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RELIGIÓN-MARIOLOGÍA

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Page 1: Consideraciones Sobre El Puesto de La Mariología y La Piedad Mariana en El Conjunto de La Fe y La Teología

CONSIDERACIONES SOBRE EL PUESTO DE LA MARIOLOGÍA Y LA PIEDAD MARIANA EN EL CONJUNTO DE LA FE Y LA

TEOLOGÍA

1. Trasfondo y significado de las afirmaciones mariológicas del concilio Vaticano II

La cuestión del significado de la mariología y la piedad mañana no puede prescindir de la coyuntura histórica de la Iglesia en que se plantea. La profunda crisis en que han caído el pensamiento y la conversación sobre María y con María en los años posteriores al Concilio sólo cabe entenderla y darle respuesta correctamente si se contempla en el contexto de la evolución más amplia en que se encuadra. Además, se puede dar por sentado que el período que se abrió con el final de la primera guerra mundial y llegó hasta el concilio Vaticano II quedó determinado intraeclesialmente por dos grandes movimientos espirituales que, en cierto sentido, tenían ras-gos «carismáticos» —aun cuando de manera muy diferente—: ya desde las apariciones marianas de mediados del siglo XIX se había desarrollado cada vez con mayor fuerza un movimiento mariano que encontraba sus raíces carismáticas en La Salette, Lourdes y Fátima, y que alcanzó su punto culminante, comprendiendo a toda la Iglesia, con el pontificado de Pío XII. Por otro lado, en el período entreguerras se desarrolló, especialmente en Alemania, el movimiento litúrgico, cuyos orígenes se han de buscar en la renovación del monacato benedictino que procedía de Solesmes, pero también en el pensamiento eucarístico de Pío X. Sobre el trasfondo del movimiento juvenil, el litúrgico se extendía cada vez más entre el pueblo fiel —al menos en Centroeuropa—. Con él se vinculaban claramente el movimiento ecuménico y el bíblico en una gran corriente unitaria. Su meta fundamental, la renovación de la Iglesia

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desde las fuentes de la Escritura y la forma primitiva de la oración eclesial, encontró igualmente en tiempos de Pío XII una primera confirmación oficial.

Cuanto más peso alcanzaban en el conjunto de la Iglesia estos movimientos, más palpable resultaba también el problema de su mutua relación. En muchas ocasiones parecían directamente contrarios, tanto desde el punto de vista de sus posturas fundamentales,como desde el de su orientación teológica. El movimiento litúrgico gustaba, incluso, de calificar su piedad de «objetivamente" sacramental; frente a él, saltaba a la vista la marcada acentuación de lo subjetivo y lo personal en el movimiento mariano. El movimiento litúrgico hacía hincapié en el carácter teocéntrico de la oración cristiana, que se dirige «a través de Cristo al Padre»; el mariano, con su lema «per Mariam ad Jesum» parecía caracterizado por una idea distinta de la mediación, por un quedarse en Jesús y María que dejaba la clásica referencia trinitaria más bien en segundo término. El movimiento litúrgico buscaba una piedad que se orientara estrictamente según la Biblia o, a lo sumo, según la Iglesia antigua; la piedad mariana, en la que encontraban eco las apariciones de la Madre de Dios en nuestra época, estaba configurada mucho más intensamente por la tradición de la Edad Media y la Edad Moderna: seguía otro estilo de pensamiento y de sensibilidad. En esto había, sin duda, peligros que amenazaban el núcleo sano y lo hacían aparecer, para los defensores apasionados de la otra dirección, incluso cuestionable.

En todo caso, entre las tareas de un Concilio celebrado en esta época tenía que estar la de determinar la relación correcta entre estos dos movimientos divergentes y la de conducirlos a una fecunda unidad (sin eliminar simplemente la tensión). De hecho, el forcejeo de la primera mitad del Concilio —la disputa sobre la constitución relativa a la liturgia, sobre la doctrina de la Iglesia y el correcto ordenamiento de la mariología, sobre la revelación, la Escritura, la Tradición y sobre el ecumenismo— sólo se puede entender correctamente desde la relación de tensión de estas dos fuerzas. En todas las discusiones mencionadas se desarrolló de hecho, aun cuando tal cosa en modo alguno estaba en primer plano de las conciencias, la lucha acerca de

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la correcta relación de estas dos corrientes carismáticas que, por decirlo así, constituían para la Iglesia, desde dentro, «los signos de los tiempos». Después, el trabajo en la constitución pastoral había de traer la discusión en relación con los «signos de los tiempos» que empujaban desde fuera. Dentro de este drama, a la famosa votación del 29 de octu-bre de 1963 le corresponde la trascendencia de una divisoria de aguas espiritual. Se trataba de la cuestión de si la mariología se debía presentar en un texto aparte, o se debía incluir en la constitución sobre la Iglesia: con ello había que decidir sobre el peso y coordinación de ambas líneas de piedad y, por consiguiente, dar la respuesta decisiva a la situación interna de la Iglesia en ese momento. Ambas partes comisionaron como relatores a hombres de grandísimo peso para ganarse al pleno: el cardenal Kónig abogó por la integración de los textos, lo que de hecho significaba una anteposición de la piedad y la teología litúrgico-bíblicas; el cardenal Rufino Santos, de Manila, defendió la independencia del elemento mariano. La votación, con una proporción de 1.114 votos frente a 1.074, mostró por primera vez una división de la asamblea en dos grupos casi de igual amplitud. De todos modos, el sector de Padres conciliares marcado por el movimiento litúrgico y bíblico obtuvo la victoria, aunque por un estrecho margen, y con ello ocasionó una decisión cuya'importancia había de tener una trascendencia difícil de sobrevalorar.

Desde el punto de vista teológico, sin duda hay que darle la razón a la mayoría encabezada por el cardenal Kónig. Si

ambosmovimientos carismáticos no se pueden considerar contrarios, sino que se deben tratar como complementarios, se requería una integración que desde luego no podía reducirse a la absorción de uno por el otro. La apertura interior a lo mañano por parte de la piedad y la teología bíblico-litúrgico-patrística había quedado demostrada convincentemente en los añosjiosteriores a la segunda guerra mundial, sobre todo a través de los trabajos de Hugo Rahner, A. Müller, K. Delahaye, R. Laurentin1 y O. Semmelroth; en estos trabajos se realizó un ahondamiento de las dos direcciones hacia su centro, en el que ambas

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podían encontrarse y desde el que, no obstante, podían conservar y desarrollar de forma fecunda su impronta especial. Verdad es que, de hecho, en el capítulo mañano de la constitución sobre la Iglesia, sólo en parte se consiguió dar forma de manera convincente y vigorosa a esas indicaciones. Además, el desarrollo posconciliar estuvo marcado en gran medida por una interpretación errónea de las declaraciones conciliares sobre el concepto de tradición, que fue promovida decisivamente por la reproducción sim- plificadora de las disputas del Concilio en las publicaciones periodísticas acerca de éste: el debate entero quedó reducido a la pregunta de Geiselmann sobre la «suficiencia» de la Escritura en cuestión de contenidos; y dicha pregunta, a su vez, era interpretada en el sentido de un biblicismo que condenaba a la insignificancia toda la herencia patrística, y con ello socavaba también el sentido previo del movimiento litúrgico. Pero, en la coyuntura de la situación académica moderna, el biblicismo se convirtió automáticamente en historicismo; al mismo tiempo se habrá de admitir que ya antes el movimiento litúrgico no había estado completamente libre de esto. Si se releen hoy los materiales bibliográficos donde se exponía, se evidencia que estaba demasiado determinado por un pensamiento arqueológico basado en un esquema de decadencia: lo que surge tras un determinado momento histórico parece, ya por esa razón, como de menor valor, como si la Iglesia no siguiera en todos los tiempos viva y, por tanto, capaz también de desarrollo. Todo esto condujo a que el pensamiento de cuño litúrgico se limitara a ser biblicista-positivista, se encerrara así en un movimiento retrógrado y no dejara ya ningún espacio al dinamismo de la fe que se desarrolla. Por otra parte, la distancia del historicismo conduce necesariamente al «modernismo»; puesto que lo puramente pasado no vive, deja solo al presente y conduce así al experimento de la fabricación casera. A eso se añadía que la nueva mariología ecle- siocéntrica resultaba extraña, y siguió resultando extraña en gran parte, para aquellos Padres conciliares que sobre todo habían sido portadores de la piedad mariana. El vacío así creado no se pudo colmar tampoco con la introducción del título «Madre de la Iglesia», que Pablo VI propuso conscientemente al final del Concilio como respuesta a la crisis que ya se vislumbraba. De hecho,

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la victoria de la mariología eclesiocéntrica condujo ante todo al derrumbamiento de la mariología en general. Me parece que la transformación del rostro de la Iglesia en Latinoamérica tras el Concilio, la transitoria concentración del afecto religioso en la transformación política, también se ha de entender sobre el trasfondo de estos hechos.

2. La función positiva de la mariología en la teología

La nueva reflexión fue puesta en marcha ante todo con el documento apostólico de Pablo VI sobre la forma correcta de venerar a María, del 2 de febrero de 1974. De hecho, como hemos visto, la decisión de 1963 condujo a la absorción de la mariología por parte de la eclesiología. Una reflexión nueva sobre el texto conciliar debe partir, por tanto, de que este efecto histórico suyo está en contradicción con su propia interpretación. Pues el mariano capítulo VIII fue creado con la intención de establecer una íntima correspondencia con los capítulos I-IV, que presentan la estructura de la Iglesia, y de encontrar en la armonía de ambas cosas el equilibrio correcto en que las fuerzas del movimiento bíblico-ecuménico-litúrgico y las del movimiento mariano se remitieran de forma fecunda las unas a las otras. Digámoslo de forma positiva. En relación con el concepto de Iglesia, una mariología bien entendida desempeña una doble función de clarificación y ahondamiento.

a) Al planteamiento masculino, activista y sociológico de «populus Dei» (pueblo de Dios), le sale al paso el hecho de que «Iglesia» —Ecclesia— es femenino. Es decir: se abre a la dimensión del misterio que obliga a ir más allá de lo sociológico, dimensión que es la única en la que se pone de manifiesto el verdadero fundamento y la fuerza unificadora en que se apoya la Iglesia. Iglesia es más que «pueblo», más que estructura y acción: en ella vive el misterio de la maternidad y del amor nupcial, que hace posible la maternidad. La piedad eclesial, el amor a la Iglesia, sólo es posible, en realidad, si se da esto. Donde la Iglesia se considera sólo de forma masculina, estructural, de teoría de las instituciones, no se tiene en cuenta lo propio de la Ecclesia —eso central de lo que tratan siempre la Biblia y los Padres cuando hablan de la Iglesia—.

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b) Pablo expresó la differentia specifica de la Iglesia neotes- tamentaria respecto al «pueblo de Dios peregrino» de la Antigua Alianza con el concepto «Cuerpo de Cristo»: la Iglesia no es organización, sino organismo de Cristo; en realidad, sólo por la mediación de la cristología se hace «pueblo», y dicha mediación se produce a su vez en el sacramento, en la eucaristía, que por su parte presupone la cruz y la resurrección como condición de su posibilidad. Por eso no se habla de la Iglesia cuando se dice «pueblo de Dios» sin decir (o al menos pensar) a la vez «cuerpo de Cristo». Pero también el concepto de cuerpo de Cristo requiere explicación en el contexto del lenguaje actual para evitar interpretaciones erróneas: se podría interpretar fácilmente en el sentido de un cristomonismo, de una absorción de la Iglesia, y, por tanto, de la criatura creyente, en la unicidad de la cristología. Pero, desde el punto de vista paulino, la expresión del «cuerpo de Cristo» que somos nosotros siempre se ha de entender sobre el trasfondo de la fórmula de Gn 2,24: «[Los dos] se hacen una sola carne» (cf. 1 Cor 6,17). La Iglesia es el cuerpo, la carne de Cristo, en la tensión espiritual del amor, en la que se cumple el misterio matrimonial de Adán y Eva, por tanto, en el dinamismo de una unidad que no elimina la reciprocidad. Esto significa que, precisamente el misterio eucarístico-cristológico de la Iglesia, que se enuncia en la expresión «cuerpo de Cristo», sólo se mantiene en su justa medida cuando encierra el misterio mariano: la esclava oyente que —hecha libre por la gracia— pronuncia su fíat y con ello se convierte en novia, y, por tanto, en cuerpo.

En ese caso, la mariología nunca puede quedar simplemente disuelta en lo objetivo de la eclesiología: el pensamiento tipológico de los Padres se malinterpreta profundamente cuando se reduce a María a una pura (y, por tanto, intercambiable) ejempli- ficación de hechos teológicos. El sentido del tipo sólo se sigue percibiendo, más bien, cuando la Iglesia es reconocible en su forma personal a través de la insustituible figura de María. En teología, no es la persona la que se ha de atribuir al hecho, sino el hecho a la persona. Una eclesiología puramente estructural hará degenerar a la Iglesia en un programa de actuación. Sólo mediante lo mariano se concreta también plenamente el

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ámbito afectivo en la fe, y con ello se alcanza la correspondencia humana a la realidad del Logos encarnado. En este punto veo yo la verdad de la expresión «María, vencedora de todas las herejías»: donde se da ese enraizamiento afectivo, existe la vinculación «ex toto corde» —desde el fondo del corazón— con el Dios personal y su Cristo, y resulta imposible la refundición de la cristología en un «programa de Jesús» que puede ser ateo y puramente material: la experiencia de estos últimos años corrobora hoy de manera asombrosa lo acertado de estas viejas palabras.

3■ El lugar de la mariología en el conjunto de la teología

Con lo dicho queda claro también el lugar de la mariología en la teología. G. Soil, en su imponente volumen sobre la historia de los dogmas mariológicos, resultado de su análisis histórico, ha defendido la coordinación de la doctrina sobre María con la cris- tología y la soteriología, «frénte a una elaboración a partir de la eclesiología. Sin rebajar el extraordinario mérito de esta obra, ni el peso de sus resultados históricos, yo, al contrario que ese autor, considero acertada la decisión de los Padres del Vaticano II, tomada en otro sentido, y ello tanto desde la perspectiva sistemática, como desde la histórica global. Es ciertamente indiscutible el hallazgo de la historia de los dogmas de que al principio las declaraciones sobre María resultaron necesarias, y se desarrollaron en su estructura, desde la cristología. Pero se debe añadir que todo lo que así se dijo no constituía, ni podía constituir, una auténtica mariología, sino que seguía siendo una explicación de la cristología. Por el contrario, en la época de los Padres, en la eclesiología quedó esbozada toda la mariología, desde luego sin mencionar el nombre de la Madre del Señor: la Virgo Ecclesia, la Mater Ecclesia, la Ecclesia immaculata, la Ecclesia assumpta,.., todo lo que será más tarde mariología, fue primero pensado como eclesiología. Aunque, por supuesto, tampoco la eclesiología se puede separar de la cristología, la Iglesia, no obstante, tiene una relativa independencia respecto a Cristo, como hemos escuchado hace un momento: la independencia de la novia, que en el «devenir un solo espíritu» del amor sigue siendo, no obstante, interlocutora de Cristo. Sólo la confluencia de esta eclesiología por el momento anónima, pero configurada de forma personal, con las declaraciones

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sobre María preparadas' en la cristología, confluencia que empezó desde Bernardo de Claraval, reveló la mariología como totalidad propia dentro de la teología. Así pues, no se puede coordinar, ni sólo con la cristología, ni sólo con la eclesiología (y tampoco puede ya en modo alguno quedar absorbida en ella como un ejemplo más o menos superfluo).

El tratado sobre María señala más bien el «nexus mysteriorum», el íntimo entrelazamiento de los misterios en su reciprocidad y su unidad. Si el nexo de Cristo y la Iglesia en los pares de conceptos novio-novia, cabeza-cuerpo, está a la vista, esto queda ciertamente superado en María, porque, en efecto, ella no es respecto a Cristo primeramente esposa, sino madre. En este punto se puede descubrir la función del título «Madre de la Iglesia»: expresa el desbordamiento del marco eclesiológico en la doctrina sobre María, y al mismo tiempo la coordinación de dicha doctrina con él.

Por consiguiente, en la cuestión de las coordinaciones tampoco se puede argumentar fácilmente que María sea imagen de la Iglesia sólo por haber sido primero Madre del Señor. Con ello se simplificaría indebidamente la relación entre orden del ser y orden del conocimiento. Frente a tal punto de partida, se podría preguntar, pues, atinadamente, haciendo referencia a pasajes como Me 3,33-35 o Le ll,27s, si entonces la maternidad corporal es en realidad teológicamente significativa. La desviación de la maternidad a lo puramente biológico sólo se puede evitar si la lectura de la Sagrada Escritura permite partir de una hermenéutica que excluya esta división y reconozca como realidad teológica la correlación de Cristo y su Madre a partir del planteamiento del entender. Esta hermenéutica fue desarrollada, desde la Escritura misma y a partir de la experiencia íntima de fe de la Iglesia, en la personal, aunque anónima, eclesiología patrística que acabamos de mencionar. Significa, dicho brevemente, que la salvación realizada por el Dios trinitario en la Historia, el verdadero centro de toda la Historia, es «Cristo y su Iglesia», la Iglesia como fusión de la criatura con su Señor en el amor nupcial con el que se cumple su esperanza de divinización por el camino de la fe.

Si, según esto, Cristo y Ecclesia son el centro hermenéutico de la Escritura como relato de la historia de salvación de Dios con el hombre, entonces y sólo entonces

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queda fijado el lugar donde la maternidad de María se hace teológicamente significativa como última concreción personal de la Iglesia: en el instante de su sí, María es Israel en persona, la Iglesia en persona y como persona.Ella es sin duda esa concreción personal de la Iglesia porque en virtud de su fiat se convierte corporalmente en Madre del Señor. Pero este hecho biológico es una realidad teológica debido a que es realización del fondo espiritual más profundo de la alianza que Dios quiso establecer con Israel: esto lo da a entender maravillosamente Lucas con la consonancia de 1,45 («Feliz la que ha creído») y 11,28 («Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan»). Así, podemos decir que las afirmaciones de la maternidad de María y las de su representación de la Iglesia están en mutua relación como factum y mysterium facti, como el hecho y el sentido que le da su significado. Ambas cosas son inseparables: el hecho sin su sentido quedaría ciego; el sentido sin el hecho, vacío. La mariología no se puede desarrollar a partir del hecho desnudo, sino sólo desde el hecho entendido en la her-menéutica de la fe. Esto tiene como consecuencia que la mariología nunca puede ser puramente mariológica, sino que está situada en la totalidad de la estructura fundamental de Cristo y la Iglesia, es expresión concretísima de su mutua conexión.

4. Mariología, antropología, fe en la creación

Si esta idea se lleva hasta sus últimas consecuencias, se demuestra que la mariología, por un lado, expresa el núcleo de lo que es «historia de la salvación», pero, por otro, supera un pensamiento puramente histórico-salvífico. Si se reconoce como parte esencial de una hermenéutica de la historia de salvación, esto significa que un «solus Christus» mal entendido se opone a la verdadera grandeza de la cristología, que debe hablar de un Cristo que es «cabeza y cuerpo», esto es, que abarca también a la creación redimida en su relativa independencia. Pero esto extiende al mismo tiempo la mirada mᣠallá de la historia de salvación, porque, frente a una mal entendida eficiencia solitaria de Dios, pone de manifiesto la realidad de la criatura, que está llamada y capacitada por Dios para una respuesta libre. En la mariología se hace

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visible que la doctrina de la gracia no va a dar en una retirada de la creación, sino que es el sí definitivo a la creación', la mariología se convierte así en la garantía para la independencia de la creación, en la fianza de la fe en la crea-ción y en el sello de una doctrina de la creación correctamente pensada. Aquí se plantean cuestiones y tareas que apenas se han acometido aún.

a) María aparece en su reciprocidad creyente ante el llamamiento de Dios como representación de la creación llamada a dar respuesta, de la libertad de la criatura que no se disuelve, sino que se perfecciona, en el amor. Es esa representación del ser humano redimido y liberado, pero precisamente como mujer, es decir, en la determinación corporal que es inseparable del ser humano: -Hombre y mujer los creó» (Gn 1,27). En su figura, lo -biológico» y lo humano son inseparables, lo mismo que son inseparables lo humano y lo -teológico». Por una parte, todo esto está en contacto muy estrecho con los movimientos concretos de nuestra época, pero al mismo tiempo los contradice también de forma fundamental. Pues, si el programa antropológico actual gira en torno a la -emancipación» con una radi- calidad no conocida antaño, con ello se busca una libertad que aspira a -ser como Dios» (Gn 3,5). A este concepto de -ser como Dios» pertenece, sin embargo, el desligamiento del ser humano respecto a su condicionamiento biológico, respecto al «hombre y mujer los creó»: esta diferencia, que pertenece al ser humano como una realidad biológica incancelable y lo marca en lo más hondo, es expulsada —como una insignificancia perfectamente irrelevante, como una «obligatoriedad de los roles» inventada históricamente— al ámbito «puramente biológico», que en absoluto concierne propiamente a los seres humanos. Esto significa que eso «puramente biológico» es puesto a disposición del ser humano como un objeto, al margen de los criterios humanos y espirituales (llegando hasta a disponer libremente sobre una vida que se está haciendo); tal cofiificación de lo «biológico» aparece además como una liberación en la que el ser humano somete el bios, lo utiliza de forma libre y es, independientemente de él, por lo demás, simplemente ser humano, no hombre ni mujer. Pero, en realidad, con ello se encuentra en lo más hondo de sí mismo, y se envilece a sí

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mismo, porque de hecho sigue siendo, pese a todo, ser humano como cuerpo, ser humano como hombre o mujer. Si convierte esta determinación fundamental de sí mismo en una pequeñez despreciable, que se puede manejar como una cosa, él mismo se convierte en pequeñez y en cosa; la «liberación» se vuelve rebajamiento a lo factible. Donde se sustrae lo biológico a la humanidad, se niega la humanidad misma. Así, en la pregunta de si el hombre puede existir como hombre y la mujer como mujer, se trata de la criatura en general. Puesto que esta determinación biológica de lo humano tiene en la cuestión de la maternidad su realidad menos ocultable, una emancipación que niegue el bios es especialmente un ataque a la mujer: la negación de su derecho a poder ser mujer. En tanto que, por el contrario, la conservación de la creación está vinculada de manera especial con la cuestión de la mujer, aquella en la que lo «biológico» es «teológico», a saber, maternidad divina, es de manera especial la encrucijada en la que los caminos se separan.

b) L9 mismo que la maternidad, la virginidad de María es confirmación de la humanidad de lo «biológico», de la totalidad del ser humano ante Dios y de la inclusión de su condición humana como hombre y mujer en la aspiración escatológica y en la esperanza escatológica de la fe. No es casualidad que la virginidad —aun cuando como forma de vida también es posible al varón y le está destinada— se formule primero, no obstante, desde la mujer como auténtica guardiana del sello de la creación, y en ella tenga su determinante figura plena, susceptible sólo de imitación, digámoslo así, por parte del hómbre.

5. Piedad mariana

A partir de las conexiones esbozadas de este modo, se puede aclarar, finalmente, la estructura de la piedad mariana. Su lugar tradicional en la liturgia eclesial es el adviento, y después en

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