación ya era bastantedesesperada como para tener quepreocuparnos por aquello.

Estábamos atrapados en un centrocomercial rodeado de engendros que serompían sus sucias manos a base degolpear sin descanso las macizasparedes de ladrillo, habíamos perdido ados amigos en las últimas horas y acambio habíamos obtenido lainestimable compañía de un tarado quemantenía que iba a limpiar el parking decriaturas él solo... por segunda vez. No,

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no nos preocupaba atraer a másinfectados.

Permanecimos en pie en aquella azoteahasta que el último crepitar de lasllamas se extinguió con la caída de lanoche.

La oscuridad nos envolvió como unmanto dejando sólo el sonido de lossollozos apagados de Daniela. Bueno, elsonido de los sollozos y aquel putoruido. Aquel gemido ininterrumpido,aquella mezcla de arrastrar de pies ygruñidos guturales que salía de la masade infectados que rodeaba el edificio yque estaba a punto de hacer saltar porlos aires los pocos retazos de corduraque aún me quedaban.

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Una vez dimos por terminada la escuetaceremonia, bajamos cabizbajos yabatidos las escaleras que nosseparaban de la segunda planta delcentro comercial para reunirnos en tornoa una de las mesas de plástico gris delBurger King con el objetivo de hacer, aligual que ya lo hicimos en el sótano delHard Rock de Colón, un pequeñoinventario de las armas y municionesque nos quedaban.

Conseguimos reunir sobre la mesa uncuchillo táctico, tres Glock de 9mm, tresfusiles de asalto M16, dos Cetme, unapistola Beretta, una Desert Eagle y miMosin–Nagant. Teníamos encima de la

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mesa un arsenal envidiable, lo único quenos faltaba era la munición para hacerlofuncionar.

Entre todos conseguimos juntar unpuñado de balas para la Desert Eagle yun sólo cartucho del calibre7.62 rescatado del fondo de uno de misbolsillos.

–Estamos jodidos.

Asentimos con cara de circunstancias,haciéndonos cargo de la lapidariaafirmación de Carlos. El edificio estabarodeado de cientos engendros por loscuatro costados y nosotros sólo teníamosmunición para matar, con mucha suerte,a una decena de ellos.

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–Conozco un centro comercial cerca deaquí donde podemos ir de compras –Carlos soltó la frase imitando el tono deDaniela y haciendo ridículosaspavientos con las manos, peroinmediatamente recuperó su tono másduro–. Vaya puta mierda de idea.

–¡Eh! –no pude resistirme a intervenir–.Eso no es justo.

–No, si tiene razón –Daniela ya habíaquedado bastante tocadaemocionalmente por las dos muertes quehabíamos sufrido en las últimas horas yel comentario hiriente de Carlos la habíahundido por completo, hasta el punto dequerer asumir una carga que no lecorrespondía a ella.

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–¡Claro que la tengo! Y tú, genio –segiró en la silla para mirarmedirectamente a los ojos–, ¿me puedesexplicar qué coño hacemos ahora?

Abrí la boca en busca de una réplicamordaz que se resistía a acudir a mislabios pero me interrumpió el sonidoque producía Vito al sorberruidosamente a través de una pajita deun refresco que había cogido en elpropio Burger King.

–Espero que estés de broma –suexpresión era de auténtica sorpresa.Había cogido cierta confianza connosotros en las últimas horas y habíadejado de tratarnos de usted–. ¡Vamos!

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Tenemos todo un centro comercial anuestra disposición. Podríamos salir deaquí... si quisiéramos.

–¿Cómo que “podríamos”? –Sergeyrompió su silencio para increpar anuestro anfitrión. Por lo que parecía, alchecheno no le hacía ninguna gracia queaquel colgado se uniese a nuestro grupo.

–Podríamos –remarcóintencionadamente la palabra sonriendoa Sergey mientras daba otro sorbo a surefresco. He de reconocer que empezabaa caerme bien aquel bicho raro–.Siempre y cuando no os importe utilizarunas armas ligeramente distintas a esoshierros que tenéis ahí amontonados.

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–Explícate –Carlos ladró la palabracomo una orden.

–A ver, posiblemente tengamos quemancharnos un poco las manos pero hecomprobado personalmente que todosesos monstruos de ahí fuera –hizo ungesto grandilocuente con las manos,como tratando de abarcar todo eledificio– están medio podridos y suscráneos se rompen casi con mirarlos. Unbuen golpe seco con un palo de golf y separten en mil pedazos.

–Sí, vamos, lo que viene siendo unacaricia...

–¡Exacto! –Vito pareció no captar laironía de Daniela–.

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Entonces qué, ¿nos vamos?

–Bueno... –el checheno, que habíaasumido el rol de líder desde elprincipio, se levantó lentamente con lasmanos apoyadas sobre la mesa–. Nisiquiera sabemos si esas cosas puedenmorir de algo que no implique esparcirsus sesos por el suelo así que, tal comoyo lo veo, tenemos dos opciones. O nosquedamos aquí tirando de las reservasdel supermercado hasta que se agoten ymuramos de hambre o bien tratamos desalir de aquí.

Asentimos en silencio. La perorata queacababa de soltarnos Sergey era deperogrullo, aunque no por eso dejaba deser lo que todos teníamos en mente.

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Cada uno de nosotros contaba con supropia opinión acerca de lasprobabilidades de éxito de unahipotética salida, pero nadie se atrevió aalzar la voz en el instante de silencioque se produjo hasta que el chechenocontinuó.

–Si nos quedamos aquí moriremos.Puede que pasen un par de meses, quizáshasta un año, pero al final moriremos.Por otro lado, si intentamos salir por lafuerza de esta ratonera es bastanteposible que nos maten. De una manera uotra, estamos bien jodidos, pero no mepuedo quedar sentado esperando lamuerte, así que voy a intentar salir yretomar el plan original.

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–¡Bien! –Vito rompió sin proponérselola tensión que se había generado–. Elabuelo se apunta, ¿alguien más?

La mirada que le dirigió Sergey hablabapor sí misma, estaba claro que no lehabía gustado ni un pelo lo de “elabuelo”. Carlos, Daniela y yo nosechamos a reír sin poder evitarlomientras nos levantábamos.

No hizo falta que cruzásemos ni una solapalabra. Bastó un intercambio demiradas para que Carlos hablara ennombre de los tres.

–Que cada cual se busque la vida.Repartíos por el centro comercial yarmaos lo mejor que podáis. Nos vemos

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aquí mismo dentro de un par de horas.

Dicho y hecho. Vagué durante un buenrato por el Plaza de Aluche hasta quepude reunir lo más básico y puse rumbohacia la planta superior del centrovestido con un jersey grueso, unchaquetón ceñido de piel que esperabaque me protegiera de una hipotéticamordedura, unos guantes del mismomaterial, unos vaqueros resistentes ycómodos, un par de botas Timberland ytres palos de golf de la marca Callawayatravesados sobre la espalda.

Aprovechando que aún quedaban veinteminutos para que llegara la horaconvenida para el reencuentro, encaminémis pasos a una librería que había visto

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esa misma tarde y, antes de volver alBurger King, cogí tantos libros comopude y los embutí en una mochila robadadel Carrefour, junto con la comida y laropa de repuesto.

La espera fue todo un placer. Poderaguardar al resto del grupo con unrefresco sobre la mesa, un cigarrillo enuna mano y un buen libro en la otra, fueuna pequeña satisfacción, de esas que noechas en falta hasta que lascircunstancias te obligan a carecer deellas.

Poco a poco, fueron llegando los demás.

Daniela había optado por la agilidad, demodo que sentó a la mesa enfundada en

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un chándal negro que se ajustaba a sucuerpo como una segunda piel. Se habíarecogido el pelo en un moño apretado ala cabeza que escondía bajo un gorro delana igualmente negro y completaba suindumentaria un cinturón que habíaadaptado para poder colgar de él unmontón de cuchillos.

Sergey apareció al rato con un atuendobastante similar al mío salvo por eldetalle de que, en lugar de guantes,llevaba puestas unas guantillas sin dedosque había robado del gimnasio y quehabía adaptado ligeramente a su gustoincrustando clavos en cada uno de losnudillos.

Iba armado únicamente con un bate de

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béisbol de aluminio, pero en sus manosparecía el arma definitiva.

Por su parte, Vito se acercó a nosotroscon su apariencia habitual. Lo único quedestacaba en su indumentaria era unapequeña mochila azul marino quecolgaba de su hombro derecho y unsombrero igual de negro que suspantalones y su camisa.

En cuanto a Carlos... bueno, Carlos sepresentó sudoroso y en manga corta.Refunfuñando por lo bajo pero con unasonrisa en los labios.

–Voy a tardar un poco más.

–¿Qué coño estás haciendo? –le

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preguntó Sergey con un tono a mediocamino entre curioso y divertido.

–Nada... –Carlos miraba al suelo conuna cara que recordaba a la que pondríaun niño pillado en plena travesura–. ¡Yalo veréis! No me molestéis hasta que yolo diga, ¿vale?

–¿Y qué se supone que debemos hacermientras esperamos a su majestad? –meuní a la broma y le lancé una puyainofensiva.

–Joder... ¿y yo qué cojones sé? Mira,tomaos algo –se hurgó un momento en elbolsillo y lanzó unas cuantas monedassobre la mesa –. ¡Yo invito!

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Acto seguido, se dio la vuelta y bajó porlas escaleras mecánicas detenidas,rumbo a quién sabe qué rincón de laprimera planta.

Escuchamos golpes en el piso de abajodurante toda la tarde, pero ni siquieranos molestamos en bajar a ver quépasaba. Carlos había pedido que no lemolestáramos y, si algo habíamosaprendido durante el tiempo quellevábamos con él, era que si se le metíauna idea en la cabeza era mejor nollevarle la contraria a no ser que fueraabsolutamente indispensable.

Al atardecer empezamos a oír unospasos que ascendían lentamente por lasescaleras. Finalmente, se irguió

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ante nosotros como un fantasma salidode épocas pasadas una figura cubierta demetal de la cabeza a los pies.

–¿Pero, qué coño...? –Sergey fue elprimero en expresar su asombro.

–Anda mira, ¡un Transformer! –Vito tiróel primer dardo.

–No sé, a mí se me parece más al robotese de la guerra de las galaxias. ¿Cómose llamaba? Ah, sí, ¡R2D2! –elcachondeo general se había desatado yya era imparable.

Vito había pasado en un sólo día dehacerme sentir como si estuvierahablando con un pijo recalcitrante y

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remilgado a estarlo haciendo con unapersona divertida e inteligente, un pocotrastocado de la cabeza, pero que seestaba quedando con todos nosotros.

–Ya –la voz de Carlos salía de debajodel casco improvisado denotando un malhumor bastante considerable–, ¿y porqué no os vais todos a cagar?

–Hombre, no te enfades, que sólo erauna broma –

Daniela trató de poner paz en medio dela carcajada generalizada que envolvíala mesa.

–Ya veremos ahí fuera si esto esefectivo o no; que me tenéis hasta los

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cojones ya.

La verdad era que en eso tenía razón. Sehabía acorazado imitando la armadurade un caballero medieval, escudoincluido.

Llevaba los brazos y las piernascubiertos de placas de aluminio quehabía moldeado a martillazos paraadaptarlas lo mejor posible a su cuerpo.En las placas que cubrían sus antebrazoshabía dejado un peligroso filo para quepudieran usarse, además de comoarmadura, a modo de equipamientoofensivo.

El pecho y la espalda iban cubiertos deuna especie de cota de malla formada

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por aros metálicos procedentes deperchas dobladas que había entrelazadoentre sí. Es cierto que no constituía unaprotección elevada ante un arma, pero lacapa de anillas podría desviar unmordisco o un zarpazo de alguno de losinfectados.

Se había fabricado un escudo redondo ygrande, aunque ligero, utilizando maderaque había obtenido al desvencijar elmostrador de una tienda y recubriéndolocon remaches metálicos recogidos de lasrebabas que habían sobrado al cortar elresto de las piezas de la armadura.

Además de todo esto, se las habíaarreglado para conseguir un casco demotocross, pintarlo de color plateado

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con un spray y añadirle piezas de metalsimilares a las del escudo con el fin dereforzar su solidez.

Lo único que desentonaba en su disfrazde caballero era la ausencia de unaespada. Carlos, con su habitualsofisticación, había decidido sustituirlapor una enorme maza concebida para serusada a dos manos pero que nuestroamigo blandía sin problemas con laúnica que le quedaba libre.

–Bueno, ¿a qué coño esperáis? ¿Nosvamos?

–No tan rápido –Sergey era una personapragmática y trataba de buscar la mejoralternativa posible en cada situación–.

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Ya que tenemos que salir, escojamosnosotros las condiciones. ¿Qué osparece si pasamos la noche a cubierto ysalimos por la mañana?

Ninguno pudimos negarnos a pasarnuestra primera noche relativamentesegura en mucho tiempo.

Podríamos dormir a cubierto, sinnecesidad de turnos de guardia ni deestar permanentemente con un ojoabierto, abrazados al fusil por siescuchábamos cualquier ruido.

Bien pensado, ¡podríamos inclusodesayunar!

Aquella noche dormimos en el interior

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del centro comercial Plaza de Aluche,tranquilos gracias a la protección quenos daban los gruesos muros de ladrilloque, sin embargo, no eran capaces dedetener el torrente de gemidos quetorturaba nuestros oídos constantemente.

Nos despertamos tarde, holgazaneandoen las camas que habíamos improvisadoen el suelo de una de las cuatro tiendasde accesorios deportivos con las quecontaba el centro. Tuvimos tiempoincluso de preparar café y tomarlo en laazotea mientras estudiábamos lasituación en busca de la mejor maneraposible de salir de allí.

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18. UNA HUÍDA DESESPERADA

Resoplé tratando de acompasar mirespiración mientras un vientoinmisericorde me azotaba en la cara consus gélidos dedos.

Tenía a mi disposición una sola bala delcalibre 7.62, una única oportunidad paradesatar un infierno que incrementasenuestras posibilidades de éxito.

Apreté el gatillo y una enorme explosiónestalló en la gasolinera Cepsa que habíafrente al centro comercial.

El día anterior, durante el funeral deRashid, había visto desde la azotea lagasolinera que se encontraba a escasos

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doscientos metros de nosotros.

Esa misma mañana, mientras tomábamosun café apoyados sobre la cornisa, habíapodido observar el lugar másdetenidamente con ayuda de unosprismáticos y había visto entre lossurtidores, junto a la ventanilla de pago,una jaula negra repleta de pequeñasbombonas redondas de gas butano.

Le comenté a Sergey la idea que ibatomando forma en mi mente y fue élmismo quien decidió que no perdíamosnada por jugárnosla a una sola bala. Siacertaba el disparo, lo lógico era que elestruendo y el humo atrajeran a unmontón de engendros hacia la gasolineray nuestro camino quedara un poco más

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despejado. Si, por el contrario, fallaba...bueno, nuestra situación seguiría siendoigual de desesperada que al principio.

Por suerte, di en el blanco y una enormebola anaranjada rodeada de un densohumo negro se elevó hacia el cielo en unespectáculo estremecedoramentecautivador mientras el checheno sonreíaabiertamente y me daba palmadas en elhombro.

La onda expansiva de la terribleexplosión nos golpeó en el pecho comoun mazazo, dejándonos sin respiracióndurante unos instantes y devolviéndonosa la cruda realidad que nos tocaba viviraquel día.

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Me colgué el Mosin–Nagant a laespalda y me ajusté los guantes. Noteníamos munición, pero un rifle era unrifle, y aquel utilizaba unos de loscalibres más comunes, así que no eramuy inteligente deshacerse de él.

Sergey y yo echamos a correr escalerasabajo hasta llegar a la misma puerta deservicio por la que habíamos entrado alcentro hacía dos días y ante la que nosesperaban Vito, Carlos y Daniela.

La muchacha estaba sentada en el suelo.Su expresión era decidida, pero saltabaa la vista que estaba terriblementeasustada.

Por su parte, Carlos no se separaba de

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la puerta.

Aguardaba de pie, resoplando entredientes y con la maza en ristre, a que seapartara aquel trozo de metal que leseparaba del infierno mientras que Vitose apoyaba sobre la pared leyendo unperiódico atrasado como si esperara quese abriese la puerta para dar inicio a unplácido día de campo o a una tarde decañas con los amigos. Fue él mismo elque levantó la vista del diario y noshabló mirando cómo nos poníamos lasmochilas a toda prisa.

–¿Nos vamos ya?

–El chico ha acertado –Sergey meseñaló con la cabeza–. Hay que salir de

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aquí cagando leches.

Vito se limitó a asentir una sola vez ysuspirar lastimeramente mientrasdoblaba cuidadosamente el periódicoantes de dejarlo en el suelo.

La chapa se abrió de golpe ante el tirónde Sergey... y no ocurrió nada. ¡Elseñuelo había funcionado! No es que elparking estuviera completamentedespejado, ni mucho menos, pero laavalancha de engendros queesperábamos se había visto reducidasensiblemente debido al gran número deinfectados que se habían visto atraídospor la densa humareda que soltaba lagasolinera en combustión.

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En cuanto vio el panorama a la luz delas linternas, Carlos se lanzó haciaafuera y empezó a despachar bestias conel bloque de hierro macizo que coronabasu peculiar martillo de guerra. Repartíagolpes por igual con la maza y el bordemetálico del escudo, sin preocuparse dela cobertura. Si algún engendroconseguía acercársele lo suficientecomo para intentar morderle, sus dientesresbalaban sobre las placas de aluminioo se partían contra la cota de mallaimprovisada dándole tiempo a aquellaespecie de tanque con piernas para queaplastara la cabeza de la criatura.

No podíamos quitarle la razón. Eralento, sí, pero también era letal.

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Dispersos por el parking, el resto denosotros repartía cuchilladas o golpes adiestro y siniestro, según el caso,tratando de llegar hasta la rampa queconducía a la superficie.

Conseguimos abrir un sangriento pasilloque nos condujo una vez más hasta laAvenida del General Fanjul, por la queechamos a correr desesperadamente endirección contraria a la que habíamosseguido para llegar hasta el centrocomercial tan sólo dos días antes.

Afortunadamente, la explosión de lagasolinera había funcionado mejor de loesperado y había atraído a losinfectados de todas las calles adyacentesdespejando de manera notable el camino

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que debíamos seguir hasta llegar a laestación de metro de Aviación Españolapero, aún así, no habían sido necesariosmás de cinco minutos para que la cabezadel drive Callaway Big Bertha queempuñaba a dos manos estuvieracubierta de masa encefálica y astillas dehueso.

Carlos avanzaba más despacio que elresto y ralentizaba la expedición hasta elpunto de que, a la altura de la estaciónde cercanías de Fanjul, tuvimos queponernos en peligro, aguantando elenvite de una oleada de engendros quesalió del porche de uno de los bloquesde viviendas que flanqueaban la calle.

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Golpeamos a ciegas, partiendo lasarmas contra las cabezas y los cuerposde aquellos cabrones en una orgíasangrienta en la que un sorprendenteVito se movía como pez en el agua,deslizándose a una velocidad increíbleentre las filas de infectados, riéndosecomo un demente cada vez que rompíaun cráneo con ayuda de un trozo deladrillo o rompía un cuello debilitadovaliéndose únicamente de sus propiasmanos.

El asunto quedó zanjado cuando nuestrotanque particular alcanzó la zona deconflicto y empezó a desmadejar bestiascon su maza teñida de sangre.

A nuestros pies quedó una auténtica

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montaña de cadáveres. De acuerdo, sino los hubiésemos matado nos habrían,literalmente, comido vivos pero... aúnasí... en algún momento de su vidaaquellos seres habían sido humanos,personas normales que acudían cada díaa su puesto de trabajo despotricando enlos atascos y soñando con que llegara eldía uno de cada mes para cobrar susalario.

El sonido de los dientes al rompersebajo la presión de la maza o lasensación de temblor en las manos quese producía cuando el drive impactabacontra un cráneo y partía el hueso en milpedazos era más de lo que cualquierapodría resistir... pero no teníamos

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elección.

Seguimos adelante, corriendo por elasfalto mientras dejábamos atrásdecenas de edificios de viviendasconstruidos exactamente con el mismomodelo anodino de ladrillo rojo.Innumerables hileras de cochesdestrozados y empapados de cuajaronesde sangre reseca se mantenían inmóvilesa los lados de la avenida, como testigosmudos de lo que un día había sido unade las capitales del mundo y ahora noera más que un enorme cementerio.

Corrimos hasta que empezaron aflaquearnos las piernas y nos vimosobligados a seguir el ritmo lento deCarlos, que había pasado a dirigir la

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comitiva con su cadencia cansina, comoun paladín encabezando una carga contraalguna fuerza antigua y desconocida.

Por fin atisbamos los perfiles difusos delas barricadas en las que habíamoscontenido una de las oleadas hacía unpar de días. La tensión y la horriblesensación que se propagaba por nuestraespina dorsal cada vez que matábamos aalguno de esos seres provocaba ennuestro cerebro la ilusión de quenuestras piernas pesaban cada vez más,pero la visión de los parapetos de sacosterreros nos infundió nuevas energías.

Una descarga de adrenalina nos alcanzóa todos a la vez e hizo que nos

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lanzásemos a la carrera con fuerzasrenovadas, sin detenernos a mirar atráscuando alguna de las criaturasabandonaba rugiendo la multitud quetrataba de darnos alcance solo para quecualquiera de nosotros reventara sucráneo podrido contra el asfalto sin nisiquiera ralentizar el ritmo de carrera.

Nos abalanzamos por los escalones dela estación de Aviación Española ycerramos la verja de seguridadasegurándola con todo lo que teníamos amano. Apenas un minuto después, laslinternas robadas del centro comercialrasgaban la oscuridad del túnel mientrascaminábamos erguidos por las vías condos nuevas certezas: la primera que

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habíamos sobrevivido una vez más y lasegunda, más importante aún, queaquellos engendros no eran tan difícilesde matar como habíamos creído alprincipio.

Carlos se despojó del casco y encendióun cigarrillo con una enorme sonrisa detriunfo plasmada en la cara.

A la luz de la linterna pude verclaramente como, pese al frío reinanteen el exterior, unos copiosos reguerosde sudor caían desde su pelo a sumentón.

–¿Aún te queda tabaco?

–Toma –me espetó guiñándome un ojo

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mientras me lanzaba un paquete deFortuna sin abrir–. ¡Quédatelo!

–¿De dónde coño...?

–Sala de seguridad.

Contestó la pregunta sin pararse amirarme, pero no pude evitar ver lamedia sonrisa que se formaba de nuevoen su cara mientras sacaba mi mecheropara encender uno de los cigarrillos ydaba una larga calada con los ojosentornados.

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19. RETORNO ALCAMINO

Un olor acre y penetrante, como de lechecortada, nos acompañó durante todonuestro paso por la estación de CuatroVientos. Arriba, en la superficie, uninfierno ululante de seres a mediocamino entre la vida y la muerte semovía al unísono, como un gigantescogusano que reptara por las callesdevorando a su paso todo aquello que seinterpusiera en su camino.

Apagamos las linternas y empezamos acorrer por las vías en un desesperadointento de dejar atrás aquella estación

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muerta mientras los andenes desfilabanpor nuestro lado a toda velocidad conlos paneles publicitarios que cuajabansus paredes envueltos en la oscuridad.

Cuando el mundo aún seguía su curso,había pasado tantas veces por aquellasestaciones metido en los grandesvagones azules y blancos que volabansobre las vías que no necesitaba ver loscarteles para saber lo que decían; aquíun anuncio del Burger King desde elque un tipo grotescamente disfrazado derey sonreía a los viajeros anunciando lasbondades de su menú repleto de grasassaturadas, allí uno del parque zoológicocon sus animales rodeados de unaexuberante naturaleza artificial y, un

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poco más allá, un panel blanco en el queuna chica risueña sostenía entre susmanos un cartelito con el lema de laempresa de transportes: "Metro deMadrid, vuela". Tenía gracia, erairónico acordarse de aquello mientras elavance a través de los túneles estabaresultando lento y tortuoso.

Estaba tan absorto en esos pensamientosbanales que corría mecánicamente, porinercia, y ni siquiera me di cuenta deque Carlos, que encabezaba la marcha,se paraba en seco a pocos metros de laboca del túnel de salida. Choqué contrasu espalda forrada de acero y traté dedisculparme patéticamente, pero detuvomi intento alzando las manos ante mi

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cara.

–¿Habéis oído eso?

–¿Qué? –el andén estaba envuelto en unsilencio sepulcral, pero Carlos parecía,por primera vez desde que le conocía,terriblemente asustado.

–Eso, joder, el ruido.

–Carlos –Daniela se adelantó un par depasos–. No hay ningún ruido, te lohabrás imaginado.

–A veces –continuó Sergey–, el cerebronos juega malas...

No alcanzó a terminar la frase. Un

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sonido metálico salió de la otra punta dela estación en respuesta a sus palabras yquedó flotando en el aire, rebotandocontra las paredes de hormigón. Carlosnos miró con una expresión de "os lodije" plasmada en la cara y se subió alandén avanzando hacia la fuente delsonido en medio de la negrura másabsoluta. Lo más sensato hubiera sidosalir de aquella maldita estación lo másrápido posible pero, en lugar de eso,seguimos a nuestro amigo mientras elsonido se iba transformando poco apoco en una melodía desafinada queconsiguió parar el flujo de nuestrasangre y encender todas las señales dealarma en nuestro cerebro.

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La melodía se escuchaba ya nítidamentebajo la forma de un antiguo vals vienésde notas melancólicas y Carlos encendióde nuevo la linterna haciendo que su luzbañara aquella zona del andén,paseándose por el suelo de baldosashasta que el haz se detuvo sobre unafigura solitaria que permanecía en pie,de espaldas a nosotros, parada junto auna de las paredes de la estación.

Dios... era un crío, un niño que no debíasuperar los cinco años. Tenía el peloalborotado y vestía unos pantalonescortos que desentonaban con el gruesoanorak que le cubría la parte superiordel cuerpo.

Giró la cabeza y clavó sus ojos

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vidriosos en nosotros mientras nosenseñaba los dientes, gruñendo como unperro rabioso al tiempo que dejaba caerla caja de música que sostenía entre susminúsculas manos. El impacto de lacajita contra el suelo hizo que labailarina de plástico rosa que lacoronaba saltara por los aires justo en elmomento en el que el niño se giraba porcompleto sin dejar de mirarnos eincrementaba ligeramente el volumen desu gruñido infantil.

Empezó a avanzar lentamente en nuestradirección, con pasitos cortos y sin dejarde enseñarnos los dientes.

Nosotros retrocedimos andando de

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espaldas, sin atrevernos a desviar lamirada. Joder, ¿cómo un rostro taninocente podía destilar tanta rabia?

Habría sido muy fácil meter una bala ensu diminuta cabeza y acabar de una vezpor todas con el sufrimiento de ambaspartes... pero no tuvimos valor suficientepara hacerlo. Joder, no era más que unniño.

Por otra parte, el estampido de undisparo en un espacio tan reducido comoaquel y, por si fuera poco, abovedado,atraería a una multitud de infectados queentrarían por las bocas de metro comouna riada furiosa.

Bajamos del andén con aquella criatura

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pisándonos los talones. No había dejadode gruñir en ningún momento pero,aparte de aquel gañido demasiado roncopara su voz infantil, no había hechoningún otro ruido.

Descendió del andén tan sólo unospocos segundos después de nosotros y,en cuanto puso los pies sobre las vías,echó la cabeza hacia atrás en un gestoque, desgraciadamente para él,habíamos llegado a conocer demasiadobien. Carlos no le dio oportunidad delanzar al aire gélido de la estación unaullido que, como un grito de batalla,pusiera sobre aviso al resto de lascriaturas más grandes e infinitamentemás amenazadoras que pululaban por

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Cuatro Vientos; avanzó sobre el niño y,en un gesto rápido y cargado de sangrefría, envolvió su pequeña cabeza con lasmanos y partió su frágil cuello como sifuera un mondadientes.

Saltaba a la vista que no era la primeravez que hacía aquello, pero se volvióhacia nosotros con el rostro arrasadopor un llanto silencioso mientras posabaen el suelo el cadáver del crío con elhorrible chasquido de su columna alromperse resonando aún en el aire.

El cuerpecito del niño había quedadotirado sobre las vías en una posiciónimposible, pero sus ojos permanecíanobstinadamente fijos en nosotros y susmandíbulas se movían lanzando

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amenazantes dentelladas en nuestradirección. Lo que, en condicionesnormales, habría segadoinstantáneamente la vida de un adulto nohabía bastado para matar a aquellacriatura frágil y escuálida que se debatíaen el suelo, incapaz de moverse, en suimpotencia por atraparnos.

El brusco gesto de Carlos habíaconseguido bloquearle la tráquea, demodo que no podía gritar y, además, larotura de la médula contenida en elinterior de su columna vertebral habíacortado de raíz todas las conexiones delcerebro con sus miembros, que yacíanlaxos y retorcidos en torno a su pequeñocuerpo.

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Volvimos a apagar las linternas ysalimos de la estación corriendo a todaprisa por el túnel, sin poder parar dellorar, sabiendo que nunca podríamosolvidar el hecho de que habíamosdejado allí tirado el cuerpo de aquelniño casi inmortal para que la inaniciónlo consumiera lentamente.

No nos atrevimos a encender de nuevolos focos hasta que nuestros ojos sehubieron acostumbrado tanto a laoscuridad que pudimos atisbar en elhorizonte del túnel la entrada a laestación de Puerta del Sur.

El tránsito entre las estaciones de CuatroVientos y Joaquín Vilumbrales fue unauténtico calvario para nuestros nervios,

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en el que nos limitamos a seguir las víasa oscuras perseguidos por ese malditogemido que ya ni siquiera sabíamos siera real o no. ¿Acaso el ruido estaba ennuestras cabezas? ¿Estábamos afectadospor una especie de sugestión colectivaque nos hacía apelotonarnos como unrebaño asustado?

No, el sonido era real. Amortiguado porlas toneladas de hormigón quesepultaban la línea de metro pero, aúnasí, audible. Maldita sea, debía de haberuna auténtica marabunta de aquellascosas allí arriba. No quería ni pensar enel destino que habrían sufrido laspersonas de aquel barrio o losrefugiados de la base aérea cuando se

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vieron asediados por aquella multitudaullante... debió de ser una matanza.

La estación de Puerta del Sur era, enrealidad, un intercambiador de dosplantas en las que se repartíanlos andenes de las líneas diez y doce delmetro de Madrid.

Según íbamos avanzando a través deltúnel que daba acceso a la estacióndesde la línea diez, nos dimos cuenta deque ninguno teníamos ni idea de cuáldebía ser el siguiente paso a dar paramantenernos en la ruta correcta hacianuestro destino, así que dirigimos la luzde las linternas hacia un panelinformativo que nos reservaba unadesagradable sorpresa.

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La línea diez, por la que veníamos,transcurría por el primer nivel de laestación mientras que la doce, aquella ala que debíamos dirigirnos, seencontraba ubicada en el nivel inferiordel intercambiador.

A esas alturas poco importaba ya bajarun poco más, pero la sensación deoscuridad, de agobio y, sobre todo, deindefensión se agudizaba con cada pasoque dábamos hacia las entrañas de lared de metro. Realmente, aunque puedaparecer mentira, los escalofríos que nosrecorrían la espina dorsal a medida quenos internábamos en la inquietante bocadel túnel de la línea doce no estaban

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provocados por el miedo, sino por unaextraña incomodidad, una sensación deestar fuera de lugar que nos atenazabapor completo.

Avanzábamos entre los raíles, en fila,bañando de luz las paredes de lasestaciones a medida que lasatravesábamos con paso vacilante, sindecirnos nada.

Llegamos a cruzar cuatro estacionesantes de detenernos a comer algo en elandén de Móstoles Central. El ritmo deavance estaba siendo bastante buenopero, lo deseáramos o no, teníamos queparar de vez en cuando si no queríamosreventar.

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Abrimos unas cuantas latas robadas delCarrefour de Aluche para compartirlasentre todos. Los ánimos empezaban adistenderse a medida que la comida y labebida pasaban de mano en mano.

Tomamos un café frío, envasado enbotes de plástico, con la espaldaapoyada contra la pared de la estación.

Lo cierto es que estaba asqueroso pero,en aquellas condiciones, nos supo comosi lo estuviéramos bebiendo en la mejorcafetería italiana del mundo.

No pasó mucho rato antes de que Carlossacara uno de sus cigarrillos,encendiéndolo con un gesto mecánico ycerrando los ojos mientras echaba la

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cabeza hacia atrás para soltar unaintensa bocanada de humo grisáceo. Meuní a él inmediatamente después de darmi último sorbo de café.

Sergey estaba tumbado boca arriba en elsuelo del andén, con las manos cruzadasdetrás de la cabeza y con la vistaclavada en el techo de la estación que,alejado del alcance de las linternas, seencontraba envuelto en sombras.

Daniela descansaba sentada junto aCarlos, apoyando la cabeza en suhombro en una actitud que me hizosonreír para mis adentros. Vaya pareja.

Por su parte, Vito andaba de un lado aotro por el andén, como desquiciado,

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enfocando con su linterna en todasdirecciones en busca de una amenazainexistente.

–¡Vito! –le llamé por el mote que lehabíamos impuesto– ¿Por qué no vienesa sentarte con nosotros?

–¡Y una mierda! –saltaba a la vista queaquel hombre estaba completamentefuera de sí–. Esos cabrones no me van apillar desprevenido.

–Vamos amigo –esta vez era Carlos elque intervino entre calada y calada–. Nohay peligro. Aquí abajo estamos a salvo.

–Además, si los infectados hubieranllegado aquí abajo ya habríamos visto

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alguno, ¿no? –fue Sergey el que rematóla argumentación de su compañero.

–Eso es –Carlos apagó el cigarrillo conla suela de la bota y se levantó,acercándose hacia el túnel y gritando,con las manos en torno a la boca paraconseguir un efecto de altavoz mientrasVito le miraba con el rostrodesencajado–. ¡Eh, cabrones! ¡Podridosde mierda!

¡Estamos aquí!

Cuando Carlos dejó de gritar, unsilencio espeso se instaló en la estaciónde Móstoles Central.

–¿Ves como no pasa nada? No tienes de

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qué preocu...

La frase quedó interrumpida a la mitadpor un ruido que había salido de lo másoscuro del túnel. Clavamos los ojos enla negra boca por la que habíamosaparecido hacía apenas una horaesperando que no hubiéramos oído loque creíamos... hasta que el ruido serepitió, lejano pero con algo más deintensidad.

El aullido. Aquel puto aullido otra vez.Aquel jodido grito que desencadenó elinfierno en la Plaza de Colón.

–Mierda –Sergey no había tardado nidos segundos en levantarse–. ¡Corred!

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Echamos a correr por el túnel en un"sálvese quien pueda" que nos condujodirectos hasta la estación de Hospital deMóstoles, dónde llegamos medioasfixiados tras una carrera de algo másde dos kilómetros.

Sólo habíamos recorrido dos estaciones,pero la desbandada había servido paradespejarnos la cabeza y había puestocada uno de nuestros cinco sentidos enalerta máxima. Estaba claro que lehabíamos ganado cierta ventaja a lo quefuera que nos seguía por el túnel, pueslos gemidos se oían algo másapagados... pero también sabíamos queaquellos seres no se cansaban.

Nunca.

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Podíamos correr todo lo quequisiéramos pero, en el momento en quenos parásemos a descansar, perderíamostoda la ventaja que hubiéramosconseguido.

Fue por eso por lo que decidimosmantener un paso constante, caminando abuen ritmo pero sin correr paracansarnos lo menos posible y evitartener que pararnos cada media hora.

De esta manera, conseguimos atravesarseis estaciones más con el puto gemidopisándonos los talones hasta llegar aArroyo Culebro, sudorosos y respirandopesadamente. Allí tuvimos que pararnosde nuevo.

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Los engendros, ni siquiera sabíamos sunúmero, avanzaban a trompicones peronos habían recortado algo de distancia yel sonido de sus pies desgarradosrozando los raíles se hacía cada vez másaudible.

Como ya he dicho, tuvimos quepararnos, pero no por el cansancio o porlos calambres que empezábamos a notaren las piernas, sino por una enormemasa de piedra y acero que bloqueaba elpaso hacia Conservatorio, la únicaestación que se interponía entre nosotrosy nuestro destino final en Alonso deMendoza.

–Puta mierda de suerte –como siempre,fue Carlos el que se encargó de romper

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el hielo.

–Estábamos tan cerca... –Daniela estabaa punto de deshacerse en lágrimas defrustración.

Tengo que reconocer que aquello mecayó como un mazazo. Destrozó miánimo y acabó con las esperanzas quetenía puestas en la salvación.Simplemente, me vine abajo.

Pero Vito y Sergey no, ellos aguantaronel tirón como si fueran de acero.

–Bueno, ¿qué te parece?

Vito se dirigió a Sergey, únicamente aél. El checheno se limitó a rascarse una

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de sus sienes canosas y escupir por elcolmillo mientras se encogía dehombros.

–Psé, no sería la primera vez.

No sería la primera vez. ¿Qué coñosignificaba eso? No estaría pensandoen... no, no podía ser. Otra vez no.

–Señores, salimos a la superficie.

–Mierda –no pude evitar soltar elimproperio cuando Sergey confirmó mistemores.

–Jeje –Carlos sonreía abiertamentemientras se ajustaba el casco una vezmás, preparándose para la

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expedición–. ¡Va a haber hondonadas dehostias!

20. UNA VEZ MÁS

Ni siquiera nos habíamos parado apreguntarnos por qué estaba bloqueadoel túnel. Puede que alguien lo hubieradinamitado a propósito para sellar suruta de escape o puede que,simplemente, se hubiera derrumbado.Nunca lo supimos y nunca nos importólo más mínimo.

Nos topamos con el primer grupo nadamás salir de la estación. Eran alrededorde diez individuos entre hombres,

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mujeres, niños y aquellos que nopudimos identificar debido a lasterribles heridas que los desfigurabanpor completo.

Al igual que sucedió en Aluche, Carlosfue el primero en abalanzarse sobreellos repartiendo muerte con su maza sinhacer distinción alguna por sexo o edad.

Yo golpeaba ciegamente a los infectadosadultos pero era incapaz de reventar conmi palo de golf un cráneo infantil. Sabíade sobra que si alguno de esos pequeñosengendros conseguía ponerme las manosencima me asesinaría sincontemplaciones pero, aún con eso, nosé, simplemente no tenía fuerzas parahacerlo.

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El grupo quedó reducido en cuestión depocos minutos a un pequeño montón decadáveres tirados en el asfalto con lacabeza convertida en una pulpasangrienta de aspecto informe.

Recorrimos las calles como una olajusticiera que acababa con todo aquelloque se interponía en su camino. Nossentíamos fuertes, imparables, capacesde todo. Como titanes liberados en unmundo infestado de escoria que merecíaser eliminada... pero no éramos titanes.

Hubo varios momentos en los que lopasamos realmente mal.

En medio de uno de los combates, un

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enorme engendro con una horribleherida sangrante en el pecho a través dela que podían verse sus músculosconsiguió saltar sobre la espalda deCarlos y mordisquear el metal,partiéndose los dientes en el intento dealcanzar el único punto débil de laarmadura, el cuello.

Por suerte, Sergey logró incrustar lapunta del bate justo debajo de la narizdel engendro antes de que éste llegase aclavar los restos de sus dientes rotos enel cuello de nuestro amigo.

El golpe consiguió hacer saltar por losaires trozos de dientes que quedaronadheridos a la punta roma del bate juntocon un enorme coágulo de sangre. La

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mandíbula de la bestia no resistió elimpacto contra el aluminio y se descolgódibujando en la boca del infectado unamueca salvaje y voraz que rezumaba sincesar una asquerosa mezcla de sangre ybabas.

Aquel cabrón habría vuelto a la cargacon el pecho destrozado y la mandíbulareventada de no haber sido por laprovidencial intervención de Vito.Nuestro compañero de fatigas aparecióde la nada gritando como un salvaje ycargando con una papelera metálica queestampó con brutalidad contra la cabezade aquel ser, que no soportó el nuevoenvite y se desplomó como un fardo.

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Seguimos abriéndonos paso a través delas calles de Getafe a base de golpes. Envida, aquella ciudad había tenido casidoscientos mil habitantes que la hacíanbullir a diario en una frenéticaactividad. Ahora estaba completamentemuerta, aunque gran parte de lapoblación pululaba aún por sus avenidasy parques en busca de algo que echarsea la boca.

Afortunadamente no tuvimos que hacerfrente a toda la población de la capitaldel sur, como solía llamarse aprincipios de siglo.

Tener que combatir aunque fuera sólocontra un millar de engendrosenloquecidos por el olor de la sangre y

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por la visión de lo que para ellos no eramás que un puñado de carne frescacorriendo por sus calles, habría sido unauténtico suicidio.

Entramos a toda velocidad en laestación de Conservatorio, corriendo demanera brusca la verja de hierro quedaba acceso al vestíbulo y bloqueandola entrada con todo lo que teníamos amano en un gesto que se habíaconvertido en un mecanismo de defensainstintivo.

Habíamos tardado algo más de mediahora en recorrer un trayecto de unos doskilómetros por las calles infestadas deGetafe. Llegamos al andén de la estación

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bañados en sangre ajena de pies acabeza y chorreando sudor y adrenalinaen cantidades industriales por todos losporos.

Vito miraba con los dientes apretadoshacia la escalera que conducía alvestíbulo sin decidirse a soltar la estacade madera que sostenía entre sus manoscon tanta fuerza que sus nudillosempezaban a blanquear.

En el borde del andén, de pie junto a mí,Daniela se quitaba los restos de sesos yvísceras de la ropa con cara de ascomientras Carlos me tendía un cigarrillocon el casco bajo uno de sus brazos.

Al otro lado de la estación Sergey

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jadeaba sentado en un banco metálicocon la cabeza entre las manos.

–Estoy demasiado mayor para estascarreras.

Rompió a reír nada más terminar elcomentario, recreándose en su propiopunto débil antes de que ningunopudiésemos hacerlo.

Los ánimos se volvieron a levantar eincluso Vito se unió al coro de risas quehabía estallado en aquel andén dejadode la mano de Dios.

Una estación más y habríamos llegado anuestro destino. Después de semanasenteras de pasar penurias, arriesgar

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nuestras vidas e incluso perder a variosde nuestros compañeros en el camino, lasalvación estaba por fin al alcance denuestras manos.

Cuando llegáramos a la estación deAlonso de Mendoza, deberíamos salirpor el vestíbulo y caminar por lasuperficie durante un par de kilómetrosantes de alcanzar las puertas de la baseaérea pero, ¿qué eran un par dekilómetros en comparación con laperspectiva de un nuevo futuro?, ¿quéeran tres o cuatro combates más ante laesperanza de encontrar seres humanosvivos en un mundo muerto y podrido?

A esas alturas, tras superar tantosencontronazos con los engendros que

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habían tomado las calles, todos teníamosclaro ya que el cuerpo humano essorprendentemente resistente. Noestábamos hechos de cristal y siaquellos bastardos medio podridospodían resistir el golpe de un palo degolf en el brazo sin apenas tambalearsenosotros también podríamos aguantarunas cuantas peleas más.

Echamos a andar por la vía en direccióna la boca del túnel, desgarrando laoscuridad con la luz blanca de laslinternas.

Carlos agarraba a Daniela por loshombros con el brazo izquierdo mientrasambos charlaban conmigo de cosas

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intrascendentes, contagiados de laalegría general.

Por detrás de nosotros, lejos de dejarsellevar y andando con paso cauto, Vito ySergey discutían sobre cómo plantear lasalida al exterior que restaba antes dellegar al recinto militar.

Vito se había ganado su apodo concreces. A simple vista parecía unapersona totalmente fuera de contexto consu aspecto cuidado y elegante. Porincreíble que parezca, el tío había sidocapaz de conservar el sombrero negroque coronaba su indumentaria pese a lamultitud de peleas en las que se habíavisto envuelto.

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Aquel larguirucho no parecía capaz dehacer nada que excediera lasatribuciones de un oficinista cualquierapero cuando entraba en combate, cuandoentraba en combate era tan preciso yletal como el sicario mejor entrenado dela mafia siciliana.

Podía moverse a una velocidadincreíble, eliminando a los engendrosuno a uno al tiempo que usaba conprecisión quirúrgica cualquierinstrumento que tuviera al alcance de sumano.

Sigiloso como un cuervo, misteriosocomo un búho y brutal como un águila.Así era Vito.

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Gracias a la cháchara insulsa llegamosal vestíbulo de Alonso de Mendoza sinapenas darnos cuenta y subimos lasescaleras extrañados. No se oía ni unsólo ruido, incluso aquel gemidoomnipresente había desaparecido.

Estaba claro que allí sucedía algo raro.

No creíamos ni remotamente queaquellos seres descerebrados y mediopodridos fueran capaces de plantearnosuna emboscada pero, aún así, salimos ala calle con las armas en ristre,preparados para reventar a golpes acualquier infectado que se atreviera ainterponerse en nuestro camino. En laplaza a la que daba la boca de laestación no había ni un alma.

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Cruzamos una mirada elocuente yseguimos avanzando por calles yavenidas desiertas de una ciudad muertahasta que, en la confluencia de la Callede la Magdalena con la Calle Jardinesempezamos a oír otra vez aquel gemido.

El ruido era lejano y amortiguado porlos bloques de hormigón y ladrillo pero,aunque pueda parecer mentira, nostranquilizó volver a escucharlo. Noshabíamos acostumbrado tanto a queaquel sonido estuviera siempre presenteque su ausencia nos inquietaba. Esabsurdo, lo sé, pero en una situación detanta tensión como la que estábamosviviendo el cerebro se agarra

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inconscientemente a un clavo ardiendocon tal de mantener la cordura, inclusosi el clavo puede significar la muerte delresto del cuerpo.

El avance por la Calle Arboleda se noshizo eterno. El gemido se oía cada vezcon más nitidez y no tardamos en darnosde bruces contra su fuente. Al girar laesquina de la calle que conducía hasta elacuartelamiento, nos escondimos tras losarbustos de un pequeño parque queservía para bifurcar y redirigir el tráficode la ancha calle de doble sentido.

–Joder, son un huevo.

Carlos no podía haber estado másacertado en su apreciación. En la

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rotonda que hacía las veces de plazoletade acceso a la base aérea los infectadoseran multitud.

–Da igual –Vito se adelantó a Sergey ala hora de dar la orden de avance–.Tenemos que seguir adelante.

–Coño, ¿pero es que no lo entiendes?¡Son demasiados!

–le escupí mis reparos a la cara, sinpararme a pensar en el por qué de suinterés en avanzar.

–Sí que lo entiendo, eres tú el queparece no...

–Estaremos muertos antes de llegar a la

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rotonda –

interrumpí su frase deliberadamente,tratando de revocar la orden con misargumentos–. ¿Y si no hay nadie en labase? ¿Y si el futuro no está aquí?¡Arriesgaremos el pellejo para nada!

–Sí que hay gente.

Daniela nos pilló por sorpresa. No solíahablar demasiado y, si lo hacía, nuncaera para tratar la mejor forma deabordar un combate.

–Sí que hay gente –repitióobstinadamente mientras todos lamirábamos.

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–¿Cómo lo sabes? –el tono de Carloshabía dejado de ser hiriente para bajarhasta una entonación neutra, pero nopudo evitar soltar una pequeña puya alfinal–.

¿Acaso los has visto?

–No, no los he visto, gracioso de mierda–esta sí era la Daniela que yo habíaconocido en la estación de Casa deCampo–. Pero si hay cientos de esosengendros rondando la entrada de labase, sólo puede ser porque hayaalguien con vida en el interior.

Tenía sentido, claro que lo tenía. Pero,¿tanto como para suicidarnoslanzándonos contra una masa de

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infectados?

–Vamos –la cara de Sergey no dejabaespacio a la discusión, nos jugaríamosnuestro destino a una sola carta–. Encuña, abriremos hueco.

Nos sumergimos en la marea deengendros como una lanza, con elblindaje de Carlos haciendo lasfunciones de punta y con Daniela y Vitoen la retaguardia. Yo avanzaba junto aSergey, hombro con hombro con elchecheno que no paraba de hacer saltardientes por los aires con ayuda de subate de aluminio.

En menos de dos minutos, la formaciónse deshizo y cada uno continuó la lucha

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por su cuenta. La rotonda se habíaconvertido en un campo de batalladonde no se hacían prisioneros y en elque no quedaba ni un solo resquiciopara la piedad.

Repartimos golpes a toda velocidad,pero eran demasiados. Corríamos antesde encarar de nuevo la masacre, peroesos bichos no paraban nunca. Al finalnos superaron y nuestras defensas sevinieron abajo.

Vito se vio rodeado por un puñado deellos y cayó al suelo sin soltar en ningúnmomento la estaca de madera quesostenía en su mano. Carlos le vio eintentó llegar hasta él dejando a su pasoun pasillo de sangre y vísceras que su

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maza ampliaba un poco más con cadaembestida, pero no consiguió salvarlo.Vito había sido devorado vivo antes deque nuestro amigo llegara hasta él. Susgritos de dolor cuando aquellas bestiasle dieron la primera dentellada aúnresuenan en mis oídos algunas noches.

Carlos aulló su rabia al cielo y retomósu tarea de carnicero con fuerzasrenovadas. Vengaría al compañerocaído en el cuerpo de aquellas criaturasy, si era posible, limpiaría la plaza élsólo o moriría en el intento.

Afortunadamente, esto último no fuenecesario.

Estaba al borde de mi resistencia, casi

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sin fuerzas para volver a levantar elpalo de golf, cuando sonó un estampidoy la cabeza del infectado que teníaenfrente saltó por los aires,volatilizándose en una neblina roja queme salpicó la cara y el pecho. No habíanpasado más de unos segundos cuandouna lluvia de plomo empezó a caersobre la rotonda en medio de unestruendo ensordecedor.

Corrimos desesperadamente hacia laspuertas de la base tratando de esquivar ala vez a los engendros que nos salían alpaso y las ráfagas que surgían porencima del borde de la tapia blanca quecercaba el cuartel. Las torres devigilancia escupían fuego y sembraban

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muerte en la rotonda a un ritmoincreíble.

Llegamos a las puertas con la adrenalinapor las nubes.

Carlos cargaba con Sergey, echadoencima de sus hombros como un saco ysin dejar de soltar improperios queserían capaces de sonrojar a uncamionero. La verja reforzada conchapas metálicas que cerraba la entradaa la base había empezado a abrirse a unavelocidad desesperantemente lenta...pero Daniela aún no había aparecido.

La cortina de fuego que salía del cuartelmantenía a raya por el momento a lospodridos, gracias a lo que pude ver a la

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chica. Estaba completamente cubierta desangre, saliendo a rastras de debajo deun montón de cadáveres que,presumiblemente, ella misma se habíaencargado de eliminar.

No dudé ni un segundo en salircorriendo hacia ella.

Tuve la enorme suerte de poder cogerla,pasando su brazo por encima de mishombros antes de que ninguna criaturatuviera tiempo de acercarse. Llegamoshasta la verja, tan blanca como la tapia,y entramos a toda prisa por el hueco quese había formado entre el último de losbarrotes y la pared.

Un minuto después, la puerta se había

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cerrado de nuevo y el estruendo de lasarmas de fuego se había ido reduciendopaulatinamente hasta quedar convertidoen el recuerdo de una salvacióninesperada.

21. ¿SALVADOS?

Pasamos seis meses en aquella base. Elrecinto militar comprendía una extensiónenorme de terreno de la que sólo habíasido posible salvar una mínima partepero, aún así, eso era mucho mejor queandar vagando sin rumbo fijo por lascalles de medio Madrid.

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Más de veinte militares habíanconseguido resistir el envite constantede los engendros contra los muros de suimprovisada fortaleza pero varios deellos habían caído en las batallas cuerpoa cuerpo que habían librado antes deatrincherarse y otros tantos habían sidoincapaces de soportar la presión y sehabían arrojado contra la marea aullanteo se habían pegado un tiro en la boca.Ahora sólo quedaban doce.

Sergey estuvo en cama casi dossemanas. En la barahúnda que se habíaformado en la rotonda antes de quepudiésemos entrar en el cuartel, una balaperdida le había impactado en la piernaatravesándole el muslo. En el momento

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no me había dado cuenta, pero era poreso por lo que Carlos cargaba con élcuando llegamos a la verja blanca.

El checheno era duro como una piedra yla herida no le había hecho mella, asíque le curamos lo mejor posible con elbotiquín de los propios militares y leobligamos a permanecer en reposodurante las dos primeras semanas; luegofue imposible retenerlo en la cama.

Resulta curioso constatar cómo, ensituaciones de fuerte estrés, los lazosque en condiciones normales tardaríanaños en consolidarse se estrechan enapenas unos días hasta cotasinsospechadas.

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La muerte de Vito había supuesto unduro golpe para todos. A pesar de que leconocíamos desde hacía poco tiempo,no podíamos olvidar que fue él el quenos salvó el pellejo cuando estábamosacorralados en el parking del centrocomercial Plaza de Aluche y quien nosanimó a salir de allí en busca de unfuturo mejor que el de pudrirnos en uncentro comercial hasta morir de hambre.Sergey había trabado con él una relaciónbastante más cercana que el resto, por loque el golpe fue más duro para elchecheno; pero había que sobreponersey seguir adelante a pesar de todo, esoera lo que Vito habría querido quehiciéramos.

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Los militares nos recibieronefusivamente, dando muestras de laalegría que sentían por haber encontradoa alguien más con vida en aquel infierno.Nos ofrecieron alojamiento, comida ybebida. Afortunadamente, la extensiónde terreno en la que se habíanatrincherado era bastante grande, estabarodeada en todo su perímetro por unatapia alta y resistente punteada de torresde vigilancia que ofrecían una posiciónde disparo excelente y comprendía unalto número de edificios administrativosque habían sido reconvertidos enalmacenes durante la preparación de labase para la llegada de la infección, porlo que el abastecimiento de comida yagua no suponía un problema para los

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militares... al menos de momento.

Cuando llevábamos ya un par de días enla base y habíamos tenido tiemposuficiente de lamer nuestras heridas, nosdimos cuenta de que el aspecto queofrecíamos era realmente asqueroso.Preguntamos a nuestros anfitrionesdónde podíamos asearnos y nos llevarona unos vestuarios en los que habíalavabos, espejos y... ¡duchas! Dios, metiré media hora debajo del chorrocaliente que hacía saltar la mugre de micuerpo y empañaba los espejos. En esemomento comprendí cuánto de ciertohabía en eso que dicen de que lospequeños detalles no llegan a apreciarsede verdad hasta que no se pierden. Pero

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no fue esa la última sorpresa agradableque me deparó aquel día.

Salí de la ducha, me afeité por primeravez desde que había sido arrancado dela comodidad de mi propia casa paradefender la Plaza de Colón y me rapé elpelo al cero con ayuda de unas tijeras yuna navaja de barbero que meproporcionaron los militares. Puestos aentrar en batalla, era mejor llevar elpelo lo más corto posible ya que almenos así esos cabrones tendrían unsitio menos al que agarrarse.

Salí del vestuario ataviado con ununiforme de combate igual al que lehabían dado al resto de mis compañeros.

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El uniforme era viejo y estaba un pocoraído, pero al menos estaba limpio y eracómodo.

El detalle curioso del que me di cuentaal poco tiempo de embutirme en aqueltraje es que la chaqueta era igual que laque llevaba Robert De Niro en TaxiDriver. Hasta aquel momento yopensaba que aquel tipo de ropa militarsólo salía en las películas deHollywood pero, según me explicó elsoldado que me esperaba en la puertadel vestuario, aquella era una guerrerade campaña del modelo M65 de las quehabía utilizado la armadaestadounidense en Vietnam y que elejército español había adoptado a

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principios de dos mil diez comouniforme de combate propio.

Avancé junto a él en dirección a losbarracones mientras me contaba lasmúltiples cualidades de aquellachaqueta, pero no pude evitar pararmede golpe en cuanto aquel sonido llegó amis oídos.

–¿Qué es eso?

–¿Qué? ¿La música?

–¡Música! Joder, ¡música!

Salí corriendo hacia el barracónmientras me reía como un demente. Elsimple hecho de escuchar música en

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medio del erial despoblado en el que sehabía convertido el mundo me hizosentir inmensamente feliz.

Abrí la puerta del barracón con másfuerza de la que hubiera deseado y todosse quedaron mirándome debido alsonido del portazo, pero no me importólo más mínimo. De pie en el marco de lapuerta, cerré los ojos y dejé que lamelodía llenara todo mi ser. Sentía quepodía verla, olerla, tocarla. Lasensación de volver a escuchar algo asíhizo que mi corazón se encendiera y querenaciese en mí una esperanza que creíahaber perdido.

Carlos, Daniela y Sergey ya estaban enel interior de la sala, pero fue el militar

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que parecía estar al mando el que seacercó hasta mí y me cogió del brazo,invitándome a entrar en el barracón congesto comprensivo. Parece que no habíasido el único en reaccionar de aquellamanera.

–Ven, siéntate y coge una cerveza.

Joder. ¡Cerveza! ¡Tenían cerveza! Pesea que había sitio en uno de los viejossofás que adornaban la estancia, mesenté en el suelo y dejé que un buentrago de cerveza helada bajara por migarganta mientras el equipo de músicaempezaba a desgranar la melodía del"Between angels and insects" de PapaRoach.

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–Madre mía, encima tenéis buen gusto.

–Bueno, no todos –el comandanteSuárez, como él mismo se presentóaquella misma noche, me miraba desdeel otro lado de la sala con una sonrisa enlos labios–. Ya que no tenemos tele yque ponemos poca música para tratar deahorrar pilas, procuramos que al menossea variada.

–¡Brindo por eso! –Carlos bebía junto aDaniela, con su eterno cigarrillocolgando de los labios.

Le imité sacando de la guerrera elúltimo cigarrillo que me quedaba yencendiéndolo lentamente. No habíaterminado de guardarme el mechero

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cuando Carlos me lanzó otro paquete.

–Cabronazo –le insulté sin malicia, enmuestra de camaradería–. Has llenado lamochila, ¿verdad?

–No –estalló en una estruendosacarcajada–. Sólo había un par decartones. Procura que ese paquete tedure algo más. Por cierto, ¿qué coño tehas hecho en la cabeza?

–Me he cortado el pelo, ¿algúnproblema?

–Si estar aún más feo de lo que ya erasno cuenta como problema, entonces creoque no –volvió a soltar una carcajadaque esta vez se extendió por toda la sala.

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–Bueno, bueno... –Suárez intervino en laconversación–.

Contadme, ¿cómo habéis llegado hastaaquí?

Los tres miramos instintivamente aSergey. El checheno aún no podíamantener todo el peso de su cuerposobre la pierna herida pero el uniformemilitar le quedaba como un guanteincluso sentado en el sofá. Sus sieneshabían blanqueado aún más durante lasúltimas semanas pero incluso con esoparecía que había nacido para llevaraquel uniforme.

Sergey le contó al comandante lahistoria con pelos y señales omitiendo

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adrede la existencia de Rashid ysin mencionar cómo y por qué habíanllegado Carlos y él mismo hasta Colón.Su fuerte acento de Europa del esteflotaba por la habitación, entre el humoy la música que ahora nadie escuchaba,mientras los soldados asistían al relatocon cara de circunstancias.

Bebimos y charlamos hasta altas horasde la madrugada, escuchando la historiaque nos contó el comandante Suárezacerca de la caída de Getafe.

Según nos dijo, la crisis estalló en todasu magnitud cuando una zona delextrarradio de la ciudad conocida comosector tres cayó repentinamente bajo lamarea de infectados que llegaban de los

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pueblos de alrededor. Los humanos queconsiguieron sobrevivir a aquellacarnicería llegaron a los puntos decontrol de toda la ciudad y, en muchasocasiones heridos, habían empezado apropagar la enfermedad.

En pocos días la infección había tomadoGetafe y los supervivientes sanos seagolpaban a las puertas de la basetratando de huir de la debacle que seestaba produciendo a sus espaldas...pero la orden tajante era cerrar la base acal y canto, no abrir la verja bajoninguna circunstancia.

Pasaron casi dos días en los que huboincluso un conato de motín por parte de

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los soldados que eran partidarios deabrir la base y dar refugio al pueblo quese apretujaba contra sus puertas pero larebelión fue sofocada en un par de horasy el coronel al mando delacuartelamiento aplicó la ley marcialexageradamente ordenando la ejecucióninmediata de los insumisos.

Los propios militares se negaron aajusticiar a sus compañeros y elpequeño motín degeneró en undesbarajuste general que terminó cuandoel coronel reunió a la tropa y tomó unadecisión que agradaba en mayor o menormedida a todos los presentes. Siaquellos hombres querían proteger a losciviles, debían salir de la base y sofocar

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la infección antes de que esta seextendiera aún más. Dejaron a cargo dela base a una veintena de soldados almando del comandante Suárez y salierona las calles de Getafe con el propiocoronel a la cabeza de la columna desalvamento... lo que aún no sabían eraque gran parte de la ciudad había caídoincluso antes de que salieran de la base.

Al amanecer del día siguiente llegaronlos primeros infectados y comenzaron ahacer estragos entre la población civilamontonada a las puertas de la baseaérea.

–Intentamos detenerlos –el comandanteSuárez hablaba con la voz rota por elrecuerdo doloroso de aquella masacre–.

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Les disparamos con todo lo queteníamos...

pero eran demasiados. Aquello fue unamatanza. La gente se agolpaba contra laspuertas y aquellos cabrones no teníanmás que escoger cuál sería su siguientevíctima... pero no podíamos abrir laspuertas. La situación ya estaba bastantefuera de control como para dejar que labase cayera en manos de los infectados,había que evitarlo a cualquier precio y,bueno, el resto es historia.

Terminó su relato sin mirarnos, con losojos clavados en el suelo y la cabezaescondida entre las manos.

Pasábamos el día caminando sin rumbo

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o haciendo ejercicio por la simplesatisfacción de tener algo que hacer. Yomismo encontré un entretenimiento queme resultaba tremendamente útil ymantenía mi cabeza ocupada variashoras al día. Cuando vio miMosin–Nagant apoyado junto alcamastro en que dormía, uno de lossoldados me instó para que leacompañara al barracón que utilizabancomo arsenal y puso en mis manos unfusil Barrett M82.

Comparado con mi trozo de maderasoviético de menos de cinco kilos,aquella preciosidad pesaba como unmuerto pero... joder, era un armatoste delo más útil.

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Cuando no estaba limpiándolo odesmontándolo, se me podía encontraren alguna de atalayas que punteaban latapia haciendo prácticas de tiro contra lacarnaza que nunca faltaba en aquellosdías, los infectados.

El peso del fusil andaba en torno a loscatorce kilos y cada uno de suscartuchos tenía una masa total de algomás de cien gramos. Las balas delcalibre 12.7 reventaban las cabezas delos podridos como si fueran de cristal.

Es cierto que el Barrett M82 erabastante más aparatoso que el Mosin–Nagant y que debía ser disparadoapoyándolo en un bípode incorporadopor el propio fusil. También era cierto

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que el retroceso era brutal y que, alprincipio, este inconveniente me hacíafallar muchos disparos, pero la potenciade fuego, el alcance efectivo cercano alos dos kilómetros y, sobre todo, elcargador de diez balas con recargasemiautomática lo hacían infinitamentesuperior a su antepasado soviético.

Aprendí a apuntar bajo la nariz en lugarde a la frente ya que, de esta manera, secompensaba en parte el retroceso delarma y se aseguraba el disparo en lamedida de lo posible.

Aprendí a tener paciencia, a no apretarel gatillo a lo loco, a no disparar hastaque estuviera completamente seguro de

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que podía acertar.

Practiqué todos los días durante casicuatro meses hasta que cada uno de misdisparos empezó a contarse por unmuerto. El mismo soldado que me habíaentregado el Barrett me enseñó amantenerlo en perfecto estado y me dijoque, aunque iba a ser difícil probar esacaracterística en ese momento, las balasde aquel fusil eran capaces de atravesarblindajes e incluso paredes de hormigónsin apenas desviar su trayectoria.

Estaba encantado con mi nuevo juguete yno me cansaba de explorar susposibilidades hasta que, un buen día,todo se fue al carajo.

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Subido en la torre que quedaba a laderecha de la verja de acceso,practicaba con el Barrett situando en elpunto de mira la horrible cara decualquiera de los engendros quepululaban por la rotonda y calmando mirespiración antes de apretar el gatillopara ver como cada cartucho hacía sutrabajo... hasta que, en una de lasbarridas que hice con el visor mepareció ver algo.

¿Era posible? No, no podía ser. Paseé elvisor por la multitud despacio, tratandode comprobar si mi primera impresiónera acertada. Mierda, sí que lo era.

En mi punto de mira tenía el rostro deVito. Estaba hecho polvo; le faltaba la

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nariz y un gran trozo del labio superior,pero no había duda posible, era él.Lamenté su muerte como el que más ynunca pensé ni remotamente que pudieravolver a encontrármelo en algúnmomento.

Le disparé sin pensarlo. Su cabeza volópor los aires y yo lloré en silencio conel mentón apoyado en la culata delBarrett. Es una putada tener que matar aun compañero pero, pensándolofríamente, seguro que Vito hubieradeseado estar muerto antes quepermanecer eternamente en ese estado.

Volví al barracón en el que dormíamos,cabizbajo y sin ganas de nada. Dejé el

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fusil junto a mi cama y vi a Sergeyleyendo una revista atrasada en la literade al lado.

–¿Cómo va esa pierna?

–Bueno, voy tirando. Ya casi estácurada del todo.

–Me alegro. ¿Has visto a Carlos o aDaniela?

–Por aquí no han pasado. Supongo queestarán por ahí revolcándose –se dio ungolpecito en la pierna sana mientras sereía.–¡Ah, el amor!

–Sí –no mencioné el asunto de Vito, noquería herir los sentimientos de nadie–.

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Supongo que será eso.

Puse rumbo hacia los vestuarios pero,antes de entrar en la ducha, me asaltó laimperiosa necesidad de volver a llorarpor la muerte de mi amigo y me encerréen uno de los baños individuales con elúnico fin de descargar mi pena.

De repente oí risas en las duchas y unasonrisa cruzó mi rostro fugazmentecuando oí las voces de Carlos y deDaniela hablando en tono divertido.

–Tengo que salir un momento. Espérameaquí.

–¡No! No es justo –la muchachaprotestaba melosamente–. ¿Dónde vas

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ahora?

–Confía en mí, ¿vale? No te muevas deaquí.

–Bueno, como quieras. ¡Pero no tardes!

Oí salir a Carlos del vestuario y mesumí de nuevo en mis pensamientosmientras escuchaba a Daniela cantandouna melodía de su país en voz baja bajoel chorro de la ducha. Un minuto mástarde, la puerta se abrió y unos pasosresonaron en el pasillo.

– ¿Carlos? ¿Eres tú? –nuestro amigohabía tardado poco, muy poco–. ¿Peroqué coño? Me estoy duchando.

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¡Salid de aquí ahora mismo! –mierda,allí estaba pasando algo malo–.¡Dejadme cabrones!

Salí del baño corriendo a todavelocidad y, cuando llegué al final delpasillo, me encontré a Daniela desnuday amordazada, inmovilizada contra elsuelo de las duchas por dos soldadosmientras un tercero se disponía aviolarla.

–¡Soltadla hijos de puta! –grité contodas mis fuerzas tratando de que losmilitares la dejaran en paz.

Lo siguiente que pasó es que la puertadel vestuario se abrió de golperebotando contra la pared y Carlos,

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vestido únicamente con una toalla, pasópor mi lado como un rayo dejando caera su paso una botella de champán. Conuna de sus manos, estampó la cabeza deuno de los soldados contra los azulejosmanchando de sangre la pared y el suelode las duchas. El crujido de aquelcráneo me hizo reaccionar y me lancé ala pelea dándole puñetazos y patadas aotro de los soldados mientras Carlos seocupaba ya del tercero de ellos. He dereconocer que mi ofensiva no fue nadadel otro mundo, pero le dio a Daniela eltiempo suficiente como para huir de larefriega y salir al exterior en busca deayuda, tapándose como podía con latoalla empapada que se le había caído aCarlos.

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Lo siguiente que recuerdo es un fuertegolpe en la cabeza y una sensación dedesvanecimiento que se iba apoderandode mi cerebro haciendo que mi visión sefuera nublando cada vez más rápidohasta que, finalmente, perdí el sentido.

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22. UN FUTUROINCIERTO

Desperté entumecido, tirado en el suelode una sala lóbrega y húmeda. Unfogonazo blanco cargado de dolorestalló justo detrás de mis ojos encuanto me decidí a abrir los párpados,así que volví a cerrarlos de golpeechándome la mano a la parte de atrásde la cabeza, de dónde la saquépegajosa de sangre reseca.

–No te preocupes, te han dado unculatazo y tienes una brecha de cojones–Carlos estaba sentado en el suelo justoa mi lado con la cabeza de Daniela,

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dormida plácidamente, apoyada en suhombro derecho–. Pero la sangre es muyescandalosa y la herida tampoco es paratanto.

Le miré asombrado. ¿Qué coño habíapasado? ¿Por qué estábamos Carlos,Daniela y yo en aquella sala? ¿A quévenían esos barrotes? Todas estaspreguntas quedarían respondidas en sumomento, pero aún era demasiadopronto.

–Además, te quedará una cicatriz en esacalva tuya. Y a las chicas les gustan loshombres con cicatrices, ¿no?

–Me cago en la puta... –me incorporécomo pude hasta quedar sentado con la

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espalda contra la pared, restregándomeaún la nuca con la palma de las manos–.

¿Todavía tienes ganas de cachondeo?

Se dejó llevar por una carcajada quedespertó a Daniela, quien levantó lacabeza y le dio un beso a Carlos,ocupado rebuscando algo en el bolsillointerior de su guerrera. Su cara defelicidad fue como la de un niño el díade Navidad cuando por fin lo encontró.

–Deja de lloriquear, nenaza –me tendióuna vez más un cigarrillo arrugado, delos que parecía tener una reservainagotable. ¿De dónde coño lossacaba?– Por lo menos no nos hanquitado el tabaco.

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–Diego... –la voz de Daniela voló en elaire de la sala y entró en mi ánimo comosi fuera un cuchillo caliente cortandomantequilla, deteniendo el pitillo amedio camino de mis labios–. Gracias.

–No hay de qué. Cualquiera hubierahecho lo mismo.

–No, Diego. No seas modesto –el cálidoacento de la colombiana volvió ainundar el calabozo–. Si Carlos no tehubiera oído gritar no hubiera corrido y,entonces, puede que esos animales sehubieran salido con la suya.

–Tiene razón –Carlos me dio unapalmada en el hombro que estuvo apunto de derribarme–. Además, no pegas

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mal... para ser tan flojo, claro.

Me reí con ganas mientras encendía elcigarrillo. Al principio parecía ungilipollas pero, una vez que empezabasa conocerlo bien, era imposibleenfadarse con aquel tipo maleducado yde aspecto peligroso que siempre teníauna broma a mano cuando hacía falta.

–Señores... y señorita –La voz delcomandante Suárez se escuchóclaramente en toda la sala mientras sufigura se hacía visible entre las volutasde humo que ya flotaban en el ambiente.Con el escándalo de risas que estábamosmontando ni siquiera le habíamos oídollegar–. Me alegra ver que aún están debuen humor.

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–Comandante –Me dirigí a élllamándole por su rango, en un intentode que mi protesta se tomara en serio–.

¿Qué está pasando aquí? No tienenderecho a...

–Me temo que sí que lo tenemos –meinterrumpió a mitad de argumentación.La calidez de la que hacía gala aquellanoche en la que compartimos cerveza,música y anécdotas había desaparecidodejando paso a una mirada fría como untémpano de hielo.

Afortunadamente, el verano estaba cercay el calor reinante en el recinto meayudó a contener el escalofrío que me

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subía por la espalda mientras trataba demantener mis ojos apuntandodirectamente a los suyos–.

Soy consciente de que han actuado endefensa propia pero, aún así, ustedeshan matado a dos de mis hombres, handejado muy malherido a un tercero y elresto de la tropa les odia por ello.

–Eso no eran hombres, eran animales –Carlos alzó la voz por encima de la delcomandante–. Un hombre de verdad nose rebaja a eso.

–¿Le he dado yo permiso parainterrumpirme?

–No comandante, lo siento –Carlos

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había pasado media vida sometido a unajerarquía militar y su gesto fue casiinstintivo–. Solicito permiso parahablar.

–Denegado –el comandante Suárez soltóun pequeño suspiro y continuóhablando–. Sepan ustedes que están bajoarresto por tiempo indefinido. Si mepermiten hablarles en confianza –miró aambos lados para asegurarse de queestábamos a solas y se acercó un pocomás a los barrotes–, están aquí por supropia seguridad.

Si les dejara en libertad, los propiossoldados se encargarían de acabar conustedes en cuanto se les presentara laprimera oportunidad de hacerlo.

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–Señor, permiso para hablar –Carlos nose contentaba con la explicación.

–Denegado otra vez –parecía que,realmente, se había visto obligado ahacer aquello–. Confío en su buenaconducta durante el tiempo que pasen enel calabozo y no veo razón alguna paraprivarles de alimento, bebida, tabaco olectura así como de sus efectospersonales. Obviamente, no podrán tenerarmas mientras estén ahí dentro, pero elresto de sus cosas les serán devueltas ala mayor brevedad posible. Ahorapueden hablar.

Carlos abrió la boca para decir algo,pero me adelanté a él provocando que

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me mirara con cara de pocos amigos.

–¿Dónde está nuestro compañero?

–Como ya sabrán, él no es culpable deningún crimen, por lo que se le haconcedido el beneficio de la duda ypermanecerá en libertad siempre ycuando cumpla la condición de noestablecer contacto con ustedes bajoninguna circunstancia –Carlos volvió aabrir la boca para, finalmente, plantearla objeción que tenía en la punta de lalengua desde hacía un rato, pero elcomandante no le dio tiempo parahacerlo–. No se admiten más preguntas.Nos veremos el día de su liberación, sies que ésta se produce.

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El oficial abandonó el calabozo dandoun portazo y ladró un par de órdenes queno fuimos capaces de oír al guardia quevigilaba la puerta.

Nuestra situación había cambiado porcompleto y estaríamos recluidos enaquella sala hasta que a la dotación dela base se le pasara el cabreo o hastaque muriésemos cubiertos de telarañas.Bueno, al menos no nos habían fusilado.

Carlos no paró de despotricar durante unbuen rato.

Empalmaba un cigarrillo con otro,encendiendo el nuevo con la puntaincandescente de la colilla que estaba apunto de tirar al suelo sin dejar de

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pasear ante los barrotes como una fieraenjaulada.

Había pasado tan sólo una media horacuando la puerta exterior se abrió y unsoldado delgado al que la guerrera lequedaba algo suelta entró en el calabozoseguido de dos armarios empotradosvestidos de camuflaje que le vigilabande cerca.

Aunque ya estaba anocheciendo y la luzque se filtraba por un ventanuco abiertojunto a la puerta, lejos de los barrotes,menguaba por momentos, reconocíinmediatamente al soldado como aquelque me había entregado el Barrett M82que había ocupado mi mente durante losúltimos meses. No le dije nada, pues sus

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compañeros no tenían aspecto de sermuy sociables y no quería ponerle enpeligro, pero capté un brillo en sus ojoscuando me entregó una de las tresescudillas llenas de judías pintas de latacalentadas al fuego que traía en lasmanos.

Acto seguido puso ante nosotros tresvasos de agua, un paquete de Fortuna,unos cubiertos de plástico, una vela yuna biblia. Sin mediar palabra, salió dela sala seguido de los otros dossoldados y nos dejó de nuevo sumidosen la penumbra.

Daniela encendió la vela con el mecherode Carlos y mi papel se intercambió con

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el de mi compañero. Sus facciones serelajaron mientras comía al tiempo quelas mías se crispaban con cadacucharada que ingería.

–¡Una puta biblia! el colega nos hatraído una puta biblia. ¡Qué huevos! –memetí una cucharada en la boca y tiré ellibro contra la pared–. ¿Pero para quécojones necesito yo ahora una biblia? –un sorbo al vaso de agua–. Joder, yoquiero un lanzallamas o unaametralladora, no una biblia –una nuevacucharada de judías directa al gaznate–.¿Pero qué coño? –en el fondo de laescudilla, bajo la capa de judíasgrasientas, había un papel. Lo saqué conla punta de los dedos y lo miré

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intentando encontrar una explicación–¿Qué es esto? – parecía un trozo derevista, concretamente de una revista decoches–. Espera... ¡esta es la revista queestaba leyendo Sergey!

–¿Estás seguro? –mis compañeros decelda habían dejado de comer y sehabían acercado a mí en cuanto oyeronel nombre del checheno–. Tiene algoescrito.

–Tan seguro como de que eres el serhumano más feo que queda con vida –ledevolví la jugada del día en que me rapéla cabeza y él, lejos de enfadarse,encajó el golpe con una sonrisa–. A ver,trae. Aquí pone "Ju 15,18".

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–¿Y eso qué cojones significa? –Carlosno era una persona que soliera pararsemucho a pensar las cosas pero, porsuerte, Daniela le servía de contrapunto.

–Es una cita... ¡una cita bíblica!

Los tres nos abalanzamos a la vez contrael rincón de la celda en el que habíacaído la biblia pero Daniela llegó antesque nadie, buscó la cita a la que nosdirigía el papel y empezó a leerla en vozalta.

–Si el mundo os odia, sabed que me haodiado a mí antes que a vosotros.

–¿Qué quiere decir eso? –Carlos fue elprimero en abrir la boca tras el instante

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de silencio que siguió a la lectura de lacita.

–Que está ahí, que no nos desesperemos,que va a hacer lo posible por sacarnosde aquí cuanto antes –le contesté sólopara que él volviera a preguntar.

–¿Todo eso?

–Y mucho más –fue Daniela la queremató la conversación con una sonrisaesperanzada plasmada en el rostro.

Aquella noche dormimos como niños. Elsuelo estaba duro y el tiempo aún eranun poco frío, pero nos reconfortabasaber que alguien se acordaba denosotros al otro lado de los barrotes e

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intentaba ayudarnos a su manera.

Pasaron dos semanas sin noticias deSergey hasta que el mismo soldado quenos había traído la primera nota nos hizollegar la siguiente. El militar apocado ytímido sólo aparecía por la celda de vezen cuando y, además, siempre veníaescoltado por los dos gorilas con losque había llegado la primera vez, por loque empezamos a pensar que habíatrabado amistad con nuestro amigo yhacía las funciones de correo para élbajo la sospecha del resto de la tropa.

En esta ocasión el mensaje estabagrabado con un punzón o algún otroobjeto de punta afilada en el mango deuno de los tenedores de plástico y no me

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habría percatado de su existencia de nohaber sido porque noté el relieve en mismanos al coger el cubierto para atacaruna lata de atún.

La nota contenía esta vez dos citas, "Mt11,18 + Ma 4,9", lo que nos remitíaliteralmente a las frases "porque vinoJuan, que ni comía ni bebía y dijeron:tiene un demonio" y "el que tenga oídos,que oiga". Ahora sí que no entendíanada.

Afortunadamente, tanto Daniela comoCarlos se habían negado a comer nadaantes de que descifrásemos el contenidode esta nueva nota y tampoco lo hicieroncuando creímos haber dado con la

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solución.

Por el contenido de ambas citassupusimos que tanto la comida como labebida estaban envenenadas, así queno ingerimos nada y el mismo soldadoque había traído la comida retiró losplatos llenos sonriéndome fugazmente,sin que sus dos compañeros loadvirtieran.

Estuvimos dos días sin probar bocado ysin beber ni una sola gota de agua hastaque llegó la siguiente indicación.

Una lata de refresco caliente en cuyo piese habían pintado a lápiz las palabras"Mt 11,19 + Ma 4,9" sirvió pararemitirnos a dos apartados del Nuevo

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Testamento que nos decían "ha venido elhijo del hombre, que come y bebe ydicen: este es un comilón y un borracho,amigo de publicanos y pecadores" y, unavez más, "el que tenga oídos, que oiga".

Saltamos sobre la comida como unossalvajes, bebiendo hasta hartarnos ycomiendo a dos carrillos. El pitillo quefumamos después de comer fue el quemejor me sentó en mucho tiempo.

Por alguna razón, el soldado que seocupaba de traer las notas siempre melas entregaba directamente a mí. Elpapel de la revista había venido en miescudilla, el tenedor grabado había sidodestinado a mi uso e incluso la lata derefresco, un auténtico lujo que debíamos

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compartir entre los tres, me había sidoentregada en mano.

No estaba seguro de por qué pero intuíaque, por su constitución o incluso por sudebilidad de carácter, sus propioscompañeros trataban a aquel soldadocomo a alguien despreciable y lefaltaban al respeto constantemente, loque había contribuido a que las largashoras pasadas junto a mí enseñándomelos secretos del Barrett hubieran creadoen él la esperanza de haber encontradopor fin a alguien que le respetaba.

La siguiente vez el tiempo de espera fuealgo más largo.

Pasaron cinco semanas antes de que

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volviéramos a recibir noticias pero, porsuerte, nuestros efectos personales noshabían sido devueltos y tenía a midisposición los libros que había sacadodel centro comercial Plaza de Aluchepara alejar el tedio.

No se puede decir que hubiera sido unencierro duro, ni mucho menos pues,salvo los dos días que pasamos sincomer y sin beber nada, el resto deltiempo se nos había alimentadocorrectamente, se nos había permitidopermanecer juntos e incluso se noshabían devuelto nuestras cosas enperfecto estado. Este último punto, sobretodo, debió de costarle más de unacharla con la tropa al comandante

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Suárez.

Lo peor era el aburrimiento. Nopodíamos salir de la celda en ningúnmomento, así que tratábamos de pasar eltiempo de la mejor forma posible.Hacíamos algo de ejercicio allí mismo,jugábamos a las cartas con una barajahecha polvo que nos habían traído juntocon nuestras cosas, leíamos hasta que senos cerraban los ojos o charlábamos detemas intrascendentes. Cualquierdistracción era buena con tal de escaparde las garras del tedio.

Una mañana, cuando ya pensábamos queno nos iban a sacar nunca de allí, seabrió la puerta y apareció el soldadoque nos traía la comida mirando en

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todas direcciones con cara de prisa. Seacercó hasta los barrotes y me soltó lacita a bocajarro antes de salir de allí atoda prisa.

–Juan 10, 2 y 3.

–¡Gracias! –ya tenía el picaporteagarrado para salir al exterior pero, aúnasí, giró la cabeza un momento.

–No me las des a mí.

El pasaje al que me hizo llegar elsoldado decía lo siguiente: "Pero el queentra por la puerta es el pastor de lasovejas. El guarda le abre la puerta y lasovejas reconocen su voz; él llama a lasovejas por sus nombres y las saca

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fuera". Aún estaba tratando decomprender el significado de este últimorompecabezas cuando la puerta se abrióde nuevo y en entró en la sala elcomandante Suárez seguido de cerca porSergey. No pude reprimir soltar unapequeña sonrisa cuando comprendí degolpe el significado de la cita bíblica.

Sergey venía, por fin, a por nosotros.

–Señores, abandonarán la base amediodía –el comandante soltó la frasecomo si nada, mientras un soldado abríala verja y nos entregaba a cada uno unchaleco antibalas y una pistola Berettacomo la que había tenido Rashid.

–¿Qué? ¿Al exterior? –Carlos expresó

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su desacuerdo con múltiplesaspavientos–. ¡Y una mierda!

–¿Disculpe? –la cara del comandantehabía tardado menos de dos segundos encongestionarse y vimos peligrar nuestrasprobabilidades de obtener la libertad.

–Perdónele, comandante –Sergey salióal quite–. Está nervioso, sólo eso.¿Verdad?

–Sí comandante Suárez –Carlos captó lamirada de Sergey y se disculpóinmediatamente agachando la cabezaante el militar–. Le ruego que meperdone, este encierro está acabandocon mis nervios.

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–Bien, por esta vez lo dejaré correr. Laidea ha partido de su compañero –dijoseñalando a Sergey–, así que será mejorque sea él mismo quien le explique consus propias palabras por qué debenabandonar la base.

Un silencio espeso se instaló en la salamientras esperábamos ansiosamente unaexplicación. Durante los dos meses quehabíamos estado encerrados, él habíagozado de una libertad total paramoverse por el interior delacuartelamiento, así que tendría muchascosas que contarnos.

–Saldremos de aquí hoy a mediodía –alzó la palma de la mano parainterrumpir el intento de protesta de

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Carlos, que se quedó con la boca abiertasin llegar a decir nada–. La comida y elagua están empezando a escasear, asíque hay que hacer una incursión enterritorio hostil para conseguir sustentoy mantener la base con vida.

–Su compañero –intervino elcomandante Suárez–, ha decidido que sugrupo acometa la misión a cambio deque los liberemos de su encierro.

Las piezas empezaban a encajar.Seguimos escuchando atentamente lasexplicaciones del checheno mientras nosponíamos los chalecos antibalas sobreel traje de camuflaje y nos ajustábamoslas pistoleras que nos habían dado con

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la Beretta en su interior en torno a losmuslos.

–El objetivo es la base de distribuciónde Mercadona que hay en Seseña, a unosveinte kilómetros de aquí. Elcomandante nos proporcionarátransporte y armamento, pero elcombustible que queda es muy escaso ysólo tendremos una oportunidad paraculminar con éxito la misión. ¿Lo habéisentendido?

–Entendido –musitamos Carlos, Danielay yo al mismo tiempo.

–¿Alguna duda? –repitió Sergey.

–Sólo una –no pude resistirme a exponer

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mis inquietudes al resto del grupo–.¿Qué pasará si no lo conseguimos?

–Que en cuanto vuelvan –el comandanteSuárez dio un paso al frente parainterponerse entre nosotros y nuestroamigo–, serán expulsados de esta base ytendrán que buscarse la vida en elexterior.

Cojonudo. Las habíamos pasado canutaspara llegar hasta allí y ahora nosjugábamos la vida a una carta.

Caminamos durante un buen rato junto alos hangares de la base hasta quellegamos a la pista de aterrizaje en laque aguardaba un enorme helicópteroChinook pintado de camuflaje. Su

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compuerta trasera estaba abierta y através de la negrura que reinaba en elinterior de aquel pájaro de acero sepodían distinguir las negras bocas dedos ametralladoras M60 de fabricaciónamericana.

Recogimos nuestras mochilas, apiladasjunto a la compuerta del Chinook, yCarlos se llevó la mayor alegría del mescuando descubrió en el interior de suequipaje la Deset Eagle metalizada quele había acompañado desde el principiode la aventura. Por mi parte, yo encontrémi antiguo Mosin–Nagant soviético y lodejé junto a la mochila. en el interior delhelicóptero, antes de volver al exteriorpara escuchar las últimas indicaciones.

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Acaricié la culata de madera de mi fusily abandoné las tripas de acero delChinook con una sonrisa en los labios,sin poder evitar contar mentalmente elnúmero de veces que aquel trasto demadera nos había salvado la vida.

–Señores –de nuevo era el comandanteSuárez el que hablaba mientras Sergeyformaba a nuestro lado erguido yorgulloso–, la misión que nos ocupa esrelativamente sencilla. El objetivo seencuentra en medio de la nada y, justodelante de él, hay un gran espacioabierto en el que 262

podrán posar el pájaro mientras cumplencon su cometido. Entrar, cargar y volvera casa. Nada más.

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¿Nada más? ¿Nada más? ¿Acaso leparecía poco? No tuve tiempo depreguntar. La tripulación de cincohombres que nos había proporcionado elcomandante se abalanzó hacia el interiordel helicóptero y las hélices comenzarona rotar levantando un aire de mildemonios.

Conseguí acercarme a Sergey antes desubir a bordo y le cogí del hombromientras le daba las gracias, alzando lavoz por encima de la tormenta que habíadesatado el Chinook.

–¿Gracias? –me contestó sorprendido–.¿Por qué?

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–Ya sabes, por las notas.

–¿Qué notas?

–¡Las que nos pasaste mientrasestuvimos encerrados!

Negó con la cabeza y salió corriendo endirección al helicóptero antes de quetuviera tiempo de aclarar aquelembrollo. No estaba seguro de siaquella negativa quería decir "no hay dequé" o "no he sido yo" pero mis dudasquedaron despejadas en el instante enque, subiendo ya por la rampa deaquella mole de acero que se disponía adespegar, oí la voz del soldado que mehabía dado el Barrett y que corría haciamí por la pista con el enorme fusil de

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catorce kilos terciado sobre el pecho.

–¡Espera! ¡Te dejas esto!

Me hizo entrega del fusil Barrett M82con su correspondiente munición metidaen una pequeña mochila y se alejó delárea despegue mientras el ruido de losrotores nos ensordecía. En la penumbrareinante en el interior de la panza delChinook acaricié la pulida superficiedel fusil hasta que topé por sorpresa conunas palabras grabadas a punzón sobreel acero justo en la parte plana quequedaba sobre el cargador: "Ap 16,6".

Inmediatamente, cogí la biblia que habíaguardado en mi mochila como recuerdoy sonreí mientras leía la cita:

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"Pues ellos derramaron la sangre de lossantos y de los profetas, y tú les hasdado a beber sangre. Bien se lomerecían.".

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23. REABASTECIMIENTO

El sonido de las hélices al cortar el aireretumbaba en el interior vacío delhelicóptero haciéndonos sentir, pese alos cascos protectores que nos habíalanzado el piloto nada más despegar,como si estuviésemos en el interior deuna enorme lavadora.

Cubrimos el trayecto en apenas unosminutos, sobrevolando a una velocidadendiablada los pueblos de Pinto yValdemoro para después aterrizar en unagran rotonda alargada que había justofrente a la tapia del centro dedistribución sobre la que destacaban las

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letras naranjas que componían lapalabra Mercadona.

–Señores –como siempre, era Sergey elque llevaba la voz cantante–, abajo.Entramos, cargamos este trasto y nosvamos de aquí cagando leches. ¡Vamos!

Echamos a correr en dirección a la tapiapero, cuando estábamos a punto desaltar al otro lado, vimos que los cincosoldados que hacían las veces detripulación del helicóptero estabancómodamente sentados en la compuertadel Chinook con las armas cruzadassobre las piernas.

–Joder, ¿es qué no pensáis echarnos unamano? –Carlos increpó a los soldados

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desde lo alto de la tapia, con una de laspiernas ya en el otro lado.

–No –fue el piloto el que contestó anuestro amigo–.

Nosotros estamos aquí para vigilar, nopara cargar.

–Cabrones.

Carlos soltó el exabrupto en voz baja ysaltó al interior del recinto. Era grande,valiente y estaba un poco loco...pero nolo suficiente como para ignorar queenfrentarse contra cinco hombresarmados no era ni de lejos la mejor ideaposible. Además, ellos eran los únicosque sabían pilotar el helicóptero y si les

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pasaba algo nadie volvería a la base.

Abrimos a golpes el candado quecerraba la puerta corredera desde elinterior y, tras reventar de un par dedisparos la cerradura de uno de losportones de carga, entramos en unalmacén enorme y completamentedesierto que despedía un intolerableolor a podrido.

Desde aquel centro de distribución sehabían gestionado en su día tantoconservas como productos frescos porlo que, tras más de medio año cerrado acal y canto, las mercancías habíancomenzado a estropearse pero, en mediode aquel mar de estanterías repletas dealimentos en mal estado, había cajas

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enteras de conservas que aúnaguantarían uno o dos años antes deecharse a perder.

Sergey, Carlos y yo entramoscubriéndonos la nariz con la mangamientras Daniela se quedaba en elexterior y se dirigía hacia un lateral dela nave haciendo caso omiso de laprecaución más elemental.

En cualquier momento, uno de esosinfectados podía aparecer de la nada ymatarla... o simplemente darla unbocado. Sí, eso bastaría paracondenarla, un triste mordisco. Peronuestra amiga tenía más cojones quealgunos de los hombres que se jactan a

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diario de lo valientes que son, así quesalió corriendo en busca de no sabíamosmuy bien qué.

Empezamos a apilar cajas ante el portónde salida para, posteriormente, llevarlashasta el helicóptero como buenamentepudiéramos. Perdí la cuenta de losviajes que dimos hasta que Danielaapareció de nuevo con una carretillamecánica que supondría nuestrasalvación, ganándose una cascada debesos por parte de Carlos, orgulloso desu novia como un pavo real lo está de sucola.

Era un cacharro amarillo, lleno degolpes, que avanzaba a una velocidaddesesperantemente lenta, pero que

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supuso la diferencia entre cargar elhelicóptero hasta los topes o morir en elintento. El Chinook tenía una capacidadde carga de doce mil kilos y ya estaballeno casi en una cuarta parte de sucapacidad cuando nuestra compañeraapareció pitando por la esquina de lanave, pero la cantidad de viajes que nosahorró aquel trasto es, sencillamente,incalculable.

De no ser por ella, habríamos tardadouna eternidad en completar la carga;gracias a aquel cacharro, utilizamos lospropios palés sobre los que se asentabala mercancía, arrastrándolos hasta lacompuerta de carga para que Daniela loscogiera con la carretilla mecánica y los

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soltara en el interior del Chinook.

Tardamos unas cuatro horas encompletar la operación y, para cuandohubimos terminado, el sol brillaba aúnalto tras el omnipresente manto de polvoen suspensión y no habíamos visto a unsólo engendro en toda la jornada.

–Bueno, pues esto ya está –me dirigí alteniente García, al que el comandantehabía dejado a cargo de la aeronave–.¿Nos vamos?

–Aún cabe otro viaje.

–¿Pero qué coño dices? –Carlos, comoera habitual en él, perdió los nervios ytraté de calmarlo poniendo una mano

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sobre su hombro mientras le tendía unpitillo encendido y le hablabarelajadamente.

–Amigo, hemos cargado doce mil kilosen este trasto. ¡Doce mil kilos! ¿Qué másda ya si cargamos un par de bultos más?

–Mierda –suspiró resignado al tiempoque se daba la vuelta y ponía rumbo denuevo hacia la descomunal nave–.Supongo que, por una vez, tienes razón.

Nos encaminamos de nuevo hacia elinterior de la nave y empezamos aamontonar cajas sobre un nuevo paléque ya estaba enganchado en las palasde la carretilla mecánica que manejabaDaniela.

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Cuando habíamos conseguido llegar amedia carga escuchamos un sonido quenos heló la sangre en las venas porenésima vez en menos de un año.

–No puede ser –Sergey estaba realmenteatónito.

–¡Qué hijos de puta! –esta vez fueDaniela la que expresó lo que todossentíamos.

El sonido de los rotores del Chinookempezando a girar resonó en nuestrosoídos como una condena a muertedictada sin juicio previo.

Salimos corriendo del almacén ygiramos la esquina que daba a la rotonda

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en la que debía haber estado posado elhelicóptero justo en el momento en queéste alzaba el vuelo alejándose denuestra posición.

–¡Hijos de la gran puta! –repetí laexclamación de Daniela y salí corriendode nuevo hacia el interior de la nave atoda la velocidad que me permitían miscansadas piernas.

Cargar doce toneladas de latas deconservas con catorce kilos de aceropulido colgados de la espalda era unatarea incómoda y completamenteabsurda, de modo que cuandoempezamos a trasegar con la mercancíadejé el fusil apoyado contra la pared delalmacén, junto al portón de salida. Lo

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cogí bruscamente y lo cebé de municiónmetiendo el cargador de un golpe en susitio, justo bajo la inscripción que hacíareferencia a la cita del apocalipsis.

Salí de nuevo al exterior y desplegué eltrípode del arma sobre la parte traserade la carretilla elevadora en un gestomecánico que había aprendido duranteel entrenamiento intensivo al que mehabía sometido en la base aérea.

Me eché la culata al hombro y miré através del visor sólo para ver como elChinook se elevaba cada vez más en elcielo.

–¿Pero qué coño?

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Una bala del calibre 12.7 con camisametálica salió disparada del cañón delBarrett dejando a Carlos con la palabraen la boca. Un instante después elproyectil impactó con precisión letalcontra uno de de los rotores y elhelicóptero empezó a soltar espesasnubes de humo negro mientrascorcoveaba, tratando de mantenerse enel aire con tan sólo la mitad de sushélices.

El retroceso provocado por elestampido estuvo a punto de derribarme,pero conseguí recomponerme con elruido del disparo flotando aún en elaire.

Mis tres amigos me miraban

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boquiabiertos mientras el sonido delcargador impulsado por gas constatabacomo otra bala se alojaba en larecámara.

El segundo disparo fue directo al rotorque quedaba en funcionamiento y elhelicóptero se precipitó sobre laautopista A–4 envuelto en una nube dehumo negro y llamaradas.

La explosión que se produjo cuando elaparato se estrelló contra el asfalto fuesobrecogedora y la descomunal columnade fuego y humo que se alzó desde lacarretera debía de ser visible en medioMadrid sur. En poco tiempo, aquellazona dejaría de ser el remanso de paz

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que nos habíamos encontrado paraconvertirse en un hervidero infestado deengendros.

Había que salir de allí, y había quehacerlo cuanto antes.

–Bueno... pues ya está, llenad lasmochilas de comida y vámonos.

Mis compañeros me escuchaban con laboca abierta, mirándome como si fuerala primera vez que me hubieran visto.

–¿Qué? ¿Qué pasa?

–¡Acabas de derribar un helicóptero atiros! –Sergey hacía gestos con lasmanos mientras yo llenaba el cargador

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hasta los topes de largos proyectilesdorados y volvía a meterlo en su sitio.

–¿Yo? ¡Qué va! ¡Si se ha caído sólo!

–Ja –Carlos empezó a reírse, primerocomedidamente y después a grandescarcajadas–. Ja, ja. ¡Si al final va aresultar que el pipiolo tiene un par dehuevos!

El infierno en el que nos habíamos vistoenvueltos estaba empezando a privarnosde cualquier tipo de sentimiento parareducir nuestra capacidad de reacción alos instintos más elementales. Laviolencia era una norma en aquel mundomuerto y nuestro grupo la habíaasimilado sin ningún problema. Ya ni

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siquiera sentíamos lástima, el instinto desupervivencia nos había despojado deesa capacidad.

Acababa de derribar un helicópterocargado de provisiones quegarantizarían la supervivencia delas únicas personas vivas que habíamosvisto en más de seis meses y lo únicoque hacíamos era reírnos mientraspensábamos en el siguiente paso quedebíamos dar para seguir con vida.Todo se reducía a eso, a sobrevivir.

Pero qué coño. Pasé la mano por elBarrett acariciando con la punta de losdedos el grabado a punzón que decorabael arma. Aquellos cabrones habíanintentado dejarnos tirados en mitad de la

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nada, abandonarnos a nuestra suerte enun cementerio plagado de infectadoscuyo único objetivo era devorarnos. Queles dieran por culo, se lo merecían.

–¿Y, ahora, qué hacemos? –era Danielala que hablaba, preguntandodirectamente a Sergey por el siguientepaso que debíamos dar.

–¿Ahora? –el checheno parecíapensativo pero, finalmente, ningunopudimos estar más de acuerdo con sudecisión–. Ahora toca vengarse.

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24. VENGANZA

Echamos a andar por la carretera endirección a Getafe sabiendo que nosseparaban de la base unos veintekilómetros y que debíamos cubrir esadistancia lo antes posible. Buscamos uncoche en el que poder llegar hastaGetafe, pero era imposible desplazarsede cualquier otro modo que no fuera apie o por aire.

La autopista estaba completamenteatestada de vehículos que la gente habíatratado de utilizar para huir de losnúcleos de población y que habíanquedado abandonados de cualquier

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manera en medio de la vía en undesesperado afán por continuar con lacarrera cuando los infectados salieronde las ciudades y anegaron lascarreteras en busca de carne fresca.

Recuerdo, y esto es una cosa que nuncaseré capaz de olvidar, que se me hizo laboca agua cuando pasamos junto alChinook derribado que aún ardía enmitad de la A–4. Fue un gestoinvoluntario, inconsciente, provocadopor un cerebro hambriento y con losnervios destrozados. El olor a carnequemada que despedía el aparato era tanfuerte que empecé a salivar sin poderevitarlo.

Sabía que aquel aroma procedía de los

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cuerpos calcinados de la tripulación delhelicóptero que yo mismo habíaderribado pero, aún así, llevábamos másde medio año sin probar una comida queno viniera en lata y mi cerebro sólo eracapaz de pensar en el sabor y la texturade un trozo de carne calientedeshaciéndose lentamente en mi boca.Fue un alivio enorme para mi concienciaque nos alejásemos de aquel malditositio de una vez por todas.

Empezamos a ver los primerosinfectados a la altura del polígonoindustrial de Valdemoro, cuandohabíamos recorrido algo más de cincokilómetros desde el centro dedistribución de Mercadona.

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Aparecían de repente en los márgenesde la carretera o detrás de un cocheabandonado, corriendo hacia nosotrossólo para encontrarse con una brillantebala de Beretta metida en la frente. Lapuntería de Carlos y Sergey eramilimétrica, pero Daniela y yo tambiénhabíamos aprendido por obligación adisparar con pistola y procurábamos noquedarnos demasiado atrás.

Tuvimos que aguantar el envite de unpar de pequeñas oleadas de aquellosmonstruos cuando pasamos a la altura dePinto pero, al igual que pasó en Aluche,la suerte jugó en nuestro favor y lamayoría de los infectados se concentróen torno a la enorme columna de humo

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que se alzaba desde Seseña y que eravisible aún cuando llegamos de nuevo aGetafe con el sol ocultándose ya tras lalínea del horizonte.

Paramos a cenar en una gasolinera quehabía en la entrada de la ciudad, junto auna rotonda en la que se alzabaorgulloso el fuselaje de la cola de unavión que marcaba la entrada a laciudad.

Reventamos el cristal de la puerta y nosrefugiamos en el interior tratando dehacer el menor ruido posible mientrasabríamos e ingeríamos casi sin masticarun par de latas frías de jamón cocido yde maíz. En la A–4 habíamos tenidosuerte de no encontrar demasiados

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engendros, pero la suerte nunca duraeternamente y ahora nos encontrábamosde nuevo en un núcleo de poblaciónhabitado que podía depararnossorpresas bastante desagradables, asíque lo más sensato sería no jugar connuestras posibilidades de salir con vida.

–Habrá que hacer noche aquí –Danielase asomó al exterior y se giró de nuevohacia nosotros tras constatar que ya eranoche cerrada–, ¿no?

–No –negué ante la mirada de asombrode la muchacha–. Hay que atacar ahora,cuando menos se lo esperan –Sergey selimitaba a asentir con la cabeza y Carlosencendía uno de sus cigarrillos–.

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¿Sabéis lo que es una encamisada?

–¿Una qué? –de nuevo era Daniela laque expresaba sus dudas.

–Una encamisada –repetí de nuevo paraque todos lo oyesen–. Era, por decirlode alguna manera, las acciones decomando nocturnas que realizaban lostercios españoles en el siglo XVI. Sellamaban encamisadas porque se vestíancon camisas blancas para distinguirsedel enemigo en la oscuridad.

–Vale listillo –Carlos preguntó antes deque terminara de explicar mi idea–. ¿Yeso qué cojones tiene que ver connosotros?

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–Si te callaras de una puta vez, a lomejor lo entenderías –le lancé la puya aCarlos casi sin mirarle, más atento a lasreacciones que pudiera demostrarSergey ante la idea de una incursión–.Básicamente, estas acciones consistíanen introducirse sin hacer ruido en elcampamento enemigo en medio de lanoche, degollar a los soldados mientrasdormían e inutilizar tanto armamentocomo fuera posible. Si obviamos laparte del armamento... ¿qué os parece sihacemos lo mismo?

Esperaba que Sergey diera suaprobación inmediatamente para atajarcualquier conato de oposición quepudiera producirse pero, en lugar de

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eso, el checheno se limitó a girar sucabeza canosa en dirección a Carlos yDaniela en espera de que ambos dieransu opinión.

–Bueno... –fue Carlos el que decidióplantear su postura en primer lugar–. Laverdad es que no tenemos nada queperder. Esos cabrones nos dejaron conel culo al aire después de haberlescargado doce mil kilos de comida y aguaen su puto helicóptero. Por mi partevale, entramos ahí y nos los cargamos.

–¿Os habéis vuelto locos? –Danielaplanteó sus objeciones convehemencia–. Si ya es difícil hacerfrente a los engendros de día, ¡imaginaospor la noche!

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Nosotros nos los veremos venir y nisiquiera sabemos si ellos necesitanvernos para darnos caza. Si todos decísque sí iré con vosotros, pero que consteque me parece un suicidio.

Todos volvimos la mirada hacia elchecheno que contemplaba el suelomientras cogía un cigarrillo del paqueteque Carlos había dejado en el suelo y loencendía con parsimonia. Nunca lehabía visto fumar, de hecho contuvo unamago de tos después de inhalar laprimera calada, pero sus emocionesdebían estar a flor de piel y no eranecesario presionarle más preguntándoleacerca del por qué de sus actos.

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Afortunadamente, nuestro amigo tenía elcorazón endurecido y los nerviostemplados por el paso de decenas debatallas y se decidió rápido.

–En ese caso –dio otra larga calada alcigarrillo, esta vez sin toser ymanteniendo el humo en la boca duranteunos instantes antes de continuar–, creoque no hay nada que discutir. Lo siento,Daniela; tres a uno. Preparaos, salimosen una hora.

Lo siguiente fueron cuarenta y cincominutos de una actividad frenética en laque cada uno trataba de pertrecharse lomejor posible saqueando las vitrinas yexpositores de la gasolinera. Luego,copiando la táctica de los laureados

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tercios españoles, nos pusimos cada unouna camiseta blanca de propaganda deRepsol que haría las veces de camisaidentificativa y nos sentamos en círculoa fumar un último pitillo mientrasterminábamos de planear los últimosdetalles de la incursión.

Salimos de la relativa sensación deprotección que nos daban los gruesoscristales de la gasolinera y empezamos acaminar por el Paseo de John Lennonprocurando no hacer ni un sólo ruido.

A la luz del día, aquel gemido que loinundaba todo era capaz de ponerle lospelos de punta al más valiente de loshombres. Ahora, en completa oscuridad

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y rodeados de farolas que habían dejadode funcionar hacía meses, el sonido seclavaba en los tímpanos y retumbaba enel cerebro amenazando con volvernoscompletamente locos.

Llegamos hasta las inmediaciones de larotonda que separaba la estación deGetafe Industrial de la sede que laempresa Airbus tenía en la ciudad.Desde allí, nos colamos en la base aéreautilizando un puñado de mantas térmicasque habíamos robado de la gasolinerapara saltar por encima de la tapiarematada en alambre de espino.

Estábamos casi seguros de que no habríanadie vigilando el perímetro interior dela base. En caso de haber algún

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centinela, este estaría apostado de cara ala rotonda atestada de engendros y,además, sería mucho más prudentecorrer campo a través por el interior delacuartelamiento que hacerlo a la vista detodos aquellos infectados que rugíancomo posesos lanzándose contra lapuerta de barrotes blancos.

Los gemidos lastimeros se mezclabancon los gritos cargados de ira en unaalgarabía siniestra que sonaba cada veza mayor volumen con cada paso quedábamos en dirección al recinto que losmilitares conservaban aún en su poder.

Desde una distancia prudencial, barrícon la mira del Barrett las paredes de

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los barracones, pero la oscuridad eratotal y no pude ver nada. Teníamos queacercarnos más.

Avanzamos agachados y en silencio.Nuestras camisetas blancas destacabanen medio de la oscuridad en el momentoen que nos dispersamos para atacar unbarracón por cabeza. Prácticamente a lavez, giramos los picaportes y las puertasde los barracones se abrieron emitiendoun chirrido delator que nos habríacostado la vida de no ser porque nohabía nadie en el interior.

Las habitaciones eran oscuras como unapesadilla y en sus rincones se producíanecos que hacían que llevásemos el dedopermanentemente pegado al gatillo de

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las Berettas. Además, por si fuera poco,los barracones se comunicaban entre sí yen más de una ocasión estuvimos a puntode freírnos a tiros entre nosotros; de nohaber sido por las camisetas blancas deRepsol que robamos de la gasolinerapara identificarnos, más de uno noshubiésemos encontrado con mediocargador de la Desert Eagle de Carlosalojado entre pecho y espalda.

Pasamos unos quince minutos másemboscándonos entre nosotros en ellaberinto de barracones antes de que unavoz nos sorprendiera haciéndonos dar unrespingo.

–¿Se puede saber qué hacéis?

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Una figura de la que sólo pudimosdistinguir la silueta se alzaba en el dintelmirándonos con los brazos cruzados.Cuatro pistolas se volvieroninmediatamente hacia él, que levantó lasmanos en señal de paz y continuóhablando.

–¡Eh! ¡Que soy yo! ¿Acaso no teacuerdas de mí?

La pregunta iba dirigida a mí pero, en laoscuridad reinante, Carlos pensó que elextraño estaba hablando con él.

–¿Que si me acuerdo? ¿Que si meacuerdo? ¡Me cago en mi puta madre!

Avanzó hacia el soldado recorriendo en

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tres zancadas la distancia que losseparaba y le agarró por el cuello conuna mano mientras con la otra plantabael cañón de la imponente Desert Eagledirectamente sobre uno de sus pómulos.

–¡Nos habéis abandonado! Pedazo demierda, ¿y encima tienes los santoscojones de preguntar si nos acordamosde ti? –el soldado titubeaba incapaz decontestar, pero Carlos se mostrabainmisericorde–. ¡Habla o te juro porDios que te vuelo la cabeza!

–¡Juro que no sabía nada!

–Y una mierda –nuestro compañerosiguió apretando el cañón de su pistolacontra el rostro del militar–. ¿Dónde

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están los demás?

–Se han ido –suspiró mientras Carlosaflojaba la presión.

–¿Dónde?

–¿Qué?

–Que dónde se han ido, joder. ¿Es queestás sordo?

–Carlos, suéltalo –me acerqué a miamigo y le puse la mano en el hombro–.Este es el tío que nos pasó las notas. Yasabes, el que nos avisó de lo de lacomida envenenada.

–No jodas... –Carlos soltó el cuello del

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soldado lentamente y puso el seguro a laDesert Eagle antes de devolverla a supistolera–. ¿Fuiste tú?

–Gracias –el militar se dirigió a mí enprimer lugar para luego centrar suatención en el hombre que había estadoa punto de acabar con su vida–. Y sí, fuiyo.

–¿Por qué?

–Bueno... digamos que tenía una deudacon Diego.

Nos sentamos en el suelo de uno de losbarracones y el militar nos contó lahistoria desde el principio.

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Se llamaba Raúl Quintana y erasargento. Según nos dijo, le destinaron ala base con esa graduación un par demeses antes de que se desatara elinfierno por lo que a los soldados que yallevaban un tiempo allí les molestabatener que someterse a las órdenes de unrecién llegado en medio de una crisiscomo aquella.

Su carácter apocado, como él mismoreconoció, hizo que el comandanteSuárez tuviese que interceder más deuna vez por él para lograr que loshombres cumpliesen sus órdenes y esto,lejos de calmar la situación, contribuyóa granjearle el odio de todos lossoldados que aún no le tenían por un

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perfecto inútil. Le consideraban unlastre y, como tal, le dejaron en tierracuando abandonaron el cuartel.

En cuanto al asunto de abandonarnos anuestra suerte cuando hubiéramosterminado de cargar el Chinook, nosdijo que no había sabido nada alrespecto hasta que el helicóptero en elque había huido el comandante con elresto de la dotación de la base estuvolisto para despegar.

–En el momento en que vieron lacolumna de humo elevarse en elhorizonte, supieron lo que había pasadoy salieron de aquí cagando leches.

–¿Y tú? ¿Por qué te quedaste aquí?

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–Me dieron a elegir entre estarmequietecito mientras ellos se largaban opegarme un tiro en la nuca. La elecciónera clara.

–¿Dónde fueron? –Sergey lanzó lapregunta con su marcado acento deEuropa del este.

–Ah, eso... ni idea –resoplamossintiéndonos, por un instante,derrotados–. Pero tengo algo que ospuede interesar. ¡Venid conmigo!

Le seguimos en medio de la nochedesplazándonos entre los barraconescomo una comitiva fantasmal. Laoscuridad era absoluta, pero Raúl noparecía necesitar ni una sola luz para

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llegar hasta su objetivo.

Cuando entramos en la destartaladacabaña a la que nos llevó, el sargentoencendió una vela y ante nuestros ojosapareció una mesa cargada hasta lostopes de cacharros negrossobrecargados de botones, ruedas eindicadores numéricos que bailaban ensus pantallas.

Afortunadamente, parecía que elgenerador de la base seguía funcionandoy estaba siendo usado exclusivamentepara dar vida a aquellos aparatos.

–¡Joder! menudo chiringuito tienes aquímontado, ¿eh?

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–lo bueno de Carlos era que los enfadosse le pasaban con la misma velocidad ala que los cogía.

–Sí, tengo que reconocer que no estánada mal –al militar se le veía orgullosode su trabajo, por lo menos hasta quéCarlos abrió la boca de nuevo.

–Por cierto, ¿qué coño es?

–Es una estación de radio –suspiró ehizo un gesto con las manos ante losgestos de nuestro amigo, que parecía noentender nada, y las risotadas del restodel grupo–.

Como después del apocalipsis noencontraban un sitio peor dónde

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meterme y yo siempre había sidoradioaficionado, el comandante pensóque sería buena idea ponerme a cargo delas comunicaciones. De todas formas, niuna sola radio emitía en todo el país losdías que siguieron a la primera oleada.Al principio, aún se podían escuchasmensajes pregrabados de S.O.S. pero,con el paso de los días, la electricidadse fue agotando y las emisoras fueronquedando en silencio.

Al sargento pareció dolerle el recuerdode escuchar cómo se apagaba unaemisora tras otra; de cómo, uno a uno,todos los puntos de resistencia que sehabían establecido a lo largo de toda lapenínsula iban callando para no volver a

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hablar jamás... o casi.

–Llevaba ya más de un mes escuchandoúnicamente ruido de estática a través dela radio cuando escuché el primermensaje. Estoy seguro de que decía:"OM Alfa Sierra 1 al habla ¿hay alguienahí?" –Raúl hablaba ilusionado, con losojos llorosos mientras recordaba laemoción que le había producido aquelmomento–. Perdí la comunicación. Laseñal era muy débil, pero estoy segurode que sus palabras fueron exactamenteesas.

–¿Eso quiere decir lo que yo creo? –nopodía contener mi impaciencia pero elsargento me miró conactitud comprensiva mientras asentía

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levemente con la cabeza.

–Sí. Hay alguien con vida ahí fuera, enalgún lugar –

sonrío abiertamente mientras todosatendíamos a sus explicaciones másatentos de lo que lo hubiéramos estadonunca–. Barrí la frecuencia una y otravez, busqué durante meses enteros hastaque di de nuevo con la emisión. Lacalidad era pésima y apenas pudeescuchar nada pero, entre el ruido deestática, me pareció distinguir la palabra"Asturias".

–Asturias –me limité a repetir como unidiota.

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–Se lo dije al comandante, pero nopareció darle importancia. La primeraseñal de vida que escuchábamos desdehacía meses y aquel capullo presuntuosono le daba importancia. Ahora sé que síse la dio, pero nunca me lo dijo. Hijo deputa...

–Así que crees que han ido a Asturias,¿no?

–Eso es. Cogieron un helicóptero y selargaron dejándome en tierra sin saber adónde iban, pero supongo que pusieronrumbo al norte.

–¿Por qué nos decían que no teníancombustible? –

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Daniela entró en la conversación.

–Joder, ¿pero es que no os dais cuenta?¡Nos han engañado! A vosotros y a mí –Raúl parecía desesperado–. Nos hanutilizado y luego se han largado sinpreocuparles lo más mínimo si esascriaturas de ahí fuera nos matan o no.

–Pues que les den mucho por el culo –ese era Carlos, todo un diplomático.

La frase quedó flotando en el ambientedurante unos instantes entre las formascaprichosas que formaba el humo de lavela al entrelazarse con el de loscigarrillos que fumábamos Carlos y yomismo.

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–Chicos, tenemos que llegar a Asturias –como de costumbre, Sergey fue elprimero en expresar en voz alta elsentimiento general.

–¿Pero dónde? –Carlos le planteó lapregunta al checheno. Sus dudas teníanlógica, Asturias era demasiado grandecomo para vagar sin rumbo por susmontañas. Podíamos recorrerla de puntaa punta sin encontrar a nadie y, entonces,estaríamos perdidos.

–Eso es lo de menos –nuestrocompañero frotaba sus sienes con unafría determinación refulgiendo en sumirada–. No van a privarme de mivenganza. Os juro que le voy a partir elcuello a ese cabrón de Suárez con mis

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propias manos.

–Vale, de acuerdo pero, ¿cómo llegamoshasta allí?

–En eso puedo ayudaros –la voz de Raúlnos sorprendió de nuevo–. ¡Vamos a loshangares!

Siguiéndole una vez más a través delespeso manto de oscuridad que envolvíatodos los rincones del cuartel llegamos aun enorme hangar donde nuestro nuevocompañero, pues ya todos leconsiderábamos como tal, abrió conesfuerzo la gran puerta corredera que semovió pesadamente dejando aldescubierto un Hummer militar sobre elque se habían soldado planchas de acero

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tanto en el frontal, en forma de cuña,como en los laterales, protegiendo losneumáticos.

–Como sabía que volveríais –empezó ahablar el sargento–, me he tomado lalibertad de convertir este trasto en unalocomotora capaz de sacarnos de aquí.

¿Nos vamos?

–Espera, será mejor que salgamos dedía –Daniela había tenido una buenaidea. Salir de noche en medio de lamarea de infectados que se agolpabaante las puertas era una auténtica locura.

Ocupamos el tiempo hasta el amaneceren recorrer la base en busca de

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alimentos o armamento que se hubieranpodido dejar el comandante Suárez y sussecuaces. El rastreo no dio muchosfrutos, ya que sólo fuimos capaces deencontrar un par de fusilesHK36 reglamentarios y algo demunición, pero todos estábamosdemasiado nerviosos como para tratarde dormir y el paseo nocturnocontribuyó a despejarnos las ideas.

Cuando nos reunimos de nuevo en elinterior del inmenso hangar, Raúl yaestaba sentado al volante del Hummer yla luz empezaba a entrar a raudales através de la puerta abierta.

–¿Y ahora qué? ¿Nos vamos?

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–Ya te estás quitando de ahí –Carlosapartó al sargento con un gesto brusco yse puso al volante–. Si hay que conducircualquier trasto con ruedas, que quedeclaro que lo llevo yo.

–Pero... –Raúl empezó a protestar,aunque una sola mirada de nuestroamigo bastó para que las objecionesmurieran antes siquiera de nacer.

Salimos al exterior del hangar con aqueltanque de fabricación casera cargadohasta los topes de gasolina.

Tanto las ventanillas como el parabrisasestaban protegidos por pesadas rejillasmetálicas, así que la visibilidad no eratan buena como cabría esperar... pero

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bueno, menos da una piedra.

Raúl se bajó del Hummer cuandollegamos a la altura de la puerta blanca.Al otro lado de las chapas de acero quereforzaban la seguridad de los barrotes,la barahúnda de aullidos se habíadescontrolado en cuanto el sonido delmotor se hizo audible en el exterior;pero no nos importaba. Íbamos amarcharnos de allí e íbamos a hacerloen ese mismo momento.

El sargento accionó el mecanismo queabría la verja y salió corriendo de lagarita para meterse de nuevo en eltodoterreno antes de que el primero delos engendros intentara colarse en elrecinto a través de la rendija que había

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empezado a abrirse.

Pronto, el Hummer estuvo rodeado deinfectados que se lanzaban contra elvehículo rompiéndose los huesos cuandochocaban contra las planchas de acero.En medio de una sinfonía de crujidos,aullidos preñados de furia y gemidoslastimeros de aquellos que no podíanllegar hasta el todoterreno, Carlosempezó a pisar el acelerador poco apoco y el Hummer comenzó a avanzarlentamente pasando por encima de loscuerpos que habían caído al suelo en suafán por llegar hasta nosotros y abriendoun pasillo en la multitud con la cuña deacero instalada en su frontal.

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La marabunta se cerraba en torno alcoche a medida que la puerta se abríadel todo y avanzábamos hacia la rotondade salida a una velocidaddesesperantemente lenta. Los rostroscubiertos de sangre reseca y, en muchasocasiones, desfigurados de las decenasde engendros que atestaban la plaza,desfilaban ante las ventanillas. Lasmanos se destrozaban a base de golpearlas rejillas de acero una y otra vez.Teníamos que salir de allí, pero habíaque hacerlo despacio; lo único que nosfaltaba era reventar una rueda en mitadde aquel mar de monstruos.

Tardamos casi diez interminablesminutos en atravesar la rotonda y enfilar

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de nuevo el Paseo de John Lennon endirección a la A–4 pero, por fin,pudimos aumentar un poco el ritmo ysalir a carretera dejando atrás laenloquecida carrera de aquellas bestiasque nos perseguían sin darse porvencidas.

El sol brillaba tras las nubes de polvo,nos habíamos desprendido del último delos infectados y Raúl se incorporó en suasiento para meter en la radio un cd deFranz Ferdinand al que nadie le pusouna sola pega.

Sonreí al tiempo que encendía uncigarrillo, le tendía otro a Carlos y merecostaba en el asiento con el brazoizquierdo doblado detrás de la cabeza.

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Estábamos en ruta, sanos y salvos trasmás de seis meses de penurias ypérdidas. Habíamos sobrevivido.

Era un día perfecto para la venganza.

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