conde na

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Condena “Vos me estás mirando y yo voy a caer colgado en tu sien…” Versuit Bergarabat Fumaba. Por quinta vez en la noche, llamó a la camarera. Pidió otro whisky con hielo. Las palabras expulsaron al humo con furia, como si la joven fuese la culpable de todo. Mientras se dirigió al bar, el taxista había sido el depositario de su bronca. Luego sería algún cliente, el barman. Todos tenían la culpa. Todos y, en especial, aquel muchacho. Su mano temblaba levemente. Las cenizas del cigarrillo goteaban sobre el cenicero, ya casi cubierto. Detrás de su semblante inconmovible, la fragilidad había minado todos los cimientos de su rígida formación. Una tras otra, las fichas de ese cuidadoso dominó, estaban cediendo ante las dudas. Ni siquiera había imaginado que tal palabra pudiera asociarse con su persona. El tabaco se consumía y cambiaba su tono sepia, por blanco y negro. La llegada de su trago lo rescató de aquella asfixiante y recurrente visión. Aunque en realidad, no era sólo una imagen, eran las voces, los sonidos, las sensaciones, el olor. Aquel temido recuerdo había sabido permanecer agazapado durante años. Parecía haber esperado ese momento para atacarlo y estaba teniendo un inesperado éxito. Apagó el cigarrillo. El calor quemándole el dorso de los dedos y el sordo crujir del papel retorciéndose sobre sí mismo, le evocó otro recuerdo. Creyó oir un grito aterrador, uno de aquellos desgarradores gritos. Miró en todas direcciones, buscando a la persona que lo había emitido. En vano trató de encontrar un tranquilizador culpable. Intentó no pensar en aquello. Ya era tarde. Súplicas guturales, órdenes, risas, humo, Aquel olor. Una palangana con agua y sangre difundiéndose suave, como el humo en aquel ambiente espeso. Paredes húmedas, salpicadas. Un paquete de cigarrillos Jockey Club abierto sobre la mesa. A su lado, el encendedor de benzina plateado, con las letras A. A. grabadas. Largas pitadas, más humo en el aire. Otro aroma invadía el lugar. Olor a carne quemada, chamuscada. Un cuerpo ultrajado, contracciones, alaridos. La escena se repetía con incómoda naturalidad. Él observaba con admiración. Lo habían invitado. Querían que estuviera allí.

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Page 1: Conde Na

Condena

“Vos me estás mirando y yo voy a caer colgado en tu sien…”

Versuit Bergarabat

Fumaba. Por quinta vez en la noche, llamó a la camarera. Pidió otro whisky con hielo. Las palabras expulsaron al humo con furia, como si la joven fuese la culpable de todo. Mientras se dirigió al bar, el taxista había sido el depositario de su bronca. Luego sería algún cliente, el barman. Todos tenían la culpa. Todos y, en especial, aquel muchacho.

Su mano temblaba levemente. Las cenizas del cigarrillo goteaban sobre el cenicero, ya casi cubierto. Detrás de su semblante inconmovible, la fragilidad había minado todos los cimientos de su rígida formación. Una tras otra, las fichas de ese cuidadoso dominó, estaban cediendo ante las dudas. Ni siquiera había imaginado que tal palabra pudiera asociarse con su persona.

El tabaco se consumía y cambiaba su tono sepia, por blanco y negro. La llegada de su trago lo rescató de aquella asfixiante y recurrente visión. Aunque en realidad, no era sólo una imagen, eran las voces, los sonidos, las sensaciones, el olor. Aquel temido recuerdo había sabido permanecer agazapado durante años. Parecía haber esperado ese momento para atacarlo y estaba teniendo un inesperado éxito.

Apagó el cigarrillo. El calor quemándole el dorso de los dedos y el sordo crujir del papel retorciéndose sobre sí mismo, le evocó otro recuerdo. Creyó oir un grito aterrador, uno de aquellos desgarradores gritos. Miró en todas direcciones, buscando a la persona que lo había emitido. En vano trató de encontrar un tranquilizador culpable. Intentó no pensar en aquello. Ya era tarde.

Súplicas guturales, órdenes, risas, humo, Aquel olor. Una palangana con agua y sangre difundiéndose suave, como el humo en aquel ambiente espeso. Paredes húmedas, salpicadas. Un paquete de cigarrillos Jockey Club abierto sobre la mesa. A su lado, el encendedor de benzina plateado, con las letras A. A. grabadas. Largas pitadas, más humo en el aire. Otro aroma invadía el lugar. Olor a carne quemada, chamuscada. Un cuerpo ultrajado, contracciones, alaridos. La escena se repetía con incómoda naturalidad. Él observaba con admiración. Lo habían invitado. Querían que estuviera allí.

Miraba el vaso mientras lo agitaba ligeramente. Observaba la amarillenta deformidad de las cosas vistas a través del mismo. Sonreía. Cerraba un ojo buscando enfocar el cenicero detrás del whisky. Se partía. Estallaba en pequeños trozos concéntricos, por el esmerilado. Mantenía el movimiento. El vaivén de los cubitos fundiéndose en el líquido dorado, provocaba un pequeño oleaje que chocaba contra el cristal, queriendo escalarlo. La sonrisa mutó. Se transformó en una mueca. Sus ojos, lejanos, veían algo que no estaba en el bar.

El plateado río de noche. El reflejo de la luna llena en él, visto desde las cuadradas ventanas del Skyvan. Un intenso zumbido proveniente de los motores. Los pequeños saltos que desacomodaban a los pasajeros. El olor, que no percibía entonces.

Encendió otro cigarrillo. Respiró con alivio el humo exhalado. La camarera le cambió el cenicero por uno limpio, mientras entraban unos jóvenes y sentaban en la barra.

Estaba inusualmente despeinado. Una barba de varios días cubría su rostro. Los párpados inferiores parecían hundidos en su cara. Su apariencia denotaba el estado anímico, su desesperación.

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Una exclamación seguida de fuertes risas llamó su atención. Escrutó hacia la barra, de manera intimidante. De pronto, su furia mutó en pánico. El tiempo se detuvo malintencionado. Allí estaba él, observándolo. Tan vivo, tan arrogantemente vivo. Con el mismo semblante de aquella noche, desafiándolo amenazante. Mudo. Advirtiéndole que había regresado. Recordándole la mirada que volvía una y otra vez cada noche, al cerrar los ojos.

Apoyó lento el vaso sobre la mesa. Simulando serenidad. Se levantó de la silla y se dirigió al baño. Entre las manchas del espejo desconoció su rostro durante unos segundos. Esperaba despertar de aquella pesadilla. Abrió la canilla y dejó que se llene el lavamanos. Quería lavarse la cara y encontrar algo de cordura. Se enjuagó varias veces. Entonces, alguien ingresó bruscamente y lo empujó con la puerta. Él se irguió veloz. Pero sólo llegó a ver, a través del espejo, una mano que lo tomó de la cabeza y lo sumergió en la pileta. Al instante supo quién era y para qué había vuelto. Intentaba liberarse. Tenía los brazos apoyados en el lavatorio y se empujaba, inútilmente, hacia arriba. Sentía el agua ingresando en sus pulmones. Se ahogaba. La mano lo levantó tirando de su cabello. En estado seminconsciente escuchó risas, voces: ¡Se viene el submarino pendejo! ¿Qué, no te enseñaron a respirar bajo el agua los terroristas esos? Más carcajadas y otra vez su cabeza sumergida. Un nuevo intento de forcejeo, pero las fuerzas abandonan su cuerpo. Justo cuando estaba por desplomarse, la mano lo soltó. Volvió a sentir que lo tomaban, esta vez del brazo, y oyó:

-¿Está bien señor?

No era quien él creía. Ni siquiera conocía a aquella persona. Y, aunque casi muere ahogado en el baño del bar:

-Sí…sí.

Salió esperando encontrar en el sujeto de la barra, algún indicio que lo responsabilizara de aquel atentado. Estaba seguro que se vería desarreglado por la lucha, con la ropa fuera de lugar, agitado. Si es que no habría escapado al no lograr su cometido, al fin y al cabo es un cobarde, como todos ellos, se convenció. Sin embargo, el espanto lo envolvió. En el banco alto, justo frente al barman, estaba sentado el joven. Inmóvil. Pulcro. Con la misma mirada inquisidora.

Mientras se dirigió a la mesa, le pareció oir una burlona risa por parte del muchacho. No se animó a confirmar sus sospechas. Sus ojos buscaban la silla con desesperación. Alcanzó su vaso y de un trago lo vació antes de sentarse. Encendió otro cigarrillo. Pretendía razonar, hallarle una buena explicación. Se convenció de una de ellas. Alguien conocía su pasado y lo estaba atormentando. Había encontrado algunos cómplices y se encontraban en el bar. Un paso más de los temidos escraches. Desconfiaba de todos. Querían hacerle perder la cordura. Tenía que escapar.

A pesar de necesitar otro trago, dejó unos billetes sobre la mesa y se levantó. No se atrevía a mirar hacia la barra. De reojo controló la quietud del muchacho. Caminó hasta la puerta de salida domando las ganas de correr. Una vez afuera, se sintió algo aliviado. Al pasar por la ventana, se atrevió a mirar hacia adentro. El banco frente al hombre que preparaba los tragos, estaba vacío. Repasó fugazmente el resto del bar.

El joven no estaba.

El regreso a su casa le pareció eterno. A primera vista, todas las personas que había cruzado, tenían aquel rostro. El nuevo taxista, los otros conductores, esa mujer que esperaba el colectivo, los transeúntes. Hasta el guardia que custodiaba la cuadra. En un segundo golpe de vista, aparecían sus verdaderos rostros.

Page 3: Conde Na

Se sentó en el sillón del living. Permaneció a oscuras. Miraba el parque a través del ventanal. El pálido resplandor que ingresaba, se reflejaba en los portarretratos de la sala. Los plateados marcos, en medio de la penumbra, lo transportaron, una vez más al temible recuerdo.

Miraba la imagen ondulante de la luna, abajo, en la superficie del mar. Habían atravesado, suponía que hacía unos minutos, la difusa línea que señala la unión del río con el océano. Observaba el ala robusta del avión. Era un Skyvan, un avión de carga, no de pasajeros. Sin embargo, eso había cambiado. La situación lo ameritaba. Él intentaba mantener su visa afuera del fuselaje, no quería mirarlos. No les temía, ni los odiaba. Aunque había un porcentaje de ambos sentimientos, en su indescriptible sensación. No los miró ni siquiera cuando la aeronave comenzó a sacudirse y parecían moverse por voluntad propia. Otra vez el olor. El olor que genera el pánico y que huelen los perros. Aquel olor que lo acompañaría por siempre.

Cuando pasó la turbulencia, se paró el médico. Era el momento de la segunda dosis. Luego de inyectar la droga en cada uno, entró en la cabina. Ahora debía actuar él junto con el oficial de prefectura. Comenzaron a desvestirlos, tal como había hecho en los anteriores vuelos. Reconoció algunos rostros. Llegó la orden del comandante, abrieron el portón trasero. Estaban sobre el lugar.

Con los primeros ocho, no tuvieron ningún problema. Junto con el prefecto, los habían arrastrado hasta la abertura de la compuerta y los habían arrojado al mar, en una tarea automática. Estaban llevando a la siguiente víctima. Era el joven. Su futuro fantasma. Él lo tomaba de las piernas y el oficial de los brazos. Lo llevaban boca arriba. No era la primera vez que veía su rostro. Recordó haberlo visto en la sala de torturas. Recordó los gritos, los gestos deformados de dolor. Lo observaba sin culpa por lo que haría. Llegaron hasta a la puerta. En el instante en que se desprendían del cuerpo, sucedió. Los ojos de aquel muchacho se abrieron. No hubo ninguna expresión en su rostro, sólo aquella mirada. Inexplicable, desconcertante, aterradora. Su pie derecho resbaló por el hueco. Casi ni se percató, aunque sus brazos se hallaban extendidos en busca de equilibrio. El prefecto lo tomó de la mano, mientras él seguía atónito, con sus ojos puestos en aquella amenazante mirada que desaparecía en la oscuridad. Reaccionó con el sacudón que lo introdujo nuevamente en el interior del Skyvan. Un suboficial que supervisaba el vuelo, tomó su lugar. Él quedo tendido en un costado con su cara desencajada. No podía extirpar de su mente la mirada de aquel joven. Muchas noches, de allí en más, ella tendría un papel protagónico en innumerables pesadillas.

Volvió de su recuerdo. Permanecía sentado en el sillón. Se sentía seguro en su casa. Sin embargo, la sensación se desvaneció al igual que lo hacían aquellos cuerpos drogados. Percibió algo extraño en el living. Un aroma. Ese olor. Se levantó, camino justo hasta el centro del mismo y miró alrededor. El pánico fue cediendo su lugar a la resignación. Comprendió que él, no se iría jamás. Ahí estaba el joven nuevamente. Se había multiplicado en cada uno de los rostros de cuanta foto familiar había en la sala. La mirada era la misma. Y esta vez, no desaparecería.