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Segundo Galilea Seguir a Jesús http://www.mercaba.org/FICHAS/ CONVERSIÓN Y SEGUIMIENTO EL ROSTRO DE JESÚS SEGUIR A JESÚS EN MI HERMANO SEGUIR A JESÚS EN EL POBRE SEGUIR A JESÚS CONTEMPLATIVO SEGUIR A JESÚS FIEL HASTA LA CRUZ EL RADICALISMO DEL SEGUIMIENTO DE CRISTO CONVERSIÓN Y SEGUIMIENTO

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Segundo Galilea

Seguir a Jesús

http://www.mercaba.org/FICHAS/

CONVERSIÓN Y SEGUIMIENTO

EL ROSTRO DE JESÚS

SEGUIR A JESÚS EN MI HERMANO

SEGUIR A JESÚS EN EL POBRE

SEGUIR A JESÚS CONTEMPLATIVO

SEGUIR A JESÚS FIEL HASTA LA CRUZ

EL RADICALISMO DEL SEGUIMIENTO DE CRISTO

CONVERSIÓN Y SEGUIMIENTO

«Simón Pedro, ¿me amas?... Sí, Señor... Sígueme... Cuando eras joven... ibas adonde querías; pero cuando te hagas maduro... otro te llevará adonde no quieras» (Jn 21).

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Nos sucede a menudo que los árboles no nos dejan ver el bosque. Eso también suele acontecer en la espiritualidad. Para muchos católicos, esta palabra evoca multitud de exigencias, de iniciaciones, de nociones teológicas, que terminan por encubrir su núcleo simple y esencial. Otros parecen confundir tal o cual «árbol» importante con el «bosque». Identifican la espiritualidad (y hablar de espiritualidad es hablar de vida cristiana) con la oración, o con la cruz, o con la entrega a los demás...

El Evangelio nos revela la raíz de toda espiritualidad y nos devuelve la exigente simplicidad de la identidad cristiana. Nos enseña que ser discípulo de Jesús es seguirlo, y que en eso consiste la vida cristiana. Jesús exigió fundamentalmente el seguimiento, y todo nuestro cristianismo se construye sobre nuestra respuesta a esta llamada (v. gr., Mt 8,18-22; 9,9; 10,38; 17, 24; 19,21.28; Mc 1,17-18; 3,13-14; Lc 14,25-27; Jn 1,43; 8,12; 10,1-ó.27; 21,15-22; etc.). Desde entonces, la esencia de la espiritualidad cristiana es el seguimiento de Cristo bajo la guía de la Iglesia.

Ser cristiano es seguir a Cristo por amor. Es Jesús que nos pregunta si lo amamos, nosotros que respondemos que sí, El que nos invita a seguirlo. («Simón Pedro, ¿me amas?... Sí, Señor... Entonces sígueme...» (Jn 21). Eso es todo. Así de simple. Ignorantes, llenos de defectos, Jesús nos conducirá a la santidad, a condición que comencemos por amarlo y que tengamos el valor de ir en su seguimiento.

El cristianismo no consiste sólo en el conocimiento de Jesús y de sus enseñanzas transmitidas por la Iglesia. Consiste en su seguimiento. Sólo ahí se verifica nuestra fidelidad. Seguimiento que es la raíz de todas las exigencias cristianas y el único criterio para valorar una espiritualidad. Así, no existe una «espiritualidad de la cruz», sino del seguimiento; seguimiento que en ciertos momentos nos exigirá la cruz. No existe una «espiritualidad de la oración», sino del seguimiento. El seguimiento nos lleva a incorporarnos a la oración de aquel a quien seguimos. No existe una «espiritualidad de la pobreza», sino del seguimiento. Este nos despojará si somos fieles en seguir a un Dios empobrecido. No existe una «espiritualidad del compromiso», pues todo compromiso o entrega al otro es un fruto de la fidelidad al camino que siguió Jesús. Seguir a Cristo implica la decisión de someter todo otro seguimiento sobre la tierra al seguimiento de Dios hecho carne. Por eso hablar de seguimiento de Cristo es hablar de conversión, de «venderlo todo», en la expresión evangélica, con tal de adquirir esa perla y ese tesoro escondido que constituye el seguir a Jesús (Mt 13,44-46). Sólo Dios puede exigir un seguimiento así, y es que seguir a Jesús es seguir a Dios, el único absoluto.

Todo cristiano sabe lo que es la conversión: adecuarse a los valores que Cristo enseñó, que nos arrancan el egoísmo, la injusticia y el orgullo. Sabe también que la conversión es el fundamento de toda fidelidad cristiana en la vida personal, en el apostolado o en los compromisos sociales, profesionales y políticos. Ella nos arranca de nuestros «encierros» y nos conduce «adonde no queríamos» en el seguimiento de Cristo.

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No siempre se tiene conciencia de la autonomía de la conversión. Esta exigencia evangélica, universal, no está ligada al grado de instrucción o de cultura ni a ninguna posición social. No está ligada al poder, ni a la riqueza, ni al saber. Ni a ningún tipo de actividad, compromiso o ideología. No existen «profesionales» ni «clases» de convertidos. Ni aun el hecho de ser religioso, obispo o cardenal supone necesariamente el hecho de la conversión, que tiene exigencias autónomas.

Todo cristiano, cualquiera sea su posición profana o eclesiástica, está llamado permanentemente al dinamismo de su conversión, en el cual no hay privilegios o acepción de personas y que depende radicalmente de una respuesta a la llamada de Cristo. Esta respuesta condiciona todo proyecto humano y eclesial y es la única verificación auténtica de cualquier compromiso: «En el día del juicio muchos me dirán: Señor, Señor, profetizamos en tu nombre, y en tu nombre arrojamos los demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros. Yo les diré entonces: No los reconozco. Aléjense de mí todos los malhechores».

«Pero el que escucha mis palabras y las practica, es como un hombre juicioso que edificó su casa sobre la roca. Cayó la lluvia a torrentes, sopló el viento huracanado contra la casa, pero la casa no se derrumbó, porque tenía los cimientos sobre la roca...» (Mt 7,22-25).

Tampoco somos siempre conscientes del itinerario de la conversión, de su dinamismo crítico. No hay una sola llamada de Cristo en la vida, hay varias, cada una más exigente que la anterior, y envueltas en las grandes crisis de nuestro crecimiento humano-cristiano. La conversión es un proceso que nos interna en el radicalismo evangélico de nuestro «mundo» para vivir en el éxodo de la fe y del seguimiento del Señor. El Evangelio nos muestra este proceso crítico en los discípulos de Jesús. Tal vez con más relieve que en otros en el éxodo espiritual de Pedro.

Podemos situar la conversión de Pedro al seguimiento de Cristo a partir de la pesca milagrosa que nos relata Lucas (/Lc/05/01-11). El texto es bien conocido. Jesús acababa de predicar a una gran multitud desde una barca, a orillas del lago de Galilea. Entre sus auditores estaban Pedro y algunos otros futuros Apóstoles. Hasta el momento habían seguido a Cristo de lejos, en medio de sus trabajos de pesca, sin haber sido llamados todavía a su seguimiento más radical (Jn 1,35-42).

Terminado su discurso, Jesús los invita a pescar. Ellos ya lo han hecho durante la noche sin ningún éxito. Pedro, haciendo confianza en la palabra de Cristo, que ya había aprendido a aceptar, vuelve al lago a echar las redes. La pesca es extraordinaria, y vuelto a tierra, Pedro se da cuenta que tiene ante sí a alguien que es más que un sabio predicador. Esto contrasta con la conciencia de sus miserias y desencadena en él un conflicto. Arrodillado ante Jesús le pide que se aparte, porque es un pecador. Pero el Señor aprovecha esta crisis en la conciencia de Pedro para llamarlo a la conversión: «No temas, de ahora en adelante serás pescador de hombres».

Pedro se entrega a Cristo El signo de su conversión y la de sus compañeros es que «lo dejaron todo y siguieron a Jesús» (Lc 5,11).

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A primera vista parece la conversión total. Pero a través de las actitudes de Pedro en el transcurso de la vida pública de Jesús, podemos percibir que su itinerario como convertido estaba en sus comienzos. Hay en él mucha generosidad, entusiasmo, impulsividad y amor sensible al Señor. Pero también hay exceso de confianza en sí mismo y en sus posibilidades. Su idea de Cristo y del reino a los que se había entregado era aún superficial. Su compromiso tenía la ambigüedad de muchos israelitas de su tiempo: Jesús para él no era sólo un maestro religioso, sino también el Mesías temporal que liberaría Palestina. Sólo al promediar los tres años de ministerio, Pedro reconoce en Jesús al Hijo de Dios (Mt 16,16), pero la naturaleza del reino se le escapa; «pescador de hombres» tuvo para él y sus compañeros la noción de una empresa temporal, en la que ejercerían influencia y autoridad. Por eso discuten sobre los primeros puestos (Mt 20,21; Mc 9,34), y hasta la hora de la resurrección esperan la restauración de Israel (Hch 1,ó).

Por eso Pedro experimenta una creciente dificultad en comprender la naturaleza del seguimiento. Cuando Jesús habla de la cruz, se escandaliza (Mt 16,22). Es incapaz de aliviar a los endemoniados, como su maestro, porque aún no ha entendido el valor de la fe y la oración (Mc 9,14-29). Durante las horas de la pasión experimenta sus limites en forma dramática y toda la precariedad de su compromiso y de su conversión. Lleno de fervor sensible había anunciado que él no abandonaría al Maestro, aunque los demás lo hicieran (Mt 26,33-35). Horas más tarde negaba y traicionaba a su Señor reiteradamente.

Para Pedro ésta fue una grave crisis. Le hizo comprender hasta qué punto su conversión era superficial. Su autosuficiencia y miras humanas se derrumbaron.

Pero Jesús aprovecha esta misma crisis para volver a llamarlo a una conversión más madura y decisiva. La escena corresponde a los relatos de la resurrección, y la trae Juan en el capítulo 21,1-19. Es muy semejante a la del primer seguimiento. El lugar es el mismo -el lago de Galilea- y las circunstancias muy parecidas. Pedro y otros apóstoles están de pesca y no han cogido nada en toda la noche. Al amanecer, Jesús, desde la orilla, les ordena echar la red a la derecha, y pescan un número enorme de peces grandes. Luego se reúnen con él a la orilla para comer. Al final de la comida, Jesús se dirige nuevamente a Pedro, y le dirige, al igual que años atrás, la llamada a seguirlo. Esta vez en forma de una triple pregunta: «Simón, ¿me amas más que éstos?... Sí, Señor; tú sabes que te quiero... Apacienta mis corderos» (Jn 21,15-17).

Pedro ha sido capaz de superar sus crisis y de decir «sí» a Jesús, pero éstas le han enseñado mucho. Le permiten una respuesta madura, más honda y cualitativamente diferente que tres años atrás. Aparentemente ha perdido entusiasmo y la generosidad sentida y espontánea de entonces. Ya no se atreve a afirmar -como lo hubiera hecho antes de la pasión- que él quería a Cristo más que los otros.

Hay en él la conciencia acumulada de sus limites y fallos, lo cual lo ha hecho más humilde, y por eso su entrega ahora no se basa más en sus posibilidades, sino en la palabra de Jesús que lo ha llamado. Parece menos entusiasta y entregado, pero en realidad ahora es cuando su conversión es más lúcida y profunda. Ahora se entrega con conocimiento de causa a un Señor crucificado y a un reino que no es de

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este mundo y que se construye en la fe. Pedro está maduro para seguir a Cristo, sin ilusiones ni sentimientos, en la madurez y la profundidad de la vida de fe. Antes había dejado su casa, sus barcas y su trabajo, pero no se había entregado a si mismo. Por eso Jesús completa su llamada con un anuncio: «Cuando eras joven, tú mismo te ponías el cinturón e ibas adonde querías. Pero cuando te hagas maduro abrirás los brazos y otro te amarrará la cintura y te llevará adonde no quieras» (Jn 21,18). El seguimiento de Pedro desde la conversión superficial e incipiente hasta la conversión madura de la fe, a través de la crisis, es un paradigma del proceso de la conversión de cada cristiano. Al igual que Pedro, nosotros también escuchamos en algún momento de nuestra vida una primera llamada a la conversión. Decidimos tomar en serio el cristianismo; en muchos casos seguir a Cristo con una dedicación total. Cada uno sabe cuándo fue la primera conversión de su vida, a menudo en plena juventud.

Como los apóstoles, nos hicimos discípulos «dejando las barcas, las redes» y a veces la familia. Nos pareció entonces la mayor generosidad. Todo nos estimulaba al seguimiento, pues éste tenía un sabor sensible y realizador. La presencia del Señor era «sentida» y la oración nos aportaba un consuelo que equilibraba las dificultades de la acción, en la cual Jesús también era «sentido» como apoyo e inspiración.

El compromiso apostólico y social nos «llenaba». Aun con poca experiencia, al comienzo todo era una novedad, un fascinante descubrimiento del servicio a los demás. No queríamos poner límite a la caridad y al sacrificio, que nos «realizaba» y que tenía su propia recompensa. La pobreza evangélica tenía un sabor, incluso un cierto romanticismo. Si habíamos optado por la castidad, ésta siempre significó renuncia y dificultades, pero que se nos hacían llevaderas por la presencia de Cristo y de su ideal evangélico, fuertemente sentidas en nuestro corazón.

Con el tiempo todo fue cambiando. Vino una especie de crisis, a veces repentina, las más de las veces progresiva y lenta. El momento en que se presentó, turbado el entusiasmo del primer seguimiento, no fue igual para todos. Algunos meses, algunos años, varios años después. En todo caso, nuestra vida de fe es invadida por una creciente insensibilidad. Los valores evangélicos a los que nos habíamos convertido van perdiendo el sentido y la atracción sensible que al comienzo ejercían sobre nosotros. La presencia de Cristo en nuestra vida, y particularmente en la oración, la sentimos cada vez menos; experimentamos más bien una aridez, una soledad, una oscuridad que nos hace lejano el rostro del Señor.

La oración ya no nos aporta el apoyo sensible de antes; más bien se hace fatigosa y seca. No parece que influye en nuestra vida ni en nuestra acción. Nos parece que recemos o no recemos todo seguirá igual: nosotros, nuestros compromisos, los demás, la historia. Por eso una de las primeras tentaciones que nos sobrevienen es la de abandonar la oración personal. Los compromisos apostólicos o sociales pierden su novedad. Se hacen rutinarios. Los trabajos y problemas que tenemos que abordar se van repitiendo con fatigosa similitud y debemos hablar siempre de las mismas cosas. La naturaleza humana se nos revela parecida en todas partes. Comenzamos a experimentar desilusiones, fracasos y vemos la relatividad de nuestro empeño. Las dificultades, obstáculos y persecuciones se van multiplicando, a veces de donde menos pensábamos; también

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de parte de compañeros de trabajo y de autoridades eclesiásticas. Sobreviene el cansancio, un deseo de independencia, de hacer algo más interesante, de «hacer nuestra vida». Un deseo de instalarse, de trabajar sólo lo indispensable, sin búsqueda, sin cambio, sin creatividad.

La pobreza y el sacrificio se van haciendo duros. Han perdido su primer sabor y además no han sido aplaudidos como creíamos. Somos mal interpretados, juzgados como «exagerados». Además, conforme pasan los años, nos hacemos más exigentes, más «burgueses». Buscamos seguridad y un «mínimo de confort». El primer impulso de la caridad y del servicio a los demás también se resiente. Al paso del tiempo advertimos la dificultad de esa exigencia, sobre todo cuando deja de estar apoyada en el sentimiento, y que no sabemos amar. Los límites del temperamento, que no hemos podido sacudir, se van acentuando al correr de los años, con el peligro que vayan ejerciendo sobre nosotros una tiranía creciente conforme llegamos a la madurez.

En los que optaron por el celibato, la castidad también se complica. Al llegar a nuevas etapas de la vida se advierten nuevas dimensiones de exigencia no entrevistas en la juventud. Debemos aceptar no sólo la renuncia a la intimidad con el otro sexo, sino también a prolongarnos en otros seres, al ambiente afectivo de un hogar..., debemos aceptar una forma de soledad radical.

La gran tentación de esta crisis es la transacción. Buscar un acomodo entre el Evangelio y el «mundo», entre la santidad y la fidelidad indispensable, de manera que tras un exterior honesto, aparentemente «intacto», interiormente nos hemos instalado, perdiendo el dinamismo del seguimiento y del amor. Tendemos a introducir en nuestra vida derivativos y compensaciones del Evangelio. Viene un conformismo, un deseo de «hacer carrera», de transformar el radicalismo cristiano en «prudencia política». Buscamos cargos, prestigio exterior, sin preocuparnos si ello corresponde a las exigencias de Jesús sobre nuestra vida.

Es la tentación del desaliento. Tal vez comprendemos por primera vez, en todo sentido, la sentencia de Jesús a los Apóstoles: «Esto es imposible para los hombres, pero para Dios todo es posible» (Lc 18,27).

Esta crisis del seguimiento cristiano, dramática o sutil, es precisamente la que nos prepara y nos conduce a una conversión más madura y decisiva. Como Pedro después de la pasión, a través de la crisis, de su desconcierto e insensibilidad, Jesús nos vuelve a llamar.

Lo importante es saber abordar etapas, normales, propias del dinamismo de la conversión. Ellas nos colocan una vez más frente a la alternativa crucial: o quedarnos en el desánimo y la mediocridad u optar nuevamente por el radicalismo del Evangelio, más lúcida y maduramente. Jesús nos conduce a la conversión en la fe, profunda y adulta, que va más allá del entusiasmo sensible de una primera conversión. No debemos comparar etapas en nuestra vida; normalmente, la generosidad, la oración, el compromiso y la pobreza van evolucionando y purificándose. De un apoyo en el sentimiento, en la buena voluntad y en las capacidades personales, maduran para apoyarse en la palabra de Cristo y en las exigencias del Evangelio asumidas en la fe.

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Esto nos llevará a otra forma de seguimiento más radicado en la causa del Evangelio y menos en los sentimientos o en el deseo inconsciente de realizarnos y de tener influencia. A otra oración, menos «sentida» y buscada por motivos psicológicos, más fundamentada en el seguimiento de Cristo que nos incorpora a su oración liberadora. A otra pobreza, menos exterior y preocupada de «testimonio» y más de dura solidaridad con Cristo pobre y con los desposeídos.

La castidad, siempre difícil, se irá sublimando en la amistad universal y en la fidelidad del amor exclusivo al Señor. Seremos capaces de volver a empezar cada día en el aprendizaje del amor fraterno no por la realización afectiva que nos aporta, sino por el servicio de Jesús que vive en el hermano.

Los sentimientos y la sensibilidad podrán reaparecer y ayudar más o menos intensamente nuestras convicciones evangélicas, pero quedarán más adheridas a las opciones de una caridad purificada y de una fe radical que nos empujan, como a los Apóstoles, a ser «testigos del Evangelio... hasta los limites de la tierra» (Hch 1,8).

Hay que saber evolucionar y crecer en las etapas de crisis que marcan las grandes conversiones de la vida. En el fondo se trata de redescubrir los grandes valores que nos atrajeron al comienzo bajo una nueva luz. Seguir orando, entregándose a los demás, trabajando y esperando, en una cierta oscuridad y aridez, inspirados en las convicciones de la fe. 

La verdadera conversión cristiana es en la fe Sólo ella nos permite dar el paso radical de entregarnos sin reserva a la palabra de Jesús. Como Pedro, podemos entregar nuestro trabajo y todas las cosas, pero reservarnos en nuestro fondo de egoísmo. Conservamos nuestra vida. («... El que conserva su vida, la pierde, y el que pierde su vida en este mundo, la conserva para la vida eterna...» [Jn 12,25]).

La conversión de la madurez no consiste tanto en «sentir» nuestro seguimiento o en multiplicar actos de generosidad, sino más bien en dejarnos conducir por el Señor en la fe, en la cruz y en la esperanza. «Cuando eras joven, tú mismo te ponías el cinturón e ibas adonde querías. Pero cuando te hagas maduro, abrirás los brazos y otro te amarrará la cintura y te llevará adonde no quieras» (Jn 21,18).

EL ROSTRO DE JESÚS

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«Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y nosotros hemos visto su gloria, la que corresponde al Hijo único del Padre. En El todo era amor y fidelidad... En El estaba toda la plenitud de Dios, y todos recibimos de El...» (Jn 1,14.16).

La originalidad y la autenticidad de la espiritualidad cristiana consiste en que seguimos a un Dios que asumió la condición humana. Que tuvo una historia como la nuestra; que vivió nuestras experiencias; que hizo opciones; que se entregó a una causa por la cual sufrió, tuvo éxitos, alegrías y fracasos, por la cual entregó su vida. Ese hombre, Jesús de Nazaret, igual a nosotros menos en el pecado, en el cual habitaba la plenitud de Dios, es el modelo único de nuestro seguimiento.

Por eso el punto de arranque de nuestra espiritualidad cristiana es el encuentro con la humanidad de Jesús. Eso le da a la espiritualidad cristiana todo su realismo. Al hacer de Jesús histórico el modelo de nuestro seguimiento, la espiritualidad católica nos arranca de las ilusiones del «espiritualismo», de un cristianismo «idealista», de valores abstractos y ajenos a experiencias y exigencias históricas. Nos arranca de la tentación de adaptar a Jesús a nuestra imagen, a nuestras ideologías y nuestros intereses. Nuestra espiritualidad tiene que recuperar el Cristo histórico. Esta dimensión a menudo ha quedado ensombrecida en nuestra tradición latinoamericana. Esta tiene una tendencia a deshumanizar a Jesucristo; a asegurar su divinidad sin poner de relieve suficientemente su humanidad, con todas sus consecuencias. Jesús «poder», extraordinario, milagroso, puramente divino, oscurece al Jesús como modelo histórico de seguimiento.

Jesús de Nazaret es el único camino que tenemos para conocer a Dios, sus palabras, sus hechos, sus ideales y sus exigencias. En Jesús se nos revela el Dios verdadero: poderoso, pero también pobre y sufriente por amor; absoluto, pero también protagonista de una historia humana, y cercano a cada persona.

Sólo en Jesús histórico conocemos realmente los valores de nuestra vida cristiana. Existe el peligro de formular estos valores a partir de ideas y definiciones: «la oración es esto..., la pobreza consiste en esto otro..., el amor fraterno tiene tales características...». Pero así como no sabemos quién es Dios si no lo descubrimos a través de Jesús, tampoco sabemos realmente lo que es la oración, la pobreza, la fraternidad o el celibato sino a través de la manera como Jesús realizó estos valores. Jesús no es sólo un modelo de vida, es la raíz de los valores de la vida.

Así, todo seguimiento de Jesús comienza por el conocimiento de su humanidad, de los rasgos de su personalidad y de su actuar que constituyen de suyo las exigencias de nuestra vida cristiana.

Este conocimiento, sin embargo, no es el resultado de la pura ciencia bíblica o teológica, sino de un encuentro en la fe y en el amor, propios de la sabiduría del Espíritu y de la contemplación cristiana. Se trata de conocer al Señor que seguimos «contemplativamente» con todo nuestro ser, particularmente con el corazón. Como un discípulo y no como un estudioso. Como un seguidor y no como un investigador. Aquí vemos otra vez lo original de la espiritualidad cristiana: no conocemos a Jesús sino en la medida en que buscamos seguirlo. El rostro del Señor se nos revela en la experiencia de su seguimiento. Por eso la cristología católica es una cristología contemplativa que lleva a la praxis de la imitación de Jesús.

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Ahora bien, no pensemos que es fácil este conocimiento contemplativo e imitativo de Jesús. Va más allá del análisis y de la razón. San Pablo nos habla de una «sabiduría escondida venida de Dios» (1 Cor 1,30; Ef 1,9) y nos habla también que le fue revelado el conocimiento del Señor (Gál 1,16), de cara al cual tuvo todo lo demás por pérdida (Fil 3,8). La revelación de Cristo en nosotros, la cristología contemplativa de que hablamos es don del Padre. Requiere en nosotros, para ser recibida como sabiduría y no sólo como ciencia, una gran pobreza de corazón y los dones del Espíritu Santo, que sopla donde quiere.

Podemos disponernos a esta revelación contemplativa de Jesús adentrándonos con fe en el Evangelio y disponiéndonos como discípulos a aprender lo que esta Palabra nos enseña del Señor. Podemos estar en posesión de una sólida cristología y de una exégesis, pero éstas nunca reemplazan a la contemplación del Evangelio. Este nos transmite lo que más intensamente impresionó a los apóstoles y a los primeros discípulos, recogido en la tradición de las primeras comunidades como el recuerdo más significativo para la fe y el corazón de los cristianos. «Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos mirado y nuestras manos han palpado acerca del Verbo, que es vida, les anunciamos...» (1 Jn 1,1).

Por eso el Evangelio es irreemplazable. Encontramos en él la cristología como sabiduría y la imagen de Cristo como mensaje inspirador de todo seguimiento. Encontramos una Persona susceptible de ser imitada por amor. Este amor contemplativo, de suyo y progresivamente, nos lleva a la imitación de Jesús, que es la mejor garantía del seguimiento.

Esto no implica caer en un «historicismo» literal en torno al Jesús del Evangelio que olvide que nuestra imitación se refiere antes que nada al Cristo de la fe, tal como la Iglesia lo comunica. Precisamente este Cristo de la fe que transmite la Iglesia está en continuidad con el Evangelio y a su vez garantiza la objetividad de nuestra contemplación, que con todo derecho quiere apoyarse en los Evangelios transmitidos por la Iglesia como estímulo de nuestra conversión.

Jesús de Nazaret

Cuando queremos precisar la imagen humana de Jesús y su mensaje cristológico nos situamos ante una tarea imposible de llevar a una consecución definitiva. Por de pronto, la personalidad que nos transmiten los Evangelios es imposible de comprender y abarcar. Es tan radicalmente paradójica y contrastante para nuestras referencias, que escapa a cualquier clasificación. Cuando nos parece que ya lo conocemos, se nos vuelve a diluir con rasgos nuevos que no habíamos descubierto y que desdibujan nuestro esquema anterior. La contemplación de Cristo nos introduce en una personalidad inagotable.

Con todo, cada uno de nosotros tiene una imagen personal del Señor. Más o menos fundada, más o menos inconsciente, formando parte de una cristología que influye en nuestro ser y en nuestro actuar cristianos. Aunque no nos demos cuenta, en esta imagen que nos hacemos de la personalidad de Jesús entra nuestro propio modo de ser, nuestra propia psicología y las formas de nuestro egoísmo. Estamos siempre en peligro de deformar, según nuestros propios condicionamientos, la verdadera personalidad del Señor. Tendemos a hacer a Jesús a nuestra imagen y

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semejanza, a nuestra medida, justificando nuestras mediocridades e infidelidades. A adaptar a nosotros el mensaje de la personalidad de Cristo y no nosotros a él. La sola manera de escapar a esta permanente tentación será la vuelta permanente a la contemplación del Cristo de los Evangelios. De otra manera transformaremos la cristología en proyección personal y la praxis cristiana en ideología, en la cual tomamos los aspectos del Evangelio que convienen a una posición personal o ideológica ya tomada.

¿Cuál es el mensaje del Evangelio sobre la personalidad del Señor?

En primer lugar nos presenta la dimensión religiosa de Jesús. Una persona profundamente ligada al Padre, en comunicación con El, dependiente de su voluntad. Un hombre que cultivó permanentemente esta intimidad y cuya oración es un signo evidente de ello. La oración de Cristo es algo impresionante. En medio de su actividad, a menudo se retiró a orar y pasaba noches en oración (Mc 1,35; Lc 4,42; etc.). Los momentos cruciales de su vida, y en los que fue particularmente tentado, estuvieron marcados por largos momentos de plegaria (el ayuno de los cuarenta días, Getsemaní...). Jesús estaba enteramente entregado al Padre.

Esta entrega, expresada permanentemente en su oración, trasciende su propia situación personal o cultural. Jesús oró realmente, como una necesidad de su humanidad de comunicarse con su Padre y de expresar su amor a El. En ello es perfectamente hombre. Esta comunicación con el absoluto de Dios es propia de la naturaleza humana y la posibilidad de realizarla no está ligada a formas de culturas pretécnicas o a formas religiosas «rurales» (en que vivía la Palestina de entonces). La forma de relación de Cristo con su Padre es normativa y no cultural; trasciende las contingencias de una época y de una forma religiosa.

Esta vida contemplativa de Jesús, que estuvo en el centro de su personalidad, no lo apartó ni hizo ajeno a los demás hombres, ni a los conflictos humanos, ni reemplazó la existencia de su misión. Así como Jesús es el hombre de Dios, es igualmente el hombre de los hombres, el «hombre para los demás». El Evangelio es tan significativo en este aspecto como en el anterior. Este profeta, este Maestro y taumaturgo, este hombre de Dios era absolutamente asequible. Las multitudes lo siguieron y lo envolvieron, y en los períodos que escapó de ellas se dio enteramente a los apóstoles y discípulos. No alejaba, no bloqueaba, no inhibía (Mt 9,20ss). Daba confianza para acercarse en cualquier momento, hasta el punto que su actividad aparece más hecha de interrupciones y de imprevistos que de sus propios planes. Estos quedaron destrozados por su actitud de total entrega, hasta el punto que no le quedaba tiempo para comer y a menudo tenía que huir (Jn 6,15).

Esta es la gran paradoja de Jesús, y en esto queda como norma inagotable del seguimiento. Porque en este aspecto todos somos algo desequilibrados, condicionados por nuestro carácter e ideología. Tendemos a hacer del cristianismo algo o marcadamente trascendente (relación a Dios) o encarnado (entrega al hermano), descuidando una u otra dimensión. No nos basta para solucionar el problema una teología de la unidad de las dos naturalezas de Cristo en su persona. Tenemos que contemplar imitativamente la praxis de Jesús, y esta imitación en el amor nos llevará al equilibrio, del cual El es el único Maestro. Maestro de la síntesis

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de la contemplación y del compromiso, de la absorción en el absoluto de Dios y de la entrega a los demás hasta el extremo (Jn 13,1).

Jesús es también modelo de seguimiento en la calidad de su entrega. Esta, en El, es personalizante y reviste la forma del don de su amistad. Jesús no hizo de su pastoral algo masivo. Trató a todos y cada uno como una persona única e irrepetible (Lc 4,40) y entregó a todos el prejuicio de su simpatía y amistad. En forma universal. Su amistad protege a los niños (Mc 10,14), libera a la mujer (Jn 4,1ss) y rompiendo los prejuicios de su época se ofrece a los pecadores, a los lisiados, a las prostitutas, a los publicanos, a los recaudadores de impuestos, a los soldados, a los funcionarios, a los pobres y a los esclavos... Al mismo Judas, que hacía tiempo no creía ya en El, lo trata como un amigo hasta el final («Amigo, con un beso entregas al Hijo del hombre...» [Mt 26,50]). Esta expresión en los labios de Jesús no es una ironía.

La acogida fraternal que Jesús ofreció a todo hombre es normativa. Con realismo, sin ilusiones ni ingenuidades, al modo del mismo Cristo, que «no se dejaba engañar porque sabía muy bien lo que había dentro de cada hombre» (Jn 2,25), y que así y todo se entregó con caridad inagotable. Esta fraternidad de Jesús no tuvo para El grandes compensaciones. Quedó siempre un hombre radicalmente solo e incomprendido, hasta la resurrección. Supo equilibrar una vez más, en una síntesis admirable, la soledad del profeta con la fraternidad del hermano.

Otro rasgo de personalidad humana de Jesús es la atracción de su mensaje. Esto es de gran significación para la pastoral de hoy y para la fuerza de la evangelización. No basta que el mensaje que entregamos sea verdadero; es necesario que atraiga a la conversión y lleve al seguimiento, como en el caso de Jesús. Después del Sermón del Monte, como lo relata san Mateo, todos quedaron asombrados, porque hablaba no como los escribas y fariseos, sino «como quien tiene autoridad...» (Mt 2,29). «Nunca nadie habló como ese hambre... ».

Resulta bastante asombroso el impacto y la atracción de una palabra que ha perdurado por los siglos, que transformó hombres y sociedades y que hoy es la fuente inspiradora de millones de seres humanos. Resulta asombroso porque fue pronunciada por el hijo de un carpintero, en un contexto cultural muy simple, ajeno a las corrientes filosóficas y religiosas dominantes. Fue pronunciada en forma sencilla, utilizando ejemplos y parábolas de la vida diaria, en un tiempo en que los oradores políticos y religiosos se multiplicaban. Pero había «algo» en su mensaje que hacía decir que nadie antes había hablado como ese hombre. Esto era tanto más notable cuanto que Jesús rechazó explícitamente el liderazgo y la oratoria política, en circunstancias que ese liderazgo era fuente de prestigio ante la situación romana.

Esta atracción del Señor se debía a la adecuación que existía entre su persona, sus hechos y sus palabras. Transparentaba una sinceridad y una lealtad que hacía que su palabra fuera decisiva, para bien o para mal, como aceptación o como repulsa. Sin olvidar que el discurso de Jesús, como el de todo hombre, estuvo sujeto a la mala interpretación y a la ambigüedad. Su mensaje también fue «utilizado», y aunque anunció el Reino de Dios, al fin de su vida el sanedrín y el poder romano lo acusaría de «político y subversivo». «Si este hombre sigue hablando así, todos se

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Irán con él, y vendrán los romanos y destruirán nuestro lugar santo y nuestra raza» (Jn 11,48). Es bien sabido que el anuncio del Reino -la pastoral- , por su misma naturaleza, tiene una vertiente de crítica social, y que ello, para el pastor y para el profeta, es fuente de conflictos y malos entendidos. Para el poder constituido, que quisiera reducir el mensaje a lo privado, éste se excede, es ambiguo, ilegítimamente político. Jesús aceptó y asumió las consecuencias de la conflictividad social de su mensaje. En esto también nos comunica una sabiduría pastoral.

La personalidad de Jesús está también marcada por la fidelidad a su misión. Es de los rasgos más impresionantes del Evangelio. Jesús tiene una meta, un ideal, una entrega, y los sigue hasta el fin. Nada lo aparta de su misión, ni los fracasos, ni las incomprensiones, ni la soledad, ni el alejamiento de sus amigos y discípulos, ni la cruz, ni -sobre todo- la tentación que lo acosó a través de su vida pública, de utilizar su poder divino en la realización de su misión y no la vía de la kénosis (Flp 2,6ss).

La fidelidad de su misión lo llevó a crisis sobre crisis, hasta culminar en la soledad oscura de la crucifixión. En Cafarnaún, cuando el anuncio de la Eucaristía escandaliza y muchos lo abandonan, busca apoyo en los Doce, pero al mismo tiempo deja entrever que nada lo apartaría de su camino y estaba dispuesto a seguir solo. «¿Acaso ustedes también quieren dejarme?». Pedro contestó: «Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios...» (Jn 6,66ss). En todo este proceso, en Jesús no hay rastro de amargura, de desaliento, de escepticismo. Está lleno de un ideal y traspasado por su entrega al Padre y a sus hermanos, y este amor es más fuerte en El que el eventual apoyo de los demás y que la dureza de corazón que advertía en los más cercanos a El. Por ellos fue aceptado, pero nunca plenamente comprendido. En Jesús se une la universalidad de una misión con la soledad del profeta. Sólo la luz de la contemplación cristiana y el don del Espíritu que se nos da como sabiduría con el contacto con el Señor nos puede hacer penetrar en esta actitud misteriosa y paradójica de un anonadamiento fiel hasta la muerte. Intuimos que esto es esencial en el seguimiento y que la entrega de nuestra vida constituye la esencia del apostolado.

En su misión Jesús supo esperar la hora de Dios para las personas y los acontecimientos. Esto es sabiduría y no ciencia pastoral. Cristo fue el maestro y pedagogo que esperó la madurez de las personas, con respeto, sin usar un poder indebido para convertir y hacer comprender. Su actitud con los doce apóstoles es norma luminosa de sabiduría pastoral. Los aceptó en su lentitud, contradicciones y dureza, sin renunciar a su formación y preparación en vistas de un futuro. Nunca juzgó, nunca se impuso, más bien invitó: «Si quieres..., si estás dispuesto...». No se aprovechó ni de su liderazgo ni de su poder para forzar el normal desarrollo de las libertades.

De ahí la paradoja de un Evangelio que aparece al mismo tiempo como duramente exigente y constantemente comprensivo. Exigencia y comprensión se unen equilibradamente en Jesús. Por momentos aparece hasta inhumano el ideal propuesto; sólo Dios podía proponer o exigir esas cosas. «El que quiera ser mi discípulo, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz cada día y que me siga... Si quieres seguirme, vende cuanto tienes... Nadie puede ser mi discípulo si no renuncia a todo lo que posee... Si tu mano te escandaliza, córtatela... Si el grano de

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trigo no muere, queda solo... El que ama su vida la destruye, y el que desprecia su vida en este mundo la conserva para la vida eterna... Amaos... Sed perfectos como vuestro Padre celestial... ¿Cuál de los tres fue prójimo del herido? Vete y haz tú lo mismo...».

Estas y otras exigencias nos enfrentan con una opción radical, globalmente abrumadora. Y, sin embargo -y esto es lo paradójico-, nadie que realmente contempló al Cristo de los Evangelios se sintió nunca aplastado y desanimado por estas exigencias. Están de tal forma impregnadas de amor, de confianza, de libertad y del ejemplo inspirador de Aquel que las vivió en primer lugar y se entregó para que las viviéramos nosotros, que son una constante invitación al crecimiento y a la superación. El Evangelio, con toda su fuerza y exigencia, nos da la impresión de una comprensión y humanidad de tal calidad que nos libera. Hasta el punto que los cristianos que huyen de otro tipo de exigencias en la medida que se sienten oprimidos por ellas, van al Evangelio y a Cristo, donde las exigencias son mucho mayores, pero nos llevan a amar más y a ser más libres. Ese es el secreto de la vigencia permanente de la ética cristiana. A veces aparece dura e inhumana, a veces sentimental. A veces aparece revolucionaria, hecha para las grandes cosas, a veces en cambio como un llamado de apoyo para los débiles y «pequeños». A veces inalcanzable y a veces hecha para todos.

Si las exigencias evangélicas llevan a la libertad del amor y a la pobreza del olvido de sí es porque la persona que las propone es El mismo un libre y un pobre olvidado de sí. Libre porque pobre, Jesús aparece en esa postura ante el Padre, ante los demás y ante sí mismo.

Su total y libre abandono en las manos del Padre significadas en la fidelidad a su misión (Jn 10,18) y en su desprendimiento ante todo otro tipo de requerimiento. La aceptación humilde de su historia personal, del lugar y circunstancias de su vida, de los hombres que lo rodearon y siguieron. La aceptación de su camino de kénosis, de su figura de siervo, del abandono de los demás. Amigo universal, no se dejó monopolizar por nadie, y tanto mayor era su don de sí cuanto mayor era su libertad. Evita la línea del liderazgo fácil, de lo maravilloso, de lo espectacular, a pesar de sus milagros, los cuales procuró, por lo demás, que pasaran inadvertidos.

La pobreza radical de su kénosis ha permitido a Jesús el liberar a los pobres, el comprender la verdadera pobreza y el declararla bienaventurada. El acoger a los pecadores y colmarlos con su misericordia. El privilegiar «a los más pequeños de nuestros hermanos» (Mt 25,40). Estas actitudes fueron en El posibles porque El mismo fue un pobre que vivió las bienaventuranzas y en la contemplación del Padre aprendió la verdadera sabiduría de Dios, «locura más sabia que la sabiduría de los hombres» (1 Cor 1,25). Aprendió los caminos de Dios, las predilecciones del Padre y también sus antipatías (v. gr., por el fariseísmo y la hipocresía). «El que me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14,9). En Jesús conocemos el designio de Dios en su expresión más humana y encarnada, y entramos a conocer los criterios de Dios: su misericordia, su búsqueda de la oveja perdida, su predilección por los «pequeños», su tendencia personalizante, su actitud misionera por encontrar lo que estaba perdido, sus exigencias...

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Podríamos continuar inagotablemente contemplando los rasgos de aquel que llamamos con razón el Señor y el Maestro. Ellos no sólo forman parte de su personalidad, sino también de su forma de actuar, de su pastoral. Esta «cristología contemplativa» no sólo funda nuestro «ser» cristiano; también es la norma de nuestro seguimiento.

SEGUIR A JESÚS EN MI HERMANO

«... El maestro de la Ley contestó: 'Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu fuerza y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo'. Jesús le dijo: 'Tu respuesta es exacta; haz eso y vivirás'. Pero él quiso dar el motivo de su pregunta y dijo a Jesús: '¿Quién es mi prójimo...'» (/Lc/10/27-29).

La predicación de Jesús, cuyo tema central es el Reino de Dios, tiene por objeto hacer de los hombres una fraternidad. Nos reveló que Dios es nuestro Padre, haciendo de esta paternidad común la raíz de nuestra hermandad. Esta es una posibilidad real desde que Cristo aparece en la historia como nuestro Hermano universal.

Al insistir absolutamente en el amor fraterno y en que todos somos hermanos (Jn 13,34; Mt 23,8-9), y al subrayar el segundo mandamiento de la Ley («Amarás a tu prójimo como a ti mismo»; «amaos como yo os he amado», Lc 10,27; Jn 15,12), ha hecho del amor al prójimo el signo de la identidad cristiana y la prueba decisiva de su seguimiento.

Sus oyentes se plantearon sin duda la cuestión de saber quién era para el Maestro el prójimo; qué extensión le daba a esa idea y cómo había que concretarla en la vida diaria. Indudablemente, Jesús iba más allá del concepto veterotestamentario, en que el prójimo (el hermano) era el amigo, el que participaba de la religión y la nacionalidad judía. La inquietud de precisar «quién es mi prójimo», al cual debemos amar en hechos y no en palabras, creo que es hoy igualmente importante para los cristianos y para los que sin serlo aceptan esta exigencia básica de Jesús.

Porque, en realidad, ¿quién es prójimo para nosotros en lo concreto de nuestra historia personal? ¿Son nuestros amigos? ¿Los cristianos? ¿Nuestros ciudadanos? ¿O también los habitantes de otros países (a los que nunca vemos), es decir, todos los hombres? Esta pregunta, que inquietaba especialmente a los oyentes de Cristo más críticos, emerge en los labios de un doctor de la Ley como un cuestionamiento y una prueba de la idea de prójimo que Jesús predicaba.

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«Para ponerlo en apuros» (Lc 10,25ss) el letrado lo interroga sobre el segundo mandamiento de la Ley, semejante al primero: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Pero ésa no era la pregunta decisiva. Lo que al doctor de la Ley le interesaba saber era la idea que Jesús se hacía del «prójimo», idea hasta ahora, al parecer, nunca explicitada claramente: «Queriendo dar el motivo de su pregunta, dijo a Jesús: '¿Quién es mi prójimo?'» (Lc 10,29).

Jesús no responde con una definición, sino con una parábola. Con un relato en que todos nos sentimos aludidos. Lo propio de todo relato evangélico es que en los personajes que ahí aparecen nos identificamos cada uno de nosotros. Por eso su valor universal y extratemporal. En este caso, el relato es la parábola del Buen Samaritano, y las consecuencias que ahí se desprenden sobre el concepto del prójimo son válidas para todos. El «vete y haz tú lo mismo» (Lc 10,37) no es sólo una exigencia para el doctor de la Ley, sino también para mí.

La meditación de esta parábola (/Lc/10/30-35) nos conduce al descubrimiento del prójimo según el criterio de Jesús.

El prójimo como pobre

Mi prójimo es aquel que tiene derecho a esperar algo de mí. Aquel que Dios pone en el camino de mi historia personal. En algún sentido todo hombre es potencialmente prójimo (aunque viva en otro continente y yo nunca lo haya encontrado), pero prójimo real e históricamente es el que yo encuentro en mi vida pues sólo en este caso hay derecho al acto del amor fraterno. La fraternidad cristiana es una disposición a hacer de cualquier persona (mi prójimo), si se presenta la ocasión.

El prójimo es el necesitado. En la parábola del samaritano el necesitado es un judío expoliado y herido. En la parábola del juicio final (Mt 25,31ss) es el hambriento, el sediento, el enfermo, el exiliado, el encarcelado. En forma muy especial, el prójimo es el pobre, en el cual Jesús se revela como necesitado. «Lo que hicieron con algunos de estos mis hermanos más pequeños, lo hicieron conmigo» (Mt 25,40). Hay necesitados (pobres) «ocasionales» y «permanentes». No sabemos si el judío herido de la parábola era sociológicamente pobre; podemos incluso presumir que no lo era, ya que si fue robado es porque llevaba dinero. Pero en el momento del encuentro con el samaritano era un pobre y necesitado. Tenía derecho a ser tratado como prójimo. Los ricos y poderosos son mis prójimos cuando necesitan de mí, aunque sea ocasionalmente. Dar ayuda a un capitalista o un gobernante perseguido por cambios políticos, cualquiera que sea su ideología, es un deber cristiano; es tratarlo como prójimo.

Pero la mayoría son pobres y necesitados «permanentes». Son explotados, marginados y empobrecidos por la sociedad. Son los discriminados por las ideologías y por el poder. La opción por el pobre que nos ordena el Evangelio es servir a ese prójimo no sólo como personas, sino como situaciones sociales. Hoy nuestro prójimo es también colectivo. El judío herido y empobrecido es una situación permanente. Son los obreros, los campesinos, los indios, los subproletarios...

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La opción cristiana no es por la pobreza, porque la pobreza no existe como tal. La opción es por el pobre, sobre todo el pobre «permanente», que está en mi camino y que forma parte de mi sociedad, el cual tiene derecho a esperar de mí. El hecho del pobre como prójimo colectivo le da a la caridad fraterna su exigencia social y política. Para el Evangelio el compromiso sociopolítico del cristiano es a causa del pobre. La política es la liberación del necesitado.

La exigencia de «hacerse hermano»

Al terminar de contar la parábola al doctor de la Ley, Jesús le dirige una pregunta que nos podría sorprender: «¿Cuál de estos tres se portó como prójimo (hermano) del hombre que cayó en manos de los salteadores?» (/Lc/10/36).

Quiere decir que los tres no fueron hermanos del herido. Podrían haberlo sido, pero de hecho lo fue «el que se mostró compasivo con él» (Lc 10,37). El sacerdote no es hermano del judío, y tampoco el levita. El samaritano, sí. Para Jesús, el ser hermano de los demás no es algo «automático», como un derecho adquirido. No somos hermanos de los otros mientras no actuemos como tales. Debemos hacernos hermanos de los demás.

El cristianismo no nos enseña que «de hecho» ya somos hermanos. Querrá decir entonces que enseña una irrealidad. La experiencia del odio, la división, la injusticia y la violencia que vemos cada día nos hablan de lo contrario. No somos hermanos, pero podemos serlo. Esa es la enseñanza y la capacidad que nos da el Evangelio: Jesús nos exige, y nos da la fuerza para «hacernos hermanos». Pero el serlo de hecho depende de nuestra actitud de «mostrarnos caritativos», comprometiéndonos con el otro. El pecado del sacerdote y del levita no fue el no tener sentimientos de compasión. Habitualmente, todo hombre los tiene. Fue el haber evitado el encuentro con el necesitado, poniéndose en situación de no tener que comprometerse («... al verlo pasó por el otro lado de la carretera y siguió de largo...», Lc 10,31). Esta actitud les impidió hacerse hermanos (prójimos) del judío herido.

El samaritano fue hermano del herido. No por su religión (el sacerdote, el levita y el judío tenían la misma religión; el samaritano era un hereje), ni por su raza o nacionalidad o ideología (era precisamente el único de los tres que no la compartía con el judío), sino por su actitud caritativa.

Mi prójimo no es el que comparte mi religión, mi patria, mi familia o mis ideas. Mi prójimo es aquel con el cual yo me comprometo Nos hacemos hermanos cuando nos comprometemos con los que tienen necesidad de nosotros, y tanto más cuanto más total es el compromiso. El samaritano no se contentó con «salir del paso» a medias. Lo curó, lo vendó, lo cargó, lo llevó a una posada y pagó todo lo necesario (Lc 10,3-35).

El compromiso en el amor es la medida de la fraternidad. No somos hermanos si no sabemos ser eficazmente compasivos hasta el fin. Para acercarse al judío, el samaritano tuvo que hacer un esfuerzo por salir de sí. Por aliviarse de su raza, su religión, sus prejuicios. «... Hay que saber que los judíos no se comunican con los samaritanos...» (Jn 4,9). Tuvo que dejar de lado su mundo y sus intereses

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inmediatos. Abandonó sus planes de viaje, entregó su tiempo y dinero. En cuanto al sacerdote y el levita, no sabemos si eran peores o mejores que el samaritano, pero si sabemos que no salieron de «su mundo». Sus proyectos, que no quisieron trastornar interrumpiendo su camino, eran más importantes para ellos que el llamado a hacerse hermano del herido; sus funciones rituales y religiosas las consideraron por encima de la caridad fraterna.

El hacerse hermano del otro supone salir de «nuestro mundo» para entrar en «el mundo del otro». Entrar en su cultura, su mentalidad, sus necesidades, su pobreza. El hacerse hermano supone sobre todo entrar en el mundo pobre. La fraternidad es tan exigente y difícil porque no consiste sólo en prestar un servicio exterior, sino en un gesto de servicio que nos compromete, que nos arranca de nosotros mismos para hacernos solidarios con la pobreza del otro. Del pobre nos separa nuestro mundo de riqueza, de saber y de poder. Nos separan también las formas de convivencia y los prejuicios de una sociedad desintegrada, clasista y estratificadamente injusta.

Hacerse hermano del otro en cuanto pobre y necesitado, como éxodo de mi mundo, adquiere las características de una reconciliación. Al tratar como prójimo al judío, el samaritano se reconcilia con él, y en principio con los de su raza. Cada vez que hacemos del otro nuestro prójimo y hermano, en circunstancias de conflicto y división personal, comunitario o social, nos reconciliamos con él. Que el rico se haga hermano del pobre significa que le hace justicia, estableciendo el proceso de una reconciliación social. Lo mismo habría que decir de los políticos separados por ideologías o de las razas y nacionalidades adversarias.

La noción de prójimo proclamada por Jesús en su respuesta al doctor de la Ley conduce a la fraternidad universal, a la justicia y a la reconciliación. Hacernos prójimos del pobre y necesitado es la exigencia que nos plantea la interpretación que el mismo Cristo da al segundo mandamiento de la Ley. Esta exigencia es para cada uno de nosotros: «Vete y haz tú lo mismo» (Lc 10, 37)

SEGUIR A JESÚS EN EL POBRE

«... Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, sediento y te dimos de beber, o sin hogar y te recibimos, o sin ropa y te vestimos, o enfermo o en la cárcel y te fuimos a ver... En verdad les digo que cuando lo hicieron con alguno de estos mis hermanos más pequeños, lo hicieron conmigo» (Mt 25, 37-40)

Según la parábola del Samaritano, el hermano se me revela como un necesitado, como un pobre. En la parábola del juicio final (Mt 25), Jesús confirma esta enseñanza, y le agrega un elemento decisivo: el hermano, y particularmente el

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pobre, son su representación. El se identifica con ellos. Así, el cristianismo pasa a ser la única religión donde encontramos a Dios en los hombres, especialmente en los más débiles.

No hay cristianismo sin el sentido del hermano, y tampoco lo hay sin el sentido del pobre. El sentido del pobre es esencial al mensaje de Jesús, tan esencial como el sentido de la oración. Le aporta al sentido del hermano su realismo y concreción. Por otro lado, la exigencia de la fraternidad universal (el hermano) evita que la opción por el pobre, propia del Evangelio, se torne sectaria o clasista. Sentido del hermano, sentido del pobre, son exigencias dialécticamente complementarias.

Más aún, para Jesús el compromiso con el hermano-pobre es uno de los criterios decisivos en orden a nuestra salvación. «Benditos de mi Padre, vengan a tomar posesión del Reino... Porque tuve hambre, y ustedes mí alimentaron»...' etc. (Mt 23,34ss). El sentido del pobre en el Evangelio va más allá de una predilección ético-humanista: verifica la autenticidad de nuestro seguimiento de Cristo.

Por eso en la espiritualidad católica, este sentido del pobre aparece como inseparable del sentido de Dios, de tal manera que convertirse al Señor envuelve siempre como dimensión capital el convertirse al pobre. (Lo cual no excluye otras dimensiones igualmente importantes en la conversión cristiana). Esta afirmación atraviesa toda la tradición y la enseñanza católica. Ya en los Profetas, particularmente los del Exilio, aparece la idea de que el mismo culto a Dios es vano sin la justicia y la misericordia con el necesitado; de que la verdadera conversión que Dios quiere se expresa en el servicio al hermano, sobre todo al oprimido (v. gr., Is 1,10-17; 58,ó-7; etc. La Iglesia nos ofrece estos textos proféticos en abundancia en las lecturas de Adviento y Cuaresma, para disponernos a la verdadera conversión).

La predicación de Jesús reforzó esta enseñanza, haciendo su seguimiento coherente con su llamado a comprometernos en el servicio liberador del pobre, en el cual El se hace misteriosamente presente. De ahí que los pobres son declarados bienaventurados, y que su evangelización y liberación humana es un signo privilegiado de que la Salvación ya está presente entre nosotros. «Me envió a traer la Buena Nueva a los pobres, a anunciar a los cautivos su libertad y devolver la luz a los ciegos. A liberar a los oprimidos y a proclamar el año de gracia del Señor... Hoy se cumple esta profecía» (Lc 4,18-19)... «Vayan a contarle a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son purificados, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia la Buena Nueva a los pobres...» (Lc 7,22). Y la Iglesia, a través de toda su historia, a través de su enseñanza más autorizada y constante, siempre y en todas partes inspiró en sus hijos el sentido del pobre como esencial a la vida cristiana. Es posible que en algunas épocas y lugares esta enseñanza se debilitó en la predicación ordinaria, o que los católicos en números significativos no fueron coherentes, o que haya sido presentada en forma «espiritualista», sin llevar a las consecuencias sociales... Pero es innegable que la orientación más oficial del magisterio de la Iglesia fue siempre ésa. Y los santos lo entendieron así. El santo, ese seguidor de Cristo con el cual la Iglesia se identifica y nos presenta como modelo de seguimiento, es un hombre que une siempre a un gran sentido de Dios, un agudo sentido del pobre y de su servicio.

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Seguir a Jesús Pobre

La novedad del mensaje evangélico con respecto a la pobreza no termina aquí. Jesús no nos pide sólo tener el sentido del hermano-pobre, con el cual quiso identificarse. Jesús nos pide también que nosotros mismos nos hagamos pobres; que lo sigamos en su condición de pobre. La bienaventuranza no es solamente una llamada a sentir con el pobre; es una exigencia a hacernos pobres. Nos encontramos ante el mandato de la pobreza evangélica, esencial para seguir a Jesús.

El seguimiento de Cristo Pobre es radicalmente la libertad del corazón. El desprendimiento de situaciones, personas y cosas para crecer en el amor, que es la conversión al «otro» y a la fraternidad a causa de Jesús.

La bienaventuranza de la pobreza libera en el amor. Como toda actitud cristiana, está empapada en él, y en este caso la pobreza es una condición del amor. La liberación que produce está al servicio de un dinamismo de la caridad que tiende a hacerse más y más universal e ilimitado. No seria posible amar como Jesús quiere que lo hagamos sin tener verdaderamente un corazón pobre. Si la obediencia es la medida del amor y la castidad su signo, la pobreza es su condición. Es verdad que la pobreza sociológica no es la pobreza evangélica. Pero ambas están existencialmente relacionadas. Si tenemos las disposiciones interiores, la pobreza material normalmente será una ayuda para la pobreza interior, evangélica. Por el contrario, la riqueza entraña siempre un peligro para nuestra libertad de corazón. Es posible también que haya pobres sociológicos, cuya reacción ante las cosas y personas no sea evangélica, y ricos pobres de corazón. Pero la armonía entre ambas «pobrezas» es evidente. Por eso mismo, una auténtica pobreza de espíritu tiende a expresarse siempre en forma visible, material. De otra forma sería una ilusión, y carecería de la necesaria expresión antropológica. En este sentido, todo cristiano que vive la bienaventuranza de la pobreza tiene que expresarla en alguna forma de desprendimiento exterior.

Esta pobreza interior que se expresa al exterior -y a esto llamamos en definitiva la pobreza evangélica- no es un consejo evangélico, como a veces se ha presentado. Es un llamado de Cristo a cada cristiano, una exigencia universal del cristianismo. «Nadie puede ser mi discípulo si no renuncia a todo lo que posee» (Lc 14,33). A este llamado, cada cristiano debe responder permanentemente, cada día, según sus circunstancias. Esta respuesta no es estática, no está en modo alguno codificada. Variará según el tipo de función, la cultura el temperamento, la salud, las circunstancias sociales... Pero cada cristiano debe estar consciente de buscar su forma personal a esta exigencia del Evangelio. El llamado es universal, la respuesta hay que buscarla en cada caso, en la fe y en la oración. 

En fin, la bienaventuranza de la pobreza, visiblemente expresada como profecía del Evangelio de la esperanza, no consiste sólo en una cierta carencia o desprendimiento del dinero o cosas materiales. Hay otros elementos de la pobreza mucho más hondos y significativos que posiblemente en los umbrales de la vida cristiana no se capten bien -al comienzo siempre se insiste en la pobreza «material»-, pero que al correr del tiempo, y en la madurez de la vida de fe,

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descubrimos como dimensiones muy reales e inherentes a una verdadera pobreza de espíritu.

El desprendimiento ante el prestigio, ante la critica, ante las diversas formas de «poder» y de «hacer carrera» son formas de pobreza a las que Dios llama al cristiano -y especialmente al apóstol- en las diversas etapas del itinerario de su misión. El «pobre», en definitiva, no se opone tanto al que «tiene» ciertas cosas, sino al suficiente, al orgulloso, al que ha puesto su centro de interés fuera de los valores del Reino.

Jesús y las riquezas

«Nadie puede obedecer a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, apreciará al primero y despreciará al segundo. Es imposible servir a Dios y a las riquezas» (/Mt/06/24). El discurso de Jesús sobre el pobre y la pobreza queda incompleto si no tomamos en cuenta lo que El ha dicho sobre el rico y la riqueza. Pues el Evangelio nos entrega esta constatación de cierta manera inesperada: Jesús dedicó tantos o más discursos a hablar de la riqueza y del rico que de la pobreza y el pobre.

Una de las causas de la vigencia siempre actual del Evangelio es el hecho de no conformarse con las tendencias dominantes de la «opinión pública» o de las estadísticas. Paradójicamente, es también una de las causas de su poca efectividad visible en las mayorías. Las intervenciones de Jesús en torno a las riquezas y al dinero están precisamente en esta línea. En los momentos en que las ideologías originadas en el capitalismo o en el marxismo privilegien lo económico y colocan el problema de la producción y distribución de la riqueza como la piedra de toque de su éxito histórico, las palabras de Jesús aparecen como extemporáneas y condenadas a ser admiradas, pero no imitadas.

El recuento de las enseñanzas del Evangelio sobre la riqueza y los ricos no dejan un balance optimista. Jesús no condena el dinero en sí. Esto está dentro de la orientación de su doctrina; El no condena ninguna realidad: condena o previene contra las actitudes del hombre ante las realidades. En el caso del dinero y la riqueza, sus advertencias son tan sistemáticas, que un cristiano se ve obligado a revisar todos sus criterios y actitudes «espontáneas» sobre la cuestión.

Para Jesús, la ambigüedad radical de las riquezas consiste en su tendencia a transformarse en «señor» del corazón humano (Mt 6,24). Este nuevo «dios» no deja lugar para otro. O servimos al Dios que libera o al dios que al enriquecer encadena a la tierra. Porque la opción entre Cristo y el dinero implica una visión de la vida y de la vocación humana. Servir al dinero es al mismo tiempo endiosar la tierra y pervertir el destino de sus bienes y del hombre que los utiliza. La advertencia de Cristo al respecto es clara: «No amontonéis riquezas»... son precarias y fútiles... pervierten el corazón y la orientación de la existencia... «Pues donde están tus riquezas, ahí también está tu corazón» (Mt 6,19-21).

Por eso Jesús es tan severo con los ricos. Su enseñanza sobre la liberación humana no consiste sólo en declarar bienaventurados a los pobres y herederos privilegiados del Reino. Hay también una advertencia y un llamado a los ricos.

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Incluso sorprende al leer el Evangelio el hecho de que Jesús dedicase tantos o más discursos a los ricos que a los pobres, con un contenido igualmente liberador aunque diferente.

Para un rico «es más difícil entrar en el Reino de Dios, que para un camello pasar por el ojo de una aguja» (Lc 18,24). El que hace de la riqueza «su consuelo... después tendrá hambre... y llorará de pena» (Lc 6,24-25). Delante de Dios, «es un infeliz, un pobre, un ciego, un desnudo que merece compasión» (Ap 3,17).

En su discurso sobre la riqueza, Jesús, para quien «todo es posible» (Lc 18,27), y que «vino a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10), tiene una intención salvadora. El rico debe convertirse, dejando de «amontonar» para sí mismo en vez de «hacerse rico ante Dios» (Lc 12,21), y recobrando para su riqueza y su dinero el significado profundo según el criterio de Cristo

Signo «del fruto de la tierra y del trabajo del hombre»

Estamos tan sumergidos en la civilización del «tener», que ya no sabemos cuál es el sentido cristiano del dinero: ser un signo de los bienes de este mundo, que Dios entregó al hombre para que los explotara y se repartieran entre todos. El dinero lo inventó el hombre para hacer más fácil el traslado y la distribución de los bienes. De suyo, debería ser vehículo para hacer llegar a los que no tienen lo que sobra a los que tienen. El dinero debería estar al servicio de la justicia, facilitando la redistribución y la igualdad de los bienes. De hecho, el dinero se convierte en la gran fuente de injusticia y desigualdad. Al transformarse en «señor» del hombre, adquiere valor en sí mismo. Se pierde su relación de signo de los bienes de la tierra, de los que todos los hombres son dueños, sin excepción. Valor absoluto, el dinero se hace necesariamente fuente de poder, de explotación humana, de división.

La enseñanza de Jesús sobre la Providencia y la confianza en Dios supone que el hombre respete el sentido cristiano de la riqueza. Cuando los hombres lo traicionamos, convertimos la palabra de Cristo en una ilusión y en una blasfemia.

La petición de Jesús en el Padre Nuestro «danos hoy nuestro pan de cada día» (Mt 6,11) fracasa no por razón de que no falten el amor y la justicia de Dios, que ya se ha distribuido ampliamente el pan necesario para todos, sino por razón de los hombres «servidores de la riqueza», que lo acumulan en manos de pocos, «construyendo graneros cada vez más grandes para guardarlo y reservarlo» (Lc 12,18) y arrebatándolo a los pobres (Sant 5,1ss).

La misma promesa de Jesús -absolutamente cierta- de «no andar preocupados pensando qué vamos a comer para seguir viviendo, o con qué ropa nos vamos a vestir... ya que las aves del cielo no siembran ni cosechan, ni guardan en bodegas, y el Padre celestial las alimenta... y por eso hará mucho más con nosotros... que valemos más que las aves... y que, por lo tanto, busquemos primero el Reino y su justicia y esas cosas vendrán por añadidura» (Mt 6,25-33), queda reducida a retórica cuando el pecado de la injusticia institucionalizada conduce a millones de hombres a situaciones de miseria e inseguridad peor que las aves del cielo.

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El dinero también es signo del trabajo del hombre. De sus sudores, de sus sacrificios y aun de su sangre. El capitalismo pervirtió esta significación, dando la primacía al lucro y poniendo el trabajo a su servicio. Ya no sabemos relacionar el dinero con el trabajo noble y duro de los campesinos, de los mineros, de los proletarios, o con el trabajo creador y agobiador de los intelectuales. El dinero se ha deshumanizado.

El dinero, signo «de los bienes de la tierra y del trabajo del hombre», en la perspectiva de Cristo, debería ser vehículo de fraternidad y reconciliación entre ricos y pobres, medios para restablecer la igualdad y la justicia rotas por la explotación del trabajo y el lucro en una civilización que adora la riqueza.

Para Cristo, los que tienen más, sobre una tierra que es de Dios y por eso de todos, no son sino servidores fieles y prudentes... constituidos para «repartir el alimento a su debido tiempo» (Mt 24,45). Así como nadie es dueño absoluto de la tierra, nadie lo es del dinero. Este siempre se administra a nombre de Dios, como el poder y la autoridad.

Este fue el descubrimiento de Zaqueo, uno de los ricos a quien Jesús interpeló y convirtió. Al reconciliarse con Dios y con los hombres a los que explotaba, Zaqueo comparte su dinero con ellos como signo de esa reconciliación y fraternidad restauradas (Lc 19,8).

La Iglesia siempre entendió que la reconciliación fraternal que ella está llamada a crear entre los hombres debe llevarlos o compartir las riquezas y a reivindicar el trabajo de los que las producen. Esta convicción eclesial se ha hecho enseñanza permanente y al mismo tiempo oración ferviente en la Eucaristía, la fuente de toda reconciliación.

En la Eucaristía, el cuerpo y la sangre de Cristo que se entregan para reconciliar a los hombres con Dios y entre sí, se ofrecen bajo los signos del pan y del vino, que representan «el fruto de la tierra y del trabajo del hombre» (oración del Ofertorio).

Para la Iglesia, la reconciliación eucarística supone que esa reconciliación comience por hacer justicia con los bienes de la tierra y con el trabajo humano. Esta reconciliación en la justicia significa que las riquezas se repartan para que alcancen y sirvan a todos, y que el trabajo recupere su dignidad y su primacía sobre el lucro.

«Aprovechen del maldito dinero para hacerse amigos (Lc 16,9). ¿El dinero es de hecho fuente irremisible de iniquidad, a pesar de la intercesión eucarística de la Iglesia? ¿Las riquezas son malditas, como parecería desprenderse de las palabras de Jesús y de la actitud de muchos santos? Para el cristiano ello equivale a preguntarse sobre las condiciones de redención del dinero y la riqueza. Creemos en la posibilidad de liberación de toda realidad a causa de Cristo, que asumió toda la condición humana, no para condenarla, sino para salvarla (Jn 3,17).

Jesús no sólo condenó el señorío del dinero. En su enseñanza también se advierte la clave de su redención. Esta clave está en la misma línea de la liberación del poder, pues el dinero es una forma de poder, y como tal su uso no es legitimo si

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no está al servicio del designio de Dios de justicia y fraternidad. La riqueza se redime cuando está históricamente al servicio de los pobres y desposeídos. La riqueza privada, social o internacional, se legitima como medio de caridad fraterna y de liberación social.

Los ricos que en el Evangelio encontraron gracia delante de Jesús fueron los que pusieron su riqueza al servicio del hermano necesitado. El caso típico es Zaqueo, como ya lo mencionamos (Lc 19,8), cuyo episodio con Jesús no es marginal en el Evangelio, sino que queda como modelo del rico convertido.

La parábola del Buen Samaritano nos trae el mismo mensaje. La caridad del samaritano con su hermano necesitado, que Jesús estableció como modelo de amor al prójimo, encierra enseñanzas muy ricas y complejas. En la parábola se nos ordena superar toda discriminación de personas (judío-samaritano); pasar de la compasión a los hechos; asumir todos los sacrificios de la caridad; desprendernos gratuitamente del dinero para aliviar plenamente al hermano oprimido. El samaritano contaba con recursos económicos (no sabemos hasta dónde), que pone al servicio del herido y despojado. «Cuídalo, lo que gastes de más yo te lo pagaré a mi vuelta» (Lc 10,35).

Igualmente en la misteriosa parábola del administrador astuto (Lc 16,1-9), Jesús nos hace ver cómo un hombre sin escrúpulos financieros tiene siempre posibilidad de salvación si transforma su corrompida posición de poder económico en un servicio a los necesitados y explotados. Así, «el maldito dinero» se redime y «nos procura amigos en las viviendas eternas» (Lc 16.9).

El dinero al servicio del Reino

El caso más deslumbrante de la redención de la riqueza es su utilización en el apostolado. La Iglesia, en el desarrollo de su misión, utiliza dinero, y a veces en grandes cantidades.

Esto plantea modernamente cuestiones graves en torno a la pobreza institucional de la Iglesia en la posesión y uso del dinero. La extensión, desafíos y complejidad de la evangelización en la sociedad contemporánea ha hecho que los medios de acción misionera sean cada vez más costosos. Por otra parte, la riqueza en la Iglesia mantiene su ambigüedad radical y su tendencia a constituirse en «señor» de los eclesiásticos, tal como Cristo lo previno en el Sermón del Monte. En la comunidad cristiana el dinero puede convertirse en fuente de poder, acumulación e injusticia. La riqueza en la Iglesia necesita también permanente redención

En su ideal evangélico, la Iglesia es radicalmente pobre. Su única riqueza es Cristo y la misión por El encomendada. La Iglesia no tiene otra posesión que el apostolado y los medios necesarios para su ejecución. Sólo así se justifica su uso; sólo el apostolado como ministerio de reconciliación redime el dinero en la Iglesia. En la pastoral contemporánea, la pobreza de la Iglesia no puede simplísticamente plantearse en términos de «tener o no tener», sino en otros términos más profundos y más exigentes. Tampoco se puede plantear en términos de «economía». Economizar, ante los desafíos del Reino de Dios, no siempre es pobreza. El criterio de «economizar» en la Iglesia puede ser, una vez más, acumulativo. El apostolado

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no está al servicio del dinero («no podéis servir a dos señores»), sino al contrario. Un criterio evangélico y pastoral del uso del dinero en la Iglesia es preguntarse en primer lugar cuál es el bien del Reino y la voluntad de Cristo, y gastar lo necesario. De cara a la gloria de Dios y el bien de los demás, dar con largueza es una forma de pobreza, pues en la Iglesia el dinero pertenece al Señor. Es la lección de Jesús a Judas Iscariote en la unción de Betania, escandalizado por el «derroche», pero en el fondo preocupado por una inversión más «rentable» del dinero (Mc 14.3ss).

¿Cuáles son los criterios para compaginar la pobreza con el uso, a veces considerable, del dinero en el apostolado? ¿Para compaginar la posesión de recursos al servicio del Reino con la necesidad de redimir esas riquezas?

La comunidad cristiana tiene que confrontarse con ese problema, como parte de su fidelidad a Cristo, en cada lugar y época, sin darlo por resuelto a priori. El problema del dinero en el apostolado no hay que escamotearlo; hay que reconocer que existe y resolverlo evangélicamente.

Por de pronto, la Iglesia dará testimonio, pidiendo a los miembros de sus comunidades, ricos y pobres, y a las mismas Iglesias locales (donde también hay ricos y pobres), aquello que pide para la humanidad: el hacer justicia y compartir «los bienes de la tierra y del trabajo de los hombres». La Iglesia será levadura eficaz de fraternidad y reconciliación cuando sus mismas comunidades puedan ofrecer al mundo modelos realistas de comunión en los bienes y de valoración del trabajo pobre y humilde.

Pienso también que el apostolado, aunque deba recurrir al dinero para expandirse, debe tener un estilo institucional que testimonie la fuerza evangélica de los «medios pobres». Porque la Iglesia no es simplemente una sociedad que posee y administra recursos financieros, sino la comunidad que anuncia las Bienaventuranzas. El testimonio de los «medios pobres» en el apostolado consiste en primer lugar en ser consecuente con la Palabra, que nos advierte que «no podemos servir a dos señores». El autor del apostolado es sólo Cristo, y todos los medios materiales deben relativizarse ante la fuerza de su gracia. La Iglesia pone su confianza sólo en Cristo y no en sus recursos, y sabe que el efecto profundo de la evangelización escapa a los medios de acción.

En las actitudes concretas, en sus criterios y decisiones, la comunidad cristiana debe testimoniar que, por sobre cualquier recurso material, pone su confianza en la fuerza de la palabra del Evangelio, en la caridad y el compromiso con la justicia, en la pobreza, la oración y la cruz. Sabe que lo demás vendrá por añadidura. Es la forma más profunda de creer en la promesa de Jesús: no andar preocupados por las riquezas, ya que el Padre sabe de lo que tenemos necesidad: de buscar antes que nada la justicia del Reino (Mt 6,25ss).

El testimonio de los «medios pobres» en el apostolado nos prohíbe pensar que porque no hay recursos financieros «no se puede hacer nada»; pensar que el dinero condiciona la eficacia profunda de la Misión. Esta actitud no sólo es evangélica, sino que está corroborada por la experiencia pastoral, a lo menos en América Latina: muy a menudo las diócesis y las iglesias más pobres son las más dinámicas, las más misioneras, las de mayor credibilidad en el pueblo, las más fieles al Concilio y a la

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Conferencia de Medellín. Por otra parte, muchas obras apostólicas que en sus comienzos fueron pastoralmente eficaces buscando una fidelidad a los criterios del Evangelio en cuanto a los medios pobres, decaen y aun se corrompen en cuanto a sus objetivos originales al enriquecerse y desarrollar materialmente sus modelos de acción.

El «estilo pobres en el uso de los medios de apostolado también exige que éstos sean «solidarios» con el mensaje que se anuncia y con el ambiente en que se actúa. Si los recursos que se emplean en la evangelización contrastan con su contenido -las Bienaventuranzas- y con los pobres, que son sus destinatarios, somos «ricos» en el estilo misionero: utilizamos «medios ricos en relación a un mensaje y a un pueblo determinado. El mensaje se hace oscuro y retórico; el pueblo no entiende y no se siente aludido.

El Evangelio no pasa. En el apostolado, los métodos no pueden separarse del contenido; los medios de transmisión ya condicionan la credibilidad del mensaje. No podemos anunciar creíblemente las Bienaventuranzas con medios y recursos que las desmienten; no podemos dirigirnos a los pobres con un estilo y unos métodos que les son extraños y que nos catalogan en el «mundo de los ricos». La consecuencia de esto es que la evangelización, ya sea a ricos o a pobres, ya sea con más o menos recursos, si quiere dar fruto profundo y permanente de liberación para los pobres y de conversión para los ricos debería hacerse siempre «desde los pobres». «Desde» no necesariamente como «lugar», sino como solidaridad y como opción por la causa de la justicia, que en América Latina es la causa de los pobres. Esto es lo que cualifica decisivamente los «medios pobres», redime el uso del dinero en el apostolado y hace creíble para ricos y pobres todo discurso que sobre la riqueza pronuncie la Iglesia.

SEGUIR A JESÚS CONTEMPLATIVO

«... Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, tú misma me pedirías a mí, y yo te darla agua viva... el que beba del agua que yo le daré no volverá más a tener sed. Porque el agua que yo le daré se hará en él manantial de agua que brotará para la vida eterna...» (Jn 4,10-14).

El seguimiento de Jesús en su amor al hermano y al pobre, hasta estar dispuestos a entregar nuestra vida, no es el resultado de nuestro puro esfuerzo o de la decisión de nuestra voluntad. Ser fieles a este seguimiento no sólo por un tiempo o impulsados por la juventud o el entusiasmo, sino por toda la vida, va más allá de nuestras posibilidades. Pero «lo que es imposible para los hombres es posible para Dios».

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El seguimiento de Jesús se nos revela así como un don de Dios. El don que Cristo ofreció a la samaritana en el pozo de Jacob, que se hace en nosotros como fuente de agua inagotable, que hace que no volvamos a tener más sed (Jn 4,10-14); que nos hace nacer de nuevo, en el Espíritu (Jn 3,5ss), y que nos transforma de egoístas en seguidores. Hablar del seguimiento de Cristo es hablar de disponernos a recibir y a crecer en este don. Es hablar de la dimensión contemplativa de la vida cristiana y del camino de nuestra oración. El don de Dios se nos comunica privilegiadamente en la oración, en la cual nos revestimos de Cristo, que nos transmite de su plenitud. La oración nos comunica la experiencia de Jesús. Esta experiencia, contemplativa, es necesaria para mantenernos siempre fieles a las exigencias de su seguimiento. Más aún, la oración es parte integral de este seguimiento: seguir a Jesús es seguirlo también en su oración y contemplación, en la cual El expresaba su absoluta intimidad con el Padre y la entrega a su voluntad. La oración es además inseparable del seguimiento por los motivos que a éste lo inspiran: por su mística. Lo que le da calidad a todo compromiso es la mística que lo anima o los motivos de ese compromiso. Si no hay motivaciones profundas y una mística estable, el compromiso se seca. Esto es especialmente cierto en la espiritualidad cristiana, cuyas motivaciones no se extraen de la pura razón humana o de los análisis e ideologías, sino de las palabras de Jesús, acogidas en la fe. Nutrir, hacer una experiencia personal de esas palabras en nuestra oración contemplativa es nutrir nuestra mística y hacer de nuestros motivos para seguirlas una «fuente de agua viva». La mística de nuestro seguimiento es inseparable de la experiencia de nuestra oración.

La oración cristiana

El ponernos el problema de si la oración tiene aún sentido en el mundo de hoy no es inútil. En la teoría y en la práctica muchos cristianos dudan de la eficacia y significación de su oración, en una cultura que se seculariza, donde las estadísticas y la técnica prevén el futuro cercano más y más, donde el hombre adquiere creciente responsabilidad y dominio sobre la naturaleza y sus leyes. Más aún, en este contexto la oración puede parecer una evasión, una alienación...

En fin, a muchos les parece que la oración refuerza un dualismo (encuentro con Dios en la oración - Dios en el servicio a los hombres) hoy día ya superado. En los principios de solución que aportamos en seguida suponemos que la formulación de la oración cambia, aunque sea un valor permanente de nuestra vida cristiana. Se puede formular en forma muy diferente, según las culturas y según la sensibilidad de una época. No logramos integrar nuestra oración con nuestra vida porque es diferente el modo como debemos formularnos hoy la oración y la manera como nos formaron sobre la misma. Esto ha producido crisis. No se sabe cómo integrarla dentro de las exigencias psicológicas del momento actual.

Tenemos en primer lugar un hecho impresionante: que Cristo, perfecto hombre y Cabeza de la humanidad, oró. Oró e hizo de la oración uno de los centros de su vida. Y Jesús -el mismo ayer, hoy y siempre- continúa hoy su vida de oración junto al Padre «siempre vivo intercediendo por nosotros» (Heb 7,25). Esta oración fue y es salvadora para los hombres, y actúa e influye en aquellos que ni la técnica ni el hombre pueden alcanzar: el pecado, la libertad, la fe, el amor y la redención. Por nuestra oración nos incorporamos a esta oración de Cristo, y entramos muy

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realmente a colaborar con El en la salvación profunda de los hombres y de la historia. Dios quiere que colaboremos con El, y en esta perspectiva la oración -tanto como la acción apostólica- nos hace entrar de lleno en la misión de Cristo más allá de los sentidos y del poder del hombre.

Por otra parte, para dar todo el sentido a la oración cristiana es necesario estar convencidos de que nuestro Dios es un Dios personal, una Persona que oye, que se comunica, con la cual podemos relacionarnos y entrar en intimidad como con cualquier persona. El Dios que se nos revela en Jesucristo no es una causa primera o un abstracto filosófico. Es una persona real, con inteligencia y voluntad, que ha decidido entrar en nuestra historia, llevarnos a la participación de su vida, escucharnos e introducirnos a su colaboración. Si estamos convencidos de todo esto, la oración no es una práctica o un «ritualismo», sino más bien una respuesta a la vocación cristiana, una necesidad del amor y una comprobación de que no hay verdadera amistad y colaboración con la Persona-Dios sin permanente diálogo y comunicación con El.

El hombre, por su misma naturaleza y por el dinamismo del germen bautismal, está llamado a encontrarse con Dios no sólo por mediaciones (el prójimo, el trabajo, los acontecimientos, etc.). Puede y debe encontrarlo tal cual es. Contemplar a Dios, la Verdad y el Bien tal como es. Este es un valor al cual el hombre no puede renunciar.

Hay entonces, históricamente en el hombre, una vocación nata a contemplar a Dios cara a cara (vocación contemplativa). Si no lo logra, será un ser no realizado. Difícilmente podrá luego encontrar a Cristo en los demás. Y la oración esencialmente es la respuesta a esta vocación del hombre, es la única actividad que nos une a Dios «cara a cara», sin mediaciones, a no ser la oscuridad de la fe. El tipo de encuentro con Dios en la oración es de otro nivel y calidad que los otros encuentros (prójimo, etc.), y no podemos renunciar a él sin cercenar nuestra realización y destino. Por lo mismo, la oración se constituye en la garantía de que realmente hallamos a Cristo en el prójimo y en la historia y de que no nos quedamos en buenos deseos.

La capacidad para encontrar a Cristo en los demás no proviene de nuestro esfuerzo psicológico, sino de una gracia que emerge de nuestra conciencia, fruto de la fe nutrida por la oración, que nos da la experiencia de Cristo en su fuente.

La oración cristiana entonces está en otro nivel que el de las estadísticas, la psicología o el avance técnico. No entra en competencia con éstos ni tampoco está en peligro por el progreso del hombre. Como igualmente Dios y la libertad o el progreso no se excluyen. Eso sí, con tal que la oración sea auténtica, es decir, expresión de un amor personal a Dios y a los demás. Al fin de nuestros días seremos juzgados por nuestro amor (no tanto por la oración...), pero la oración precisamente es una prueba privilegiada de nuestro amor a Dios, y nos lleva igualmente al amor de los demás, ineludiblemente, si es auténtica. La disyuntiva «o la oración o el servicio de los otros» es falsa, supone una «oración» que no es cristiana, alienada, sin referencia al mundo y a nuestros hermanos. La oración no es un refugio en Dios que nos aleja de nuestro compromiso con el hombre; es impulso

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progresivo que nos revela que esa Persona que encontramos en la oración debemos igualmente encontrarla en los demás.

¿Y la oración de petición? ¿Tiene sentido cuando el hombre domina las leyes de la naturaleza? Ya dijimos que la oración cristiana nos hace participar de la oración de un Cristo que pide incesantemente por la conversión y el desarrollo del hombre. Y esta oración es lo único que puede influir en lo que el hombre tiene de trascendente sobre cualquier ley o progreso: su libertad. Oramos y pedimos porque sabemos que sólo Dios puede cambiar una libertad sin anularla, y que en definitiva de la libertad del hombre dependen las grandes decisiones personales e históricas. En el apostolado, en concreto, la oración va más allá de los límites de la acción. La misma experiencia nos demuestra que todo nuestro celo y organización se enfrenta al fin con una realidad que no podemos cambiar: la libertad humana Y ahí es donde la fe nos revela nuestra posibilidad de transformar esa libertad en colaboración con Dios, para salvar, convertir, hacer llegar la paz, llegar a las decisiones que preparen la justicia y la fraternidad.

Por todo lo dicho vemos que la oración no está en el nivel de lo empírico, no es una necesidad psicológica o sentimental. Es una convicción de la fe. Esto mismo implica las dificultades que encontramos para orar o para creer verdaderamente en la oración. Sus efectos, sociales, apostólicos o psicológicos, no se comprueban inmediatamente. Se realizan a largo plazo, profundamente, envueltos en las decisiones de la libertad humana, y en la marcha de la historia. Pues Dios ha querido asociarnos a su Providencia para que colaboremos en el quehacer de la historia no sólo actuando, sino también orando. De ahí la necesidad de basar nuestra oración en firmes convicciones enraizadas en la fe cristiana. De otro modo, si nuestra adhesión a ella es sólo psicológica o sensible, fácilmente abandonamos su práctica por cualquier actividad o cosa más o menos importante. Habitualmente, el problema de la «falta de tiempo» para orar está ligado a esto. Por último, y ahora desde el punto de vista de la vida, y de la vida cristiana y del apostolado, sabemos que hay ciertas exigencias evangélicas, sobre todo en el orden de la caridad heroica, de la generosidad y de la cruz, de la fidelidad a nuestra misión más allá de toda decepción, ante las cuales necesitamos gracias «sobrehumanas», una presencia muy especial de Cristo.

Ahora bien, hay gracias y hay experiencias de Cristo en nuestra vida que Dios no nos da sino en la oración. Es ahí, en un encuentro con Jesús-Persona, cada día renovado, donde desarrollamos la connaturalidad con Dios para ver las cosas, para juzgar, para reaccionar y amar según el Evangelio. La falta de oración necesaria en nuestra vida, si es culpable y habitual, nos conduce a una especie de anemia espiritual y apostólica, con la consiguiente impotencia de ser fieles a todas las exigencias del Evangelio.

Otra característica de la oración cristiana estriba en que es una respuesta a la iniciativa de Dios, de Dios que habla. No es el hombre el que toma la iniciativa en la oración, es Dios quien le ha hablado primero, quien lo ha llamado en el curso de su vida, llamado al cual responde el hombre con su actitud de oración. El cristianismo no es una religión como las demás, en que el hombre busca a Dios y satisface en su vida religiosa su necesidad natural de relacionarse con su Creador; el cristianismo

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es ante todo la religión de un Dios que busca al hombre, que ha tomado la iniciativa para amarlo, salvarlo y formar con El una unidad en la caridad.

La liturgia, maestra de la oración, se encarga de significar este misterio de llamada y de respuesta a través de su estructura misma: en la liturgia habitualmente la oración (cantos, silencios, oraciones comunes, etc.) sucede a la proclamación de la palabra, es una respuesta del hombre que acaba de escuchar en primer lugar la Palabra de Dios que le ha hablado. Esta estructura de la liturgia revela todo el profundo sentido de la oración cristiana.

Esta oración, que ha de ser una respuesta de Dios en Cristo, adquiere un carácter histórico y encarnado que también es característico del cristianismo. Si hubiera que hacer una distinción fenomenológica entre la oración de un budista y la de un cristiano, habría que hacer esta distinción en el nivel de la historia y la Encarnación: el diálogo del cristiano con su Dios forma parte de una Historia personal y colectiva, localizable en el tiempo y relacionada con experiencias y acontecimientos.

Por eso la oración cristiana se caracteriza por tener una antropología. Toma en cuenta al hombre concreto, histórico, encarnado, con un cuerpo, con una existencia y un ser sensible a palabras y a signos. Este elemento antropológico de la oración cristiana ha sido a menudo olvidado por los pastores, no solamente en la oración litúrgica, sino también en la oración privada.

Para que la oración abarque la plenitud de una persona que se relacione con su Dios no podemos menospreciar las posturas, las actitudes corporales; la inteligibilidad y el valor afectivo de los signos religiosos, de las expresiones vocales, de los textos que nutrirán la oración... Esto, que es esencial a la liturgia, no debe ser tampoco descuidado en la educación de la oración personal.

Por eso el problema de nuestra oración está ligado a nuestro modo de vivir. Hay estilos de vida sin ningún control ni disciplina personal, psicológicamente incompatibles con actividades que nos exigen el ejercicio de la fe, como la oración. Si ello no existe no tendremos la libertad necesaria para un encuentro con Dios auténticamente contemplativo. Hace falta la disciplina de vida, es indispensable tener un mínimo de autocontrol para ser fieles a la oración y a sus leyes humanas.

Otro elemento importante en esta antropología es el método. Desde el siglo XVI se insistió mucho en los métodos para orar. Aquí no nos referimos a la rigidez de esos métodos tradicionales, sino a la manera personal de ayudar a nuestras facultades para concentrarnos en Dios. Esto no hay que descuidarlo si no se quieren multiplicar innecesariamente las dificultades prácticas y las distracciones en la oración. Nuestras distracciones no nos deben afectar. Lo que importa es la eficacia del trabajo que el Espíritu Santo hace en nosotros. Las distracciones tienen que ver con nuestra parte afectiva, y durante las mismas aflora todo aquello que nos ayuda a conocernos mejor. Afloran en esos momentos las motivaciones profundas de nuestro subconsciente, las personas y asuntos que nos preocupan. Todo eso hemos de entregar también al Señor; forma parte de la sinceridad de nuestra oración.

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Y en fin, toda oración cristiana tiene un sentido eclesial. Es decir, nunca el cristiano ora verdaderamente solo, aun en sus momentos de oración más privada. Siempre ora como parte de un todo que es la Iglesia, siempre es solidario con sus hermanos, siempre reza en cierta manera «con la Iglesia».

Por último, debemos decir que las reflexiones que hemos hecho sobre la naturaleza de la oración nos llevan a redefinir al auténtico contemplativo cristiano. La contemplación no es lo que teníamos como imagen tradicional. No es la fidelidad a prácticas de oración. Las prácticas son sólo un medio, no constituyen la contemplación de la fe.

El contemplativo hoy es aquel que tiene una experiencia de Dios, que es capaz de encontrarlo en la historia, en la política, en el hermano, y más plenamente, a través de la oración.

En el futuro no se podrá ser cristiano sin ser un contemplativo, y no se puede ser contemplativo sin tener una experiencia de Cristo y su Reino en la historia. En este sentido, la contemplación cristiana garantizará la supervivencia de la fe en el mundo secularizado o politizado del futuro.

SEGUIR A JESÚS FIEL HASTA LA CRUZ

«Llegó Jesús con ellos a una propiedad llamada Getsemaní. Dijo a sus discípulos: Siéntense aquí mientras yo voy más allá a orar... Y comenzó a sentir tristeza y angustia. Y les dijo: Siento una tristeza de muerte... Y tirándose en el suelo hasta tocar la tierra con su cara, hizo esta oración: Padre, si es posible, aleja de mí esta copa. Sin embargo, que se cumpla no lo que yo quiero, sino lo que quieres Tú...» (Mt 26,36-39).

La espiritualidad cristiana encuentra en Jesús no sólo un modelo de seguimiento, sino también un camino de fidelidad a la misión que el Padre le había entregado; libremente fiel (Jn 10,18); era «todo amor y fidelidad» (Jn 1,14). Seguir a Jesús en su fidelidad al Padre es la cúspide del cristianismo.

La fidelidad de Jesús se desenvolvió en medio de una historia, de circunstancias concretas, en una sociedad y ante hombres como los de hoy, marcados por la mentira y el pecado. Por eso la fidelidad de Jesús es conflictiva y dolorosa: tuvo que llevar el peso del pecado y la fuerza del mal que se le oponían. Esta oposición fue tan tremenda, que lo llevó al fracaso aparente en su vida pública y lo precipitó en el martirio de la cruz. La cruz es la prueba de la fuerza, siempre imperante, del mal, del pecado, de la injusticia en el mundo. Es también la prueba

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suprema de la fidelidad de Jesús. Su cruz -y la nuestra- no tienen sentido sino al interior de la fidelidad a una misión. Por eso hemos dicho que no existe propiamente una «espiritualidad de la cruz», sino una espiritualidad de la fidelidad y del seguimiento.

Esto nos lleva a entender la cruz cristiana a partir del seguimiento de Jesús y de su Causa. Crucificado, Jesús enseñó a sus discípulos y a todas las generaciones una nueva manera de sufrir y de morir, al interior de una fidelidad a una Causa.

El sentido liberador de la cruz

Pero la cruz tiene una significación particular para los sufrientes, los oprimidos y fatalmente resignados. Para ellos, el mensaje de la crucifixión consiste en que Jesús nos enseña a sufrir y a morir de una manera diferente, no a la manera del abatimiento, sino en la fidelidad a una causa llena de esperanza. «El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo» (/Lc/14/27), ha dicho Jesús. No basta cargar la cruz; la novedad cristiana es cargarla como Cristo (seguirlo). «Cargar la cruz» no es entonces una aceptación estoica, sino la actitud del que lleva hasta el extremo el compromiso. «Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por los amigos»... «Jesús, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo» (san Juan).

Esa es la nueva manera de cargar la cruz que Cristo nos enseña con su muerte: transformarla en un signo y fuente de amor y entrega, en vista de una liberación siempre incompleta, pero asegurada por la promesa.

La absoluta novedad del trágico destino histórico de Jesús es la promesa que encierra, promesa que encontrará toda su densidad en su resurrección y exaltación junto al Padre. Porque si la cruz es la frustración aparente de una promesa, la suprema abyección de Jesús y el fracaso de su misión es paradójicamente, al mismo tiempo, el momento de arranque de su triunfo.

Los oprimidos y los sufrientes, de todas las categorías humanas y sociales, tenderán a proyectar en el crucificado su propia frustración. La cruz sería el fracaso de la causa de los justos, de los oprimidos y de los que luchan por la justicia; el fracaso de las bienaventuranzas; la cruz de Jesús es la de los abandonados; parece que los «pequeños» y débiles no pueden triunfar.

Pero si el martirio de Cristo es precisamente el momento en que el Padre asume su causa, dándole para siempre la plena libertad de su exaltación, y poniendo entre sus manos la libertad de todos los hombres, entonces el fracaso de los abandonados de este mundo es sólo aparente.

En la cruz de Cristo, el Padre asume y reconcilia a los que sufren el abandono y la desesperación como forma suprema de la impotencia y de la opresión. Les concede el don de sufrir no como vencidos, sino como actores comprometidos con una causa, que es la misma causa de Cristo. La identificación de los oprimidos con la cruz no es su identificación con el abatimiento de Cristo, sino con su energía resucitante que les llama a una tarea. No se trata de «superar la cruz», sino de

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hacer de la misma cruz energía para llevar a cabo las tareas que imponen la propia liberación y la de los demás.

Si el mensaje de la cruz es que podemos sufrir y aun morir de una manera nueva, es a causa de esta esperanza que nos comunica, pues hemos sido llevados a la crucifixión; tenemos, en el Dios crucificado, la promesa cierta de que la energía de la Resurrección no dejará definitivamente frustrada la tarea de los que sufren y mueren a causa de la justicia.

La cruz es el signo de que la causa de los justos y oprimidos, aparentemente fracasada, es ya aceptada por el Padre y que, por tanto, ellos ya no están abandonados, sino que deben entregarse con más fuerza a hacer reinar la justicia, tras las huellas de un Cristo crucificado, pero nunca decisivamente abatido. En Jesús la cruz es su misma misión de liberación de los hombres hecha tragedia a causa del pecado de estos mismos hombres, pero habitada con la energía de recrear una vez más esta misión de una manera transfigurada. La cruz de los oprimidos, de los sufrientes y abandonados se da al interior mismo de su propia situación injusta, y en el proceso consiguiente de su liberación, hecho fracaso aparente por el egoísmo y el pecado, pero con la fuerza de prolongarse hacia adelante de una manera siempre nueva.

La experiencia de la fidelidad de Jesús

La fidelidad de Jesús es el camino de nuestra propia fidelidad. La fidelidad de Jesús se dio en el tejido histórico de la experiencia humana de su entrega a la causa del Padre. Seguir a Jesús no es repetir las formas históricas de su fidelidad (absolutamente irrepetibles), sino redimir la experiencia de nuestra propia fidelidad, incorporándonos a las experiencias de la fidelidad de Cristo por la fe y el amor. La misión profética de Jesús pasó por las contingencias y las pruebas de nuestra propia misión, y en la experiencia profética del Hijo de Dios encontramos la inspiración para nuestro profetismo: ser fieles a la causa del Padre en el tejido de nuestra historia. Para eso nos puede ayudar la contemplación del itinerario profético del Señor. En los comienzos de su misión, Jesús conoció momentos de prestigio popular, de influencia social, aun de poder. Al comenzar su actividad «anunciando la Buena Nueva a los pobres, a los cautivos la libertad, a los ciegos la luz, a los oprimidos la liberación y a todos la reconciliación» (Lc 4,18), Jesús responde a las expectativas mesiánicas del pueblo. Quiere manifestar con signos su poder liberador, y se entrega a sanar a los enfermos, los leprosos, los atormentados. Multiplica los panes, suministra vino en las fiestas. El pueblo lo busca, lo acosa; les basta con tocar su vestido para recuperar la salud (Mc 3,10). No le queda tiempo para comer (Mc 6,30), y para poder orar tiene que huir en las noches a lugares solitarios (Lc 4,42; Jn 6,15; etc.).

Es la época de sus grandes discursos a las multitudes. Para hacerse oír tiene que subir a los cerros (Mt 5,1) o a las barcas (Lc 5,3).

Lo siguen por decenas de miles (Mt 14,21). Su visibilidad y prestigio alcanzan su más alto grado: Jesús parece responder, como el mayor de los profetas, a las aspiraciones populares..., aunque «El no se fiaba de la gente, porque sabía lo que hay en el hombre» (Jn 2,25). En este punto quieren hacerlo rey (Jn 6,15). Para El

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este momento es el retorno de la tentación del desierto, ya que el demonio se había alejado «para volver en el momento oportuno» (Lc 4,13). La tentación que vuelve una y otra vez durante la actividad de Jesús consiste básicamente en institucionalizar su prestigio terrenal a costa del modelo de fidelidad encomendado por el Padre. Jesús la rechaza (Jn 6,15), y al advertir la ambigüedad de la imagen que proyectaba su ministerio en el pueblo, decide deshacer el equívoco radicalizando las exigencias de su seguimiento, consciente de la crisis que esto significaría para el pueblo y para su misión. «Ustedes no me buscan por los signos que han visto, sino por el pan que comieron hasta saciarse. Afánense no por la comida de un día, sino por otra comida que permanece y da vida eterna: es la que les dará el Hijo del Hombre» (Jn 6,26ss). Y les habla de la fe. Fe en su Palabra, y en su Cuerpo como alimento como condiciones para poder seguirlo y para llegar a la verdadera vida y a la verdadera liberación.

El pueblo no está preparado para esto. Sus expectativas eran otras: hay una masiva decepción. Jesús es criticado abiertamente (Jn 6,41), y se hace controversial y conflictivo (Jn 6,52). Aun entre sus más cercanos, algunos se alejan (Jn 6,66-70). Y para Jesús, rodeado ahora de unos pocos, ha comenzado una nueva etapa. La etapa del «empobrecimiento». Es discutido, incomprendido y ha perdido algo que a primera vista parecía necesario para su acción: la popularidad. Con esto comienza la experiencia más decisiva de su vida, la verdadera pobreza del «Siervo de Yahvé». Ya casi no hace milagros, y por mucho tiempo se margina de las multitudes. Su discurso cambia notoriamente con su nueva experiencia. Habla menos de las expectativas mesiánicas y del poder del Reino y más de su seguimiento y de la cruz que éste comporta. Anuncia su pasión, las persecuciones y su muerte, que presiente cercana.

Para el Hijo de Dios esto no es sólo una «estrategia pastoral». Es el fruto de las experiencias del «empobrecimiento», del rechazo, de la persecución, que ha acumulado en el camino de su vida no sólo por la crisis provocada en el pueblo por las exigencias de su seguimiento, sino por su conflicto, ya manifiesto, con los poderes. «No quería volver a Judea porque los judíos estaban decididos a acabar con él» (Jn 7,1).

Jesús «se autoexilia», pues aún no había llegado su hora. Pero su suerte estaba echada. Desde el primer momento de su ministerio, en que fiel a la voluntad del Padre había anunciado al verdadero Dios y había puesto en cuestión el poder imperial y la teocracia religiosa judía, Jesús es subversivo para un poder que se quiere endiosado y blasfemo para una clase religiosa que propone un dios de la ley y la observancia.

El conflicto que ha creado Jesús es religioso fundamentalmente, aunque hay siempre latente una tensión con el poder civil. (La masacre de Herodes, en su infancia, que lo obliga al exilio en Egipto; la situación creada por la ejecución de Juan Bautista, etc. Esta tensión estallará en el curso de su última estancia en Jerusalén). Sus perseguidores son principalmente los jefes de los sacerdotes y los maestros de la Ley. Esta teocracia religiosa primero procura desprestigiarlo, más tarde deciden entregarlo a los «extranjeros», al poder romano, como única forma de eliminarlo (Mc 10,33). Desde entonces Jesús es un prófugo en su propia patria.

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Incomprendido por muchos, rechazado y perseguido por la clase dirigente, esta experiencia es la que prepara a Jesús para la cruz. Son las señales con que el Padre le indica que su hora ha llegado. Jesús vuelve entonces decididamente a Jerusalén, a la confrontación final. También los apóstoles presienten el desenlace (Jn 11,16) y tienen miedo (Mc 10,32).

En este momento, sin embargo, el pueblo se muestra solidario con él. Aunque no siempre capaces de ir en su seguimiento, reconocían en él al Santo de Dios, que había predicado un reino de fraternidad y de justicia, donde «los últimos serían los primeros» y los más abandonados eran los privilegiados. Sabían que ésa era la causa de su rechazo y persecución por parte de la ocasional alianza de las clases dirigentes religiosas y políticas. De ahí que a su llegada a Jerusalén una gran multitud lo aclama y lo sigue, y la ciudad se alborota (Mt 21,8ss). Y los dirigentes temen al pueblo (Mc 12,12). Para poder desprestigiarlo y condenarlo definitivamente ante las gentes, deciden acusarlo ante Pilato por motivos políticos.

La solidaridad del pueblo en torno a él revive en Jesús la tentación del desierto: la posibilidad de un mesianismo apoyado en el poder y no en la profecía. La tentación se presenta más fuerte y dramática que nunca. Agobiado por ella, Jesús, en su última noche, se aparta al huerto de los Olivos a orar al Padre y renovar su fidelidad a su voluntad. Al mismo tiempo, la experiencia angustiante de la persistencia del mal y de la fuerza del pecado, que en ese momento parecían haber triunfado, alcanzan toda su intensidad. La crisis es tan grave, que el Hijo de Dios entra en agonía y transpira sangre (Lc 22,39-46). Después de esto, la experiencia crucial de la muerte en el abandono de la cruz. La fidelidad de Jesús ha llegado al extremo, y su resurrección es la prueba de que no fue vana: desde entonces los que lo siguen hasta el sacrificio de la cruz pueden transformar esa experiencia en fuente de liberación y santidad.

EL RADICALISMO DEL SEGUIMIENTO DE CRISTO

«Te seguiré, Señor; pero déjame despedirme de los míos... Jesús le contestó: Todo el que pone la mano en el arado y mira para atrás, no sirve para el Reino de Dios» (/Lc/09/61).

La palabra «radical» es una palabra sospechosa. Y hoy más aún por sus connotaciones políticas. Un radical es un extremista. Un insensato, un imprudente. Lo contrario del equilibrado. No así en la espiritualidad cristiana. En la línea del seguimiento de Cristo, el cristiano debe ser radical y, en cambio, un cierto «equilibrio» puede ser ambiguo.

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En el lenguaje evangélico, radical es el que va a la raíz, el que asume la enseñanza de Jesús con todas sus consecuencias.

En este sentido es condición ineludible del seguimiento de Cristo, y el «equilibrio» puramente humano puede llevar fácilmente a la mediocridad y a la tibieza. El verdadero equilibrio evangélico implica el radicalismo de la entrega a Cristo, y por eso no puede identificarse con la «sensatez» y «prudencia» de los sabios y bienpensantes, según las puras categorías del actuar profano. La palabra de Jesús rechaza este tipo de equilibrio y lo somete al radicalismo cristiano.

En el libro del Apocalipsis, cap. 2, y. 3, se reprocha el falso equilibrio de aquel que, bajo un actuar exterior honesto, ha perdido el radicalismo del amor, y en el cap. 3, vv. 15ss, denuncia la tibieza que se esconde bajo el falso equilibrio de la acomodación («Ojalá fueras frío o caliente...»). 

En términos cristianos, Jesús fue un radical. Replanteó la conversión a Dios, el cambio de vida y las actitudes éticas y religiosas desde su raíz, estableciendo su Evangelio como el único absoluto. Así fue percibido por la clase gobernante y sacerdotal y también por sus discípulos. Para muchos de sus parientes esto era un síntoma de locura (Mc 3,21). Su radicalismo le costó la vida.

Jesús fue radical en sus exigencias. Para El, el cristiano debe ser sal, y si la sal pierde su capacidad de dar sabor a otros, ya no sirve para nada (Mt 5,13). El compromiso cristiano debe ser como una luz capaz de iluminar el mundo (Mt 5,17-20).

La opción por Cristo debe ser radical. Ocupa el primer lugar, por sobre los padres, los hijos y la propia vida (Mt 10,37-39). Cualquier bien, cualquier valor ha de ser sacrificado cuando se hace incompatible con el radicalismo de esta opción (Mt 18,8), a semejanza del que vende todo lo que tiene para adquirir una perla preciosa o un tesoro escondido (Mt 13,44-46). Cristo quiere establecerse como el único compromiso absoluto del hombre, eliminando el falso equilibrio del «servicio a dos señores» (Mt 6,24; Lc 12,21.34).

Jesús exige un seguimiento llevado hasta las últimas consecuencias. La puerta que lleva a su reino no es ancha ni «equilibrada», sino estrecha (Mt 7,13) Los que le siguen deben estar dispuestos a no tener dónde reclinar su cabeza, deben romper con los compromisos mundanos, y una vez en marcha no deben siquiera mirar atrás (Lc 9,57-62). Toda ganancia temporal no aprovecha de nada si nos separa de él (Mt 26,25-26) Jesús no oculta la violencia que hay que hacerse a sí mismo para seguirlo (Mt 11,12) por un camino marcado necesariamente por la cruz (Mt 16,21-24; 17,15). Las exigencias de Cristo llegan hasta pedir a los hombres «que nazcan de nuevo» (Jn 3,3), que se «hagan como niños» (Mt 18,4) y que «ocupen el último lugar» (Mt 20,26) después de haber «perdido y triturado su vida como el grano de trigo» (Jn 12,24-26).

El radicalismo cristiano, sin buscarlo, puede llevar a conflictos y tensiones, fruto de la reacción que causa una fidelidad absoluta al Evangelio. A causa de Cristo, el cristiano será objeto de odio (Mt 10,22-25; 18,21; Jn 15,19-25; 16,1) y de división (Mt 10,34-35). Jesús mismo fue objeto de odio y división, signo de

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contradicción (Lc 2,34; Jn 7,12-13), y frente a El es imposible mantener la falsa prudencia de la indefinición, pues se está con El o contra El (Lc 11,23). «He venido a provocar una crisis en el mundo: los que no ven, verán, y los que ven, van a quedar ciegos» (Jn 9,39). «Felices así los que al encontrarme no se alejan desconcertados» (Mt 11,6).

La crisis radical del Evangelio de Jesús está condensada en su ideal de felicidad, opuesto a la falsa dicha, según las bienaventuranzas de san Lucas (Lc 6,20-26). En contraste con las categorías de la sensatez del equilibrio mundano, los ricos, los satisfechos y los «bien considerados» son descalificados por Jesús. En cambio, los que para El están en la línea del equilibrio evangélico son los pobres, los hambrientos, los sufrientes, los expulsados, insultados y mal considerados a causa de su opción cristiana (Lc 6,23).

Igual falta de «mesura» muestra Jesús de cara a ciertas exigencias específicamente evangélicas. El amor fraterno que él reclama no es solamente la actitud «sensata» y «honesta» de los buenos sentimientos y relaciones humanas. Para él no somos diferentes a los «paganos», que siguen esa ética de relaciones, si no llegamos a perdonar las ofensas «setenta veces siete» (Mt 5,22), si no aprendemos a no juzgar (Mt 7,1) y a amar y perdonar a los enemigos y a los que nos perjudican (Mt 5,3748; 6,14). El radicalismo del amor cristiano no tiene límite (Jn 13,34; 15,13; Mc 12,33), exige la gratuidad (Lc 14,12; 17,10), lleva a amar a todos sin discriminación de ningún género (Lc 10, 25ss); más aún, exige optar por los débiles y «pequeños» (Mt 25,40).

La fe que Jesús exige a su persona y a su palabra es radical. No es la de los «sabios y prudentes» (Mt 11,25). Debe hacernos capaces de empresas sobrehumanas (Mt 14,25ss). Bastaría «un grano de esta fe para trasladar las montañas» (Mt 17,20; 21,21). Por eso el Evangelio exige una confianza absoluta en la oración, como expresión del radicalismo de la fe (Mt 7,7-11; Mc 9,23-29; Lc 11,5ss; Jn 15,16).

Jesús se aparta igualmente del «equilibrio humano» al plantearnos la actitud cristiana ante los bienes, la riqueza, el prestigio y el porvenir temporal. Su idea de la pobreza es radical: «No se puede ser discípulo si no se renuncia a todo lo que se tiene» (Lc 14,33). Nos ordena buscar los valores del reino por sobre todo, condicionando a ello todo lo demás (Mt 6,33; 6,25-34). Igualmente radical es su crítica a la riqueza (Mt 19,23), a las formas confortables de la vida apostólica (Mt 10,10). Las circunstancias de su nacimiento en Belén (Lc 2,7-8) y su identificación con el insignificante y discutido pueblo de Nazaret (Mc 6,2-3; Jn 1,46; 7,15) son, en esta misma línea, opciones que cuestionan muchos criterios actuales.

De cara a la verdad, Jesús es igualmente absoluto (Mt 5,37). Su fidelidad a esta verdad lo llevó al enfrentamiento final con el poder establecido y a la muerte (Mt 26,64; 27,11; Lc 22,67ss; Jn 18,37ss). En su entrega a la causa de la verdad, Jesús será radical en su crítica a la hipocresía, a la exterioridad (Mc 7,3-13) y a toda forma de fariseísmo (Mt 23,1ss; Mc 2,27; Mt 9,14; 11,16; 12,1ss; 15,7-11; 17,24).

En sus criterios de verdad el Evangelio se aparta nuevamente de los criterios del «equilibrio mundano». Los que aparecen últimos serán primeros, y los primeros

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para el mundo, los últimos (Mt 19,30; 20,12-15). Así, las prostitutas precederán en el reino de los cielos a muchos «bienpensantes» (Mt 21,31), la fe de los pecadores vale más que la religión puramente exterior (Lc 7,36ss), el óbolo de una pobre viuda tiene más valor que las dádivas de los opulentos (Mc 12,41-44) y la penitencia del publicano pecador justifica más que la suficiencia del fariseo practicante (Lc 18,9). En esta criteriología evangélica incluso la contemplación aparentemente inútil de María vale más que la productividad de Marta (Lc 10,38). El radicalismo del Evangelio tiene su mejor encarnación en la actitud de Jesús al entregar su vida por los demás (Jn 10,15-18; Jn 13,1). La cruz queda así como signo indiscutible del compromiso radical, de la fidelidad absoluta al Padre (Lc 2,49), de la caridad llevada al extremo (Jn 13,1), de la búsqueda del último lugar (Mt 3,14; Jn 13,4ss). De la renuncia al poder y a la violencia (Mt 26,51; 27,12; 27,40-44; 4,1ss; Mc 14,61; 15,5; Jn 18,22).

El santo como radical

La naturaleza radical del seguimiento de Cristo se muestra igualmente por el testimonio de aquellos que más auténticamente se han identificado con el ideal evangélico: los santos. Para el cristianismo, el santo es la encarnación del ideal proclamado y raramente vivido. Dentro de la naturaleza simbólica y profundamente humana del catolicismo, el santo es el símbolo del ideal evangélico visualizado y puesto al alcance de todos en un cierto momento y ante ciertos desafíos históricos. El santo es el comentario vivo del Evangelio escrito. El Evangelio anunciado por la vida de un hombre en todo su radicalismo.

Esta identificación del santo con el Evangelio exige de aquél ir a la raíz del cristianismo, llevándolo a la imitación del Jesús histórico tal cual nos es comunicado por la fe de la Iglesia y a la fidelidad a su enseñanza evangélica «sin glosas». Así, la Iglesia tiene dos maneras de identificar al auténtico cristianismo: mediante las proposiciones doctrinales garantiza la verdad revelada (ortodoxia), proponiendo a los santos garantiza la verdad de la práctica cristiana (ortopraxis). La vida de los santos encarna aquello que el magisterio propone como verdadero cristianismo El santo es un testigo radical, y la Iglesia lo entiende de esta manera cuando exige, para identificar auténticamente a un cristiano como santo, la práctica de las exigencias del Evangelio «en grado heroico». El grado heroico radicaliza el compromiso cristiano, arrancándolo de la tentación de un «justo medio» o equilibrio puramente humano, que mira la heroicidad cristiana como «extremismos», «exageraciones» o «radicalismos» (cayendo una vez más en la ambigüedad de transferir categorías sociopolíticas al compromiso cristiano).

La Iglesia, que en su modo de proceder cuando se trata de cuestiones marginales a su misión esencial puede aparecer «moderada» y «políticamente equilibrada» (manejo de cuestiones de gobierno, tomas de posición temporales, etc.), a la hora de identificar la autenticidad cristiana es radical. No la identifica con ninguna de las formas de «equilibrio mundano» de sus representantes. La identifica con el heroísmo radical de los santos

El radicalismo de la vida consagrada

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El compromiso cristiano que suscita la Iglesia tiene también otra forma de revelar su radical dinamismo: en la manera de entender y realizar la vida consagrada. La vida consagrada, como modalidad profética de vivir el cristianismo a partir de ciertos valores radicalmente asumidos, es presentada por la misma Iglesia como testimonio privilegiado de vida evangélica. Por eso sus características y significación profética las podemos considerar como auténticamente representativas del seguimiento de Cristo.

No se trata aquí de agotar el profetismo o el contenido de testimonio eclesial de la vida consagrada. Para el caso que nos ocupa queremos llamar la atención sobre un aspecto característico: su impacto crítico como testimonio del radicalismo cristiano. Creemos que es propio de la vida consagrada el ser un cuestionamiento y eventualmente una santa protesta sobre la Iglesia y la sociedad. Sobre la Iglesia, en la medida que ésta es decadente, o ambigua, o ha perdido su dinamismo radical. Sobre la sociedad, en la medida que se deshumaniza o descristianiza y por lo mismo se hace fuente de opresión e injusticia.

En su origen, en los primeros siglos, encontramos ya esta forma de protesta cristiana. Las formas radicales de apartamiento de la sociedad y de las estructuras eclesiásticas imperantes (ya influidas por la decadencia posconstantiniana), propias de los primeros anacoretas y del monaquismo primitivo, son una muda protesta. Son un deseo de afirmar dialécticamente (y a menudo en forma chocante, en forma de ruptura con «lo establecido»), valores e intuiciones evangélicas que entraban en un proceso de «mundanización» y mediocridad. El radicalismo de su modo de vivir, cuestionaba.

Esta característica sigue siendo propia de las grandes funciones y reformas carismáticas en torno a la vida consagrada. Implican una crítica santa a la forma de sociedad y de Iglesia en que ellos viven. Si, por ejemplo, tomamos a san Francisco y su movimiento religioso como caso típico, no se puede negar que el estilo radical de vida franciscana implicaba un profundo cuestionamiento a la Iglesia temporalizada y clerical de su época y al estilo de vida de los señores feudales y de los nacientes burgueses cristianos. Esta característica radical de todo movimiento religioso en su origen tiende luego a perderse. La vida consagrada se va haciendo «establecida», se asimila a las formas eclesiásticas «convencionales» y sobre todo a los estilos imperantes de la vida social sin cuestionarlos. En ese caso estamos en plena decadencia. Ese movimiento religioso no será auténtico mientras no vuelva a la raíz de su profetismo. Su radicalismo es signo de vitalidad y de su derecho a continuar existiendo. Su ausencia es un vacío que cuestiona su razón de ser en la Iglesia y en la sociedad. Una de las causas de la actual crisis de la vida consagrada descansa en que muchos de los que se han entregado a ella han descubierto este vacío.

La vida consagrada auténtica implica una santa crítica a una Iglesia «instalada». En la medida en que los cristianos ya no son sal ni luz. En la medida en que hay un clero «establecido». Establecido en formas obvias o sutiles de «carrera eclesiástica». En formas de actuar guiadas por criterios «políticos» o «diplomáticos» y no evangélicos. En acomodación al «mundo» en cuestiones de poder y de recursos. Un clero que tiende a sustituir el radicalismo cristiano por el «equilibrio» del «justo medio» de los «bienpensantes». Tal vez esto último es lo más radical del ideal religioso como forma típica del seguimiento. El equilibrio cristiano no es el

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justo medio de la ética secular prevalente. El equilibrio cristiano no está «en el centro», sino en la verdad, como lo entiende el Evangelio. La verdad de Jesús no siempre está «en el medio>>, a menudo está en los extremos, es radical para un criterio «establecido». Ya abundamos anteriormente sobre esto. En el fondo, en su intuición profunda, la vida consagrada quiere testimoniar precisamente eso: el radicalismo del seguimiento frente a la mediocridad de ciertos «justos medios».

La vida consagrada es también una crítica radical a la sociedad. Un estilo de vida que rompe con los criterios imperantes no evangélicos. En nuestro caso concreto latinoamericano, esta crítica es a las injusticias de la sociedad capitalista dependiente. En otras áreas, la vida consagrada cuestionará otros vicios de otros tipos de sociedad.

La vida consagrada critica la sociedad no «haciendo política» o análisis críticos socioeconómicos. La critica proféticamente, asumiendo un estilo de vida y de organización que en sí es un reproche a los vicios y criterios prácticos no cristianos de la actual sociedad. Los consagrados no son radicales en categorías sociológicas, sino evangélicas. Su crítica brota de la pobreza y no del activismo social. Pobreza como renuncia a la men- talidad de «consumo». Como desinterés por el lucro. Como estilo fraternal de compartir los bienes materiales y espirituales. Como destierro de toda forma de acepción de personas y categorías sutilmente «clasistas», evitando las formas disfrazadas de utilización de los otros. Como compromiso por la liberación de los «pequeños» En fin, la vida consagrada testimonia la contemplación como compendio de la protesta contra las metas puramente materiales de los tipos concretos de sociedad tanto capitalistas como socialistas. La oración y experiencia contemplativa son el cuestionamiento más serio que la vida consagrada dirige al mundo de hoy. Al valorar y exhibir públicamente esta dimensión contemplativa, propia del radicalismo evangélico, la vida consagrada anuncia proféticamente lo que es ya propio de todo compromiso cristiano: el absoluto de Dios, la gratuidad y el amor a Dios por sobre todas las cosas.

De hecho, hoy día «la protesta social» a través del estilo radical de vida no es privativo de la vida consagrada o de otras formas de compromiso cristiano. Los diversos grupos, sobre todo jóvenes, que asumen una actitud de «anticultura» (hippies y otros) son en el fondo una caricatura secularizada del radicalismo cristiano. En forma pacífica, y a veces también violenta, las anticulturas actuales cuestionan la sociedad. Sus ambigüedades, que son también grandes (tendencias sectarias, viciosas y evasivas de los compromisos sociopolíticos...), se deben a que este profetismo-secularizado no se nutre explícitamente del evangelio.

Sin embargo, quedan como un desafío al conformismo actual de muchas formas de la vida evangélica. Esta está llamada a asumir la protesta social de los «anticultura» en un contexto y una motivación radicalmente cristiana. Ello le permite superar las ambigüedades de los «anticultura» y dar a su estilo de vida una significación verdaderamente profética.

SEGUNDO GALILEA RELIGIOSIDAD POPULAR Y PASTORAL

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Edic. CRISTIANDAD. Madrid-1980.