consumo, narcisismo y cultura de masasmasas recientes controversias acerca de la cultura...
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Los Cuadernos del Pensamiento
CONSUMO, NARCISISMO Y CULTURA DE MASAS
Cristopher Lasch
MATERIALISMO Y CULTURA DE MASAS
La denuncia del «materialismo» americano tiene una vieja tradición; sin embargo, recientes acontecimientos la han devuelto nueva actualidad. La crisis de
la energía, la derrota americana en Vietnam el affaire de los rehenes (*) o la pérdida de me{cados. americanos . e? favor de los alemanes y delos Japoneses, hicieron renacer antiguas premoniciones acerca de la relación entre la decadencia cultural y el fracaso nacional. El know-howamericano, a lo que parece, ya no domina el mundo; la tecnología americana ya no es la más avanzada; las instalaciones industriales se encuentran decrépitas; su red de carreteras y de transportes se deteriora. Se plantea la cuestión de saber si los desarreglos de la economía americana y el fracaso de su política exterior no son acaso el reflejo de un fracaso moral más profundo; de una crisis cultural de alguna manera vinculada al colapso de los «valores tradicionales» y a! surgimiento de una nueva moral autocomplaciente.
Según la versión derechista de esta argumentación, el paternalismo gubernamental y el «humanismo secular» corroyeron los fundamentos morales del tradicional espíritu emprendedor de los americanos, al tiempo que el pacifismo el «supervivencialismo» y los movimientos en' favor del desarme unilateral acabaron por castrar a la política exterior americana y por quitar a sus hombres las ganas de seguir luchando por la libertad. Otra versión, más aceptable para liberal�s y neoconservadores, recalca los efectos negativos del consumismo. En julio de 1979 el presidente Cárter atribuía el malestar de la nación al espíritu de introspección y a la procura de cosas.La crítica convencional -por así decir- del narcisismo, vincula a éste con el egoísmo y considera el consumismo como una especie de lapso moral que puede superarse mediante exhortaciones acerca del valor del trabajo y de la vida fami_liar; deplora la quiebra de la disciplina del trabaJo tanto como la popularización de la «moraldel juego», que vino a disminuir la productividad y a minar el espíritu emprendedor del ame-
(*) Se refiere el autor al episodio de los súbditos americanos apresados, ocurrido hace unos años en el Irán de Jomeini, y cuyo frustrado rescate supuso un duro golpe parael presidente Cárter. (N. del T.). -.
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ricano Y, en consecuencia, a debilitar la posición competitiva del país en la concurrencia de mercados y, por tanto, la grandeza nacional.
Una tercera postura surgió recientemente en respuesta a la crítica del «narcisismo». Un cierto número de periodistas y de sociólogos -Daniel Y ankelovich, Peter Clecak, Paul Wachtel, Alvin Toffier, Theodore Roszak, Philip Slater o Marilyn Ferguson, entre otros- empezaron a argumentar que el aparente aumento de la «auto-absorción» es tan sólo un subproducto de una serie de cambios culturales a la postre estimulantes y rechazan la idea de un malestar nacional o de una crisis de confianza. La sociedad industrial puede que vendrá a consolidar las conquistas del industrialismo con unas nuevas bases. Los críticos del consumismo -argumentan- olvida� el fenómeno de abandono de la competencia por el status en pro de la autosuficiencia, el descubrimiento de sí mismo, el desarrollo personal y las formas no materialistas de «autorealización».
�a polémica sobre el narcisismo, que reaviva baJo nuevas formas antiguos debates en torno a la cultura de masas y el «carácter nacional» americano, suscita cuestiones de interés y sirve para llamar la atención sobre las relaciones entre los cambios sociales y económicos y los cambios en la vida cultural y personal. Mientras tanto, no obstante, el asunto permanece un tanto confuso. El concepto de narcisismo se nos muestra engañoso y oscuro, por mucho que parezca eminentemente accesible. Quienes consideran a la cultura industrial avanzada como una cultura narcisista no se dan cuenta de lo que tal consideración implica; mientras que quienes la asumen sin más �ir�m_ientos diría�e _que obedecen a un slogan penod1stlco que se hm1tara a repetir banalidades moralistas con jerga psicoanalítica. El narcisismo es u?a idea co?1pleja que parece simple; una buena formula, as1 pues, para la confusión.
PRODUCCION DE MASAS Y CONSUMO DE
MASAS
Recientes controversias acerca de la cultura contemporánea han venido a crear una nueva fu�nte de confusión: la incapacidad para distingmr entre una acusación moralista de «consumismo» -por ejemplo, el lamento de Cárter acerca de la obsesión por «poseer, por consumir cosas»- y un análisis que considera el consumo de masas como integrado en unos patrones más amplios de dependencia, desorientación y pérdida de control. En vez de ver al consumo como la antítesis del trabajo -como si estas dos actividades respondieran a posturas mentales y emoci10-nales completamente diferentes-, se impone el
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considerarlos como dos aspectos distintos de un mismo proceso. Las normas y conveniencias sociales que sirven de base a un sistema de producción y de consumo de masas tienden a frenar la iniciativa y la autoconfianza y a estimular la dependencia, la pasividad y un estado psicológico expectante, tanto en el ocio como en el trabajo. El consumismo no es más que la otra cara de la degradación del trabajo, la supresión de lo lúdico y lo artesanal en el proceso de producción (1).
En los Estados Unidos comenzó a surgir en los años veinte una cultura consumista, mas fue tan sólo una vez que la transformación empresarial de la industria hubiera institucionalizado la división del trabajo que sigue prevaleciendo en la sociedad industrial moderna: la dicotomía entre trabajo intelectual y trabajo manual, entre la concepción y la ejecución de la producción.
Una vez organizada la producción masiva en base a la nueva división del trabajo -ejemplo vivo de la cual es la cadena productiva-, los líderes de la industria americana apuntaron entonces al mercado de masas. La movilización del consumidor exige, a la par que la concurrencia de una importante fuerza de trabajo, una serie de profundos cambios culturales. Los ciudadanos deben ser estimulados no para satisfacer sus necesidades primordiales sino, resocializados, para consumir. El industrialismo, por su propia naturaleza, tiende a desestimular la producción doméstica y a hacer a las personas dependientes del mercado. Una enorme labor de reeducación, iniciada ya en los años veinte, hubo de ser llevada a cabo antes de que los americanos aceptaran el consumo como medio de vida. Como bien demostró Emma Rothschild en su estudio sobre la industria automovilística, las innovaciones de Alfred Sloan en la creación de mercado -cambio anual de modelo, perfeccionamiento constante del producto, vinculación de éste con el status social, inculcación deliberada de un afán de cambios sin medida ... - constituyeron la imprescindible contrapartida a las innovaciones de Henry Ford en materia de producción. La industria moderna vino a afianzar los pilares, de este modo, del sloanismo, por un lado, y del fordismo, por el otro. Ambos a su vez tendieron a desestimular la iniciativa y el pensamiento independiente y a que el individuo desconfiase de su propio juicio hasta en materia de gustos. A lo que parece, sus propias preferencias espontáneas podrían quedar al margen de las modas corrientes, por lo que necesitarían perfeccionarse periódicamente.
EL MUNDO FANTASTICO DE LAS
MERCANCIAS
Los efectos psicológicos del consumismo sólo pueden ser comprendidos cuando el consumo
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se entiende como un aspecto más del trabajo industrial rutinario. La repetida experiencia del autoexamen intranquilizador, de la sumisión a la opinión de los expertos o de la desconfianza en la propia capacidad para tomar decisiones inteligentes -tanto como productores que como consumidores- determina la concepción que tienen los ciudadanos tanto de sí mismos como del mundo que les rodea. Se estimula una nueva especie de autoconciencia que poco tiene que ver con la introspección o el orgullo de sí. Y a como trabajador, ya como consumidor, el individuo aprende a medirse a sí mismo no sólo contra los demás, sino a verse también a sí mismo a través de los ojos de los demás. Aprende que la imagen que proyecta de sí cuenta más que su grado de capacidad y de experiencia. Una vez que sea juzgado -tanto por sus colegas y superiores en el trabajo como por los desconocidos que se encuentre por la calle- a tenor de sus poses, de su vestimenta y de su «personalidad» -y no, como en el pasado siglo, por su «carácter»-, asumirá una visión teatral de su propia performance lo mismo en su mundo laboral que fuera de él. Claro está que una probable incompetencia pesará aún así contra él en su trabajo, de igual manera que sus actos de buena vecindad o de amistad prevalecerán con frecuencia sobre su habilidad para administrar impresiones. Pero las condiciones de las relaciones sociales cotidianas, en las sociedades basadas en la producción y el consumo de masas, conceden una atención sin precedentes a las impresiones y las imágenes superficiales, hasta el punto de que el ego se vuelve casi indistinto en su vis externa. La identidad personal se hace problemática en tales sociedades, según podemos comprobar mediante la avalancha de comentarios psiquiátricos y sociológicos a estas cuestiones. Cuando los individuos se lamentan de sentirse inauténticas o se rebelan contra el hecho de tener que «representar un papel» no están sino testimoniando la presión dominante para que se vean a sí mismos con los ojos de los demás y modelen su ego como una mercancía más para ofrecer al consumo en el mercado.
La producción de mercancías y el consumismo no sólo alteran la percepción del ego, sino también la del universo circundante; generan un mundo de espejos, de imágenes inmateriales, de ilusiones cada vez más indistintas sobre la realidad. El efecto espejo hace del sujeto un objeto; y al mismo tiempo convierte al mundo de los objetos en una extensión o proyección del ego. Es engañoso caracterizar a la cultura del consumo como una cultura dominada por las cosas. El consumidor vive rodeado no tanto por cosas cuanto por fantasías. Vive en un mundo que no tiene finalidad o existencia independiente y que parece existir no más que para satisfacer o contrariar sus deseos.
Esta inmaterialidad del mundo exterior proviene de la propia naturaleza de la producción
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de mercancías y no de un determinado defecto del carácter de los individuos, tal como un exceso de avidez o de «materialismo». Las mercancías son producidas para consumo inmediato. Su valor no reside en la utilidad o en la duración, sino en la comercialidad. Aunque no hayan sido usadas se pueden volver obsoletas, toda vez que son concebidas para ser reemplazadas por productos «nuevos y mejorados», por modas diferentes e innovaciones tecnológicas. De esta suerte, por ejemplo, los sucesivos «adelantos» en materia de magnetófonos, tocadiscos y columnas estereofónicas deja a los modelos anticuados con escaso valor (a no ser como antigüedades), por mucho que puedan seguir desempeñando las funciones para las que fueron concebidos y de igual manera que las novedades en la moda femenina obligan a una completa y periódica renovación del vestuario. Sin embargo, los artículos producidos para una función sin tener en cuenta su comercialidad no se vuelven obsoletos hasta que no están completamente usados. «Es esta duración -observó hace tiempo Hannah Arendt- la que otorga a las cosas del mundo una relativa independencia de los hombres que las producen y las usan, una objetividad que las hace perdurar, ofrecer resistencia y aguantar, al menos durante algún tiempo, frente a las necesidades y los deseos voraces de sus productores y usuarios. Desde este punto de vista las cosas del mundo tendrían por misión estabilizar la vida de los hombres; y su objetividad residiría en el hecho de que éstos, a pesar de la peculiaridad que tienen de estar siempre en proceso de cambio, lograran recuperar su mismidad, esto es, su identidad al poder relacionarse con una misma silla o con una misma mesa».
Y ahora que el sentido de lo social se confina a la sombra, nos es dado comprobar con mayor claridad que antes hasta qué punto necesitamos del mismo. Durante largo tiempo esta necesidad ha venido siendo soslayada por la euforia inicial que acompañó al descubrimiento de una vida interior plenamente desenvuelta, de una vida liberada al fin de las miradas «pecadoras» de los vecinos, de los prejuicios aldeanos, de la presencia inquisitorial de los más viejos, de todo, en suma, cuanto resultaba estrecho, sofocante, mezquino y convencional. Podemos comprobar así que el colapso de la vida social vino a empobrecer también la vida privada. Cierto que liberó a la imaginación de restricciones externas, pero vino, no obstante, a constreñirla con más fuerza que antes mediante la tiranía del conflicto y la ansiedad interior. La fantasía deja de ser liberadora cuando se evade de las verificaciones impuestas por la experiencia práctica del mundo y en vez de ello da lugar a simples alucinaciones; mientras que el progreso científico, del que podría esperarse que proyectara nuestras esperanzas y temores hacia el mundo circundante, deja dichas alucinaciones inalteradas. La Ciencia no hizo realidad la esperanza de que pudiera ser ca-
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paz de reemplazar desacreditadas tradiciones metafísicas por una explicación coherente del mundo y del lugar que el hombre ocupa en él. La Ciencia no es capaz de decir a las gentes -y en el mejor de los casos tampoco lo pretendecómo deben vivir u organizarse en perfecta sociedad. Ni tampoco lo es de ofrecer a la imaginación desamparada el grado de control que puede ofrecerle la experiencia práctica mundana. No sabe recrear un mundo social; en realidad no hace sino aumentar en sentido creciente de irrealidad, al permitir a los hombres la posibilidad de realizar los más locos vuelos de la fantasía, sustentando una perspectiva de posibilidades tecnológicas ilimitadas -viajes espaciales, biotecnología, destrucciones masivas-, que le retira las últimas barreras al pensamiento deseante, plegando a sus sueños la realidad ( o más bien acaso a sus pesadillas).
Una cultura montada en torno al consumo de masas estimula el narcisismo -que en consecuencia podemos definir como una predisposición para ver el mundo como espejo y, especialmente, como proyección de nuestros propios temores y deseos- y no porque haga ambiciosos y autoafirmados a los individuos, sino porque los vuelve débiles y dependientes; porque mina la confianza en la propia capacidad para entender y modificar el mundo y proyectar las necesidades propias. El consumidor tiene la sensación de que vive en un cosmos que desafía a la comprensión práctica y a su control; un mundo de burocracias gigantescas y sobrecarga de información, de sistemas tecnológicos interconexos, complejos y a la vez vulnerables a las averías súbitas, como el gigantesco apagón eléctrico que sumió en tinieblas a todo el Nordeste de los EE.UU. en 1965 o la fuga radiactiva en Three Mile lsland en 1979.
La completa dependencia del consumidor con respecto a estos sistemas extremadamente sofisticantes, y más en general hacia los bienes y servicios por ellos suministrados, hacen renacer en él una serie de sentimientos infantiles de desamparo. Si la cultura burguesa del siglo XIX vino a reforzar los modelos anales de comportamiento -la acumulación de dinero y provisiones, el control de las funciones corporales, el dominio de los sentimientos ... -, la cultura del consumo de masas en el siglo actual recrea por su parte modelos orales, arraigados todavía en un estadio menos resuelto del desarrollo emocional, en el que el niño se encuentra dependiente por completo del seno materno. El consumidor experimenta lo que le rodea como una especie de prolongación del seno, ora gratificador, ora frustrante. Le resulta difícil concebir el mundo a no ser en relación con sus fantasías. En buena medida porque la publicidad que vende las mercancías las presenta de manera tan seductora; pero también porque la producción de las mismas, por su propia naturaleza, vino a reemplazar un reino de objetos duraderos por
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otro de productos efímeros, concebidos para una obsolescencia inmediata, sucede que el consumidor debe enfrentarse al mundo como reflejo de sus propios deseos y de sus propios miedos. Un mundo que parece conocer a través de una serie de imágenes inmateriales y de símbolos que diríamos referidos no tanto a una realidad sólida y palpable cuanto a su propia vida anímica interior, ella misma experimentada no como un sentimiento soportable del ego, sino como una sucesión de reflejos entrevistos en el espejo de cuanto le rodea.
CONSUMO Y CULTURA DE MASAS
La defensa más socorrida del consumismo y de la moderna cultura de masas se ha basado siempre en que ambas hacen accesibles a todo el mundo una amplia serie de posibilidades personales reservadas antes tan sólo a los ricos.
Según esta forma de ver el proceso de «modernización», sería la propia cantidad de posibilidades que las personas tienen ante sí hoy día la causa del malestar del hombre moderno. En lugar de atribuir una identidad a los individuos o un status social determinados, siempre según esta versión, los intereses sociales del momento nos dejan libertad para escoger el modo de vida que más nos guste, por más que la elección pueda resultar desconcertante y hasta incluso dolorosa. Al mismo tiempo, los propios exégetas que celebran la «modernización» como signo de una mayor abundancia de posibilidades personales, le quitan a la opción todo su sentido al negarle al ejercicio de la misma cualquier trascendencia, reduciéndola a una simple cuestión de gusto o de estilo: a tenor de su preocupación por el «estilo de vida», todas las «culturas de los gustos» serían igualmente válidas. Con un uso impropio del principio de antropología cultural según el cual toda cultura debe ser analizada en sus mismos términos, insisten en la afirmación de que nadie tiene derecho a imponer a nadie las preferencias propias o los principios de moralidad. Parecen presumir que los valores morales ya no se pueden enseñar o transmitir mediante ejemplo o persuasión y que resultan siempre «impuestos» a las víctimas resignadas. Cualquier tentativa de ganar a alguien para la propia forma de ver las cosas o incluso para acercarle a un punto de vista diferente del suyo se tendría por una interferencia intolerable en la libertad de elección del sujeto.
Parece obvio que tales principios impiden cualquier discusión pública acerca de los sistemas de valores, ya que al hacer de la libertad de elección el test para medir la libertad moral o política no consiguen otra cosa que caer en la reducción al absurdo.
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La concepción pluralista de la libertad se basa en el mismo sentido protéico del ego que encuentra su expresión popular en panaceas tales como el «matrimonio abierto» o el «compromiso no obligado», generadas ambas por la cultura del consumo. Una sociedad de consumidores ve la elección no como la libertad para escoger una línea de acción en vez de otra, sino como la libertad para elegir cualquier cosa y en el acto. «Libertad de elección» significa «mantener abiertas las opciones». La idea de que «se puede ser lo que se quiera ser», aunque conserve un poco del viejo principio de dar vía libre a los talentos, acabó por significar que las distintas identidades pueden adoptarse o reemplazarse como quien cambia de corbata. Lo ideal sería que la elección de amistades, de amantes o de profesiones estuviera unida a cancelamiento inmediato; tal sería la concepción abierta, experimental de la vida que fomenta la propaganda mercantil, que rodea al consumidor de imágenes con posibilidades infinitas. Mas si la elección ya no implica compromisos ni consecuencias -tal como en tiempos pasados, por ejemplo, cuando hacer el amor traía «consecuencias» de importancia, sobre todo para las mujeres-, la libertad de elección equivale en la práctica a una abstención de elección; a menos que la idea de elegir lleve consigo la posibilidad de hallar alguna diferencia, de cambiar el curso de los acontecimientos o de poner en movimiento una cadena de sucesos que puedan resultar irreversibles; en el caso contrario estarán negando la libertad de escoger una marca X o una marca Y, de escoger amantes, trabajos o lugares para vivir intercambiables. La ideología pluralista ofrece un reflejo exacto del comercio de mercancías, en donde los productos ostensiblemente competitivos se vuelven cada vez menos diferenciados, por lo que han de ser introducidos a través de una publicidad que trata de crear una ilusión de variedad y de presentarlos como novedades revolucionarias, como avances espectaculares de la ciencia y la ingeniería modernas o, en el caso de los que van destinados al intelecto, como nuevos pasos en el mundo de la conciencia, cuyo conocimiento nos aportará una mayor agudeza, un éxito más seguro o un mayor bienestar espiritual.
TECNOLOGIA INDUSTRIAL, CULTURA DE MASAS Y DEMOCRACIA
La tecnología moderna y la producción de masas han sido defendidas en ocasiones con el argumento de que, lo mismo que la cultura de masas, si bien han podido restar cierto encanto a la vida, también han aumentado notablemente
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el confort de que hoy gozan la mayor parte de hombres y mujeres corrientes. «Nada tengo en contra de la tradición -escribe Herbert Gans-, pero, no obstante, estoy más a favor de las lavadoras eléctricas que de las lavanderas en la orilla del río». Son, sin embargo, precisamente los efectos democratizadores de la tecnología industrial lo que no podemos dar por bueno sin someter a examen previo. Y es que, si bien es cierto que esta tecnología suaviza por un lado la esclavitud del ama de casa, no lo es menos, por el otro, que convierte a ésta en un ser dependiente por completo de unas máquinas -no sólo de la máquina de lavar o la secadora, sino de todo el sofisticado sistema energético requerido para alimentar a esos y otros muchos aparatos-, cuyas averías suponen la interrupción de las labores domésticas. La tecnología moderna viene a minar la autoconfianza y la autonomía tanto de los trabajadores como de los consumidores. El control colectivo del hombre sobre el medio ambiente es cierto que ha aumentado, pero también en perjuicio del control individual; e incluso ese control colectivo, como con frecuencia nos hacen ver los ecologistas, comienza a volverse ilusorio a medida que la intervención humana amenaza con desencadenar respuestas inesperadas por parte de la naturaleza, como son los cambios climáticos, la disminución de la capa de ozono de la atmósfera o el agotamiento de los recursos naturales. Resulta difícil argumentar que la tecnología avanzada pueda aumentar la diversidad de opciones. Sea cual sea en teoría su potencial para crear nuevas opciones, lo cierto es que en la práctica la tecnología industrial se desenvuelve acorde con el principio de monopolio radical, tal como le llama Iván Illich, según el cual las nuevas tecnologías vienen a eliminar a las antiguas, aun en el caso de que éstas se manifiesten como más eficaces de cara a múltiples propósitos. De esta suerte, el automóvil particular, p. e., no vino a sumar simplemente un nuevo medio de transporte a los ya existentes, sino que consiguió su preponderancia en detrimento de canales, ferrocarriles, coches de caballos o autobuses, forzando así a la población a depender casi en exclusiva de ese medio, aun en los casos en que se revela claramente inadecuado, como pueden ser los viajes de ida y vuelta a los lugares de trabajo.
La creciente dependencia de tecnologías que nadie parece controlar o entender por completo ha dado lugar a un sentimiento generalizado de impotencia y de victimización. La proliferación de grupos de protesta -considerada como una «reafirmación de la personalidad» en los argumentos esgrimidos por Peter Clecak, Gans y otros pluralistas- se debe, en efecto, a la sensación de que son otros los que controlan nuestras vidas. El pensamiento dominante que va asociado a las protestas políticas de la década de los 60, de los 70 y de los 80, no es un ideario de «personalización» (personhood), ni siquiera la
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conciencia terapéutica de la autoactualización; es conciencia de victimización y paranoia; de hallarse manipulado, colonizado y hasta poseído por fuerzas extrañas. Ciudadanos sublevados porque se encuentran viviendo junto a depósitos químicos venenosos o a centrales nucleares; vecinos que se aúnan para mantener abiertas apartadas escuelas para niños deficientes ( o barriadas «sociales», o centros de salud ... ); contribuyentes airados, cruzados contra el aborto o contra el busing (2), grupos de marginados ... se ven todos a sí mismos, si bien por causas distintas, como víctimas de políticas concretas sobre las que no ejercen el menor control; como víctimas no sólo de la burocracia, de los excesos de gobierno o de las tecnologías imprevisibles, sino también en muchos casos de conspiraciones de alto nivel, tras las que se esconden el crimen organizado, los servicios de espionaje o los políticos con cargos de relieve en el gobierno. Al mismo tiempo que el mito oficial de un gobierno cercado y amenazado por desórdenes, manifestaciones y asesinatos irracionales y sin motivo de hombres públicos, cobró igualmente forma otra mitología popular que ve a los gobiernos como grupos de conspiración contra los individuos mismos.
EL DECLIVE DE AUTORIDAD
El mito de la modernización, predominante en los debates acerca del consumismo, de la tecnología y de la cultura y la política de masas, da por sentado que «los movimientos en favor de la propia autonomía -según palabras de Fred Weinstein y Gerald Plott- alejaron al individuo de la autoridad» y trajeron consigo una «dejación en los controles externos» y una nueva «flexibilidad en las normas sociales», haciéndole posible al ciudadano «la elección de sus objetivos personales de entre una larga lista de fines legítimos». El respeto menguante a la autoridad, supuestamente parejo al desarrollo de los partidos de masas y del sufragio universal, origina la misma clase de polémicas que las suscitadas en su día en torno al declive de la artesanía o al de la «educación virtuosa». Los conservadores se lamentan de la decadencia de los liderazgos autoritarios, mientras que los progresistas reivindican una vez más el hecho de que la democratización de la vida política pueda llegar a compensar la triste realidad de la cultura política moderna, la escasa deferencia hacia la oposición y hacia la misma autoridad o el desprecio irreflexivo para con la tradición.
El declive de autoridad es un buen ejemplo del género de cambios que produce la apariencia de democracia carente de esencias. Forma parte
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de la dislocación de un estilo manipulador, terapéutico, «pluralista» y no-enjuiciador de la disciplina social, que tiene su origen, igual que otras muchas manifestaciones, en el ascenso de una clase profesional de gestores a principios del siglo XX, que se extendió más tarde desde la esfera de la empresa industrial -en la que recibió su primer perfeccionamiento- hacia la del mundo político, como parte de un mismo todo.
Un nuevo estilo de gestión considera al trabajador -lo mismo que la industria publicitariacomo una criatura impulsiva: de cortas miras, irracional e incapaz de comprender las condiciones en que se desarrolla su propio trabajo y ni siquiera de formular una defensa de sus propios intereses. Basándose no sólo en sus particulares experiencias, sino también en un cierto corpus de teorías sociales y psicológicas, los miembros de nuestra élite administrativa reemplazaron la supervisión directa de las fuerzas de trabajo por un sistema mucho más sutil de observación psiquiátrica. Esta, inicialmente, se convirtió ella misma en un arma de control.
LA POLITICA COMO CONSUMO
La observación sistemática de datos sintomáticos, aun antes de convertirse en una técnica de disciplina laboral y de control social, ya había servido como base para un nuevo método de reclutamiento industrial, centrado en la escuela. El moderno sistema de educación pública, concebido en consonancia con los mismos principios de gestión científica que se perfeccionaron en las industrias en un primer momento, relegó el aprendizaje como forma fundamental de preparación de las personas para el trabajo. En orden a tal preparación, la transmisión de conocimientos resulta cada vez menos importante.
La escuela habitúa a los niños a la disciplina burocrática y a las exigencias de la vida grupal; los gradúa y clasifica mediante una serie de test estandarizados y selecciona a algunos de entre ellos para las carreras profesionales y de gestión, mientras encauza a los restantes hacia el trabajo manual. La subordinación de la formación académica a los test y a la orientación, indica que las agencias de «selección laboral» se posaron a formar parte de un complejo más vasto de orientación o de resocialización, que abarcó no solamente a la escuela sino también al Tribunal de Menores, a la clínica psiquiátrica y al asistente social; en una palabra, todo el abanico de instituciones manejadas por las «profesiones de apoyo». Este complejo tutelar -tal como ha sido llamado con justicia- desestimula las transferencias autónomas de poder entre una generación y la siguiente, mediatiza los lazos familiares
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y socializa a la población de acuerdo con las exigencias de la burocracia y las necesidades de la industria.
La extensión de estas técnicas a la esfera política convierte a ésta en «administración» y finalmente en un artículo más para el consumo. El crecimiento del funcionariado público, la aparición de comisiones reguladoras, la proliferación de departamentos gubernamentales y el predominio de las funciones ejecutivas sobre las legislativas constituyen los ejemplos más obvios del paso del control político al administrativo, con lo que los asuntos supuestamente demasiado abstrusos y demasiado técnicos para la comprensión del ciudadano medio caen bajo el control de los expertos.
Y hasta las reformas pensadas para acrecentar la participación popular -como es el caso de las elecciones primarias para la presidencia de los EE.UU.- han conocido el efecto contrario. La política del siglo XX terminó consistiendo progresivamente en el sondeo y el control de la opinión pública. El estudio del «electo americano» incorporó técnicas que fueron perfeccionadas en primera instancia en los sondeos de mercado, donde servían para conocer los caprichos del «consumidor soberano». Tanto en la política como en la industria, técnicas que en un principio apenas servían para otra cosa que no fuera registrar opiniones -sondeos, muestreos o las mismas votaciones-, sirven hoy día igualmente para la manipulación de la opinión, erigiéndose en norma estadística que convierte automáticamente en sospechosa cualquier desviación. Hacen posible la exclusión del debate político de cuantas opiniones puedan resultar poco populares (de igual manera que son retirados del supermercado los productos «impopulares»), sin la menor preocupación por su grado de verdad, no más que por razón de su probada falta de atractivo.
Al confrontar el electorado con el reducido abanico de posibilidades existentes, confirman a estas opciones como las únicas capaces de obtener apoyo. Sondeos y prospecciones trivializan las opciones políticas al reducirlas a una serie de alternativas casi indiferenciables. Quienes ocupan el poder, y nunca mejor dicho, lo hacen bajo un velo de imparcialidad científica. El estudio del «comportamiento» electoral se convierte al mismo tiempo en factor determinante de ese mismo comportamiento.
LA NUEVA «PERSONALIDAD»
Los cambios sociales hasta ahora señalados -la sustitución de la observación y el enjuiciamiento por sanciones sociales de tipo autoritario
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y «desjuiciado»; la transformación de la política en administración; el reemplazo del trabajo cualificado por la maquinaria; la redefinición de la educación como «selección de fuerzas laborales», concebida no tanto para generar capacidad de trabajo como para clasificar a los trabajadores y encauzarlos tanto hacia la reducida clase de los administradores, técnicos y gestores que toman decisiones, como a la vasta clase de los productores con mínima preparación, y que poco más hacen que cumplir órdenes- transformaron gradualmente un sistema productivo basado en la producción artesanal y en el trueque regional en una compleja e intrincada red de tecnologías basadas en la producción, el consumo, la comunicación y la cultura de masas y en la asimilación de todas las actividades -hasta las que incluso anteriormente estaban vinculadas a la vida privada- a las exigencias del mercado.
Estos procesos generaron una nueva forma de «ser uno mismo» (self-hood), caracterizada por algunos comentaristas como egoísta, hedonista, competidora y «antinómica» y que resultaba para otros cooperativa, «abierta siempre a lo nuevo» y esclarecida. A estas alturas debería estar claro que ninguna de esas posturas percibe el sentido dominante del ego. La primera ve el consumismo poco más que como una invitación a la autoindulgencia; deplora el «materialismo» y el ansia de «cosas», aunque olvida los efectos más insidiosos de la cultura del consumo, que soslaya el mundo de las cosas sustanciales -lejos, en consecuencia, de realzarlo- y lo reemplaza por un sombrío cosmos de imágenes que aumenta de este modo las fronteras entre el ego y su entorno. Los críticos del «hedonismo» atribuyen su creciente atractivo al colapso de los principios educativos, a la democratización de una «cultura enemiga» -que anteriormente tan sólo resultaba atractiva para poco más que la vanguardia intelectual- y al declive de la autoridad política y de los liderazgos. Se quejan de que la gente piensa mucho más en los derechos que en los deberes; se quejan también de que cada vez está más extendido el sentimiento de «tener derecho», así como la exigencia de privilegios inmerecidos. Todas estas argumentaciones invitan a responder que por más que unas estructuras democráticas puedan molestar a los «adalides del orden público y la alta cultura», como los denomina Theodore Roszak, también dan acceso al ciudadano de a pie a una mayor calidad de vida y a un abanico más amplio de opciones.
Ninguna de las partes implicadas en este debate se molesta en poner en tela de juicio la realidad de toda una serie de «elecciones» que no ofrecen consecuencias trascendentes. Ninguna de ellas se alza contra una concepción envilecedora de la democracia, que reduce a ésta al simple ejercicio de las preferencias consumistas; ninguna de ellas cuestiona la ecuación que iguala el «ser uno mismo» (seljhood) con la capacita-
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ción para representar una variedad de papeles y de asumir una serie de identidades ilimitadas, libremente elegidas.
Una vez que esta defensa de la «personalidad» consigue a duras penas refutar las críticas de egoísmo y de hedonismo, ya no puede con una argumentación que recuse las cuestiones fundamentales del debate: tan sólo es capaz de elaborar ingeniosas variaciones sobre el mismo tema, construyendo nuevas tipologías para expresar el mismo contraste -toscamente concebido, por lo demás- entre el viejo individualismo y la «nueva ética social», como la denomina Daniel Y ankelovich. La «Conciencia II y III» de Charles Reich, el «Aprendizaje II y III» de Gregory Bateson, la «Segunda y la Tercera Ola» de Alvin Toffier, ... todo sirve para poner etiquetas a unas configuraciones culturales estilizadas y a unos rasgos de personalidad sin la menor referencia a nada que pueda estar más allá de la propia oposición. De este modo, la nueva conciencia, según Reich, sostiene la «totalidad del ego» y rechaza «la búsqueda disciplinada, agresiva y competidora de objetos concretos». La vieja cultura, por otro lado, se basa, tal como explica Toffier, en una actitud exploradora con relación a la naturaleza, en un «modelo atómico de la realidad» que apenas ve las partes y olvida el todo, en una visión mecanicista de la causalidad y en un sentido lineal del tiempo. Theodore Roszak, al igual que tantos otros, insiste en que la ética de la personalidad emergente no debe ser confundida con el narcisismo, el egocentrismo o la autoabsorción. Por más que el «ansia de desarrollo, de autenticidad y de aumento de experiencias» pueda tomar a veces un aire de «impertinencia, de vulgaridad y de ardor juvenil», estos efectos secundarios representan, tanto para Roszak como para Pete Clecak, Daniel Yankelovich o Paul Wachtel, una etapa pasajera del desarrollo de una sensibilidad que reconciliará el ego con la sociedad, con la humanidad y con la naturaleza. Los críticos de la nueva cultura, en opinión de Roszak, «se percataron mal del nuevo ethos de búsqueda de uno mismo, confundiéndolo con el viejo vicio del autoengrandecimiento». Confunden «el deseo sensible de plenitud con el hedonismo desordenado de nuestra economía altamente consumista». Creen percibir una nueva «revolución de las masas» donde no hay, de hecho, más que una «rebelión de los individuos contra la masificación y en favor de su personalidad amenazada».
De acuerdo con Morris Berman, la nueva «cultura planetaria» relega la «ego-conciencia» en pro de un «sentido ecológico de la realidad». Basándose en la «terrible síntesis» ofrecida por el antropólogo cultural Gregory Bateson -la «única ciencia holística plenamente desarrollada y articulada de que disponemos hoy en día»-, Berman anuncia la muerte de la concepción cartesiana del mundo y la urgente necesidad de un nuevo sentimiento de «conexión cósmica». El
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aprendizaje verbal-racional (Aprendizaje II, tal como lo denomina Bateson) disocia al individuo de su medio ambiente, así como también de sus vecinos, acentúa la separación entre el espíritu y el cuerpo, entre el acto y su valoración, y participa de una concepción lineal del tiempo. La conciencia holística (Aprendizaje III) vuelve a unir hechos y valores y a disolver el ego, ese «ego tan querido del pensamiento occidental». El final de la concepción mecanicista del mundo, opina Berman, anuncia una «sociedad holística», «más soñadora y sensual de lo que es la nuestra» y en la que «el cuerpo será considerado como parte integrante de la cultura» y no como «una líbido de contención problemática». La nueva sociedad valorará a la comunidad más de lo que lo hacía la competitividad. Se fundamentará en familias amplias y no en la «familia nuclear competidora y aislante, que constituye hoy en día un epicentro generador de neurosis». Tolerante, pluralista y descentralizada, se preocupará por «adaptarse a la naturaleza en vez de tratar de dominarla». La nueva conciencia nos lleva, pues, a una concepción «reilusionada del mundo».
Con miras a contrastar la «nueva personalidad» con el individualismo adquisitivo, sus partidarios argumentan que la revolución cultural, lejos de fomentar el narcisismo, le da una finalidad a la «ilusión narcisista de autosuficiencia», tal como la denomina Philip Slater. En ciertos pasajes de reminiscencias de Norman O. Brown, Slater mantiene que la ilusión de «omnipotencia infantil narcisística» se halla subyacente en el individualismo competitivo, en la ética de las realizaciones y en el ansia prometeica por dominar la naturaleza y «desarrollar el propio yo de una forma lineal con el entorno». Una vez que las «virtudes disyuntivas» -«las más apreciadas en otros tiempos»- han perdido su «valor de supervivencia», comienza a tomar forma una nueva conciencia ecológica que tiende a la integración del hombre en un sistema de vida más amplio. La antigua cultura se basaba en «una presunción arrogante acerca de la importancia del individuo singular en la sociedad y la de la humanidad en el universo». La nueva cultura, por su parte, revaloriza las «virtudes humildes», que adquieren un «valor de supervivencia superior» en un mundo en peligro por culpa de la tecnología incontrolada, del desastre ecológico y del holocausto nuclear. «Las condiciones para poderle dar a la competitividad un valor de supervivencia, hace mucho ya que han desaparecido».
En Second Stage, de Betty Friedan, estos mismos postulados se tiñen de tonos feministas. Según ella, el movimiento feminista se alió con ciertas agrupaciones moderadas de hombres americanos, para generar una personalidad andrógina que ya ha empezado a dejar sentir su influencia tanto en el ámbito familiar como en el laboral. Cita también los estudios realizados por el Stanford Research Institute -fu'énte de una buena parte de las valoraciones optimistas acer-
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ca del «cambio de imagen del hombre»-, que supuestamente documentan la transición de un estilo autoritario en la gestión de empresas hacia otro más pluralista. El estilo Alfa -una nueva variante de las tipologías establecidas- se basa en el «pensamiento analítico, racional y cuantitativo», según las palabras de Friedan, y presume erradamente que cada elección convierte a unas personas en vencedoras y a otras en vencidas. Puede haber sido éste, en efecto, un estilo adecuado para una «sociedad autoritaria y monolítica» en el pasado reciente; sin embargo, con la llegada de un nuevo tipo de sociedad en la que los «principales problemas de supervivencia psíquica e incluso física tiene más que ver con las relaciones complejas, el comportamiento y los valores de las personas que con las de las cosas», se requieren nuevas formas de liderazgo. «Contextual», «relacionista», flexible y tolerante y más preocupado por las «sutilezas de la interacción humana» que por la imposición de valores uniformes, el estilo Beta es femenino o andrógino y su importancia creciente se la atribuye a la decadencia del «pensamiento masculino y lineal del gana o pierde». Su expansión junto a la del renacimiento religioso, la del movimiento de realización humana y la del deseo de «miras más amplias por encima del ego» desarma a los críticos sociales, que hacen toda un teoría de palabras hueras y sin sentido acerca de la «generación del Y o» y de la «cultura del narcisismo».
En una obra escrita a partir de los trabajos del Stanford, Volunta,y Simplicity, Duane Elgin resume la perspectiva industrial y post-industrial en series paralelas: «materialismo» como opuesto a «espiritualidad»; «competitividad a muerte» como opuesta a «cooperación»; «consumo notable» como opuesto a «conservación». El industrialismo considera al individuo como «separado y solitario»; la nueva perspectiva planetaria lo presenta, sin embargo, como «una parte al mismo tiempo única e inseparable de un universo más vasto». Según la opinión de Elgin, el movimiento ecologista, el antinuclear, la contractura, el movimiento de realización humana, el interés por las religiones orientales y la nueva preocupación por la salud han venido a simultanear una «revolución tranquila» con un «interés creciente por los aspectos de la vida interior». Marilyn Ferguson es del mismo parecer en The Aguarian Conspiracy, todavía un libro más contra «los críticos sociales, que cuando hablan no están partiendo sino de su propia desesperanza o de una especie de elegancia cínica que sóloconsigue engañar (sic) a su propio sentimientode impotencia». La crítica de la nueva conciencia, sostiene Ferguson, basada en un «miedo alego» y en un «prejuicio cultural contra la introspección», la haría «narcisista y escapista». Dehecho, la nueva cultura, a su entender, repudiael «egoísmo», porque sabe que «el ego aisladono es más que una ilusión»; por lo cual armoniza ego con sociedad, espíritu con cuerpo y misti-
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cismo con ciencia, y rechaza la concepción materialista de la realidad ampliamente asumida por el racionalismo occidental. La realidad sería así, según Ferguson, un espejismo racionalista. «Si la naturaleza de la realidad es holográfica y el cerebro funciona holográficamente, el mundo es entonces en efecto, y por decirlo con un término oriental, maya: un espectáculo mágico. Su concreción no es más que una ilusión».
¿EGOISMO O SUPERVIVENCIALISMO?
Por su alegre utilización de etiquetas, su amor a los s/ogans, su reducción del cambio cultural a una serie de conjuntos simplificados de características contrapuestas y su convicción de que la realidad es una ilusión, esta defensa simplista de la «revolución cultural» demuestra su afinidad con el consumismo al que pretende refutar. Por lo pronto, parece evidente que el punto más débil de esta argumentación -aunque débiles también en su conjunto- es la identificación del narcisismo con el «egoísmo en su grado máximo», en palabras de Daniel Yankelovich. Ambos términos, sin embargo, tienen poco en común. El narcisismo supone una pérdida de la propia identidad y no una autoafirmación; apunta a un ego amenazado de desintegración por un sentimiento de vacío interior. Para evitar la confusión, lo que calificamos como «cultura del narcisismo» acaso fuera mejor denominarlo, aunque sólo sea provisionalmente, «cultura del supervivencialismo». La vida cotidiana comienza a amoldarse ya a unas estrategias de supervivencia obligadas para quienes se hallan expuestos a una extrema adversidad. Apatía selectiva, falta de compromiso emocional para con los demás, renuncia al pasado y al futuro, determinación de vivir cada día como si no fuera a haber otro ... Todas estas técnicas de autogestión emocional, necesariamente llevadas al extremo en condiciones extremas, en un grado moderado acaban por regir la vida de la gente corriente bajo los condicionamientos de una sociedad burocrática grosso modo entendida como un vasto sistema de control total.
Frente a un medio aparentemente implacable e ingobernable, los individuos se inclinan a la autogestión. Con la ayuda de una sofisticada red de profesiones terapéuticas que, a la desesperada, renunciaron ya a la comprensión introspectiva en favor del «enfrentamiento» y la modificación de la conducta, multitud de mujeres y hombres tratan hoy en día de montar una tecnología del ego como única alternativa aparente al colapso personal. En muchas personas, el recelo del hombre a ser esclavizado por la máquina dio lugar a una especie de esperanza de que él mis-
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mo se convirtiera en algo parecido a una máquina y alcanzar así un grado de conciencia para «la superación de la libertad y de la dignidad», según palabras de B. F. Skinner. Por encima del interés por «entrar en contacto con los sentimientos» -reminiscencia de una primitiva psicología de la «profundización»- estaría la idea, hoy en día habitual, de que no hay profundidad alguna, ni siquiera deseo, y de que la personalidad humana no es sino una mera suma de necesidades programadas tanto por la biología como por la cultura.
No estaremos cerca de acceder a la comprensión de la cultura contemporánea mientras pensemos que los puntos centrales del debate son, por un lado, el egoísmo y la autocontemplación y, por el otro, la introspección y la autorrealización. Según Peter Clecak, el egoísmo sería «la parte deudora de la liberación cultural, un inevitable subproducto en la búsqueda de la plenitud». Una parte de la cultura que no debe ser confundida con el todo. «Por más que, hasta un cierto grado, resulten acertadas las caracterizaciones que se hacen de la americana como una cultura egoísta, se suelen confundir, no obstante, los excesos con las normas, los sub-productos con los resultados principales y generalmente saludables de la búsqueda» de la autorrealización. Sin embargo, la cuestión no estriba en saber en qué medida los efectos saludables de la «personalidad» prevalecen sobre el hedonismo y el conocimiento de uno mismo. La cuestión es averiguar en qué grado responde cualquiera de esos términos a los esquemas dominantes en las relaciones psicológicas o en la concepción más extendida de la personalidad.
La idea predominante de la personalidad considera al ego como una víctima impotente ante las circunstancias. Es ésa una visión respaldada tanto por nuestras experiencias de dominación en el siglo XX como por las muchas escuelas de pensamiento social contemporáneo que tienen su mayor exponente en el behaviorismo. No resulta, por cierto, una visión capaz de ayudar a un renacimiento del individualismo adquisitivo, no precisamente de moda (y que presupone bastante más confianza en el futuro que la que tiene hoy la mayor parte de la gente) o ni siquiera al modelo de búsqueda de la autorrealización festejada por Clecak, Yankelovich u otros optimistas. Una reafirmación genuina del ego insiste, por último, en el concepto clave de «ser uno mismo» (seljhood) no sujeto a los imperativos del medio ni siquiera en condiciones extremas. La autoafirmación persiste como posibilidad precisamente en la medida en que una concepción más antigua de la personalidad, enraizada en la tradición judeocristiana, se mantuvieron junto a otra concepción behaviorista o terapéutica. No obstante, este tipo de autoafirmación, que sigue siendo una potencial fuente de renovación democrática, nada tiene en común con la búsqueda actual de supervivencia psíquica. Los
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individuos han perdido la confianza en el futuro. Ante la carrera de armamentos, del aumento de la criminalidad y del terrorismo, del deterioro medioambiental y de la perspectiva de una crisis económica duradera, comenzaron a prepararse para lo peor; en ocasiones construyendo refugios antinucleares que llenaron de provisiones, pero en la mayoría de los casos practicando una especie de retiro espiritual con respecto a los compromisos perdurables que presuponen un mundo estable y seguro. La esperanza de que la acción política humanizaba gradualmente a la sociedad industrial dio lugar a una decisión de sobrevivir a la ruina general o, más modestamente, a mantener en armonía la propia vida frente a presiones cada vez mayores. El peligro de la desintegración personal sirve de estímulo a un interés por «ser uno mismo» ni «im- � perial» ni «narcisista»: tan sólo obli- •� gado. �
(Traducción: Eduardo Méndez Riestra)
NOTAS
(1) En The Cultural Contradictions of Capitalism, DanielBell asegura que la cultura del consumo mina la disciplina industrial por el hecho de inculcar una ética hedonista. El capitalismo avanzado sufre a su vez la siguiente contradicción: mientras precisa por un lado de consumidores que pidan gratificación inmediata sin negarse nada a sí mismos, precisa también por el otro de productores que se nieguen a sí mismos, ansíen los puestos de trabajo, laboren sin parar y sigan los dictados al pie de la letra.
La fuerza de la argumentación de Bell reside en que ha sabido percibir la relación entre el capitalismo avanzado y el consumismo, cosa que tantos estudiosos atribuyen sin más a enseñantes y a padres permisivos, a la decadencia moral y al relajo de la autoridad. Su error reside en que relacione tan estrechamente el consumismo con el hedonismo. El estado psicológico propiciado por aquél es descrito más bien como de desasosiego y de ansiedad crónica. La promoción de mercancías, al igual que la producción de masas, depende de una desestimulación del individuo a confiar en sus propios recursos y en su capacidad de juicio; en este caso, saber qué necesita para ser sano y feliz. Las personas se encuentran en observación constante: si no es por capataces y directivos, por expertos entonces en marketing y sondeos, que les dicen lo que los demás prefieren y, en consecuencia, lo que también ellas deben preferir; o por médicos y psiquiatras, que las examinan en razón de una serie de síntomas de enfermedades que podrían escapársele al ojo no habituado.
(2) Busing.-Para conseguir la integración racial en loscolegios públicos de los EE.UU. muchos municipios se vieron obligados por los tribunales a transportar en autobuses contingentes de estudiantes negros con destino a escuelas donde hubiera un gran número de estudiantes blancos y viceversa.
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