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CON LA SEGUNDA BANDERAEN EL FRENTE DE ARAGÓN

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ZARAGOZAEDITORIAL HERALDO DE ARAGÓN. Coso, 100

1938

CON LA SEGUNDA BANDERAEN EL FRENTE DE ARAGÓN

(MEMORIAS DE UN ALFÉREZ PROVISIONAL)

POR

FRANCISCO CAVERO Y CAVERO

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SALULDO A FRANCO: ¡ARRIBA ESPAÑA!

ZARAGOZA, 1938. II AÑO TRIUNFAL

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A los que viven en la Bandera;y a los muertos que viven en lainmortalidad.

EL AUTOR

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AL LECTOR

Amigo que lees estas páginas, quiero hacerte una advertencia.No esperes encontrar una novela de guerra al tipo clásico.Esto no es una novela por dos razones.Primera: porque es un relato de hechos rigurosamente ciertos. Tal vez haya

restado valor a la narración, pero verás en ella lo que yo vi con mis propios ojos.Segunda razón: porque, contra lo tradicional en tales novelas, yo no condeno la

guerra. Reconozco que tiene sus molestias pero se compensan sobradamente.Tampoco esperes que el protagonista muera. El protagonista soy yo; y gracias a

Dios estoy vivo, aunque ligeramente enfermo. Enfermedad que aprovecho para hilvanarestas cuartillas. Luego, Dios dirá; tal vez pueda escribir otro libro.

Y si a la sucesión de hechos, he añadido algún comentario, discúlpalo; es hijode mi entusiasmo y de mi carácter de español que abandonó todo lo que más quería enel mundo, para acudir a la llamada de su Patria en peligro.

Yo no fuí a la guerra para conquistar honores. Pero, por lo menos en este pe-riodo que queda condensado en mis cuartillas, he ganado el mayor que a que podíaaspirar. He estado ocho meses CON LA SEGUNDA BANDERA EN EL FRENTE DEARAGÓN.

Aragón ya sabe lo que eso representa; quiero que toda España lo sepa. Por esote invito, lector amigo, a que pases a la página siguiente.

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I DE MADRID A ARAGÓN

El día 27 de marzo de 1937, en el Plantío,recibía orden, la Octava Bandera de la Legión,de trasladarse a Casa Gozquez. Al mismo tie m-po llegó un oficio del coronel Tella (ascendidopor aquel entonces) destinándome a la SegundaBandera, junto con el pasaporte para que pudie-ra incorporarme a Zaragoza.

El capitán Obeso (muerto gloriosamente enBrunete) me rogó que no me despidiese deaquella bandera, donde por primera vez, bajo loscielos madrileños, lucí mi estrella de oficial,hasta después de terminado el relevo.

A mediodía comenzó el trajín. Cargar lascocinas, las ametralladoras, los morteros, lasbombas, las cajas de municiones; toda la imp e-dimenta que lleva a su cargo la “Sección detrabajos”, como se llama oficialmente (o la“Pelota”, sí prefieres el argót de la Legión).Armamento y munición suficiente para desarro-llar un combate no muy largo; precaución esta,que es base de muchos de los éxitos de la Le-gión.

Luego, la concentración de la fuerza. Loscamiones nos esperaban en la que fué magníficacasa de Oriol, entre pinos y con salida a barran-cos desenfilados. Sin embargo, los rojillos te-nían, sin duda, un observatorio, porque cuandolas compañías y secciones nos retirábamos depuntillas, dejando nuestro lugar a un batallón deInfantería, nos acompañó desde el mismo mo-mento en que iniciamos el cruce de la carreterade La Coruña, una lluvia de obuses del docecuarenta (“una menos veinte”, en el argot delfrente). Esas molestísimas granadas que explo-taban por todas partes, y que al reventar parecendejar en libertad un ciento de gatos cada una.

Mejor. Así, “relevar más aprisa”, comentabaJamet-ben-Allah, el sargento moro de mi sec-ción, que me acompañaba siempre, con su “fu-sila” (el cerrojo más pulido de la compañía)colgada invariablemente sobre su capote requi-sado, bajo el cual asomaban las botas tambiénrequisadas, que dificultando su andar le dabanun pintoresco aspecto de marinerote desembar-cado.

Cada cañonazo, tenía como eco un “más de-prisa y abrirse”; pero afortunadamente no huboque lamentar bajas, y cuando la Bandera sereunión al píe de aquel soberbio edificio, que ami juicio y sin ofender al arquitecto, está arran-cado de una película americana, enmudecieronlos cañones.

Luego; horas, camiones… Creo que con es-tas dos palabras, convenientemente barajadas, sepuede definir exactamente un relevo en el frentede Madrid. Recuerdo un pequeño suceso.

Eran las dos de la madrugada y aun rodabacaminos madrileños el camión de mi sección.Yo dormitaba en el baquet cuando se detuvo; elconductor se apeó y hurgaba sin resultado elmotor, alumbrado por los haces de luz de losotros camiones que nos adelantaban. Al fin sedirigió a mí: “Se ha descargado la nodriza medijo si tuvieran ustedes algo de gasolina larellenaría”.

Interrumpiendo mi sueño, recordé que todoslos legionarios iban provistos de una botellitadel inflamable líquido, que sirve de antitanque alos españoles. Sacudiéndolos, para despertarlos,pedí a los más próximos su dotación; de entrecapotes y mantas, entre bostezos y alguna pala-brota, surgieron tres de ellas, que a tientas vertióel conductor en el cilindro metálico. Pero cuan-do ocupó su puesto y cerró en alegre portazo,diciendo ese “ya está” de todos los mecánicos,fueron inútiles sus esfuerzos. Durante diez mi-nutos el run-run del motor de arranque.

Al final se apeó, volviendo a destapar el ca-pot. Metió las manos en la nodriza y cuando porcasualidad olió uno de sus dedos, las palabrotasfueron ya de las que ofenden a oídos mediana-mente educados.

Acercó una mano a la mínima parte de minariz que emergía del capote, y coreé (con mássuavidad, es cierto) sus palabrotas. Apestaba aaguardiente; y aguardiente llenaba las panzas detodas aquellas botellas, destinadas a cazar tan-ques rusos.

Me reí de buena gana y no dije nada a loslegionarios. Allá en el interior del camión semodulaba una sinfonía de ronquidos.

Habíamos dormido un par de horas en el al-macén de Intendencia de Casa Gozquez, dondelas pilas de sacos vacíos nos brindaron un mu-llido lecho.

Había llegado el momento de despedirme, yempezaron los apretones de manos y los deseosde buena fortuna. Cuando me encontré al te-niente que mandaba la Veintinueve Compañía,le pedí que me dejara traer conmigo a Demetrio,el fiel asistente que llevaba ya más de un mestrasladando el colchón y algunas mantas de mipropiedad, por todos los suburbios madrileños.El teniente García-Alegre se negó en rotundo; lefaltaban hombres en la compañía.

Y así después de saludar a Obeso (por últimavez), a Usaletti, Liebana, Von Cheveko, Lanza,Fuentes, González, Fernández, Gil de la Vega,Noriega…, todos aquellos que habíamos com-partido mi “guerra en Madrid”, tuve que despe-dirme también de Demetrio.

Fué una despedida triste; y cuando arrancóel coche que me llevaba a Getafe, y se quedó enla carretera, lo sentí mucho. Por eso cuando el

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coronel Tella pelo canoso sobre ojos vivís i-mos me autorizó para traerlo, decidí volver apor él, sin tardanza.

Otra vez a la aventura del transporte militar.Un camión salía para Fuenlabrada; allí encontréotro que me dejó en Valdemoro, y desde Va l-demoro a Casa Gozquez, como un señorito, enel “ligero” de una batería de Artillería.

Cuando llegué, estaba formando la Banderapara salir hacia su nuevo destino. Antes que yoa él me vió Demetrio; y saliendo de filas vinocorriendo a mi encuentro. Una sola mirada lebastó para comprender que se venía conmigo; yun minuto después, con el colchón y las mantasa cuestas, me estaba guardando un puesto en uncamión de requetés que salía para Leganés.

El viaje en aquel camión tenía algo de epo-peya de las carreteras. El conductor era un mu-chacho de origen mejicano y requeté de cora-zón, y su ayudante un galaico que enseguidatrabó conversación con Demetrio en su comúndialecto, con tal ternura de dicción que no pare-cía sino un prado con sus “vaquiñas” y todo, ibaa asomar por su boca de un momento a otro.

Pero, desde luego ni el mejicano ni el galle-go tenían idea del arte de Sir Malcom Campbell,y así; tras de dejarnos el toldo en un árbol,arrojar brutalmente de la carretera a un inofen-sivo “balilla” y perdonar magnánimamente lavida a varios morazos que se plantaban en me-dio de la carretera para pedir plaza; a las nuevede la noche, a faros apagados y entre una regu-lar llovizna, nos despedíamos de los milagrososmecánicos en la estación de Leganés.

Llovía, como digo, y el tren no salía hastalas once del día siguiente. Y como “sabíamosmanera”, decidimos instalarnos a dormir en elmismo coche que había de traquetearnos hastaPlasencia. Ocupamos un departamento, y De-metrio hizo una excursión al pueblo. A la mediahora volvía con todas estas cosas imprescindi-bles. Una vela, una lata de atún, dos panes, algode chorizo y cuatro huevos duros.

Y así pasmos una noche, la más tranquila detodo mi frente de Madrid, mientras llovía siDios tenía de qué.

* * *La Segunda Bandera actuaba, según mis no-

ticias, en el frente de Aragón. La primera vezque había yo visto auténticos legionarios, fué enla Sierra de Alcubierre, cuando se acababa deocupar y yo era un simple chofer (algo mejorque el mejicano requeté, modestia aparte) queaquel día tuvo el honor de conducir al generalUrrutia entonces teniente coronel hastaaquellas avanzadas.

Recordaba el tiroteo constante que percibídesde el puesto de mando, y tanto como el silbarde las balas aquel vozarrón muestra de truenoy sirena de vapor de un hombrote que enton-ces era teniente y ahora es el capitán Marra.Recordaba también la teoría de heridos y algúnmuerto que desfiló ante mí aquella tarde; poralgo cantaban los legionarios

En la sierra de Alcubierre,hay una fuente que manasangre de los legionarios,que murieron por España.

Y recordaba haber oído hazañas en Huesca.El cementerio, la casa de Pascualín, el Manico-mio; toda una serie de operaciones, que habíancubierto de gloria a los banderines de las com-pañías y regado de sangre todos los alrededoresde la invencible Huesca.

Alguna vez, había estado en un bar, inme-diato a un sargento de la Bandera botas relu-cientes como espejos y había oído algo “de lode Irún”.

Por eso estaba orgulloso de mi destino, du-rante los tres o cuatro días en que peregriné portierras extremeñas y castellanas, rumbo a miAragón, donde me esperaban tantas cosas queri-das y tanta gloria para la Bandera, que por estarcompuesta en su mayoría de paisanos míos eragloria para Aragón. Demetrio dormitaba, satis-fecho de viajar en primera, y yo hice una granamistad con un sacerdote castrense de Trujilloque me acompañó hasta Valladolid. Muchascosas podría contar del viaje, pero no tienennada que ver con esta historia.

* * *El 7 de abril me incorporé en Caminreal.

Pueblo grande de la provincia de Teruel, ocupa-do militarmente; casas de barro, alojando ofi-ciales de la Legión, y calles polvorientas, ani-madas de canciones legionarias.

El comandante Ruiz-Soldado, el Pater Ra-món Marcellán, Tejada, Marra, Coloma, Rivera,Maciá Esparza (que por cierto, según su cos-tumbre, me recibió con un broncazo y unasconsideraciones sobre la etiqueta militar, artifi-cio que usa siempre para hacerse respetar, segúnme dijo luego), Negueruela, Zamora, Escobar,Portolés, Cuartero, Sola, Viñas, Palmeiro, Pa-ños, Lázaro, Barrenegoa, Toribio y Roldán eranmis hermanos de armas, con quien iba a jugar-me la vida tapando agujeros en el frente deAragón. Un frente de 400 kilómetros, manteni-do milagrosamente, con la consigna de resistirfuera como fuese, contando con fuerzas escogi-das, con dos tabores de la Me-ha-la de Tetuán,la Segunda Bandera de la Legión, la BanderaSanjurjo, que fundó Peñarredonda, los magnífi-

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cos guardias de Asalto, un batallón del regi-miento de Carros y un puñado de falangistas yotro de “boinas rojas” importados de Navarra;buenos hermanos, como buen compañero era sujefe el laureado Pueyo.

Todo esto con Caballería, Artillería y demásaditamentos, tan indispensables como elegante-mente desdeñados por los de la “Gloriosa”,constituían la llamada Columna Móvil; la fuerzaque en sus cuarteles de Zaragoza estaba siempredispuesta a acudir a donde fuere necesario,como aquellos bajeles de Barceló en su román-tica época de piratas berberiscos.

La vida militar se deslizaba entre instruccio-nes, baño de la tropa manía del alborotadocapitán Pastor partidas de póker y bromas;bromas de todos los calibres y a todas horas.

Había también algunos elegantes de la dis-tracción; Villarreal, el teniente médico que nopuede vivir sin montar a caballo; las caceríasmas o menos productivas del capitán Rivera, ylas pescas de cangrejos y ranas, o cacerías decaracoles (todo lo más despreciable del reino deDiana) del Capitán Pastor; el alborotado hedicho, el ruidosísimo, repito, capitán Pastor.

Como una excepción entre aquel enjambrede gustos diferentes, el pobre Fernando Zamora,paseaba solo a grandes zancadas, luciendo suMac Farlan, aquel que requisó en Vivel del Río.Yo, siguiendo mí eterna manía, hacía versos; nosé quién, que me conocía de antes, corrió la vozentre los oficiales. Y no tuve mas remedio queescribir tonterías a troche y moche ante el des-precio del Pater poeta laureado y la miradabenevolente del capitán Macía, que tuvo lagentileza de darme a leer las primicias de una suobra que vió la luz en “El Noticiero”.

Así a versos me sorprendió la orden de mar-cha el día 11 de abril.

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II SANTA QUITERIA

Sonó la corneta (esa corneta que también sa-be tocar Reigosa en los ratos en que está sereno)y la Bandera se concentró a toda prisa. El co-mandante salió en coche para recibir instruccio-nes, y nos esperaría en Zaragoza.

Antes de media hora estaba todo dispuestopara la marcha, pero el tren que se formó enCaminreal aun tardó mucho en acoplar el mate-rial.

Como una sección de fusileros es fácil deacomodar, pues lleva consigo la mínima canti-dad de impedimenta, tuve tiempo sobrado parapasear por el andén y admirar la soberbia loco-motora.

La idea de que íbamos a entrar en combate(pues era lógico que a combatir íbamos) no mepreocupaba todavía. Me distraía el afán ruidosodel embarque, con el flujo y reflujo de legiona-rios subiendo a los coches hasta llenarlos. Lasvoces, los mil ruidos, bramidos del monstruoapocalíptico que busca acomodo y postura paraecharse en su caverna de fuego y ruidos. Poco apoco quedó embarcada toda la Bandera y hacialas diez de la noche emprendíamos el viaje.

¿A donde íbamos? Todavía no lo debía saberni el comandante Ruiz-Soldado que ya estaba enZaragoza. Sin embargo las primeras horas, en eldepartamento que ocupaba “la alferecía” (comose nos llamaba con cariñoso desprecio) se hicie-ron mil conjeturas. Alguno, más enterado,apuntó la idea de que iríamos hacia Huesca,madre y cuna del histórico reino de mis mayo-res.

Luego, la conversación cesó poco a poco, yen posturas inverosímiles, que solo se adquierenen duro entrenamiento de meses y meses deguerra, nos quedamos dormidos.

Nos despertó chirriar de frenos en la esta-ción del Arrabal. Allí esperaba el comandante;habló con sus capitanes, dió algunas ordenes altren y nos dispusimos a seguir.

Como la pólvora corrió entre la oficialidadla noticia que reservadamente nos trajo el co -mandante. Los “rogélios” como los llamaColoma habían cortado la comunicación conHuesca y era preciso dejarla expedita. El co-mandante y sus capitanes trazaban planes, sobrelas curvas de nivel que había facilitado el Esta-do Mayor, marcadas de crucecitas rojas y azu-les, y en el departamento de la alferecía se co-mentaba, aunque sin planos.

Apunté tímidamente la "genial idea” de quesiendo aquel terreno llanísimo, como la palmade la mano, sería fácil el combate a pecho des-cubierto. Cada uno aportó su idea o comentario,

y volviéndose a acomodar vi con satisfacciónque nadie durmió sin cerciorarse de que colgabade su cuello o estaba dentro del bolsillo, la me-dalla protectora que les diera la madre o la no-via; o la esposa, que de todo había. Creo aquellanoche subieron al cielo muchas más oracionesque durante las plácidas veladas de Caminreal.

Yo ya no tenía ganas de dormir; y aprove-chando una corta parada del tren me fuí a lalocomotora, donde el maquinista no tuvo incon-veniente en recibirme.

Estaba nervioso el que diga que no hasentido el miedo cuando sale para un combate,miente descaradamente y, además, el capitánMaciá me había animado al salir para que plas -mase en unos versos algún episodio del viaje,que para mí era el primero con la bandera.

Por eso, mientras el tren corría, yo fuí gra-bando en mi memoria estos malísimos versosque nunca he querido escribir, pero que de bocaen boca son populares entre la oficialidad de laSegunda Bandera.

Fu, fu, pi, pi, chaca, chacael tren corre, va que chuta.El maquinista disfrutay fuma de su petacamirando la hoja de ruta.Sesenta, setenta, ochentapalancas, bielas, carbón.El fogonero no cuenta;trabaja como un ladróny la caldera alimenta.Y el invento que hizo Albiónpara activar el comercio,hoy va conduciendo al Tercioa cumplir con su misión.Lo dijo San Exupercioy no admito discusión.

Esta versión que transcribo no es rigurosa-mente exacta, pues el original contenía algunaspalabrotas, que el Pater sustituyó pudorosa-mente. Quede consignada su colaboración va-liosa.

En la brevísima parada de Zuera, aprovechépara reintegrarme a mi vagón y pude enterarmede que un sargento trajo al comandante un tele-grama del capitán de la Falange de Almudévar,apremiándonos.

Este telegrama, sin importancia para la ma-yoría, tenía mucha para mí, porque el capitán encuestión era mi hermano Jorge, que con susfalangistas cubría aquel sector del frente.

Al poco rato llegó el alba y con sus luces laestación de Almudévar. Abracé a mi hermano yal decirle “¿Qué hacéis por aquí?”, me respon-dió: “Esperaros a vosotros”. Reflexioné sobre laguerra y sus sorpresas; mi hermano, militarprofesional, reclamaba el auxilio de un simple

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aficionado; un “capitalista” de la guerra, enfrase del llorado y heroico Juanito Allanegui.

Claro que no era a mí precisamente a quiendeseaba, sino a aquellos legionarios magníficos,gloria de la Infantería española, que ya se ali-neaban en los andenes. El comandante fué alteléfono a recibir las últimas instrucciones, y yopude, mientras tanto, ver y hablar con un oficialque con un balazo en el brazo izquierdo, llegabaen aquel momento.

Los rojos, en gran superioridad de número yarmamento, se habían colado por sorpresa en laermita y sus posiciones; menos en la batería,cuyos sirvientes la defendían todavía, animadospor el capitán Guinea, que con sus soldados yalgunos falangistas y requetés que a su mandose habían acogido, mantenían nuestra gloriosabandera en algunos parapetos.

No era esto lo peor, con ser malo, sino queotra nutridísima columna de “bisinios” se habíafiltrado por el desguarnecido barranco de Viola-da y amenazaba el ferrocarril y aun la carretera.No nos costó comprenderlo al oír el paqueocercano; eran los falangistas que mantenían susposiciones en las lomas inmediatas.

Todavía no había salido el sol cuando toda labandera, con naturales precauciones y el co-mandante a la cabeza, se dirigía a esas lomas.Allí se estudió sobre el terreno lo que conveníahacer.

Desde allí se dominaba un barranco, no muyancho, y enfrente unas alturas desde dondetiraba “de buten” y donde se podía apreciarperfectamente la labor de los zapadores rojosque en las siete u ocho horas que allí llevaban,habían puesto incluso alambradas.

Era yo el más moderno en la Bandera y su-ponía lo que se me iba a ordenar. Por eso cuan-do el Pater marchoso e inquieto como sie m-pre pasó a mi lado reclamé su bendición; metranquilizó con una mirada.

Oí pronunciar mi nombre y Coloma micapitán me dió instrucciones; mi sección iba aocupar un mogotillo que sobresalía en “tierra denadie”.

Allí de mis conocimientos tácticos; desple-gué la sección y avancé sin un tiro hasta la posi-ción marcada. Destaqué una escuadra a la crestapara que vigilase y me dispuse a esperar.

No tardaron en darme noticias; se veía mu-cha gente y a su juicio en uno de los barrancoshabía caballería. Mandé estas noticias al mando,pero el enlace se cruzó que me trajo la orden deretirada.

Cuando la emprendimos, una ametralladoraque nos cojía de flanco y que antes permaneciómuda, nos obsequió con una lluvia de balas;algo más deprisa que al ir, atravesamos el ba-

rranco y, gracias a Dios, sin novedad, dejé cum-plido mi primer servicio en la Bandera.

Ya estaba embarcada la gente otra vez; eltren se puso en marcha y supe que reconocido elterreno por el comandante, ideó una maniobra,cuyo buen resultado se verá más adelante.

El tren volvió cerca de Zuera y allí, dondeno había enemigo, empezamos a buscarle por suflanco izquierdo. La quinta compañía (la mía)iba por el centro; la catorce a nuestra izquierda yla cuarta a la derecha. No puedo jurar donde seestableció la de ametralladoras, pero su tableteoque fué mucho y bueno sonó todo el díapor nuestra izquierda también.

La marcha de aproximación duró una hora, yal cabo de ella tomamos contacto con el enemi-go por su izquierda, como estaba previsto. Co-mo siempre, los rojillos derrochaban municio-nes, y a mí me correspondió establecer mi sec-ción en una loma bastante batida, colocado en lacresta el servicio indispensable, pues nuestrofuego no resultaba eficaz ya que carecíamos defusil ametrallador.

Así transcurrieron unas cuantas horas, du-rante las cuales tuve varias que encogerme yrodar por el suelo, pues un tirador de ametralla-dora parecía conocer dónde me encontraba porla precisión con que “metía” las ráfagas en mismismísimas narices. Además la contrapendienteera casi nula.

Me entretuve viendo a lo lejos el desplieguede la Bandera Sanjurjo, que según mis noticiasocupó nuestra derecha, y desde el mediodíahasta anochecido me mojé concienzudamenteaguantando un diluvio incesante, con gotas detamaño desusado. Aun no había llegado Deme-trio, y no tenía ni un mal capote; opté poraguantar tumbado en el inmenso charco, pero enlas últimas horas fué tal la caladura y tan inter-minable el tiempo, que me faltó poco paraecharme a llorar como un chiquillo. Los sar-gentos Cacheiro y Marciano me proveyeron detabaco, que aun ignoro cómo conservaban seco.

Al caer la noche cesó el tiroteo, que habíadurado todo el día, y pude levantarme y estirarlas piernas, sobre el suelo mojado. A pocospasos había establecido Coloma su puesto demando en una caseta, bastante batida, pero contejado al menos.

Allá me fuí a recibir instrucciones y lo hallétumbado en compañía de Marra y disponiéndosea dormitar lo posible. Me mandó establecer uncuidadísimo servicio en la loma para aguardar aldía siguiente.

Debía compartir el servicio con Palmeiro, yechadas suertes me correspondió la primeramedia noche; me envolví en el capote (que yahabía llegado) y comencé mi monótono servicio

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arriba y abajo de la loma, donde a través de lalluvia (que seguía sin cesar) adivinaba, más queveía, a los centinelas.

Palmeiro mandó armar una camilla; y comosi toda aquella celeste catarata no fuese con élroncó como un bendito hasta que lo desperté,tan calado como si hubiera dormido en unabañera. Yo me fuí a dormitar mi rato libre en lacaseta, donde aun conseguí un rinconcito conpaja.

* * *Las primeras luces nos trajeron un magnífico

día. Cuando salí de la caseta vi que ya no sona-ban tiros y que los legionarios andaban de piecomo sí tal cosa. Allá enfrente quedaban losparapetos rojos, vacíos indudablemente. Aquellanoche se habían “dado el bote”.

Por si las moscas se destacó un pelotón, y alverlo avanzar sin resistencia, Coloma llamó todasu compañía, y con él a la cabeza, como unalegre colegio que saliera de paseo, nos planta-mos en menos de un cuarto de hora en los para-petos rojos.

Allí recogimos esa multitud de objetos quecomponen un menaje trincheriano; platos, jarri-llos, mantas y capotes, correajes, munición enabundancia y muchas cartas con indicación deremitirse desde el “monte Zuera”, que iban aenviar los milicianos a su zona, creyendo per-manecer allí para siempre.

De todos modos, para sus costumbres, la re-tirada había sido bastante estratégica, pues norecojimos ni una mala bayoneta rusa de esas queparecen un chuzo de sereno.

Al ver que allí no quedaba enemigo ni seña-les de haber establecido línea de resistencia enmucho terreno atrás, la Bandera prosiguió sureconocimiento. Una noble emulación se esta-bleció entre las Compañías y empezó la mástriunfal marcha que yo recuerde, pues en plan depaseo militar anduvimos unos doce kilómetrossin encontrar más que rojos despistados quehacíamos prisioneros.

Porque aquella columna que según los pe-riodiquillos que recogimos iba a “entrar en Za-ragoza el día 14 de abril” se había retirado tande puntillas que, sin parar hasta Robres por lomenos, no tuvo tiempo de avisar a los otros; ypor eso la que ocupaba parte de Santa Quiteria,sin saber nada, tenía a la Segunda Bandera a susespaldas cortando todas sus lógicas líneas decomunicación.

Recuerdo perfectamente cómo cogimos alprimer prisionero. Venía el hombre (sanitariosegún declaró), tan tranquilo, con la vista baja ylas manos en los bolsillos. Le salió al encuentroQuiriquí entonces tirador de F.A. y hoy sar-

gento que con su vitola gordinflona, despe-chugado y con el gorro de hule que acababa derequisar, tenía todo el aspecto de un “rogélio”bien comido.

“¿Que hay?” fué su saludo.

“¡Hola!” repuso el bisinio.

Hasta que, molesto por no causar el efectoque esperaba, le agarró de un brazo y tronó:

Pero idiota, ¿no ves quien soy?

¡¡Soy Quiriquí, de la Segunda Bandera!!

Un momento después se unía a la compañíatrayendo en hombros al desmayado rojo. Huboque vaciarle una cantimplora en la cara para quevolviera en sí, mientras Quriquí galleaba satis-fecho.

Al segundo lo agarró el sargento Otero. Eraun alférez rojo, que al verse ante el capitán,temblaba como un azogado; veía llegada suúltima hora y tirando de Coloma pretendía lle-varlo aparte para justificarse.

“Verás compañero; yo te explicare”…Y a Coloma le costó trabajo convencerle de

dos cosas. Que conservaría su vida y que nuncafué, ni sería, compañero de un capitán de laLegión.

Luego ya una locura. De dos en dos, de cua-tro en cuatro, iban viniendo. Escobar ardía enganas de requisar algo y salió también a la caza;se trajo un “Suomi-Tikakoski”, que aun arrastraZoilo, el asistente del capitán; pero se le escapóel teniente rojo que era su anterior dueño, entrenubes de polvo de tantos disparos errados. Es-cobar se tiraba de los pelos y se maldecía.

Así llegamos a una paridera. Contamos lospresos; eran 23, y Paños, riéndose, decía a Co-loma:

“Mi capitán no cojamos más, que nos vana poder”

En la paridera aun se “nos incorporaron”cuatro o cinco. De una casa cercana, que a sudecir era hospitalillo, enviaron una escuadra areconocernos; y claro se quedaron con nosotros.

Llegó hasta allí el comandante, radiante desatisfacción; nos felicitó y dirigió unas palabrasa los prisioneros. Momentos después los envia-ba para retaguardia (aquellos fueron los ciento ypico que el día 14 “entraron en Zaragoza”) yreunió a la Bandera, porque ya había llegado elmomento de hacer lo que se narra en el capítulosiguiente.

* * *Era un poco más de mediodía cuando se re-

unió la Bandera. Se intentó que la gente comierapoco había comido desde que empezó la

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operación pero hubo que desistir ante losapremios del mando.

Habían llegado las fuerzas que iban a cola-borar con nosotros; la Bandera Sanjurjo y los deAsalto. En la estación de Almudévar estaba yaemplazada una batería del 7’7 novedad de laque se nos prometían maravillas y la Avia-ción estaba citada sobre las tres de la tarde. Losdías eran cortos aun y había que darse prisa; elgeneral Ponte, que se había establecido con suEstado Mayor en el emplazamiento de la bate-ría, estaba impaciente por coronar aquella mag-nífica operación.

Desplegamos otra vez (esta nos tocó el aladerecha), tronó la batería que se estrenaba enverdad que infundía confianza aquella granizadade proyectiles y comenzamos a avanzar. Nopuedo precisar ahora lo que tardamos en llegaral contacto con el enemigo; solo sé que al coro-nar una loma vi un llanto como de unos qui-nientos metros y enfrente una altura que juz-gué inaccesible coronada de parapetos, desdedónde se nos hacía un vivísimo fuego.

Grité con todas mis fuerzas unas órdenes pa-ra que mi gente se echase al suelo, dando prin-cipio el combate; pero aun no sabía como lasgasta la Segunda Bandera.

Ninguno me hizo caso, sino que corriendocomo gamos se tiraron a la llanura, lanzando alviento unos vivas a España, que se debía oír enAlcubierre.

El grupo más cercano comenzó a gritar:

“¡Que se van, que se van!”

Y corriendo, sin cesar de tirar a los que co-bardemente huían por nuestra derecha, mearrastraron, electrizado, borracho de entusiasmode verme entre aquellos valientes.

Corrí, corrí como un loco; con la pistola enla mano y una “laffitte” en la otra, alcancé yrebasé a los primeros; grité más que ellos, lancéla bomba y… no me preguntéis cómo porqueno lo sé puse pie en los primeros parapetosenemigos.

Allí se detuvo momentáneamente la avalan-cha. Todo era alegría al verse dueños de ungorrito de hule, o de tal o cual cazadora. Yo,pisando cadáveres, me hice cargo de dos fusilesametralladoras abandonados en la huida; miran-do atrás reparé el espacio que había recorrido apecho descubierto, gracias a la cobardía de losrojos.

Si hubieran resistido, dos nada más conaquellos fusiles ametralladoras, cuyo mecanis-mo limpio admiraba no hubiera llegado vivoni uno de los que ahora me enseñaban alegre-mente la requisa. Además no tenía ni una baja.

Pensé inmediatamente en mi capitán y le en-vié un enlace. Mientras aguardábamos en losparapetos donde se clavaba alguna balavimos nuestros aviones y oímos los latigazos delbombardeo, luego se fueron y aparecieron me-drosos, seis aparatos rojos, que después de lan-zar unas pocas bombas donde suponían que sehallaba aquella batería que tanta “pupa” leshacía, desaparecieron a toda velocidad

También su artillería hizo algunos disparos,y ante nuestra vista estropeó a tres o cuatrosanjurjos de una sección que venía a relevarnos.

Apareció el enlace, que ya había dado conColoma, y dejando mi puesto a la sección deSanjurjo me fuí con la mía en busca de mi ca-pitán, atravesando a la carrera la cresta, queseguía muy batida.

Antes de salir aun pude ver que la compañíade Ametralladoras, que nos había protegido muybien (Esparza, es tan buen capitán como maljugador de póker), cambiaba apresuradamentesu emplazamiento, descubierto y batido por laartillería roja.

En la loma me alcanzó un enlace; tenía unaorden para Coloma y un papelito para mí. Erauna copla que me dedicaba el capitán Maciá,que en medio del combate, aun tenía humor paraeso y mucho más. Decía:

“Vamos a Santa Quiteriavenimos de Caminreal.Si siguen así las cosaste aguardo en el hospital.

Me hizo mucha gracia. Lo que no me hizotanta fué la orden de Coloma. Decía, si mal norecuerdo:

“Va a tirar la artillería durante diez mi-nutos; al final láncese al asalto con su Comp a-ñía”.

En un parapeto estaba Coloma con la sec-ción de Escobar, Barrenegoa, y Paños. Di elparte (como si no supiera su contenido) y alleerlo reunió a la gente y salimos “pa adelante”.A mi ver fuimos bordeando por la derecha elmonte; nos tiraban de izquierda y derecha, des-de los parapetos que conservaban aún, desde lasalturillas que dominan Tardienta; pero comoíbamos algo resguardados dentro de parapetossalvo los trozos descubiertos que cruzábamoscorriendo a todo lo que daban nuestras pier-nas no hubo novedad.

Llegó un momento peliagudo. El parapetode acabó: y hasta el más próximo (donde ya seveían los soldados de Guinea, que nos llamabana grandes voces) había un espacio como dedoscientos metros, descubierto y batido conametralladoras de derecha e izquierda.

Coloma no lo pensó; y en una carrera mara-villosa, materialmente “bordado” por las balas,

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llegó al parapeto donde se nos esperaba. Tras élpasó el banderín y los enlaces y me tocó la vez.

Pasé miedo, un miedo horrible, y no meduele confesarlo; pero me encomendé a Dios ysalí corriendo esperando el balazo mortal. Co-rría, asombrado de ver que las piernas me res-pondían aún y que las balas silbaban en derredorsin darme. Al llegar, sano y salvo, ya no pensémás en ello; todo eran abrazos y alegría de lossitiados que rescatábamos. Allí estaba Noailles,el médico de Falange, a quien la última vezhabía dejado en la Granja bebiendo cerveza.

Por el parapeto adelante fuimos corriendohacia la ermita, que ya se veía a los lejos. En-tonces, un balazo de mala pata hirió en el cuelloal pobre Cuartero. Echaba sangre como un toro,y creo que ya no existía cuando pusimos sucuerpo en la camilla.

El capitán tenía prisa; estaban acabando losdiez minutos de preparación artillera. Y corri-mos por el parapeto apartando a codazos a lossoldados de Guinea, que se apretujaban en lasarpilleras y tiraban como borrachos sobre lamasa de milicianos que en franca huida se des-colgaban hacia Tardienta.

“Marranos gritaban que nos “habis”tenido tres días sin comer”.

Y descargaban el fusil, una y otra vez, pi-diendo a nuestros legionarios munición, de laque andaban escasos. El capitán Guinea quehabía perdido un hijo en el asedio los anima-ba con magnífico espíritu.

Nosotros seguimos a Coloma, que con elbanderín pegado a él ondeando al viento dela tarde, iba abriéndose la ruta de la victoria.

El tiroteo era ya mucho más soportable; sa-limos del parapeto, sin reparar lo que pudiéra-mos encontrar, y poco después nos hallábamosante los restos ennegrecidos de lo que fué ermi-ta. Estaba el campo sembrado de cadáveresrojos; recuerdo, por el mal efecto que me pro-dujo, un miliciano con la cabeza arrancada decuajo de un cañonazo y que, sin embargo, teníael puño derecho cerrado a la altura de dondedebió tener la frente. Habíamos rescatado SantaQuiteria.

Formó la compañía y fuimos hacia el puestode mando, pues nuestra misión estaba cumplida.Por el camino tropezamos con unos de Asaltocon sus prisioneros; una miliciana gordinflona,con cara resignada, y un francés que queriendomostrase despreocupado en su desgracia mepidió un cigarrillo. Más había, pero no reparé enellos.

Media hora más tarde comíamos una lata demermelada (nuestro desayuno), y al cuarto dehora ocupábamos los camiones para ir a Zara-

goza. Las canciones de los legionarios levanta-ban asfalto de la carretera.

“Dicen los rojos que tienenque tienen mucho armamento,pero no tienen… aquello“pa” luchar con el Tercio”.

Entramos en la ciudad, donde el aspecto delos viandantes daba a entender que ya se espe-raba con impaciencia aquel resultado, que lescorroboraba la algarabía de la tropa. Al llegar alcuartel, sin bajarme del baquet, di la voz de

“Hoy no se pasa lista; a la calle todos”

Y mi sección después de dejar el armamen-to, se desparramó por todo Zaragoza, comochiquillos traviesos, sin dar importancia a lo quehabían hecho. A divertirse.

Faltaban Solá, Cuartero, Lázaro y Roldán;Portóles estaba herido. También seis legionarioshabían muerto, y muchos más gemían en elhospital, pero

“No hay quien pueda,no hay quien puedacon la Segunda Bandera”

A las nueve de la noche estaba en mi casa.Era trece y martes; lo recordaré más adelante

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III LA “BATALLA DE LOSCARACOLES”

Dos días de descanso en Zaragoza nos vinie-ron muy bien. Cada cual procuró adecentarsecon sus mejores galas para presumir un poquilloen el paseo de la Independencia.

Juanito Villarreal estrenó una soberbia tere-siana; con tantos dorados que, casi lo multaronpor acaparar oro en mo mentos tan difíciles parala Patria.

El capitán Rivera, al que Mayoral le cantaba

“¿Qué es aquello que yo veoencima de aquellos montes?La cabeza de Riveraque oculta los horizontes”.

Estrenó unas botas magníficas, siempre bri-llantes por obra y gracia de “Boquichi”, su po-pular asistente y ex limpiabotas.

Llenábamos todos los establecimientos cén-tricos y presumíamos lo indecible; yo al menos.Era muy agradable encontrarnos a esa señora“que nos vió nacer” y oírle

“Sois unas fieras”.

O al viejo amigo de la familia, que pregun-taba detalles sobre un asalto al arma blanca yquería saber “si gritan los rojos al pincharles”.

El comandante (noventa por ciento de aqueléxito) nos saludaba, cada vez que nos cruzaba,con paternal cariño. Y los legionarios, al encon-trarnos en los bares, nos decían con voz muyalta, para que todos lo oyesen:

“¿Se acuerda, mi alférez, cuando tiró us-ted aquella bomba y por poco me da?”.

Pongo por hazaña que habíamos compartidoy querían hacer pública.

Pero dos días se acaban pronto, y el 16 nosfuimos otra vez a Santa Quiteria. Teníamos queguarnecer aquéllo esperando el contraataque.

Cuatro día pasamos sin novedades dignas demención. Me correspondió un pequeño sector,del cual era jefe; me instalé en una casetilla y enamable compañía con Pascual (el magníficosargento) me entretenía oyéndole historietas desus quince años de Legión. También es ciertoque sufrí un poco con las úlceras mal cerradasde mi pierna derecha.

Y es absolutamente cierto que en aquellosdías enterramos más de seiscientos cadáveres derojos, y que dejamos por imposibles muchosmás, que se veían en los barrancos que van aTardienta; y que por la noche venían los rojos arecoger el armamento tirado. Como es ciertoque una madrugada el capitán Rivera, a tiros de

fusil cazador siempre “se cargó” a un roji-llo que pagó así su valentía.

* * *Volví de Santa Quiteria, bastante fastidiado

con mi pierna. Tanto que, al fin de la caminata,desde la ermita a la estación, no pude más ytuve que subirme a un mulo.

Al llegar a mi casa me acosté; acostado esta-ba cuando, al anochecer, llegó Demetrio con sueterna sonrisa y me dió la noticia

“Está formando la Bandera para salir”

¡Vaya por Dios! No iba a poder descansar.Intente vestirme pero resultó imposible que mepusiera las botas. Un poco molesto por no poderacudir al llamamiento de mi Bandera, decidíseguir acostado y darme de baja. Aquella nocheno pude dormir pensando en mi deserción y enlos fregados en que podía verse la colectividad ala que ya tenía cariño.

Al día siguiente vino a visitarme el médicocivil de la Bandera. Pablo Romeo, inofensivocomadrón zaragozano, movilizado voluntaria-mente embarcado a curar dolencias legionarias,en ausencia de sus colegas militares.

Me curó y mandó que siguiera en cama unosdías. Durante ellos me trajo mil noticias de lasoperaciones que le llegaban por conducto de losque iban y venían.

Pero todo lo que ocurrió en aquel breve es-pacio no lo vi yo; y por eso no figurará en estelibro, de cuyo contenido soy testigo presencial.

Para contaros lo que me contaron, prefieroque os lo cuenten. Y perdonad el juego de pala-bras.

* * *Volví con los míos en Cella, pueblecito tu-

rolense rico en aguas cristalinas, donde crían losmejores cangrejos de Es paña; codiciada presapara el capitán Pastor. Aquel día comimos unapaella a base de crustáceos, como para chuparselos dedos.

Cuando nos reunimos a comer no éramos losmismos de Caminreal. Mandaba, acciden-talmente, la Bandera, el capitán Rivera, puesRuiz-Soldado había sido herido en Santa Barba-ra, el mismo día que murieron Toribio, Viñas yel pobre Quintana, aquel valiente canario, hom-bre riquísimo, y falangista de corazón, que des-de Sevilla estaba voluntariamente agregado a alBandera, donde prestaba inestimables servicios.

Aquel mismo día recibimos orden de ma r-cha. Pasó la tarde en preparativos y al anochecersalimos a pie para Gea de Albarracín. Los rojosse habían filtrado otra vez subiendo por el ríoBezas, hasta su confluencia con el Turia, habían

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establecido una magnífica posición nuestroobjetivo y cruzando este río habían cortado lacomunicación de Teruel con Albarracín, hostili-zando la carretera desde un monte llamado “LosFrontones”.

Cuatro horas de marcha nocturna, sin hablarni fumar, nos llevaron a Gea de Albarracín.Alojamos a la gente y como hasta la hora “H”(el indicativo a que se ajustan las operaciones yque sólo conoce el jefe de la columna) teníamosalgún rato para dormir, asaltamos un caseróndeshabitado y sobre jergones, mullidos conmantas y alguna almohada, descansamos unrato.

A mí me tocó en suerte compartir una camade matrimonio con Marra. Aun me produce risarecordarlo, como se reirá el lector el día queconozca a Marra.

A las siete de la mañana ya estaba la Bande-ra desplegada hacia los Montes Universales.Esta vez conocía nuestra misión, pues por lanoche había tenido tiempo de colarme en la Co-mandancia a fisgar. Un jefe de la Guardia Civildaba instrucciones a mis capitanes y así supeque nuestra misión era mientras Sanjurjoatacaba de frente molestar a los rojos en suretirada y contenerlos en caso de que desborda-sen en dirección a nosotros.

Como Rivera mandaba la Bandera se hizocargo de la catorce Compañía (a la que yo habíapasado por conveniencias del servicio) MartínezArija, que se había incorporado en Santa Quite-ria, y al que dábamos muchas bromas por sumanía de ser “el más antiguo”.

Tomamos posición en la cresta, al otro ladodel río, cogiendo de flanco la posición roja, quepor cierto estaba muy fortificada ya; emplazá-ronse las máquinas y Virgilio (sargento en-tonces, brigada hoy y chiflado siempre), en-vuelto en su manta multicolor, se sentó en unade ellas y comenzó el fuego.

A la hora “H”, que por lo visto era a lasocho, comenzó el tiroteo en la parte donde ope-raba Sanjurjo; luego vino la aviación, que bom-bardeó muy bien a propios y extraños, y conestas pasó todo aquel día gris.

Al anochecer nos dieron buenas noticias dela operación, que no había terminado. Quedabaalgo pendiente para otro día. Dejamos una sec-ción le tocó la china a Palmeiro y los de-más nos fuimos a dormir a Gea. En el caserónhabía un piano y tuve que aporrear sus teclaspara solaz de mis compañeros.

Al otro día amaneció lloviendo, por lo que laoperación quedó aplazada. Ese día fuí yo a rele-var a Palmeiro en el monte; por la noche cesó lalluvia afortunadamente y en un abriguito cons-truido con un árbol, una lona cubre carga y dos

fusiles pasé una buena noche, siempre hablandocon Pascual.

Pero siguió lloviendo y la operación no po-día hacerse; y así pasó una semana de lluvia ysol. Cuando no estaba destacado acompañaba alPater y a Pastor en sus arriesgadas cacerías decaracoles, que luego comíamos con gran algara-za.

Una noche que yo estaba destacado llegó lanoticia de que al día siguiente se terminaría laoperación. Se habían acumu lado muchos ele-mentos, pues me hablaron de tanques, y trajeronunos botes de humo para ocultar la Infantería.Pasé la noche nervioso otra vez y al clarear mesorprendió la noticia de los centinelas, dicién-dome que en los parapetos rojos no había nadieya.

Salió un voluntario a reconocerlos; tras deél, una escuadra. Y cuando llegó Rivera, contoda la Bandera, para iniciar la operación, le dijelo que había. Desplegamos y salimos en di-rección a los rojos; efectivamente los parapetosestaban abandonados. Recogimos muchas mu-niciones, derruimos a patadas las chabolas em-pezadas y después de reconocer el larguísimocamino cubierto que desembocaba en una pari-dera puesto de mando donde por cierto ha-bía dejado una mugrienta cuartilla que rezaba

“Abajo estamos”

nos volvimos cantando al punto de partida. Enhonor de las “cacerías” de Pastor la operaciónquedó en los anales de la Bandera como “LaBatalla de los Caracoles”.

Los botes de humo no sirvieron ni para “tiz-nar rojos”, como pudo decir el comandanteFrutos que por esos días vino en sustituciónde Ruiz-Soldado, delicado para una tempo-rada destinado en comisión.

Le conocí en Teruel, adonde fuí con Colomapara traer municiones. Coloma estaba un pocomosca, porque el día de “los caracoles” la Ca-torce Compañía le pisó el terreno, y la suyallegó al parapeto rojo cuando nosotros volvía-mos, cumplido el objetivo; y se hubiera ganadoalguna pesada broma de Rivera de no ser porqueestaba muy entretenido abroncando a Palmeiro,que tuvo la galaica cachaza de dormirse y llegarpoco antes que Coloma; pero, a pesar de sumosqueamiento, me quería mucho y me llevó atan delicado servicio.

Y en la Comandancia de Teruel vi por pri-mera vez al comandante Frutos; temible en suenfado, gracioso hasta la carcajada cuando esta-ba de buenas y fornido de aspecto aunque juraque nunca pesó ni sesenta kilos.

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Aun estuvimos una semana en Gea. Y nosaburrimos concienzudamente, salvo las bromase incidentes que alargábamos todo lo posible.

Un día hicimos una paella en el campo; iro-nía de unos hombres que se pasan la vida, deparidera en paridera, por todos los campos deAragón.

Otro, discurrió Marra que pescásemos tru-chas con granadas de mano. Como la estrata-gema no dió más resultado que asustar a losalevines, pretendió desecar una acequia de lacentral eléctrica.

Agarró con sus brazos de gorila el torniquetede la compuerta y se lió a darle vueltas, hastaque consiguió abrir la entrada de la turbina que,por ser de día, estaba desconectada.

Empezó ésta a girar de vacío a una velocidadespantosa; y la oportuna llegada del electricistaevitó que varios pueblos sufrieran un apagónprolongado.

Otro día, el pobre Campillo del que mástarde haré la mención que merece me propusoacompañar a unos zapadores que iban a fortif i-car. Fuimos al atardecer para que, de día, deja-sen marcado lo que iban a cavar de noche.

Entre dos luces vimos una paridera lejanael frente de Aragón estaba cuajado de pa-rideras y unos cuantos “rogélios” que allítenían avanzadilla.

Campillo, fantástico siempre, arrebató el fu-sil al zapador más cercano, vació el cargadorapuntando a la paridera y prorrumpió en esten-tóreas voces:

“¡Marranos gritaba esta noche iremosy os cortaremos la cabeza!”

Al poco rato nos volvimos a Gea, sin darmayor importancia al incidente. Pero a la medianoche nos despertó un horroroso tiroteo.

Los rojos habían visto sombras, y advertidospor las voces de Campillo (que lo mismo queamenazas les podría haber recitado un romanceo anunciado un específico) creyeron llegado elmomento de defenderse; y armaron un “cacao”como para figurar en los partes oficiales.

Decididamente somos una calamidad cuandoestamos inactivos y, sin duda, por eso nos traje-ron a Zaragoza otra vez.

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IV “GUERRA CHIQUITA”

Pasamos unos días en Zaragoza, llenando lascalles de optimismo y orgullo. Luego salimosotra vez.

Como siempre, vino Demetrio a avisarmecuando menos lo esperaba. Salimos de noche ysin saber adónde íbamos; unos por ignorancia, yalgunos porque los vapores del alcohol, quehabían ingerido en sus ratos de ocio, embotabanligeramente sus inteligencias.

La segunda Bandera es así. Al aviso de quesale la Bandera, aunque no haya nadie en elcuartel, acuden todos. No sé como, pero acuden.

Y entonces, da la casualidad de que muchastabernas se quedan sin clientela. La calle de laVerónica era de las que más sufrían en su censohabitual, al salir de operaciones la Bandera.

Recuerdo como aquella noche, el “Tigre”dieciséis años de legionario, sin una herida niun galón abrazaba tiernamente a unos infan-tes que me juro ser hijos suyos; cosa que no creímucho. Mejor dicho; sin dudar que los tenga,creo honradamente creo honradamente que noeran aquellos, porque fueron reclamados poruna mujer que no tenía nada que ver con el“Tigre”.

Y como el pobre sargento Esteban (yo le dilos galones en Gea) me juraba por sus muertos,entre enormes aspavientos, que en aquella ope-ración que comenzaba pondría a mis píes ¡nique yo fuera un rey! los galones de sargentoefectivo o perecería en la demanda; luego sedurmió profundamente.

Entre cánticos, que alegraban la noche pri-maveral, ya alegre de por sí, y con nutridoacompañamiento de botas de vino, llegamos amedia noche a Almudévar. Allí supe que estavez no se trataba de operación ninguna.

Podíamos cantar aquello de

“Mañana no hay parideraaunque lo mande Galera”.

Que tenía su explicación, Galera, joven te-niente coronel, inteligente y agradable, era eljefe de la Columna Móvil. Y, según contaban“los antiguos”, cuando la Bandera llegó al frentede Aragón, la explicación de futuras operacio-nes era siempre:

“Se trata de tomar una paridera sin im-portancia”.

Y, por eso, “paridera”, era el nombre anto-nomásico que se daba a todas las operaciones.

Aquella vez “no había paridera”. Se tratabade un vulgar relevo, para permitir un acopla-miento de fuerzas. Estaríamos allí haciendo vidade trinchera.

A la catorce Compañía le correspondió elsector de la casilla. La mandaba García Mayo-ral, incorporado de alta, después de su herida deHuesca; también era nuevo Manolo Losada, aquien envidiaba su gorro con dorados, y quedecía haber venido al Tercio para engordar. Y searreaba cada latigazo de insulina que hacía tem-blar.

El capitán Mayoral estableció su puesto demando en la casilla de camineros. En una habi-tación la cama del capitán y el teléfono; en otracuatro cajones y una mesa. En una tercera, sobrepuñados de paja, dormía Palmeiro. Losada,Martínez de Arija y yo nos fuimos al parapeto.

Un parapeto larguísimo y regularmenteacondicionado. Cuando se hizo el relevo comp a-ramos nuestras fuerzas con las de la compañíade Infantería a la que relevábamos; ellos erandoscientos y nosotros ciento diez. A nosotrosnos daba igual, y ellos lo encontraban natural.

“Es que ustedes …” decían.

Y la frase quedaba cortada, flotando en el ai-re, como un elogio a nuestro valor, que se so-breentendía.

Y al fin y al cabo, “nosotros”, éramos lomismo que ellos; aficionados la mayoría, losoficiales; y muchísimos quintos entre la tropa.Pero algo inmaterial, tal vez un soplo vivificantede Millán Astray, flotaba en nuestros banderi-nes.

La vida de trinchera era aburridísima. Escomo vivir en un pueblo sin poder salir al cam-po. Es una sensación parecida a la que todoshemos sentido de niños, cuando aun no tenía-mos edad de ir al colegio, ni nos dejaban salirsolos y nos moríamos de tedio, encerrados encasa, entre juguetes que acababan por molestar-nos.

Dividimos la trinchera en tres sectores; elprimero para Martínez de Arija (para eso era elmás antiguo); el central para Losada, y el másizquierdo (que por ironías del destino, terminabaen una letrina) para mí. Allí, en tres chabolas,dormían noches primaverales tres hombresreunidos por el azar.

De día quedaba uno de nosotros de servicioy los otros dos iban a la casilla a pasar el día conel capitán Mayoral. Neurasténico y simpatiquí-simo, que en aquellos días nos puso al corrientede su odisea en Gerona, hasta que consiguiópasarse en Huesca; y nos hablaba de su mujer yde su hijo (mi mujer esperaba descendencia poraquellos días) que habían quedado allí.

También nos enseñó el juego de la “batallanaval”, y en esos inocentes entretenimientosíbamos desgranando el rosario pesado de losdías de trinchera.

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Por la mañana venía el Capitán al parapeto,en visita de inspección y a tomar el sol en aqueldesmonte que pomposamente llamábamos “pla-za de armas”. Entonces aparecía Valadés (mala-gueño sargento de la Legión) y nos amenizabacon sus cuentos y anécdotas.

Recuerdo lo que nos reímos el día que noscontó la vida y milagros de un de un capitán dela Legión (tiempos africanos) que tenía muy malgenio. Contó que un día en que salió a pasear acaballo, al apoyar una mano en la silla se laencontró llena de polvo. Se indignó y a voceshizo venir a su asistente; y, rabioso, le mordió lacabeza hasta arrancarle algo de cuero cabelludo.Y luego (según Valadés, y allá él con su respon-sabilidad), le decía con dificultades de pronun-ciación:

“¡Quítame estos pelos!” Allí en la “plaza de armas”, pasaban los ra-

tos más agradables del tedioso parapeto, mien-tras yo admiraba con envidia la magnífica pis-tola ametralladora de Losada. Siempre he tenidoafición por las armas, y en aquellos días ase-sorado por Martínez de Arija aprendía a des-montar granadas de mano, y comencé a formarla colección que hoy tengo a vuestra disposiciónen mi casa de Zaragoza.

* * *Aquel aburrimiento sin un tiro ni una ba-

ja tuvo un ligero paréntesis. Cierto día quenos dedicábamos a enviar al capitán (“cadamañana”, como él decía en su acento catalán),los obligatorios partes, redactados con fina iro-nía. Pero que a la postre tenía que figurar el “sinnovedad”, que tan mal cuadraba con nuestrocarácter de traviesos hombres de guerra. Y undía, yo, decidí que “hubiese novedad”.

Me había despertado al amanecer y, desdemi chabola, arrullado por los ronquidos de De-metrio y el arañar incesante de una rata zapado-ra, oí a mis centinelas hablando a voces con losenemigos. Estos proponían un intercambio deprensa, y daban su palabra (poco de fiar, losabía por experiencia), de que no tiraría en todoel día, si nosotros no les agredíamos.

Me hacía gracia la idea de repetir aquella es-cena tan conocida de que allá en el llano t ie-rra de nadie se encuentra un rojo y un nacio-nal y, entre insultos y pullas, se entreguen pe-riódicos y a veces materias comestibles, parademostrarse su buena alimentación corporal yespiritual.

Por eso dí orden de que nadie tirase un tirosin mi consentimiento, y despertado Nuñez (elcabo de la buena voz) le mandé pactar un pe-queño armisticio, por mi cuenta y riesgo.

El primero que salió de nuestra parte (ya es-taba el sol muy alto en su carrera) fué el propioNuñez. Cuando los rojos se cercioraron de queno pasaba nada, enviaron a otro emisario, y enel llano de Almudévar se celebró, una vez más,la recíproca entrega de papel impreso.

Pero como la trinchera era larguísima y yoera el único oficial por la razón ya expuestaque la vigilaba, no pude impedir que otro va-liente (estaba expuesto a un pacazo en cualquiermomento) quisiera demostrar a los rojos que él“también salía”. Y como los de enfrente habíanpuesto como condición que había que salir unode cada lado, inmediatamente hizo su apariciónun segundo “bisinio”.

Los míos no podían ser menos; y allá fueronotros dos al encuentro de otro par de catalanes.Total que, a la hora de empezar el suceso, habíaen el llano de Almudévar un grupo parecido aaquel que se formaba delante de “La Maravilla”,los domingos por la tarde, cuando había aficiónal fútbol.

Yo, acodado en el parapeto, gozaba lo inde-cible, aunque comprendía la responsabilidadenorme en que estaba incurriendo. Pero, ¡teníatanta suerte en todo lo de la guerra!, y además,enseguida di orden a Pascual para que cesase elmitin. Pero antes de que Pascual cumplimentasela orden, me llamaron al teléfono; Martínez deArija me decía, desde la casilla, con voces que-jumbrosas:

“Pero, que haces ¿qué haces, animal? Hanavisado a la Comandancia, desde el observatoriode Artillería, que en el llano están haciendo unapaella. Y el comandante viene a ver lo que pasa;¡te la vas a cargar!”

¡María Santísima! Y Pascual, en vez decumplir mis órdenes, se había ido también acambiar una botella de coñac por otra bebidaroja.

Agarré aquella magnífica estaca que servíapara apoyarme y no resbalar en el barro de latrinchera y, saliendo hasta las alambradas, tronécon una voz que hubiera envidiado Gayarre:

¡¡Al parapeto todo el mundo!!

Mi prestigio de oficial y una carrera por todala línea, blandiendo el soberbio trozo de olivo,bastaron, para que, a la carrera, se reintegrasenlos legionarios a sus chabolas.

Les mandé aparentar un profundísimo sueño,y cuando llegó el comandante (rodeado de todossus capitanes, entre los que venía haciéndose el“longuis”, el propio Mayoral) pude decir ufano:

“Sin novedad en la posición, mi coman-dante”.

Y mientras que él (que estaba en el ajo) son-reía con satisfacción ante el celo de sus oficia-

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les, Marchena, con sus ametralladoras, tiró unpar de ráfagas, dando a entender a los “rogélios”que se había terminado el armisticio.

Aquella misma tarde me avisaron de que mimujer había dado a luz a nuestra primogénita, ycomo me dieron permiso haremos un paréntesis,si os parece, mientras la bautizo.

Cuatro días más tarde provisto de unagran bandeja de merengues, me incorporé en lasierra de Alcubierre. A la Catorce le había toca-do rara excepción la papeleta más fácil;guarnecer las tres posiciones intermedias.

Cuando visitéis la sierra de Alcubierre enesa peregrinación de postguerra que nos hemosprometido todos los españoles no dejéis dever las “intermedias”. Son tres pequeñas posi-ciones que aseguran el enlace de la primeralínea con el pueblo de Leciñena, y sirven paraproteger la carretera, que buena falta hacía porentonces, pues a pesar de nuestra presencia, noera raro que los coches que circulaban fuerantiroteados y aun “bombardeados”.

Me presenté a Mayoral, en la principal deellas; un arquetipo de parapeto, que sentiré seaderruido, pues con ligeras adiciones a su confortprimitivo puede constituir una originalísimacasa de campo. Y poco después me fuí a la“mía”; otro parapetillo, bien establecido, con sualambrada y todo (lujo en el frente de Aragón)en lo alto de un mogotillo que domina bastanteterreno, y avalorada con la inmediación de unabatería del 7’5, que en la cresta del barrancoapuntaba a la “Imposible”.

La Imposible era una posición roja, clavadaen la misma línea de nuestras avanzadas, y asíllamada porque su situación la establecieroncuando Durruti llegó con sus primeras hordas,en pretensión de “tomar café en Zaragoza” seconsideraba inaccesible.

Pero no importaba; a su derecha y a unadistancia inverosímil por lo breve, estaba “SanSimón”. San Simón es la posición de más famaen la sierra; y tiene por qué. San Simón es unsargento de mi Bandera; pequeño como u ratón,vivo como una lagartija y valiente como el Cid.San Simón, con cuatro legionarios que quedaronvivos de su pelotón, tomó aquéllo, y por eso sellama San Simón ese montículo, pasaría desa-percibido en cualquier topografía decente, yque, sin embargo, es papel blanco para escribirmuchas páginas de la Historia de España. Pre-guntar a cualquiera de los falangistas de Los-taló, que saben algo de la sierra.

Por cierto, que el propio San Simón mecontó un sucedido que tiene gracia.

Quiso la suerte que a su sección le corres-pondiese guarnecer la famosa posición. Y queuno de los falangistas de los que la ocupaban, al

hacer el relevo, se creyeran en el caso de po-nerle en antecedentes, sin conocerle.

“Esta posición es “San Simón” le dije-ron. No sabe usted lo que costó tomarla”

Y San Simón, sonriendo socarronamente,contestaba:

“Un poco, un poco”.

Y se acordaba de aquella tarde en que el ge-neral Urrutia le clavó en el pecho las sardinetasde brigada. ¡Ya lo creo que lo sabía!

Pues bien; mi posición tenía un pequeño in-conveniente. Y era el juego de las cuatro esqui-nas a que se entregaba la artillería todos los díasdespués de comer. Primero era un morterazode la “Imposible” a “San Simón” luegootro, y otro.

Luego una llamada telefónica.

“Dicen de “San Simón” que los estánfriendo; tiren ustedes”.

El capitán de artillería tocaba su pito; se de-senfundaban las piezas y “mi” batería hacíafuego sobre la “Imposible”. Era puntería fija,fuego rasante y muchos meses de corregir elmismo tiro. No fallaba una; y callaba el morte-ro.

Pero entonces empezaba la contrabateríadesde Alcubierre. Dos piezas del 10’5 y una“nicanora” la tomaban con nosotros. Con noso-tros porque como la batería del 7’5 estaba bienoculta, nos metían todos los pepinazos en miposición.

La primera tarde fueron ciento treinta; ahoraque, dando gracias a Dios, no explotaban ni porcasualidad. Aquella tarde sólo lo hizo una; unagranada del 7 que nos cortó el teléfono. Así,pude enviar a Mayoral un enlace con este parte,que aun creo conserva:

“Han caído ciento treinta granadas, quesupongo enemigas, rompiendo el hilo del telé-fono. Los hilos de nuestras existencias siguensin novedad”.

Luego, venían los artilleros y recogían lasinofensivas granadas. Muchas de ellas, conespoletas más activas, salieron luego de cañonesnacionales. Y dos, que fueron las más cercanasa mí en su caída, figuran intactas en mi colec-ción de trofeos.

Pasada la lluvia artillera, podía irme un ratoa la posición de Mayoral. Allí, con él, nos reu-níamos Villarreal, Martínez de Arija, Losadaque venía de la posición número dos y yo.Merendábamos, jugábamos al póker (¡cuantodinero me costó aquel parapeto!) y paseábamospor los sabinares inmediatos.

Hacía calor, y todos (menos Losada y yo,que queríamos ocultar nuestra desmedrada

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constitución) usaban como traje unos ligerostaparrabos; así vestidos y con aquellas imp o-nentes porras de sabina que hicimos, parecíamoshombres primitivos, dispuestos a cazar, a palosy pedradas, algún diplodocus; que el paisaje,bien se prestaba a tales elucubraciones.

También hacíamos versos; romances idiotas,como aquel que describía la aburridísima vidade parapeto y decía:

… … … … … … … …En cuanto la luna rielapintando hormigas y abastos,de cenas mal digeridasque murieron a mis manos,me acuerdo de mi morenaque está en el río lavando.¿Cuándo me darán permiso;alegría en papel blanco?… … … … … … … …

O aquel otro que describe tan a lo vivo lasemociones de un combate ofensivo y traslada alreino de la poesía la amazacotada prosa de losreglamentos tácticos.

… … … … … … … …¡Vamos adelante, vamos!¡Vamos a por ellos, chicos!¡Vamos adelante, vamos!hasta que yo toque el pito,y entonces, tirarse al sueloque está cerca el enemigo.Ya están todos por el sueloen decúbito supino,que viene la aviación.Aves de volar cansino,golondrinas que excrementansuciedad de muchos kilos.… … … … … … … …

También salíamos a pasear por la carretera.Allí sentados en los poyos, contábamos casos ycosas. Juanito Villarreal nos contó cómo en losprimeros días del Movimiento, en sus islas Ca-narias, entre él y otro falangista, conquistaroncierta ciudad de veintidós mil habitantes.

“¿La cercasteis? preguntaba Mayoral.

Yo, para no ser menos, les narré un sucedidode los primeros azarosos días de Zaragoza. Esrigurosamente cierto.

Estábamos en Castillejos; entraban y salíancamiones y hombres. Tiempos heroicos en losque había que dominar chispazos en los puebloscercanos a la capital. Y en la capital misma,como todos sabemos. El general dispuso que lasmuchachas de falange cachearan en la calle a lasmujeres sospechosas.

Y una tarde aparecieron en el cuartel tres deellas, orgullosas de su presa. Una mujercicahumilde de aspecto, con su pañuelo a la cabeza;parecía no haber roto un plato en su vida. Pero

sus aprehensoras esgrimían un documento com-prometedor; un mugriento papel, en el que apa-recían en letra de máquina muchos nombres ydomicilios de personas conocidas. Acotadas alápiz, con pésima letra, las pruebas de la conju-ra.

“A las ocho en punto”.

“Por debajo de la puerta”.

“Por el ventanillo”.

Casi en volandas, compareció ante el hoygeneral Urrutia. Y, ante su severa mirada, seatrevió a disculparse.

“Sabe Usía; como yo reparto el “Heral-do…”

No me quisieron creer. Pero muchos de loslectores pueden dar fe de que es rigurosamentecierto.

Y seguíamos con los romances:

… … … … … … … …Las máquinas son cigarrasy los fusiles son grillos.… … … … … … … …… … … … … … … …En el cielo un banderínde sangre y oro flamea.… … … … … … … …

¡¡Perdónalos, Señor, que no saben lo que ha-cen!! Este era el comentario de Juanito Villa-rreal. ¡Y que no presumía desde que se enteróde que era un objetivo para la artillería!.

Porque también es cierto, lo creáis o no. Vi-llarreal salió a cortar sabinas para hacerse unbastón, en la inocente compañía de su asistentey un sanitario; y le “paquearon” con una piezadel 7’5. Les fueron cerca los tiros y gracias auna covachuela en la que pudieron guarecerse.

Allá nos cogió la festividad del CorpusChristi. No todo había de ser frívolo en aquelrelevo. Hubierais llorado de emoción si hubie-seis asistido a aquella sencilla misa que nos dijoel Pater; al aire libre, sobre una mesa; comomantel una manta, como cáliz una copa de cris-tal. Y para alumbrar a la Persona Divina, dosvelas de sebo en botellas de cerveza. El capitán,los cuatro oficiales y todos los legionarios, bar-budos, sucios y silenciosos.

Al día siguiente buen humor otra vez. Vala-dés me gasto una broma. En mi posición teníados sargentos. Esteban, miope perdido; Sanabria(no sé si os he hablado de Sanabria), sordo co-mo una tapia a consecuencia de un bombazo,cuya representación gráfica es uno de los seis osiete galones que lleva sobre su manga izquier-da.

Pues esa mañana, al despertarme, me en-contré que “por orden del capitán”, estaban:Sanabria “escuchando” el paso de los aviones; y

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Esteban “viendo” unas señales de banderas queiban a hacerle desde la posición principal. Lo“había mandado el capitán, y lo había dicho elsargento Valadés”.

* * *Sanabria es un tipo pintoresco. Malagueño

cerrado (la provincia de Málaga ha dado siem-pre un nutrido contingente de legionarios), ce-ceante hasta lo exagerado y graciosísimo con-tando cuentos y sucedidos. Durante los bombar-deos de la artillería roja se refugiaba en mi cha-bola; y al mediano resguardo que nos ofrecía su“pared maestra”, me entretenía contando aven-turas suyas o de “Chiroba” un tipo malague-ño, muy popular a su decir o de otro paisano.

Una preocupación tenía, que alcanzaba elgrado de monomanía. La “orza”; una vulgarísi-ma tinaja que al lado de mi chabola conteníatoda nuestra reserva de agua. Cuando cesaba unpoco la chorreada de pepinazos, asomaba lacabeza.

“A ve si me rompen la “orza” decía.

El centinela, sentado en el parapeto como siaquello no fuese con él, con el desprecio de lavida que sólo saben sentir los legionarios, nosanunciaba a voces “lo que venía”.

“Esta es del diez y medio …” gritaba.

Y seguía balanceando las piernas sentado enel parapeto. Sanabria y yo nos apretábamos todolo posible a la pared. Y el estallido (si estallaba)o el golpe seco de la granada en el suelo de laposición, se mezclaba a mis carcajadas. Sana-bria había terminado su cuento.

“¿Ande vas Chiroba?”

“A bailá er trompo, que los toro no megustan…”

Fué una temporada de guerra chiquita, diríaun morazo de los que acompañaban a Galera.

* * *Y tan “chiquita”. No hacíamos más que dir-

vertirnos. El relevo nos divirtió mucho más aún;y después de unos días en Zaragoza, salimosaprisa y corriendo para Perdiguera otra vez.

Los rojos, por sorpresa, se metieron en elMonte Calvario, la posición que enlazaba Perdi-guera y Leciñena, colgada de un cerro sobre elmonte oscuro; tenebroso lugar draculesco, don-de merodeaban los rojos.

Aquel golpe de mano amenazaba seriamentela seguridad de toda la sierra de Alcubierre, yhubo que anularlo reconquistando la posiciónsin esperar más. Allá fué otra vez la ColumnaMóvil.

“Mañana hay paridera,porque lo manda Galera”.

Nos concentramos detrás de Perdiguera. Elbatallón de Carros, mi Bandera y los falangistasde Escribano. Por la derecha, hacia Farlete,funcionó la caballería. Y detrás de nosotros el7’7 como siempre.

A las tres de la tarde desplegamos. Avanza-mos por el llano, sin hacer caso de la artilleríaroja, que tiró muy bien, justo es decirlo; perocon tan buena suerte para nosotros, como atesti-gua este detalle.

Entre los camilleros de mi sección (que ibanseparados aún) cayó un pepino del 15’5. Noestalló; dió un rasponazo en el suelo y voló porlos aires. Unos segundos estuvo zumbandosobre las cabezas de los camilleros. Al fin cayó,inofensivo, a sus pies. “Guerra chiquita”.

¿Para qué hablar más de aquella insulsa ac-ción? Subimos, subimos a mi sección le tocóen extrema vanguardia. Nos silbaron cuatrobalas, que conté, y arriba encontramos ochomilicianos, casi todos extranjeros. Cogimos unaametralladora y rescatamos los cadáveres dehermanos nuestros. Nos tumbamos en el suelo ya la media noche nos relevaron y volvimos aPerdiguera. Demetrio se quedó dormido y noapareció hasta la mañana siguiente.

Dos días después, ya despejada la situaciónnos volvimos a Zaragoza. Al montar en loscamiones nos vieron los artilleros rojos y laemprendieron con nosotros. Es el relevo másrápido que he visto.

* * *Luego, un mes en Zaragoza. El comandante

nos confeccionó un horario y, por primera vezdesde que era oficial, conocí el monótono servi-cio de cuartel. Por la mañana teníamos instruc-ción; salía toda la Bandera formada hasta laGran Vía. Allí se hacía un poco de instrucción yvolvíamos, desfilando con la banda de cornetasy tambores, que levantaba murmullos de entu-siasmo por lo airosamente que manejaba lascornetas, al principio y fin de cada toque.

Luego, teníamos todo el día libre, salvo losde servicio; y llegamos a adocenarnos un pocoen esa vida burguesa de bar y cine; mejor o peoracompañados, pues éramos muchos los indíge-nas en la Bandera, y los que no lo eran habíanacabado por traer a sus familias.

En cuanto al servicio de los subalternos erasencillo; un par de guardias y otras tantas vigi-lancias cada quince días. El servicio de vigilan-cia era entretenido, porque nosotros (segúnaverigüé el primer día, al presentarme al jefe dedía), no teníamos nada que ver con la plaza;sólo con nuestros legionarios. Cuando yo estaba

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de vigilancia me limitaba a salir un rato, des-pués de cenar; por el arco de Cinegio a la callede la Verónica; vuelta hacia Bureta, una vuelte-cita por la Peromata y a casa. Encontraba enpleno a la Bandera.

Porque el oficial de guardia tenía mandadoque nadie saliese del cuartel después de las diez.Pero no faltaban excusas (asistentes, enlaces,machacantes, rancheros, permisos especiales)para que salieran todos. Además los alférecesrivalizábamos en dar facilidades. Era lógico quese divirtiese un poco aquella gente admirableque tanto hacía por la ciudad. Eran todos buenoschicos, zaragozanos o aragoneses en su mayo-ría.

Y si alguno, “mal aconsejado por GonzálezByass”, como dice Portolés, se extralimitaba unpoco, no faltaba quien fiase por él. A los legio-narios de la segunda Bandera se les quería y seles querrá siempre en Zaragoza.

Ved un ejemplo. Un día que yo estuve deguardia, a las once de la noche, cuando me dis-ponía a tumbarme, me despertaron dos guardiasde Seguridad.

Me saludaron, y ante mi invitación, uno deellos empezó a explicar algo que por sus mane-ras me pareció delicado.

“Verá usted, mi alférez. No es más quepara que lo sepa usted. La cosa no trascenderápero no queremos dejar de decírselo…”

Hasta que apremiados, dejaron los circunlo-quios y el más decidido dijo:

“Pues que unos legionarios de su Banderaque estaban cenando en un bar, han derribadoun tabique involuntariamente…”

Me parece que demostraron diplomacia. Yes que en el campo siempre andaban juntos entodos los tiros, legionarios y guardias de Asalto.

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V ALBARRACÍN

Los últimos días de aquella temporadita dedescanso los pasamos acuartelados.

Y el día 6 de julio salimos hacia la provinciade Teruel. En un larguísimo tren militar. Elcoronel Gazapo, con su habilidad característicapara poner contentos a los hombres que dirige,había dicho a nuestro comandante:

“No tendréis ni que bajar del tren; encuanto oigan los rojos que viene la segundabandera huirán…”

Y el vaticinio corría de boca en boca.

“Dice el coronel Gazapo que ni bajar deltren”.

Pero ya en Monreal del Campo tuvimos queapearnos unos cuantos. Alguien había colocadounos petardos en la vía y era preciso retirarlos.El capitán Rivera se ofreció voluntario paradirigir la expedición; yo para acompañarle y unlegionario asturiano que conocía la dinamitapara retirar lo que fuese, aunque hubieran inter-ceptado la vía con una de las calderas de PedroBotero.

Salimos en una locomotora hasta el lugar delprimer petardo; el segundo lo había retirado yaun teniente de la Guardia Civil. El petardo eraun aparato precioso en su género.

Una caja de madera, colocada debajo del ca-rril y disimulada con el mismo balastro measombraba que los guardias de servicio hubieranreparado en ella y con tres contactos de cobre,que al no llegar a tocar en el carril habían sidocalzado con pedazos de cartón, hasta conse-guirlo.

El dinamitero comenzó a manipular enellos. Rivera y yo, de rodillas a su lado, le íba-mos aconsejando.

“Quita esos hilos que salen de la pila”.

“No hace falta, mi capitán”.

Descalzó tranquilamente uno de los contac-tos; y otro. No pasaba nada. Pero mi ángel de laguarda me inspiró que debía fumar un cigarrillo.Saqué la petaca y ofrecí uno a Rivera (siempretiene conmigo la broma de que no le he dado uncigarro jamás) y nos retiramos a encenderlo a laparte baja del talud.

Una sacudida enorme nos tiró al suelo; vi-mos un resplandor, oímos una detonación, ycuando nos pudimos poner en pie vimos la víalevantada en un trozo de tres o cuatro metros. Eldinamitero yacía sin cabeza, muerto.

Volvimos a dar cuenta. Se reparó la averíarápidamente y la Bandera siguió a su destino,cantando, siempre cantando. El tren que cruza-mos se llevó al cementerio de Zaragoza el cuer-

po de un héroe anónimo más, había muerto porsalvar a sus compañeros.

En Cella empezó “la paridera”. Allí supimosque los rojos habían ocupado unas alturas sobreAlbarracín y se habían colado en esa ciudad. Laguarnición se había refugiado en la catedral y,dirigida por el capitán Guinea (acordaos deSanta Quiteria), resistía. Se había sabido por unteniente de Intendencia que llevaba un convoy,que no pudo entrar como es lógico.

Para libertar Albarracín se formaron doscolumnas. La de la derecha mandada por Mon-tojo y compuesta por la compañía de ametralla-doras (en la que yo prestaba servicio hacía unosdías), y una sección seguiría en camiones hastael kilómetro 20; allí tomaría una posición yesperaría a que la de la izquierda , compuestapor el resto de la Bandera, llegase por el otrolado del río. Luego, todo fácil.

Salimos en los camiones, y con el ligero pe-ligro del cañoneo a la altura de Gea los rojostenían en los Montes Universales varias bateríasy en un monte un observatorio, desde donde, aldecir del comandante Frutos “nos contaban losbotones desde que salíamos de Zaragoza” llegamos al kilómetro 20.

Cuando estábamos descargando el material,completamente descuidados, nos llegó de prontouna ráfaga de ametralladora, que nos hizo dosbajas. ¿De donde venían aquellos tiros? Nadiesabía contestar; pero el hecho es que nos tira-mos todos al suelo y que, poco a poco, pudimosretirarnos, con los heridos y todo el material,hasta un barranco desenfilado.

Por él subimos y ocupamos una posiciónbastante buena, desde donde podíamos batir, deigual a igual, a los rojos. Allá estaba el tenientede Intendencia que diera la voz de alarma. Nosrelató su odisea; tuvieron que retirar a brazo unblindado, que se estropeó cuando más faltahacía, y que pesaba trece toneladas. Y allí habíaseguido esperándonos a nosotros. Por algo can-taban sus soldados ese himno (el capitán lodestroza con su malísimo oído) para su usoparticular:

“Puede dormir tranquiloeste trozo de Aragón,porque lo defiendenlos soldados de Intendenciaque tienen por emblema el sol.

Toda la tarde estuvimos esperando inútil-mente, ver aparecer la bandera por los llanos delotro lado del Guadalaviar. Al anochecer meenvió Montojo a inquirir noticias al puesto demando, que según habíamos quedado estaríaestablecido en la casilla de camineros del kiló -metro 19.

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Allí supe que la columna de la izquierda te-nía dificultades para avanzar, pues el enemigono era tan escaso como se suponía; pero al am-paro de la noche (que se echaba encima a pasosagigantados) se establecería en unas alturasfrente a nuestra posición.

Volví a Montojo y establecimos un serviciode vigilancia, por lo que pudiese ocurrir. Y a lasonce de la noche, cuando yo tranquilamente,sentado con Soler, Marchena y otros sargentos,mientras Montojo dormía, sufrió la Bandera elprimero de los cinco ataques que aguantó antesde libertar Albarracín y donde se derrochó mu-nición por ambas partes. Ataques que, a mijuicio, dejaron muy atrás a los que yo conocíadel frente de Madrid.

Primero una bomba de mano; luego otra yotra y otra. Y luego un tiroteo infernal, comp o-niendo un poema musical como no soñó Wag-ner, en el que el crepitar de los fusiles formabala melodía de acompañamiento de bombazosincesantes. Todo esto, en un frente de un kiló -metro. Por nuestra parte tres compañías; losrojos unos doce mil, según supimos luego.

Los de la derecha del río no podíamos hacernada. Desconocíamos la situación de las fuerzasy no podíamos hacer fuego, exponiéndonos aametrallar a nuestros propios hermanos. Por esoestuvimos, sin tirar, mirando con los ojos bienabiertos y escuchando aquella apocalíptica zara-banda, durante un par de horas. Luego, cesótodo; el ataque había sido rechazado.

Pero no pudimos dormir. Cuando íbamos ahacerlo, nos llegó la orden de bajar todo el ma-terial para ir al otro lado del río (habían recha-zado el ataque sin ametralladoras) y allá fué lasexta Compañía, por barrancadas abajo, en unanoche obscura si las hay.

* * *A la madrugada estábamos al otro lado del

río. Montojo se estableció, con la mitad de laCompañía, en una loma más alta que dominabacasi todo el frente y a mí, con cuatro máquinas,me envió a otra más avanzada, para proteger ala Catorce, que (cómo no) ocupaba las posicio-nes de mayor responsabilidad.

Por un barranco bastante pesado subimos ala posición; era ésta un montecillo que domina-ba el barranco que nos separaba de las posicio-nes rojas. También los rojos tenían dos líneas deposiciones; la primera en unas alturas análogas alas de la Catorce y detrás unos picachos, decuyos nombres siento no acordarme.

Detrás de aquel monte (montazo, dijimos alcoronarlo, días más tarde) estaba Albarracín, ycon esa ciudad la interrogante que nos preocu-paba. ¿Resistía Guinea? No se oía artillería; y el

fuego de fusil no podíamos percibirlo por ladistancia.

La posición era de lo más primitivo. Sin másdefensa que el camuflado de las carrascas yunos esquemas de parapeto que habían cons-truido los legionarios hurtando minutos al sue-ño. Cuatro piedras amontonadas en definit iva.

Emplacé las máquinas y el día transcurriórelativamente tranquilo. Relativamente, porquedelante del mal tenderete que servía de puestode mando (allá estaban Mayoral y Coloma con-migo) era incesante el pasar y transpasar decamillas. Chorreo continuo de heridos y muer-tos, en ese paqueo intrascendente de las situa-ciones estacionarias.

Coloma y Mayoral discutían sobre la imp o-sibilidad de avanzar a menos de recibir refuer-zos. El Estado Mayor estaba en ello y, mientrastanto, habíamos de resistir. No era una opera-ción tan sencilla (luego supimos que los sitiado-res de Albarracín llevaban más de cien armasautomáticas, contra nuestras ocho viejísimasHotchkis) pero se haría.

Al anochecer estaba reventado y pedí unacamilla para dormir. Demetrio me envolvió enlas mantas que arrastraba siempre y me quedeprofundamente dormido. Cuando desperté,sacudido por Purroy (el enlace) ya se habíaarmado el “cacao”.

¡Y que cacao! Un festejo idéntico al de lanoche anterior, con miles de disparos y cientos ycientos de bombazos. Me levanté escapado.

Coloma estaba con los suyos. Mayoral, res-ponsable de nuestra posición, corría de un lado aotro con la pistola en la mano. Yo atendía almunicionamiento de las ametralladoras y corríade una a otra. Cada vez que pasaba por el puestoque tenía establecido (bendije mi previsión)para rellenar los cargadores vacíos que ibantrayendo sin cesar, veía orgulloso como loscuatro legionarios que tenía encargados de esteimportantísimo servicio, sentados en el suelo,recargaban peines y peines, en silencio, sin elmás leve gesto que denunciase ni siquiera preo-cupación ante la lluvia de balas que caían a sualrededor.

De todas partes llegaban heridos; unos porsu pie, otros acarreados en camillas, por Matutey Vicente, los maravillosos camilleros de laCatorce, que ya están en el cielo descansando depasadas fatigas, y cuyas efigies copiará algúnescultor el día que haya de elevarse un monu-mento a los mejores camilleros de todas lasguerras.

Purroy, mi enlace (pamplonés, criado en Lo-groño y con diecisiete años mal cumplidos)parecía una lagartija. Siempre a mi lado cuandolo necesitaba, atendía a todo. Retiraba heridos,

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cargaba cajas de munición y corría de los para-petos al puesto de mando, siempre con unabomba dispuesto a matar rojos, con el mosque-tón caliente de tanto disparar y una sonrisa enlos labios. Cuando entramos en Albarracín yalucía los galones de cabo que Montojo le colgóa mi propuesta.

Palacios, el viejo sargento encargado del“Pelotón”, con su eterno trago de vino en loslabios (navarro y de Olite) subía mulos y másmulos cargados de cartuchería y bombas. Asíuna hora y otra.

Al fin, la potente voz de Mayoral se dejabaoír.

“¡¡¡Alto el fuego…!!!”

Y en los parapetos, oficiales y sargentos re-petían:

“¡¡¡Alto el fuegoooo…!!!”

Unos minutos más tarde se hacía la calmaotra vez. Y entre nubes de un acre humazo depólvora, los legionarios se envolvían en lasmantas para dormir un rato. Los rojos no sehabían salido con la suya.

Y no es que no se acercaran. Que una noche(fueron cuatro las noches que “in crescendo” serepitió el ataque) a un sargento de la quintacompañía se le llegaron, al resplandor de losbombazos, cuatro milicianos a pedirle munición.Un cargador de pistola entero y verdadero lesdió; y allí quedaron los rojazos, patas arriba,como prueba de que no se tiraba en balde.

Cuatro noches. Cinco veces me despertó Pu-rroy, porque mi sueño resistía aquel estruendo;cinco ataques rojos, desesperados, rabiosos.

Ciento setenta y cinco mil cartuchos, docemil bombas y trescientas bajas por nuestra parte,según me dijo Losada que empezaba a ser ayu-dante.

Campillo (ya os hablé de él) llenaba losepílogos de cada noche. Cuando cesaba el ata-que y los rojos, convencidos de su impotencia seretiraban, Campillo lanzaba al viento de la oscu-rísima noche, sus bravatas.

“Venid aquí gritaba, esos canallasque os dirigen os están engañando miserable-mente. Pasad a nuestras filaaaaas”.

Y algún comisario político rojo, dándoselasde erudito, le respondía:

“Los engañados sois vosotros. Las rei-vindicaciones del proletariado…”

No terminaba nunca. Campillo odiaba a los“intelectuales”, y cortaba rápido:

“¡¡Bandidos, canallas, hijos de tal…, fuego-oo!!”

Desde luego que no sabía lo que eran reivin-dicaciones; ni quería saberlo.

El pobre Barrenengoa murió como un va-liente, de un bombazo; y Sanz de un tiro, ymuchos otros legionarios; que legionarios éra-mos todos en el peligro.

Pero se nos había dicho que esperásemos re-fuerzo. Y esperámos.

* * *Fernando Zamora era “un caso”. Un caso de

valor y de tranquilidad, como no se ven muchos.Uno de aquellos días (no recuerdo cuál) le man-daron hacer un reconocimiento hacia la parideramás inmediata. Siempre parideras en el frentede Aragón.

Salió con su sección como a un inofensivopaseo. Y cuando estaba al lado de la paridera losrecibieron con un “chorro de tiros” como paradesorganizar a la vieja guardia de Napoleón. Serefugiaron como pudieron y aguardaron la no-che, ya próxima, para retirarse. Fernando seretiró el último, como era su deber, y se despis-tó.

Tanto que a las dos horas de llegar el últimomiembro de su sección, que retiró integra, nohabía aparecido aún. “Ramillete”, el cabo quetanto le quería (meses mas tarde murió Fernan-do en brazos de “Ramillete”) se ofreció volunta-rio para traerlo vivo o muerto.

Cuando estaba llenándose los bolsillos debombas para salir en su busca, apareció Zamora.Venia envuelto en su Mac. Farlan, y dijo portodo comentario:

“Buenas noches, ¿qué hay?”

Era “un caso”.

* * *Creo que he hablado de cuatro noches y cin-

co ataques. Y no hay “lapsus”, porque es que laúltima noche (la del día 12) fueron dos. Uno a lahora de costumbre y otro, el más desesperado yfurioso que yo recuerde, dos horas más tarde.

El día 12 habían llegado los refuerzos. Unbatallón que mandaba el comandante Mediavilla(a quien hirió un balazo aquella misma noche,en el puesto de mando; cosa que no nos chocódespués, porque las posiciones rojas dominabanlas nuestras de tal modo, que hasta el puesto demando estaba enfilado y batido) y nuestra inse-parable Me-hal-la de Tetuán.

Además trajeron muy buenas noticias. Habíavenido mucha fuerza y andaba operando por elotro lado del río. Nos hablaron de la cuartaBandera y del Batallón de Mérida, entre otrasfuerzas escogidas. Primeramente dijeron queesas fuerzas (que iban muy adelantadas en suavance) cogerían por detrás aquellas posicionesque nos traían de cara; pero más tarde se decidió

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que seríamos nosotros los que entrásemos enAlbarracín.

Por la tarde, subieron los jefes de la Me-hal-la a mi posición. El comandante Hernández (quecon la estrella en fondo negro y su cara y ade-manes de niño, tomé por un alférez provisional),el simpatiquísimo Galindo y el estirado y pulcroRomero. Con Frutos y mis capitanes estuvieronreconociendo el terreno; y aunque no me lodijeron (yo rondaba curiosamente todos susgestos) averigüé que al día siguiente entraría-mos en Albarracín.

Aquella noche, como ya he dicho, fuerondos los ataques. El primero fué rechazado,“según costumbre”; pero el segundo, sin duda,chocó algo más, porque el comandante llamó alteléfono. Yo era el oficial más cercano en aquelmomento y le puse en antecedentes.

“Se repite el ataque, mi comandante. Peroparece menos fuerte que el anterior”.

Cuando di cuenta a Mayoral de mi opiniónsobre el “festejo”, se indignó.

“¿Más suave? bramó ¡Los… riñones yun palito! ¡Esto te parece suave!

Fué el más fuerte de todos. Siempre meequivoco. Para eso soy alférez.

* * *Aún no se había disipado del todo el humazo

de la “Cheditta”, cuando se inició el clarear yempezó la acción. La artillería 7’7, comosiempre empezó a corregir el tiro. Los legio-narios fueron despertando de su sueño de mi-nutos y los morazos de Galera se deslizaron(como sólo los moros saben deslizarse) hacia supunto de partida. Ellos atacarían por la izquie r-da, mientras la Bandera subía de cara, empezan-do por las parideras en que tan mal se habíarecibido a Zamora.

Montojo llegó con el resto de mi Compañía.Le tenía ya preparados los emplazamientos paralas máquinas, y se hizo cargo de toda la base defuegos.

La artillería empezó a zumbar de recio, perolos “rogelios” parecían dormir aún. Nada deno-taba que esperasen aquel ataque por nuestraparte. Calor que no tenían idea de que hubieranllegado los refuerzos (en sus cinco ataques nohabían oído más que el himno de la Legión) yno les cabía en la cabeza que la segunda Bande-ra se decidiera a echárseles encima, ella sóla.

Con la salida del sol se lanzó adelante laBandera. Allá fueron los legionarios, conduci-dos por Mayoral, Coloma y Negueruela (Marraestaba herido de la noche anterior, igual queEscobar y Martínez de Arija) y de la primera

embestida se plantaron en el mismo borde delcarrascal.

Montojo, con sus gemelos, me señaló losobjetivos. Cantaron las máquinas y pronto em-pezaron a descubrirse las de los rojos. Primera ysegunda línea eran un hervidero de ametrallado-ras rusas (con cintas de 250 cartuchos) quebarrían, sin que consiguiesen acallarlas los pe-pinazos magníficos de nuestra artillería.

Las pocas piedras que nos protegían soltabanchispazos incesantes, ante la lluvia de balas quese nos venía encima. Virgilio tiraba y tiraba,empalmando cargadores, sin reparar en el humoque despedía el cañón de su vieja ametralladora.Yo corría de un lado a otro, bordado por lasbalas; en cada máquina me recibían, satisfechosde haber descubierto a su antagonista.

“Mire mi alférez. Allá, detrás de aquellasmatas…”

Y tiraban, tiraban como locos. Pero el fuegoenemigo, en vez de callar, era cada vez másintenso. De nada servía la lluvia de granadas deartillería.

Las compañías de fusileros estaban allá,preparadas para dar el salto que les permitiesehacer uso de las bombas. Las parideras queconstituían el primer objetivo ¡estaban tan cer-ca! Pero también allí, un par de ametralladorasvomitaba muerte sobre los legionarios. Tresveces fuí al puesto de mando, llamado por elcomandante Galera y él miraba con los gemelos.Y pedían sin cesar “más artillería”, esperando elmomento de que los nuestros pudieran despe-garse y ponerse cerca del enemigo. De sobrasabían que una vez al alcance de las bombasentrarían en Albarracín.

Hacía mucho calor. Y de ametralladora enametralladora pedía algo de beber. Todas lasbotas de los sargentos y legionarios sufrieronaquel día mis “tientos”. Por nuestra inmediaciónpasaban, veloces, las camillas y camilleros.También nosotros sufríamos bajas. En el mate-rial (máquinas de 1918) que se inutilizaba, y lasmás dolorosas, del personal, que se clareaba pormomentos ante aquella chorreada de proyecti-les.

También los rojos empezaron con su artille-ría. Y el humo de nuestro incesante disparar lesofreció un magnífico blanco. Llovían las grana-das del 12’40 (una de ellas hirió a Marchena) ysus silbidos nos animaban a hacer arriesgados“plongeones” en cualquier zanja, con agilidadimpropia de hombres hechos.

En una de aquellas fantásticas “estiradas”,coincidí con Montojo en un agujero; y aun tuvohumor para comentar.

“¿Eh, Cavero? Mixto de oficial de ame-tralladoras y portero de fútbol”.

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Y nos sacudíamos la tierra que nos había cu-bierto, riendo a carcajadas, en medio del com-bate. La segunda Bandera es así. Le conté lo queme decía Sanabria dos noches antes. Un bomb a-zo le cogió de lleno y, aunque respetó su vida, ledió tal voltereta que lo lanzó un par de metros alaire. Yo, que estaba en su inmediación, le reco-gí; y manando un hilillo de sangre por la bocame dijo:

“Ya ve, mi alfere; hasiendo la pava…”

Hace pocos días que estreché su mano; llevaen la manga un galón más.

* * *Aquello iba languideciendo. El 7’7 dejó de

tirar, sin saber nosotros por qué; y el fuego delos rojos era mucho más soportable. Pero lasituación no había cambiado. Y era más demediodía.

En el puesto de mando (fuí varias veces co-mo he dicho) había malas caras. El teléfonollamaba sin cesar y el mando inquiría.

“¿Por qué no avanzan?”

Y Galera y Frutos contestaban. Hacía faltamás artillería y aviación; aunque los bombazosde su visita matinal sacudieron la tierra en va-rios kilómetros a la redonda.

Mayoral, que era el capitán más antiguo, en-vió un parte. Era materialmente imposible avan-zar. Montojo a mi lado, cobijado del sol por unamanta, no reía ya. Las balas ¡que importaban!,Pero no podía hacerse a la idea de que la Bande-ra no consiguiera su empeño.

Los cabos de máquina, sin tirar un tiro, conel cargador preparado, esperaban algo; espera-ban ver aparecer en el barranco a los primeroslegionarios para volcar su carga en los parapetosrojos. Pero no se movía nadie. Sólo veíamoscamilla y más camillas que aprovechaban aquelclaro para retirar las numerosísimas bajas.Montojo, Hernández Dorado y yo, tambiénmirábamos, descaradamente, sin recatarnos ya;teníamos fe en nuestra Bandera. Tenía que pa-sar.

¡¡Y pasó!! Campillo (el heroico brigadaCampillo, propuesto para la Medalla Militar) lohizo. Sencillamente; se puso en pie, lanzó a losaires un vibrante ¡¡¡VIVA ESPAÑA!!! y echó acorrer hacía el enemigo. Cuatro pasos después,una ráfaga traidora acabó con su vida.

Pero ya estaba hecho todo. Zamora siguió suejemplo. Y todos los legionarios se levantaroncomo un solo hombre. Los vimos salir corriendopor el barranco. Y ya, sin resguardarnos, de pieen el parapeto, electrizados, sacamos las máqui-nas adonde pudieran batir mejor y tiramos sincesar.

Tiramos y entre el humo vimos arder las pa-rideras de pesadilla. Y cuando el humo noscegaba podíamos oír los bombazos, ¡músicacelestial para nosotros! Vivas incesantes, fuegoinfernal, carreras a traer munición y tragos ymás tragos de las ya flacas botas.

Media hora después de iniciarse esta zara-banda nos dimos cuenta. No nos llegaba un tironi medio. No se oía nada más que bombazos,cada vez más lejanos. Y el himno de la Legión,repetido por el eco de aquellos imponentes ca-bezos.

Montojo decidió que allí no había ya nadaque hacer; recogimos el material y a escape nofuimos adelante.

* * *No había mulos, porque todos estaban ocu-

pados con las artolas o acarreando munición alas primeras líneas. Cargamos el material alhombro y allá nos fuimos, hacía Albarracín. Misección salió la primera, conmigo; Montojovendría con el resto cuando se reuniese toda lacompañía.

¡Vía dolorosa era aquel barranco! a derechae izquierda pardeaban al sol los cadáveres delegionarios, que supieron morir como siempre.El sargento Soler, que venía a mi lado, les dedi-caba un responso legionario.

“Bien hacían cuando se divertían en Za-ragoza”.

Atravesado sobre un mulo traían un cadáver,bastante destrozado por treinta o cuarenta balasde ametralladora. Era Sorrosal, el alférez que sehabía incorporado pocos días antes de nuestrasalida de Zaragoza. Le recé un padrenuestro y elacemilero me dijo que más tarde iba a retirar elde Eloy Fernández. Otro alférez recién incorpo-rado, herido dos veces en los ataques nocturnosy que seguía sin querer evacuarse hasta que diosu vida por la bandera.

Soler me hizo ver que en la segunda Bandera“lo difícil es salir vivo del primer combate”; meacorde de Santa Quiteria.

Me crucé con un herido, un cabo de la Ca-torce. Que tirando con su fusil ametrallador secargo a catorce rojos con su teniente, y a cambiose había abrasado las manos. Me dijo que Gu i-nea estaba ya libre y Albarracín era nuestro. Eratrece y martes; como el día de Santa Quiteria.Decididamente San Antonio tiene algo que vercon mi Bandera.

Luego, después de subir y subir por montesy cañadas, llegamos a lo más alto de aquellamontaña. Allí estaban Galera y mi comandante,haciéndose cruces (como nosotros nos las hici-mos) de que hubiera llegado vivo alguno de losasaltantes; desde allí se dominaba perfectamente

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todo el panorama que constituía nuestras basesde partida.

No habíamos comido nada en todo el día; ycomo el calor apretaba seguí dando tientos a lasbotas legionarias. Por eso no os chocará quediga que: cuando llego Montojo y nos descol-gamos hacía Albarracín, tuviéramos dos ale-grías. La del triunfo y la natural de unos hom-bres que habían bebido todo el día.

Para acabar de complicar las cosas, en la po-sada donde nos alojamos se presentó Rivera conuna botella de coñac, último líquido que queda-ba a los defensores de Albarracín, y que nosregalaron como agradecimiento. Dormí docehoras de un tirón.

* * *Al día siguiente nos dedicamos a visitar Al-

barracín. Y a hacer comentarios; Losada traba-jaba silencioso en su parte de operaciones. Elhecho de armas del anterior día entraba de llenoen dos o tres artículos de la Laureada de SanFernando; y, después de muchas enmiendas ytachaduras, el comandante firmó el parte y lasolicitud de una Laureada colectiva para miBandera.

Paseamos por todas aquellas callejas, dondelos moros de Galera se encontraban con algo desus antepasados. Aun, por la mañana, fuimos elmaestro armero y yo llamados urgentementeporque en una casa quedaban rojos escondidos;pero consiguieron huir.

Sin embargo fueron muchísimos los presen-tados, que aprovecharon el desbarajuste de lahuida roja para esconderse y pasarse a nuestrasfilas. Eran hombres de aspecto pacífico, movili-zados forzosamente. Los otros, los rojos deverdad (la “Columna de Hierro”, a la que de-rrotábamos por tercera vez) huyeron atropella-damente, dejándose cuatrocientos cadáveres enlos pinares, donde los de la Me-hal-la les cogie-ron la vuelta. De estos rojos convencidos solonos quedo una profusión de ejemplares de ciertoperiodiquillo, cuyos titulares recuerdo perfecta-mente.

“AHÍ TENEIS ALBARRACÍN.¡¡ADELANTE MARCELO!!” rezaban.

Y a continuación la vera efigie de Marcelo;un carpintero de Cuenca, viejo y barbudo, em-barcado a comandante rojo.

Su asistente dijo ser uno de los pasados. Uninfeliz que se arrugaba ante las preguntas delcomandante Frutos y al que acompañé a buscaruna manta que dejara olvidada en un barrancocercano.

* * *

El día 15, por la tarde, vinieron a buscarnoslos camiones. Y dando vuelta por Cella fuimos aparar al otro lado del río, a la Masía de Toyuela;típica casa de campo de aquellas serranías que,durante mucho tiempo había sido punto obliga-do de incursiones nocturnas por parte de rojos yazules. Así estaba ella.

Allí, en la amable compañía de unas sabinaspasamos una buena noche en paja larga, reciénsegada, y en un tenderete de cubrecargas y mo s-quetones, que ya sabía yo edificar. Por la tardedel día 16 volvieron los camiones y nos llevaronotra vez a Albarracín.

Las fuerzas que operaban por la derecha delGuadalaviar seguían avanzando mucho. Estabanya por Bronchales (te agradeceré, lector, queconsultes un mapa, para apreciar lo que te narro)y nosotros, según supe, íbamos a cooperar conellas, formando una bolsa. Una de esas bolsasque tanto han acreditado los cronistas de guerra.Desde Albarracín íbamos a ocupar un montellamado “El Coscojar”, para, desde allí, batir laúnica carretera que les quedaba a los de Marceloen su huída.

Fué otra operación sencilla. La única nove-dad era la actuación de los tiradores de Ifni, alos que, por primera vez vi aquel día. Eran unosmorazos de tez más oscura que los de Galera.Más creyentes y más alborotados; más moros,en una palabra.

A ellos les correspondió la extrema van-guardia. Pasaron de uno en uno por las manosde un Santón que les bendecía, sin duda, enárabe. Y cuando el capitán suyo hizo sonar elpito, dando unas voces horrísonas (sobre todopara los rojos), se lanzaron en vertiginosa carre-ra, inverosímilmente agachados sobre el terreno;dando la sensación de que corrían con el vientrepegado al suelo y que sobre aquella teoría demulticolores chilabas, volaban unas babuchas.

Luego, salieron por la izquierda los míos,con Losada a la cabeza. No hubo apenas resis-tencia y enseguida mandaron a decir que sehabían ocupado los parapetos, aunque desdeellos no se veía carretera de ninguna clase.

Yo fui destacado con tres máquinas, a pasarla noche allá. Estaban bien acondicionados losparapetos en tantísimo tiempo de ocupaciónpacífica por los rojos. Leí muchísima prensaroja y desprecié bastantes novelas pornográficas(los parapetos estaban sembrados de femeninasprendas íntimas) y vi el cadáver del único fla-menco que había hecho cara a la segunda Ban-dera.

El capitán Rivera, jefe de la posición, me en-señó orgulloso el recuerdo de la acción; la en-trada y salida de un balazo que le atravesó elbolsillo del pantalón. Luego, dormimos tran-quilamente; casi tranquilamente, porque a la

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media noche se oyeron unos bombazos lejanos.Eran los de Ifni, que habían dado con la carrete-ra y con un camión que por ella circulaba; y lohicieron migas. Pero dije a Purroy que aquellono me interesaba y, dando media vuelta, reanu-dé mi sueño.

* * *Después de esta insulsa operación, volvimos

a la Masía de Toyuela, donde en compañía delos de Asalto, formamos la retaguardia de lafamosa columna que estaba reconquistando lasierra de Albarracín, durante tres o cuatro días.

El capitán Rivera los aprovechó bien, pues lacaza abundaba; y, sobre colchas “habilitadaspara manteles” (os haría gracia ver el ingenioque despliegan los cocineros de la Bandera paraimprovisar servicios de campo), comimos variasperdices y algún conejo.

El capitán Pastor no pudo dedicarse a suscacerías de caracoles, porque no los había; tam-poco yo hice versos, porque las tres o cuatrocarrascas de aquella finca triguera no inspirabanlo más mínimo.

Luego, una tarde, llegó un comandante deEstado Mayor y tuvo cabildeos con nuestrocomandante. Al día siguiente teníamos “paride-ra”. Una paridera sin un solo tiro, pero pesada silas hay.

Salimos a la madrugada, y durante todo eldía, sin más parada que una media hora queinvertimos en comer al pie de un pino, recorri-mos la sierra, concienzudamente. Al anocheceroímos tiroteo lejano y, sin resistencia, entramosen Torres de Albarracín.

Nos recibieron con bastante entusiasmo. Amí me besó (no lo digáis a mi mujer) una vieja;y en compañía de los de asalto (que llegaron porla carretera) nos hicimos los amos de aquelpueblo, que desde el principio del GloriosoMovimiento era feudo rojo.

El capitán Pastor requisó todo el material deun hospital rojo, donde la mayor parte de laterapéutica estaba orientada a las enfermedadesvenéreas, por extraña coincidencia; y nos insta-lamos bastante cómodamente.

No hubo nada de mención en los cinco díasque estuvimos allí; tan sólo es digno de contarseque Demetrio adquirió una bicicleta por la des-preciable suma de ¡dos cincuenta!

Y, como nos hacía mucha falta, nos enviarona Zaragoza para reorganizarnos. Las operacio-nes de Albarracín tocaban a su término. Y, co-mo ya dije, las filas de la segunda Bandera esta-ban muy clareadas; según dijo Losada “nossobraron” diez o doce bajas para pedir la Lau-reada, que exige un 33 por 100, sólo en la tomade Albarracín.

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VI “EL PELAO”

Tras ocho días de reorganización, salimosotra vez para Albarracín. Parece ser que queda-ba por hacer una operancioncilla, y el honor decoronarla se reservaba a la segunda Bandera.

Salimos en tren militar (con los ochenta ycuatro mulos y todo) en la noche del 10 deagosto; y a la madrugada del 11 sufrimos unpercance guerrero lejos del frente, cómico en ladesgracia y glorioso aunque sin gloria.

Descarrilamos sencillamente. Uno o dos pe-tardos como aquel que por poco me costó lavida cuando íbamos por primera vez a Albarra-cín, fueron la causa.

El tren debía salir a las ocho de la noche pe-ro, como sucede siempre, eran casi las diezcuando estuvo todo dispuesto. Intercalaré en lanarración un romance que compuse días mástarde.

Noche de luna lunera¡Cómo brillan los aceros!La cantina hierve en gente,esta noche sale el Tercio.Ya está embarcado el ganado.Los mulos, ¿qué saben ellos?piensan con las orejas tiesasque son mulos del Tercio.Noche de luna lunera.Risas, despedidas, besos,bocadillos, vino, andenes,vaticinios y recuerdos,órdenes del comandante.¡Esta noche sale el Tercio!

Salimos con la tristeza propia de los que nosaben si volverán, y pasamos el castillo de laAljafería, donde bifurcan las vías.

Las agujas lo despidenDiciendo: ¡toma cadera!Y el disco nos guiña el ojoGritando: ¡vais a la guerra!

Poco después dormitábamos todos. El trenlarguísimo , con una locomotora de dieciséisruedas, enorme, adquiría su marcha rápida ysegura.

Ya es normal en pulsacionesel latir de la caldera.Los carriles van abriendola ruta que serpentea.¡Son dos láminas de plataque parecen bayonetasreflejando palidecesde aquella luna lunera!Plim, plim; chillan los cristales.Tron, tron; contestan las ruedas,Y la máquina despideSalivazos de caldera

En mi departamento nos disponíamos a pa-sar la noche, y dormir si era posible; Paños, elpobre Juanito Allanegui, Orrios (alférez veteri-nario, que venía voluntariamente a “ver la gue-rra”) y yo. Pronto nos acomodamos y, a excep-ción de Orrios, que fumaba sentado a mis pies,nos quedamos sondormidos por lo menos.

¡Cómo roncan esos hombresque viven para la guerra!,mientras en su subconscientetodos seguro sueñan.La mujer, la novia, el padre,la yunta, la paridera,el taller, con sus mil ruidos…

Sería las tres de la madrugada cuando medesperté sobresaltado. Una detonación horrorosame había sacudido de arriba abajo.

¿Sus ruidos? ¡Sí! ¡Zapateta!¡¡POM!! ¿Que es esto? ; ¿dónde vamos?;este vagón cabecea.¡So!, ¡so!, ¡so!, ¡so! ¡Que me caigo!¡Agárrate a donde puedas!

Al pobre Orrios le costó la vida el ir des-pierto. Al primer ruido, sin pensarlo, se tiro porla ventanilla de la derecha. Y el vagón ya fuerade carriles, lo aplastó contra las ruedas de lalocomotora, que había quedado volcada en eltalud. A los otros tres, el cabeceo horroroso nosdió tiempo a pensar. Y de gritar ¡sooo…! Contodas nuestras fuerzas; luego nos dimos cuenta.

Sensación de medio lado,golpetazos en las puertas,emociones que se compranen artefactos de feria.Río fuera de su madre,catarata descompuestade astillas, fuego, carbón,cristales y bayonetas.Luego un golpe, llamaradas,Asfixia, fuego, demencia.¿Dónde está la ventanilla?¡Por aquí! ¡Bendita sea!

Yo pregunté dónde estaba la ventanilla; elfuego y el vapor escapado de la caldera (quequedaba pegada a nuestro coche por su derecha)hacían la atmósfera irrespirable. ¿Sería aquelloel infierno?

Los tres (Paños, Allanegui y yo) nos tiramosa la ventanilla de la izquierda. Me avergüenza,pero es preciso que os confiese que a fuerza depuños fuí el primero en saltar.

Me tiento todos los huesos;Poco a poco, se serenaMi mente y mi corazón.¡Aun estoy de pie en la tierra!

El que no estaba en pie era Paños. Salió porla ventanilla como un bulto arrojado del furgóny cayó de cabeza. Mayoral, que salía por la

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ventanilla inmediata, le increpó, interesándosepor su subordinado:

“¡Bárbaro! ¿Por qué se tira usted así?”

Y Paños, a cuatro pies en el balasto removi-do, le contestaba, rascándose los arañazos:

“Porque me empujan, mi capitán”.

Era Juanito Allanegui que tenía prisa, y saliótambién. Al resplandor de la caldera abiertamiramos.

Aquí un muerto, allí unos gritos,acá un vagón de primera,colgado sobre el talud,inicia una pirueta.Allá saltaron las vías.Más abajo, la calderava despidiendo el vaporcomo monstruo que jadea.

Pronto volví a la realidad. Una voz queju m-brosa y fuerte me llamaba por mi nombre. Losgritos salían de un montón de astillas, que antesfué pasillo de nuestro coche.

“¡Alférez Cavero, alférez Cavero!”

Reconocí la voz del fiel Demetrio; a tientasdi con él. Estaba preso por varios hierros y asti-llas; y gritaba porque (luego lo supe) tenía elfémur y una clavícula partidos. Con las manosno podía hacer nada; corrí, pidiendo un pico,una bayoneta…, cualquier cosa. Pero teníamosque ocuparnos de algo más interesante; los ca-pitanes (a excepción de Montojo, que se habíadado un serio corte en el brazo, al romper elcristal de su ventanilla) daban voces llamando asus oficiales para reunir a la gente. TambiénVilla estaba herido, y yo era, por lo tanto, quientenía que ocuparse de la Compañía de Ametra-lladoras.

Pronto recibí la primera noticia. Un acemile-ro (que dormía plácidamente con los mulosencargados a su custodia, y que lo único que vióes que se abría la puerta y que los mulos salta-ban a la vía) llegó corriendo hasta la cabeza deltren. Traía un pañuelo desplegado en la mano ygritaba a pleno pulmón;

“¡Alto el tren; que se han caído mis tresmulos!”

Corrí a los vagones que ocupaba la sextaCompañía. Aun encontré a por el camino a unlegionario que daba la nota cómica en medio deaquel desastre. Le cogió el descarrilamiento encierto lugar reservado; y corría por la vía lle-vando unida a su parte posterior la taza del re-trete, que se le había empotrado por el encon-tronazo. Luego se la rompieron con un pico.

Juanito Villarreal estaba ya en funciones.

¡A formar las Compañías!Los heridos en cadenavan pasando, poco a poco,

al auxilio de la Ciencia.La serenidad se impone,que somos hombres de guerra.

Cuando volví después de formar a mí com-pañía y establecer cuatro máquinas (así me lomandó Mayoral) en los extremos del descarrila-do tren, para evitar sorpresas, ya habían sacadoa Demetrio y me habló más tranquilo. Montojoestaba herido de alguna gravedad; menos gravesFernández-Villa, Plake (el subteniente alemánque habla en un susurro) y hasta treinta legiona-rios. Y habían muerto: Orrios, el subtenienteHolgado y el sargento de Ingenieros, jefe deltren, con cinco legionarios más.

El Pater (ratoncillo eclesiástico, como sie m-pre), corría de aquí allá, atendiendo a todo y atodos; lo mismo repartía absoluciones que ven-daba heridos. Y como rittornello (es un verdade-ro enamorado de la Legión) repetía a todo el quequisiera escucharle:

“Ha sido un descarrilamiento a modo;¡¡Verdaderamente legionario!!”

Y tan “legionario”. Si queréis cercioraros,pedid a Coloma que os enseñe las fotos que alamanecer obtuvo. Yo recordé cierta obra deRambal (espectáculo y misterio) que viera enmis mocedades; y decidí que Rambal era unartistazo imitando descarrilamientos.

Al hacerse de día pudimos pensar que allí nohabía pasado nada. El clarear nos sorprendiócon las compañías formadas, el material deametralladoras aparcado y los heridos evacua-dos ya a Alba, pueblecito inmediato. Prontollegaron los camiones y las órdenes del EstadoMayor.

“Que se apeen del tren inmediatamente yque sigan a Santa Eulalia”.

Así lo hicimos, quedando allí solamente losmuertos, que estaban apresados por astillas yhierros retorcidos. Los demás nos fuimos, can-tando como siempre.

Ya está despuntando el día,La madrugada alborea.Sigamos nuestro camino;la bandera marcha, y quedan,cual testigos silenciososde aquella noche lunera,un vagón que se hizo astillas,la panza de la calderay unos muertos que pasaronde ser actores de guerra,a ser polvo de la Historiay jirones de Bandera…

Comimos todos en Santa Eulalia y, despuésde saludar al general Ponte (que vino en personaa interesarse por la Bandera), seguimos paraBezas, adonde llegamos al anochecer, atrave-

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sando los montes Universales, tan misteriososmeses atrás.

* * *Bezas es un pueblecillo pobre y tristón, co-

mo todos los de aquella serranía. Pero mi insta-lación fué mucho más confortable, pues al fin yal cabo yo era (siquiera interinamente) el “capi-tán de ametralladoras”; y me instalé en uncuarto bajo de la Comandancia, compartiendocolchón, lujo innegable, con el maestro armero,que me había cogido un cariño entrañable yseguía mis pasos siempre.

Mi primer cuidado fué tranquilizar a mi fa-milia, porque suponía no faltaría quien les lleva-se la noticia de nuestro accidente. Por eso escri-bí a mi mujer y a mi madre; pero como el parteoficial no había dicho nada y temía la censura,las cartas parecían sendas tomaduras de pelo.

“Estoy muy satisfecho decían ha-ciendo de capitán de mi Compañía, pues Mon-tojo y Villa se han cortado un poco con unoscristales, y el pobre Demetrio también tropezó yse ha roto una pierna…”

Pero enseguida me olvidé del descarrila-miento, satisfecho de ser “capitán”. Además queel comandante Frutos me nombró nada más que“Gobernador militar de Bezas”; y con eso y elromance que compuse, y que tuvo un éxito entremis compañeros llegué a merecer el mote de“Alferecísimo”.

Dada mi calidad viví en el pueblo aquellosdías; y rodeado de mis enlaces y de mi nuevoasistente (Manuel Franco, de Torres de Bere-llén, ex asistente de Montojo, que “heredé”además de la Compañía, y un capote), me pa-seaba en visita de inspección por todas las posi-ciones, donde tenía repartidas las doce ametra-lladoras (nos habían dado cuatro más), levan-tando murmullos de admiración (o a mí me loparecía) entre la “Alferecía”.

Tres días más tarde hicimos desde nuestrasposiciones una demostración para distraer alenemigo, mientras otras fuerzas atacaban “ElPelao”; posición de gran importancia estratégicaque era el único obstáculo para establecer co-municación directa con Teruel por aquella parte.

Toda la mañana estuvimos gastando muni-ción en tonto, porque no se distrajeron los “ro-gelios”. Y claro la segunda Bandera fué la en-cargada de tomar “El Pelao”.

Por la noche me llamó el comandante; allá,en la posada del pueblo, estaba el propio Frutos,con Coloma, Mayoral, Rivera, Losada y yo.Tuve voz y voto en aquella reunión de “capita-nes” y quedamos de acuerdo sobre la operacióndel día siguiente.

Organicé mi parte bastante bien, aunque meesté mal él decirlo. Al amanecer ya tenía esta-blecidas las diez máquinas que tenía en servicioese día, en la posición de partida.

La posición roja, que veíamos con gemelos,parecía muy bien fortificada. Y para llegar a ellahabía que subir y bajar un par de veces porsendas colinillas. Antes de que comenzase atirar la artillería, ya marchaban en busca delenemigo las compañías de fusileros.

La operación estaba estupendamente planea-da (la dirigía Galera). La Bandera subiría “decara”, como siempre; el flanco derecho seríaguardado por los requetés de Pueyo, y por elinmenso llano que se extendía a la izquierda,como promesa de rápida comunicación conTeruel, desplegaron los escuadrones de Berriz.En cuanto a la artillería, el 7’7 estaba emplazadoen Bezas y dos piezas del 10’5 hacían fuegocruzado desde Campillo.

Mis máquinas abrieron un fuego que, enrealidad, sólo sirvió para “levantar la liebre”(dijo el comandante Frutos) y, a la hora de ha-berse lanzado las compañías de fusileros, decidíirme yo en su busca con la mitad de la mía.

Salí, pues, con cinco máquinas al hombro desus sirvientes. El cabezón de Marchena (Aqueldía los sargentos eran “oficiales” y yo capitán,teniente y alférez en una pieza), se empeñó enecharse a la derecha, siguiendo los pasos de losde Pueyo; y en el pecado llevó la penitencia.Una chorreada de proyectiles le obligó a se-guirme por la izquierda, sufriendo la única bajaque tuvo la compañía aquel día memorable.

Pasamos por las colinas que he nombradosin novedad, aunque estaban muy batidas, y unpar de horas más tarde encontré el grueso de laBandera; muy bien colocado y ya esperando elmomento para dar el salto definitivo.

“El Pelao” (“Rincón del Molinero” se lellamó en el parte oficial) era una posición mag-nífica; bien fortificada y colocada en el centrode una meseta, dejando espacio como de 60metros a todo su alrededor, llano como la palmade la mano, pelado, como indica su nombre, ybatidísimo, por lo tanto, por el fuego de losrojos.

Detrás, la pendiente brusca, en cuya mismí-sima cresta desplegaron los legionarios, comocazadores que otean la presa. Emplacé las cincomáquinas y se envió un enlace pidiendo artille-ría, pues las fortificaciones rojas estaban incó-lumes.

Sufrimos unas cuantas bajas en aquel ratointerminable de preparación. Los de 7’7 nopodían acercar, porque se exponían a darnos anosotros, y todos los tiros iban largos. Pero los

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de Campillo metieron varios pepinazos magnífi-cos.

Los rojos no se iban. No sólo no se iban sinoque los de Pueyo nos mandaron a decir quehabía subido una Compañía de refuerzo. Conesa, eran tres Compañías las que guarnecían “ElPelao”; debían estar como sardinas en banasta.

Hasta que “al capitán Coloma se le hincha-ron las narices”, en frase auténtica de un legio-nario, y decidió dar el asalto. Distribuyó toda lagente suya y la de Mayoral y Rivera, en la mis-ma cresta de la pendiente, y dijo:

“Cuando yo toque el pito adelante todo elmundo; las ametralladoras que tiren alto, elruido anima y desconcierta el enemigo”.

Y así se hizo. Coloma hizo sonar su pito(una indecente sirena infantil de 0’65), y todos,como un solo hombre, se lanzaron al espaciopeligroso gritando:

“¡¡¡Viva la Legión!!!”

Sólo un legionario cayó mortalmente herido,en el asalto. Oímos que los oficiales rojos grita-ban:

“¡¡Que nos copan!!”

Y tiraban las gorras de plato, su único dis-tintivo, como hacen siempre.

Los de mis ametralladoras no quisieron lle-gar tarde al requiso y entraron al asalto con losfusileros. Tanto que, Rubianes (el sargento, quepor tener toda la dentadura de oro, a consecuen-cia de un tiro, se limpia la boca con Sidol) learreó un puñetazo a u rojo que quedó en el pa-rapeto. Luego, el rojo y prisionero, juró y perju-ró que “aquel chichón” se lo habían hecho conuna bomba de mano.

Cogimos cuatro ametralladoras rusas; tone-ladas de munición, fusiles, prisioneros y muer-tos. Los tres capitanes daban voces para montarinmediatamente un servicio en previsión delcontraataque; pero los legionarios andaban muyatareados “requisando”. Yo contemplaba ext a-siado las nuevas ametralladoras, con las quecontaba surtir “mi” Compañía.

Muy deprisa debieron huir los bisinios, por-que a la media hora de ocupar nosotros la posi-ción, la artillería roja nos empezó a obsequiarcon un bombardeo que nos hizo varias bajas. Yodejé emplazadas tres máquinas, que juzguésuficientes para guarecer la posición, y di órde-nes para recoger y trasladar a retaguardia todolo sobrante. Palacios que acudió enseguida con“la pelota”, se llevó cuidadosamente ocultas(para hurtarlas al Servicio de Recuperación, yque me perdone el comandante Frutos esta re-velación de “acusica”), entre mantas y otrosobjetos inofensivos, las cuatro máquinas rusasde las que en el parte figuraron dos, que entre-

gamos, y las otras dos hacen un magnífico ser-vicio a la Bandera.

Yo, además de capitán, era furriel; tenía queocuparme de dar de comer a la gente. Y me fuíhacia Bezas para disponerlo todo, con los demorteros. Aun pude ver y “disfrutar” gran partedel bombardeo, y asistí al “nacimiento” de Lo-sada, que pasó unos minutos horribles, tumbadoen el suelo y bordado por explosiones del 12’40.

Volvimos a Bezas por la carretera que ha-bíamos dejado expedita, y encontré a Galera enel “cinturón de hierro”. Llamábamos así a unasimponentes fortificaciones que los rojos habíanconstruído mirando hacia Campillo, de cuyaparte temían el ataque; tanto que los prisionerosdecían:

“No hay derecho; nos matamos de traba-jar en las fortificaciones y nos entran por laespalda…¡”

Allí estaban Galera, como digo, con su ayu-dante el capitán Colomer y un comandante deEstado Mayor que había oído, sin duda, algo delas ametralladoras y que me registró el carro -mato (requisado en el campo), donde traía yomis morteros.

En la moto de la Bandera fuí a Bezas y arre-glé la comida. Y, como me apetecía seguirviendo la guerra, me volví con Galera, dándo-melas de capitán y atreviéndome a comentar conél la operación. Me utilizó como enlace y llevéun parte al capitán de Caballería.

Por la noche, los requetés nos relevaron enla posición y toda la Bandera se reunió en Be-zas, donde nos reímos lo indecible leyendo lacorrespondencia de los rojos, pues les cogimosel buzón, con toda la que aquel día habían reci-bido y pensaban remitir.

El comandante Frutos encontró una carta,que el capitán rojo le dirigía a su “compañera”.Decía, refiriéndose, sin duda, a pasadas opera-ciones:

“No sé como dices que no ha pasado na-da y has perdido hasta la funda de la pistola”.

Y otra de un miliciano a su familia:

“Estoy entrenándome, para llegar el pri-mero en la próxima retirada”.

Yo también escribí a mi familia. Sin darleimportancia a la operación, que me había pare-cido intrascendente.

“Hoy hemos tenido una chapucilla, queno sé si figurará en el parte”.

¡¡Ya lo creo que figuró!! En cualquier perió-dico de aquel día podéis verlo.

Y tuvimos la satisfacción de que el propioGeneralísimo nos felicitase en u expresivo tele-grama. Me acosaron todos, dándome bromas

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sobre “lo que yo llamaba chapucilla”. ¡Un casode Medalla Militar!

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VII FUENTES DE EBRO

Aun estuvimos en Bezas tres o cuatro días,sin más novedad digna de mención que una másque regular tronada, que hizo salirse de madre elrío Bezas y ahogó uno de mis mulos, arrastradopor la corriente.

Fuí con mi inseparable maestro armero, abuscar su cadáver; y lo encontré a la orilla delrío, en lugar cercano ya a la posición que ocu-paban los rojos cuando la “batalla de los cara-coles”. Y, además del mulo, encontramos uncarretillo de ametralladora y un baste especialpara el mismo. Fué inútil toda pesquisa para darcon la máquina.

Y el 24 de agosto nos despertaron más tem-prano de lo de costumbre. Llegó la orden demarcha con carácter urgente, antes de mediodíaestaba la Bandera embarcada. Pero como lasnoticias eran que íbamos a Zaragoza, no hay quedecir lo satisfechos que nos despedimos deaquel pueblo de tan pocos atractivos.

Fuimos en camiones a Teruel, donde ya nosesperaba el tren. Y empezamos a escamarnosante los apremios que llegaban de todas partes.

“Más deprisa, más deprisa, más depri-sa…”

Era la consigna repetida por teléfono a cadainstante. Realmente, eran muchas prisas parallevarnos a Zaragoza, meta codiciada en todaslas salidas de la bandera.

Pero en el tren renació el optimismo. Co-mentábamos el éxito; y la buena suerte, pues(cosa rara) no habíamos tenido que lamentar niuna baja entre los oficiales. Además, entrete-níamos el viaje con la lectura de un montón decartas de rojos y rojas, que yo llevaba a preven-ción.

En Calatayud hicimos una parada, por causade amenaza de la aviación roja; y el telégrafodel ferrocarril insistió:

“Más deprisa, más deprisa”.

Decididamente Zaragoza sentía nostalgia porsu Bandera. Eso, al menos, pensábamos noso-tros; y, cuando anochecido alcanzamos a ver elresplandor de la ciudad desde las ventanillas deltren, rompimos a cantar a pleno pulmón:

“No hay quien pueda,

No hay quien pueda

Con la segunda Bandera”.

Además, el tren entraba resoplando en laestación de Madrid, que es la más cercana anuestro cuartel. Marra propuso que nos fuéra-mos a cenar a “Salduba”.

Pero la cosa no estaba para cenas; en la esta-ción nos esperaba un señor grave, con un sobre

azul. Y mucha gente, que nos traía noticias; losrojos habían atacado por Zuera, siendo rechaza-dos después de un fuerte combate. Y en Fuentesde Ebro también andaba seria la cosa.

Y a Fuentes de Ebro seguimos, con todas lasluces apagadas. ¡Bah! En Fuentes tenía yo muybuenos amigos desde que estuve de miliciano deFalange; la señora Visita (la posadera) nos trata-ría bien. Y me quedé dormido.

Cuando me desperté nos apeamos en la esta-ción de Fuentes. Estaba la noche oscurísima ynos mandaron observar el más absoluto silencio.Por el camino, tan conocido para mí, llegamosal pueblo.

También allí reinaban las tinieblas. En lacomandancia militar estaban Galera y Ponte (elcomandante de Asalto), entre otros jefes. Tam-bién había llegado Fernández-Villa y Portolés,escapados de sus respectivos hospitales, ante lasnoticias que había, y de las que nosotros noíbamos enterando poco a poco.

Fernández-Villa se hizo cargo de la Comp a-ñía, y yo de una sección. Una sección a la quecorrespondió agregarse a la cuarta Compañía,que mandaba Pascual.

Salimos inmediatamente a relevar a unaCompañía de Asalto, en la paridera que se alza-ba (se “alzaba” hasta ese día) en la salida delpueblo.

Pude pensar, parodiando a Jorge Manrique:

“Aquellas posiciones del año pasado;¿qué se hicieron?”

Pero decidí que sería más práctico preparar-se por si el día siguiente nos traía alguna nove-dad. Y, después de emplazar las máquinas, enmedio de un silencio sepulcral y a tientas en laoscuridad, me envolví en mis mantas y dormí.

* * *Me despertaron dos cosas: el sol y los tan-

ques. Todavía no había acabado de desenvol-verme de entre las mantas, cuando ya sonaban,antipatiquísimos, los cañones de los carros ru-sos.

“Sssh… pum, sssh…, sssh… pum”.

“¡Ya vienen, ya vienen!” oí gritar.

Y corrimos Pascual y yo a organizar la re-sistencia. El ataque empezaba bien de veras. Ungrupo de baterías del 12’40, emplazadas en unbarranco a menos de tres mil metros de Fuentes,empezó a vomitar metralla. Y menos mal queapuntaban al pueblo.

No tuve tiempo de darme cuenta de más. Nohabía pasado un cuarto de hora cuando misametralladoras (objetivo principal de los carros)estaban enterradas. Sus sirvientes yacían muer-tos o habían sido evacuados en las camillas.

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Uno sólo se me presentó, poniéndose a misórdenes; el acemilero que corría parar el trencuando descarrilamos. García se llama; buenmuchacho.

La posición que ocupábamos era una cari-catura de colina. Con remedo de barrancos de-senfilados y bocetos de parapeto. Allá, detrás dealgunos montones de piedras, con los pies meti-dos en arañazos de trincheras, resistían los le-gionarios.

Y cuando jugándose el tipo, nos asomába-mos a observar, veíamos en el llano hasta trececarros rusos (unos de oruga y otros de ruedas)que, con su andar torpe, se acercaban, se acer-caban…

La artillería roja seguía machacando el pue-blo concienzudamente; aquel día no quedó sinagujerear más que una casa de Fuentes. Pascual,en vista de que mi mando había quedado redu-cido a un acemilero, me envió al pueblo a porrefuerzos.

“Explica bien lo que pasa” me dijo.

Y allá fui, jugándome la vida cien veces,pues la carretera, hasta el pueblo, estaba batidí-sima por fusilería y también por otras bateríasque empezaban a corregir el fuego hacia aquellaparte.

En la calle principal de Fuentes ir y venirincesante de mulos, municiones y heridostropecé al comandante Frutos y le puse en ante-cedentes, insistiendo sobre la petición de refuer-zos.

“¡Cómo no los pinte…!” me repuso tran-quilamente.

Luego supe que en aquellas horas la comu-nicación con Zaragoza estaba cortada. Municiónsí; la que quisiera tenía a mi disposición, graciasa repuestillo de la Bandera, que estaba intactocomo siempre. Pedí a Palacios que subiera unascuantas cajas y corrí a ver si conseguía reunir aalgunos legionarios que me ayudasen a desente-rrar las máquinas.

* * *Los rojos habían desencadenado una ofensi-

va que pasará a la Historia. Atacaban a la vezpor Quinto, Codo, Belchite y por Zuera. EnZuera, valiéndose de la sorpresa y aprovechandoel desguarnecido barranco de la Violada (acor-daos de Santa Quiteria) se colaron bonitamente.Pero les salió la criada respondona y se les copóun batallón o dos. Quinto cayó en su poder creoque el mismo día 25 y Belchite días más tarde,después de una resistencia que deja en mantillasa Numancia y otros Sitios acreditados.

Pero en fin. Esto pertenece ya a los partesoficiales y a la Historia de España; no al libro deun vulgar espectador.

De Quinto vinieron a Fuentes; contaban en-trar en esta villa el mismo día 24. Pero los deAsalto les cortaron las alas. Y aguantaron heroi-camente, hasta que fuimos a ayudarles. Vinieronmuchas fuerzas, traídas, según creo, del frentede Madrid. Por eso, aquí empieza ya una fasedel libro en la actuación de mi Bandera se esfu-ma un poco entre la de todas las fuerzas deprestigio que vinieron a Aragón; ya no éramossolos en estos frentes, favorecidos por tantagente que “venía de Brunete”.

Pero en Fuentes, el día 25, estábamos: Gale-ra y su Me-hal-la, nosotros, los de Asalto. Losde siempre.

* * *Al mediodía había conseguido unos cuantos

hombres y una ametralladora. Una de la quecogimos en el “Pelao” y que tiraba maravillo-samente, servida por el ex acemilero “que detu-vo el tren”. También apareció Rubianes con suáurea sonrisa y consiguió desenterrar otra de lasantiguas.

Pascual estaba herido de un rasponazo en lacabeza, y por eso me mando el comandante queayudara a Fernández-Villa, que se hizo cargo dela cuarta Compañía. Como Cruz (único oficialde la Cuarta en aquel momento) tenía demasia-do quehacer con atender a su posición, a laizquierda de la paridera, Fernández y yo deci-dimos que mandaríamos las dos compañía al“alimón”.

Así fué; y hasta jefes de sector fuimos algu-nos ratos en aquellos días memorables, en queluchamos todos juntos para salvar Fuentes, ycon Fuentes, Zaragoza.

Habían traído picos y palas; y por la cuentaque nos traía a todos se picó de firme. Aquellascuatro piedras del primer momento se fueronconvirtiendo, poco a poco, en una posiciónmedianamente organizada, con parapetos, cami-nos cubiertos, chabolas, depósito de munición yhasta un refugio contra aviación.

* * *Aquellos días han pasado por mi imagina-

ción como las escenas de un film. Y por eso noes extraño que trabuque muchos sucesos (puesno tengo a la vista ningún recordatorio, y escri-bo todo fiado a mi débil memoria) y los baraje,en un orden distinto a como en realidad ocurrie-ron.

Fueron unos días de oleaje emocional. Delpeligro extremo a la calma más absoluta, enpocas horas. De bromas sin cuento, mezcladas

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con el inmenso dolor de tantos y tantos herma-nos sacrificados a la furia del enemigo. Dondese confunde el recuerdo de unos ataques en quelos oficiales nos emborrachábamos tirando “la-ffites”, con la remembranza de aquel banqueteque le dimos a Galera, en la posada de la señoraVisita, cosida de cañonazos.

El pueblo de Fuentes padeció mucho; ya dijeque no quedó más que un edificio sin marcarpor la artillería. También la Iglesia parroquialsufrió, pues aquellos canallas la bombardearontodos los días festivos, a la hora en que supo-nían que estaríamos en misa; el celo previsor delbuen párroco, que decía misa en el hospital (conlas Sagradas Vestiduras sobre un mono caqui demiliciano) evitó muchas bajas. Aquel hospital, aratos lleno de gemidos y sangre (ocasión hubode tener en su seno cincuenta muertos y uncentenar de heridos) cuando todo quedaba encalma, evacuadas las bajas, era un casinillo,donde se jugaba al parchesi y se bebía cerveza.

Los oficiales subalternos íbamos y veníamosde las posiciones al pueblo en los ratos de ocio.No debíamos hacerlo, porque los rojos no teníanhora fija para desencadenar sus fortísimos ata-ques, pero a mí por lo menos, me acompañó lasuerte como siempre, y estuve en los parapetossiempre que había “hule” y aun me sobraronmuchas horas para tertuliear con el Pater y con“Baena” el médico de la Me-hal-la, que cree quesabe el árabe y no se le entiende ni en castella-no.

* * *La tarde del día 25 atacaron de recio otra

vez; venían los tanques (creo que fueron 27)vomitando cañonazos sin cesar. Los camillerosno daban abasto para retirar tantas bajas. Veníany llegaron hasta unos cinco metros del parapeto.

Los rusos del alto mando rojo habían ideadouna estratagema; dentro de cada tanque veníantres o cuatro milicianos provistos de abundantesbombas de mano. Su misión era salir cuando eltanque estuviese en nuestras líneas y lanzar lasbombas. Aquello, sin duda, originaría una con-fusión horrible en nuestras filas y huiríamos,dejando el campo libre a los milicianos que seveían en la lejanía, siguiendo el tardo andar delos carros.

Pero no fué así; al carro que se llegó a miposición le sacudió un cabo con una botella delíquido inflamable, cuando ya las cadenas pis a-ban los sacos terreros. Ardió como una bengala,y ardiendo huyó a toda prisa hasta quedar en elcampo de nadie. Creo que todavía ofrece allí sumole al espectador que quiera asomarse. Los“asaltantes” (tres), a la primera llamarada abrie-ron la puerta intentando huir y murieron en el

acto, a la explosión de una bomba, que luegosupe había lanzado yo.

Más tarde recogimos la documentación deuno de ellos; era un hombre de mi edad, casadocomo yo, padre como yo. Llevaba en la carterauna foto de una niña hija suya. La guardé: aquelhombre que murió a mis manos era un obligado,sin duda. Y por obligado lo habían embarcadoen aquella dificilísima aventura, mientras susverdugos rusos daban latigazos en segundalínea.

También apareció un perro; un gozquecillonegro, con una hoz y un martillo, dibujados atijeretazos en su lustroso pelo. Lamía mis manoscuando lo até con una cuerda de esparto. Cuan-do terminó el ataque envié un enlace al CoronelGalera, con la documentación de los muertos yel perrillo, con una nota que decía:

“Adjunto remito a V.S. un individuo pa-sado del campo enemigo. Interrogado solo con-testa guau, guau, por lo que creo que pertenece aBrigadas internacionales…”

El enlace volvió con el perro y un duro depropina.

* * *Juanito Allanegui demostró aquellos días

que era un jabato. A su posición fueron mástanques que a ninguna. Y su posición era la máspeligrosa, porque estaba en la inmediación deun olivar, por donde podía aparecer la infanteríaroja en cualquier momento sin ser vista.

Pero cuando le se le echaron encima cuatrotanques, Juanito no lo dudó. Y en vez de espe-rarlos salió a por ellos. Él a la cabeza y animan-do a sus gentes. Tenía en la posición legiona-rios, moros y soldados. Y había que oírle gritar:

“Hala, morito estar valiente; mucho cogertanque morito”.

“¡A mí la Legión! ¡Viva el Ejército!”

Así animaba a todos a seguir su ejemplo. Yse cargaron a todos los tanques que iban a tomarsu posición. Y es que eso del revoltijo de fuer-zas mezcladas y la dificultad de dirigirlas nospasaba a todos. Recuerdo que, un día de aque-llos, me empeñé en dar órdenes a unos morazosen inglés; me entendían mucho menos que a“Baena”. Yo creo que es la costumbre de verpelículas americanas lo que me impulsó a usarese idioma, desconocido para ellos. Y para mí;hay que decirlo todo.

* * *Creo que fué el día 27 cuando ocurrió un

echo que ya conocéis todos, pues fué objeto decomentario de muchos cronistas de guerra. Lahazaña de dos acemileros de mi Compañía.

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Pero en las crónicas periodísticas se dijosimplemente que eran “gente legionaria”. Yoquiero daros más detalle y deciros que se llaman(aun viven) Elías Pola y Pascual Irache; legiona-rios de la sexta Compañía de la segunda Bande-ra, dirían ellos al presentarse.

Estaban en las máquinas de Rubianes; en-tonces eran acemileros a secas y sólo servían(oficialmente) para menesteres bajos, de acarreode municiones. Ahora demostrada su capacidadartillera, los he destinado a servir un morterillode 45 milímetros que tenemos en la compañía.

Mal andaba la cosa aquel día. Los tanquesvenían tirando a dar y la tomaron con un anti-tanque que teníamos en nuestra posición. Altercer disparo, hicieron blanco. Y pude ver co-mo le destrozaban el escudo y el aparto de pun-tería, matando a dos de sus sirvientes y estro-peando al tercero.

Elías y Pascual, que subían a la máquina deRubianes con unas cajas de cartuchos, no nece-sitaron orden de nadie; dejaron la carga y selanzaron al abandonado antitanque.

Unos segundos hurgaron, infructuosamente,todas las ruedas y tornillos del mecanismo, tandesconocido para ellos como una caldera mari-na. Al fin, lo inesperado. El cañón que dispara;y allá van mis acemileros por el aire, por obra ygracia del culatazo que no esperaban. Pero sepusieron en pie y miraron.

“¡Si le himos arreao!”

“¡Qué sabemos, qué sabemos!”

Corroborando sus gritos jubilosos el tanqueardía. Y volvieron al arma; pero ya como técni-cos que no fían todo a la casualidad. Uno deellos hacía la puntería, mirando por el ánima delcañón; el otro cargaba y disparaba.

Hasta tres tanques inutilizaron. Y, cuando enun claro del combate me acerqué a felicitarles ybromear con ellos, hicieron cinco o seis disparosen mi honor. Elías preguntaba ingenuo:

“¿Nos lo dejaran pa nusotros, mi alfé-rez…?”

* * *Por tres o cuatro veces el ataque nocturno al

que tan aficionados parecen los rojillos. Losescuchas advertían el inevitable susurro delenemigo.

“Todo el mundo a su puesto; no tirar untiro hasta que estén encima …”

Y en la oscurísima noche esperábamos elprimer bombazo enemigo para abrir nuestrofuego. Luego, bombas, muchísimas bombas;parecían fuegos artificiales. La primera vez queesto ocurrió fué cuando Fernández-Villa y yomandábamos al “alimón”. Teníamos en la posi-

ción, ayudándonos, a unos ochenta artilleros apie y dieciocho guardias de Asalto con DelBarrio, su alférez.

Nos hinchamos de tirar bombas de mano.Pum, pum, pum, pum, pum……

Llegó el capitán (hoy comandante) Simavi-lla.

“¿Qué pasa; a que se debe este derrochede bombas?” preguntaba.

Como si no supiera que los rojos estaban ennuestras mismas narices, tirándonos bombas.Pero quería mantener nuestro espíritu. Y mentía.

“¡Si no viene nadie!”

“¡Si esto es una vergüenza!”

Pero nos dejaba hacer. Y a la madrugada pa-recía no dar importancia a los veinticinco otreinta cadáveres rojos, que pardeaban al solcomo mudos testigos de que alguien vino.

El ataque nocturno con atacantes moros esun éxito. Sirvió, por lo menos, para entrena-miento de los artilleros que hasta aquel día nohabían oído un tiro. Pero aprendieron pronto;recuerdo que aquella noche (una de las noches)un quinto de esos me decía orgulloso, mostrán-dome el mosquetón:

“Mire mi alférez, se me ha reventao de ti-rar…”

* * *Luego, llegó el capitán Rivera, que estuvo

malo unos días, y se hizo cargo de su compañía.A mí me mandó entonces el comandante a queme encargase de las cuatro máquinas del sectorde la izquierda de la carretera. El puesto demando era la casilla de los camineros; allí esta-ban Mayoral, que mandaba “su catorce”, y Ro-mero, capitán de la Me-hal-la de Melilla, her-mano del capitán de la otra Me-hal-la.

Ya no tenía color la cosa cuando yo llegué.Sólo una tarde sufrimos un ataque por el llano, abase de caballería, argelina o lo que fuese. Me-jor dicho; sufrieron ellos, porque al verlos venir(advertimos su polvareda a varios kilómetros)nuestra artillería les batió maravillosamente ytuvieron que volver grupas, dejándose variosmuertos en la vega y unos cuantos caballos, quepasaron a nuestro poder. Cuando vuelva la Ban-dera a Zaragoza podréis ver a Juanito Villarreal,jinete en alguno de ellos, paseando.

En vista de la inactividad guerrera, volvimosa las ocupaciones inocentes y poéticas; y, comoen la sierra de Alcubierre, compusimos bellaspoesías. Recuerdo estas aleluyas:

Y no me pases por altoa nuestros guardias de Asalto.Llevan los de la Me-hal-la

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gorros verdes de gran galay el que se las da de pillova camuflao de ladrillo.Los bravos aviadoresusan monos mejores.Los que a las niñas camelansuelen ser los que no vuelan.A los del Tren Automóvilháblales con sello móvil.Total que lo único que pera.Es la SEGUNDA BANDERA.

Ingenuo desahogo criticante, que corrió portodas las fuerzas hermanas sin levantar protes-tas.

También nos dimos a la cocina. Y una tarde,para obsequiar a Juanito Allanegui y a Portolés(el pequeño sargento de artillería a pie) quevenía a hacernos compañía, les elaboré a brazounas migas, procedentes de un chusco, fritas consebo y adobadas con coñac. Se chuparon losdedos.

* * *Coloma es un chiquillo. Por su edad y por su

manera de ser.

Una tarde, en la casilla de los camineros,ocurrió algo que os convencerá. Venía la avia-ción roja, aprovechando la ausencia de la nues-tra, que se hallaba ocupada en otras rutas. Losvelocísimos “ratas” pasaban y traspasaban sobrenuestras cabezas, bajísimos; dando a entenderque conocían la carencia de antiaéreos pornuestra parte.

Menos mal que no ametrallaban. Y, resguar-dados en algún accidente del terreno, contem-plábamos tranquilos sus evoluciones.

Coloma no podía contenerse. Arrebató elmosquetón a un legionario cercano y lo cargónervioso. Cuando un “rata” pasó veloz sobrenuestras mismísimas cabezas, apuntó cuidadosoe hizo fuego.

Y saliendo de su escondite gritaba alboroza-do:

“¡Va echando humo!”

Hasta que alguien, poco respetuoso con suentusiasmo, le atajó:

“Es que fuma el piloto, mi capitán”.

Coloma se puso colorado, como un chiquillotravieso.

* * *Una tarde llegó la orden de relevo. Prepara-

mos todo y anochecido vino la trece Bandera aocupar nuestras posiciones. A mí me relevó unsargento, presuntuoso porque se puede; mientrasrelevábamos, deseoso de algo de lo que pasaba

en otros frentes, le pregunté de donde venia. Yme repuso:

“¿Ha oído V. hablar de Brunete? Pues deallá vengo, nada más”

Cuando se lo conté a Mayoral, puso un co-mentario mordaz. Desde entonces en la segundaBandera es corriente la frase despectiva:

“Este padece brunetitis …”

Esta pequeña rivalidad entre Banderas de laheroica Legión, es algo consustancial con elCuerpo mismo. Tal vez lo inventó Millán As-tray para conseguir una noble emulación.

* * *Montamos en los camiones cantando, como

siempre. Las conjeturas eran agradables; habíamucha fuerza en Aragón y nosotros bien mere-cíamos un descanso.

Un descanso y un refuerzo; porque a la chitacallando, en Fuentes sufrimos más de trescientasbajas en la tropa. Y de oficiales quedaban cuatroy el de la guitarra, según el Pater, que en ausen-cia de Losada, que se había ido al curso de te-nientes, se había constituido en ayudante y esta-ba en sus glorias.

Pero nuestras ilusiones fallaron una vez más.A las diez de la noche estábamos en la estaciónde Utrillas, y en un tren especial fuimos a Val-descalera. Llegamos ya de día.

Menos mal que nuestra misión era, simple-mente, reforzar las posiciones ya establecidas yguarnecidas por mucha gente, aunque bisoña, escierto.

Nos instalamos en un barranquillo desenfi-lado, centro del sector; y a las pocas horasaquello se había convertido en un pueblecillolegionario, cuajado de chabolas, que construi-mos en pocas horas ante el asombro de los cana-rios y gallegos que guarnecían aquello. Suasombro subió de punto al observar que a lanoche todos los legionarios, que habían vistollegar en mangas de camisa, tenían mantas ycazadoras, mientras que muchos de ellos care-cían de las mismas prendas. ¡Extraña coinciden-cia!

Estuvimos en Valdescalera quince días. Tu-vimos que intervenir seis o siete veces en queatacaron los rojos, y fueron rechazados sin granesfuerzo. El resto del tiempo se pasó en diver-siones más o menos inocentes. En la caseta delapeadero se jugaba al poker y al bacarrat; peroeran partidas de puntos fuertes (de capitanespara arriba) y el Pater y yo discurrimos dedicar-nos a ferroviarios de vía estrecha (nunca mejorempleada la frase) y en una “batea” o vagonetanos fuimos aprovechando la cuesta abajo hastacerca de Zaragoza, adonde ¡ay! no nos podía-mos llegar. Luego subimos a remolque del tren

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ascendente. ¡Ilusiones de niñez que se hicieronrealidad en la guerra! Porque gracias a nuestracalidad de oficiales, conseguíamos que los tre-nes ascendentes nos dejaran vía libre.

* * *El único aspecto guerrero de aquellos días

grises fué un ataque rojo que rechazamos. Almediodía nos avisaron de la posición el carnice-ro que se veían grandes concentraciones enemi-gas. Hacia allí fué Coloma con su Compañía; yRivera, con la suya y mi sección de máquinas,fué enviado a cubrir el flanco derecho. Gracias aesta circunstancia pude ver sin peligro (¡por unavez en mi vida!), una operación guerrera.

Cuando llegamos a nuestra posición ya ata-caban los rojos el “Carnicero”, que se distinguíaperfectamente a nuestra izquierda. Tres o cuatrobaterías concentraban sus fuegos sobre aquelparapeto, y por los cabezos que forman montañarusa, tras de tan importante posición, se desliza-ban, como una fila de hormigas, los rojos.

Arriba, en el “Carnicero”, aguantaban elchaparrón de granadas los soldaditos bisoñosdel Batallón 105, reforzados por la sección deAllanegui. A retaguardia, la quinta Compañíaestaba a la expectativa. Nosotros veíamos, sinintervenir.

No teníamos medios para avisarles del avan-ce de los “rogelios”; y aunque emplacé unamáquina para entorpecer su avance, era tanlargo el tiro que no conseguí nada. Culebreó laringle de milicianos y, al fin, quedaron amaga-dos en un barranquete, muy próximo ya a suobjetivo. Al mismo tiempo cesó la artillería. Noestaba mal planteada la cosa.

En estas, roncaron motores de aviación yaparecieron nuestros “bueyes”. Tras de losmontes, cuya posesión nos jugábamos en aquelmomento, se desplegaba, rojizo, el llano deBelchite. Sobre él en una carretera, se alineabauna enorme teoría de camiones, que por la dis-tancia no podíamos apreciar si estaban cargadoso vacíos.

Todo quedó en el silencio más absoluto, antela amenaza del bombardeo. Y por cierto que,aparte de sus resultados, es el bombardeo másespectacular que yo recuerde; escuadrilla porescuadrilla, fueron soltando sus bombas en untrágico riego continuo de muerte y fuego. Loslatigazos de las bombas de 250 kilos sacudían latierra en varios kilómetros a la redonda.

Cuando se apagó el roncar de los motores ylos “bueyes” se perdieron en el horizonte, que-daba como recuerdo un nubarrón, más negroque de la peor granizada, y que mucho rato flotóen el aire tranquilo, ofreciendo un espectáculoque sentí no fotografiar.

Pero teníamos cosas más interesantes quever. De los rojos se destacó un hombre que,brazos en alto (lo veíamos con gemelos), sedirigió resueltamente hacia el “Carnicero”. Apoco, otro imitó su ejemplo; nosotros comentá-bamos:

“¡Se pasan, se pasan! ¡Viva España!”

Pero Rivera, que sabe manera (por algo llevamás de treinta años de servicio) no estaba tran-quilo.

“Algo traman, Cavero; verá usted…”

Y tenía razón. Al cuarto que llegó al para-peto, como si fuese la señal convenida se lanza-ron todos al asalto, tirando bombas si Dios teníaqué. Pero es igual porque Juanito Allanegui seportó tan bien como siempre, animando a losbisoños, que dieron más juego del que esperá-bamos; y Coloma esta cerca por sí las moscas.Huyeron los rojos apresuradamente, y comoRivera estaba seguro de que aprovecharían lasprimeras sombras para largarse, nos volvimos aValdescalera.

Allí nos esperaba la mala noticia; Juanitohabía caído, muerto por la traición roja. Dios lotenga en su gloria; era demasiado valiente.

* * *Luego, estuve destacado en el propio “Car-

nicero” durante tres días. Tres días sin novedad,que se deslizaron agradables en compañía delcapitán Castán (que mandaba un batallón). Y deSilvestre Ripollés, el polifacético médico, quepor última vez había visto en Fuentes el añopasado, y que me hizo reír de ganas.

Una mañana, el relevo. Y la enorme satis-facción de irnos a Zaragoza. Montamos en lasbateas del tren minero, y durante aquel viaje secantó más y más fuerte que nunca:

“No hay quien pueda,no hay quien puedacon la segunda Bandera”.

¡Ya se distinguía a lo lejos el caserío zarago-zano! ¡Ahora sí que nadie nos quitaba un mes dedescanso! Marra (que hacía el bajo en nuestrocoro) tronó su vozarrón:

“Cómo aparezca hoy el del sobre azul lepego un tiro ¡palabra!”

Pero no se lo pegó. Apareció el del sobreazul; nos esperaban camiones y sólo nos detu-vimos en Zaragoza para comer aprisa y corrien-do. Por la tarde rodábamos; y aquella nochedormimos en Cartirana, pueblecito cerca deSabiñánigo.

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VIII SABIÑÁNIGO

Mejor dicho, durmieron; porque el maestroarmero y yo usufructuamos un colchón bastanteconfortable, pero la compañía de una vaca, quecon sus mugidos, nos robó parte del sueño.

Tanto, que a la mañana siguiente, cuando elPater nos preguntó que tal habíamos dormido(se había echado encima el trabajo de aposenta-dor) le respondimos:

“Muuuuu…”

A dúo e imitando las inflexiones del tonovacuno.

Desayunamos alegremente y, sobre las nue-ve, nos pusimos en movimiento. También poraquella zona pirenaica se dejaba sentir la ofen-siva roja. Y el valle de Tena estaba un poquilloamenazado. No sólo el valle (que habían reba-sado los “rogelios”), sino lo Pueyos de Larrés,desde donde podrían descolgarse sobre el propioLarrés, para amenazar Sabiñánigo.

A Larrés fuimos. Allí estaba Galera (¿cómose las arreglará ese señor para estar siempre tanbien afeitado?), pulcro, serio y simpático comosiempre. Sus morazos ya estaban monte arriba“a ver que pasaba” y nosotros los seguimos enpenosísimo ascenso. Entretenía la subida con laconversación de Franco y de los camillerosManzano (dos primos hermanos, extremeñosenrolados en la Legión por afición y patriotis -mo), pero aun así pude percatarme de lo durísi-mo que resultaba.

Galera y el comandante Frutos nos alcanza-ron y dejaron detrás, jinetes de sendos caballos.Cuando les saludé, el comandante decía:

“ Hay que ver qué caña; sólo para subirde turista se cansa uno”

Por eso fué un acierto que los de la Me-hal-la subieran por delante, porque cada uno lo hizopor su lado, escondiéndose como ellos saben. Ycazaron a los desprevenidos “rogelios”. Mefiguré su júbilo al encontrarse con “internacio-nales. Porque habéis de saber que los extranje-ros son su presa favorita. Y suelen decirles acomprobar su extranjerismo:

“Marrano; ¡tú estar, bisinio doble!”

Muchos “bisinios dobles” quedaron tendidosen los Pueyos de Larrés. Por la noche se fueronlos moros para abajo, y quedó la Bandera (no sési se podrá llamar Bandera a tan poca gente)cubriendo todos aquellos montazos imponentes.Los planos del Estado Mayor (que por mi cali-dad de capitán, consultaba) aseguraban queestábamos a 1.600 metros sobre el nivel del maren Alicante.

Por cierto que Franco mostró su asombro aldecírselo en paternal comentario. Y no le extra-ñó la altitud, sino que se fijase sobre el nivel enAlicante, siendo Alicante de los rojos.

* * *En los Pueyos de Larrés estuvimos una se-

mana. En el monte más alto que tiene un nom-bre poco vulgar, que no puedo, recordar en estemomento, instaló el comandante Frutos supuesto de mando. Como primera providenciaallanaron un pequeño espacio que, con unascajas de municiones a modo de asiento y unalegre fuego en medio, servía para mitigar elfrío que ya se dejaba sentir por aquellas alturas.

Yo seguía de “capitán de ametralladoras”, ypor eso me quedé con la Plana Mayor, pues misdoce máquinas estaban repartidas por todosaquellos picachos, en posiciones inverosímiles,adonde llegaba con la lengua fuera, cuandorodeado de mis enlaces y acompañado de Fran-co (fiel muchacho), iba a recorrerlas por lasmañanas.

Pronto se levantó, al lado del casinillo, unachabola para el comandante. Al lado hicieronotra para el Pater y los médicos; y los cuatrosoldados de Transmisiones que nos seguían atodas partes, desarrollando hilo sin cesar, hicie-ron la suya. Los enlaces y los sirvientes de lastres máquinas que constituían la única guarni-ción del puesto de mando les imitaron; las pesa-das botas legionarias abrieron ruta, de chabolaen chabola, maltratando las plantas de boj, ypronto fué aquello una aldea militar como tantasotras.

Yo disfruté del mejor alojamiento. Teníanlos rojos un par de piezas de montaña al otrolado del valle que nos cañoneaban a menudo. Yel comandante me encargó de la construcción deun refugio. Gracias a eso, me facilitaron maderay sacos; y refugio no; pero hice una chabolamagnífica, con paredes de sacos y tejado im-permeable. También acredité mis dotes de deco-rador. Allanamos el suelo, dejando un estradopara que durmiera yo; la doté de una magníficachimenea con tubo y todo, y una lata de caja demunición se convirtió en depósito del “aguacorriente” de aquel palacio.

Fuera de estos quehaceres, que podemosllamar domésticos, no hubo nada digno de men-ción a no ser un ataque idiota de los rojos, quepretendieron reconquistar el Pueyo de nuestraderecha, defendido por falangistas. Los rechaza-ron a bombazos (donde esté la Legión hay bom-bas en abundancia) y se recogió el cadáver deun jefecillo rojo; nada menos que el “Delegadodel Gobierno Republicano en Barbastro”, segúnrezaba su documentación. Traía un croquis, apluma, de todo el valle de Tena, especificando

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la situación de nuestras fuerzas; y, como detallecurioso, recuerdo que señalaba muy en particu-lar las posiciones ocupadas por los esquiadores,a quienes apodaba el remoquete de “señoritosfacciosos”.

* * *Otra aventurilla me proporcionó el Pater

que, como todos, se aburría en la forzosa inacti-vidad.

Me propuso bajar una noche al pueblecillode Escuer, que dormía abandonado en la faldade la montaña que ocupábamos, en tentadorapromesa de gloria y aventuras. Aquella tardeorganizamos la expedición.

La componíamos: Cuenca, mi enlace; “Re-galitos”, enlace de la Plana Mayor; el maestroarmero, el Pater y yo. Avisamos a los centinelasde la descomunal hazaña que teníamos entremanos y, al anochecer, sin decírselo al coman-dante, comenzamos la marcha, pinar abajo.

Íbamos bien provistos. Los enlaces y elmaestro con mosquetones; el Pater con su re-volver niquelado, temblando ligeramente en lamano derecha, y yo con mi magnífica “Astra”.Además, cuatro “laffittes” cada uno. Por si lasmoscas, que ya otra noche bajaron unos de laQuinta y se tropezaron con una patrulla de “ro-gelios”, teniendo que batirse en retirada.

Llegamos al límite de los pinos cuando ya lanoche se echaba encima. El Pater se detuvo ymaduró un plan de operaciones. Quería quecada uno fuese por su lado y que, caso de fraca-sar nuestro empeño (llegó a creer que aquelloera una operación), nos reuniésemos en aquelsitio para tomar ulteriores acuerdos. Le hicimosver que la separación era peligrosa, e imposiblela reunión, de noche y en lugar desconocido, y,aunque a regañadientes, consintió en fuésemostodos juntos.

Así lo hicimos y entramos en el pueblo, enactitud muy parecida a la de los bandidos deopereta.

Quiso la suerte que no hubiera nadie; solouna gallina denunció su existencia en impru-dente canto. Cuenca y “Regalitos” desaparecie-ron por un portal, se alborotó el pueblo ante laprotesta de las aves y un minuto después tenía-mos en nuestro poder tres gallinas. Les retorcí elpescuezo concienzudamente y me puse a vigilar,mientras mis compañeros buscaban nueva presa;pero hube de abandonar la vigilancia porque lasaves, por arte de magia, recobraron la vida ycorrieron calle abajo. Las acorralé en una esqui-na llena de ortigas y, a costa de algún picor, mehice con ellas; esta vez no me contenté conretorcerles el pescuezo sino que les separé la

cabeza del tronco, o como se llame el cuello delas gallinas.

No pudimos dar con más caza; y como eltiempo pasaba y el comandante podía echarnosde menos, iniciamos la retirada, sin dejar siquie-ra un cartel o hito, que recordase las generacio-nes venideras escuerienses nuestra hazaña.

La subida pudo costarnos un bombazo, puesguiados por el Pater, fuimos a para cerca deunos centinelas que no nos esperaban; y trope-zamos con una alambrada desconocida. Pero,gracias a Dios, no hubo novedad en la búsquedadel tesoro (tesoro eran tres gallinas en aquellaslatitudes).

El comandante nos había echado de menos,porque acaba de llegar el relevo; y se disponía aecharnos un broncazo, pero se contuvo con lavista del botín. Cada uno acudió a su obligacióny a la madrugada nos despedíamos de los Pue-yos de Larrés, precioso paisaje pirenaico, que osrecomiendo para la peregrinación patrióticapostguerra.

* * *Pero tampoco aquel relevo significó descan-

so, sino que, después de media hora de paradaen Larrés, que aprovechamos para comer ca-liente, que buena falta nos hacía, emprendimosla marcha para Senegüé. También por allá ha-bían atacado los rojos, poniendo en graveaprieto a la guarnición de Asín. Aquella vez nohubo “paridera”, y todo se redujo a subir otraimponente montaña (tardé más de tres horas enacarrear por un barranco apocalíptico mi sec-ción de máquinas), emplazar las ametralladoras,iniciar el despliegue y largarnos ya cumplidanuestra misión.

Hicimos noche en Senegüé y al otro día sa-limos para Sabiñánigo. He dicho antes mi sec-ción de máquinas y no mí Compañía, y es quetenía un capitán nuevo. El capitán Paredes,bellísima persona, que se había incorporado alsalir de Valdescalera. También eran nuevos losalféreces Allanegui (primo del pobre Juanito yque tuvo el empeño en sustituirle en la Catorce)Capillas, Samperdro y Morales, que se habíaincorporado hacía algún tiempo, pero habíaestado enfermo. El barrio de la estación de Sa-biñánigo tiene algo de pueblo del Oeste nortea-mericano, con su calle única, ancha y recta; ysus edificios modernos sin pretensiones. Prontoechamos de ver que también había camas conmullidos colchones, de los que tan necesitadosandaban nuestros baqueteados cuerpos, quellevaban ya tres meses sin disfrutar de ese lujo.Echandía, el cocinero, con todos sus ayudantes,se incautó de una magnífica cocina, y todo hacíapresumir que íbamos a pasar unos días agrada-bles. Aquel mismo día convidamos a comer a

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Galera y a los oficiales de la Me-hal-la (enagradecimiento de cierta comida moruna quenos dieron en Valdescalera) y Echandía se luciósirviendo un banquetazo como no creo se hayaservido muchas veces en mesas legionarias.Después de comer y provisto de un gran puro,obsequio de Galera, me fuí a reconocer mi ca-ma; y maravillado, tanteé la blandura de sucolchón y el brillo inmaculado de su colcha.¿Sería verdad tanta belleza?

* * *No lo fué. Sobre las cuatro me llamó el ca-

pitán Paredes y me ordenó que, con mi sección,subiera a los montes de Rapún para reforzaraquella guarnición.

Maldije mi suerte; pero pronto me olvidé deSabiñánigo y sus colchones ante el buen humorde los legionarios. Llamé a Cuenca y a Franco,busqué los mulos y enseguida tuve formada misección; y guiado por un soldadito de infanteríafuimos de nuevo monte arriba, cantando, siem-pre cantando.

La atmósfera cambió de pronto; y unas nu-bes negras hicieron su aparición por el horizon-te. El soldado aseguró que “tendríamos agua” yanduvimos lo más deprisa que podían los mulos.En el pueblo de Sabiñánigo ya caían las prime-ras gotas, cuando me detuve a requisar un muloque, guiado por Franco, se encargase de ser miascensor. Cerró el tiempo más y más, y cuandola caravana se metió entre los espesos pinaresllovía torrencialmente.

Era una subida del demonio. Y menos mal sihubiese caminos, más o menos trazados. Peroaquel pinar, que los indígenas recorren sola-mente para cazar y hacer leña estaba tan virgenen vías de comunicación como una selva ecua-torial.

Así, pues, lo lógico es que os diga que, trasde tres horas de subir y bajar y andar de derechaa izquierda, nuestro guía se diera por vencido, yme dijese que ignoraba completamente el cami-no a seguir. Había cesado momentáneamente lalluvia, pero el pinar rezumaba agua por todaspartes y el suelo estaba resbaladizo y fangoso,hasta conseguir que los mulos (abnegados ani-males) se hundieran hasta los corvejones. Decidíhacer noche allí mismo, a peligro de ser sor-prendidos, pero evitando el riesgo de metermeen la boca del lobo.

Hicimos alto; descargamos los mulos y en-cendimos una hoguerilla, pues ya he dejadodicho que hacía frío. Y al poco, bien envueltosen mantas, fumábamos en corro a la hoguera ynos distraíamos con cuentos y chascarrillos. Yopaseaba mi vista con orgullo por el coro de misacompañantes; allí estaban Elías Pola y PascualIrache, Franco, Cuenca y todos los demás hé-

roes, que se disponían a pasar una noche enclaro y con peligro, sin una protesta (a pesar deque la mayoría mostraba en la ropa las injuriasde tres meses de no parar), cantando y con hu-mor suficiente para reírse ante cuentos de mejoro peor gusto, contados por Juan Miguel.

Algunos dormitaban ya, apoyados en cajasde municiones, cuando empezó a llover a cata-ratas. Comprobé con pánico que la hoguera seapagaba (a pesar de la leña que sin cesar echa-ban Cuenca y Franco) y que mis hombres tirita-ban, dejándose calar con gesto de impotencia.Comprendí que mi misión alcanzaba la respon-sabilidad de las pulmonías que pudieran pre-sentarse, y a voces y patadas desperté a todos,obligándoles a moverse y a traer leña abundantepor turno.

Pero la lluvia podía más que la hoguera; y elcansancio vencía a mi entusiasmo. Hasta queutilicé el último recurso; y a voz en cuello co-mencé a cantar:

“Soy valiente y leal legionario,soy soldado de brava Legión…”

Como movidos por un resorte se incorpora-ron todos. Trajeron leña, mucha leña. Y porturno soplaron con todas sus fuerzas en la ago-nizante hoguera. Recordaré siempre a ElíasPola, calado hasta los huesos, chorreando por laborla del gorro y cantando como un iluminado:

“Mi divisa no conoce el miedo,mi destino tan solo es sufrir…”

Pudimos más que los elementos desatadosen interminable “noche triste”. Cesó la lluvia yaun dormimos media hora antes de que amane-ciera. En cuanto clareó reanudamos la marcha ydiez minutos después me presenté y puse a lasórdenes del comandante Claro. Un excelentejefe, al que conocía desde que, con su Comp a-ñía, rescató Perdiguera la primera vez que ataca-ron los rojos, hace ya muchísimo tiempo.

* * *Del monte de Rapún sólo me queda un re-

cuerdo. Un frío horroroso que se nos metía hastalos tuétanos. Allí no había medios de proporcio-narse un alojamiento decente y hube de conten-tarme con una chabola construida ya (“obra depipis”, según despectivo comentario de Cuen-ca), en la que entraba el frío por los cuatro cos-tados. Y menos mal que Franco discurrió, paraque por las noches pudiera descansar un poco,hacer hogueras interiores. Cuando el fuegoquedaba convertido en brasas, las esparcía ymezclaba con la tierra mojada; y sobre aquellecho de faquires me tumbaba envuelto enmantas, que apenas soltaban la humedad en losescasos ratos que lucía el sol.

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Menos mal que mis compañeros de fatigaseran Galindo y “Baena”, y aun nos reíamos bajoaquella lluvia infernal. Y los morazos, enlacesde Galindo, no surtieron de té moruno en abun-dancia, que nos entonaba.

Los picos más altos, las posiciones más ab-surdas eran visitadas por nuestros inseparablesproveedores. Dos morazos, paisanos, que nosseguían invariablemente comerciando.

Al anochecer desaparecían. Y a la mañanasiguiente, por el barranco desenfilado, subíanarrastrando su carga inverosímil, empacada entrapos mugrientos. Los artículos más valiosossalían de los pliegues de las sucísimas chilabas.

Tabaco, “foforo”, “cocholate”, “co-nia”… decían, pregonando su mercancíacodiciada, por toda la posición.

Luego, sentados en cualquier rincón, al sol,aguantaban estoicamente el regateo de los le-gionarios.

¿Cuánto quieres por estos “bisontes”?

Tres “peseta”.

Te doy dos.

Tú “estar” “arrojo”, hombre.

Así todo el día. A la noche, agotado el stok,se iban para abajo, en busca de cualquier ca-mión que los llevase al más inmediato centro deabastecimiento.

Un día y otro nos acompañaban con su pre-gón ingenuo:

Papel “pa” “fumá”. Papel “pa” “ecribe”.Piedras “pa” “mochero”…

* * *Bajamos de Rapún en otra noche intermina-

ble de pisar fango hasta las caderas. Y a la ma-drugada salimos a operar otra vez. Los rojos sehabían filtrado por la carretera de Yebra. No noscostó mucho echarlos. Aquel día estuve de ca-pitán otra vez, pues Paredes se hizo cargo de lacatorce por enfermedad de Mayoral, y no meenteré de nada de lo que pasó. Sólo sé que sellenaron los objetivos como siempre; Que Marraoperó por su cuenta mucho y bien y que tuvimosque llorar tres bajas. Sampedro (valentísimomuchacho, como demostró los pocos días queestuvo con nosotros), Allanegui y Morales,muertos por Dios y por la Patria.

Y después de pasar dos días en Aurín, dondeaprendí que la “cheditta” con que se cargan lasgranadas de mano, se fabrica de un modo muyparecido al chocolate, una tarde nos dio Galerauna buena noticia:

“Van ustedes a Jaca a descansar”.

Me apresuré a poner un telegrama a mi mu-jer (¡cuántas bromas me han dado a costa del

dichoso telegramita!) y envié a Franco a Jacapara que, al llegar, me tuviera dispuesto aloja-miento para mí y para ella, que llegaría al díasiguiente.

Cené en Jaca en el “Hotel Mur”; y mi entra-da en el comedor, sucio y mal afeitado, pero concontinente altanero, constituyó una verdaderaapoteosis. O al menos yo lo creí, saludado porvarios legionarios, que habían cobrado las so-bras al llegar a Jaca y cenaron “en el mismohotel que los oficiales”.

Luego, me mandó el comandante que presta-se servicio de vigilancia hasta la doce, como lohice, y a esa hora me metí en la cama, que se meantojó principesca.

Pero cuando al día siguiente llegó mi mujerno me encontró. A las seis de la mañana yaestaba la Bandera rodando carreteras con rumbohacia Ara, donde había otro jaleillo.

* * *Los rojos se habían filtrado una vez más y,

desde posiciones encima de Ara, amenazabanese pueblo (flanco para Jaca) e incluso la carre-tera de la Peña, desde las estribaciones de laPeña Oroel.

Cuatro días corrió la Bandera, arriba y abajo,por aquellos picachos, desalojando “rogelios”de sus eventuales posiciones; mientras yo,constituído de nuevo en “capitán”, atendía a losmúltiples quehaceres de elevado cargo y corríacien veces el mismo camino, como los perros.

La Plana Mayor estaba en Ara, y toda lageografía que se extiende en diez kilómetros ala redonda fué escenario de nuestras correrías.De día y de noche subíamos y bajábamos, siem-pre seguidos por los telefonistas; os haría graciaver que, como comíamos en un lado y cenába-mos en otro, los pobres soldados se volvíanlocos desarrollando hilo para recogerlo doshoras más tarde.

Así se fueron cumpliendo todos los objeti-vos, y el Estado Mayor contestaba a los apre-mios de comandante diciendo que enseguidanos íbamos a descansar “de verdad”.

El día del Pilar tuve la desgracia de no poderoír misa, lo que sentí como buen aragonés, por-que la tarde anterior una máquina despistada fuétiroteada por los rojos y, espantados los mulos,cayeron a un barranco, donde quedó la ametra-lladora. Al amanecer hube de salir a por ella,pues el comandante me amenazó, si no la en-contraba inmediatamente, no con el fusila-miento, sino con “romperme una pierna”. Y mispiernas eran muy necesarias en la Banderaaquellos días. Salí con una escuadra y di con lamáquina; pero volví más de mediodía.

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A la tarde siguiente supimos que aun queda-ba el rabo por desollar; había que tomar elmonte de “Pierrefundío” y para ello se concen-tró la Bandera. Fernández-Villa apareció con lospies destrozados (lógica consecuencia de aque-llos días) y, para sustituirle, fuí yo a la Catorce.

El capitán Paredes me recibió y explicó laoperación. Desde el monte donde estábamospodíamos ver, enfrente, nuestro objetivo. Unmonte mucho más alto y al parecer bien fortifi-cado. Me mandó que, por mi cuenta, planeasecómo y por dónde había de salir al día siguiente,teniendo en cuenta que la Catorce atacaría por laderecha, mientras la Cuarta lo hacía por la iz-quierda y la Quinta quedaba de reserva. Y quela Catorce la dirigía yo personalmente, pues alcarecer de capitán la Cuarta (Rivera había sidodestinado a otra Bandera), Paredes dirigiría todala operación.

Acompañado de Franco reconocí el terreno.Y me pareció lo más práctico iniciar el avancepor un barranco que llegaba hasta el pie mismode “Pierrefundío” por su derecha; así se lo dijeal capitán, que me recomendó que no perdiese elenlace con la cuarta y otras consideracionestácticas.

Dormí poco y mal, consciente de mi respon-sabilidad. Iba a mandar otra Compañía. Y, ade-más, era la catorce; había de demostrar a Mayo-ral, su auténtico capitán, que sabría llevar altriunfo su Compañía y que el tiempo que estuvea sus órdenes me había dejado algo más queaquellos malísimos romances.

* * *A las tres de la tarde del día 14 iniciábamos

el avance. Un grupo del 7,7 nos preparaba lacosa como siempre. Concentré la Compañía enla entrada del barranco y tomé su mando.

Como el capitán Paredes me había mandadomuy especialmente que no perdiese el contactocon la cuarta, desplegué a la gente más a laizquierda del barranco, lo que nos valió descu-brirnos y que nos hicieran un vivísimo fuego,pero salimos adelante. Tenía magníficos sar-gentos: Cacheiro, Santiago y el pequeño portu-gués Goubea, cabo todavía, pero que aquel díaascendió por las dotes poco comunes que de-mostró al conducir el pelotón que le confié.Como quería ganarse los galones me pidió lamisión más delicada y se la di, enviándolo porel barranco adelante para descubrir las primerasfortificaciones del enemigo.

Mientras tanto, el avance era lento y sufri-mos bastantes bajas ante el fuego graneado delos rojos, que no se arredraban por la artillería.Lo que no conseguí por más esfuerzos que hice,fue enlazar con la Cuarta, pues ésta encontrabamás resistencia que nosotros y no se había mo-

vido de su punto de partida. Un enlace que mellegó me dio la malísima noticia de que el capi-tán Paredes había muerto a los primeros tiros;tenía ahora más responsabilidad, pero una ma-yor libertad de acción.

Y decidí (corazonadas que se tienen) irmeadelante sin contar con nadie. A voces y conenlaces (entre los cuales estaba García, el de lasexta, que quiso acompañarme y Franco, aqueldía se ganó buenos laureles), llamé a la gente y,por el barranco adelante, nos fuimos en busca deGoubea. Era una aventura peligrosa, porqueíbamos, como se dice vulgarmente, “al garete”,pero era lo más derecho a mi juicio.

Así fué que, sin saber cómo, nos encontra-mos a cincuenta metros de los parapetos rojos,en una zona donde silbaban sin cesar los metra-llazos de nuestra propia artillería. Y reventabanlos bombazos de los rojos, bien parapetados.

Pero estábamos mal colocados. Protegidossólo por un repliegue del terreno y expuestos aque los rojos, sabiendo su superioridad (eranunos cuarenta hombres los que tenía la Catorceen aquel momento), vinieran “a por nosotros”,en cuyo caso, no sólo no tomaríamos la posi-ción, sino que nos coparían a todos.

En este forcejeo me llegó un aviso de Go u-bea (que se había parapetado a la salida delbarranco) de que una compañía roja subía haciaél, amenazando con envolvernos. ¡Y de la cuartaCompañía no tenía la menor noticia! Mandéllamar a Goubea y, como le vi dispuesto a hacertodo lo que se le ordenase, que quería ganar elascenso, le expliqué que nuestra única soluciónera esperar el contraataque en los parapetos,para lo cual había que desalojarlos antes. Meentendió y salió en vanguardia con su pelotón; yhacia arriba fuimos todos; yo con Goubea y lossuyos (y Franco, no lo olvidéis), por la derecha;casi por la retaguardia roja.

Así cazamos a tres “bisinios” en el primerparapeto; y ya de uno en otro, fuimos saltandorápidamente. Aquel ataque de flanco descon-certó al enemigo, y con mucha pena, es cierto (ajuzgar por su tiroteo), fueron cediéndonos losparapetos, uno a uno.

Yo estaba maravillado de mis dotes de es-tratega aficionado. Pero como no veo tres en unburro, tenía que seguir las indicaciones de Fran-co.

“¡Se acache, mi alférez, que le estáapuntando uno…!”

¡Y no apuntaba mal! Que un tiro se me llevóla estrella del gorro. En un parapeto más grandeya, encontramos dos rojos; uno de ellos, herido,estaba tumbado en el suelo. El otro, un hombrónde cuarenta años, nos miraba aterrado brazos enalto.

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“¿Tu serás obligado, eh…?” le dijeirónico.

Y aun tuvo el valor para mentir.

“De la quinta del treinta y seis soy, sí se-ñor. Quería pasarme …”

Y me colocó la eterna monserga de lo malque se está con los rojos; y que sólo se defien-den (muchos tiros había tirado él para ser de unaquinta tan joven) ante la amenaza de los comis a-rios rusos.

A mis pies yacían gorras de los oficiales ro-jos, que habían huido cobardemente. Pero teníaalgo más importante que hacer. Desde aquelmonte vi que habíamos conquistado el objetivode mi Compañía; pero, faldeando hacia el otrolado, se extendía todavía una línea de fortifica-ciones intactas. Allá lejos, lejos, estaba laCuarta esperando el momento de lanzarse.

La noche se estaba echando encima y nues-tra situación no era aun muy despejada. Enviécorriendo un enlace a nuestro punto de salida.

“Que suba la Quinta que somos muy po-cos…”

Quise que el recado lo llevase Franco perono hubo fuerza humana que lo separase de lachabola del capitán rojo, donde se apoderaba deun verdadero tesoro de botas, impermeables,capotes, máquinas de afeitar, papel de escribir;qué sé yo…

Y entonces tuve otra idea (estaba inspiradoese día) y, reuniendo a la gente, comenzamos acantar el himno de la Legión, para que nos oye-se la cuarta.

¡Ya lo creo que lo oyeron! ¡Y los rojos tam-bién! En la semipenumbra del atardecer sonarontiros, bombas y gritos. Un cuarto de hora des-pués “Pierrefundío” era español.

* * *Juanito Villarreal llegó enseguida para auxi-

liar a los tres o cuatro heridos, no evacuados, denuestra parte. Y, de paso, me pisó una magnífica“Star” del 9 que el torpe de Franco no habíavisto aún. Llegó Coloma con la Quinta y, antemi asombro, me felicitó con un calor que mehizo sentirme ruboroso. El menudo San Simón,que con él venía, me estrechó la mano dándomela enhorabuena; era el parabién más valioso paramí en aquel momento, porque San Simón es delo mejorcito de la Bandera.

Dejamos a la Quinta de servicio, por si acasocontraatacaban, y nosotros dormimos más abajo.A la mañana siguiente vino el comandante Fru-tos y, después de felicitarnos y transmitirnos lasfelicitaciones “para la catorce” de propio gene-ral Urrutia, me confirmó el mando de la Co m-pañía, haciéndome saber que me lo había gana-

do y por eso me lo daba, aun habiendo otrossubalternos más antiguos y de más graduación.

Es el orgullo más grande que he sentido enmi vida. Y, durante aquellas noches que pas a-mos allí, soñé con mi satisfacción. Creo, capitánMayoral, que no lo hice mal de todo aquellaocasión en que dirigí (porque tú no podías ha-cerlo) tu catorce; “la gloriosa catorce Comp a-ñía”.

* * *Luego estuvimos tres o cuatro días en Abe-

na, descansando. Abena es un pueblo égloga,colgado en un picacho, con las calles estrechas ymal empedradas. Un pueblo donde todavía secultiva el lino, que lavan los hombres y quetejen las mujeres.

Nos aburrimos mucho. El maestro armero, apesar de que ya no era mi subordinado (pertene-ce a la sexta Compañía), no se separaba de mí; ynos instalamos la casa del maestro de la escuelade Abena, donde había una buena chimenea.También había un riachuelo donde pudimoslavarnos un poco los picotazos de tantos piojos,cogidos en las tres provincias de Aragón.

Yo estaba de mal humor, porque mi natura-leza no resistía aquel incesante batallar y teníaalgo de fiebre; pero Franco me hizo más lleva-deras mis molestias con su solicitud. Y aquellacocina, bien arropado y en la camilla que paramí armó el “Pastor” (legionario de diecisieteaños, magnífico soldado y camillero, que hapasado por esta historia calladamente y mereceuna mención, aunque tardía), me resistí a darmede baja.

Una mañana, en que el sol calentó más quede costumbre, instalamos una peluquería al airelibre. “Regalitos”, el enlace, actuaba de barberoocasional, a falta de fígaro más caracterizado.

Puedo dar fe, por mi propio cutis, de Dios nole ha llamado a tal oficio. Pero como la necesi-dad apremiaba, todos fuimos dejándonos pelarpor sus pecadoras manos.

El último que cayó en sus garras fué Frutos.“Regalitos”, tembloroso, se esmeraba cuantopudo; pero aun así, el comandante sudaba y seretorcía en la silla, dejando escapar lágrimas dedolor.

Estaba despellejando los alrededores de sunuez, cuando apareció un soldado, acompañadode un “rogelio”, barbudo si los hay.

A sus órdenes, mi comandante dijoaquí traigo un prisionero.

Y aguardaba, respetuoso, la decisión del je-fe, mientras el rojo daba vueltas y más vueltas algorro seboso y descosido.

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El comandante meditó un momento. Apro-vechó la ocasión para secarse una lágrima comoel puño y, como inspirado por el demonio, dijo:

¡Que le afeite “Regalitos”!

Y reía, como el lobo feroz cuando atrapa alimprudente cerdito que toca la flauta.

Al día siguiente salíamos para otra “paride-ra”.

* * *Para tomar la ermita de San Pedro, que había

que conquistar. Fuimos a Sabiñánigo, donde yahabía mucha fuerza. Regulares, Tercio y Bata-llones.

Por la noche emprendimos la marcha haciaOsán. Por cierto que el comandante Frutos, consu característica de mal y buen humor, fingíaarmarse un lío con tanto nombre cacofónico.

“Esto es un follón decía. No sé sivamos a Isín, o a Osán, Isún o Asín…”

Llegamos a nuestro punto de partida y pu-dimos descansar un par de horas.

Antes de clarear emprendimos la operación.Por un barranco bajamos hasta la carretera deYebra. A su lado corría el río, ancho pero pococaudaloso, a su otra orilla el monte que tenía-mos que conquistar.

Coloma me dio instrucciones; él iría por de-lante con su Compañía, como lo hizo cuandoaun no se había descorrido el velo de la noche.Gracias a esta circunstancia cruzaron el río sinnovedad.

Pero cuando, ya de día, el comandante medio orden de “incorporarme la capitana Colo-ma”, con mi compañía y una sección de ametra-lladoras, tenía más miga el paso del río. Tres ocuatro máquinas rusas lo batían, desde posicio-nes dominantes y a menos de mil metros.

Fué un paso lentísimo, pues hube de hacercruzar a la gente de uno en uno y saliendo pordiferentes lados. Primero los cabos y, tras ellos,los legionarios, iban cruzando el mortífero río.Gracias a Dios sólo tuve dos bajas; dos heridosleves que aguardaron la noche al amparo deunos matorrales.

Cuando me tocó la vez sentí un miedo horri-ble; tanto como cuando, en Santa Quiteria, mevi en un caso parecido. Pero también llegué sinnovedad. Una vez cruzado el Rubicón ya eramás fácil la cosa. Pero yo temblaba de fiebre, ycreo que pasé sin correr mucho porque no podíahacerlo.

En la otra orilla una había una tapia de pie-dra, que se extendía lo suficiente para alcanzarun barranco desenfilado. Por él subí, después decerciorarme de que toda mi gente estaba yaarriba, donde se me había ordenado.

Legué a Coloma hecho cisco. Coloma estabaesperando noticias de Zamora que, con su sec-ción, había ido en vanguardia. No tardó la malanueva “Ramillete”, el cabo de quien ya hicemención, llegó, roto y desesperado.

“Lo han muerto, lo han muerto…”

Era lo único que podía decir entre lagrimeos.

¡Pobre Fernando Zamora! Subió sereno yvaliente como siempre. Cogió a los rojos por laespalda… y ya iba a coronar su hazaña, contoda naturalidad, cuando una bomba traidoraexplotó, sobre aquel pecho que jamás supo loque era el miedo.

Yo no podía más; me dolía todo el cuerpo ytemblaba de fiebre. Quise sustituir a Fernando;quise seguir al frente de mis legionarios. Peromi cuerpo no resistía más. Y se lo dije a Colo-ma. Me dijo que podía irme.

La bajada tuvo sus inconvenientes, por aquelinaguantable barranco, que bajé poco a pocoasistido de mis enlaces, a quienes nunca agrade-ceré bastante lo que hicieron por mí.

Tras desandar la tapia de piedra, había quecruzar el río de nuevo. Aun estaba el día muyclaro y tiraban de firme. Además en aquellosmomentos, estaban cruzando la zona peligrosa,de uno en uno, varios voluntarios que se habíanofrecido a llevar munición a sus hermanos deprimera línea.

Haciendo un esfuerzo traspasé el río de nue-vo, corriendo cuanto pude. En la entrada de laalcantarilla me tendía una mano el Pater. Cuan-do estaba a punto de alcanzarla resbalé y di conmis pobres huesos en el suelo. La ametralladoraque me bordaba tiró una ráfaga más, que levantóesquirlas de piedra, a cuatro dedos de todas laspartes vitales de mi persona. Pero el Pater atraía,sin duda, la protección Divina. Y, echandofuera medio cuerpo, me agarró por un brazo yme metió en la alcantarilla.

Ya era tiempo; en la misma boca, por la queyo desaparecía, se clavó una docena de balasrusas.

El capitán Pastor me tomó el pulso y deci-dió:

A Zaragoza ahora mismo.

Me extendió la baja y dispuso que se mecondujera en una artola a Sabiñánigo. Francocanturreaba, sirviéndome de espolique. En Sa-biñánigo estaba el coche de la Bandera; y, aco-modado en él, bien envuelto en mantas, comen-zó el viaje.

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Y aquí me tenéis, emborronando estas malhilvanadas cuartillas, que ya tocan a su fin. Peropermitidme que, como broche de oro, cierreestas páginas con unas estadísticas curiosas.

* * *

Los hechos a que se refieren estas pá-ginas, se desarrollaron desde el 7 de abril al 21de octubre de 1937, con un total de

198 días.

Que se distribuyeron del siguiente mo-do:

31 días de descanso “oficial”37 días de parapeto.

130 días “pegando tiros”.

198 días.

* * *

Tuvo la Bandera, en ese espacio detiempo, las siguientes acciones de guerra “conbajas”:

SANTA QUITERIA (primer día).SANTA QUITERIA (segundo día).CELADAS (primer día).CELADAS (segundo día).SANTA BÁRBARA (conquista).SANTA BÁRBARA (primer ataque rojo).SANTA BÁRBARA (segundo íd., íd.).SANTA BÁRBARA (tercer íd., íd.).SANTA BÁRBARA (cuarto íd., íd.).GEA DE ALBARRACÍN (primer día).GEA DE ALBARRACÍN (segundo día).Monte CALVARIO (RECONQUISTA).ALBARRACÍN (primer intento).ALBARRACÍN (tarde del primera día).ALBARRACÍN (noche del primer día).ALBARRACÍN (primer ataque rojo).ALBARRACÍN (segundo íd., íd.).ALBARRACÍN (tercer íd., íd.).ALBARRACÍN (cuarto íd., íd.).ALBARRACÍN (quinto íd., íd.).ALBARRACÍN (reconquista de la ciudad).EL COSCOJAR (conquista).DESCARRILAMIENTO.EL PELAO (PRIMER DÍA).EL PELAO (SEGUNDO DÍA).FUENTES DE EBRO (NOCHE DEL 24).FUENTES DE EBRO (DÍA 25).FUENTES DE EBRO (DÍA 26).FUENTES DE EBRO (DÍA 27).FUENTES DE EBRO (DÍA 27; SEGUNDA VEZ).FUENTES DE EBRO (DÍA 28).FUENTES DE EBRO (DÍA 29).FUENTES DE EBRO (DÍA 30).FUENTES DE EBRO (DÍA 31).

FUENTES DE EBRO (DÍA 2 DE SEPTIEMBRE).VALDESCALERA (ATAQUE AL “CARNICERO”).PUEYOS DE LARRÉS (RECONQUISTA).PUEYOS DE LARRÉS (ATAQUE ROJO).ASÍN (LIBERACIÓN).CARRETERA DE YEBRA (RECONQUISTA).ARA (RECONQUISTA DE POSICIONES).ARA (SEGUNDO DÍA DE ÍDEM).PEÑA DE OROEL (LIMPIEZA).PIERREFUNDÍO (INTENTO).PIERREFUNDÍO (RECONQUISTA).ERMITA DE SAN PEDRO (DÍA 21 DE OCTUBRE).

O sean 45 acciones “en serio”. Sin contar lainmúmeras veces que la Bandera “asomó losdientes”, sin intervenir.

Como la anterior estadística os dio 130 días,obtenemos un promedio de

una “paridera” cada tres días “laborables”

* * *Y de laureles, sé que se andan en danza va-

rios expedientes. Uno, para conceder a la Ban-dera la Laureada de San Fernando, por la libera-ción de Albarracín. Otro para darle al MedallaMilitar por aquello del “Pelao”. También creoque la defensa de Fuentes puede merecer otraMedalla Militar para todas las fuerzas que inter-vinieron en ella.

Pero como os dije al principio de estas pági-nas, a mí me basta con el orgullo de haber per-tenecido durante estos meses a tan distinguidacolectividad castrense.

Cuando muera yo, en la guerra o de acci-dente, o simplemente de enfermedad y en una,más o menos, mullida cama. Cuando mi espírituvuele a lo alto y encuentre a San Pedro (esperoencontrarlo), estoy seguro que me preguntará:

“Tú, ¿dónde hiciste la guerra santa?

Y le responderé lleno de orgulloso, o de“santo orgullo”, por lo menos.

CON LA SEGUNDA BANDERA EN ELFRENTE DE ARAGÓN.

Zaragoza, 1937

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