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---------------- Los CuadernosdePérezdeAyala ---------------- CONTORNO DE UN CLASICO (Contra Dorio de Gades) Carlos Lꭐs Alvarez E 1 recuerdo físico más persistente que guardo de Ramón Pérez de Ayala es el no haberle visto nunca de pie. Tengo bien presente la tarde en que i a su casa de Madrid, en Gabriel Lobo, 1 l. Estaban allí José María de Cossío, Pérez Ferrero, me parece, y alguien más. Yo había escrito algo acerca de un libro suyo, una recopilación de artículos literarios, y me dijo que por lo menos yo no decía que su prosa estaba llena de arcaísmos. Tenía una manta sobre las rodillas y al lado una mesita con cuarti- llas en blanco y varios lápices cuidadosamente afilados. Esta es la conocida imagen de Pérez de Ayala durante sus últimos tiempos. Muchas veces, a lo largo de tres años, coincidí a solas con él. Solía preguntarme por algunos rinco- nes de Oviedo y me contaba unos chistes muy ingleses de Adán y Eva. Cudo yo intentaba hablarle de literatura contestaba con generalidades breves, perezosamente. Si le hablaba de Albert Camus me decía que sus tesis ya estaban en los griegos. De Azorín me dijo que era un tartamudo mental. Estaba sinceramente asombrado de que en una novela de Carmen Loret -«La mujer nueva»- hubiera un milagro. «Por lo visto se le apece Dios», me decía. De vez en cuando en- traba su mer, Mabel, y una tde le dijo con un tono deliberadamente exquisito, socarronamente: «Ayúdame, que es la hora de la micción». Siento hacia este escritor una admiración pro- nda e instintiva. Aparte de esa admiración, que puede depender del temperamento, hay razones claras y distintas, como las hay también para juz- gar a otros grandes escritores que no son de mi gusto, y que son razones que deciden superlati- vamente acerca de la literatura de Pérez de Ayala. De cualquier manera en el arte, al contrario que en la filosoa, cabe yuxtaponer y aceptar a los autores más dispares sin caer en contradicción. Creo que este punto continúa siendo de importan- cia capital en este país de caníbales que se quieren quedar solos con sus amigos, a quienes al final también devoran. Pérez de Ayala estaba dentro de la ola regene- radora del modernismo desde su primer libro, «La paz del sendero». La palabra e inventada como dicterio por los poetastros de mesa-camilla y rima dáctil contra el viento rubeniano que los iba a barrer a todos, y que de alguna manera acabó derribando los muros que ocultaban a Góngora, el árbol de las manzanas de oro. Porque yo he creído 30 siempre que el modernismo e una «marcha triunl», a veces no sabida, hacia Góngora. Valle-Inclán, cuya emoción más intensa «nace en el ritmo oculto de los romances antiguos, sobre todo en los de Góngora», pronunció en 1910, en Buenos Aires, una conrencia a la que pertenece· este agmento: ¡Modernismo! ¿Esa palabra que el antidi- luviano megaterio lanzó un día, qué signi- fica? El modernismo en las fauces del mega- terio fue algo como una excomunión y un insulto. Yo creo que un buen diccionario de sinónimos hubiera establecido el parale- lismo, la íntima relación «joven modernista» y «perro judío». Arriesgándome a ser derro- tado por el megaterio, diré qué, en mi opi- nión, el modernismo es el que inquieta. El que inquieta a los jóvenes y a los viejos, a los que beben en la clásica fuente de már- mol helénico, a los que llenan el vaso en el oculto manantial que brota en la gris pe- numbra de las piedras góticas. Pérez de Ayala, que bebía en la «clásica ente de mármol helénico», mientras Valle, soberana- mente, llenaba su vaso «en el oculto manantial», engendró precisamente de don Benito Pérez Gal- dós su modernismo estricto. Es el propio Valle quien considera a Galdós uno de los precursores del modernismo, señalando entre sus principales cultores, los de la hora que él vivía, a Unamuno, Benavente, Azorín, Ciges, Baroja, los Machado, Pérez de Ayala, Marquina y Ortega. Valle, con penetración singular, y fijándose en Galdós, a quien siempre tuvo por maestro, señala como uno de los caracteres del modernismo el ser creador de tradiciones. Por eso se pasan de greguería o de algarabía quienes ndan en Valle-Inclán sus jui- cios despectivos hacia Galdós, apoyándose en el mejor de los casos, en un vago entendimiento del modernismo, y en el peor, en la aviesa eyacula- ción de un «escritor del hampa», Antonio Rey Moliné, «un bohemio sumido en la vagancia aso- cial más completa», como escribió Pedro Ortiz Armengol (Revista de Occidente, n. 0 10/11, agos- to-septiembre, 1976), Valle reprodujo, como es sabido, la eyaculación de «Don Benito el garban- cero» poniéndola en boca de un personaje de «Luces de bohemia», Dorio de Gades, sobrenom- bre de Rey Moliné. No era Valle, sino su impre- sentable personaje quien hablaba. Pues hay quien ha tomado lo de «garbancero» por revelación crí- tica singular, con lo cual se ve libre de leer a Galdós y al propio Valle. «Galdós -escribió Ortiz Armengol- nacido unos treinta años antes que los noventa-y-ochistas, e objeto en vida de la admi- ración de todos, con la única excepción de los «ultras» de la época en sus habituales desvaríos. Valle-Inclán no escapó a esa regla admirativa y así como tres generaciones de escritores españoles han estado -háyanlo querido o no- bo la sombra

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Page 1: CONTORNO DE UN CLASICO...pluma) posee la virtud de la impermeabili dad. La pluma de los gansos y, en general, la de los palmípedos, disfruta de la propia vir tud. Los ultras ingeniosos,

---------------- Los CuadernosdePérezdeAyala ----------------

CONTORNO DE

UN CLASICO

(Contra Dorio de Gades)

Carlos Luis Alvarez

E1 recuerdo físico más persistente que guardo de Ramón Pérez de Ayala es el no haberle visto nunca de pie. Tengo bien presente la tarde en que fui a su casa

de Madrid, en Gabriel Lobo, 1 l. Estaban allí José María de Cossío, Pérez Ferrero, me parece, y alguien más. Y o había escrito algo acerca de un libro suyo, una recopilación de artículos literarios, y me dijo que por lo menos yo no decía que su prosa estaba llena de arcaísmos. Tenía una manta sobre las rodillas y al lado una mesita con cuarti­llas en blanco y varios lápices cuidadosamente afilados. Esta es la conocida imagen de Pérez de Ayala durante sus últimos tiempos.

Muchas veces, a lo largo de tres años, coincidí a solas con él. Solía preguntarme por algunos rinco­nes de Oviedo y me contaba unos chistes muy ingleses de Adán y Eva. Cuando yo intentaba hablarle de literatura contestaba con generalidades breves, perezosamente. Si le hablaba de Albert Camus me decía que sus tesis ya estaban en los griegos. De Azorín me dijo que era un tartamudo mental. Estaba sinceramente asombrado de que en una novela de Carmen Laforet -«La mujer nueva»- hubiera un milagro. «Por lo visto se le aparece Dios», me decía. De vez en cuando en­traba su mujer, Mabel, y una tarde le dijo con un tono deliberadamente exquisito, socarronamente: «Ayúdame, que es la hora de la micción».

Siento hacia este escritor una admiración pro­funda e instintiva. Aparte de esa admiración, que puede depender del temperamento, hay razones claras y distintas, como las hay también para juz­gar a otros grandes escritores que no son de mi gusto, y que son razones que deciden superlati­vamente acerca de la literatura de Pérez de Ayala. De cualquier manera en el arte, al contrario que en la filosofía, cabe yuxtaponer y aceptar a los autores más dispares sin caer en contradicción. Creo que este punto continúa siendo de importan­cia capital en este país de caníbales que se quieren quedar solos con sus amigos, a quienes al final también devoran.

Pérez de Ayala estaba dentro de la ola regene­radora del modernismo desde su primer libro, «La paz del sendero». La palabra fue inventada como dicterio por los poetastros de mesa-camilla y rima dáctil contra el viento rubeniano que los iba a barrer a todos, y que de alguna manera acabó derribando los muros que ocultaban a Góngora, el árbol de las manzanas de oro. Porque yo he creído

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siempre que el modernismo fue una «marcha triunfal», a veces no sabida, hacia Góngora. Valle-Inclán, cuya emoción más intensa «nace en el ritmo oculto de los romances antiguos, sobre todo en los de Góngora», pronunció en 1910, en Buenos Aires, una conferencia a la que pertenece· este fragmento:

¡Modernismo! ¿Esa palabra que el antidi­luviano megaterio lanzó un día, qué signi­fica? El modernismo en las fauces del mega­terio fue algo como una excomunión y un insulto. Yo creo que un buen diccionario de sinónimos hubiera establecido el parale­lismo, la íntima relación «joven modernista» y «perro judío». Arriesgándome a ser derro­tado por el megaterio, diré qué, en mi opi­nión, el modernismo es el que inquieta. El que inquieta a los jóvenes y a los viejos, a los que beben en la clásica fuente de már­mol helénico, a los que llenan el vaso en el oculto manantial que brota en la gris pe­numbra de las piedras góticas.

Pérez de Ayala, que bebía en la «clásica fuente de mármol helénico», mientras Valle, soberana­mente, llenaba su vaso «en el oculto manantial», engendró precisamente de don Benito Pérez Gal­dós su modernismo estricto. Es el propio Valle quien considera a Galdós uno de los precursores del modernismo, señalando entre sus principales cultores, los de la hora que él vivía, a Unamuno, Benavente, Azorín, Ciges, Baroja, los Machado, Pérez de Ayala, Marquina y Ortega. Valle, con penetración singular, y fijándose en Galdós, a quien siempre tuvo por maestro, señala como uno de los caracteres del modernismo el ser creador de tradiciones. Por eso se pasan de greguería o de algarabía quienes fundan en Valle-Inclán sus jui­cios despectivos hacia Galdós, apoyándose en el mejor de los casos, en un vago entendimiento del modernismo, y en el peor, en la aviesa eyacula­ción de un «escritor del hampa», Antonio Rey Moliné, «un bohemio sumido en la vagancia aso­cial más completa», como escribió Pedro Ortiz Armengol (Revista de Occidente, n.0 10/11, agos­to-septiembre, 1976), Valle reprodujo, como es sabido, la eyaculación de «Don Benito el garban­cero» poniéndola en boca de un personaje de «Luces de bohemia», Dorio de Gades, sobrenom­bre de Rey Moliné. No era Valle, sino su impre­sentable personaje quien hablaba. Pues hay quien ha tomado lo de «garbancero» por revelación crí­tica singular, con lo cual se ve libre de leer a Galdós y al propio Valle. «Galdós -escribió Ortiz Armengol- nacido unos treinta años antes que los noventa-y-ochistas, fue objeto en vida de la admi­ración de todos, con la única excepción de los «ultras» de la época en sus habituales desvaríos. Valle-Inclán no escapó a esa regla admirativa y así como tres generaciones de escritores españoles han estado -háyanlo querido o no- bajo la sombra

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En su casa de Madrid con su hijo, Indalecio Prieto y Sebastián Miranda y el gran torero Juan Be/monte. Hacia 1928.

del abeto de Ortega, otras generaciones estuvieron antes de igual forma bajo la sombra gigantesca del roble galdosiano».

Quisiera apuntar también, ya que antes escribí la palabra «greguería», que tal vocablo, que en el Diccionario de Autoridades viene como «cosa de griegos», está en Galdós, por vez primera, con otro sentido. En La de los tristes destinos, de 1917, puede cualquier ramoniano encontrar este párrafo: «... inmenso tumulto, greguería espan­tosa». y también: «Con estremecimiento y con­goja, con ayes y greguería respondió toda la plebe a la descarga ... ». Decía Ramón Pérez de Ayala (yo se lo oí decir) que los textos de Galdós están llenos de greguerías, pero, naturalmente, en fun­ción de algo, de una descripción o de una situa­ción. Así es. Las encontramos abundantes y lu­cientes en Nazarín y también en Misericordia, en aquel inolvidable fragmento en que el novelista describe la iglesia de San Sebastián.

No escapó Pérez de Ayala, no quiso escapar, como Valle, como los Machado, como Ortega, como Unamuno, a la admiración de Galdós. El pobre Dorio de Gades se quedó solo con su pro­yecto de greguería. En Las máscaras, uno de los pocos grandes libros contemporáneos de teatro, cuya vivacidad y penetración es obvio ponderar, escribe Pérez de Ayala:

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En el teatro español se ha estrenado un drama; su título Casandra; su autor, don Benito Pérez Galdós.

Muchas de las personas que asistieron al estreno, señaladamente los escritores profe­sionales y los críticos de oficio, los «plumí­feros», no se han enterado. No parece sino que lo específico en tales personas (la pluma) posee la virtud de la impermeabili­dad.

La pluma de los gansos y, en general, la de los palmípedos, disfruta de la propia vir­tud.

Los ultras ingeniosos, que quieren hacer «pre­viamente» odioso a Galdós, lo que, según el pro­pio Pérez de Ayala, no hicieron jamás Galdós ni Shakespeare, siguen en las mismas: sin enterarse. Pero de lo que se han enterado, como es del teatro de Valle-Inclán, lo proclaman como ofensa a Gal­dós ocultando «previamente» que Ramón Pérez de Ayala fue el primero en analizar con seriedad la grandeza de ese teatro -su clasicismo, su sentido de presencia, su dinamismo, su antipsicologismo y su diálogo, -cuando los «plumíferos» lo consi­deraban un cartelón de feria y dedicaban su ado­ración a las liviandades epicenas de Benavente. ¿Quién, entonces, hacía caso a Pérez de Ayala

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cuando mencionaba las intuiciones de Platón y Sócrates al hablar del diálogo valleinclanesco?

Hay, en este lugar, algunas cuestiones entre biográficas e intelectuales que conviene aclarar. Si, pasados bastantes años, Pérez de Ayala escri­bió en sus prólogos a Las Máscaras palabras que atemperaban sus juicios acerca del teatro de Be­navente, no sirven, ya que los juicios bien asenta­dos no pueden ser superados más que por otros. · Quedó a salvo la cortesía de un hombre ya an­ciano y fatigado que confesaba arrepentirse de loque verdaderamente nunca se arrepintió. Más omenos viene a ser el caso de A.M.D.G., su novelaantijesuítica de 1910. Nunca adjuró de esa novelaque tenía por una de las mejores que había escrito,y Bertuco, el protagonista de ella, por uno de susmás acabados personajes. Otra cosa es lo quepensaba de la deplorable, grosera y oportunistaversión teatral que hizo Julio Gómez de la Serna,estrenada en el teatro Beatriz en 1931, estandoAyala en Londres. Consideró no sólo que la ver­sión de A.M.D.G. era muy mala, sino que el adap­tador había querido aprovecharse políticamente,muy por encima de lo permisible, de la pura litera­tura de la novela.

Pura literatura. Pérez de Ayala. escribía prodi­giosamente bien, como dijo Ortega. En otro texto,de 1917, Ortega viene a decir que Ayala escribíamejor que Juan Valera, como Rubén mejor queNúñez de Arce. Lo dice más o menos así, demodo que, en esencia, no reduzco infantilmente eltexto orteguiano. Ya sabemos que la claridad erauna de las virtudes preferidas, y practicadas, denuestro filósofo.

Como a Galdós, a Pérez de Ayala se le achacapesadez y gravedad y el indeseable y eterno Doriode Gades en vez de hablar de garbanzos habla dearcaísmos. El concepto de la pesadez literaria esharto subjetivo, de relatividad suma -escribió elpropio Ayala respondiendo a los críticos de la«Casandra» de Galdós- No existe una escala depesos especificas para las obras del espíritu,como la hay para los cuerpos físicos. La llamadapesadez depende del interés, y este de la com­prensibilidad del público... Afortunadamente elpúblico no era Dorio de Gades y no confundía lapesadez con la gigantesca majestad y magnificagrandeza de Galdós. Pero como el Dorio gaditanodifícilmente va a creérselo, sepa que ... Al finalizarcada uno de los actos de Sor Simona (de Galdós)el público rompió en un aplauso férvido, vehe­mente, desapoderado ... Y así ocurría con todossus dramas teatrales. No hablemos, por trillado,del público de sus novelas.

Ramón Pérez de Ayala, en el que se juntancalidades muy altas de poeta, de novelista, deensayista, posee un lenguaje de ritmo clásico, desintaxis hospitalaria, cuya estructura interna, paraque lo entienda Dorio de Gades, y la externa tam­bién, es la antigreguería por antonomasia. Su do­minio de los desarrollos morfológicos del lenguaje,pero sobre todo su capacidad sintáctica o de enla-

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zamiento, le permite ser explícito y recorrer todos los pliegues de las ideas y de los sentimientos, sin que nada se amontone, con la segura armonía y espontaneidad que las ramas brotan del árbol. No carecía de intuición, todo lo contrario. Pero el truco de la síntesis intuitiva, de los conceptos falsamente implícitos que enmascaran la impoten­cia sintáctica y a veces la incultura, jamás podrá hacer olvidar a una crítica sensible que en el vasto curso lingüístico de Pérez de Ayala, de frondosi­dad arbórea, que nunca es monótona, la forma es una energía de precisión que presenta las ideas y los sentimientos en vez de limitarse a aludirlos, a bordearlos por impotencia expresiva, o a preten­der que ya van implícitos en una brillante vague­dad cuya estructura interna no es analizable. La intensidad del pensamiento o de las emociones exige la disciplina de los ritmos formales, aunque esa intensidad sea independiente de ellos. «La semántica y la ontología son inseparables», ha dicho Philip Wheelwright, y no solo son insepara­bles de la ontología todos los significados posibles de cada palabra, sino también el material de enla­zamiento, la sintaxis.

Naturalmente que en el plano en el que estamos hablando hay muchas sintaxis, e incluso no sinta­xis, como en los grandes textos en que las formas simbólicas lo son todo. Ahí la opacidad es el men­saje, y la ininteligibilidad que se deriva de esa opacidad deliberada (muchos libros sagrados, por ejemplo) procrea múltiples significados. Cualquier mística es una imprecisión, porque el accidente es explicado sin haberlo probado antes. Pero este es un camino que nos lleva al éxtasis, incluido a Dorio de Gades, y si esos textos simbólicos son literariamente analizables lo son cuando ya han pasado a ser fósiles.

La frondosidad arbórea del estilo de Ramón Pé­rez de Ayala, nada mórbido, como lo es a veces, sin embargo, el de Ortega, no lo pudrirá el tiempo, por una sencilla razón: porque la sintaxis es de hierro y no acepta ninguna modalidad que la se­pare del latín y a esa sintaxis se acoge sin desfa­llecimiento el espíritu del autor, que pertenece al grupo, señalado por Valle-Inclán, que bebe «en la clásica fuente de mármol helénico». Muchos, infi­nitos períodos de Ayala, en La pata de la raposa, en Tigre Juan, en las Novelas Poemáticas, en Belarmino y Apolonio, en Troteras y danzaderas, que deslumbró muy justamente a Fernando Sava­ter y le llevó a escribir un espléndido y perspicaz artículo en El País, de Madrid, alcanzan una in­tensidad tan asombrosa y dotan a la verdad litera­ria de tal precisión y magnificencia que sólo es explicable por su virtud explícita del lenguaje.

Fue siempre un hombre bondadoso, tras su efi­gie de verdadero snob británico, y siempre trató bien, y halagaba cuando podía, a los escritores que no poseyendo ningún genio, eran fieles a su trabajo y honestos. Así Pedro Mata, o García Sanchiz, o Alberto Insúa. Ayala fue consecuente con sus ideas, que mantenía sin petulancia, pero

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En el Retiro.

con firmeza. Alfonso XIII, bloqueado perversa­mente por aristócratas como el duque de Miranda, que odiaba a los intelectuales, no concebía que de ellos pudieran nacer las grandes decisiones histó­ricas. Juan Ignacio Luca de Tena, de cuya aguda sensibilidad liberal tengo pruebas evidentes, le hizo ver su error. Le habló al Rey, entre otros, de Pérez de Ayala, que siempre fue su amigo y bien lo probó. El Rey quiso verle, e incluso apuntó delicadamente que entrara por la Puerta del Moro, en la fachada posterior de Palacio, para evitarle a Ayala cualquier exhibición enojosa. Cuando el marqués de Luca de Tena dio el mensaje a Ayala, éste contestó: «Es demasiado tarde. Mi compro­miso con la República es inamovible».

Su exilio en Buenos Aires fue apretado y a veces triste. De todos modos el destino teje miste­riosamente sus hilos invisibles. Hacia 1913 (la época de Troleras y danzaderas) vivía muy mal en Madrid, sujeto a la servidumbre de los artículos mal pagados. Un día Sebastián Miranda convenció a Pérez de Ayala para ir a ver a Julio Burell, ministro de Instrucción Pública, con el que Sebas­tián sostenía buena amistad. «Hay que darle algo a Ramón», le dijo. Y, efectivamente, Julio Burell le dio una credencial de bibliotecario. Al salir del ministerio Ayala miró la credencial y vio que la asignación era de treinta duros. Ayala tiró la ere-

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dencial. Sebastián Miranda, cuyo carácter queda reflejado en esta anécdota, la recogió apresurada­mente diciendo: «No seas tonto, Ramonín, que algún día te servirá. Y o te la guardo». Aquella credencial, muchos años después, fue el pretexto legal para darle un pequeño cargo en el departa­mento de Cultura de la Embajada de España en Buenos Aires.

Pérez de Ayala vivió de aquel modesto cargo y de la venta a Cambó de su magnífica colección de esferas y de una serie de grabados de Villaamil, que el político, a quien más de una vez el escritor había rociado con su ironía, pagó generosamente, ayudándole así a mantener en el destierro a su mujer y a sus dos hijos.

Veo ahora a Ramón Pérez de Ayala como le vi tantas veces, sentado en su butaca, con la manta sobre las rodillas, y el humo azulado del cigarro en torno a su cabeza. Todo cuanto ha escrito y editado en libros lo he leído, parsimoniosamente, cada vez con mayor amor y admiración. Quizá lo único que no haya leído sean sus casi adolescentes críticas de peleas de gallos que escribió en algún periódico de Oviedo. Pero no pierdo la o esperanza de que mi buen amigo, el pro-fesor Amorós, tan versado en Pérez de Ayala, pueda algún día mostrármelas.