cortesía - joaquín garcía-huidobro

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1 www.univforum.org Cortesía ¿mero formalismo? Joaquín García-Huidobro 1 Si uno quisiera encontrar un libro que sea objeto de burlas de modo sistemático no tomaría más de dos minutos el hallarlo: se trata sin lugar a dudas del Manual de Carreño, escrito por un señor venezolano hace ya muchas décadas. Este manual, cuando no es considerado el prototipo de la hipocresía, resulta ridiculizado recurriendo a diversos ejemplos, como el de que no hay que entrar a caballo en las iglesias o el de cómo debe tomarse la mano de una señora para besarla. Una obra de esa índole parece propia de una época en la que la gente buscaba complicarse la vida y enmarañar las relaciones humanas con un sinfín de reglas inútiles. Sin embargo, sería bueno que esos críticos se tomaran la molestia de leer esas páginas con un poco de calma y un mínimo de sentido histórico. Porque a lo mejor carecen de algunas claves elementales de lectura y están errando el blanco de modo lastimoso. Un modo de leerlo consiste en pensar que se trata de un esfuerzo gigantesco por respetar a los demás. Más que complicar la existencia, parte de la base de que la vida entrega suficientes dificultades, deudas, malentendidos, depresiones, frustraciones y fracasos a los demás, y que, por tanto, no vale la pena que les pongamos encima nuestras propias torpezas. Dicho con otras palabras, ese viejo librito constituye un esfuerzo fenomenal por distanciarnos de las cavernas, ya que somos muy proclives a volver a ellas en cuanto nos descuidemos. Él recoge la experiencia y sabiduría de muchas generaciones o, mejor dicho, de tanta buena gente que a través de la historia se ha esforzado por hacer la vida más humana, incluidas las guerras y otros conflictos menos sangrientos pero tan dolorosos como ellas. Las normas de educación son contingentes, qué duda cabe. Con todo, eso no significa que sean superfluas. Hoy carece de sentido decirles a los hombres que tengan cuidado con no lesionar a los demás con su bastón o que no entren a la iglesia con sombrero. Pero bien podemos pedirles que no entren al Metro con la mochila todavía cargada sobre la espalda, de modo que, en cada frenada o movimiento, pasen sus hebillas por la cara de esa señora de baja estatura que casualmente está a su lado. O también podemos implorarles que tengan cuidado con su teléfono móvil o que no lancen su jeep sobre los atemorizados peatones que ingenuamente hacen uso de su derecho de cruzar por un paso cebra. 1 Joaquín García-Huidobro es profesor de la Universidad de los Andes (Chile). El artículo forma parte de su libro Una locura bastante razonable, Andrés Bello, Santiago de Chile 2003.

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Page 1: Cortesía - Joaquín García-Huidobro

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www.univforum.org

Cortesía ¿mero formalismo? Joaquín García-Huidobro1

Si uno quisiera encontrar un libro que sea objeto de burlas de modo sistemático no tomaría más de dos minutos el hallarlo: se trata sin lugar a dudas del Manual de Carreño, escrito por un señor venezolano hace ya muchas décadas. Este manual, cuando no es considerado el prototipo de la hipocresía, resulta ridiculizado recurriendo a diversos ejemplos, como el de que no hay que entrar a caballo en las iglesias o el de cómo debe tomarse la mano de una señora para besarla. Una obra de esa índole parece propia de una época en la que la gente buscaba complicarse la vida y enmarañar las relaciones humanas con un sinfín de reglas inútiles.

Sin embargo, sería bueno que esos críticos se tomaran la molestia de leer esas páginas con un poco de calma y un mínimo de sentido histórico. Porque a lo mejor carecen de algunas claves elementales de lectura y están errando el blanco de modo lastimoso. Un modo de leerlo consiste en pensar que se trata de un esfuerzo gigantesco por respetar a los demás. Más que complicar la existencia, parte de la base de que la vida entrega suficientes dificultades, deudas, malentendidos, depresiones, frustraciones y fracasos a los demás, y que, por tanto, no vale la pena que les pongamos encima nuestras propias torpezas. Dicho con otras palabras, ese viejo librito constituye un esfuerzo fenomenal por distanciarnos de las cavernas, ya que somos muy proclives a volver a ellas en cuanto nos descuidemos. Él recoge la experiencia y sabiduría de muchas generaciones o, mejor dicho, de tanta buena gente que a través de la historia se ha esforzado por hacer la vida más humana, incluidas las guerras y otros conflictos menos sangrientos pero tan dolorosos como ellas.

Las normas de educación son contingentes, qué duda cabe. Con todo, eso no significa que sean superfluas. Hoy carece de sentido decirles a los hombres que tengan cuidado con no lesionar a los demás con su bastón o que no entren a la iglesia con sombrero. Pero bien podemos pedirles que no entren al Metro con la mochila todavía cargada sobre la espalda, de modo que, en cada frenada o movimiento, pasen sus hebillas por la cara de esa señora de baja estatura que casualmente está a su lado. O también podemos implorarles que tengan cuidado con su teléfono móvil o que no lancen su jeep sobre los atemorizados peatones que ingenuamente hacen uso de su derecho de cruzar por un paso cebra.

1 Joaquín García-Huidobro es profesor de la Universidad de los Andes (Chile). El artículo forma parte de su libro Una locura bastante razonable, Andrés Bello, Santiago de Chile 2003.

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Las formas no son todo, ni lo más importante. Pero no hay contenido que se sostenga a sí mismo sin una forma que lo acompañe, lo proteja y lo recubra

Que las normas de educación sean cambiantes no significa que sean inútiles, sino que cada época y sociedad debe encontrar las más adecuadas. Y no da lo mismo cuáles sean, pues las hay mejores y peores. No es una buena norma de educación, por ejemplo, la que dice que cada duelista debe elegir a sus padrinos. No lo es, porque el duelo mismo es una institución de salvajes, aunque hayan sido salvajes de corbata y maneras elegantes.

Aceptar normas de educación significa tanto como renunciar a la posibilidad de hacer sólo o primera o únicamente lo que se nos ocurre. Significa reconocer que los demás existen, son importantes y debo pensar en ellos. Recientemente, una municipalidad tuvo la magnífica idea de ofrecer la Novena Sinfonía en un lugar muy amplio y con entrada gratuita. Era emocionante ver a personas muy modestas llegar con muchas horas de anticipación para reservar un lugar y poder transportarse a la belleza de una obra hecha por un hombre cuando sus capacidades auditivas no daban para nada. Al mismo tiempo, junto con esas personas, había otras que leían el diario mientras “escuchaban” (por decirlo de alguna manera) la música, hacían comentarios en voz alta, se ponían de pie en cualquier momento e iban a saludar a un conocido, y, por supuesto, respondían cada llamada del teléfono móvil. ¿Eran malas personas, que habían asistido con la intención precisa de boicotear el acto? No. Simplemente no se les pasaba por la mente el trabajo que hay detrás de cada uno de los compases, los años que cada uno de los músicos ha debido prepararse para llegar a tocar algo semejante, y el infinito desagrado que le produce a un melómano el sentir que los violines son acompañados de una conversación con la abuelita, que además está un poco sorda, o del sonido de las hojas de un diario que se resisten a ser ordenadas por su dueño.

Las normas de educación tienen la ventaja de ayudarnos a saber a qué atenernos. El director de la Filarmónica de Berlín sabe que si alguien conversa o se levanta mientras la orquesta está tocando, ese acto tiene el preciso y unívoco significado de una ofensa. Son criterios que dan seguridad, sea para lo bueno, sea para lo malo. El espontaneísmo, en cambio, nos exige un esfuerzo para desentrañar si lo que vemos delante es un acto de cariño, de odio o simplemente de una barbarie negligente. La barbarie es egocéntrica: quien raya con aerosol las esculturas y monumentos de un parque público, es alguien que simplemente quiere decir: aquí estuve yo. Le da lo mismo lo que puedan pensar los nietos del artista o ese funcionario de ferrocarriles, ya jubilado, cuyo único consuelo es pasear por los senderos del parque, pisando las hojas caídas por el otoño y mirando esas estatuas, a los niños jugando o a las palomas.

Hoy, Carreño no basta y, en parte, sobra. Sobran las normas acerca de carruajes y bastones. Y falta su buen criterio para decir algo sensato acerca de teléfonos móviles, internet o manejo de autos deportivos. No alcanzó a decir, por ejemplo, que nunca se manda un correo electrónico colectivo sin poner las direcciones en el casillero que dice “copia oculta”. Así se evita que las direcciones caigan en bancos de datos que serán vendidos a empresas publicitarias, produciendo un diario y desagradable bombardeo en nuestro computador, en donde se ofrecen flores, unos muebles de una liquidación, un sepulcro a buen precio en uno de esos cementerios en donde las tumbas apenas se ven, y otras cosas que prefiero no mencionar. Tampoco se detiene en las normas de conducción en nuestra ciudad. Quizá el autor del Manual pensó que era innecesario

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Las reglas de cortesía son algo propio de personas libres. Respetarlas es una forma del amor al prójimo y, en ese contexto, no son ajenas al cristianismo

hablar de cosas futuras. Bastaba con que las personas hubiesen asimilado bien sus enseñanzas en otras materias, para que supieran de modo instintivo lo que hace una persona educada cuando va en auto. Ella sabe, por ejemplo, que un bocinazo equivale a un grito y que una persona civilizada no grita, salvo en casos muy excepcionales. También es consciente de que la determinación de lo que resulta excepcional tiene límites difusos, pero que una persona humana puede distinguirse de los simios precisamente porque sabe cuándo ha traspasado esos límites. Tampoco se detuvo

especialmente en explicarle a la gente lo que debe hacer con su música. Es cierto que en esa época no había parlantes tan poderosos como en la nuestra y que los gustos musicales eran relativamente uniformes, pero cuando uno es beneficiado por la tecnología y por una infinita variedad, tiene que ser capaz, al mismo tiempo, de comprender que haya personas que no valoren a los Rolling Stones del mismo modo que nosotros. O que, manteniendo esa valoración, no tengan precisamente en ese momento deseos de oír esa versión en vivo de “Satisfaction”. Ellos se lo pierden y nosotros bajamos el volumen. Estamos dispuestos a que haya personas que se pierdan cosas que a nosotros nos parecen importantes. Por eso me imagino que a Carreño —junto con admirar su valentía— no le gustaba que algunos cristianos predicaran con megáfono en las calles a la hora de la siesta. Aunque esté en juego la salvación del alma de los durmientes.

Un capítulo especial tiene que ver con la ropa. Con todo lo cambiante que es la moda, la vestimenta indica lo que hacemos. Muestra y nos muestra si estamos trabajando o descansando, en la playa o en la montaña. Cuando un señor de cierta edad se pasea por el centro de la ciudad en pantalones cortos y ajustados, sin percatarse de que sufre de ciertas deformidades, ese señor está haciendo ver que carece de la facultad de realizar ciertas distinciones elementales. Tener discernimiento quizá no sea patrimonio de todos, pero allí venía Carreño a nuestra ayuda y nos hacía un par de sugerencias. Unas sugerencias que uno bien podía saltarse, si tenía una buena razón para hacerlo, pero que implicaban que lo hacía de modo consciente.

Sé del caso de un profesor estadounidense, famoso por su mal vestir, que se pone una corbata cada vez que va a hacer clases. Es su modo de mostrar a los alumnos que piensa que ellos son importantes. Naturalmente podría hacerlo llevando unas plumas en la cabeza o un párpado pintado de verde. Pero tendría que perder un tiempo que no tiene, dando explicaciones de por qué él manifiesta la importancia de las actividades a través de ese rito singular. Las normas de educación nos permiten ahorrar tiempo. Facilitan la vida.

Para algunos, el primer principio en materia de indumentaria parece ser la propia comodidad. Sin embargo, ¿no será formativo dejar la comodidad en un lugar más secundario? Hay maridos que no se afeitan el fin de semana... por comodidad. Esta práctica podría ser un mal síntoma. Quizá les importa muy poco que su mujer los vea mal presentados, pero se morirían de vergüenza si la espectadora fuese una colega o la secretaria. Estar dispuesto a no seguir de modo inexorable el principio de la comodidad, es tanto como estar prontos a vencerse. Y esto es un buen entrenamiento para cosas más importantes. Hay alumnos que no han tenido un buen rendimiento, pero que de pronto empiezan a estudiar más y a obtener buenas notas; al mismo tiempo mejoran su presentación personal. La coincidencia no es casual: quizá se deba al hecho de que han

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descubierto que estudiar es importante, que estudiar es un trabajo y exige una vestimenta y actitud diferente de la que se tiene en la playa.

Carreño nos exige respetar el trabajo ajeno. Cuando una persona tira una colilla o un papel en el suelo, está mostrando que no está convencida de la abolición de la esclavitud. Piensa que siempre debe haber alguien que haga por él las cosas más elementales. Muestra que desprecia el trabajo manual. Por otra parte, las reglas de cortesía no sólo afectan a nuestros dependientes. También incluyen a competidores y adversarios. Cuando un abogado se refiere al que defiende la causa contraria como “distinguido colega”, está venciendo la tendencia a insultarlo o a golpearlo. Eso no es hipocresía, sino autodominio.

Otro tema importante es la urbanidad litúrgica. Un amigo liberal me decía, molesto por los aplausos en las iglesias: “Si se puede aplaudir, entonces también es lícito abuchear”. Parece importante mostrar que un templo, el que sea, no es lo mismo que un estadio o una discoteca. Algunos clérigos parecen empeñados en borrar cualquier diferencia, con la esperanza de acercar más público. Pero se trata, si lo hay, de un éxito efímero. No hay que banalizar a Dios. Años atrás, un señor celebraba el hecho de que las prédicas de un determinado sacerdote fueran muy divertidas, porque hacían más liviana la misa. Hoy, ni él ni sus hijos van a misa. Es natural: si el motivo es el humor, casi siempre habrá lugares o personas que lo hagan mejor (esto no significa negar que la solemnidad y la trascendencia sean compatibles con una sana dosis de humor, particularmente en lo que se refiere a no tomarse a sí mismo demasiado en serio: los herejes tienen en común el ser gente malhumorada). (…)

Una de las cosas más bonitas de las reglas de cortesía, es que ellas se siguen con plena voluntad. Son algo propio de personas libres. El ciudadano que ha sido educado con Carreño no necesita de leyes ni de policías. Está más allá del Código Penal no porque lo incumpla, sino porque hace mucho más de lo que pide el legislador. No le basta con abstenerse de dañar a su vecino: busca hacerle la vida más agradable. Es una forma, si se quiere modesta o elemental, del amor al prójimo y, en ese contexto, no son del todo ajenas al cristianismo.

Las formas no son todo, ni lo más importante. Pero no hay contenido alguno que se sostenga a sí mismo sin una forma que lo acompañe, lo proteja y lo recubra. Como no hay sonrisa que no se refleje en unos labios y en un determinado brillo de los ojos. Por eso hay días en que celebramos a las personas que queremos. Aunque las queramos todos los días.