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1 Corrientes críticas de la sociología latinoamericana 1 mayo, 1978 Pablo González Casanova Del cientifismo a la Cepal En los años de la posguerra, la crítica a alas ciencias sociales en las unversidades latinoamericanas empezó con un ataque sostenido del empirismo y el vehaviorismo contra las interpretaciones dominantes de una sociología liberal en decadencia. La sociología empirista pretendió que no era una ideología y creyó poder fundamentar esa posición. En América Latina, esta corriente apareció junto con los embriones de una sociología profesional, disciplina especializada de un gremio celoso en establecer sus propios linderos. El sociólogo latinoamericano más reconocido de esta corriente, Gino Germani, inició el asedio a la sociología académica “o impresionista” con trabajos escritos entre 1945 y 1953, publicados en Sociología Científica (México, Universidad Nacional, 1956), y en “Diez años de discusiones metodológicas en América Latina” (Ciencias Sociales, II, Washington, 1951, pp. 67- 86). El pensamiento de Germani llegó a dominar el arranque profesional de la sociología, y prevaleció hasta principios de los sesentas. Los embates de C. Wright Mills contra la sociología norteamericana, que el sociólogo argentino había postulado firmemente como paradigma de la “sociología científica”, pusieron a Germani a la defensiva. En las “Notas sobre el problema de la neutralidad valorativa y otras cuestiones de epistemología” (1963) Germani mostró, por vez primera, una cierta inseguridad y pidió, sin exigir, que la “sociología mantuviera un sano contacto con lo real y con lo históricamente posible”. Esta última afirmación aludía al clima de ilusione sus esperanzas de “alcanzar lo imposible” que había despertado la revolución cubana. El libro de Germani sobre La sociología en la América Latina. Problema y Perspectiva (1964) incluyó algunos ensayos significativos de la crítica cintificista al “pensamiento pre-sociológico” y a la “sociología tradicional”. La crítica cientificista, con sus planteamientos teóricos y metodológicos, ocupó gran parte de la tarea académica de esos años. Su influencia llegó a ser subyugante en los centros de decisión académica y entre los nuevos profesionales, ansiosos de

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Corrientes críticas de la sociología latinoamericana

1 mayo, 1978

Pablo González Casanova

Del cientifismo a la Cepal

En los años de la posguerra, la crítica a alas ciencias sociales en las unversidades

latinoamericanas empezó con un ataque sostenido del empirismo y el vehaviorismo

contra las interpretaciones dominantes de una sociología liberal en decadencia. La

sociología empirista pretendió que no era una ideología y creyó poder fundamentar

esa posición. En América Latina, esta corriente apareció junto con los embriones de

una sociología profesional, disciplina especializada de un gremio celoso en

establecer sus propios linderos. El sociólogo latinoamericano más reconocido de

esta corriente, Gino Germani, inició el asedio a la sociología académica “o

impresionista” con trabajos escritos entre 1945 y 1953, publicados en Sociología

Científica (México, Universidad Nacional, 1956), y en “Diez años de discusiones

metodológicas en América Latina” (Ciencias Sociales, II, Washington, 1951, pp. 67-

86). El pensamiento de Germani llegó a dominar el arranque profesional de la

sociología, y prevaleció hasta principios de los sesentas. Los embates de C. Wright

Mills contra la sociología norteamericana, que el sociólogo argentino había

postulado firmemente como paradigma de la “sociología científica”, pusieron a

Germani a la defensiva. En las “Notas sobre el problema de la neutralidad valorativa

y otras cuestiones de epistemología” (1963) Germani mostró, por vez primera, una

cierta inseguridad y pidió, sin exigir, que la “sociología mantuviera un sano contacto

con lo real y con lo históricamente posible”. Esta última afirmación aludía al clima

de ilusione sus esperanzas de “alcanzar lo imposible” que había despertado la

revolución cubana. El libro de Germani sobre La sociología en la América Latina.

Problema y Perspectiva (1964) incluyó algunos ensayos significativos de la crítica

cintificista al “pensamiento pre-sociológico” y a la “sociología tradicional”.

La crítica cientificista, con sus planteamientos teóricos y metodológicos, ocupó gran

parte de la tarea académica de esos años. Su influencia llegó a ser subyugante en

los centros de decisión académica y entre los nuevos profesionales, ansiosos de

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distinguirse y probar sus nuevas armas. Hasta los opositores se vieron obligados a

usar el lenguaje de los iniciados para mostrar el carácter retórico de la auto- llamada

“sociología científica”. Pero la crítica al cientificismo llevó más tarde a poner en tela

de juicio no sólo sus métodos de investigación estructural-funcionalista, sino, sus

esquemas de un “desarrollo social” más o menos lineal y progresivo. Ambos

sirvieron para explicar muy poco de lo que iba a ocurrir en América Latina.

Otra corriente fundamental de la posguerra no sólo en el campo de la investigación

económica, donde originalmente prevaleció, sino en las demás disciplinas sociales

fue el de la crítica al “desarrollismo”, (1) palabra que resume la muy influyente serie

de trabajos originados en el patrocinio de la Comisión Económica para la América

Latina (CEPAL), fundada en 1948. Un “trabajo clásico” de Raúl Prebish, como lo

calificó Celso Furtado, “El desarrollo de América Latina y sus principales

problemas”, preparado para la conferencia de CEPAL de 1949 destacó

precisamente “el falso universalismo de la ciencia económica” y sentó las bases

para enfrentarse a los autores y libros entonces en boga en los círculos de

economistas anglosajones. (2)

Visto a distancia, puede decirse que el marco teórico “cepalino” constituyó en los

años cincuenta una versión técnica muy refinada del pensamiento nacionalista y

populista que, nacido en las épocas de Cárdenas o Vargas, sufriría los embates

más severos con la consolidación de la dependencia latinoamérica, (periodo que va

de la creación de la OEA en 1948, a la implantación de la llamada “Alianza para el

Progreso” en 1961) los proyectos de “integración latinoamericana” y el corolario de

mecanismos económicos y golpes de estado que fueron liquidando en América

Latina tantos proyectos nacionalistas y populistas.

La síntesis más lúcida de la concepción cepalina del desarrollo latinoamericano es

la de O. Rodríguez: “Informe sobre las críticas a la concepción de la CEPAL”

(mimeo). Ahí se advierte cómo el pensamiento cepalino fue evolucionando desde

posiciones nacionalistas y populistas hasta el “reformismo modernizante”

característico de “La Alianza para el Progreso”. En efecto, durante los años sesentas

los planteamientos “capalinos”, coincidieron con los de la ALPRO en el sentido de

que los principales obstáculos al desarrollo no eran ya considerados como

predominantemente externos, sino que debían superarse mediante reformas

internas, agrarias y fiscales que al fin no se hicieron.

En sus mejores épocas, la CEPAL logró imponer una serie de criterios

independientes que le permitieron “desarrollar los elementos de un análisis incisivo

de los síntomas del subdesarrollo latinoamericano”, según las palabras de uno de

sus más conocidos críticos. André Gunder Frank: “Cepal: política del Subdesarrollo”

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(Santiago 1969). A la CEPAL le fue sin embargo imposible “realizar un análisis

igualmente incisivo en las causas del subdesarrollo y de una estrategia

verdaderamente capaz de superarlo”.

Desde los años cincuenta la crítica a las facetas más conservadoras del cientifismo

y al desarrollismo se apoyó sobre todo en posiciones populistas y nacionalistas, a

veces de influencia “cepalina”, otras de corte “tercermundista”, (de moda en Africa

y Asia) y otras más siguiendo las líneas de enfrentamiento al imperialismo,

características de movimientos de liberación nacional, como los de Guatemala

(1944-54) y Bolivia (1952-64). La revolución cubana sacudió la conciencia de toda

América, y los medios universitarios la vivieron con gran profundidad. A partir de

entonces aumentó la actitud crítica contra el “cientificismo” y el “desarrollismo” y

cobró creciente influencia el marxismo. Pero la mayor parte de las nuevas

tendencias no formuló una crítica a las anteriores. Sin embargo, fue altamente

significativo que uno de los sociólogos norteamericanos más brillantes de entonces,

Wright Mills, haya escrito el Listen Yankee, un libro en defensa de la Revolución

Cubana que hizo oír la voz de la América Latina a las nuevas generaciones y cimbró

al stablishment sociológico de “las Américas”. Con su libro, Mills llevó a un terreno

concreto sus propias críticas previas de la sociología cintificista y funcionalista en

boga. Otro sociólogo latinoamericano -Camilo Torres- publicó por ese tiempo

algunos grabajos críticos sobre “un nuevo paso en la sociología latinoamericana”

(El Tiempo de Bogotá, 2 de noviembre de 1961) y sobre “El problema de la

estructuración de una auténtica sociología latinoamericana” (Hermes, 1966, 2,

Santiago de Chile, 33-40). En los trabajos de Camilo Torres se advertía, más que

una crítica teórica o metodológica a la sociología prevaleciente, una crítica moral.

El sociólogo y sacerdote llegó a convertirse en uno de los héroes de la revolución

latinoamericana. Su muerte, al frente de una guerrilla, conmovió profundamente a

los círculos universitarios. En el terreno académico Camilo Torres sentó las bases

de una existencia y una conciencia que influirían en las decisiones teóricas y

metodológicas de muchos sociólogos católicos, como Franz Hinkelammert, quien,

en su Dialéctica del Desarrollo Desigual, (Universidad Católica de Valparaíso,

1972), no sólo hizo una sólida crítica a las teorías “integracionistas” y desarrollistas

de Roger Vekemans, S.J., (3) sino una crítica revolucionaria a las teorías de la

dependencia.

Los sesentas: Revolución y contraespionaje.

La década de los sesenta se inició entre el fervor que despertó desde entonces la

revolución cubana, y los aprestos contrarrevolucionarios de la Administración

Kennedy. Las clases dominantes cerraron sus filas y sus instrumentos represivos,

de modo que a nadie quedaran dudas sobre sus intenciones: liquidar cualquier

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gobierno civil que no pudiera controlar los movimientos populares ascendentes. Al

mismo tiempo surgió una ola revolucionaria y el planteamiento de nuevas

estrategias para la revolución latinoamericana, en los trabajos militantes y teóricos

de Fidel Castro, Ernesto Guevara, y muchos otros líderes de la revolución

latinoamericana. Los nuevos revolucionarios cuestionaron viejas categorías y líneas

de acción, e invitaron a pensar en términos originalmente revolucionarios. No sólo

lucharon en el terreno ideológico contra las antiguas ideas sobre la “burguesía

nacional”, sino contra las líneas políticas que había mantenido los partidos

comunistas desde la época del Frente Popular y de la alianza Antiimperialista. en

uno de sus ensayos sobre la América Latina. “El papel de los intelectuales en los

movimientos de liberación nacional” (Casa de las Américas, La Habana, marzo-abril,

1966), el sociólogo francés Régis Debray afirmaba: “En este continente quien no

piensa -o en rigor, quien no piense- en la revolución tiene todas las probabilidades

de estar pensando poco o mal”. Ante la perspectiva de las luchas concretas, la

investigación social empezó a realizarse cada vez más, bajo la presión moral e

intelectual de un mundo revolucionario.

Los aprestos contrarrevolucionarios llegaron también al campo de la sociología.

Suscitaron una violenta protesta en los medios universitarios de América Latina e

incluso de los Estados Unidos, particularmente entre la gente progresista y

revolucionaria, y a veces entre aquélla que, sin serlo, quería conservar un mínimo

de honestidad académica. La crítica surgió de todas partes. El periodista Gregorio

Selser publicó un libro titulado Espionaje en América Latina, el Pentágono y las

Ciencias Sociales (1967) en que denunciaba y documentaba el “Plan Camelot” y los

proyectos “Simpático”, “colonial”, “Numismático”. Los chilenos Aniceto Rodríguez,

del partido Socialista, y Jorge Montes, del Partido Comunista, así como varios

sociólogos europeos y norteamericanos escribieron artículos de denuncia que Irving

Louis Horowiz divulgó en su libro The rise and Fall of Proyect Camelot: Studies in

the Relationship between Social Science and Practical Politics, (Massachusetts,

MIT, 1967). en casi todos los países latinoamericasno se registró una ofensiva

creciente contra este tipo de agresiones “científicas”, esa sociología de espionaje

que se había ostentado como “no ideológica”. La sociología empirista y la

“cooperación internacional” cayeron en máximo desprestigio porque muchos de sus

estudios habían servido para diseñar golpes de estado e intervenciones extranjeras:

Brasil (1964), Santo Domingo (1964), Chile (1973), habían servido, hasta sin

saberlo, para imponer el “despotismo represivo” preconizado por los científicos de

la “Rand Corporation”. (4) La cooperación académica internacional, como fenómeno

aparentemente nutro, pareció imposible. Las relaciones universitarias entre

investigadores latinoamericanos y norteamericanos entraron en un punto de

profundo deterioro.

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De 1965 en adelante los sociólogos latinoamericanos empezaron a publicar nuevas

críticas a la sociología científica y desarrollista, que ya habían elaborado y

transmitido en la cátedra desde hacía varios años. En ella aparecieron muchas de

sus esperanzas y de sus desilusiones. en 65, Octavio Ianni publicó su “Sociología

de la sociología en América Latina”, contra el positivismo empirista y la

mediatización de la temática latinoamericana. Rodolfo Stavehagen dió a conocer

sus “Siete tesis equivocadas sobre América Latina”, ensayo que constituyó fuerte

sacudida, por la sencillez en la presentación y el ataque simultáneo a los ideólogos

del imperialismo, a los ideólogos de la burguesía nacional, y a las tesis marxistas

de la alianza obrera y campesina. En 1967 Theotonio dos Santos formuló una crítica

frontal y abiertamente marxista a “La ofensiva ideológica del cientifismo” (en La

Nueva Dependencia). Un año después el mismo autor dió a conocer su amplio

ensayo sobre “La Crisis de la teoría del desarrollo y las relaciones de dependencia

en América Latina”. Dos Santos avanzaba en el análisis de clases, criticaba el

“pensamiento de la clase hegemónica: el desarrollismo y el nacionalismo” y

enjuiciaba algunas tesis de la nueva “teoría de la dependencia”, formuladas por

varios sociólogos progresistas sobre la base -entre otros- del trabajo pionero de

Sergio Bagú: Economía de la sociedad colonial. (Buenos Aires, El Ateneo, 1949).

Circularon también por ese tiempo las críticas al cientificismo y al desarrollismo de

André Gunter Frank: “Sociología del Desarrollo y Subdesarrollo de la Sociología”

(Pensamiento Crítico, 1968 21 y 22). Frank arremetió contra las teorías

norteamericanas en boga y sus epígonos de América Latina afirmando que “su

sociología se volvía cada vez más subdesarrollada”. González Casanova publicó

también en 1968, en la revista Marcha de Montevideo, un artículo sobre “La nueva

sociología y la crisis de América Latina”. En el artículo ponía en entredicho “los

temas, las categorías, las técnicas y los métodos” de una sociología

predominantemente “ahistórica”, que se decía “rigurosa” y que había olvidado “las

más relevantes variables: el neocolonialismo y las clases sociales”. El mismo autor

editó en 1970 una guía para el estudio de la sociología latinoamericana (Universidad

de México), en la que colaboraron Ruy Mauro Mrini, Tomás Amadeo Vasconi, y

otros más. Esta obra buscaba recuperar los temas y autores clásicos de la

sociología latinoamerican, y vincularlos a las corrientes proresistas actuales.

La teoría de la dependencia

En 1970, Fernando Henrique Cardoso publicó con Enrique correa Weffort un ensayo

crítico de la sociología latinoamericana. Se trata de un importante balance de la

evolución de la disciplina y de sus nuevos planeamientos que terminaron

agrupándose genéricamente bajo el rubro “teoría de la dependencia”. En el ensayo

de Cardoso y Weffort, la teoría de la dependencia aparece vinculada todavía a la

necesidad de “revolución más que de reformas”, de “autonomía nacional más que

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de desarrollo”, y de la “destrucción del Estado” a “partir de la capacidad de acción

política de los grupos revolucionarios”. Apuntaba la necesidad de grupos y clases y

proponía determinar estructuralmente y “definir históricamente” el “núcleo de la

aproblemática de los países dependientes: que para Cardoso está constituido por

“las relaciones entre grupos y clases internas y las relaciones de entre países, en el

contexto de las relaciones que caracterizan al sistema capitalista internacional” (Cit.

p. 31-32). Ese “núcleo” prevalecería sobre el análisis de clases. En 1972, Antonio

García publicó un trabajo, que registraba las nuevas orientaciones de los sociólogos

“Hacia una teoría latinoamericana de las ciencias sociales del Desarrollo”. El trabajo

presentaba interés por la forma en que un economista se acercaba a los nuevos

intentos de explicar “un mundo escindido no sólo en clases sociales, sino en áreas

nacionales”.

Las aportaciones de los estudios de la dependencia parecieron originalemnte haber

consistido en enfrentar un estructuralfuncinalismo coincidente con la penetración

imperialista. También introdujeron en la discusión académica las categorías de un

marxismo rehecho frente al nacionalismo y el reformismo que todavía recibían el

apoyo de comunistas y socialistas. Entre las limitaciones de la recomposición teórica

destacan el énfasis dado a la crítica al nacionalismo en detrimento de la crítica

revolucionaria al imperialismo; hay crítica al reformismo sin una crítica paralela del

neofascismo, y una la crítica paralela del neofascismo, y una crítica al neofascismo

sin un planteamiento progresista o revolucionario de la política de masas que

pudiera oponérsele. En el terreno metodológico las limitaciones de la teoría de la

dependencia nacen sobre todo del predominio del análisis histórico. Las

consecuencias de estas limitaciones fueron cierto tipo de posiciones izquierdistas

que no correspondían a la lucha real revolucionaria o progresista, y cierto tipo de

críticas conformistas que no correspondían a ninguna lucha. Los teóricos de la

“dependencia” se distinguieron entre sí porque unos parecieron apoyar o apoyaron

abiertamente un proyecto insurreccional radical, mientras otros no apoyaron ni ese

proyecto, ni el nacionalista, ni el democrático. Unos y otros descuidaron la

importancia de la clase obrera en las luchas nacionales, democráticas y

revolucionarias.

La sociología de la dependencia planteó muchos problemas teóricos y estratégicos

-a veces sólo aludidos, o eludidos-. En los últimos años han sido objeto de críticas

cada vez más severas, dirigidas a señalar sus límites y distorsiones y a ver más

directamente la relación o distancias que las distintas versiones guardan con el

análisis concreto de clases. Las aportaciones de los estudios de la dependencia

harán difícil regresar al mal llamado “marxismo tradicional”, pero sus alusiones y

elusiones inducen a superar las categorías regionales del imperialismo, el

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colonialismo internacional e interno y la propia “dependencia”, para dar lugar

esencial a una crítica basada directamente en el estudio de las clases sociales.

La crítica a las teorías de la dependencia fue la siguiente etapa de la vida

académica. Por momentos logró regresarla. Una de las más amplias bibliografías

de esa crítica se encuentra en el artículo de A. Gunder Frank: “La dependencia ha

muerto, viva la dependencia y la lucha de clases. Una respuesta a críticos”.

(Sociología y Desarrollo, jul. 1972). El trabajo fue precedido por otro del propio

Frank, titulado Mea culpa en el que con razón el autor se alarmaba de los elogios

que había hecho Alperín a su libro obre Capitalismo y subdesarrollo en América

Latina. Alperín afirmaba que el libro de Frank es “una presentación impresionante y

convincente de la manera decisiva en que, a partir de la Conquista, el destino de los

latinoamericanos siempre ha sido afectado por acontecimientos fuera de su

continente y fuera de su control”. Ante esta grave y fundada interpretación, Frank

reconoció que había incurrido “en falta de comunicación’ o que “no se había sabido

explicar bien ante el lector”. En efecto, los problemas de comunicación de Frank,

sus equívocos y animosidades verbales, le llevaron a librar combate con todas las

gamas ideológicas posibles, desde la John Birch Society hasta los militantes de la

nueva y la vieja izquierda. Ello no sólo se debió a la fama que alcanzaron sus libros

y a la agresividad lexicológica agradable al autor, sino a la ambigüedad que

caracteriza muchos de sus planteamientos sobre la llamada teoría de la deendencia.

La mejor y más calificada crítica a Frank -aunque sin mención expresa- es la que

aparece a pie de página en dos notas de Régis Debray (La critique des Armes pp.

47 y 51) donde se enjuicia a los autores “que reducen la historia del capitalismo al

inmutable y pobre esquema de “periferias- centro”, o de “colonias-metrópoli

económico” no hay ninguna autonomía política, ninguna lucha válida por la

“autodeterminación”, y nada bueno que no sea la liberación total, la cual ni existe ni

se precisa cómo puede alcanzarse.

La teoría de la dependencia parece ahora, a la vuelta de los años, la versión

académica -desarmada- de una nueva línea política de las fuerzas de izquierda

latinoamericana: pero, precisamente por su ambigüedad, el término llegó a ser del

dominio verbal hasta de los voceros de las dictaduras antipopulistas, lo cual no

quiere decir que izquierdistas y fascistas hayan tenido igual posición; tuvieron

dramáticas coincidencias, que a veces les costaron la vida a los primeros, tras haber

sido enemigos verbales o instrumentos de los segundos.

Fernando Henrique Cardoso publicó a fines de 1972 “Notas sobre el estado actual

de los estudios sobre dependencia: en el que hizo una historia intelectual del

concepto para definir las “divergencias” reales y “poner al margen algunas

incomprensiones y falsas polémicas”. En el ensayo trató de precisar la problemática

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teórica y metodológica de los estudios sobre la dependencia, sus relaciones con

otros fenómenos, como el imperialismo, y con otros métodos, como el histórico.

Destacó “el nuevo carácter de la dependencia” a que se había referido Theotonio

dos Santos desde 1968; subrayó la integración creciente del capital monopólico, las

oligarquías locales y los Estados dependientes, así como la internacionalización del

mercado interno. sostuvo la posibilidad de un nuevo desarrollo -contradictorio y

desequilibrado- que habría de basarse, “más que en la explotación de la plusvalía

absoluta” y en la “expoliación suministrada por las regiones explotadas”, en “la

explotación de la plusvalía relativa y el aumento de la productividad” (pp. 112, 115).

Según Cardoso, la industrialización de la periferia se debía enfocar “a través de la

perspectiva del capital y de la inversión, mucho más que a través de la idea de que

el capitalismo avanzado requiere mano de obra superexplotada de la periferia”. Su

toma de posición tendía a restar importancia al imperialismo y a la explotación

combinada y neocolonial, al tiempo que proponía estudiar el capitalismo y el

socialismo, y comletar la teoría de la dependencia con la del imperialismo. De ese

modo Cardoso parecía frenar el ataque al imperialismo actual, y reclamar a la vez

el derecho a enjuiciarlo como fenómeno histórico general. En todo caso sus

predicciones sobre el “capitalismo avanzado” y la explotación relativa predominante

ocurrieron al tiempo que se iniciaba un largo proceso de empobrecimiento absoluto

de los países y los trabjadores de la región, sellado por la implantación de nuevos

regímenes de conquista y “esclavismo asalariado”. En el terreno metodológico,

Cardoso declaró que “implicita o explícitamente” la fuente que servía de base a sus

estudios era el marxismo, y destacó la necesidad de no caer en el “empirismo

historicista” o “neopositivismo”: había que realizar análisis concretos de clases,

análisis históricos, que no “coincidieran las estructuras dadas como invariables” (p.

103), que establecieran cuidadosamente los periodos de estudios y que también

concibieran la historia como “alternativa” como “futuro”. En esa forma el autor no

sólo enfrentó a posibles críticos marxistas, señaló también -sin superar- el tipo de

problemas que pesaban sobre la teoría de la dependencia, desde su nacimiento en

la matriz de una sociología estructuralista. El ensayo muestra la enorme sutilez

alcanzada por un pensamiento que sostiene algunas posiciones estructuralistas y

avisora posibilidades de análisis histórico y revolucionario impracticado; que padece

un “aislamiento académico, estructuralista y cada vez más apolítico” al que es

incapaz de superar, salvo en proposiciones discontinuas.

La necesidad de dar mayor peso a las clases sociales apareció más claramente

señalada en un ensayo de Francisco C. Weffort titulado “Notas sobre la teoría de la

dependencia. ¿Teoría de clase o ideología de clase o ideología nacional?” Wefort

advirtió que la “imprecisión de la noción de la dependencia, en cualquiera de las

acepciones mencionadas, está en el hecho de que oscila irremediablemente, desde

el punto de vista teórico, entre un enfoque nacional y un enfoque de clase”. Estos

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problemas eran los que había buscado precisar la Sociología de la explotación

(1969) a partir de la categoría cosntitutiva de las clases sociales. En el ensayo

principal de un libro que llevaba ese título, González Casanova desarrolló las

fórmulas clásicas de Marx para despejarlas en la etapa de la competencia

monpolista y del imperialismo. Su análisis de la explotación de clases y regiones

internacionales e internas apareció todavía a nivel de excesiva abstracción. Otros

ensayos del mismo libro tal vez fueron más concretos y trataron el mismo problema

de manera más sencilla; pero con un enfoque sistemático que prevaleció sobre el

histórico.

Poco a poco se hizo sentir la necesidad de volver a análisis históricos concretos. La

crítica más sólida y reciente de la teoría de la dependencia que se orienta en ese

sentido es la de Agustín Cueva, quien no sólo cuestionó el carácter mismo de “un

nuevo objeto teórico” cuando se habla de “dependencia”, sino el predominio

omnímodo de la categoría dependencia sobre la categoría explotación, de la

“nación” sobre la clase, con las implicaciones políticas e ideológicas que estos

hechos tienen y que fueron apuntados en Las categorías del desarrollo económico

y la investigación en ciencias sociales, (Universidad de México, la edición, 1976)

aunque con un formalismo que no expresó el carácter concreto de las categorías

sociales reales, de las clases y sus luchas naturales y políticas, de sus

alineamientos y experiencias en la historia de la liberación nacional en los países

coloniales, semi-coloniales y dependientes. Este libro, antecedente de la Sociología

de la Explotación, fue un planteamiento teórico que codificó la crítica a las

categorías del empirismo y la dependencia sosteniendo la necesidad de incluir en

cualquier análisis las categorías de clase social y la explotación. Todavía el autor

estaba polemizando con los estructural-funcionalistas.

Para una crítica de la sociología revolucionaria

La crítica a los estudios especializados sobre la revolución latinoamericana es

escasa. Hugo Calello publicó un opúsculo de difícil lectura sobre La Ciencia Social

y la revolución latinoamericana (1969), donde plantea la necesidad de la

investigación científica militante y las posibilidades de un conocimiento distinto al

académico. con perspectiva más pedagógica y pragmática, Víctor D. Bonilla,

Orlando Fals Borda y otros autores publicaron el opúsculo Causa Popular, Ciencia

Popular. Una metodología del conocimiento científico a través de la acción (1972).

Ahí se formula una crítica a las ciencias sociales académicas y al neocolonialismo,

y se trazan las pautas de una investigación militante que ha producido varios

trabajos, muy lejanos a la universidad y también a los movimientos políticos y

revolucionarios, populares o nacionales, aunque vinculados a algunas regiones del

campo y a algunos campesinos.

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En el terreno teórico y metodológico, sin duda la crítica más amplia y de mayor

interés sobre la revolución y las ciencias sociales es la de Clodomiro Almeyda

Almeyda, publicó en 1971 un libro titulado Sociologismo e ideologismo en la teoría

revolucionaria. El libro critica “la tendencia empírica (…) fuente teórica del

oportunismo práctico, que halla su principal expresión en lo que llamamos

sociologismo, originado por la influencia deformante de la sociología empírica

norteamericana en las nuevas generaciones intelectuales de izquierda”. En el

“sociologismo” encuentra el “ideologismo” -por otra parte’ descubre el “voluntarismo”

y el “dogmatismo”. El libro de Almeyda es uno de los enjuiciamientos más profundos

a la sociología d ela izquierda latinoamerica desde los años sesenta. Su ensayo no

se limita a las investigacioenes universitarias. Abarca todos los fenómenos de

realismo e idealismo, de objetivismo y subjetivismo, de conformismo y dogmátismo,

de oportunismo y sectarismo, de deformación derechista del pensamiento

revolucionario y de espontaneísmo, anti-autoritarismo, antipartidismo, voluntarismo,

entre los que oscila el pensamiento y la acción de las clases medias

latinoamericanas cuando utilizan las categorías marxistas o dicen sustentarlas sin

comprender las distintas prácticas de una política de masas cuyo eje sea la clase

obrera. Buena parte del ensayo de Almeyda está dedicado a criticar el

“sociologismo”, hijo del “impacto de la sociología conductista o funcionalista

norteamericana en las nuevas promociones de intelectuales de izquierda” (p. 101).

Almeyda observa cómo el “sociologismo” oculta una serie de realidades que sólo

puede descubrir la praxis revolucionaria (aunque no siempre lo haga). El

“sociologismo” es incapaz de comprender el capitalismo como sociedad y Estado, y

la naturaleza de la dependencia, porque éstos sólo se pueden entender “a través

del socialismo que, como hecho, como dato, no existen en la sociedad capitalista”.

El “sociologismo” sólo advierte el dato, pero no lo percibe como momento de un

proceso; suprime el ideal sin explicarlo y situarlo, no ve “el hecho abierto hacia su

propio devenir”, no estudia los procesos revolucionarios y contrarrevolucionarios, ni

los relaciona con “las categorías fundamentales que define en la situación general

de la sociedad moderna, caracterizada por el tránsito del capitalismo al socialismo”

(p. 45); tampoco se plantea el problema teórico y práctico de “constituir un agente

político revolucionario”, esto es, no descubre ni practica la necesidad de la

penetración de la teoría revolucionaria -socialista- en la teoría y la práctica del

movimiento obrero y de las masas, ni el cambio cualitativo que significa la misma

teoría sin las masas y con las masas. “La desviación oportunista o sociologista -

escribe Almeyda- hace prevalecer el elemento objetivo de la situación, al extremo

de que la valoración de lo que es llega a ser tan intensa que se subestima la

posibilidad de cambio, se le juzga ‘utópica’ e ‘imposible'” (p. 55).

Almeyda revela la pobreza científica del “dato indiferente, incapaz de recoger “lo

posible latente: y cuyo analista está lejos “de comprometerse, de tomar posición” y

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de “comprometerse, de tomar posición” y de “comprender el presente” porque no

comprende el futuro ni intenta cambiar aquél en función de uno y otro, yendo “más

allá del dato”, hacia “la creación de una nueva realidad”, que no sólo debe

explicarse, sino también crearse. El sociologismo es incapaz de avanzar en el

conocimiento social, de pasar de la teoría marxista abstracta a la “teoría situacional

específica”, de descubrir los rasgos significativos para hacer la historia -la historia

de la revolución en América Latina- con sus “situaciones y legalidades específicas

en Chile o México: (p. 89), carece de recursos para elaborar “la teoría de la acción

singular”, para explicarla y ponerla en práctica. Por ello no puede volverse eficaz

como teoría – como explicación – ni puede volver lúcida la práctica revolucionaria

que no percibe ni práctica.

En el terreno opuesto el sociologismo está el “ideologismo” con vertientes

voluntaristas, espontaneísas, contundentes y dogmáticas, que construyen “una

verdadera mitología de la clase obrera”. Los “sociologistas” sólo reparan en “las

motivaciones inmediatas” no revolucionarias de importantes núcleos de la clase

obrera, en los “procesos objetivos de conservatización que se observan en ella a

medida que aumenta su nivel de vida” -hechos comprobados a través de los

“surveys” y las encuestas. Los “ideologistas”, por su lado, imaginan una situación

en que los obreros “estarían en todo momento cuestionando constantemente el

sistema”, e incluso sostienen que la clase obrera no necesita “partido político” que

represente y dirija su militancia política. Almeyda dibuja el círculo del conformismo

puro y el de la práctica subversiva pura. No analiza sin embargo las bases sociales

de esos círculos, en violenta confrontación ideológica, ni la forma combinada en que

uno y otro obedecen a una “dialéctica natural” y generan una dialéctica de

movimientos de masas paralelos, políticos y revolucionarios. Tampoco busca

desentrañar cómo se separan y vinculan “sociologistas” e “ideologistas” en

situaciones concretas, en acercamientos y alejamientos de masas, de sindicatos,

de partidos, movimientos o alianzas y frentes revolucionarios. La denuncia de los

círculos del conformismo y la subversión pura no lleva al autor al análisis del cambio

de las fuerzas revolucionarias que tienden a romper los círculos, ni menos al

planteamiento de las políticas complementarias y combinadas, que de una manera

preconciente o deliberada tienden a establecer ambos en forma de espiral.

En la crítica revolucionaria que viene desde los campos guerrilleros y recoge su

experiencia, destaca uno de los libros menos comentados y más serios de Régis

Debray La critique des armes (Paris, Seuil, 1974). En él, debray acomete una amplia

autocrítica de sus porpias concepciones “foquistas”, y de las concepciones

izquierdistas y estructuralistas (especial pp. 47, 51 y 225-262). Narra la historia de

los ambientes teóricos de los revolucionarios latinoamericanos que influyeron en las

ciencias sociales y en la generación de ideologías académicas. Aunque en

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ocasiones todavía cede a su facilidad para los “jeux d’esprit”, la obra encierra una

gran parte de la originalidad del pensamiento latinoamericano desde el triunfo de la

Revolución Cubana hasta la caída de la Unidad Popular. Otra obra de la mayor

importancia para estudiarla crítica revolucionaria de la época es La Revolución

Continental de Rodney Arizmendi, el más profundo esfuerzo de un antiguo

comunista por comprender las corrientes teóricas de su tiempo, incluidas las de los

propios partidos comunistas y las de los “nuevos revolucionarios” latinoamericanos,

deseosos de extender la experiencia de la revolución cubana, y, ambos, puntos de

referencia de la sociología latinoamericana de izquierda.

El enjuiciamiento de la literatura contrarrevolucionaria ha sido escaso. John Saxe

Fernández ha dedicado varios ensayos a la ciencia y la contrarrevolución; pero dada

la magnitud del fenómeno en sus manifestaciones de guerra interna (control de la

natalidad, control militar de las migraciones, control y destrucción genocida de los

cuadros dirigentes, control y destrucción de una fuerza de trabajo -que dejó de ser

“reserva” y se convirtió en amenaza para una economía dominada por el “saving

labor capital“-) y dada la necesidad de grandes movimientos antifascistas, de

resistencia y liberación, la crítica a las investigaciones fascistas y neofascistas es

tan pobre como las investigaciones mismas. El fenómeno de la “contrarrevolución

preventiva” y la “desestabilización”, con sus viejas y nuevas formas de

manipulación, la combinación de trampas de césares, modelos matemáticos y

medidas macro-económicas y macro-políticas, y uso contrainsurgente de viejos y

nuevos textos marxistas para una política de masas contra las masas, no obstante

su peligrosidad, apenas ha sido objeto de análisis críticos y sistemáticos por la

investigación social al servicio de las fuerzas democráticas y revolucionarias.

Resumen y perspectivas

En la evolución de la crítica a las ciencias sociales se plantea de algún modo la

historia del poder. La universidad y los centros de investigación de América Latina

expresaron con sus explicaciones, su metodología y técnicas, la historia de la

consolidación y crisis del Estado imperial, y de los grupos y clases que luchan contra

él rebelándose, sometiéndose, integrándose, o acumulando fuerzas para nuevas

batallas.

La dominación creciente de América Latina por el imperialismo norteamericano tuvo

como secuela académica la crítica al “imperialismo en sociología” y el predominio

de las nuevas técnicas de investigación estructural-funcionalista, útiles instrumentos

en manos de sus administradores y estrategas. No todos los autores de esta

corriente fueron funcionarios del imperio, pero incluso los que guardaron una

distancia académica frente a él, tarde o temprano vieron a muchos de sus discípulos

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y colaboradores realizar estudios y encuestas directamente al servicio de la

penetración imperial, mientras otros, al enfrentarse al imperio, de algún modo

renegaban del funcionalismo.

Las críticas surgidas de la oposición al imperio expresan en distintas formas la lucha

de las burguesías nacionales, públicas y privadas, las de las capas medias, las de

los movimientos progresistas y revolucionarios de base obrera y campesina, con

proyectos democráticos, nacionalistas, de liberación nacional e incluso socialistas.

Estas críticas cobraron las más distintas formas de masas a las que directa o

indirectamente pretendías servir. El incremento del nivel teórico y técnico de los

especialistas en ciencias sociales, basado en conceptos y normas del

neopositivismo, lejos de ser útil a los sociólogos que luchaban contra la penetración

imperial y por apoyar a los movimientos democráticos y revolucionarios, con

frecuencia obstaculizó el desarrollo de un pensamiento realmente dialéctica capaz

de profundizar con rigor en los problemas a que se enfrentaban las fuerzas a que

ese conocimiento pretendía servir. Emplear un lenguaje marxista ortodoxo no fue

siempre signo de investigación. Con frecuencia sirvió como forma de identificación

política, como propagnada de ideas y posiciones, no fue éste el lenguaje

predominante del mundo académico que “investigaba”; ese mundo en general

rechazó el lenguaje partidario, para buscar el neologismo y la alusión. Parte de la

sociología que optó por las alusiones e ilusiones de la “Revolución Latinoamericana”

pretendió, y en algunos casos logró, el respaldo de fuerzas antagónicas. Buscó un

punto de alusiones atractivas para granjearse a la vez la venia de las fundaciones y

sus funcionarios académicos y la simpatía de los estudiantes rebeldes. En

muchísimos casos -con posiciones radicales o moderadas- el problema de los

científicos sociales fue de reconocimiento, más que de conocimiento.

Hubo otro tipo de sociología inconsecuente y mimética -el de la disciplina política

convertida en vulgaridad de la conceptualización y el lenguaje, y el de

construcciones barrocas de modelos abstractos- que quitó a la crítica democrática

y revolucionaria, la posibilidad de un auténtico respaldo científico a las masas y los

trabajadores. Ni por los problemas tratados, ni por la elaboración teórica, ni por el

análisis histórico, político y de clases, ni por el lenguaje vulgar o conceptual

empleados, las obras botadas de esta actitud fueron realmente los “libros útiles” que

requieren los movimientos de masas y las organizaciones progresistas y

revolucionarias.

Las ciencias sociales ampliaron su conocimiento de América Latina conforme la

crisis se profundizó, pero yendo siempre a la zaga de la crisis, por debajo de los

movimientos más avanzados, ya porque los siguieran fielmente en sus

planteamientos, (sin enriquecerlos con un conocimiento teórico e histórico riguroso,

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propio de una verdadera investigación que lograra esclarecer contextos, establecer

relaciones concretas significativas, realizar selecciones de las grandes

expreriencias prácticas, y elaborar antologías delas más sagaces interpretaciones

de los líderes democráticos y revolucionariso) ya porque se alejaran de la lucha real

hacia construcciones de conceptos sobre modelos sociales, imprecisamente

alusivos al marxismo-leninismo, los cuales incluso criticando y enjuiciando al

sistema dominante quedaban prisioneros del mismo, al no proporcionar instumentos

teóricos e históricos de lucha a las fuerzas trabajadoras y sus aliados, y al limitarse

a lo sumo a elaborar ecos o reflejos formales e impotentes de las protestas

populares, democráticas y revolucionarias.

La crítica a las ciencias sociales que reclamó para sí la representación de las luchas

liberadoras (por su expresión vulgar o por la de un nuevo conceptismo o

culteranismo cuyo punto de referencia era unas veces el propio pueblo imitado y

vulgarizado, y otras la nueva Roma estructuralista) no permitió que de la originalidad

de su pensamiento derivaran estudios concretos sobre la revolución

latinoamericana y sus antecedentes en los distintos países y regiones, ni que se

lograra una reelaboración histórica de los conceptos más generales del marxismo,

profunda, precisa, documentada, útil a los militantes sin bibliotecas, sin tiempo ni

condiciones para un trabajo sistemático a la vez teórico y táctico, histórico y

coyuntural. El proceso latinoamericano -el actual y más rico- siguió relegado a un

registro y reflexión predominantemente orales, circunstanciales, sin que los

especialistas pudieran establecer los vínculos entre esa problemática y su propio

trabajo intelectual de historia pasada y presente, de variaciones sociales y políticas

ocurridas en amplias regiones. Los estudios más avanzados se limitaron análisis de

sistemas de clases, más estructurales que históricos o políticos. En la mayoría de

esos estudios hubo un excesivo interés por la tipificación de las sociedades, por su

caracterización formal y su traducción al mundo conceptual del marxismo, en

detrimento de análisis científicos que superaran las etapas de la mera clasificación,

para ir en busca de definiciones del poder real, útiles a la acción política. La crítica

a las ciencias sociales que se hizo eco de los movimientos de masas, buscó ser

reconocida por sus “autoridades”. Cuando llegó incluso a plantear una problemática

de fenómenos históricos, de las técnicas historiográficas aplicadas a periodos

largos, a episodios y coyunturas políticas de los que dejar una obra real. Caso

extremo de sujeció intelectual que sometía o frenaba a las masas con las

“autoridades” de una y otras.

En medio de una historia riquísima como la de América Latina, pocos fueron los

libros de historia social, política, cultural que dieran cuenta del pasado inmediato en

trabajos de síntesis, monografías, acervos de fuentes documentales, destinados a

ligar la historia de los días pasados con la historiografía de sus circunstancias y

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antecedentes cercanos o remotos. Esos libros no se han escrito o existen en

número y calidad muy inferiores y marginales la grandeza y dramaticidad de las

luchas, y son también inferiores a las posibilidades de una cultura superior que

muestra su liberación sólo parcial con las mistificaciones vulgarizadoras y

demagógicas, o con las culturales y conceptuales. La vieja prohibición colonial de

escribir libros sobre el Nuevo Mundo mostró tener un arraigo inquebrantable, y las

tretas y artes de una cultura colonial antigua y renovada, por loas que dejaba la

experiencia de las luchas anticoloniales a la memoria del vulgo y su lenguaje, o las

eludía con palabras y conceptos remotos, mostraron una vigencia efectiva, a veces

casi natural e inconsciente en sus autores. La cultura verbal del hombre colonizado

prevaleció sobre la escrita para narrar las experiencias en reflexiones más

originales. Toda la historia de la cultura Hispanoamérica como cultura opresiva se

impuso sobre a de la liberación en el campo de las ciencias sociales, anulando o

limitando muchísimas obras.

No obstante, la sociología progresista y crítica del sistema imperante fue objeto de

las más brutales persecuciones. Lo sigue siendo. En algunos casos la crisis del

Estado, y el desarrollo de nuevos regímenes autoritarios, fascistas y neofascistas,

llevó al cierre de los departamentos de sociología de las universidades y a la

persecución de los sociólogos. Muchos sociólogos fueron cesados, encarcelados,

exiliados, victimados a consecuencia de su mimetismo popular- revolucionario o de

sus alusiones ilustradas al proceso revolucionario, débiles en la vinculación de la

cultura cotidiana y la cultura superior, y en la igualación de los actos con las

palabras, pero amenazantes para los tiranos con lemas que podían convertirse en

programas, o abstracciones capaces de preñar la realidad. Pero, sobre todo, porque

muchos de ellos, de una manera u otra, se pusieron al lado de las masas y sus

organizaciones. Con frecuencia la persecución de la sociología ocurrió al tiempo

que eran eliminados los derechos individuales y sociales para el conjunto de la

población. Las ciencias sociales no fueron las primeras víctimas, pero al final

dejaron de ser cultivadas en la mayoría de las universidades de América Latina. Las

universidades latinoamericanas -autónomas y liberales- entraron en crisis, fueron

clausuradas, fueron sustituidas por centros de formación técnica, administrativa,

militar. Los sociólogos partieron al exilio, se encerraron en pequeños centros de

reclusión académica más o menos asociados a isntituciones internacionales,

huanitarias, socialdemócratas y liberales, o se fueron a la lucha política, abierta o

clandestina. Tal llegó a ser la situación de los especialistas en ciencias sociales en

la década de los setentas. La vida académica no desapareció del todo. Se desplazó

a países donde subsisten regímenes constitucionales, o siguió trabajando en

pequeños claustros más o menos aislados dentro de los países tiranizados. Desde

ellos, la crítica que tiende a prevalecer -con creciente influencia de Gramsci- parece

inclinarse por una sociología realmente histórica y concreta que produzca los

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ensayos del mayor rigor posible sobre los hechos del pueblo. en algunos casos sus

autores seguramente lograrán unir la cultura superior y escrita, sistemática en el

campo o la biblioteca, con los movimientos de las masas; el libro útil, con las

organizaciones proletarias y los movimientos de liberación.