como leer unlibro-argumentos

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Mortimer J. Adler y Charles van Doren Cómo leer un libro hará una mala lectura y pensará que los autores difieren, o pasará por alto sus diferencias reales debido a las semejanzas verbales de sus enunciados. Hay otra prueba para demostrar si el lector ha comprendido la proposición de una oración que ha leído. ¿Puede señalar una expe- riencia que haya tenido que describa la proposición o que guarde algún tipo de relación con ella? ¿Puede poner un ejemplo de la verdad general que ha sido enunciada refiriéndose a un caso concre- to? A veces, imaginar un caso posible es tan válido como citar uno real. Si el lector es incapaz de ilustrar la proposición, con la imagi- nación o por referencia a experiencias reales, debe sospechar que no sabe lo que se dice en el texto. No todas las proposiciones resultan igualmente adecuadas para esta prueba. Puede ser necesario tener la experiencia especial que sólo proporciona un laboratorio para asegurarse de que se han en- tendido ciertas proposiciones científicas, ·pero lo principal parece muy claro. Las proposiciones no se dan en el vacío: se refieren al mundo en que vivimos. A menos que el lector pueda demostrar cierta familiaridad con hechos reales o posibles a los que se refie- re la proposición, o a los que atañe de alguna manera, estará jugan- do con las palabras, no ocupándose del pensamiento y del conoci- miento. Vamos a ofrecer un ejemplo. Las siguientes palabras expresan una proposición básica de la metafísica: «Nada actúa salvo lo que es reaL» Hemos oído a muchos alumnos repetir esas mismas palabras con aire satisfecho, convencidos de estar cumpliendo su obligación para con el profesor y para con el autor con una repetición verbal tan perfecta; pero se ponía de manifiesto que se trataba de una imitación en cuanto les pedíamos que enunciasen la proposición con otras palabras. Raramente decían, por ejemplo, que si algo no existe, no puede hacer nada; y, sin embargo, es ésta la traducción evidente, evidente al menos para cualquiera que haya entendido la proposición en el sentido original. Si no conseguíamos que nos dieran una traducción, entonces les pedíamos que ejemplificasen la proposición. Si alguno nos decía que la hierba no crece simplemente con posibles chaparrones, o que una cuenta de banco no se incrementa simplemente gracias a un posible aumento, sabíamos que había comprendido la proposición. Podemos definir el vicio del «verbalismo» como el mal hábito de utilizar palabras sin relacionarlas con los pensamientos que de- berían expresar, y sin conciencia de las experiencias a las que debe- rían referirse. Eso equivale a jugar con las palabras. Como indican las dos pruebas que hemos sugerido, el «verbalismo» es el pecado capital de quienes no saben leer analíticamente. Tales personas nunca llegan más allá de las palabras. Poseen lo que leen como una memoria verbal que recitan en el vacío. Una de las acusaciones de algunos educadores modernos contra las artes liberales consiste precisamente en la tendencia al verbalismo, pero parece ocurrir exactamente lo contrario. El fallo que cometen en la lectura -el omnipresente verbalismo- quienes no han recibido instrucción en las artes de la gramática y la lógica demuestra que la carencia de dicha disciplina desemboca en la esclavitud de las palabras, no en su dominio. Hallar los argumentos Puesto que ya hemos dedicado suficiente tiempo a las proposi- ciones, a continuación vamos a hablar de la séptima regla de la lectura analítica, que requiere que el lector se ocupe de las series de oraciones. Como dijimos anteriormente, existe una razón para no formular esta regla de interpretación diciendo que el lector debería descubrir los párrafos más importantes, y tal razón consiste en que no hay convenciones fijas entre los escritores sobre la construcción de los mismos. Algunos grandes escritores, como Montaigne, Locke o Proust, presentan párrafos sumamente largos, mientras que otros, como Maquiavelo, Hobbes o Tolstói, los presentan relativamente cortos. En los últimos tiempos, y bajo la influencia del estilo perio- dístico, se aprecia una tendencia a recortar los párrafos con el fin de favorecer una lectura rápida y fácil. Probablemente, el párrafo que nos ocupa ahora es demasiado largo. Si hubiéramos querido mimar a nuestros lectores, deberíamos haber iniciado otro con las palabras «Algunos grandes escritores...» No se trata sólo de una cuestión de longitud. El punto conflicti- 136 137

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Page 1: Como Leer Unlibro-Argumentos

Mortimer J. Adler y Charles van Doren Cómo leer un libro

hará una mala lectura y pensará que los autores difieren, o pasará por alto sus diferencias reales debido a las semejanzas verbales de sus enunciados.

Hay otra prueba para demostrar si el lector ha comprendido la proposición de una oración que ha leído. ¿Puede señalar una expe- riencia que haya tenido que describa la proposición o que guarde algún tipo de relación con ella? ¿Puede poner un ejemplo de la verdad general que ha sido enunciada refiriéndose a un caso concre- to? A veces, imaginar un caso posible es tan válido como citar uno real. Si el lector es incapaz de ilustrar la proposición, con la imagi- nación o por referencia a experiencias reales, debe sospechar que no sabe lo que se dice en el texto.

No todas las proposiciones resultan igualmente adecuadas para esta prueba. Puede ser necesario tener la experiencia especial que sólo proporciona un laboratorio para asegurarse de que se han en- tendido ciertas proposiciones científicas, ·pero lo principal parece muy claro. Las proposiciones no se dan en el vacío: se refieren al mundo en que vivimos. A menos que el lector pueda demostrar cierta familiaridad con hechos reales o posibles a los que se refie- re la proposición, o a los que atañe de alguna manera, estará jugan- do con las palabras, no ocupándose del pensamiento y del conoci- miento.

Vamos a ofrecer un ejemplo. Las siguientes palabras expresan una proposición básica de la metafísica: «Nada actúa salvo lo que es reaL» Hemos oído a muchos alumnos repetir esas mismas palabras con aire satisfecho, convencidos de estar cumpliendo su obligación para con el profesor y para con el autor con una repetición verbal tan perfecta; pero se ponía de manifiesto que se trataba de una imitación en cuanto les pedíamos que enunciasen la proposición con otras palabras. Raramente decían, por ejemplo, que si algo no existe, no puede hacer nada; y, sin embargo, es ésta la traducción evidente, evidente al menos para cualquiera que haya entendido la proposición en el sentido original.

Si no conseguíamos que nos dieran una traducción, entonces les pedíamos que ejemplificasen la proposición. Si alguno nos decía que la hierba no crece simplemente con posibles chaparrones, o que una cuenta de banco no se incrementa simplemente gracias a un posible aumento, sabíamos que había comprendido la proposición.

Podemos definir el vicio del «verbalismo» como el mal hábito de utilizar palabras sin relacionarlas con los pensamientos que de- berían expresar, y sin conciencia de las experiencias a las que debe- rían referirse. Eso equivale a jugar con las palabras. Como indican las dos pruebas que hemos sugerido, el «verbalismo» es el pecado capital de quienes no saben leer analíticamente. Tales personas nunca llegan más allá de las palabras. Poseen lo que leen como una memoria verbal que recitan en el vacío. Una de las acusaciones de algunos educadores modernos contra las artes liberales consiste precisamente en la tendencia al verbalismo, pero parece ocurrir exactamente lo contrario. El fallo que cometen en la lectura -el omnipresente verbalismo- quienes no han recibido instrucción en las artes de la gramática y la lógica demuestra que la carencia de dicha disciplina desemboca en la esclavitud de las palabras, no en su dominio.

Hallar los argumentos

Puesto que ya hemos dedicado suficiente tiempo a las proposi- ciones, a continuación vamos a hablar de la séptima regla de la lectura analítica, que requiere que el lector se ocupe de las series de oraciones. Como dijimos anteriormente, existe una razón para no formular esta regla de interpretación diciendo que el lector debería descubrir los párrafos más importantes, y tal razón consiste en que no hay convenciones fijas entre los escritores sobre la construcción de los mismos. Algunos grandes escritores, como Montaigne, Locke o Proust, presentan párrafos sumamente largos, mientras que otros, como Maquiavelo, Hobbes o Tolstói, los presentan relativamente cortos. En los últimos tiempos, y bajo la influencia del estilo perio- dístico, se aprecia una tendencia a recortar los párrafos con el fin de favorecer una lectura rápida y fácil. Probablemente, el párrafo que nos ocupa ahora es demasiado largo. Si hubiéramos querido mimar a nuestros lectores, deberíamos haber iniciado otro con las palabras «Algunos grandes escritores...»

No se trata sólo de una cuestión de longitud. El punto conflicti-

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vo afecta a la relación entre lengua y pensamiento. La unidad lógica a la que la séptima regla enfoca en la lectura es el argumento, es decir, una secuencia de proposiciones, algunas de las cuales ofrecen razones para otras. Esta unidad lógica no mantiene una relación única con ninguna unidad reconocible de la escritura, al modo en que los términos están relacionados con las palabras, y las frases y las proposiciones con las oraciones. Un argumento puede expresar- se en una sola oración compleja, o en una serie de oraciones que únicamente formen parte de un párrafo. En ocasiones, un argumen- to coincide con un párrafo, pero también puede ocurrir que se de- sarrolle a lo largo de varios o muchos párrafos.

Se plantea otra dificultad. En cualquier libro hay muchos párra- fos que no expresan un argumento, quizá ni siquiera una parte de un argumento. Pueden consistir en colecciones de oraciones que de- tallan pruebas o explican cómo se han recogido dichas pruebas. Al igual que hay oraciones de importancia secundaria, porque son sim- ples digresiones o comentarios, también puede haber párrafos de este tipo, y apenas hará falta decir que deben leerse bastante de- prisa.

Debido a todo lo anterior, sugerimos otra formulación de la RE-

GLA 7.•: ENCONTRAR, SI SE PUEDE, LOS PARRAFOS DE UN LIBRO QUE

ENUNCIEN LOS ARGUMENTOS IMPORTANTES; PERO SI ÉSTOS NO ES-

TÁN ASÍ EXPRESADOS, LA TAREA DEL LECTOR CONSISTE EN CONS-

TRUIRLOS, TOMANDO UNA ORACIÓN DE ESTE PARRAFO Y OTRA DE

AQUÉL, HASTA HABER REUNIDO LA SECUENCIA DE ORACIONES QUE

CONSTITUYE EL ARGUMENTO. Una vez descubiertas las oraciones fundamentales, la construc-

ción de párrafos debería resultar relativamente fácil. Hay varias formas de hacerlo. Una de ellas consiste en escribir en un papel las proposiciones que integran un argumento, pero, como ya hemos apuntado, una forma mejor es poner números en el margen, junto a otras señales, para indicar los lugares en los que aparecen las ora- ciones que deberían unirse en una secuencia.

Los escritores prestan mayor o menor ayuda a sus lectores a la hora de aclarar los argumentos. Los buenos autores de ensayos tra- tan de develar su pensamiento, no de ocultarlo; pero ni siquiera todos los buenos escritores lo hacen del mismo modo. Algunos, como Euclides, Galileo o Newton (que emplean un estilo geométri-

co o matemático), se aproximan al ideal de hacer coincidir un solo párrafo con una unidad de argumentación. El estilo en la mayoría de los terrenos no matemáticos de la escritura tiende a presentar dos o más argumentos en un solo párrafo, o a que un argumento se desarrolle en varios párrafos.

Cuanto más imprecisa la construcción de un libro, más difusos suelen ser los párrafos. En muchas ocasiones hay que buscar en todos los párrafos de un capítulo para hallar las oraciones con las que se puede construir el enunciado de un solo argumento. Algunos libros nos obligan a buscar en vano, y otros ni siquiera alientan esa búsqueda.

Un buen libro se autorresume a medida que se van desarrollan- do los argumentos. Si el autor resume los argumentos al final de un capítulo o de una parte complicada, el lector debería ser capaz de volver a las páginas anteriores y encontrar los materiales que ha reunido en el resumen. En El origen de las especies, Darwin resu- me todo el argumento en el último capítulo, titulado «Recapitula- ción y conclusión». El lector que ha trabajado concienzudamente con todo el libro se merece esa ayuda, y el que no lo ha hecho no sabe utilizarla.

Si se ha inspeccionado bien el libro antes de empezar a leerlo analíticamente, se sabrá si hay párrafos que resumen la obra y dón- de se encuentran. Entonces podremos emplearlos de la mejor forma posible al interpretarla.

Otra señal que delata un libro malo o construido con impreci- sión es la omisión de pasos en un argumento. A veces éstos pueden omitirse sin perjuicio ni inconvenientes, porque las proposiciones que no se han incluido por lo general pueden aportarlas los cono- cimientos comunes y corrientes de los lectores; pero en otras oca- siones, esta omisión crea confusión, quizá precisamente el fin que se persigue. Uno de los trucos más conocidos del orador o del pro- pagandista consiste en no decir ciertas cosas, cosas sumamente re- levantes para el argumento pero que podrían ser refutadas si se expresaran explícitamente. Si bien no esperamos que un escritor honrado que desea instruir acuda a tales recursos, es una máxima sensata de la lectura cuidadosa hacer explícitos todos los pasos de un argumento.

Sea cual fuere la clase de libro en cuestión, la obligación del

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lector no varía. Si la obra contiene argumentos, debe saber de qué tratan y ser capaz de resumirlos en pocas palabras. Cualquier buen argumento puede resumirse de este modo. Naturalmente, hay ar- gumentos construidos sobre otros. En el transcurso de un análisis complejo, puede demostrarse una cosa con el fin de demostrar otra, y utilizar esto a su vez para subrayar otro punto. Sin embargo, las unidades de razonamiento son argumentos únicos. Si el lector pue- de encontrarlos en el texto que tiene ante sí, raramente pasará por alto las secuencias más amplias.

Quizá alguien objete que todo esto es muy fácil decirlo pero que, a menos que se conozca la estructura de los argumentos como los conoce un lógico, ¿cómo encontrarlos en un libro o, aun peor, cons- truirlos cuando el autor no los enuncia en un solo párrafo, de forma compacta?

La respuesta estriba en que, evidentemente, el lector no tiene por qué conocer los argumentos al igual que los conoce un lógico. Existen relativamente pocos lógicos en el mundo, para bien o para mal. La mayoría de los libros que transmiten conocimientos y que pueden instruir contienen argumentos y están destinados al lector medio, no a los especialistas en lógica.

No hace falta gran competencia lógica para leer esta clase de libros. Repitiendo lo que hemos dicho anteriormente, la mente humana tiene una naturaleza tal que si funciona durante el proceso de la lectura, si llega a coincidir con los términos del autor y a comprender sus proposiciones, también comprenderá sus argu- mentos.

Sin embargo, hay una serie de aspectos que pueden resultar úti- les al lector para cumplir esta regla. En primer lugar, hay que re- cordar que todo argumento debe incluir varios enunciados, algunos de los cuales ofrecen las razones por las que se debería aceptar una conclusión propuesta por el autor. Si se encuentra primero la con- clusión, a continuación hay que buscar las razones, y si se encuen- tran éstas primero, hay que ver a dónde conducen.

En segundo lugar, hay que distinguir entre el tipo de argumento que señala uno o más hechos concretos como prueba de una genera- lización y el que ofrece una serie de enunciados generales para de- mostrar otras generalizaciones. El primer tipo de razonamiento suele denominarse inductivo, y el segundo deductivo; pero las de-

nominaciones no son lo importante. Lo que importa es la capacidad para distinguir entre ambos.

En las obras científicas, se aprecia tal distinción siempre que se hace hincapié en la diferencia entre la prueba de una proposición mediante el razonamiento y su establecimiento mediante la expe- rimentación. En Dos nuevas ciencias, Galileo habla de ilustrar me- diante conclusiones experimentales a las que ya se ha llegado por medio de una demostración matemática, y en uno de los capítulos finales de Sobre el movimiento del corazón, el gran fisiólogo Wi- lliam Harvey escribe lo siguiente: «La razón y la experimentación han demostrado que, mediante el latido de los ventrículos, la sangre fluye a través de los pulmones y del corazón y es bombeada hasta todo el cuerpo.» A veces puede respaldarse una proposición me- diante el razonamiento procedente de otras verdades generales y con pruebas experimentales, pero en otros casos sólo se dispone de un método.

En tercer lugar, hay que observar qué cosas dice el autor que deben darse por supuestas, cuáles pueden demostrarse y cuáles no hay que demostrar porque son evidentes. Quizá el escritor trate de decirnos honradamente cuáles son suposiciones, o quizá, con una actitud igualmente honrada, deje que las averigüe el lector. Desde luego, no todo puede demostrarse, al igual que no todo puede de- finirse. Si hubiera que d mostrar todas las proposiciones, no po- dría iniciarse ninguna prueba. Para probar otras proposiciones ha- cen falta axiomas y postulados. Naturalmente, si se demuestran otras proposiciones, se las puede emplear como premisas en otras pruebas.

En definitiva: toda línea de argumentación ha de empezar en alguna parte, existiendo, normalmente, dos formas o puntos en los que esto puede ocurrir: con supuestos en los que coinciden escritor y lector, o con lo que hemos denominado proposiciones evidentes, que no pueden negar ni el escritor ni el lector. En el primer caso, puede tratarse de cualquier cosa, siempre y cuando exista un acuer- do. 1 segundo caso requiere mayor consideración.

Ultimamenre es lugar común referirse a las proposiciones evi- dentes como «tautologías», como si se entendiera este término con cierto desprecio, como si se tratase de algo trivial o sospechoso de ser pura prestidigitación, como quien saca conejos de un sombrero

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de copa. Se introduce en éste la verdad definiendo las palabras, y después se la extrae como con sorpresa de que estuviera allí. Pero no siempre ocurre así.

Pongamos un ejemplo: existe una diferencia considerable entre una proposición como «El padre de un padre es un abuelo» y otra como «El todo es mayor que sus partes». El primer enunciado es una tautología: la proposición está contenida en la definición, y sólo levemente oculta la estipulación verbal «Digamos que el padre de un padre es el padre de éste», pero no ocurre en absoluto lo mismo con la segunda proposición. Veamos por qué.

El enunciado «El todo es mayor que sus partes» expresa nuestra comprensión de las cosas como son, así como la de sus relaciones, que permanecerían iguales independientemente de las palabras que usáramos o de cómo estableciésemos las convenciones lingüísticas. Existen todos cuantitativamente finitos con partes finitas y defini- das; esta página, por ejemplo, puede cortarse en mitades o en cuar- tos. Ahora bien, al igual que entendemos un todo finito (es decir, cualquier todo finito) y una parte definida de un todo finito, tam- bién entendemos que el todo es mayor que la parte, o la parte me- nor que el todo. Lo anterior se aleja tanto de algo puramente verbal que no podemos definir el significado de las palabras «todo» y «parte», ya que éstas expresan ideas primitivas o indefinibles. Como es imposible definirlas por separado, lo único que podemos hacer es expresar lo que entendemos por todo y parte mediante un enunciado de cómo están relacionados los todos y las partes.

El enunciado es axiomático o evidente en el sentido de que ve- mos inmediatamente la falsedad de lo opuesto. Podemos utilizar la palabra «parte» para esta página y la palabra «todo» para la mitad después de haberla cortado en dos, pero no pensar que antes de cortarla era menor que la mitad una vez cortada. Independiente- mente de cómo utilicemos el lenguaje, nuestra comprensión de los todos finitos y de sus partes definidas es tal que nos vemos obliga- dos a decir que sabemos que el todo es mayor que la parte, y lo que sabemos constituye la relación entre los todos existentes y sus par- tes, no algo acerca del uso de las palabras o su significado.

Por consiguiente, estas proposiciones evidentes poseen la cate- goría de verdades indemostrables pero al mismo tiempo innegables. Se basan únicamente en la experiencia cotidiana y forman parte del

conocimiento común y corriente, porque no pertenecen a un cuerpo organizado de conocimiento, no más a la filosofía o las matemáticas que a la ciencia o la historia. Por eso Euclides las denominaba «no- ciones comunes». Son, además, instructivas, si bien Locke, por ejemplo, pensaba lo contrario. No veía la diferencia entre una pro- posición que realmente no instruye, como la que hemos menciona- do anteriormente sobre el abuelo, y otra que sí lo hace -una pro- posición que nos enseña algo que en otro caso no conoceríamos-, como la referente a las partes y los todos, y quienes clasifican tales proposiciones como «tautologías» cometen el mismo error. No comprenden que algunas de ellas realmente incrementan el cono- cimiento, mientras que otras, naturalmente, no lo hacen.

Hallar las soluciones

Podemos llevar a un punto decisivo estas tres reglas de la lectu- ra analítica -las referentes a los términos, las proposiciones y los argumentos- formulando una octava, que rige el último paso de la interpretación del contenido de un libro. Aún más: vincula la pri- mera etapa de la lectura analítica (perfilar la estructura) con la se- gunda (interpretar el contenido).

El último paso en la tentativa de averiguar sobre qué trata un libro consiste en descubrir los principales problemas que el autor trata de resolver en su obra. (El lector recordará que tal tema queda cubierto por la cuarta regla.) U na vez que se ha llegado a compren- der los términos del autor y sus proposiciones y argumentos, hay que poner a prueba lo que se ha hallado planteándose más pregun- tas. ¿Cuál de los problemas que intentaba resolver el autor ha lo- grado solucionar? En el transcurso de la resolución, ¿ha planteado otros? Entre los que no ha logrado resolver, los primeros o los segundos, ¿de cuáles es consciente que no lo ha logrado? Un buen escritor, al igual que un buen lector, debe saber si un problema se ha resuelto o no, aunque, naturalmente, es bastante probable que al lector le cueste menos trabajo reconocer la situación.

La regla que rige este último paso de la lectura interpretativa es

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