con el dedo reseco y agrietado,...2 h abía pedazos de carne por toda la parcela y charcos de sangre...

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Page 1: Con el dedo reseco y agrietado,...2 H abía pedazos de carne por toda la parcela y charcos de sangre en el potrero. Contaba su historia Wilfrido frente a un escritorio descarapelado;

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Había pedazos de carne por toda

la parcela y charcos de sangre en el

potrero.

Contaba su historia Wilfrido frente a

un escritorio descarapelado; mueble

metálico que hacía juego con las

paredes color crema y los cuadros

desteñidos con fotografías pegadas

de manera caprichosa.

Con el dedo reseco y agrietado,

similar al suelo en barbecho, señaló

hacia la sierra, puntualizando que

todo había sucedido ahí, en las

faldas de esa verde región.

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Todo pasa siempre al oscurecer, el

Animal come sólo en la noche.

Seguía narrando su historia sentado en

un banco de madera apolillada. Su

respirar era precipitado, en cada exhalar

los huesos del esternón se marcaban y

sobresalían del pecho a medio cubrir por

una camisa azul turquesa bordada con

caballos en la espalda. La había

comprado recientemente en la feria y le

hacía juego con las botas color miel y el

cinturón de cuero piteado con hebilla que

ahí mismo grabó con la inicial de su

nombre “W”.

Su cara curtida por el sol dejaba ver las

grietas de la piel en cada gesticulación,

mismas que se marcaban más en los

emotivos momentos de su narración.

Conforme hablaba y hablaba, se

secaban sus áridas palabras.

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Nadie se anima a cuidar al ganado en

las noches. Decía su voz cansada.

Todos tienen miedo de él. Si se le

ocurre bajar todos se paralizan. Es

muy grande, se mueve rápido y no se

escucha. Es de respeto ese animal.

Muchos en la región lo han visto en el

día, anda por la orilla de la sierra, con

su mirada serena, hermoso, con sus

pintas negras y una seguridad tan

grande al pasar frente a la gente.

Quienes lo han visto, han quedado

hipnotizados.

Si por casualidad se encuentran con

él, el animal se queda quieto, los mira

profundamente, no se mueve por un

largo rato, como si fuera una estatua

con un respirar despacito. Luego

voltea y empieza a andar sin miedo de

que lo sigan, y así continúa su camino

de siempre.

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Pero, ¿Cómo? ¿Está seguro de que

fue el tigre?, no me trate de

confundir. Usted está aquí por un

delito más grave.

Comentó el funcionario municipal,

mientras se mecía entre los chillidos

de madera de una silla desteñida,

con manchas color chocolate.

Se alisó los bigotes con los dedos y

volvió a cuestionarlo con la misma

pregunta, pero esta vez con una

mueca de desprecio, y la mirada

puesta en los muchos papeles que

tenía que llenar y acomodar en las

carpetas apiladas que estaban a un

lado de su escritorio.

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Wilfrido seguía contando más y más

detalles. Durante más de treinta

minutos, quizá dos horas, narró cómo

el “Animal” se lleva a sus presas de

los potreros, el miedo que les da a

muchos, y el por qué todos en la

región dicen que es el culpable de

casi todas las muertes de ganado.

También contaba sobre el temor de la

gente cuando sale de su cueva a

cazar y se escucha su rugido. Dicen

quienes lo han oído, que es tan fuerte

el sonido que tiembla todo el bosque,

y se erizan los pelos.

Igualmente platicó de cómo al animal

le gusta beber agua fresca y limpia.

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Cada vez que reiniciaba su

conversación, cambiaba la voz al

momento de imaginar y rememorar lo

vivido esa noche.

Y ese milagro que anda por acá José

Vicente. ¿Qué le trae por aquí a estas

horas?, pase, está es su casa.

Así le dije a mi compadre esa noche,

enfatizaba Wilfrido. Haciendo una

narración detallada de esa visita en su

casa.

Habrá que ajustar cuentas con ese

animal, no le es suficiente con comer

venados, armadillos y jabalís, dijo mi

compadre. Estaba muy molesto por la

muerte de su becerro y la manera como

lo encontró sobre el camino, muy cerca

del lugar donde cargaba leña para su

casa.

Se le veía la muina por todos lados. Yo

le pedí a mi mujer que calentara un

poco de café. Ya vientaba el frío de la

sierra, entrando por arriba de las

láminas de la casa.

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¿Y usted cree que nos la vamos a

creer?

Alzó la voz el hombre de la silla café

chocolate, al instante que levantaba

sus gruesos brazos indicando

impaciencia. Al mismo tiempo se

acomodaba el cuello de su chamarra de

cuero.

Se me hace que nos quiere ver la cara

de tontos.

Comentó en tono burlón. Miró fijamente

a Wilfrido de manera desafiante,

reforzando su actitud con una mueca

de desprecio. Colocaba su mano suave

y arreglada sobre el escritorio y sin

dejar de girar su bolígrafo dorado, le

daba clic en cada vuelta. Después de

un suspiro cortado, dio un fuerte golpe

en el viejo escritorio descarapelado,

gritando: ¡Le queda poco amigo, así

que mejor dígame la verdad!

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Se le entrecortó la voz a Wilfrido,

rascó su cabeza y siguió hablando. Le

explicó una vez más todos los

detalles, hasta el momento en que se

lo llevaron amarrado los policías.

Llegaron a mi casa y sin decir nada

me echaron atrás de la camioneta.

Dijo.

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El gris blanquecino del humo sobre

los leños, el olor a café de olla, el

viento frío viajando por el techo de la

cocina, mezclado con las risas de su

familia frente al televisor, eran

imágenes entrecortadas que lo hacían

sentir seguro y anclado para poder

soportar estar encerrado.

Eran ya tres días metido en la cárcel,

sin saber nada, sin tener idea del

motivo de su aislamiento. Sólo recibía

insinuaciones de culpabilidad, mismas

que se adherían a su hambre e

insomnio.

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Busque a mi compadre, él le dirá la

verdad.

Volvió a insistir Wilfrido ante el

funcionario.

Es mi rifle, pero yo no tengo nada que

ver con esa muerte que usted dice.

Hasta ahora me entero de ese asunto.

Se me hace que quien haiga sido, no

quería matar a ese cristiano,

seguramente lo confundió con el

Animal.

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Movió la cabeza para reafirmar lo

antes dicho.

¿Quién lo confundió, usted o su

compadre?

Preguntó el ayudante del funcionario,

mientras movía su hombro recargado

en el marco metálico de la puerta, al

mismo tiempo que simulaba fajarse el

cinturón que buscaba por alguna parte

debajo de su pronunciado abdomen.

Pus, no sé.

Contestó Wilfrido sin moverse del

banco donde permanecía desde hacía

horas. Sin voltear la cabeza, con la

mirada clavada en los papeles de su

interrogante, continuó su respuesta:

Ya le digo que no sé nada, yo me

quedé en mi casa esa noche. Con la

gripa que tenía y la reuma, pá qué iba

a salir.

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El funcionario siguió escribiendo

concentrado en las teclas. Estaba

ocupado en acabar el informe de

actividades del presidente municipal.

Para demostrar atención al detenido,

de vez en cuando levantaba la ceja y

hacía un gesto de incredulidad.

Después de un largo rato, cerró una de

las carpetas, bostezó al mismo tiempo

que se contorsionaba. Se levantó y

empezó a buscar algo entre las

carpetas que tenía apiladas en el

suelo; de ahí sacó una hoja de papel

arrugada, la dejó caer en el escritorio

al mismo tiempo que golpeaba con la

mano, sonando fuertemente su anillo

contra la lámina:

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¡Mire!, este reporte demuestra que el

rifle fue encontrado lleno de lodo en

su parcela. Aquí están hechos, no

palabras. Suficiente evidencia para

poder meterlo muchos años a la

cárcel, es cuestión de tiempo y de

más averiguaciones.

Regresó al muelleo de su silla,

levantó la hoja de papel amarillento y

siguió hablando, al mismo tiempo que

Wilfrido trataba de medio leer qué

decía ese papel, difícil situación

porque había olvidado leer hace

años.

El funcionario enderezó su cara y

comentó:

La próxima semana regresará el

ministerio público de vacaciones, no

le va a creer nada, ni se tragará la

mentira de que su compadre mató a

ese fulano.

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Señaló, con su bolígrafo dorado, hacia

uno de los cajones medio oxidados

del escritorio y dijo:

El reporte aquí guardado, dice que su

compadrito anda de bracero en el

<otro lado>, según el acta firmada por

la esposa y otros vecinos.

En relación a lo que dice, tenemos el

reporte de personas de la Universidad

que dicen que el jaguar o tigre, como

ustedes le dicen, mata a sus presas

atacando por el cuello y luego se las

come, empezando por el pecho,

aunque parece ser que el becerro de

su compadre murió por ataque de

perros.

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Respiro profundamente, se paró de su

asiento, lo miró y continuó su discurso

como si estuviera dictando una carta.

Si no fue usted, entonces fue ese pinto,

tigre, jaguar o como le llamen.

Seguramente le robó el arma y le disparó

al extinto que se sabe andaba cazando

conejos.

Se rió burlonamente de su último

comentario, acomodó el cojín del respaldo

y se sentó para continuar el llenado de

papeles.

Hubo un largo silencio donde el tiempo se

perdió, acompasado por fuertes tecleos en

la computadora al estilo antiguo de las

máquinas de escribir Remington. A estos

sórdidos sonidos se sumaba el rechinar de

sillas, de voces lejanas de personas que

subían y bajaban escaleras, además de

los aleteos de palomas tratando de

permanecer en las cornisas del edificio de

cantera.

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Todo se conjugaba en ese instante, el

dolor de tripas del ejidatario aumentaba

por la angustia de estar encerrado,

aunado a los días de inanición, ya que el

municipio no tenía presupuesto para

alimentar a los detenidos y no dejaban

pasar a la familia para llevarle comida.

En un vacío casi perpetuo, se escuchó el

gruñido de los intestinos de Wilfrido, fue

un sonido parecido al golpe de un tambor

viejo. Era el líquido que había hecho su

efecto al correr por sus tripas, esto

sucedía al momento de beber agua del

depósito oxidado del baño.

Ese gruñido estomacal altisonante, se

pronunció en espacio y tiempo,

rompiendo el silencio del lugar. Wilfrido

sorprendido por tremendo ruido,

aprovechó para retomar su insistencia.

¡Ayúdeme por favor!, les juro que no fui

yo. Déjenme demostrar mi inocencia,

quiero hablar por lo menos con mi familia

o con el comisariado ejidal.

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Sólo se escucharon tenues risas burlonas

por el sorprendente ruido gástrico.

Sin que le dijeran que hablara, comenzó a

narrar una vez más sobre su trabajo en el

campo, las ocasiones cuando iba de cacería

con sus amigos o cuando le pagaban para

llevar cazadores que venían de otros lados.

Al ir narrando sus viajes a la sierra, se le

cruzaban por la mente imágenes de sus

paseos en el monte con su rifle; escenas

con venados y jabalís muertos, y los

regresos a su casa con pieles, carne y un

poco de dinero.

Sabía que todo eso era clandestino, ilegal.

En su conciencia le brincaba lo que había

aprendido en sus cursos de Carta de la

Tierra y educación ambiental. Se acordaba

de los efectos al destruir la casa de todos,

donde viven los animales del monte, pero

como nadie dice nada, algunos comunitarios

como él lo seguían haciendo a pesar del

compromiso que habían hecho de cuidar.

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Al igual que todos en la comunidad,

sabía lo difícil que era encontrar

animales silvestres en el monte y

cómo algunos de éstos tenían

problemas para sobrevivir, como los

pumas, que descendían de la sierra

por hambre y sed.

Hablaba y hablaba, sin ser

escuchado.

Era más importante el quehacer del

informe del presidente municipal, y

para el ayudante su atención había

cobrado mayor importancia al fijar su

mirada en la guapa secretaria de la

habitación contigua.

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Wilfrido ya no era consciente de su

narración, sólo escupía palabras,

hasta que fue callado con un…

¡No seas mujercita!

Gritó el ayudante, buscando entre los

papeles del escritorio la mirada de

confirmación de su jefe.

Quién te manda meterte en

problemas. Deja de hablar, no ves

que estamos ocupados, ya no te

quejes.

Antes de terminar de hablar, su jefe

lo interrumpió: Es cosa de que su

gente se apure, ya veremos qué nos

trae el comisariado.

Pero si no está al tanto, de saberlo ya

me hubiera visitado, dijo Wilfrido.

Usted qué sabe, ya lo enteramos y

tiene un pendientito con nosotros.

Mejor cállese por favor, no quiero

escucharlo más.

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Hubo nuevamente un silencio largo

que se combinaba entre el bullicio

de la gente que abandonaba el

edificio para irse a comer.

El tiempo perdió sentido, todo

seguía en un movimiento sordo. De

algún lado, se escuchó una voz

todopoderosa que decía…

Wilfrido Chávez Suárez, se le

sentencia a 15 años de prisión.

Se le condena por matar de un

balazo a Gilberto Hernández

Moreno. No tendrá derecho a ver a

su familia y todos sus bienes

pasarán a la esposa e hijos del

fallecido.

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¡Oiga!, no por favor, no quiero dejar a

mis hijos, están muy chicos. Gritó

Wilfrido.

¡Qué le pasa! Respondió el

funcionario. No le dije que me dejara

trabajar, el informe del presidente

debe estar listo para la cinco de la

tarde.

Molesto por la interrupción, lo miró

con desafío y desprecio, bajó la

mirada y siguió escribiendo.

Después de ese regaño, más que

incómodo, Wilfrido se sintió aliviado

por estar ahí en esa oficina y no

frente al juez que lo sentenciaba en

su sueño.

Movió la cabeza afirmando

sumisamente, pero feliz al

comprender que sólo se había

dormido.

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Nuevamente lo consumía la

impaciencia, sin saber qué esperar.

Miraba las manecillas del reloj de la

pared, en cada golpe a los números

romanos, le surgían más y más

pensamientos, desde…

«Usted perdone, fue un mal entendido

se puede retirar».

Hasta… los reclamos de su esposa

por no haber estado en la boda de su

hija Emilia.

«Por andar ayudando a tu amigo

estás encerrado y no entregaste a tu

hija en la iglesia.»

Estas vivencias se cruzaban en su

mente con la escena donde estaba

con su compadre y le pedía prestado

el rifle.

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En un pestañeo de cansancio, volvió

a revivir la historia…

Compadre qué le pasa, por qué

viene tan enmuinado.

Había saludado así Wilfrido a su

amigo de toda la vida.

Vengo a pedirle un gran favor.

Con tono nervioso se dirigió a

Wilfrido, acomodándose el

sombrero. Antes de que Wilfrido

dijera algo, su amigo se le adelantó.

No me vaya a venir con sermones,

necesito que me ayude, el tigre se

echó a mi becerro. Me tocó la mala

suerte.

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Wilfrido, con los ojos bien abiertos, se

rascó la cabeza con sorpresa e

interrogación.

Lo entiendo José Vicente, acuérdese que

ya nos habían dicho de mover nuestros

animales, para que ya no estuvieran en los

potreros pegados a la sierra, no sólo por

los gatos grandes, sino por precaución de

los incendios y el abigeato.

Dijo en tono firme, señalando con la mano

la silla para que se sentara.

Vine a pedir ayuda, no para ser regañado.

Refutó José Vicente, con un tosido

apagado por el pañuelo que se llevó en

ese instante a la boca. Una vez más, lo

interrumpió con un…

¡Claro que también yo estaría enojado!

Poco tenemos y nos lo quitan así de

rápido. Ese tigre baja en época de secas

por necesidad, acuérdese compadrito,

desde que éramos chamacos venía a

visitarnos.

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De manera automática contestó.

Lo que me pide es delicado, pus sabe

que no lo presto a nadie, pero por ser

usted y lo ocurrido, haré la

particularidad. Nada más se lo

encargo mucho, apenas le limpié el

cañón y está recién ajustada la mira.

Resaltó Wilfrido. Nada más no se

meta mucho al monte, es traicionera

la noche y ese animal es muy rápido.

Se dieron un apretón de manos y se

despidieron. Salió de la casa, montó

el caballo y le gritó:

Gracias compadre, sabía que no me

lo negaría.

Acomodó su gorra y abrochó los

botones de su chamarra para irse a

toda prisa rumbo a la sierra.

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Los clics, clic de las manecillas del

reloj seguían llevándose los instantes

angustiantes del encierro, hacían

cada vez más eternos los recuerdos y

las esperanzas de ver a su familia.

Le seguían saltando recriminaciones

por tener el arma en casa, los peligros

para la familia por un mal uso y el

haberla prestado.

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A lo lejos se escuchaba una voz familiar, el

sonido fue intensificándose hasta que…

Pá, ¿estas ahí?, dice mi mamá que te

vayas a dormir.

Ehhhh!, sí, ya voyyy.

Adormilado medio contestó Wilfrido, pero al

darse cuenta dónde estaba, saltó del

banco, se restregó los ojos, estiró los

brazos y dirigió la voz a la ventana de

madera.

Sí hija, ahorita voy, nada más deja recoger

la herramienta y la grasa.

Suspiró profundamente y a media voz

susurró…

Este rifle es mejor dejarlo bien guardado,

no quiero tristezas.

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TEXTO: J. ADRÍAN FIGUEROA HERNÁNDEZ

ILUSTRACIONES: EMMA ORTEGA JORDÁ RDZ. Mayo 2016