comentarios a san juan a cerca de la amistad

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Comentarios a San Juan a cerca de la amistad La hora, el paso, “hasta el extremo” “Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn. 13,1). Comienzo todas estas consideraciones acerca de este tema con las palabras de san Juan en su evangelio. Con la Última Cena ha llegado “la hora” de Jesús, hacia la que se había encaminado desde el principio con todas sus obras. Las “horas” de Jesús lo acompañaron en todo su ministerio como hitos en el evangelio de Juan: las bodas de Caná (Jn. 2,4), la Samaritana (Jn. 4,21), la fiesta de los judíos (Jn. 7,6) y el encuentro con los griegos (Jn. 12,23). Lo esencial de esta hora queda perfilado por Juan con dos palabras

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Comentarios a San Juan a cerca de la amistad

La hora, el paso, “hasta el extremo”

“Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn. 13,1). Comienzo todas estas consideraciones acerca de este tema con las palabras de san Juan en su evangelio. Con la Última Cena ha llegado “la hora” de Jesús, hacia la que se había encaminado desde el principio con todas sus obras. Las “horas” de Jesús lo acompañaron en todo su ministerio como hitos en el evangelio de Juan: las bodas de Caná (Jn. 2,4), la Samaritana (Jn. 4,21), la fiesta de los judíos (Jn. 7,6) y el encuentro con los griegos (Jn. 12,23). Lo esencial de esta hora queda perfilado por Juan con dos palabras fundamentales: es la hora del “paso” (metabaínein — metábasis); es la hora del amor ágape “hasta el extremo”.

Los dos términos se explican recíprocamente, son inseparables. El amor mismo es el proceso del paso, de la transformación, del salir de los

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límites de la condición humana destinada a la muerte, en la cual todos estamos separados unos de otros, en una alteridad que no podemos sobrepasar. Es el amor hasta el extremo el que produce la “metábasis” aparentemente imposible: salir de las barreras de la individualidad cerrada, eso es precisamente el ágape, la irrupción en la esfera divina.

Esta “metábasis” ya lo habíamos considerado cuando dijimos que el amor hacia uno mismo, cuando es auténtico, da el salto hasta el amor al prójimo. En Jesús vemos este salto “extremo” que se traduce en el amor que pasa de los propios límites hasta un límite sobrenatural, un límite que rompe incluso las barreras lógicas de lo humano, “hasta la muerte” (Flp. 2,8).

La “hora” de Jesús es la hora del gran “paso más allá”, de la transformación, y esta metamorfosis del ser se produce mediante el ágape. Es un ágape “hasta el extremo”, expresión con la cual Juan se refiere en este punto anticipadamente a la última palabra del Crucificado: “Todo está cumplido tetélestai” (Jn. 19,30). Este fin télos, esta totalidad del entregarse, de la metamorfosis de todo el ser,

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es precisamente el entregarse a sí mismo hasta la muerte.

Para entender mejor toda esta realidad, debemos distinguir el amor del enamoramiento, que normalmente se confunde. El enamoramiento no es otra cosa que “querer” a otra persona, pero para uno mismo. Existe un amor pero que en realidad es un amor a sí mismo. Sin embargo el amor, verdaderamente entendido, se complace en dar sin querer recibir, no es solamente una frase seca que se repite a menudo sino que es algo que se da incluso en el Amor, Dios (cf. 1 Jn. 4,16). Podemos decir que el enamoramiento busca siervos, el amor busca amigos (Jn. 15,15).

Para que se dé una amistad por virtud más perfecta, según la línea de Aristóteles “los verdaderos amigos son aquellos entre los cuales existe la igualdad”1 Jesús se abaja hasta nosotros no para que Él sea igual a nosotros simplemente, sino se abaja para elevarnos hasta su condición, y no eliminar nuestra condición. Toda esta irrupción de Jesús en la esfera humana es una novedad incluso para la filosofía griega. Jesús habla de que ha salido del 1 Aristóteles, Ética Eudema. Libro VII cap. 4 (1239a 5)

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Padre y de su retorno a Él, todo esto podría suscitar el recuerdo del antiguo esquema del exitus y del reditus, de la salida y del retorno, como ha sido elaborado especialmente en la filosofía de Plotino. Sin embargo, el salir y volver del que habla Juan es totalmente diferente de lo que se piensa en el esquema filosófico. En efecto, tanto en Plotino como en sus seguidores el “salir”, que para ellos tiene lugar en el acto divino de la creación, es un descenso que, al final, se convierte en un decaer: desde la altura del “único” hacia abajo, hacia zonas cada vez más bajas del ser. El retorno consiste después en la purificación de la esfera material, en un gradual ascenso y en purificaciones, que van eliminando lo que es inferior y, finalmente, reconducen a la unidad de lo divino.

El salir de Jesús, por el contrario, presupone ante todo una creación, pero no entendida como decadencia, sino como acto positivo de la voluntad de Dios. Es también un proceso del amor, que demuestra su verdadera naturaleza precisamente en el descenso —por amor a la criatura, por amor a la oveja extraviada (cf. Lc. 15,4) —, revelando así en el descender lo que

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es verdaderamente propio de Dios. Y el Jesús que retorna no se despoja en modo alguno de su humanidad, como si ésta fuera una contaminación. El descenso tenía la finalidad de aceptar y acoger la humanidad entera y el retorno junto con todos, la vuelta de “toda carne”.

En esta vuelta se produce una novedad: Jesús no vuelve solo. No abandona la carne, sino que atrae a todos hacia sí (cf. Jn. 12,32). La “metábasis” vale para la totalidad. Aunque en el primer capítulo del Evangelio de Juan se dice que los “suyos” ídioi no recibieron a Jesús (cf. Jn. 1,11), ahora oímos que Él ha amado a los “suyos” hasta el extremo (cf. Jn. 13,1). En el descenso, Él ha recogido de nuevo a los “suyos” —la gran familia de Dios—, haciendo que, de forasteros, se conviertan en “suyos”.

Para acercarnos a Dios, por otro lado, debemos estar limpios, pues es evidente que cuanto más nos acercamos a la luz, tanto más nos damos cuenta que necesitamos de purificación, entonces Jesús mismo es Aquel que hace esa purificación en el lavatorio de los pies.

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Muchos podrían estar tentados a decir que Jesús vino a reemplazar la purificación ritual por la purificación meramente moral o ética y el cristianismo se convertiría en una especie de leyes morales sin profundidad. Sin embargo, si nos preguntamos ¿cuándo estamos seguros de que tenemos un corazón limpio?, ¿cómo los hombres se purifican para ver a Dios (cf. Mt 5,8)?, no tendríamos respuesta a esas cuestiones, pero trataremos de responder más adelante.

El mandamiento nuevo

Es cierto que para amar al prójimo necesitamos un ejemplo que es el amor hacia uno mismo, como a ti mismo. Sin embargo el “mandamiento nuevo” de Jesús nos invita a amar como Él nos ha amado (cf. Jn. 13,34), es decir, hasta la muerte. Hasta aquí surgen tres cuestiones importantes a considerar.

Primera: muchos han interpretado el pasaje del mandamiento nuevo como una especie de cristianismo con un esfuerzo moral extremo, exigiendo al hombre una fuerza que supera las barreras del humanismo, solamente con lo humano, pues si las palabras de Jesús no

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consisten en eso, ¿qué es aquello que Jesús quiso enseñarnos?

Antes que nada, debemos entender que lo humano no puede alcanzar lo divino con fuerzas meramente humanas, mucho más si se trata de un acto puramente sobrenatural que es el amor de Dios y su imitación perfecta. Así que el hombre debe tener una fuerza, en este caso, sobrenatural para que sea posible amar sobrenaturalmente. El verdadero significado del mandamiento nuevo no puede consistir en la elevación de la exigencia moral. Lo esencial en estas palabras no es precisamente la llamada a una exigencia suprema, sino al nuevo fundamento del ser que se nos ha dado, a partir de la gracia de la relación con Él. La novedad solamente puede venir del don de la comunión con Cristo, del vivir en Él. De hecho, volviendo al hecho de la purificación, nos damos cuenta que hay una conexión entre el mandamiento y la purificación: sólo si nos dejamos lavar una y otra vez, si nos dejamos “purificar” por el Señor mismo, podemos aprender a hacer, junto con Él, lo que Él ha hecho.

Segunda: ¿cómo podemos imitar verdaderamente a Cristo y suplantar el modelo

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como a nosotros mismos por, como Él nos ha amado? Inevitablemente podemos responder con la respuesta de la cuestión anterior, pero podemos agregar otras perspectivas a cerca del mismo tema.

La inserción de nuestro yo en el suyo —“vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Ga. 2,20) — es lo que verdaderamente cuenta. El “mandamiento nuevo” no es simplemente una exigencia nueva y superior. Está unido a la novedad de Jesucristo, al sumergirse progresivamente en Él. Así que para que exista un verdadero ejemplo que pueda imitarse del mismo modo que imitamos el como nosotros mismos es vivir en Jesús, vivir gradualmente en el amor. De esta manera “el amor permanece en nosotros” (cf. 1 Jn. 4,16).

Tercera: ¿qué tipo de amor se acerca más al modelo de Cristo? Siguiendo esta línea, podemos afirmar contundentemente que el amor de Dios “es más fuerte que la muerte” (Cnt. 8,6). Porque amar como Él nos ha amado es precisamente dar ese salto del amor. Siendo que en el momento de su muerte, Jesús no se importó en absoluto por su cuerpo, sino que era “sin forma ni hermosura que atrajera nuestras

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miradas, sin un aspecto que pudiera agradarnos” (Is. 53,2), entonces podemos decir que su amor no se guiaba necesariamente por cuerpos, sino por su Espíritu y su conexión con los demás. Así que la presencia de la amistad en las acciones de Jesús, y la semejanza de la amistad con el amor de Jesús hacia nosotros se hace más manifiesta.

No se turbe vuestro corazón

“No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros.” (Jn. 14,1-3); “y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre” (Jn. 14,16). Siguiendo con el evangelio de Juan escuchamos que Jesús, viendo la preocupación humana de los Apóstoles por la futura ausencia de su maestro les da una doble promesa: las moradas, y el Paráclito.

El amor busca siempre presencia, “¿no es verdad que para los amigos el convivir es lo

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más deseable?”2, por eso Jesús hace una promesa a los Apóstoles de un lugar en donde podrían estar eternamente en presencia de su Amigo. Pero esa espera podría ser muy larga aquí en la tierra, mucho más a los futuros miembros de la Iglesia que habrán de venir, así que promete la venida del Espíritu Santo que santifica al pueblo de Dios en la asamblea de una celebración litúrgica.

Otra característica del amor, es que de alguna manera vive de los recuerdos buenos, ¿Cuántas veces nos pasamos horas, en ausencia del amado, pensando en los momentos de convivencia ansiando la presencia real del este amado? Con esto Jesús unifica los conflictos en la reunión de los fieles, inspirados y santificados en la liturgia, que, por la fuerza del Espíritu Santo (paráclito), hacen memoria de la vida de Cristo y hacen presente a Cristo mismo como primicia de la eternidad, el cielo en la tierra.

Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida

“Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí.” Escuchemos de vuelta

2 Aristóteles, Ética Nicomaquea, Libro IX cap. 12 (1171b 30)

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las palabras que Jesús dijo: …el Camino, la Verdad y la Vida; no dijo,…un camino, una verdad y una vida. Jesús es el único camino que va al Padre “nadie va al Padre si no por mí”; es aquella voz de la Verdad “Todo el que es de la verdad, escucha mi voz” (cf. Jn. 18,37); es la vida en abundancia “En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres” (Jn. 1,4).

Me gustaría hablar sobre un solo tema de esta hermosa frase, la Verdad. Inmediatamente nos viene a la mente la pregunta enigmática de Pilato “¿qué es la Verdad?” (Jn. 18,38), y tal vez nunca nos hemos preguntado efectivamente para responder sinceramente qué es la Verdad. ¿Puede esta Verdad ser asumida como categoría que marca las pautas de una política de estado? O ¿acaso la verdad es una dimensión inaccesible y todo queda en manos del relativismo y así los estados tratan de llegar a una paz con los instrumentos que brinda el poder meramente material?; si no contamos con la verdad como base ¿puede existir acaso una justicia auténtica que está subordinada a cambios a lo largo de la historia? Pero si necesitamos la verdad, ¿podemos reconocerla?, ¿cómo podemos contar con ella a modo de

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criterio de nuestro querer y pensar como individuos y como comunidad?

Si la razón de una persona refleja una cosa tal como es en sí misma, entonces esa persona ha encontrado la verdad. Pero sólo una pequeña parte de lo que realmente existe, no la verdad en toda su grandeza y plenitud. Eso nos dice la definición clásica de la filosofía medieval “adæquatio intellectus et rei” la adecuación entre el intelecto y la realidad (S. Teo. I, q. 21, 2 c). Otra afirmación es que la verdad está en el intelecto de Dios en sentido propio, verdadero y en primer lugar primo et proprie, mientras que en el intelecto humano está en sentido propio y derivado proprie quidem et secundario (De verit. q. 1, a. 4 c). Pero la verdad más fundamental que concuerda con la Biblia es que Dios es la primera y suma verdad, ipsa summa et prima veritas.

Todo esto se acerca a la misión del Mesías de dar testimonio de la verdad. Porque la verdad en toda su plenitud, pureza y grandeza no aparece. Solamente la podemos reconocer en el mundo, en las cosas que vemos. El mundo es verdadero en cuanto a que se acerca a Dios. Eso se aplica a todas las criaturas creadas por

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Dios, principalmente a aquella que es a su imagen y semejanza.

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Decisión de la voluntad y consentimiento de un bien que nosotros carecemos y queremos poseer.

El amor es la insuficiencia de lo humano que necesita y busca el encuentro y unión con otro ser.

El amor es una tendencia a un bien querido como propio y que se carece.

Si el amor está condicionado, cuando alguien tiene que ganarse el amor, lo que se le está comunicando es que no es intrínsecamente valioso o digno de ser amado. Lo que merece el amor no está dentro de él, sino fuera. Depende de la comparación con algún otro o con alguna expectativa.

La capacidad para expresar los propios sentimientos y convicciones combinada con el respeto por los pensamientos y sentimientos de los demás

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¿Cómo hacer que la virtud se eleve por encima de las bajas pasiones aun sabiendo que sufrir duele?