con el dedo reseco y agrietado,...2 h abía pedazos de carne por toda la parcela y charcos de sangre...
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2
Había pedazos de carne por toda
la parcela y charcos de sangre en el
potrero.
Contaba su historia Wilfrido frente a
un escritorio descarapelado; mueble
metálico que hacía juego con las
paredes color crema y los cuadros
desteñidos con fotografías pegadas
de manera caprichosa.
Con el dedo reseco y agrietado,
similar al suelo en barbecho, señaló
hacia la sierra, puntualizando que
todo había sucedido ahí, en las
faldas de esa verde región.
3
Todo pasa siempre al oscurecer, el
Animal come sólo en la noche.
Seguía narrando su historia sentado en
un banco de madera apolillada. Su
respirar era precipitado, en cada exhalar
los huesos del esternón se marcaban y
sobresalían del pecho a medio cubrir por
una camisa azul turquesa bordada con
caballos en la espalda. La había
comprado recientemente en la feria y le
hacía juego con las botas color miel y el
cinturón de cuero piteado con hebilla que
ahí mismo grabó con la inicial de su
nombre “W”.
Su cara curtida por el sol dejaba ver las
grietas de la piel en cada gesticulación,
mismas que se marcaban más en los
emotivos momentos de su narración.
Conforme hablaba y hablaba, se
secaban sus áridas palabras.
4
Nadie se anima a cuidar al ganado en
las noches. Decía su voz cansada.
Todos tienen miedo de él. Si se le
ocurre bajar todos se paralizan. Es
muy grande, se mueve rápido y no se
escucha. Es de respeto ese animal.
Muchos en la región lo han visto en el
día, anda por la orilla de la sierra, con
su mirada serena, hermoso, con sus
pintas negras y una seguridad tan
grande al pasar frente a la gente.
Quienes lo han visto, han quedado
hipnotizados.
Si por casualidad se encuentran con
él, el animal se queda quieto, los mira
profundamente, no se mueve por un
largo rato, como si fuera una estatua
con un respirar despacito. Luego
voltea y empieza a andar sin miedo de
que lo sigan, y así continúa su camino
de siempre.
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Pero, ¿Cómo? ¿Está seguro de que
fue el tigre?, no me trate de
confundir. Usted está aquí por un
delito más grave.
Comentó el funcionario municipal,
mientras se mecía entre los chillidos
de madera de una silla desteñida,
con manchas color chocolate.
Se alisó los bigotes con los dedos y
volvió a cuestionarlo con la misma
pregunta, pero esta vez con una
mueca de desprecio, y la mirada
puesta en los muchos papeles que
tenía que llenar y acomodar en las
carpetas apiladas que estaban a un
lado de su escritorio.
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Wilfrido seguía contando más y más
detalles. Durante más de treinta
minutos, quizá dos horas, narró cómo
el “Animal” se lleva a sus presas de
los potreros, el miedo que les da a
muchos, y el por qué todos en la
región dicen que es el culpable de
casi todas las muertes de ganado.
También contaba sobre el temor de la
gente cuando sale de su cueva a
cazar y se escucha su rugido. Dicen
quienes lo han oído, que es tan fuerte
el sonido que tiembla todo el bosque,
y se erizan los pelos.
Igualmente platicó de cómo al animal
le gusta beber agua fresca y limpia.
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Cada vez que reiniciaba su
conversación, cambiaba la voz al
momento de imaginar y rememorar lo
vivido esa noche.
Y ese milagro que anda por acá José
Vicente. ¿Qué le trae por aquí a estas
horas?, pase, está es su casa.
Así le dije a mi compadre esa noche,
enfatizaba Wilfrido. Haciendo una
narración detallada de esa visita en su
casa.
Habrá que ajustar cuentas con ese
animal, no le es suficiente con comer
venados, armadillos y jabalís, dijo mi
compadre. Estaba muy molesto por la
muerte de su becerro y la manera como
lo encontró sobre el camino, muy cerca
del lugar donde cargaba leña para su
casa.
Se le veía la muina por todos lados. Yo
le pedí a mi mujer que calentara un
poco de café. Ya vientaba el frío de la
sierra, entrando por arriba de las
láminas de la casa.
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¿Y usted cree que nos la vamos a
creer?
Alzó la voz el hombre de la silla café
chocolate, al instante que levantaba
sus gruesos brazos indicando
impaciencia. Al mismo tiempo se
acomodaba el cuello de su chamarra de
cuero.
Se me hace que nos quiere ver la cara
de tontos.
Comentó en tono burlón. Miró fijamente
a Wilfrido de manera desafiante,
reforzando su actitud con una mueca
de desprecio. Colocaba su mano suave
y arreglada sobre el escritorio y sin
dejar de girar su bolígrafo dorado, le
daba clic en cada vuelta. Después de
un suspiro cortado, dio un fuerte golpe
en el viejo escritorio descarapelado,
gritando: ¡Le queda poco amigo, así
que mejor dígame la verdad!
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Se le entrecortó la voz a Wilfrido,
rascó su cabeza y siguió hablando. Le
explicó una vez más todos los
detalles, hasta el momento en que se
lo llevaron amarrado los policías.
Llegaron a mi casa y sin decir nada
me echaron atrás de la camioneta.
Dijo.
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El gris blanquecino del humo sobre
los leños, el olor a café de olla, el
viento frío viajando por el techo de la
cocina, mezclado con las risas de su
familia frente al televisor, eran
imágenes entrecortadas que lo hacían
sentir seguro y anclado para poder
soportar estar encerrado.
Eran ya tres días metido en la cárcel,
sin saber nada, sin tener idea del
motivo de su aislamiento. Sólo recibía
insinuaciones de culpabilidad, mismas
que se adherían a su hambre e
insomnio.
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Busque a mi compadre, él le dirá la
verdad.
Volvió a insistir Wilfrido ante el
funcionario.
Es mi rifle, pero yo no tengo nada que
ver con esa muerte que usted dice.
Hasta ahora me entero de ese asunto.
Se me hace que quien haiga sido, no
quería matar a ese cristiano,
seguramente lo confundió con el
Animal.
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Movió la cabeza para reafirmar lo
antes dicho.
¿Quién lo confundió, usted o su
compadre?
Preguntó el ayudante del funcionario,
mientras movía su hombro recargado
en el marco metálico de la puerta, al
mismo tiempo que simulaba fajarse el
cinturón que buscaba por alguna parte
debajo de su pronunciado abdomen.
Pus, no sé.
Contestó Wilfrido sin moverse del
banco donde permanecía desde hacía
horas. Sin voltear la cabeza, con la
mirada clavada en los papeles de su
interrogante, continuó su respuesta:
Ya le digo que no sé nada, yo me
quedé en mi casa esa noche. Con la
gripa que tenía y la reuma, pá qué iba
a salir.
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El funcionario siguió escribiendo
concentrado en las teclas. Estaba
ocupado en acabar el informe de
actividades del presidente municipal.
Para demostrar atención al detenido,
de vez en cuando levantaba la ceja y
hacía un gesto de incredulidad.
Después de un largo rato, cerró una de
las carpetas, bostezó al mismo tiempo
que se contorsionaba. Se levantó y
empezó a buscar algo entre las
carpetas que tenía apiladas en el
suelo; de ahí sacó una hoja de papel
arrugada, la dejó caer en el escritorio
al mismo tiempo que golpeaba con la
mano, sonando fuertemente su anillo
contra la lámina:
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¡Mire!, este reporte demuestra que el
rifle fue encontrado lleno de lodo en
su parcela. Aquí están hechos, no
palabras. Suficiente evidencia para
poder meterlo muchos años a la
cárcel, es cuestión de tiempo y de
más averiguaciones.
Regresó al muelleo de su silla,
levantó la hoja de papel amarillento y
siguió hablando, al mismo tiempo que
Wilfrido trataba de medio leer qué
decía ese papel, difícil situación
porque había olvidado leer hace
años.
El funcionario enderezó su cara y
comentó:
La próxima semana regresará el
ministerio público de vacaciones, no
le va a creer nada, ni se tragará la
mentira de que su compadre mató a
ese fulano.
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Señaló, con su bolígrafo dorado, hacia
uno de los cajones medio oxidados
del escritorio y dijo:
El reporte aquí guardado, dice que su
compadrito anda de bracero en el
<otro lado>, según el acta firmada por
la esposa y otros vecinos.
En relación a lo que dice, tenemos el
reporte de personas de la Universidad
que dicen que el jaguar o tigre, como
ustedes le dicen, mata a sus presas
atacando por el cuello y luego se las
come, empezando por el pecho,
aunque parece ser que el becerro de
su compadre murió por ataque de
perros.
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Respiro profundamente, se paró de su
asiento, lo miró y continuó su discurso
como si estuviera dictando una carta.
Si no fue usted, entonces fue ese pinto,
tigre, jaguar o como le llamen.
Seguramente le robó el arma y le disparó
al extinto que se sabe andaba cazando
conejos.
Se rió burlonamente de su último
comentario, acomodó el cojín del respaldo
y se sentó para continuar el llenado de
papeles.
Hubo un largo silencio donde el tiempo se
perdió, acompasado por fuertes tecleos en
la computadora al estilo antiguo de las
máquinas de escribir Remington. A estos
sórdidos sonidos se sumaba el rechinar de
sillas, de voces lejanas de personas que
subían y bajaban escaleras, además de
los aleteos de palomas tratando de
permanecer en las cornisas del edificio de
cantera.
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Todo se conjugaba en ese instante, el
dolor de tripas del ejidatario aumentaba
por la angustia de estar encerrado,
aunado a los días de inanición, ya que el
municipio no tenía presupuesto para
alimentar a los detenidos y no dejaban
pasar a la familia para llevarle comida.
En un vacío casi perpetuo, se escuchó el
gruñido de los intestinos de Wilfrido, fue
un sonido parecido al golpe de un tambor
viejo. Era el líquido que había hecho su
efecto al correr por sus tripas, esto
sucedía al momento de beber agua del
depósito oxidado del baño.
Ese gruñido estomacal altisonante, se
pronunció en espacio y tiempo,
rompiendo el silencio del lugar. Wilfrido
sorprendido por tremendo ruido,
aprovechó para retomar su insistencia.
¡Ayúdeme por favor!, les juro que no fui
yo. Déjenme demostrar mi inocencia,
quiero hablar por lo menos con mi familia
o con el comisariado ejidal.
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Sólo se escucharon tenues risas burlonas
por el sorprendente ruido gástrico.
Sin que le dijeran que hablara, comenzó a
narrar una vez más sobre su trabajo en el
campo, las ocasiones cuando iba de cacería
con sus amigos o cuando le pagaban para
llevar cazadores que venían de otros lados.
Al ir narrando sus viajes a la sierra, se le
cruzaban por la mente imágenes de sus
paseos en el monte con su rifle; escenas
con venados y jabalís muertos, y los
regresos a su casa con pieles, carne y un
poco de dinero.
Sabía que todo eso era clandestino, ilegal.
En su conciencia le brincaba lo que había
aprendido en sus cursos de Carta de la
Tierra y educación ambiental. Se acordaba
de los efectos al destruir la casa de todos,
donde viven los animales del monte, pero
como nadie dice nada, algunos comunitarios
como él lo seguían haciendo a pesar del
compromiso que habían hecho de cuidar.
19
Al igual que todos en la comunidad,
sabía lo difícil que era encontrar
animales silvestres en el monte y
cómo algunos de éstos tenían
problemas para sobrevivir, como los
pumas, que descendían de la sierra
por hambre y sed.
Hablaba y hablaba, sin ser
escuchado.
Era más importante el quehacer del
informe del presidente municipal, y
para el ayudante su atención había
cobrado mayor importancia al fijar su
mirada en la guapa secretaria de la
habitación contigua.
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Wilfrido ya no era consciente de su
narración, sólo escupía palabras,
hasta que fue callado con un…
¡No seas mujercita!
Gritó el ayudante, buscando entre los
papeles del escritorio la mirada de
confirmación de su jefe.
Quién te manda meterte en
problemas. Deja de hablar, no ves
que estamos ocupados, ya no te
quejes.
Antes de terminar de hablar, su jefe
lo interrumpió: Es cosa de que su
gente se apure, ya veremos qué nos
trae el comisariado.
Pero si no está al tanto, de saberlo ya
me hubiera visitado, dijo Wilfrido.
Usted qué sabe, ya lo enteramos y
tiene un pendientito con nosotros.
Mejor cállese por favor, no quiero
escucharlo más.
21
Hubo nuevamente un silencio largo
que se combinaba entre el bullicio
de la gente que abandonaba el
edificio para irse a comer.
El tiempo perdió sentido, todo
seguía en un movimiento sordo. De
algún lado, se escuchó una voz
todopoderosa que decía…
Wilfrido Chávez Suárez, se le
sentencia a 15 años de prisión.
Se le condena por matar de un
balazo a Gilberto Hernández
Moreno. No tendrá derecho a ver a
su familia y todos sus bienes
pasarán a la esposa e hijos del
fallecido.
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¡Oiga!, no por favor, no quiero dejar a
mis hijos, están muy chicos. Gritó
Wilfrido.
¡Qué le pasa! Respondió el
funcionario. No le dije que me dejara
trabajar, el informe del presidente
debe estar listo para la cinco de la
tarde.
Molesto por la interrupción, lo miró
con desafío y desprecio, bajó la
mirada y siguió escribiendo.
Después de ese regaño, más que
incómodo, Wilfrido se sintió aliviado
por estar ahí en esa oficina y no
frente al juez que lo sentenciaba en
su sueño.
Movió la cabeza afirmando
sumisamente, pero feliz al
comprender que sólo se había
dormido.
23
Nuevamente lo consumía la
impaciencia, sin saber qué esperar.
Miraba las manecillas del reloj de la
pared, en cada golpe a los números
romanos, le surgían más y más
pensamientos, desde…
«Usted perdone, fue un mal entendido
se puede retirar».
Hasta… los reclamos de su esposa
por no haber estado en la boda de su
hija Emilia.
«Por andar ayudando a tu amigo
estás encerrado y no entregaste a tu
hija en la iglesia.»
Estas vivencias se cruzaban en su
mente con la escena donde estaba
con su compadre y le pedía prestado
el rifle.
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En un pestañeo de cansancio, volvió
a revivir la historia…
Compadre qué le pasa, por qué
viene tan enmuinado.
Había saludado así Wilfrido a su
amigo de toda la vida.
Vengo a pedirle un gran favor.
Con tono nervioso se dirigió a
Wilfrido, acomodándose el
sombrero. Antes de que Wilfrido
dijera algo, su amigo se le adelantó.
No me vaya a venir con sermones,
necesito que me ayude, el tigre se
echó a mi becerro. Me tocó la mala
suerte.
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Wilfrido, con los ojos bien abiertos, se
rascó la cabeza con sorpresa e
interrogación.
Lo entiendo José Vicente, acuérdese que
ya nos habían dicho de mover nuestros
animales, para que ya no estuvieran en los
potreros pegados a la sierra, no sólo por
los gatos grandes, sino por precaución de
los incendios y el abigeato.
Dijo en tono firme, señalando con la mano
la silla para que se sentara.
Vine a pedir ayuda, no para ser regañado.
Refutó José Vicente, con un tosido
apagado por el pañuelo que se llevó en
ese instante a la boca. Una vez más, lo
interrumpió con un…
¡Claro que también yo estaría enojado!
Poco tenemos y nos lo quitan así de
rápido. Ese tigre baja en época de secas
por necesidad, acuérdese compadrito,
desde que éramos chamacos venía a
visitarnos.
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De manera automática contestó.
Lo que me pide es delicado, pus sabe
que no lo presto a nadie, pero por ser
usted y lo ocurrido, haré la
particularidad. Nada más se lo
encargo mucho, apenas le limpié el
cañón y está recién ajustada la mira.
Resaltó Wilfrido. Nada más no se
meta mucho al monte, es traicionera
la noche y ese animal es muy rápido.
Se dieron un apretón de manos y se
despidieron. Salió de la casa, montó
el caballo y le gritó:
Gracias compadre, sabía que no me
lo negaría.
Acomodó su gorra y abrochó los
botones de su chamarra para irse a
toda prisa rumbo a la sierra.
Los clics, clic de las manecillas del
reloj seguían llevándose los instantes
angustiantes del encierro, hacían
cada vez más eternos los recuerdos y
las esperanzas de ver a su familia.
Le seguían saltando recriminaciones
por tener el arma en casa, los peligros
para la familia por un mal uso y el
haberla prestado.
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A lo lejos se escuchaba una voz familiar, el
sonido fue intensificándose hasta que…
Pá, ¿estas ahí?, dice mi mamá que te
vayas a dormir.
Ehhhh!, sí, ya voyyy.
Adormilado medio contestó Wilfrido, pero al
darse cuenta dónde estaba, saltó del
banco, se restregó los ojos, estiró los
brazos y dirigió la voz a la ventana de
madera.
Sí hija, ahorita voy, nada más deja recoger
la herramienta y la grasa.
Suspiró profundamente y a media voz
susurró…
Este rifle es mejor dejarlo bien guardado,
no quiero tristezas.
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TEXTO: J. ADRÍAN FIGUEROA HERNÁNDEZ
ILUSTRACIONES: EMMA ORTEGA JORDÁ RDZ. Mayo 2016