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Lucio Colletti La cuestión de Stalin y otros escritos sobre política y filosofía EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA

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Lucio Colletti

La cuestión de Stalin y otros escritos sobre política y filosofía

EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA

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Fuentes:

Principio del leninismo e altri scritti La nuova sinistra- Edizioni Samona e Savelli Roma, 1970

Il Marxismo e la "Filosofía della Storia" di Hegel Universita degli Studi di Salema Morano-Napoli, 1970

Marx, Hegel e la Scuola di Francoforte Rinascita, n.o 20 Roma, mayo 1971

Introduction to Karl Marx - Early Writings Penguin Books Londres, 1975

Marxismo e Dialettica © Laterza Roma - Bari, 1974

Traducción: Francisco Fernández Buey Angels Martínez Castells

Portada: Julio Vivas

© Lucio Colletti © EDITORIAL ANAGRAMA, 1977 Calle de la Cruz, 44 Barcelona-17

ISBN 84- 339 -1401- 4

Depósito Legal: B. 20004 -1CJ77

Printed in Spain

Gráficas Diamante, Zamora 83, Barcelona-5

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INDICE

Nota introductoria, por Francisco Fernández Buey 5

La cuestión de Stalin . 9

El marxismo y la «Filosofía de la Historia» de Hegel 44

Marx, Hegel y la Escuela de Frankfurt: conversación con Lucio Colletti 78

Introducción a los primeros escritos de Marx 97

Marxismo y dialéctica 163

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NOTA INTRODUCTORIA

La obra de Lucio Colletti aparece en cierto modo como una excepción en el marxismo europeo de nuestros días. Llegado al partido comunista italiano por una combinación de motivos entre los que él mismo destaca la orientación matetialista, científica, del método y de la doctrina en los que el movimiento comunista se inspira, así como la convicción de que b razón histórica en los duros días de la guerra fría correspondía a quienes luchaban por el socialismo en Asia y Europa, Colletti salió de esa organización, en la cual llegó a militar durante varios años, en la década de los sesenta. Y salió sin aspavientos, pero convencido de que la auto­crítica antiestalinista de los partidos comunistas de la Europa occi­dental era por entonces mero adorno ideológico, declaración ver­bal casi siempre exenta de la radicalidad analítica necesaria. Ese convencimiento y su constante referencia al hecho de que la reso­lución de la crisis del movimiento comunista procedente de la III Internacional ha de empezar por el estudio, por la teoría, por la estimación de los fenómenos nuevos, le diferencian de otros man­darines burgueses de las letras que, como flores comunistas de un día, suelen escupir al cerrarse todo el veneno de las frustraciones personales y de las insatisfacciones cosechadas en un maridaje al que atribuyen luego la causa de su parcial ocaso o la imposibilidad

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de empezar a pensar por cuenta propia; y le diferencian también de los oportunistas de aparato, que tanto abundan desde 1968, para quienes la bondad o maldad de una línea política parece de­pender de su propia proximidad al vértice dirigente.

Colletti no ha sido nunca hasta ahora ni de aquéllos ni de éstos.

Al contrario, sí se repasa su obra escrita desde el momento de la ruptura con el PCI, podrá observarse que no abundan en ella los exabruptos contra los viejos amigos naturales ni la mo­nótona y desesperante cantinela de quien hace de la justificación de la ruptura la única razón a veces mercantil, para seguir pro­duciendo. Pero su actitud no es tampoco el conformismo acrítico o la escéptica espera en que los hechos nuevos acaban dando la razón al disidente de otro tiempo. Su estar en el movimiento co­munista parece ser más bien fría pasión, radicalidad en la crítica de aquellas iniciativas del marxismo mayoritario que considera erróneas, y radicalidad, igualmente, en el análisis de esa compleja degradación a la que un día se llamó «culto a la personalidad de Stalin» o en la estimación de las conclusiones que deberían sacarse de ahí para la práctica política en occidente. Es en este sentido en el que hay que leer trabajos, tan interesantes también por otras razones, como el que abre la selección de escritos de Colletti que aquí se presenta.

Esa insólita situación de «independiente» en el seno del mo­vimiento comunista no es en absoluto cómoda, y menos para un filósofo como es Colletti, para un filósofo que luego de haber afirmado la importancia de la relativa autonomía de la teoría res­pecto de la política inmediata llega a la conclusión drástica de que la agravación de los problemas del marxismo como doctrina y del comunismo como práctica y aspiración hacia la liberación de la humanidad exigen superar la fase de reflexiones como las que se hacen en El marxismo y Hegel para dar primacía a la eco­nomía y a la sociología, al análisis socieconómico. Este saber y la lucidad del convencimiento que le acompaña tampoco están exentos de autocontradicciones y dificultades. La más importante de las cuales, aquélla en la que, en mi opinión, se encuentra hoy

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la obra de Lucio Colletti, es la de moverse todavía en dos planos de la reflexión marxista demasiado alejados entre sí: el de la na­turaleza científica de las propuestas marxianas para la construc­ción de una ciencia de lo social, y el del publicismo de las afir­maciones categóricas acerca de los ejemplos prácticos, inmediatos, que tenemos hoy, tanto en lo que hace a la construcción del so­cialismo en sociedades como la URSS o China cuanto en lo que hace a las propuestas alternativas que se concretan en la estra­tegia de los principales partidos comunistas del área mediterránea. Pues entre esos dos planos falta otro, el plano mediador, aquél precisamente que el propio Colletti considera esencial, el trabajado por Hilferding en El Capital financiero, por Rosa Luxemburg en La acumulación de capital o por Lenin en El imperialismo.

Así las cosas, parece como si toda la lucidez del filósofo Colletti hubiera que verla en su papel de husmeador que indica los parajes por los cuales, después de un apropiado reconocimien­to del terreno por otros perros de caza, pudiéramos hacernos pro­piamente con el objeto que interesa, con la pieza por aferrar.

Ese, se dirá, ha sido siempre, tradicionalmente, el papel del filósofo. Y, en efecto, hay que reflexionar sobre la aparente para­doja de que, hasta cuando éste se hace marxista, incluso cuando cree estar haciendo ciencia en sentido estricto, pocas veces supere la misión anterior al «levantar la liebre». ¿No dijo Marx que el materialismo histórico es la fusión del proletariado con la filosofía clásica alemana? El propio Colletti parece haber llegado a la con­vicción, en estos últimos años, de que en ese tema también Marx dormía a veces, o, dicho de otro modo, que en El Capital no pue­de verse más que una introducción a la fundamentación de la cienica de lo social en la cual la contraposición entre ciencia y filosofía sigue existiendo.

Tal vez por todo eso, por la radicalidad con que su obra (tanto cuando versa sobre temas teóricos generales como cuando versa sobre experiencias sociopolíticas concretas como el estalinis­mo, la revolución china o la vía pacífica al socialismo) señala zo­nas problemáticas y por la falta de mediación que en ella hay entre esos dos planos, el filósofo comunista «independiente» no

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suele ser del agrado de las sectas, sean éstas pequeñas o grandes, y así la producción de Colletti y su actividad han sido puestas en cuestión sucesivamente por algunos de los principales represen­tantes del marxismo mayoritario en Italia que ven en él un modo de moverse próximo al del intelectual tradicional, por los jóvenes maoístas necesitados de dogmas que ven en el criticismo de Colletti demasiados distingos y, más recientemente, por algunos sectores del nuevo movimiento estudiantil italiano que quizás se lo deben representar como la quintaesencia de la academia roja.

Pero, frente a esos críticos, podría decirse que el callejón en el que se ha metido la obra de Colletti sobre todo después de la Entrevista concedida a la New Left en 1974 es paradigmática­mente la encrucijada de uno de los marxismos más interesantes y productivos de las últimas décadas. Y si bien es verdad que en ese marxismo apunta a veces el fatalismo escéptico de quien por saberlo todo sobre la historia pasada sabe tal vez demasiado sobre el universo presente, mientras encontramos las mediaciones nece­sarias y las prácticas correspondientes para salir del dilema abier­to entre socialdemocracia y estalinismo, ¿no es mejor el criticis­mo radical que la beata insistencia en edulcorar la falta de liber­tades en los países llamados socialistas o en embellecer, de forma utopista, un futuro paraíso pluralista construido a golpe de ideo­logía?

En cualquier caso, reflexionando acerca de ensayos como «La cuestión de Stalin», «Marxismo y dialéctica», etc., el lector ten­drá algunos elementos de juicio más para decidir sobre esa pre. gunta.

FRANCISCO FERNÁNDEZ BUEY

17 abril, 77.

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LA CUESTION DE STALIN

Cuando, en noviembre de 1917, el partido bolchevique desen­cadenó la insurrección y tomó el poder, la idea que dominaba en la mente de Lenin y de sus camaradas era que aquel hecho sería el primer acto de la revolución mundial. Aquel acto no tuvo lugat en Rusia antes que en otro país porque se considerase que la Rusia de entonces estaba ya madura, desde el punto de vista de la situación interna, para la revolución socialista, sino que, si así ocurrió, fue porque la guerra mundial en curso desde 1914, las enormes matanzas en los campos de batalla, las derrotas militares, el hambre y la miseria profunda de las masas habían hecho pre­cipitar, en ese país antes que en ningún otro, la crisis social y política, determinando en febrero de 1917, con el hundimiento del zarismo, el nacimiento de una república democrático-burguesa incierta y vacilante, incapaz de hacer frente a la desarticulación de la sociedad y a las primordiales exigencias vitales de las masas populares.

Dicho con otras palabras: la idea dominante era que el par­tido bolchevique podía tomar el poder y dar inicio también en Rusia a la revolución socialista, pese al secular atraso del país, porque la guerra mundial había confirmado una vez más lo que ya pudo vislumbrarse en 1905. A saber, que precisamente por

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-y no a pesar de ello- su atraso y por la suma de contradic­ciones viejas y nuevas que se anudaban a su alrededor, Rusia era el punto más explosivo y a la vez el «anillo más débil» de la ca­dena imperialista mundial; un anillo que, una vez roto, desar­ticularía toda la cadena acelerando el proceso revolucionario en los países más industrializados y evolucionados de Europa, con Alemania a la cabeza.

El proyecto no era, pues, realizar la revolución en un país determinado, aunque en este caso se tratara de un país de pro­porciones tan gigantescas como el imperio zarista, a caballo sobre dos continentes. El proyecto era la revolución mundial. La revo­lución que los bolcheviques hicieron en Rusia no fue esencialmen­te concebida por éstos como una revolución rusa, sino como la primera etapa de una revolución europea y mundial, pues en tanto que fenómeno exclusivamente ruso no tenía para ellos ningún sentido, ninguna validez, ninguna posibilidad de sobrevivir.

Por consiguiente, el país en el cual se acababa de poner en marcha el proceso revolucionario no interesaba a los bolchevi­ques por sí mismo, esto es, por sus características y su destino nacional, sino como plataforma desde la cual había de arrancar una subversión mundial. Europa era entonces -o parecía serlo todavía- el corazón del mundo. Por ello -se pensaba- si, anancando desde la Rusia atrasada pero inmensa, la revolución triunfaba en Alemania, en el imperio austro-húngaro, en Italia, etc., el eje del mundo entero saltaría hecho pedazos.

Lo que maravilla hoy, cuando uno retrocede con la mente a aquellos tiempos, es el inmenso trabajo y la inflexible determina­ción a través de los cuales el partido bolchevique llegó, en un lapso relativamente breve, a perfilar y redondear esa visión es­tratégica. El primer Jato que impresiona en esa visión es la rígida intransigencia respecto de cualquier concesión nacionalista. En los últimos años del siglo pasado, el marxismo había penetrado en Rusia no sólo como una ideología extraña, gestada en el seno y en la historia de la Europa occidental, sino negando además abier­tamente -basta con recordar la implacable polémica de Plejánov y Lenin con el populismo- que Rusia tuviera una «misión» par-

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ticular que realizar en el mundo, una «vÍa» propia, «privilegiada» para llegar al socialismo. Los primeros núcleos marxistas de aque­llo que luego sería el partido socialdemócrata ruso no vacilaron en defender la vía de la occidentalizacián frente a las tendencias eslavófilas profundamente enraizadas en la cultura rusa y que con frecuencia representaban las posiciones más combativas y re­volucionarias en el ámbito político. No se confiaba en que el desarrollo económico y social del país dependiera de las virtudes primigenias de la Gran Madre Rusia. El desarrollo era la indus­trialización, el surgimiento del capitalismo. Las únicas medicinas que podrían curar los males causados por el «atraso asiático» de la Rusia zarista eran la ciencia y la técnica occidentales, el desa­rrollo industrial capitalista que había de producir al mismo tiempo el desarrollo del moderno proletariado de las fábricas.

La importancia de ese dato ideológico de fondo, y la fuerza con que toda la primera generación marxista rusa trabajó en base al mismo, están documentados por la monumental investigación de Lenin dedicada al Desarrollo del capitalismo en Rusia. En la última década del siglo XIX los marxistas rusos se encontraron de este modo en la difícil posición (que los populistas no dejaron de explotar polémicamente) de propugnar, aunque con una inten­ción y con una perspectiva radicalmente distintas, el mismo pro­ceso de industrialización acelerada defendido entonces con calor por la gran burguesía liberal.

La idea que dominaba en ellos era la misma que constituye el corazón y el núcleo de todo el pensamiento de Marx. La revo­lución socialista es la revolución guiada y dirigida por la clase obrera, pero la clase obrera se desarrolla con el desarrollo mismo del capitalismo industrial. La revolución socialista es la emanci­pación completa del hombre, pero esta emancipación presupone, entre sus condiciones históricas y materiales, no sólo la «socia­lización del trabajo» o formación del «obrero colectivo», no sólo un aumento vertiginoso de la productividad del trabajo, sino tam­bién una ruptura de los límites localistas y corporativos que -al igual que todas las demás condiciones- únicamente se realiza en el marco de la producción industrial moderna y del mercado capi-

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talista mundial. Sin esos dos presupuestos decisivos, a saber, por una parte, un teatro revolucionario que abarca todo el mundo y en el cual hay que realizar la unificación del género humano o comunismo mundial, y por otra, un sujeto revolucionario ligado a procesos de trabajo racionales y científicos, como lo es precisa­mente el obrero y el técnico moderno, la argumentación global de Marx sería un castillo en el aire.

Ello no obstante, ya en los primeros años del siglo el mar­xismo ruso iba a introducir en el tronco de esas premisas una serie de especificaciones y a veces de variantes, las cuales -al permitir ajustar el tiro a las particularidades del terreno social y político en el que este marxismo tenía que operar y, por tanto, a la sociedad rusa de la época- iban a propiciar que se inci­diera profundamente en la realidad y se actuara prácticamente como fuerza revolucionaria.

La primera -y una de las más importantes de esas especi­ficaciones- fue la concepción «jacobina» del partido, introdu­cida, como es sabido, por Lenin. En base a esa concepción el partido se configuraba como «partido de cuadros» o de «revo­lucionarios profesionales», en suma, como elemento de vanguar­dia fuertemente centralizado. Tesis ésta en la que no es difícil reconocer el elemento de presión -por no decir de imposición­que sobre el marxismo ruso ejercieron las especiales condiciones de ilegalidad en las que el partido tenía que actuar bajo la auto­cracia zarista.

La segunda especificación, en cambio -o, para ser más exac­tos, en este caso, la segunda variante-, fue la puesta en discu­sión del esquema clásico marxiano {o, más precisamente, de aque­llo que hasta entonces se había pensado que era el esquema de Marx); esto es, la concepción de las dos épocas o etapas de la revolución -la democrático-burguesa y la propiamente socia­lista- como fases distintas y que deben situarse en períodos his­tóricos sucesivos. El problema que en ese sentido había que afrontar estaba más estrechamente vinculado que nunca a la espe­cificidad del terreno operativo ruso; pero en este caso era de tal alcance que habíll ~e imprimir un pwf~nd9 sello a toda la

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estrategia y al destino mismo del partido obrero. En efecto, dado el carácter autocrático del régimen zarista y la completa falta de toda forma de constitucionalismo liberal (además del todavía muy débil desarrollo del capitalismo industrial moderno, por su­puesto), la situación resultante era que el partido marxista se veía obligado a actuar en un ambiente en el que, por unánime reconocimiento, antes de la revolución socialista debería tener lugar la revolución burguesa. Ahora bien, ¿cómo tenía que com­portarse el partido marxista ante esta revolución (que habría fa­vorecido también el posterior desarrollo capitalista además de favorecer el aumento y organización de la propia clase obrera)?

Es un hecho que prácticamente hasta finales de 1905 los mar­xistas rusos se contentaron por lo general con aceptar la tesis según la cual una revolución socialista no era posible en un país económicamente atrasado como Rusia, esto es, en un país en el que el proletariado industrial constituía una pequeña minoría y en el que todavía no había tenido lugar una revolución burguesa. En Rusia -pensaban los marxistas- la revolución no podía ser sino una revolución burguesa, y la función de los socialdemócratas rusos no podía ser otra que la de apoyar a la burguesía, renun­ciando a hacer la revolución por cuenta propia.

Pero después de 1905 los únicos que continuaron defendiendo esa tesis fueron los mencheviques. En el transcurso de la revo­lución de 1905, al lado de la línea de éstos (que implicaba alter­nativamente el apoyo a la burguesía liberal en la realización de la revolución burguesa y una política de abstención por parte del partido socialdemócrata, el cual no debía «mancharse las manos») tomaron definitivamente forma en el movimiento obrero ruso otras dos alternativas estratégicas (contrapuestas a la primera y opuestas entre sí): la de la «dictadura democrático-revoluciona­ria de los obreros y de los campesinos» elaborada por Lenin, y la de la «revolución permanente» de Trotski.

Con respecto a los mencheviques, estas dos líneas tenían en común el hecho de asignar a los socialdemócratas rusos un papel dirigente y positivo también en el curso de la revolución demo­crático-burguesa; pero dentro de esa coincidencia había diferen-

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cías tan profundas que ambas líneas eran antitéticas en todo lo demás. Efectivamente, mientras Lenin pensaba que el partido debía hacerse promotor de una coalición revolucionaria obrero-cam­pesina, la cual, si bien -al realizar la revolución burguesa- ha­bría preparado el terreno para la revolución socialista, se queda­ría (dada la preponderancia de las masas campesinas), al menos durante todo un período histórico, en una revolución exclusiva­mente burguesa. Trotski, por el contrario, consideraba que el proletariado ruso tenía que apoyarse en los campesinos, desde luego, y guiarlos a la revolución burguesa, pero que no podría detenerse ahí, ya que, al completar la revolución burguesa, sería un hecho inevitable que el proletariado se lanzara a iniciar la propia revolución sin solución de continuidad.

Es importante señalar que ambas líneas, las cuales habían nacido precisamente del esfuerzo por dar una respuesta al pro­blema específico de la revolución en Rusia, presuponían, sin em­bargo, más o menos explícitamente, la necesidad de una integra­ción, un apoyo o un complemento a nivel internacional; y que, sin esa referencia, o sea, restringidas a los límites de la sociedad rusa de la época, ambas líneas se juzgaban decididamente im­practicables y arbitrarias. La línea de Lenin -sin ese comple­mento- era impracticable porque exigía al proletariado parti­cipar como protagonista y fuerza dirigente en la instauración, a través de la revolución democrático-burguesa, de un régimen en el que el propio proletariado habría encontrado únicamente el reinado generalizado de la explotación capitalista y del trabajo asalariado. Y la línea de Trotski era impracticable porque pro­pugnaba la continuación ininterrumpida de la revolución burgue­sa a la revolución socialista én un país en el que el proletariado industrial era sólo una pequeña isla rodeada de un ilimitado mar campesino.

De todas formas, pese a sus diferencias y pese también a ciertas limitaciones reales, sensibles sobre todo en las teoriza­dones de 1905, lo que daba fuerza y originalidad a esos dos razonamientos era el hecho de que ambos ponían resueltamente en su centro la contradicción real en la cual se encontraba el

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partido ruso. A saber, la de ser el partido de la revolución socia­lista en un país profundamente inmaduro para esa revolución, siendo al mismo tiempo un partido nacido con ese destino y situado en aquella situación aparentemente equívoca, no por motivos casuales o fortuitos, sino por razones históricas pro­fundas.

Al colocar en el centro de la argumentación aquella contra­dicción, las dos líneas se basaban en ciertos elementos de análisis nuevos que sólo saldrían plenamente a la luz y encontrarían su explicación adecuada algunos años más tarde, en el marco de la teoría leninista del imperialismo. El primero de esos elementos era la concepción de que en el siglo xx no puede haber ya bur­quesía revolucionaria (y de ahí la inevitabilidad de que el prole­tariado dirigiera por sí mismo y en primera persona también la revolución democrático-burguesa en aquellos países en que ésta estaba aún pendiente); mediante ese elemento se recuperaba y desarrollaba toda la argumentación esbozada por Marx en su aná­lisis de la historia de la Alemania moderna, esto es, su razona­miento acerca de la debilidad e incapacidad de la burguesía ale­mana para resolver el problema de su propia revolución rom­niendo así el compromiso con los ¡unkers prusianos. El segundo de esos elementos -más abiertamente innovador- era aquel por el cual empezaba a afirmarse la hipótesis de que la revolución socialista no tenía por qué estallar necesariamente, en su inicio, en el corazón de los países de capitalismo avanzado de Occiden­te, sino que podía tener su principio en el Oriente atrasado, o por lo menos en zonas relativamente periféricas respecto de las me­trópolis y de los centros neurálgicos del sistema. Tesis, esta últi­ma, que prefigurando en cierto modo lo que luego sería el dis­curso de Lenin sobre el imperialismo preparaba ya para el reco­nocimiento de lo que él mismo iba a llamar la ley del «desarrollo desigual», o sea, de que el punto más explosivo del sistema mun­dial no es necesariamente el anillo más fuerte sino que puede serlo, en cambio, el «anillo más débil» desde el punto de vista del desarrollo capitalista, un anillo que, pese a su debilidad, está cargado de potencialidad revolucionaria y de fuerzas en tensión

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precisamente porque acumula las viejas contradicciones junta­mente con las nuevas.

Se ha observado a menudo -y los mencheviques fueron, por lo demás, los primeros en ponerlo de manifiesto -que el esque­ma y la concepción original de Marx sufrían en esas dos vías algunas modificaciones profundas. Sin embargo, la impresión que uno saca de ahí -en un examen desapasionado hoy permitido por la lejanía histórica -es que, pese a todas las variaciones y modificaciones introducidas, tanto la línea de Lenin como la de Trotski no sólo conservan lo esencial del análisis de Marx, sino que además resultan inconcebibles fuera de ese análisis. Pues, precisamente porque ambas recogen el «desafío» lanzado por la historia, es decir, el desafío que representa pensar las tareas revo­lucionarias de un partido obrero marxista en un país todavía (relativamente) atrasado, lo característico de esas dos líneas es no sólo la consciencia de que el desenlace que estaba madurando tenía que ser por fuerza (y con independencia de su punto de arranque) un desenlace revolucionario internacional -como úni­ca respuesta adecuada al sistema imperialista mundial-, sino además el convencimiento de que el lugar decisivo en el cual se jugaba la partida tenía que ser el centro y las metrópolis mismas del capitalismo (en el lenguaje de la época, eso quería decir par­ticularmente Alemania), por lo que, en consecuencia, el protago­nista principal no podía ser sino el moderno proletariado indus­trial, el sujeto histórico de la revolución en el que pensaba Marx.

Es importante tener muy claros esos dos puntos no sólo por­que corresponden a la verdad histórica, esto es, a la consciencia con que el partido bolchevique tomó el poder en 1917 y en base a la cual continuaron pensando y actuando todos sus dirigentes al menos hasta 1924, sino también porque solamente la referencia consciente por parte de aquellos protagonistas a las líneas y con­tenidos del análisis de Marx permite dar razón de lo que cons­tituye el rasgo más relevante de la mayoría de los mismos. A sa­ber: el conocimiento que muy a menudo mostraron tener del carácter «excepcional» y en cierto modo, como se ha dicho, «con­tradictorio» de las tareas que tenía que afrontar el partido ruso

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en tanto que instrumento de la revolución socialista en un país todavía inmaduro para ella.

Hay, a este respecto, una página muy clarificadora de La guerra de los campesinos en Alemania, de Friedrich Engels, que puede ayudarnos a expresar lo que pensamos:

«Lo peor que puede ocurrirle al jefe de un partido extremo es verse obligado a tomar el poder en un momento en el que el movimiento no está todavía maduro para el dominio de la clase que él representa y para la puesta en práctica de aquellas me­didas que el dominio de dicha clase exige. En ese caso lo que él puede hacer no depende de su voluntad sino del grado alcan­zado por los conflictos entre las clases particulares y del grado de desarrollo de las condiciones materiales de existencia y de las relaciones de producción y cambio.» «Lo que debe hacer -pro­sigue Engels-, lo que su partido exige de él [ ... ] se halla vin­culado a las doctrinas que ha profesado y a las reivindicaciones que ha avanzado hasta aquel momento [ ... ]. Por eso se encuen­tra necesariamente ante un dilema insoluble: lo que él puede hacer contradice todo lo que ha hecho anteriormente, sus principios y los intereses inmediatos de su partido; y lo que debe hacer es irrealizable. En suma, se ve obligado a representar a la clase para cuyo dominio el movimiento está maduro, y no a su partido, a su clase. En interés del movimiento tiene que dar satisfacción a los intereses de una clase que no es la suya y arreglárselas con su propia clase mediante frases y promesas, mediante la afirma­ción de que los intereses de aquella clase ajena son los intereses de su propia clase. Quien cae en esa falsa posición -concluye Engels- está irremediablemente perdido.»

Ahora bien, aparte del hecho de que ninguno de los dirigentes bolcheviques -y Lenin menos que los otros- habría aceptado nunca la perspectiva de considerarse irremediablemente perdido, lo que interesa poner de manifiesto es que el partido bolchevi­que demostró en varias ocasiones tener pleno conocimiento de la contradicción en que les obligaba a actuar la historia y el desa­rrollo del imperialismo; que -para dominar esa contradicción y no verse arrastrado por ella- el partido bolchevique eligió la

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única vía justa que existe: no el camino de ignorar u ocultar la contradicción, sino el de asumir abiertamente los términos de la misma en su propia estrategia. Esto no vale solamente para ex­plicar las primeras actuaciones del poder bolchevique después del 17, como el decreto sobre la distribución de la tierra a los campesinos o el del reconocimiento del derecho de los pueblos a la autodeterminación (esto es, a separarse -si lo deseaban- de Rusia, rompiendo la unidad del ex-imperio zarista) -medidas todas ellas que, como es sabido, fueron criticadas por algunos, entre ellos por la Luxemburg, con la acusación de que eran to­davía medidas exclusivamente democrático-burguesas, contraprodu­centes o al menos obstaculizadoras para la futura creación de una sociedad socialista. Ní vale solamente para explicar el largo ca­mino por el que pasó la reflexión de Lenin acerca de la natura­leza de la revolución de octubre (esto es, si su carácter era ver­daderamente socialista) tanto en las semanas inmeditamente ante­riores a la conquista del poder como, más tarde, en el 19 o en el 21; duro y largo trabajo de reflexión éste, que tuvo su reflejo, por lo demás, en la misma denominación oficial dada al nuevo poder («Gobierno de los obreros y de los campesinos») en la cual, si bien se prescindió incluso del nombre de Rusia para mejor subrayar así la proyección internacionalista del nuevo poder, se dio cabida en los símbolos, junto a la clase obrera, a una segunda clase (la campesina) cuya función primordial no estaba prevista en la originaria teoría de la «dictadura del proletariado». Lo dicho vale también para explicar casi todos los actos y los zig-zags de la política leniniana, desde el principio al final.

Hoy parece considerarse necesario -y no seré yo quien me oponga a esa exigencia- un nuevo análisis desapasionado de ciertos puntos nodales del pensamiento y de la obra de Lenin. Los temas que más inquietud producen en nuestros días son, como es sabido, por una parte la concepción leniniana del par­tido y, por otra, el retraso con que Lenin llegó a apreciar el papel y la significación de los soviets, presentes ya durante la revo­lución de 1905. Se trata -como puede intuirse fácilmente- de interrogantes que brotan sobre todo a la luz y sobre la base de

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lo que ocurrió en Rusia después de la muerte de Lenin. Y vuelve a descubrirse así el sentido profético de las célebres palabras de Rosa Luxemburg en su opúsculo sobre La Revolución rusa:

«La fatal consecuencia de ese sofocar la vida política en todo el país es que la vida se va paralizando cada vez más en los mis­mos soviets. Sin elecciones generales, sin ilimitadas libertades de prensa y de reunión, sin la libre lucha de opiniones, la vida muere en cada una de las instituciones públicas, se convierte en vida aparente en la que la burocracia sigue siendo el único ele­mento activo. La vida pública cae lentamente en el letargo; va­rias docenas de dirigentes del partido, con una energía inque­brantable y un idealismo ilimitado, dirigen y gobiernan, pero tras ellos guía en realidad una docena de mentes superiores, y una élite de la clase obrera es convocada de cuando en cuando a reuniones para aplaudir los discursos de los jefes y para votar por unanimidad las resoluciones que se le proponen. En el fondo es, por tanto -concluye Rosa Luxemburg-, un gobierno de secta, una dictadura, ciertamente, pero no la dictadura del pro­letariado, sino la dictadura de un puñado de hombres políticos, una dictadura en la significación burguesa del término, en su significación jacobina.»

Es un hecho que -como el propio Lenin reconoció pronto­la forma del régimen político que salió de la revolución de octu­bre en Rusia no fue nunca, ni siquiera al principio, una dictadura del proletariado sino una dictadura del partido a expensas del proletariado. A causa del «bajo nivel cultural de las masas obre­ras -escribía Lenin ya en 1919- los soviets, que por su progra­ma deberían ser órganos de administración dirigidos por los obre­ros, son en realidad órganos de administración para los obreros dirigidos por la vanguardia del proletariado, no por las masas obreras». En ese mismo año Lenin afirmaba, no menos explí­citamente, que la dictadura del partido debía considerarse como la forma real de la dictadura del proletariado y precisaba que «la dictadura de la clase obrera es realizada por el partido de los bol­cheviques, el cual, desde 1905 o incluso desde antes, ha estado unido a todo el proletariado revolucionario».

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Ello no obstante, sensibles como somos a los problemas que aquí se plantean, creemos que es también un deber subrayar con fuerza dos cosas. A saber: l) que esas «contradicciones» de la política de Lenin y de los bolcheviques no fueron algo ocasional o fortuito surgido después de la conquista del poder, sino que fueron una de las tantas formas en que se presentó siempre la contradicción de fondo que antes hemos intentado ilustrar, esto es, la contradicción en que se ve envuelto un partido que es ins­trumento de la revolución socialista en un país todavía inmaduro para ella, una contradicción, en suma, de la cual no puede acu­sarse con ligereza a Lenin sin acusarle al mismo tiempo de üquello que le imputaron los mencheviques, o sea, de haber hecho la revolución en vez de dejar el poder a Kerenski. Y 2) que, como se desprende de los breves pasos citados, esa contradicción fue asumida siempre (o casi siempre) por Lenin y por las cabezas más lúcidas del partido bolchevique con pleno conocimiento, esto es, tematizada y declarada abiertamente. Lo cual no es sólo -como podría pensarse- cuestión de forma, sino también de contenido o sustancial, puesto que -al declarar abiertamente la contradicción- se estaba planteando también el problema de los instrumentos que había que utilizar, si no para subsanar dicha contradicción, sí al menos para contenerla y mitigarla (piénsese, por ejemplo, en la reconstrucción que nos proporciona Moshe Le­win en La última batalla de Lenin).

Es muy probable que el error de Lenin haya sido el hacer a veces, demasiado fácilmente, «de necesidad, virtud», o sea, el preparar los instrumentos que se requerían para actuar en Rusia sin poner de manifiesto al mismo tiempo y de modo explícito las limitaciones históricas, sociales y políticas en cuyo marco se im­ponían y podían considerarse válidos dichos instrumentos. Tal pudo ser el caso, por ejemplo, en lo que hace a la fuerte centra­lización del partido (partido que vivió, por lo demás, en condi­ciones casi siempre ilegales); pero no lo es, en cambio, según pienso, en lo que concierne a ese otro aspecto de su teoría (el de la «consciencia política>~ a la cual la clase obrera es elevada

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«desde fuera») que tanto escándalo provoca hoy en el obrerismo espontaneísta de ciertos intelectuales.

Pues cuando tenemos que enfrentarnos con el dato esencial (contra el cual ningún sofisma valdrá nunca) -el dato de la Rusia inmadura para la transformación socialista- se ve que aquel partido (cerrado, exiguo y, sin embargo, permeado por una dialéctica política que hoy resulta casi imposible de imaginar) era el instrumento indispensable para actuar en aquellas condi­ciones. Aunque resulte desagradable insistir sobre esa evidencia, no hay más remedio que repetir que el «aislamientm> de la van­guardia bolchevique con respecto a las masas no fue una «elección libre» de Lenin, o una consecuencia de «SU» política, sino que fue el dato impuesto por la situación objetiva. Puede objetarse que si globalmente Rusia estaba, en efecto, atrasada, no ocurría lo mismo con algunos de sus centros industriales, y que aunque el país era el menos desarrollado de Europa, también es verdad que, en algunos sectores, había creado una industria que figuraba quizás entre las más modernas del mundo y cuyo «coeficiente de concentración -como ha observado Deutscher- era más elevado incluso que el de la industria americana de entonces». Pero aun­que esto es cierto y sirve precisamente para explicar cómo -a diferencia de la revolución china, que ha sido esencialmente una revolución campesina- la revolución de octubre fue en su esen­cia una revolución obrera, una revolución que se propagó desde la ciudad al campo y no a la inversa, tampoco puede olvidarse la génesis artificial y promovida desde arriba de aquella concen­tración, el breve lapso de tiempo en que se produjo y, finalmente, que Rusia seguía siendo globalmente un país de aplastante ma­yoría campesina.

Perder de vista esa situación significa cerrar toda posibilidad de entender la obra y la acción de Lenin. Pues, en efecto, siendo expresión -al menos en los años inmediatamente anteriores al 17- de núcleos de clase obrera altamente concentrados y, por tanto, potencialmente dotados de características como son la dis­ciplina, la organización, la consciencia de vanguardia, propias del «obrero colectivo» m9derno, el partido bolchevique «estaba en

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las nubes» respecto de la relación con la totalidad del país. Ese estado de cosas -no muy distinto en su sustancia del descrito por Engels en La guerra de los campesinos en Alemania- lleva­ba consigo una trampa objetiva, la consciencia de la cual domina toda la obra y toda la acción de Lenin: la trampa de un partido que -en tanto que instrumento cuya finalidad era la revolución socialista- estaba obligado a contar con un inevitable «aisla­miento» y con una inevitable distanciación respecto de los estra­tos más amplios y profundos de la atrasada sociedad rusa. De ahí la tendencia, que este partido tenía que sufrir, a cerrarse y con­centrarse en sí mismo, esto es, a presentarse no sólo como «van­guardia» sino precisamente como el depositario de un proyecto político inconcebible para los más porque era «prematuro». Pero además se trataba de una trampa que el partido tenía que eludir a toda costa si realmente quería actuar como fuerza revoluciona­ria, o sea, como fuerza movilizadora de las masas, y no como simple organización «putschista».

Se plantea aquí un problema al que ya se ha perdido desde hace tiempo el hábito de prestar atención y que, en cambio, tuvo en Lenin una relevancia y una importancia siempre central. Me refiero al problema del consenso, esto es, a la necesidad que el partido tiene de actuar en el sentido de las aspiraciones profun­das de las grandes masas, respetándolas. Basta con hojear a voleo los escritos de Lenin, particularmente los de 1917, para encon­trar en ellos una insistencia continua sobre este tema. «El partido del proletariado no puede en absoluto plantearse el objetivo de "instaurar" el socialismo en un país de pequeños campesinos si antes la aplastante mayoría de la población no ha tomado cons­ciencia de la necesidad de una revolución socialista.» O en otro paso: «Nosotros -escribe Lenín- no somos blanquístas, no somos partidarios de la conquista del poder por obra de una minoría. Somos marxistas». «La Comuna -esto es, los soviets de diputados obreros y campesinos- no "introduce'', no propone "introducir" ni debe introducir ninguna reforma para la que no esté absolutamente madura la realidad económica y la conscien­cia de la aplastante mayoría del pueblo. Cuanto menor es la

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experiencia organizativa del pueblo ruso, tanto más decididamente es preciso proceder a la edificación organizativa por obra del pue­blo mismo.»

Los problemas que aquí se interrelacionan merecerían un capí­tulo independiente para cada uno de ellos, pero el lector deberá esforzarse para intuirlos por sí mismo. En efecto, lo que hemos llamado problema del consenso es al mismo tiempo la cuestión -tan característica y esencial en el leninismo- de la atención prestada al tema de los campesinos y la vinculación en general con la pequeña burguesía. («Rusia -escribía Lenin en 1917- es un país de pequeña burguesía. La inmensa mayoría de la población forma parte de esa clase.») Y es también el problema de las nacio­nalidades, así como el problema de las masas del mundo colo­nial. Y es igualmente, por último, el problema (el más importan­te de todos y sobre el que cada vez se tiene menos consciencia hoy) de la necesidad de que la lucha de clases se estructure y artícule como lucha política, esto es, como lucha que, al trans­pasar los límites del simple obrerismo, tiene que plantearse ine vitablemente también la cuestión de las alianzas de acuerdo, por los demás, con lo que ya decía Marx desde 1844. O sea, que si bien la revolución socialista es una «revolución política con un alma social» no basta, sin embargo, con el alma o el contenido social, sino que precisa igualmente la forma política, aunque no sea más que porque «la revolución en general es un acto político» y «sin revolución el socialismo no puede realizarse».

Esa atención a la conquista del consenso entre las masas y, por otra parte, el objetivo distanciamiento que en cierto modo hacía que el programa socialista «se fuera por las nubes» en lo que hace a la relación con los estratos más profundos de la atra­sada sociedad rusa, explica los zig-zags y las continuas actualiza­ciones de la política leniniana, así como por qué ésta se movía siempre en la tensión entre dos exigencias antitéticas. La primera exigencia, que imponía atenerse a la situación rusa, obligaba no sólo a diferir los objetivos propiamente socialistas sino también a que, mientras tanto, el sujeto y el depositario de éstos fuera únicamente el partido; la segunda exigencia era la de que, al ver

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en Rusia. solamente el punto de partida y la plataforma tempo­ral de la revolución europea o mundial, se estaba haciendo una anticipación sobre el estado de cosas existente para delinear así no sólo la perspectiva de la transición al socialismo, sino además el objetivo de la sociedad comunista propiamente dicha.

De ahí la fuerza y la proyección ideal de El Estado y la re­volución, escrito «utópico» si se tiene en cuenta el momento y el lugar en que fue redactado, y, por otra parte, imprescindible es­tatuto de los objetivos y finalidades de toda auténtica revolución socialista; y de ahí también --en el aspecto opuesto- la perple­jidad, las dudas y ese constante volver -casi en el momento mis­mo en que estaba realizándose la revolución de octubre- sobre la naturaleza y el significado de esta revolución. Elemento, este último, en el que no sólo se toca con la mano la dramática serie­dad del marxismo de Lenin, sino por el que además Lenin se distancia de todos los demás -de Zinoviev, de Kámenev, de Stalin, de Bujárin e incluso de Trotski- para erigirse, precisa­mente por esa incertidumbre suya, como el protagonista más consciente de todos. En agosto de 1921 Lenin escribe que entre noviembre del 17 y el 5 de enero del 18 la revolución había sido democrático-burguesa y que la etapa socialista se había inaugu­rado sencillamente con la instauración de la democracia prole­taria. Pero al mismo tiempo deja entrever también otra periodiza­ción: la etapa socialista se habría alcanzado cuando el movimien­to del comité de los campesinos pobres llevó al campo la lucha de clases contra los kulaks. Y la oscilación no acaba ahí. Dos meses despué~, en octubre de 1921, se presenta todavía una nueva pe­riodización en base a la cual la etapa democrático-burguesa de la revolución no habría terminado hasta ese mismo año de 1921, es decir, en el momento mismo en que Lenin estaba escribiendo eso.

El hecho es que en el fondo y en la base de todas esas vaci­laciones estaba el elemento que menos se había previsto, esto es, que el presupuesto decisivo con el cual contaba el grupo diri­gente bolchevique en el momento de la toma del poder, y que habría servido por sí solo para equilibrar de nuevo todos los des-

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fases producidos por el atraso ruso, no llegaba a cumplirse. La revolución en la Europa occidental no había llegado a producirse todavía o, mejor dicho, se había producido pero por el momento había sido derrotada. Lenin se veía obligado a verificar una vez más, en el demorarse de la ~iguiente oleada revolucionaria, algo que él sabía mejor que todos los demás y desde siempre: que faltaban casi por completo las bases económico-sociales indispen­sables para la realización del poder soviético en Rusia y que, por eso, la dictadura del partido se hallaba allí como «suspendida del vacío». Dicho de otro modo, una vez conquistado el poder, la vieja contradicción con la que el partido había tenido que en­frentarse desde su nacimiento volvía a aparecer con proporciones ahora gigantescas: aunque Rusia disponía del régimen político más avanzado del mundo no estaba en condiciones de poner en correspondencia con él una base económica mínimamente ade­cuada. Los términos de la célebre fórmula del materialismo histó­rico acerca de las relaciones entre estructura y sobrestructura apa­recían precisamente, de este modo, a sus fieles seguidores en for­ma invertida. Los mencheviques, derrotados y doblegados en el terreno de la accirn histórica, podían exhibir ahora contra Lenin las fórmulas de la doctrina. La toma del poder político cuando no existía una estructura adecuada, la dictadura del proletariado casi sin proletariado y encima acaparada por un partido en el que el proletariado era minoritario, la reintroducción del capitalismo, con la NEP, después de la revolución, y, por último, la prepon­derancia de una enorme máquina estatal burocratizada consti­tuían un conjunto de hechos innegables que desafiaban a la doc­trina y al sentit~o común. Sólo dos años después de El Estado y la revolución, obra en la cual se teorizaba la «destrucción de la máquina estatal», Lenin tenía que constatar, con su franqueza de siempre, que la máquina no sólo estaba todavía en pie sino que además en ciertos casos estaba aún en manos del viejo personal. «En las esferas más altas del poder tenemos no se sabe exacta­mente cuántos, pero tirando por lo bajo varios millares y en el supuesto más optimista varias decenas de millares de los nuestros. Sin embargo, en la base de la jerarquía centenares de miles de

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ex-funcionarios, que hemos heredado del zar y de la sociedad bur­guesa, trabajan contra nosotros en parte conscientemente y en parte inconscientemente.»

Si a eso se añade la guerra civil con la intervención armada de las potencias extranjeras, la imagen de las gigantescas difi­cultades con las cuales tenía que enfrentarse el grupo dirigente bolchevique empezará a tomar forma concreta. Varios meses des­pués de la revolución de octubre el partido se encontraba a la cabeza de un campo atrincherado, hambriento, acosado por todas partes e incluso desde el interior del mismo. Para resistir tuvo que recurrir cada vez en mayor medida a la centralización. Las masas, que lo habían apoyado durante la primera fase de la revo­lución, retrocedían diezmadas y postradas. Y mientras tanto los batallones obreros dejaban las fábricas desiertas y casi en ruina para acudir al frente.

En ese marco, en el que ni aún proponiéndoselo resulta posible cargar las tintas, la sociedad rusa, sacudida ya violentamente des­de la primera guerra mundial, parece correr casi hacia su des­trucción bajo las consecuencias unidas de la debilitación física y de la parálisis industrial. Los núcleos de la clase obrera que logra­ron sobrevivir se desperdigaron por los campos para huir del ham­bre. Y la historia del progreso humano, que siempre ha partido del campo para ir hacia la ciudad, parece como si cambiara vio­lentamente de dirección pata moverse en el sentido inverso. Como se ha observado recientemente, en la zona europea de Rusia la población urbana desciende al 35,2 % desde 1917 a 1920. Pe­trogrado, que en 1916 tenía 2.400.000 habitantes, sólo tiene ya 740.000 en 1920, y Moscú pasa, durante el mismo período, de 1.900.000 a 1.120.000.

En esa situación, en la que la tensión revolucionaria había llegado ya al límite de las fuerzas, la NEP apareció como un replie­gue inevitable. Después de octubre y de los tremendos esfuerzos hechos durante la guerra civil, la vieja Rusia, que hasta entonces había sido sólo la avanzadilla de la revolución mundial, arroja sobre la balanza todo el peso de su atraso. Apresado entre una clase obrera cansada, que nhora es únicamente la sombra de su

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pasado, y un campesinado deseoso de sacar por fin beneficio de las tierras que la revolución le ha dado, el partido tiene que hacer frente a la tarea de hacer vivir a una sociedad agotada y parali­zada, enteramente ocupada en buscar comida, vestido y habita­ción. Los grandes objetivos revolucionarios quedan a vn lado, los programas políticos son sustituidos por la routine cotidiana, y la práctica tradicional ocupa el lugar de la teoría perturbadora. Como la situación le obliga a ser omnipresente y a cumplir las funciones de un organismo no sólo político sino además administrativo, so­cial, económico, etc., el partido no tiene otro remedio que aumen­tar e hirichar desproporcionadamente su aparato, pero no con políticos, tribunos y agitadores sino con administradores que sepan controlar, manipular, maniobrar y gestionar. Esos son los hombres que la nueva situación exige.

Y ese es el momento de mayor distanciamiento entre la van­guardia y la clase que debía representar. Los mismos resultados del 17 parecen a punto de perderse irremediablemente. Con la libertad de comercio, la NEP introduce medidas que permiten la recuperación y que hacen posible la prosperidad de los hombres de negocios, de los comerciantes, de los capitalistas. Al tiempo que favorece a los campesinos, empezando por los estratos medios y ricos, la NEP se ve obligada a ir aplazando más y más las expec­tativas de aquel proletariado al que hasta entonces había corres­pondido la carga más pesada de la revolución.

Con todo, el dato más significativo correspondiente a la nue­va situación que se va perfilando ya en el decurso de la NEP es el ocaso de la estrategia sobre la cual se había basado la reali­zación de la revolución de octubre: la última esperanza de revo­lución en Europa ha desaparecido. El orden burgués, que por tres veces ha estado a punto de saltar en Alemania, resiste. Y al tiempo que la victoria del orden burgués empieza a engendrar el embrión nazi, contribuye pronto a aislar definitivamente a la URSS reforzando todas las tendencias al reflujo y a la involución post-revolucionaria.

En esa perspectiva es en la que hay que situar el ascenso definitivo de Stalin, primero a los puestos superiores del partido

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y luego a su último vértice. La figura de Stalin empieza a crecer con el aumento de la burocratizadón del partido y del estado. Pero la burocracia, a su vez, crece y se amplía sobre esa base material que es el atraso extremo de Rusia y el aislamiento de la misma; la burocracia es el producto del reflujo de una revo­lución obligada a mantenerse dentro de los límites de una econo­mía de penuria y a apoyarse en una enorme masa de campesinos atrasados.

El giro que tiene lugar en esos años inmediatamente ante­riores y posteriores a la muerte de Lenin es un giro del que ha dependido en gran parte todo el decurso de la historia del mundo desde entonces hasta ahora. La derrota de la revolución en Oc­cidente anuló la estrategia en que se había apoyado hasta aquel momento toda la acción bolchevique. De pronto había desapare­cido la posibilidad de ir llenando gradualmente el vado existente entre el retraso ruso y el programa socialista mediante el apoyo que los recursos industriales y civiles de la Europa socialista po­drían haber dado al poder bolchevique. Y casi de repente el partido se encuentra ya sin tierra bajo sus pies.

La primera consecuencia de ese nuevo estado de cosas es el curso que tomó la lucha en el seno del grupo bolchevique des­pués de la muerte de Lenin. La rápida derrota a que se vio con­denada la oposición de izquierda no es la derrota de la ilusión y del romanticismo revolucionario, sino que es la otra cara que el fracaso de la revolución en Occidente tomó en la URSS. En efecto, no tiene sentido reducir la lucha entre Stalin y la oposición a una serie de batallas por el poder en el curso de las cuales el lento y poderoso Stalin sale triunfante por astucia sobre un adversario superior que había demostrado en Octubre del 17 o durante la guerra civil una gran capacidad de maniobra, pero que ahora, de repente, por exceso de orgullo, se habría convertido en ciego e inhábil. Las causas básicas de aquella derrota hay que buscarlas en otro lugar. Fueron los dirigentes socialdemócratas quienes pusieron la primera piedra en el camino que había de llevar a Stalin al poder, y la pusieron cuando, en enero de 1919, asesinaron a Rosa Luxemburg y a Karl Liebknecht, cuya ausencia

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había de tener tanto peso en las derrotas del 21 y del 23 en Alemania. Las otras piedras las puso luego la oleada reaccionaria que se abatió sobre Europa y que llevó a la cúspide del poder a Mussolini, a Primo de Rivera, a Horthy y a tantos otros.

Aislado y encerrado cara a cara con el «atraso asiático» de la vieja Rusia, el partido tuvo que vivir algo más que un simple cambio de estrategia; vivió la experiencia a través de la cual el peso y también la inercia de la «herencia histórica» rusa buscaba su revancha sobre las fuerzas del cambio y de la ruptura revolu­cionaria. El rebrote de las características del viejo orden no se manifestó sólo en la forma de la restauración del anterior instru­mental ideológico e institucional, sino también -como ha sido puesto de manifiesto por E. H. Carr- en la forma de una restauración nacional. Las fuerzas sociales derrotadas, que ahora volvían a hacer su aparición para realizar un compromiso con el nuevo orden revolucionario y para modificar insensiblemente el curso del mismo, son también fuerzas nacionales que reafirman la validez de una tradición autóctona contra el condicionamiento de influencias exteriores.

La causa de Rusia y la causa del bolchevismo empezaban a unirse entonces en un todo único e indiferenciado, como un ver­dadero híbrido en el que las viejas tendencias eslavófilas y anti­ilustradas iban a vivir un nuevo período de inesperado auge. Es un camino a rebours respecto de los orígenes. El comunismo -que había entrado en Rusia con el programa de la occidentalización (industria, ciencia, clase obrera moderna, estilo de vida crítico y experimental), con aquel programa que Lenin condensó en la fórmula «electrificación-soviet» y en el cual se resume todo lo que el marxismo tiene que decir al mundo moderno- empieza a impregnarse con las corrompidas destilaciones de la mentalidad autocrática gran-rusa.

«Al dejarnos, el camarada Lenin nos ha pedido que mantenga­mos en alto y conservemos puro ese gran honor que es ser miem­bro del partido. Te juramos, camarada Lenin, que asumiremos honrosamente ese mandato tuyo ... Al dejarnos, el camarada Lenin nos ha pedido que salvaguardemos la unidad de nuestro partido

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como si se tratara de las pupilas de los ojos. Te juramos, camara­da Lenin, que cumpliremos con honor ese mandato tuyo ... »

Estas son algunas de las frases del célebre discurso pronuncia­do por Stalin en el XI Congreso de los soviets, el 26 de enero de 1924. Un abismo de siglos -entre los cuales están Galileo, New­ton, Voltaire y Kant- separa ese lenguaje y esa mentalidad del lenguaje y de la mentalidad de Marx y de Lenin. El tono de ese «juramento», impregnado de letanías religiosas y con el cual Stalin se presenta a sí mismo como el vicario en la tierra y el ejecutor testamentario del Dios difunto, permite entender mejor que cual­quier largo razonamiento la soldadura que se va estableciendo entre Stalin y su aparato burocrático por una parte (un aparato en el que se multiplican los oscuros funcionarios ajenos a la his­toria del bolchevismo y a la misma revolución: Poskrebischev, Smitten, Erzov, Pospelov, Bauman, Machlis, Uritski, Varga, Ma­lenkov, etc.) y, por otra, entre éste y la masa de un partido que la «promoción Lenin», las depuraciones que empiezan a desarro­llarse y que pronto se desarrollarán más aún, el ingreso masivo en el mismo de mencheviques y de los restos del viejo régimen, van convirtiendo, cada vez en mayor medida, en un cuerpo apa­gado y opaco, compuesto en gran medida ya por ejecutores «de­votos del jefe» o por analfabetos políticos.

Es importante meterse bien en la cabeza todo eso para enten­der qué significó propiamente la bandera bajo la cual venció Sta­lin, la bandera del ~<socialismo en un solo país». Pues, efectiva­mente, esa bandera no significa (como pretende la leyenda) que Stalin fuera el único, en un grupo dirigente desconcertado y con­fuso, que tuvo la fuerza de abrir un camino de salida a las condi­ciones de aislamiento en que se encontraba la URSS después de la derrota de la revolución en Occidente. Ningún programa o estrategia política (si es eso lo que se entiende por «VÍa de sali­da») lleva propiamente el nombre de Stalin. Para él, las ideas fueron siempre simples medios o, mejor dicho, meros pretextos: Zinoviev y Kámenev le proporcionaron los temas de la lucha an­titrotskista; las tesis de Bujárin sobre «el socialismo a paso de tortuga» le sirvieron de base para «el socialismo en un solo país»

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y para la lucha contra la opos1c10n unificada; y, por último, el programa de industrialización elaborado por la oposición le sirvió como plataforma para liquidar a Bujárin después de que la opo­sición hubiera sido expulsada del partido.

Lo que constituye el rasgo específico de Stalin y -si eso es lo que se espera que salga de nuestros labios- también, desde luego, el elemento de su grandeza (un elemento que le hizo re­presentar hegelianamente el papel de individuo «histórico-mun­dial») fue su capacidad de interpretar el aislamiento al que la historia estaba sometiendo a Rusia (y que, desde el punto de vista revolucionario marxista, tenía que configurarse como un acontecimiento negativo, superable tan pronto como fuera posi­ble) como si se tratara de una situación fausta desde la perspectiva de Rusia y de su destino como estado. Esto no significa que ya para los años 25 o 26 haya que hablar de chovinismo o incluso de nacionalismo en la acepción habitual de esta palabra. Se trata de algo más complejo. Se trata, como ha demostrado aguda­mente Carr, de un sentimiento de orgullo por el hecho de que, después de todo, la revolución rusa se había realizado; de un sentimiento de orgullo por el hecho de que la revolución había sido la primera en labrar un campo que otros países que se decían más adelantados no habían logrado roturar. Para quien sentía ese nuevo orgullo «nacionalista-revolucionario» tenía que cons­tituir un inmenso placer el oír afirmar que Rusia sería una guía para el mundo, no sólo en lo que concierne a la realización de la revolución, sino también en la edificación de una economía nueva. En la capacidad casi instintiva para hacerse intérprete de esa «fuerza» (naturalista y oscura como todo lo que se agita en el pantano del llamado <~espíritu del pueblo») reside el elemento con el que Stalin construyó y cimentó su poder. La doctrina del «socialismo en un solo país» era ante todo esto: una declaración de independencia respecto del Occidente, una proclama en la que rezumaba algo de la vieja tradición eslavófila rusa. No era un análisis económico o un programa ni una estrategia política de altos vuelos. Las cualidades intelectuales de Stalin eran absolu­tamente insuficientes para ello; y no sólo las suyas; también eran

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insuficientes las de sus instrumentos, las cualidades de los Mó­lotov, Kaganovich, Orjonikidze, Kirov, Yaroslavski, Yagoda y, más tarde, las de Beria, Zhanov, etc. Aquella declaración era algo muy diferente, algo para lo que los mejores dirigentes bolchevi­ques, con su alto desarrollo intelectual marxista y su profunda educación internacional, no estaban preparados. Era, en una pa­labra, una profesión de fe en la capacidad y en el destino del pueblo ruso.

Se dan ahí dos elementos característicos de la personalidad de Stalin -para recoger el juicio de Carr, tan favorable a él en muchos aspectos- que le permitieron expresar y tepresentar una tendencia actuante en las cosas mismas durante los años inmedia­tamente posteriores a la muerte de Lenin. De una parte, «una reacción contra el modelo "europeo" predominante por el que hasta entonces se había guiado y proyectado la revolución», una reacción <<que favorecía el retorno consciente o inconsciente a las tradiciones nacionales rusas»; de otra parte, un abandono de los planteamientos intelectuales y teóricos, muy desarrollados durante los años en que Lenin estuvo a la cabeza de la política bolchevique, a cambio de <<Una revalorización decidida de las ta­reas prácticas y empíricas de la administración».

Stalin, que fue el único de todos los dirigentes bolcheviques que no vivió nunca en Europa ni leyó o habló ninguna lengua occidental, representa desde ese punto de vista, con su ascenso, un fenómeno que rebasa con mucho a su persona: la sucesión o, dicho con más propiedad, la sustitución que tiene lugar en el cuadro dirigente del partido, después de la muerte de Lenin, de toda una «clase» política, en concordancia con la adopción del «socialismo en un solo país». Trotski, Radek, Rakoski, Preobas­henski, Zinoviev, Kámenev, Piatakov, Bujárin, etc., salen, poco a poco, de la escena para dejar paso a un personal político radical­mente distinto, personal en el que lo primero que sorprende es su sustancial indiferencia hacia el marxismo teórico y una actitud puramente «administrativa» respecto de las grandes cuestiones del análisis y de la estrategia política. Mólotov, Kirov, Kaganovich, Vorochilov, Kuibighev, etc., que fueron los hombres que estarían

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más próximos a Stalin en lo sucesivo, no habían sufrido, como él, influencias occidentales, y estuvieron privados de cualquier pro­yección internacionalista.

«Todos los dirigentes bolcheviques de la primera generación, excepto Stalin, eran en cierto sentido herederos y productos de la intelligentsia rusa y aceptaban plenamente las premisas del ra­cionalismo occidental del siglo xrx. Unicamente Stalin se formó en una tradición educativa y cultural que no sólo era indiferente a las formas de vida y al pensamiento occidentales, sino que los rechazaba deliberadamente. En el marxismo de los bolcheviques más viejos había una asimilación inconsciente de los fundamentos culturales occidentales a partir de los cuales había brotado el marxismo. Los principios fundamentales de la Ilustración nunca fueron impugnados por ellos y su marxismo se basó siempre en presupuestos y argumentos racionales. El marxismo de Stalin, en cambio, se apoyó en una tradición totalmente ajena a aquélla, y su característica fue más la de una fe formalista que la de una convicción intelectual» (Carr).

El acelerado avance de esa nueva escuela política, acerca de la cual lo mejor que puede decirse es que expresaba una conscien­cia «socialista-nacional» más que internacional, explica el nuevo destino que Stalin acabó imponiendo a la Tercera Internacional (a la que, según parece, llegó a llamar «la tienda»). Durante los años en que el Komintern era todavía un organismo lleno de vitalidad que ocupaba la febril y apasionada actividad de Lenin, de Trotski y de Zinoviev, Stalin no mostró ningún interés por él. Unicamente empezó a ocuparse de la Tercera Internacional des­pués del 24, cuando ésta había dejado de ser ya un instrumento al servicio de la revolución mundial para convertirse en una má­quina burocrática y en un cuadro de maniobra favorecedor de la política de la Rusia soviética o, lo que es peor, de sus propios proyectos personales. A partir de entonces se completa el total abandono de la perspectiva internacionalista; con la sustitución de esa perspectiva y de esa finalidad por una serie de maniobras diplomáticas sin escrúpulos con varios estados capitalistas se con­suma, definitivamente, la subordinación del movimiento obrero

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2. - LA CUESTIÓN DE STALIN

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mundial y de todos los partidos comunistas a los intereses del estado soviético, a los intereses de un estado en el cual Stalin fue siempre el más «tusa» de los dirigentes de la vieja generación bolchevique, y mediante el cual sometió y doblegó por la violen­~ía a todas las demás nacionalidades (empezando por su Georgla natal) incluidas dentro de las fronterns del antiguo imperio za­rista.

Sería inútil detenerse más en esos aspectos que el posterior decurso de las cosas han hecho incluso demasiado claros y eviden­tes; el sometimiento y la desnaturalización de la Internacional comunista estaba escrito ya en la frente de los mediocres buró­cratas que ésta va seleccionando progresivamente en el transcur­so de la destrucción de dos grupos dirigentes de sus distintas secciones nacionales y que después de la guerra aparecerían a la cabeza de las llamadas «democracias populares» en los países saté­lites. Se trata de los Bíerut, los Rakosí, las Anna Pauker, los Georghiu Dei, los Gottwald, los Novotny, los Ulbricht, etc., per­sonajes todos ellos perseguidos por el odio popular hasta más allá de la tumba y que, cuando sobreviven, ni siquiera pueden volver a poner los pies en sus propios países. Basta con señalar aquí que la corrupción nacionalista y gran-rusa está en todo caso demos­trada por el acuerdo sellado entre Stalin y Hitler, a propósito del cual hay que decir que sí bien la declaración de no agresión era una necesidad para la URSS, no lo era, en cambio, el «pacto de amistad» contenido en las cláusu.las secretas del mismo y por las cuales la Unión Soviética obtuvo -y mantuvo después de la guerra- las repúblicas bálticas (Letanía, Estonia y Lítuanía) así como gran parte de Polonia y Besarabia. Pues esto constituye, con una diferencia de no más de treinta años, una verdadera répli­ca al escrito de Lenín sobre el derecho de los pueblos a la autode­terminación, y es el primer ejemplo de una «política socialista» al servicio de la expansión y de las anexiones territoriales de un estado.

El significado de la mentalidad y de la finalidad políticas con que Stalin reinó sobre lo que habría debido ser la «unión de repú­blicas socialistas soviéticas» resulta evidente, por otra parte, en

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r una serie de actos y símbolos que, aunque parezcan de importan­cia menor, son también elocuentes: en 1944 Stalin liquidó el Ko­mintern como pago y garantía a América e Inglaterra. En ese mismo año sustituyó el canto de la Internacional por un nuevo himno nacional cuyo texto ensalza su gloria y su grandeza. En marzo de 1946 rebautizó el Consejo de los comisarios del pueblo con el nombre de Consejo de ministros, título éste que Lenin había considerado nauseabundo. El 25 de febrero de 1947 cam­bió el nombre del «Ejército rojo de los obreros y de los campe­sinos» por el de «Fuerzas armadas de la URSS», En el XIX Con­greso del partido hizo suprimir la mención «bolchevique» que hasta entonces había acompañado siempre al nombre del partido. «Stalin se dedicó a romper hasta los más formales vínculos que unían a la URSS de la posguerra con la revolución de octubre. Y lo hizo de tal manera que en su discurso del 9 de febrero de 1946, al hablar de los "sin partido" y de los "militantes del par­tido", declaró: "La única diferencia entre ellos consiste en que los unos son miembros del partido y los otros no. Pero esa es sólo una diferencia formal"» (Jean-Jacques Marie).

Era éste un acto que sancionaba oficialmente la muerte del partido. El partido ya no es más que uno de tantos instrumentos de los que dispone su poder absoluto, uno más al lado de las varias policías secretas. Un estrato -duro y compacto como el cuarzo- de funcionarios, polizontes, delatores, aduladores y bu­rócratas cubre todo el país y somete a la sociedad a sus designios. «Para adularlos, Stalin distingue entre los burócratas pequeños y grandes en los que se basa su poder. En efecto, el 28 de mayo de 194 3 el personal dedicado a los asuntos exteriores recibe grados diferenciados por charreteras formadas por un galón configurado con hilos de plata y recorrido por lineas doradas que representan dos palmas entrecruz:Jdas.» Distintivos y uniformes jerarquizan la elegancia de todos los funcionarios. Por su parte, y para ha­cerse merecedores de las señales de su favor, la infinita turba de los funcionarios pequeños y grandes, de los académicos, de los pseudocientíficos, de los miopes bardos del régimen, ponen en versos o en la forma de «memorias científicas» lo que Tácito Ha-

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maba simplemente reure in servitium: ]. V. Stalin y la Lingüística, ]. V. Stalin y la Química, ]. V. Stalin y la Física, y así sucesivamente. Pravda, que en otro tiempo había acogido la prosa cortante y sarcástica de Lenin, canta ahora una canción de cuna a las masas con poesías como esta: «Tú, oh Stalin, gran jefe de los pueblos, 1 Tú, que has hecho nacer al hombre, 1 Tú, que fecundas la tierra, 1 Tú, que remozas los siglos, 1 Tú, que trenzas la primavera, 1 Tú, que haces cantar la lira ... 1 Tú etes la flor de mi primavera, un sol que calienta a miles de corazones humanos ... »

El cambio que se produjo en Rusia desde el paso de la época de Lenin a la de Stalin está documentado de modo inequívoco por las «fuerzas» y los «valores» que el poder pone en primer plano durante la segunda guerra mundial. Las energías espiri­tuales del país no son movilizadas en nombre y para la defensa del comunismo, sino en nombre y para la defensa del «patriotismo ruso». El 7 de noviembre de 1941, en un momento en que los ejércitos nazis presionan sobre Moscú, Stalin, hablando en la Plaza Roja, eleva preces a los fundadores de la «patria rusa» y a los grandes generales zaristas: «Que nos inspire en esta guerra el glorioso ejemplo de nuestros antepasados Alexander Nevski, Di­mitri Donskoi, Kuzma Minin, Dimitri Poiarski, Alexander Suvo­rov, Mihail Kutuzov». En octubre de 1942, ordena la supresión del cuerpo de comisarios políticos del ejército rojo, y unas sema­nas después crea para los oficiales las órdenes de Suvorov, Kutu­zov y Alexander Nevski. «A principios de 1943 establece una re­glamentación en la que se definen los privilegios de la casta de los oficiales y restablece algunos de los elementos de la etiqueta zarista. Para el caso de los ucranianos crea la orden de Bogdan­Chmelnitski, del nombre del antiguo atamán, jefe de banda ucra­niano, especializado en progroms antihebreos» (J. J. Marie). La nueva unión nacional es sellada, finalmente, por el acercamiento a la iglesia ortodoxa rusa: Stalin hace coronar al patriarca de Moscú, permite el restablecimiento del Santo Sínodo y recibe a los tres metropolitanos de la iglesia rusa, Sergius, Alexis y Nico­lás, que saludan a José Vissarionovich cl'mo «el Padre de todos nosotros».

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La segunda guerra mundial será conocida desde entonces en Rusia con el nombre de «gran guerra patria». Y en ese nombre se concluiría. El día de la capitulación del Japón, Stalin dirige un mensaje al pueblo soviético: «Hemos esperado este día du­rante cuarenta años ... » Se trata claramente de la revancha por la derrota zarista en la guerra ruso-japonesa, derrota que llevó a la revolución de 1905 y que todos los revolucionarios saludaron por entonces como una victoria. El pasado político de la URSS sta­liniana ya no es, pues, el pasado político del bolchevismo sino el pasado de la Rusia zarista.

El sentido de toda esta parte de la obra de Stalin tiene su símbolo en el clima en que -de un modo que todavía permanece en el misterio- sucumbió en 1953. La Rusia de Lenin, primer baluarte de la transformación sociaíista del mundo, había entra­do ya entonces en el mundo de los recuerdos. A la muerte de Stalin el país está preso de las fuerzas del oscurantismo. De Mos­cú no parte ya el llamamiento «¡proletarios de todos los países, uníos!», sino el llamamiento a la persecución antisemita (¡el pro­ceso de los médicos!) y a la lucha a muerte contra el llamado «cosmopolitismo».

Sería inútil traer a colación aquí los procesos de Moscú o hablar de la sistemática destrucción de todos los viejos cuadros y militantes bolcheviques. Como inútil sería recordar las cifras de las «purgas», de las depuraciones en masa, de los campos de concentración y de las poblaciones deportadas. La indignación y el horror moral. no son suficientes. Por eso hay que refrenar el desbordamiento del odio y limitarse al razonamiento. Aquel hom­bre, tal como lo hemos descrito, frío y despótico, que tiene sobre su conciencia más comunistas que los que ha exterminado hasta ahora la reacción mundial, calculador impasible ante la ruina de poblaciones enteras, alejado de las masas y bajo cuyo régimen los soviets nacidos en el 17 acabaron siendo dependencias del ministro de la polida; aquel hombre es, sin embargo, a su mane­ra, nn «grande», aunque lo sea en un sentido que hay que esfor­zarse por definir, no tanto para entenderle a él cuanto para en­tender lo que él ha producido. Carr, el historiador liberal inglés,

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ha escrito: «Stalin es el más impersonal de los grandes perso­najes históricos». Al industrializar Rusia, «la occidentalizó, aun­que a través de una rebelión, en parte consciente y en parte incons­ciente, contra la influencia y la autoridad de Occidente y median­te un retorno a las viejas formas y tradiciones nacionales. El fin por alcanzar entra a veces en contradicción flagrante con los me­dios elegidos para ello [ ... ] La ambigua carrera de Stalin fue una manifestación de este dilema. Stalin fue un emancipador y un tirano, un hombre entregado a una causa, pero también un dic­tador personal; mostró coherentemente una energía despiadada que se concretó, por una parte, en una audacia y determinación extremas, y, por otra, en una brutalidad y en una indiferencia también extremas hacia los sufrimientos humanos. La clave de esa ambigüedad no puede hallarse pura y simplemente en el hom­bre. El juicio inicial de cuantos no lograron encontrar en Stalin rasgo distintivo alguno digno de mención había de tener cierta significación. Pocos grandes hombres han sido tan claramente como Stalin producto de su tiempo y del lugar en que vivieron».

Ese juicio no tendría -obviamente- motivo de ser si en la época de Stalin no hubieran tenido lugar también la industria­lización y los grandes planes quinquenales. Pero con esa obra Rusia no sólo se ha convertido en el segundo estado industrial del mundo, sino que además se ha visto permeada por un conte­nido liberador que no puede ignorarse. Amplísimas masas de hom­bres han sido puestas en contacto con el proceso productivo mo­derno, con la técnica y su racionalidad científica; el analfabetismo ha sido vencido; nacionalidades enteras del Asia central han sido arrancadas del nomadismo y arrojadas en cierto modo al circuito de la vida moderna, satisfaciéndose sus primarias necesidades vita­les y culturales. La agricultura ha sido mecanizada, y con ello se ha acelerado la transformación del mujik en obrero.

Las críticas sobre las formas en que se llevó a cabo la colec­tivización en las zonas rurales son conocidas y también justas: brutalidad y violencia, indiferencia por el consenso, millones y millones de víctimas. Pero aun en el caso de que esas críticas no se hubieran producido hablarían en su lugar la crisis perma-

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nente de la agricultura soviética, la baja productividad del trabajo, el porcentaje (todavía muy elevado) de mano de obra ocupada en el campo, el ejemplo de la Rusia importadora de grano.

Esto no obstante, en la base de esas críticas hay, tal vez, tam­bién una subvaloración de la «irracionalidad» o al menos del ca­rácter excepcional del problema con que tuvo que enfrentarse no sólo entonces sino también en otras ocasiones posteriores el par­tido bolchevique, y con él algunos otros partidos comunistas que llegaron al poder más tarde. A saber: el problema de la construc­ción del socialismo en un país en el que todavía había que rea­lizar la acumulación, aquella acumulación que en Europa llevó a cabo el capitalismo y su revolución industrial.

Construir una sociedad socialista significa instaurar relacio­nes socialistas de producción. E independientemente de lo que quiera entenderse por ello, esa construcción es indisociable del desarrollo de la democracia socialista, del poder de los soviets o autogobierne de los productores, en el sentido real y no metafó­ríco de la palabra. Por otra parte, y al contrario, acumular, esto es, retirar partes alícuotas altísimas del producto nacional para invertirlas en la edificación industrial, significa reprimir violen­tamente el consumo de las masas, comprimir violentamente sus ne­cesidades. Y esto implica lo contrario de la democracia, lo con­trario de los soviets, o f.ea, un aparato de constricción, un poder carismático y, por tanto, masas instrumentalizadas en lugar de ma­sas que se autogobiernan.

Ese es el problema frente al cual se encontró Stalin, o, mejor dicho, frente al cual «la situación» eligió a Stalin. Y ése es tam­bién el problema al que, mutatis mutandis, tienen que hacer fren­te -por mucho que lo ignore el candor de tantos intelectuales­Mao y el grupo dirigente chino. ¿Por qué la acumulación indus­trial? ¿Por qué no es posible construir el socialismo con la pequeña producción agrícola o, más sencillamente todavía, modi­ficando las almas, haciendo un llamamiento al altruismo, dejando todos de ser lobos para convertirnos en palomas? ¿Por qué no abolir en veinticuatro horas la «división del trabajo»? La ino­cencia con que esas preguntas afloran a los labios de tantos inte-

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lectuales es una prueba de la destrucción radical a la que ha llegado el marxismo teórico en estas décadas.

Verdad es que la respuesta a esas preguntas no está escrita en ningún punto particular de la obra de Marx. Está esparcida por todas y cada una de las páginas que escribió, desde la primera a la última, empezando, desde luego, por el Manifiesto del par­tido comunista (atención: ¡el partido ya en Marx!) de 1848. El autogobierne de las masas presupone alta productividad del tra­bajo, la posibilidad de una reducción drástica de la jornada de trabajo, la combinación progresiva, en la figura del obrero-técnico, de trabajo intelectual e industrial; presupone masas conscientes y capaces de hacer funcionar a la sociedad con un nivel de vida más elevado. El autogobierne de las masas, el gobierno del proletariado, presupone, en suma, el obrero colectivo moder­no. Condiciones, todas ellas, que nos da la gran industria, y no las comunas agrícolas o la producción con el arado de ma­dera.

Recojamos el hilo del razonamiento. Stalin es, pues, «grande» en tanto que constructor de un gran estado (aquel estado que Lenin quería que se «extinguiera» rápidamente), constructor de una gran potencia. Grande como lo fue en su tiempo Pedro el Grande. Pero su grandeza no es tanto parte de la historia del movimiento obrero internacional como de la «prehistoria» de este que se está prolongando más allá de toda previsión; su grandeza no pertenece a la historia de la emancipación del hombre, sino a la historia de las grandes potencias que se reparten el mundo, de la razón de estado, de las razas que se enfrentan entre ellas por encima de las divisiones de clase, a la historia dominada por la geopolítica.

Ante las gigantescas proporciones de lo que Stalin construyó, durante algún tiempo ha prevalecido en la consciencia de muchos la admiración por tanto realismo. ¿Qué importan los principios; , qué importa cómo vive la gente, lo que ésta cuenta, lo que decide? ~" Lo que importa son los millones de toneladas de acero, los misi­les, el potencial nuclear. La admiración por el realismo y por el poderío han llevado y todavía llevan con frecuencia a concluir que

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«Stalin ha construido el socialismo» y que «Rusia es el primer país socialista».

En realidad lo que Stalin ha producido es indisociable del modo en que lo produjo. Diecisiete años después de su muerte (¡toda una época histórica!) Rusia está presa -más que antes­de las mismas contradicciones que en 1953. Es una sociedad que -como el tiempo está demostrando- no puede reformarse pa­cíficamente y que, por otra parte, si no se reforma tendrá que vivir convulsiones profundas.

¿Cómo, pues, definir esa sociedad? El sector fundamental de los medios de producción está en ella estatalizado. La estataliza­ción es, desde luego, algo distinto de la socialización de los medios de producción; pero permite una política del plan, una planifica­ción, la cual (dejando aparte sus defectos) no sólo es de natu­raleza muy distinta a las llamadas «programaciones» occidentales sino que además, al reducir y someter a control los mecanismos del mercado, impide hablar, al menos por ahora, de una verda­dera restauración capitalista. Por otra parte, es imposible conceder que en esa sociedad están ya puestas las denominadas bases del socialismo, porque si las palabras tienen un sentido, dichas «ba­ses» serían precisamente las relaciones socialistas de producción y cambio, y esas relaciones no existen en Rusia. Como conclusión provisional -que es, por supuesto, insuficiente, pero que es tam­bién tal vez la menos inaceptable de las que la mente puede sugerir- uno se ve inducido a recobrar la fórmula de «sociedad de transición», pero no en el sentido clásico u originario según el cual la sociedad de «transición» es el «socialismo» mismo, sino en el sentido de una sociedad que está a mitad de camino entre capitalismo y socialismo y que, por tanto, puede avanzar o retro­ceder. Ahora bien, esa fórmula debe completarse añadiendo que en la actual degeneración del estado soviético no se expresan las leyes generales de la transición del capitalismo al socialismo, sino una particular refracción, excepcional y temporal, de esas leyes en las condiciones de un país surgido de un nivel de desarrollo profundamente atrasado y que desde hace muchas décadas se ha visto oprimido y avasallado por una burocracia en la que ·a menu-

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do se combinan hábitos y modos de vida procedentes del absolu­tismo autocrático con métodos de extracción fascista.

Resumiendc, la Rusia staliniana y post-staliniana constituye un largo lapso de tiempo caracterizado por el estancamiento en el proceso de transformación de la sociedad burguesa en socialista, una pausa repugnante y que puede ser el exordio y la primera fase de una nueva sociedad explotadora. En ese caos de problemas absolutamente imprevistos por la teoría y en los que a veces pare­ce que la mente debe perderse y vacilar el ánimo, hay una cosa que está ya clara: que la época del «socialismo en un solo país» ha terminado y que, al terminar esa época -que ha visto una y otra vez el triunfo de la Realpolitik sobre la «utopía»- se pone de manifiesto el lado irrealista de ese «realismo». Pues no es sólo el hecho de que Rusia ha salido de las manos de Stalin aquejada de males profundos, sino también el que toda la construcción de la que por muchos años Rusia fue el corazón y la cabeza se está rompiendo a pedazos. El llamado «campo socialista» en parte está ya disgregado y en parte se mantiene unido por la fuerza militar y el arbitrio policíaco. El peligro de guerra no está hoy en las líneas fronterizas entre la URSS y el mundo capitalista, sino en la frontera entre la URSS y China popular.

El pensamiento revolucionario ha pagado a menudo su escote a la utopía. Pero a la larga, y aunque sea por motivos opuestos, utopía es también la Realpolitik, o sea, la convicción de que las «energías morales» no cuentan para nada en la historia, de que la fuerza lo es todo y de que basta con la fuerza para «poseer» a los pueblos.

Esa Realpolitik está actualmente en bancarrota. Ante los pro­blemas que surgían de la existencia de un «campo socialista», esto es, de una comunidad de pueblos comprometidos en la común edificación del socialismo, la política del «socialismo en un solo país» se ha mostrado como absolutamente inapropiada para las nuevas tareas, poniendo en evidencia lo que ya era desde hace tiempo: un burdo disfraz de la vieja razón de estado, una teoría -ni más ni menos- de la «soberanía limitada», es decir, limi­tada en el caso de los estados más débiles e ilimitada para el cho-

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vinismo del estado más fuerte. Esta derrota histórica del stali­nismo -dondequiera que éste brote- tiene sólo un aspecto posi­tivo: que parece devolver un sentido de verdad y actualidad al discurso internacionalista de Marx y de Lenin, para los cuales la transformación socialista del mundo era impensable sin la apor­tación resolutiva de la revolución en Occidente, o sea, en el co­razón y en los centros mismos del capitalismo. Hay que añadir, de todas formas, que -aunque los tiempos de las sociedades no sean los tiempos de los individuos- el propio marxismo teórico está hoy en un banco de pruebas en el que nos corresponde a no­sotros decidir si éste tiene que ser solamente un pasatiempo o el fórceps apropiado para hacer parir a la historia.

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EL MARXISMO Y LA «FILOSOFIA DE LA HISTORIA» DE HEGEL*

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l. En el cuadro de la tradición marxista de estudios sobre Hegel merece atención el ensayo de Plejánov, publicado en 1891 en la Neue Zeit, «Para el sesenta aniversario de la muerte de He­gel».1 Ese escrito es del estilo del L. Feuerbach, de Engels, publi­cado tres años antes en la misma revista.2 Sin embargo, intentan­do completar el cuadro trazado por Engels, Plejánov amplía su razonamiento a una zona de la obra de Hegel -la filosofia de la historia- que, por sorprendente que pueda parecer, ha intere­sado muy poco por lo general al marxismo tradicional. «Quisiéra-

;, Separata del volumen Incidenza di Hegel preparado por F. Tessitove. Novano, Nápones, 1970.

l. G Plejánov, «Zu Hegel'~ sechzigstcm Todestag», en Neue Zeit, X. Jahrgang, I. Band 1891-92, pág. 198 y ss,, 263 y ss., 273 y ss. Este ensayo fue recogido también en el primer volumen de las Oeuvres phi­losophiques (págs. 419-450) de Plejánov, publicado en Moscú por las Edi­ciones en Lenguas Extranjeras, sin fecha (aunque presumiblemente hacia 1956). Por razones de comodidad y porque ese texto es más fácil de encontrar nuestras citas se refieren a esa última edición, salvo en ciertos casos patticulares en los que se ha preferido el texto alemán de la Neue Zeit,

2, Engels leyó los artículos en que la Neue Zeit dividió este ensayo de Plejánov y los consideró excelentes ( ausgezeichnet). Cf. F. Engels Briefwechsel mit K. Kautsky, Viena, 1955, pág. 318.

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mos i~entar aquí -escribe Plejánov casi al comienzo de su es-crito- ar un juicio sobre las ideas de este ilustre pensador ale­mán en ateria de filosofía de la historia. En lo esencial ese traba­jo ha sido realizado ya, con mano de maestro, en los magníficos artículos de Engels sobre Ludwig Feuerbach und der Ausgang der klassischen deutschen Philosophie [ ... ]. Pero creemos que las ideas de Hegel sobre este punto merecen un análisis más deta­llado.» 3

La tradición interpretativa marxista de Hegel no se reduce, desde luego, al nombre de PJejánov o al de Lenin; esa tradición incluye muchas más voces de las que en los últimos cincuenta años nos ha habituado a recordar la escuela del «materialismo dialéctico» ruso. Pero, a pesar de ello, cuando uno reflexiona con detalle a ese respecto, se queda sorprendido ante la escasa aten­ción que en el marxismo de la segunda y de la tercera Internacional se prestó a Hegel como teórico de la política y como filósofo de la historia. Lo mejor de esa tradición -si se exceptúan las pocas pero estimables páginas de Mehring en escritos ocasiona­les 4

- son algunas breves (y muy discutibles) referencias a los parágrafos de la Rechtsphilosophie sobre la «sociedad civil» en Die Staatsauffassung des Marxismus, de Max Adler,5 o las pá­ginas dedicadas a Hegel por H. Cunow en Die Marxsche Ge­schichts-, Gesellschafts- und Staatstheorie.6 Fuera de eso, y salvo omisión, no parece que la herencia del pasado dé para más.

El propio Lenin, que entre 1914 y 1915 leyó en Berna va­rios escritos de Hegel, del Hegel teórico del estado y filósofo de la política, no se ocupó de ello en absoluto: estudió con deta­lle la Gran Lógica, pero no la Filosofía del derecho, y mostró mayor interés por las Lecciones acerca de la historia de la filoso­fía que por las lecciones sobre la Filosofía de la historia. De estas últimas toma unos pocos apuntes y saca esta conclusión: «En ge-

3. Plejánov, Oeuvres philosophiques, cit., pág. 420. 4. F. Mehting, Zur Geschichte der Philosophie, Berlín, 1931. Cf. so­

bre todo la pág. 102 y ss. y 114. 5. Viena, 1922, pág. 49 y ss. 6. Berlín, 1923, 2 volúmenes.

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neral la filosofía de la historia [de Hegel] nos da muÍ muy poco; y es comprensible, porque ha sido precisamente a?uí, pre­cisamente en este campo, en esta ciencia, donde Marx ~ Engels dieron el más importante paso adelante. En ese punto es donde Hegel aparece más viejo y anticuado».7

Estamos ante una cuestión que proporciona material para la reflexión .. Marx empieza su obra escogiendo la Filosofía del de­recho como terreno ideal para la crítica de la filosofía de Hegel. La Sagrada Familia y La Ideología Alemana abundan en referen­~ias a las Lecciones acerca de la filosofía de la historia y a la misma Filosofía del derecho. Y lo mismo podría decirse de El Capital. Luego, en cambio, el interés por el pensamiento de Hegel -un interés que en el marxismo a caballo entre los dos siglos es mucho más declinante (al igual que en toda la cultura europea de la épo­ca) de lo que permiten suponer los reconocimientos y los home­najes formales (¡basta con pensar, por lo demás, en lo tarde que el propio Lenin emprendió su estudio!)-, el interés por el pensa­miento de Hegel, digo, se orientó hacia otras obras y particular­mente hacia la Enciclopedia.

Me parece que la explicación de esto hay que ir a buscarla le­jos. La Enciclopedia y más raramente la Lógica cobran una relevl'!n­da preminente en comparación con los otros escritos de Hegel, ,como la Fenomenología o la Filosofía del derecho, a consecuencia de los particulares intereses teóricos del marxismo de la época y de las «claves» interpretativas del pensamiento de Hegel que dicho mar­xismo ha ido elaborando entre tanto. Esas «claves» -que hay que buscarlas, como es sabido, en el Anti-Dühríng y sobre todo en el L. Feuerbach- inducen a ver en la obra de Hegel esencial­mente la lógica dialéctica y la filosofía de la naturaleza. Y eso por las siguientes razones. En primer lugar, porque el método dialéc­tico es -en la interpretación de Engels- el lado revolucionario del pensamiento de Hegel, el elemento que entra en contradicción con su sistema conservador («Quienes daban importancia sobre

7. V. l. Lenin, Cuadernos filosóficos, trad. castellana, Ayuso, Madrid, 1974, pág . .300. .

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tod~ 1 si<tema de Hegel» --e"ribe EngeJ,_ • podJan "' «con­ser1:J~s en religión y en política; aquellos otros para los cuales lo esen ·al era el método dialéctico podían pertenecer, tanto en religión omo en política, a la oposición extrema»). En segundo lugar, porque --en tanto que «materialismo dialéctico»- el mar­xismo ha ido centrando su interés particularmente en la generali­zación y e¡n la síntesis, «mediante el pensamiento dialéctico», de los resultaÜos de las ciencias positivas; este marxismo -como explica Engels 9

- está interesado, en efecto, en buscar «no sólo el nexo que existe entre Jos procesos naturales en los campos par­ticulares, sino también en el nexo que une los diferentes campos entre ellos», para así «poder aportar un cuadro sinóptico del con­junto de la naturaleza en forma aproximadamente sistemática, sir­viéndose de los datos proporcionados por las propias ciencias na­turales empíricas».

Teniendo eso en cuenta se entiende ya el aspecto de originali­dad que hay en el escrito de Plejánov de 1891, en el cual el autor se propone investigar «la importancia de Hegel para la ciencia de la sociedad».10 La idea que aquí se trasluce es simple pero en absoluto obvia: la filosofía de Hegel es particularmente rica en elementos históricos y políticos; se trata, por tanto, de ver en qué sentido precisamente esta parte (o sea, la reflexión histórica) del pensamiento de Hegel puede haber preparado y condicionado el pensamiento de Marx.

Actualmente ese planteamiento elegido por Plejánov tiene que parecernos, sin dud1, menos novedoso. Pues contamos ya con los escritos póstumos de Marx, desde su Crítica de la filosofía hege­liana del derecho público hasta la segunda parte de la Ideología Alemana; y disponemos -por no hablar de otras obras- de la monumental investigación de Lukács sobre El joven Hegel, en la cual se dedica amplio espacio a la cuestión de «las relaciones de

8. F. Engels, L. Feuerbach y el fin de la filosofía alemana, trad. caste­llana, Equipo Editorial, San Sebastián, 1968, pág. 117.

9. Ibidem, pág. 150. 10. Plejánov, op. cit., pág. 420. Cursiva mía:

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1 la sociedad capitalista» 11 tal como Hegel las vio hasta el m (n­to de la redacción de la Fenomenología. Pero a pesar de ;l::~o­davía hoy, por no hablar ya del momento en que Plejánov éscríbía, es posible que quede algo por hacer en este campo. /

2. La lectura que Plejánov hace de las Lecciones acerca de la filosofía de la historia toca unos cuantos temas que pueden ser resumidos con facilidad. La importancia de Hegel para «la ciencia de la sociedad» consiste ante todo en el hecho -dice Plejánov­de que él investigó los fenómenos de esta ciencia desde el punto de vista del devenir, esto es, desde el punto de vista de su sur­gimiento y de su ocaso. La concepción de la historia, que antes de T :e gel se centraba en «la antítesis verdad/ error», sufrió con él una transformación radical. Verdad y error, racional e irracio­nal, se convierten en momentos dialécticos del proceso histórico. Y como en el decurso de ese proceso los sistemas filosóficos, al igual que las instituciones reales, aparecen como siendo la ex­presión de la propia época, el error mismo deja de presentarse como un elemento casual y fortuito para mostrarse en su necesi­dad interna.

La argumentación de Plejánov, como se ve, repite y confir­ma el juicio expresado ya por Engels tres años antes. La gran­deza de la filosofía de Hegel consiste en que ésta es una filoso­fía del devenir. «En el decurso de la evolución todo lo que antes era real deviene irreal, pierde su necesidad propia, el pro­pio derecho a la existencia, la· propia racionalidad, y en el lugar de la realidad que muere hace su entrada una nueva realidad vitaL» «La tesis de la racionalidad de todo lo real -escribe En­gels- se reduce, por tanto, según todas las reglas del razona­miento hegeliano, a esta otra: todo lo que existe es digno de pe­recer.» 12 Eso vale para las instituciones históricas reales lo mismo

11. Las «relaciones entre dialéctica y economía» y «los problemas de la sociedad capitalista» son, respectivamente los dos subtítulos de la primera y segunda edición de El ¡oven Hegel de Lukács.

12. F. Engels, op. cit., pág. 111.

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, qu para el decurso de las ideas y de los sistemas filosóficos. «La ver d que la filosofía tiene que conocer no era ya para Hegel una ntologia de proposiciones dogmáticas bien dispuestas [ ... ); la vendad residiría, según Hegel, en el proceder del conocimiento mismo,; en la larga evolución histórica de la ciencia que se eleva desde los grados inferiores del conocimiento a niveles cada vez más altos.» En el curso de ese proce~o, «cada etapa es necesaria, y, por tanto, está justificada por el tiempo y por las circunstan­cias a las cuales debe su propio origen, pero deviene caduca e injustificada respecto de las nuevas condiciones, más elevadas, que van desarrollándose poco a poco en su propio seno». Por eso -concluye Engels- «aquélla tiene que dejar su puesto a una etapa más elevada, la cual entra, a su vez, en el ciclo de la deca­dencia y de la muerte»Y

Junto a ese primer tema Plejánov desarrolla otra que da rele­vancia a aquellas partes de la Introducción a la Filosofía de la Historia en las que Hegel razona acerca de cómo la filosofía, el derecho, el arte y la técnica misma se hallan, en cada época, en la más estrecha relación, de tal manera que forman entre ellas un bloque o, mejor dicho, un organismo vital. Se trata, como es sabido, de las Vorlesungen -más desarrolladas en la edición Las­son que en aquella de la cual disponía Plejánov y que había sido preparada por los discípulos después de la muerte de Hegel­en que se habla de la relación entre el estado y la religión y, más en general, de la relación existente entre las distintas «es­feras de la vida del pueblo». «Cuando hablamos de un pueblo -escribe Hegel- debemos sacar a la luz las fuerzas en las cua­les se particulariza su espíritu. Esas fuerzas particularizadoras son la religión, la constitución, el sistema jurídico -incluido el dere­cho civil-, la industria, los oficios, las artes, la ciencia», etc. «Pa­ra nuestra consideración universal -continúa Hegel- interesa principalmente el nexo entre esos momentos distintos. Todos los aspectos que se manifiestan en la historia de un pueblo están

13. Ibidem.

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/ conectados recíprocamente por el más estrecho de los vínculo¿.~ 14

También ese segundo motivo -señala Plejánov- pued/ ?a­reccer tan obvio como el primero. «Nadie ignora que todos los aspectos y manifestaciones vitales de un país están estrechamente vinculados entre ellos; no hay escolar que no sepa eso.»/¡5 Pero mientras que los más se represent1n todavía ese vínculo unitario bajo la forma de una simple interacción (W echselwirkung), olvi­dando que tiene que haber una fuente común de la cual proceden todos esos aspectos y esferas de la vida, Hegel apunta aquí -dice Plejánov- mucho más lejos.

En sí y por sí misma, la teoría de la interacción -continúa­dice bien poca cosa. Nos dice que «el derecho actúa sobre la re­ligión y que la religión actúa sobre el derecho», que «cada una de ellas y ambas a la vez actúan sobre la filosofía y sobre el arte, los cuales, a su vez, al actuar uno sobre otro, actúan también sobre el derecho, etc.».16 Pero no es preciso un gran esfuerzo -señala Plejánov- para darse cuenta de que quedarse en esa teoría de la interacción, como hacen los más, significa dejar de pensar precisamente «en el momento en que el pensamiento real­mente científico ha de entrar en liza». En efecto, una vez recono­cida la interacción, el paso que hay que dar consiste precisamente en volver sobre lo que condiciona y hace posible la interacción misma. Dicho con otras palabras: ¿cuál es la fuente o la unidad de la que procede todo? ¿De dónde provienen los factores cuyas acciones se interrelacionan?

El mérito de Hegel radica, según Plejánov, en haber sabido criticar el punto de vista que se contenta con la simple W ech­selwirkung sin detenerse a considerar los dos aspectos de la in­teracción como efecto y producto de un «tercer» elemento «trans­cendente», esto es, de la unidad que está por encima de ellos. <~Cuando se trata de los distintos aspectos de la vida pública de

14. Hegel, Lecciones acerca de la· filosofía de la historia universal, Trad. castellana por José Gaos, Revista de Occidente, Madrid, 1974 (4." edición), pág. 114.

15. Plejánov, op. cit., pág. 425. 16. Ibídem.

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un aís no debemos limitarnos en ningún caso -dice Plejánov­a in icar las acciones e interferencias recíprocas, sino que hemos de d dicarnos a explicar estas W echselwirkungen a la luz de un tercer!\ a partir de un elemento "más alto" [ aus etwas Drittem, ~'Hohetem" ], esto es, a la luz de aquello que condiciona su exis­tencia misma y, por consiguiente, la posibilidad de su interac­ción.» 17

En el caso de Hegel ese «tercer elemento» es el Volksgeist, el espíritu nacional en el cual se particulariza y determina en cada ocasión el Lagos o Espíritu universal del que toda la historia es desarrollo y consumación. Ahora bien, admitiendo -dice Plejá­nov- que la concepción de la historia universal de Hegel «está configurada desde la perspectiva del más puro idealismo» y que ese «fundamento idealista es precisamente el aspecto por el que dicha concepción peca» (lo cual no es, desde luego, un descubri­miento hoy}, queda no sólo el hecho de que esa filosofía «tiene el mérito indiscutible de no contener ni un gramo de eclecticis­mo», sino además el hecho de que la filosofía de Hegel fue la que planteó por vez primera el problema decisivo de la ciencia de la sociedad. A saber: el problema de la fuente o de la unidad de la cual proceden los distintos momentos de la interacción. «Hemos de estar de acuerdo con Hegel en que tanto las costumbres como la constitución política [de un pueblo] brotan de un único ma­nantial común [ aus einer einzigen gemeinsamen Que !le 1. Pues bien, la moderna concepción materialista de la historia es preci­samente -concluye Plejánov- la que nos dice cuál es ese ma­nantial.» 18

La fuente unitaria de todo, en suma, no es el Volksgeist sino la economía. Partiendo del acuerdo en reconocer que hay que ir de la W echselwirkung :1 la Quelle originaria, el marxismo y Hegel se distancian a la hora de identificar esa fuente, de la misma manera en que se diferencian el materialismo y el idealismo. Hegel, que posee una penetración histórica sorprendente, desarro-

17. Neue Zeit, cit., pág. 202. 18. Ibídem, pág. 203.

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1 lla frecuentemente análisis particulares persuasivos y verosímÚes, análisis clarificadores por la riqueza de su saber positivo f por los elementos históricos concretos; son los momentos -dice Ple­jánov- en que Hegel die Geschichte nimmt, wie sie íst, esto es, en que Hegel permanece en «el terreno de la historia», de la factualidad y de la empiria. En cambio, cuando los procesos his­tóricos reales no se adaptan a las «leyes» de desarrollo del Espí­ritu universal o contradicen las etapas preordenadas del mismo, Hegel se ve obligado por su idealismo a forzar arbitrariamente el análisis para hacer entrar a éstas en sus esquemas aprioristas.

Plejánov da algunos ejemplos de ello. El culto a los animales se presenta en las Lecciones de Hegel como índice de baja espi­ritualidad en el caso de la India y como índice opuesto en el caso del antiguo Egipto. Y lo mismo ocurre con la división en castas. Fenómenos históricos análogos son juzgados en cada ocasión de forma completamente diferente, de acuerdo con las exigencias de la «construcción arbitraria» y apriorista en que tienen que ser encuadrados. En otros casos Hegel establece conexiones fantás­ticas entre fenómenos que no tienen ninguna relación entre sí, como por ejemplo entre la intuición de la luz propia de los persas y la impotencia política de éstos frente a los griegos. Ello no obstante, hay también casos en los que al ocuparse Hegel de análisis particulares -por ejemplo, al hablar de la disolución del mundo griego, o cuando hace ciertas observaciones breves acerca de las razones por las cuales la Reforma protestante no se consolidó en Austria, en Baviera o en Bohemia pese a los notables éxitos que cosechó inicialmente en esos lugares, o, por último, en sus consideraciones sobre la importancia del clima o del milieu geográfico (un tema, este último, muy apreciado por el autor de La concepción monista de la hist'oria'r- enfila, casi sin saberlo, dice Plejánov, el camino justo, viendo en el desarrollo económico «la causa última a la cual se reduce toda explicación histórica».19

Desde ese punto de vista hay que señalar -añade Plejánov-

19. Plejánov, Oeuvres philosophiques, cit., págs. 423-33.

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q~, "' a quo Hogd no se ocup6 casi nunca do oconomfa po!f­t~~=~egó, sin embargo, a entrever el fenómeno de la polariza­ción entre riqueza y miseria en la «sociedad civil» moderna con mucha más claridad que tantos otros economistas, incluido Ricar­do, aunque el hecho mismo de que Hegel califique al proletariado con el nombre de Pobel * demuestra -sigue hablando Plejánov­cuán poco comprendió «la prodigiosa diferencia existente entre el proletariado de hoy y el de la antigua Roma». En conclusión, siempre que echa mano de ella, la economía salva a Hegel de las trampas en que lo había metido su idealismo, de manera que, incluso a pesar suyo, «la evolución económica se afirma como el elemento prioritario que condiciona todo el decurso de la historia».20

Hay, finalmente, en Plejánov un tercer tema de las Lecciones acerca de la filosofía de la historia al que se concede gran im­portancia. Se trata del denominado carácter heterogéneo de los fines o, con el léxico de Hegel, de la List der Vernunft. La enorme e inmedible masa de las voluntades, intereses y actividades indi­viduales -dice Hegel en la Einleitung- representa «los instru­mentos y los medios que posee el espíritu del mundo para alcan­zar su fin».Z1 LHs facultades vitales de los individuos y de los pueblos, que persiguen sus propios fines, son al mismo tiempo «Medios e instrumentbs para algo más elwado y más amplio, para algo de lo que ellos nada sabe!) y que realizan inconsciente­mente». Esta «relación implica, por tanto, que las acciones de los hombres en la historia del mundo tienen también como resul­tado, por lo general, algo distinto de lo que ellos se proponen y logran, de lo que inmediatametne saben y quieren. Estos pro­ducen de hecho -escribe Hegel- lo que les interesa, pero con ello sacan a la luz igualmente lo otro, que está implícito en lo que producen, pero que no forma parte de su consciencia ni de su intención».22

* Populacho. (N. del T.} 20. Ibidem., pág. 436. 21. Hegel, op. cit., 84. 22. Ibidem, pág. 85.

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Apenas hará falta recordar aquí el eco profundo que ese tema del pensamiento hegeliano ha tenido frecuentemente .en la tradición marxista. Es un tema que resuena ya, por boca de En­gels, en la célebre carta de septiembre de 1890 a Bloch: «la his­toria se produce de tal manera que su resultado final sale a la luz como consecuencia de los conflictos de muchas voluntades singulares, cada una de las cuales se halla determinada por una multitud de especiales condiciones de existencia. Existen, pues, innumerables fuerzas que se entrecruzan, existe un número infini­to de paralelogramos de fuerzas que dan lugar a una resultante, el acontecer histórico, el cual puede ser considerado a su vez como el producto de una fuerza que opera como un todo de modo incons­cíente y ciego, puesto que lo que cada cual quiere es impedido por otra singularidad y lo que de ello resulta es algo que nadie ha querido».23

También en esta ocasión la interpretación de Plejánov se mue- , ve en la misma línea de Engels. Plejánov no ve nada de miste­rioso o incomprensible en el hecho de que los fines y las inten­ciones de los individuos sirvan al mismo tiempo como medio para la realización de una finalidad ajena. «César quería en Roma la monarquía; su objetivo personal era ése. Pero en aquel tiempo la monarquía era también una necesidad histórica.» No se trata, pues, de una mística de lo inconsciente, sino más bien -afirma Plejá­nov- de la compleja relación existente entre libertad y nece­sidad. «La acción se refleja siempre en el pensamiento, pero no es este reflejo lo que condiciona el devenir histórico. El decurso de las cosas no está determinado por el decurso de las ideas, sino por un elemento exterior, independiente de la voluntad y oculto a la consciencia. La contingencia del libre arbitrio y del JUlClo humano cede, por tanto, su lugar a la regularidad de las leyes, esto es, a la necesidad.» 24

Dicho con otras palabras, la libertad, el libre arbitrio, existe

23. En K. Marx-F. Engels, Sul materialismo storíco [antología], tra­ducción italiana, Roma, 1949, pág. 77.

24. Plejánov, op. cit., pág. 438.

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solamente como fenómeno interior. En nuestro interior creemos que nuestras acciones dependen de nosotros; pero en realidad de­penden de factores externos. La libertad es solamente el modo en que la necesidad se percibe en nuestra mente. Ahora bien, si la acción se refleja en el pensamiento no puede ser, empero, un simple reflejo el determinante del obrar humano y, por tanto, del deve­nir histórico. Para decirlo con palabras de Schelling: «subjetiva­mente, o por el fenómeno interior, nosotros actuamos; objetiva­mente no actuamos, sino que es otro quien actúa por mediación de nosotros».25

Plejánov acepta, en suma, la misma solución que el idealismo alemán o, mejor dicho, que lo que a él le parece ser la signifi­cación de éste. La antinomia libertad-necesidad, afirma, fue supe­rada, por vez primera, por Schelling en El sistema del idealismo transcendental. Después de Schelling, esa antinomia encontró su definitiva solución en Hegel, para el cual la libertad consiste pre­cisamente en el «reconocimiento» mismo de la necesidad. «Hegel ha probado que nosotros somos libres sólo en tanto que conoce­mos las leyes de la naturaleza, de la evolución social y del deve­nir histórico, y en la medida en que, sometiéndonos a ellas, nos apoyamos en estas leyes. Se trata -concluye Plejánov -del más importante de los descubrimientos tanto en el campo de la filoso­fía como en el de la ciencia social, descubrimiento del que, sin embargc, sólo ha sabido sacar todo su partido el materialismo contemporáneo, el materialismo dialéctico.» 26 El ensayo de Plejá­nov acerca de la filosofía de la historia de Hegel acaba práctica­mente con esa afirmación. Siguen luego unas cuantas páginas des­tinadas a resumir lo ya dicho y, en parte, a situar el juicio expre­sado sobre ese aspecto particular del pensamiento de Hegel en el marco de una valoración más general de toda su filosofía.

La dialéctica es el «instrumento científico esencial» que el marxismo recibió en herencia de Hegel y del idealismo alemán.

25. Schelling, Sistema dell'idealismo trascendentale [traducción italia­na], Bari, 1962, pág. 292.

26. Plejánov, op. cit., pág. 442.

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Gracias a Marx la filosofía materialista se ha elevado a una con­cepción del mundo «armoniosa y lógica» que supo corregir y su­perar la ingenuidad del materialismo del siglo XVIII en el campo de la historia. Y por otra parte Marx arrojó al idealismo de ese último refugio suyo. «Al igual que Hegel, Marx vio en la histo­ria de la humanidad un proceso sometido a leyes e indepen­diente del arbitrio humano. Al igual que Hegel, consideró a todos los fenómenos en el proceso de su nacimiento y de su destruc­ción; [ ... ] al igual que Hegel, por último, Marx se esforzó en ir de la interacción [Wechselwirkung] que se produce entre los diferentes aspectos de la vida pública a la fuente [ Quelle] común de la que brotan todos esos aspectos. La diferencia está en que, como materialista, Marx no vio esa fuente originaria en el Espí­ritu sino en la evolución económica misma.» n Para Marx, «el decurso de la historia está determinado en última instancia por el desarrollo de las fuerzas materiales de producción, y no por la voluntad humana [ ... ]. Los hombres han hecho y deberán seguir haciendo su propia historia insconscientemente mientras las fuer­zas motoras de la historia actúen sin que él lo sepa, en la som­bra. Pero una vez que esas fuerzas hayan sido puestas de mani­fiesto y conocidas las leyes de su actuación, los hombres serán capaces de servirse de ellas y de someterlas a su propia razón».28

Hubo un tiempo -escribe Plejánov- en que Hegel fue com­batido por todos aquellos que pertenecían en una forma u otra al campo de los innovadores. <~Lo que alejaba a éstos de su filo­sofía era su actitud de pequeño burgués frente a la realidad pru­siana de la época. Pero esos adversarios de Hegel se equivoca­ban de medio a medio, pues la corteza reaccionaria ocultaba a sus ojos el núcleo revolucionario del sistema. De todas formas, su an­tipatía hacía el gran pensador nacía de motivos generosos y que imponen respeto.» Hoy, en cambio -continúa Plejánov- todos los que condenan a Hegel son hombres de mentalidad burguesa, hombres que lo condenan precisamente por el espíritu innovador

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27. Ibidem., pág 443. 28 Ibidem., pág. 444.

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de su filosofía. Actualmente se da primacía a Kant sobre Hegel y no hay profesorcillo de filosofía que no se considere con dere­cho a poner por las nubes al «pensador de Konigsberg»; frente al monismo hegeliano se da primacía al dualismo kantiano (lo ideal por una parte, lo real por otra), a aquel dualismo que Hegel consideró siempre como la peor afrenta que podía hacerse a la razón humana. En realidad la fórmula hegeliana «todo lo que es racional es real y todo lo que es real es racional» se ha podido malentender en un sentido conservador, no sólo en Alemania sino también en Rusia, únicamente porque -concluye Plejánov­no se ha entendido bien el sentido que Hegel daba a las palabras racional y real. Pues, aplicada a la historia, esa fórmula documenta más bien la indomable convicción de que nada de lo que es racio­nal podrá nunca permanecer confinado «en el reino del más allá» y, en definitiva, de que lo racional debe pasar a lo real para así compenetrarlo y transformarlo.

3. Lo que sorprende de ese escrito de Plejánov -aun más quizá que en el L. Feuerbach de Engels- es el carácter hetero­géneo y contradictorio de los motivos interpretativos en los que se configura la representación del pensamiento de Hegel propi­ciada por el «materialismo dialéctico». En las páginas que con­cluyen su ensayo, cuando trata -como se ha visto- de la iden­tidad hegeliana de lo real y lo racional, Plejánov entiende esa fór­mula en el sentido de que en ella hay, más que la constatación y la consagración del estado de cosas existente, un programa revo­lucionario que llevar a la práctica. En ese sentido, la identidad hegeliana no tiene como significado que lo que existe es adecuado a la razón, sino lo contrario; la identidad significa que lo racional debe realizarse, que todo lo que es y que no corresponde a la razón parece ser pero en realidad no es, y que, por tanto, ello es subvertido e invertido para dejar puesto a una nueva realidad.

Se trata, como es sabido, de la interpretación del pensamiento de Hegel que fue moneda corriente hacia 1840 entre la izquierda hegeliana y señaladamente en el Doktorclub de Berlín. Plejánov

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recoge y precisa esa interpretación, un año después del escrito del cual nos estamos ocupando, en su Advertencia y notas a la traduc­ción rusa del escrito de Engels según las cuales el poeta Heinrich Reine habría sido durante cierto tiempo el único que comprendió la esencia revolucionaria de la dialéctica hegeliana; Plejánov cita 29

una página de Reine (que luego sería utilizada también por Lu­kács en El joven Hegel) 30 en la que éste -describiendo una ima­ginaria conversación suya con Hegel- señalaba el modo «correc­to» en que habría que entender la afirmación acerca de la identidad de lo real y lo racional: «Como en cierta ocasión yo me mostrara insatisfecho de la frase "Todo Jo que es real es racional" -escri­be Reine-, él [Hegel] sonrió de manera extraña y observó que también podía entenderse así: "Todo lo que es racional tiene que

. " ser necesanamente ». No es ahora el momento de detenerse a ver hasta qué punto

esa hipótesis interpretativa tiene fundamento. Lo que interesa poner de manifiesto es que, una vez aceptada, esa hipótesis com­porta una interpretación de la Razón hegeliana en términos de simple raison subjetiva, razón del individuo empírico y no del Lagos transcendente, con lo cual se llega (como en el caso de la izquierda y especialmente de Bruno Bauer) a una lectura de Hegel en clave de idealismo subjetivo: la Razón es el !ch ... el «yo» y la «masa», etc. A la luz de esa interpretación, el que la razón tenga que realizarse, su paso a la realidad, significará entonces nada más ni nada menos que una forma de subjetivismo voluntarista en

29. Plejánov, Oe<uvres philosophiques, cit., pág. 451 y ss. 30. Cf. G. Lukács, El joven Hegel [traducción castellana], Grijalbo,

Barcelona, 1974, pág. 535. En esa página (Reines Werke, ed. Elster, vol. IV) Reine hace referencia igualmente a la necesidad de distinguir entre el aspecto exotérico y d aspecto esotérico de la doctrina de Hegel. Esos motivos interpretativos de la izquierda hegeliana han sido recogidos en su totalidad por Lukács, el cual, por lo demás, inserta la página de Reine sin mencionar siquiera a Plejánov. Para el desarrollo de considera­ciones análogas a las de Reine, véase el escrito juvenil de Engels (publi­cado con el pseudónimo de Oswald) Schelling und die Offenbarung, en MEGA, I, 2.

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la que el mundo aparece como la realización y la objetivación misma del ideal subjetivo, puesto que aquello que los hombres piensan que es «verdadero», «justo» y «bueno» tiene que rea­lizarse.

Ahora bien, es un hecho difícil de negar que al mismo tiem­po que Plejánov acepta esa interpretación del pensamiento de Hegel está desarrollando otra interpretación -antitética- según la cual el sujeto de la historia parece ser (justamente) en Hegel el «Espíritu absoluto», el <<Espíritu universal», etc. Además -y esto es lo más importante- cuando Plejánov procede a la critica de esa concepción hegeliana del sujeto histórico, lo hace partien­do de un presupuesto que es radicalmente distinto del «subjeti­vismo» de la izquierda. En efecto, en este caso al criticar a Hegel por haber reducido la Quelle, la fuente común a los distintos fac­tores interactivos, al Volksgeist, Plejánov muestra claramente aceptar la exigencia de que desde la Wechselwirkung hay que ir a un «tercer» elemento, a un «principio más elevado», el cual -al ser en este caso la economía, y no el Espíritu- resulta ser de naturaleza impersonal y objetivista tanto o más aún que aquél.

El resultado de esa doble línea interpretativa -que no es sólo de Plejánov sino de todo el «materialismo dialéctico»- es un ra­zonamiento íntimamente contradictorio, en el cual el elemento subjetivo humano, o el pensamiento, se presenta en cada ocasión como todo o nada. Esto es, como la palanca y el soporte esencial del proceso histórico revolucionario --cuando el realizarse de la razón hegeliana es interpretado como la configuración del ideal subjetivo humano- y como un reflejo inerme -cuando, en cam­bio, el pensamiento es entendido como aquel «fenómeno interior» por el que, subjetivamente, parece que somos nosotros quienes actuamos cuando en realidad quien opera «a través nuestro» es otro, o sea, el decurso histórico objetivo, la necesidad de la evo­lución económica, en definitiva, el desarrollo de las fuerzas pro­ductivas que son independientes de la voluntad y están «ocultas para la consciencia».

Dicho con otras palabras: Plejánov alterna en su análisis -sin darse cuenta de la incompatibilidad existente- dos interpretado-

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nes opuestas del pensamiento de Hegel. Una, tomada de la iz­quierda hegeliana, que se halla teñida por los motivos del idealis­mo subjetivo y del radicalismo político; y otra, que es, en cambio, de tipo det'erminista~ en la que el proceso histórico se presenta como dominado por leyes necesarias y objetivas. En el primer caso -en el cual se considera que el defecto de la filosofía de Hegel radica en la contradicción entre el «método» y el «sistema», es decir, entre los principios revolucionarios de su pensamiento y las conclusiones conservadoras que él saca de los mismos, debido al «compromiso» establecido con el estado prusiano 31

-, la perspecti­va que se desprende es la de una aplicación consecuente del mé­todo hegeliano que permita realizar plenamente sus principios re­volucionarios. No es casual que Plejánov cite aquí a Reine (que «no pertenecía a la categoría de esos espíritus miopes que temían las conclusiones implícitas en la filosofía de Hegel» sino que «Sa· bía captar el sentido revolucionario» de éstos) o a Herzen/2 para el cual la dialéctica de Hegel era precisamente «el álgebra de la revolución».

En el segundo caso, en cambio, cuando el mérito de Hegel se describe por su consideración de la historia como un proceso

31. Frente a la tesis según la cual el carácter conservador de la fi. losofía de Hegel se explicaría por el compromiso que él estableció con el estado prusiano (tesis muy difundida entre los jóvenes hegelianos) véanse las consideraciones de Marx ya en la época de la tesis para el doctorado (MEGA, I 1/1, págs. 137-138) así como lo que dice K. Rosenkranz en Vita di Hegel, traducción 1taliana, Florencia, 1966, pág. 137-138. En ese mismo sentido vale la pena recordar también el juicio de Mehring en Zur Geschicbte der Philosophie, ed. cit., págs. 104-109.

32. Plejánov, Oeuvres philosophiques, cit., págs. 452-53. Sobre el juicio de Herzen acerca de la filosofía de Hegel (juicio análogo al de los miembros del Doktorclub berlinés) cf. A. Herzen, Textes pbilosopbiques choísis, Moscú, 1950, pág. 240 y ss. Para una reconstrucción de la forma en que las tesis de los jóvenes hegelianos llegaron a Rusia y fueron asumidas en particular por Belinski, véase la Introducción de Riazanov a MEGA, I, 2, págs. 46-49 en la que hay también referencias al libro de Plejánov sobre Chernishenski.

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objetivo «sometido a leyes e independiente del arbitrio humano», v cuando se entiende que su única limitación está en haber con­siderado como sujeto de ese proceso al Espíritu absoluto en vez de a la estructura económica, el razonamiento se invierte en el sen­tido siguiente: el pensamiento o la Razón -en vez de figurar como el ideal que debe realizarse y, por tanto, como el muelle y el demiurgo de todo- se presenta esta vez como el mero reflejo o registro pasivo (la lechuza de Minerva que levanta el vuelo al ponerse al sol) de un decurso necesario y objetivo. Hasta el punto de que Plejánov puede escribir que «si la acción se refleja siempre en el pensamiento, no es ese reflejo lo que condiciona el devenir histórico», y que, como el decurso de las cosas no está determinado por el de las ideas sino viceversa, «la contingencia del libre arbitrio y del juicio humano» tiene que dejar paso aquí a la «necesidad» y a la regularidad de las leyes.

Es importante comprender la naturaleza superficialmente con­tradictoria de esa descripción del pensamiento de Hegel, que ha sido y sigue siendo característica del «materialismo dialéctico», porque al tiempo que vemos el nivel ingenuo y casi precrítico en el que dicha descripción se mueve, podemos entender también las razones del insatisfactorio resultado del escrito de Plejánov, de un escrito que es notable (como se ha dicho al principio) si se tiene en cuenta su intención de reflexionar sobre el pensamiento de Hegel precisamente en el campo de la filosofía de la historia, pero que decepciona si se toman en consideración las conclusio­nes a las cuales llega.

La razón de esa decepción se manifiesta con particular eviden­cia cuando se piensa que incluso ante las Lecciones acerca de la filosofía de la historia también el interés de Plejánov es sobre todo de carácter viejo-filosófico o metafísico. En efecto, lo que atrae a Plejánov de aquel texto no son los análisis históricos con­cretos desarrollados con grandeza -el «mundo griego», el «feu­dalismo», la «Reforma», etc.- contenidos en él, sino los pro­blemas especulativos que hay detrás del mismo; lo que le atrae no es tanto el contenido histórico de la filosofía de la historia de Hegel cuanto la forma filosófica que esa historia cobra en él. Dicho

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con otras palabras, Plejánov discute la filosofía de la historia de Hegel desde un punto de vista que sigue siendo también una filosofía de la historia.

La prueba más clara de eso está en todo el largo razonamiento acerca de la Wechselwirkung y la Que/le, pues Plejánov no ad­vierte que el sujeto de la historia toma en Hegel la forma del «Espíritu» precisamente porque es identificado con un «tercero» y «más elevado» elemento que transciende la multiplicidad (o -lo que es lo mismo- que dicho sujeto es identificado con una enti­dad tramcendente porque es considerado como «Espíritu»). De ahí que, por el contrario, Plejánov crea que el problema puede resolverse sencillamente promoviendo la economía al puesto del Espíritu, a esa posición de unidad configurada por encima de la multiplicidad, sin darse cuenta de que, planteada así, la economía no es la producción social, sino que es la producción fuera de la sociedad, la producción anterior a e independientemente de las «re­laciones sociales¡> que los humanos establecen en el decurso de la misma; o sea, sin darse cuenta, en suma, de que esa «economía» no es ya la economía sino la simple Materia, una abstracción tan

- hipostatizada como el mismo Espíritu. No podemos demorarnos ahora en mostrar la diferencia de

princípio que hay entre lo que Plejánov llama «evolución econó­mica» y lo que Marx entiende con el concepto de «relaciones so­ciales de producción» (una formulación mucho más compleja -di­cho sea entre paréntesis- que aquella otra, más metafórica y más conocida al mismo tiempo, que distingue entre «estructura» y «sobrestructura» ). Pero sí podemos detenernos un instante to­davía a mostrar la aceptación pacífica (esto es, sin sospechar el tanto de metafísico que hay detrás de ella) por parte de Plejánov de la posibilidad de instituir una «filosofía de la historia» como tal. En su argumentación -como en el razonamiento propio de toda una época del marxismo teórico, todo hay que decirlo (re­cuérdense, para poner un solo ejemplo, ciertos aspectos del pen­samiento de Antonio Labriola)- el término y el concepto de «fi­losofía de la historia» son usados, inocentemente, como sinónimos de «filosofía de la sociedad», sin advertir en absoluto el cambio,

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h completa transformación .(de mentalidad, de método, etc.) que e requieren para pasar de una a otra.

El tema de la filosofía de la historia constituye, como es abido, un problema ante el cual es mérito del neo-idealismo ita­

liano o al menos de algunos momentos de esa corriente, el haber estimulado una oportuna consciencia crítica, promoviendo al mis­mo tiempo -en alternativa o en antítesis a ello- el conocimiento de la inevitable contemporaneidad de toda historia. Y, sin embar­go, cuando vamos a la sustancia del asunto llegamos a la convic­ción de que en Marx estaba ya presente no sólo la consciencia de ese problema sino precisamente una resolución más radical y coherente del mismo. En efecto, no son necesarias elucubraciones especiales para mostrar que mientras lo característico de la tra­dición marxista, y en particular de la época de la Segunda Inter­nacional, fue la tendencia a un tratamiento filosófico-histórico muy general, del tipo del contenido en Materialistische Geschichtsauf­fassung de Kautsky o en La concepción monista de la historia de Plejánov, en el caso de Marx, en cambio, todo el impulso converge en torno al análisis del presente, esto es, de la sociedad capitalista contemporánea.

«Cuando se habla de producción -escribe Marx en la Intro­ducción a los Grundrisse- se está hablando siempre de produc­ción en un determinado estadio del desarrollo social; se está ha­blando de la producción de individuos sociales», o sea, de indi­viduos que actúan en el marco de relaciones sociales de tipo par­ticular. Al margen de estos modos de producción determinados histórica y socialmente (como, por ejemplo, el esclavista antiguo o el feudal, o el capitalista, etc., «no existe una producción en general». Lo cual quiere decir que, como la «economía política no es una tecnología», resulta imposible hacer abstracción de la economía como si fuera un prius respecto de las múltiples socie­dades en función de las cuales se diversifica; imposible abstraer, por tanto, la «producción» de las «relaciones sociales», variables en cada caso, en cuyo seno se instaura aquélla de hecho, pues bs «determinaciones generales de la producción» tienen que refe­rirse siempre a «un est<1dio social dado».

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Continúa Marx: «Por eso podría parecer que, para hablar en general de la producción [o economía], hay que o bien seguir el proceder del desarrollo histórico en sus varias fases, o bien declarar desde el principio que uno se está ocupando de una determinada época histórica, por ejemplo, de la producción bur­guesa moderna que es, en efecto, nuestro tema verdadero y pro­pio.» Ahora bien, si la posibilidad de escapar al peligro de un tratamiento particularista que resulte cogido por las fases histó­ricas precedentes viene dada -dice Marx- por el hecho de que «todas .las épocas de la producción tienen ciertos caracteres en común, ciertas determinaciones comunes», también es verdad que ese reconocimiento de que «existen determinaciones comunes a todos los estadios de la producción, determinaciones fijadas por el pensamiento como generales», no debe hacernos olvidar -pro­sigue Marx- que de por sí, esto es, tomadas por sí solas, «las denominadas condiciones generales de toda producción no son sino esos momentos abstractos mediante los cuales no se explica ningún estadio histórico concreto de la producción», y que, por tanto, esas condiciones generales sólo significan algo en la me­dida en que son consideradas en función del análisis de una socie­dad determinada y dentro de dicho análisis.

No es éste el momento de llevar más allá el examen de ese problema, ni se trata tampoco de detenerse a ver en qué sentido esas «determinaciones comunes» a todos los estadios históricos de la producción salen más claramente a la luz, no en el análisis de una sociedad determinada cualquiera, sino precisamente (ahí está el problema de la contemporaneidad de la historia) en el análisis de la sociedad capitalista presente; la cual -precisa­mente porque «la sociedad burguesa es la más compleja y desa­rrollada organización histórica de la producción»- presenta tam­bién la cara:cterística de que «las categorías que expresan sus rela­ciones y que hacen comprender su estructura, permiten entender al mismo tiempo la estructura y las relaciones de producción de todas las formas de sociedad pasadas». Ni siquiera es éste el lugar para pararse a ver en qué sentido esa capacidad que el presente tiene de retrotraer al pasado debe entenderse de forma dúplice, o

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Hrn, tanto en el sentido de que la sociedad contemporánea «se l111 construido» sobre las minas y con los «elementos» de otras hodedad más antiguas, «algunos residuos de las cuales sobre­viven todavía parcialmente en ésta no superados, mientras que lo qrrc en aquéllas estaba sólo apuntado se ha desplegado en toda ~~~ significación», etc. (de donde, por lo que hace a esta parte, Marx concluye, significativamente, que «la anatomía del hombre es una clave [para entender] la anatomía del modo»), como, por d contrario, en el sentido de que «si bien es verdad que las cate­~orías de la economía burguesa son válidas también para las otras formas de sociedad, esto hay que entenderlo [sin embargo] cum Jl.rano salís», puesto que «éstas pueden contener aquellas formas de manera desarrollada, atrofiada, caricaturizada, etc., pero siempre l'on una diferencia esencial» (afirmación esta última en la que no es difícil captar, según creo, una advertencia a precaverse pre­cisamente frente al finalismo abstracto de la «filosofía de la his­toria», según la cual «la llamada evolución histórica -dice Marx­se funda por lo general en el hecho de que la última forma consi­dera a las anteriores como simples grados que conducen a ella», mn lo que, sin embargo, «las concibe siempre unilateralmente».33

Lo que nos interesa resaltar aquí es más bien el resultado de todo ese razonamiento. A saber, cómo partiendo de la ins­lancia del presente y, por tanto, de la formación económico­social contemporánea, se hace posible -tanto por los elementos de continuidad o comunidad que esta última presenta respecto de las sociedades pasadas, como por las diferencias por las que ésta se distancia de aquéllas y al distanciarse precisamente retrotrae a ellas (lo mismo que un elemento contrario retrotrae y evoca al

33. K. Marx, Grundrisse der Kritik der politischen Oekonomie, Ber­lín, 1953, Einleitung. Esta Einleitung, conocida también con el nombre de Introducción de 1857, ha sido publicada en italiano aparte (cf. Marx Intro­duzione alta critica dell'economia política, Roma, 1954) y reeditada luego como apéndice a K. Marx, Perla critica dell'economia política, Roma, 1957. Los pasos citados en lo sucesivo están tomados de los parágrafos primero y tercero. [Se añaden las corre~pondencias en la edición castellana de A. Corazón, Comunicación, Madrid, 1970.]

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3. - LA CUESTIÓN DE STALIN

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otro)- cómo se hace posible, digo, una visión de la historia que, basándose en cada ocasión en el análisis de una sociedad deter­minada, no pierde sin embargo su necesaria relación histórica con las otras sociedades.

Pues bien, creo que serán suficientes unas cuentas observado-, nes para que las Lecciones acerca de la filosofía de la historia de Hegel y la relación de Marx con los aspectos más genuinamente históricos y políticos de aquel pensamiento aparezcan bajo una luz más diversificada y compleja que la que procede del enfoque utilizado en su ensayo por Plejánov y, más en general, de la perspectiva tradicional del «materialismo dialéctico».

4. A este respecto me parece que la primera consideración a la cual parece difícil que pueda sustraerse el lector marxista actual de la filosofía hegeliana de la historín es la relativa a la influencia que deben haber ejercido sobre la concepción marxiana de las formaciones económico-sociales las distintas épocas o fases en las que, según Hegel, se configura el «Espíritu del mundo» en · el curso de su despliegue histórico. A decir verdad ese tema fue; abordado ya por Plejánov en su ensayo cuando éste hace observar que, en Hegel, la filosofía, el derecho, la religión, el arte y la técnica misma se encuentran en relación recíproca en cada época, de tal manera que entre todos ellos forman, por así decirlo, un organismo vital. Pero mientras que en el caso de Plejánov esa observación se convierte inmediatamente después en pretexto para su razonamiento acerca de la «fuente originaria» de la cual deben brotar aquellos factores que actúan unos sobre otros, lo que a nosotros nos interesa ahora es principalmente reflexionar acerca de los diversos modos en que, según Hegel, se interrela­cionan y organizan esos distintos elementos en cada una de las distintas épocas; el modo distinto en que se presentan configu­rados los diversos elementos confiere a las varias «etapas» de la filosofía de la historia de Hegel el valor de «modelos» o tipos históricos objetivos (así, por ejemplo, el «mundo griego», el «mun­do romano», la «época moderna», etc.), tipos que es difícil pcn-

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·.nr que no fueran tenidos en cuenta por Marx en cierto sentido • wmdo éste llega a la afirmación de que «a grandes rasgos, los 1110dos de producción :1siático, antiguo, feudal y burgués moderno ¡nteden ser designados como épocas que marcan el progreso de la formación económica de la sociedad».34

Evidentemente, en casos así el razonamiento acerca de las ··influencias» tiene por fuerza que ser complejo. Parte de lo 'iiiC Marx debe en este caso a Hegel es también parte de lo que llegel, a su vez, debe al siglo xvm francés e inglés. Pues parece 1 nnegable que el hecho de qne las varias «formas» históricas en l:ts que Hegel hace configurarse al «Espíritu del mundo» en el 1ranscurso de su despliegue se presenten con el carácter de verda­deros tipos es algo que se debe a la influencia ejercida sobre el propio Hegel por el pensamiento y la obra de Montesquieu, ya que, como se ha observado en distintas ocasiones, fue precisa­mente Montesquieu quien recogió y amplió el concepto del esprit de los fenómenos históricos que estaba ya prefigurado y latente en Voltaire. «Los espíritus generales de las distintas naciones» de que habla Montesquieu se diferencian entre sí, como ha pues-1 o de manifiesto Meinecke, por «las diversas proporciones» de los factores de que están formados. En ese sentido «cada espíritu nacional tiene su característica dominante, la cual está constituida por un factor típico que en el caso aislado se manifiesta de una forma particularmente fuerte, pero que no es algo absolutamente individual e inigualable». «Los diversos ingredientes de los dis-1 in tos espíritus nacionales -continúa Meinecke- son concebí­' los tan típicamente como las categorías morales de la virtud, del l1onor, del temor en los que él [Montesquieu] basaba su psico­lngía de las tres formas de estado: república, monarquía y despo-1 ismo.» 35

Es posible, desde luego, que aquí -y principalmente en lo que respecta al Volksgeist- haya que añadir también el peso de

34. K. Marx, Per la critica dell'economia politica, cit., Prólogo. [Con­lribucíón a la crítica de la economía politica, op. cit., pág. 247 y ss.]

35. F. Meinecke, Le origine dello storicismo, Florencia, 1967, pági­IHI 119.

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la influencia ejercida sobre Hegel por Savigny. En cualquier caso, dejando a un lado las fundamentales diferencias existentes entre Savigny y Montesquieu -diferencias que es mérito de Rosen­zweig 36 haber subrayado, en especial en lo que respecta a las inter­pretaciones tradicionales de la doctrina de Montesquieu acerca del «espíritu popular»-, es un hecho que, sea por mediación de Hegel o por otras vías, Montesquieu aparece en el origen de un desarro­llo de las ideas del cual no se puede prescindir a la hora de tomar en consideración la obra de Marx.

Nos referimos aquí particularmente a aquella corriente de pen­samiento que algunos estudiosos contemporáneos designan con el nombre de «escuela histórico-sociológica» escocesa y en la cual incluyen los nombres de Hume y Adam Smith, de Robertson y Lord Kames, de Fergurson y John Millar, además del de Dugald Stewart, el primer biógrafo de Smith. Pues bien, con respecto a esta escuela, a propósito de la cual se ha hablado incluso de <mna contribución escocesa a la sociología marxista»,37 lo que hay que poner de manifiesto -además del interés común a todos sus componentes por un nuevo tipo de estudio, el de la «natural his­tory» of society- es la influencia que sobre todos sus miembros ejerció el pensamiento de Montesquieu (precisamente en el camino que tomó esa nueva orientación de la investigación que les ca­racteriza).

Y a de ciertos pasos del Account of the Lije and W ritings of Adam Smith de Dugald Stewart 38 puede inferirse (aunque no de una forma directa, sino sólo por aproximación) de qué manera y en qué sentido es posible poner en relación esa natural story tanto con las «tipificacion:;!s» que aparecen en la filosofía de la historia

36. F. Rosenzweig, Hege! und der Staat, Munich y Berlín, 1920, vol. I, pág. 224 y ss.

37. R. L. Meek, «The Scottish Contribution to Marxism Sociology», en Economics and Ideology, Londres, 1967, pág. 34 y ss.

38. Dugald Stewart, Account of the Life and Writings of Adam Smith in bis edn. of Smith's Works, vol. V. En nuestro artículo, el ensayo de Dugald Stewart se cita por la traducción francesa contenida en A. Smitht, Essais Philowphiques, París, 1797, 2 volúmenes. En esta edición el ensayo de Stewart ocupa las páginas 3-137 del primer volumen.

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t!l' Hegel (lector, como es sabido, de Ferguron y de Smiht) como ~on la concepción marxiana de las formaciones económico-sociales. 1\n efecto, lo que sorprende en ese escrito es principalmente la tesis Rcgún la cual -ya en las Lecciones de Glasgow y precisamente en la parte de las mismas dedicada a tratar el modo en que «se a·clacionan con la justicia los principios morales»- Smith habría Ml'guido un «plan que parece como si le hubiera sido sugerido por Montesquieu», a saber, el plan de señalar «de qué manera las nrtes que contribuyen a la subsistencia y a la acumulación de la propiedad actúan sobre las leyes y sobre el gobierno produciendo rn éstos progreso5 y transformaciones análogas a las que expe­rimentan ellas mismas».39

A esa primera observación, que es ya significativa por la co­rrelación orgánica que en ella se establece entre los distintos ele­mentos de la vida social, Dugald Stewart añade otra según la rual la influencia ejercida por el autor del Esprit des lois sobre Smiht habría consistido en el hecho de que Montesquieu fue el primero que «consideró que las leyes deben su origen ante todo n las circunstancias fácticas en que se halla la sociedad», y el primero, igualmente, que «intentó explicar a partir de las mutacio­nes ocurridas en la condición del género humano, durante las distintas épocas de sus progresos, las correspondientes alteracio­nes experimentadas por sus instituciones».40 En relación con esta observación Dugald Stewart -al tratar de la necesidad de que en ciertos casos el relato histórico se complemente con el razona­miento causal- añade, a propósito de A Dissertation on the Origen of Langttages, la consideración de que el tipo de inves-1 igación puesto en práctica por Smith en ese escrito no tiene un nombre verdaderamente adecuado en la lengua inglesa, y que por ello hay que arriesgarse a utilizar la expresión de «historia teóri­ca»; término éste -dice Stewart- muy próximo al de «histo­ria natural» empleado por Hume a propósito de la religión, o al de histoire raisonnée utilizado por «algunos autores franceses».41

39. Dugald Stewart, op. cit., pág. 15. 40 Ibídem, págs. 57-58. 41 Ibídem, pág. 56.

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No vamos a caer en la tentación, por supuesto, de sacar de ahí conclusiones apresuradas. De esas observaciones de Dugald Stewart referentes a la «historia natural» de la sociedad, o «his­toria teórica», o histoire raísonnée apenas puede decirse algo más que esto: que son un vago intento de utilizar conceptos que posi­biliten «clasificaciones» históricas, esto es, que permitan articular las «varias épocas de los progresos humanos» en base a «tipos» o «modelos» de sociedad. Y si bien es cierto -como ha sido pues­to de manifiesto 42

- que, sobre todo en su período juvenil, Marx estableció su primera vinculación con los enquirers into social nature of man a través de Hegel, no es lícito, en cambio, exage­rar el peso de la influencia que sobre este último ejercieron tales autores (salvo que -como ha ocurrido a veces- se trate de ocul­tar la escasa ocupación con esas materias encontrando ahí un mero pretexto para atribuir a Hegel un pensamiento económico que no tuvo).

Así pues, las indicaciones que hemos adelantado hasta ahora deben considerarse, en su parcialidad y provisionalidad, como su­gerencias de una de las posibles vías por las que tal vez convendría transitar a fin de relacionar más orgánicamente a Hegel con el pensamiento social y político del Setecientos inglés y francés. Sería muy aventurado ahora pretender afirmar con esas indicaciones algo más que lo dicho, aunque si es verdad que la llamada «lógica» del Capital plantea el problema de su relación con la lógica de Hegel y con la filosofía de la historia de éste, no es menos verdad que hay otra relación que puede buscarse en la dirección de aquella histoire raísonnée a la cual se refería, como hemos visto, Dugald Stewart y sobre la cual ha vuelto en las últimas décadas Schumpe­ter al hablar de uno de los principales méritos de la obra de Marx. Efectivamente, en este último caso, al poner de manifiesto que «hay algo de fundamental importancia para la metodología eco­nómica que Marx hizo», Schumpetet vio ese mérito precisamente en el hecho de que -a diferencia de los demás economistas, para los cuales historia económica y razonamiento económico han esta-

42, K. Korsch, Karl Marx, Frankfurt-Viena, 1967, pág. 5.

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I do siempre "P"'ado.- en Marx la «fusión» de historia y teorla es de «naturaleza química», puesto que «aquí los hechos son introducidos en el corazón del razonamiento del que brotan los resultados». Por ello Schumpeter puede concluir que Marx «fue el primer economista importante que comprendió y enseñó de forma sistemática cómo la teoría económica puede transformarse en análisis histórico y el relato histórico en histoire raisonnée».43

5. En cualquier caso, hay un punto de la filosofía de la his­toria y de la política de Hegel que es probablemente donde mejor se ve el condicionamiento que ésta puede haber ejercido sobre Marx. Se trata del análisis de ciertos aspectos decisivos de la «época moderna» y, más particularmente, de la «sociedad civil». En este sentido es, en efecto, reveladora la prontitud con que 1 Iegel dilucida los rasgos más importantes y esenciales de la l>iirgerliche Gesellschaft -además de su evidente consciencia de que «el descubrimiento de la sociedad civil forma parte del mundo 111oderno». «En la sociedad civil -escribe Hegel- cada cual l'S un fin para sí mismo, todo lo demás no es nada para él. Pero :;in relación con los otros el individuo particular no puede entrar l'l1 el ámbito de sus fines; por tanto, los otros son un medio para alcanzar el fin del individuo particular.» Y un poco más adelan­lc Hegel añade: «El ethos se ha perdido aquí en su extremo, y la 11nidad de la familia se ha roto en una pluralidad. Aquí la rea­lidad es exterioridad, disolución del concepto, autonomía de los 111omentos existentes que se han hecho libres. En la sociedad civil, pese a estar desligadas, particularidad y universalidad se vinculan recíprocamente y se condicionan mutuamente».44

Lo que interesa de esa argumentación de Hegel es ante todo el modo especial en que ve moverse entre particularidad y univer­salidad al individuo y a la colectividad en la «sociedad civil» o

43. J. A. Schumpeter, Capitalismo, socialismo, democracia, trad. caste­llana, AguiJar, Madrid.

44. Hegel, Lineamenti dí filosofía del diritto [traducción italiana], Bari, 1954. Notas añadidas a los parágrafos 182, 184.

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burguesa moderna; modo éste que Hegel expresa también con la consideración de que en esta sociedad «el fin egoísta -al reali­zarse- funda un sistema de dependencia universal».45 Pues con ello el razonamiento de Hegel se presenta, en efecto, como el pre­ludio inmediato de aquello sobre lo cual Marx volvió infinitas veces en su análisis del capitalismo y que consiste en desvelar cómo la libertad del hombre de la «sociedad civil» o independen­cia de unos productores de mercancías respecto de otros se tra­duce al fin en una dependencia general de cada uno de ellos (y de todos a la vez) respecto de las relaciones sociales totalizadoras, ya que -como esas relaciones escapan al control consciente por parte de los hombres mediante un plan, tomando así la forma de relaciones de mercado- las relaciones sociales acaban operando «a espaldas» de los hombres productores, como una fuerza im­previsible que actúa con la «fatalidad» incontrolada de los mismos procesos naturales.

Lo que Hegel parece haber entrevisto con su afirmación de que en la «sociedad civil» particularidad y universalidad, pese a estar separadas y desligadas la una de la otra, se vinculan recípro­camente y se determinan mutuamente, así como con su idea de que este condicionamiento se impone de modo tan forzoso y violento que hay que dar a ese sistema el nombre de Noth-Staat,46

es precisamente esa situación particular que Marx puso en el cen­tro de su análisis del capitalismo al afirmar que al devenir inde­pendiente de cada individuo respecto de los otros corresponde, en esta sociedad, el separarse o hacerse independiente (y, por ello, incrontrolado y dominante}, respecto de todos los individuos, de su unidad o vínculo social totalizador.

Es un hecho que también en este caso la argumentación arran­ca de una época muy anterior a Hegel. La separación y contrapo­sición de universalidad e individualidad, de la que él habla con­siderándola como un elemento esencial de la «sociedad civil» mo­derna, está ya prefigurada en Rousseau en la forma de la contra-

45. Ibídem., parágrafo 183. 46. Ibídem.

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posición entre individuo y género (contraposición -digámoslo en seguida- que pasa enteramente a Marx). El desarrollo económi­co moderno es para Rousseau pernicioso porque si bien constituye una ventaja para los individuos (o, mejor dicho, para algunos indi­viduos) determina al mismo tiempo la ruina del género, esto es, de la masa de los hombres. «Le fer et le blé -escribe Rousseau­ont civilisé les hommes et perdu le genre humain.» Otras veces esa misma fórmula se presenta formalmente invertida, tanto en Rousseau como en Marx, pero eso no quiere decir que cambie de significación. El progreso histórico que se produce con el desa­rrollo capitalista moderno significa ruina de los individuos y mejo­ramiento del género porque, aunque este desarrollo se realiza me­diante la explotación de multitud de individuos y resulta pro­vechoso sólo para unos pocos, representa, sin embargo, una adqui­sición (aspecto este que Rousseau no vio y Marx sí) que crea las condiciones para la futura emancipación de todos. Si al desarrollo de la producción por la producción del que habla Ricardo -dice Marx- ~<se contrapone, como hace Sismondi, el bien del indivi­duo particular, entonces se está afirmando que el desarrollo de la especie tiene que ser detenido para asegurar el bien del individuo particular [ ... ] . Sismondi sólo tiene razón -prosigue Marx- res­pecto de los economistas que ocultan o niegan ese antagonismo. No se comprende que el desarrollo de las capacidades de la espe­cie hombre, aunque en un principio se realice a expensas del mayor número de individuos y de ciertas clases, acaba rompiendo ese antagonismo y coincidiendo con el desarrollo del individuo parti­cular, o, dicho de otro modo, que el desarrollo más elevado de la singularidad y de la individualidad solamente se consigue a través de un proceso histórico en el que los individuos son sacri­ficados».47

El lector habrá comprendido ya que estamos en el meollo de la obra de Marx. La contradicción individuo-género, universal­particular, es la contradicción que hay entre la producción social

47. K. Marx, Storia delle teorie economiche, vol. JI [traducción ita­liana], Turín, 1955, págs. 281-82.

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y la apropiación privada. Además, es precisamente en esa contra­dicción en lo que Marx basa su argumentación acerca de la llamada «misión histórica» del capitalismo. Pues, aunque implica la explo­tación de los hombres, el capitalismo es un régimen histórica­mente progresivo, ya que -con el desarrollo de las fuerzas pro­ductivas y de la productividad del trabajo que le caracterizan­crea las condiciones histórico-materiales para la emancipación hu­mana.

Dejando ahora a un lado esos desarrollos, de los cuales no podemos ocuparnos en este lugar, es esencial poner de manifiesto que la separación y contraposición entre individualidad y univer­salidad, entre el hombre singular y la colectividad, en las condi­ciones modernas, constituye el elemento central en torno al cual se mueve el discurso de todos los más importantes analistas de la «sociedad civil». De ello dan fe -para no hablar de ciertas pá­ginas de Smith- las páginas de la filosofía de la historia de Kant dedicadas a la ungesellige Geselligkeit. También en este caso se pone de manifiesto la extraordinaria penetración de Kant a través de la seguridad con que él capta inmediatamente la im­portancia de la contraposición entre individuo y género desarrolla­da por Rousseau. En efecto: el camino de la historia -escribe Kant- <<que para la totalidad de la especie va de lo peor a lo mejor, no es precisamente el mismo para todos y cada uno de los individuos [ ... ]. La historia de la naturaleza empieza con el bien, porque es obra de Dios; la historia de la libertad empieza con el mal, porque es obra del hombre. Para el individuo que, en el uso de su libertad, no mira sino por sí mismo, esa transformación fue una pérdida; pero fue una mejora para la naturaleza, la cual sólo tiene como punto de mira la especie. Por eso no deja de ser razo­nable que el individuo atribuya a una culpa propia tanto los do­lores que sufre como los males que comete, pero al mismo tiempo, como parte que es de un todo, como miembro de una especie, tiene que admirar y alabar la sabiduría y la racionalidad del orden general. En este sentido, las r.firmaciones tan a menudo mal com­prendidas y en apariencia contradictorias del célebre J. J. Rous­seau pueden concordar entre ellas y concordar al mismo tiempo

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1 1111 \a razón. En sus discursos acerca de la influencia de la Iite-1 1tura'p sobre la desigualdad entre los hombres, Rousseau muestra lllllY biyn la contradicción existente entre la civilización y la natu-l.deza del género humano considerado como una especie animal, 1 11 la que cada individuo tiene que cumplir enteramente su propio , kstino».48

No tenemos aquí ni el tiempo ni d espacio suficiente para 1 les arrollar ese razonamiento de Kant; pero resulta evidente, ya • 11 una primera lectura, que con él sale a la luz algo que luego .,·rfa recogido y desarrollado por Marx. A saber, que en el decur­", de la historia el progreso de la especie o género humano se 1 '·aliza en un principio a expensas de la mayor parte de los indi­,<iJuos, de manera que mientras «para la especie entera» el desa-1 rollo histórico procede «de lo peor a lo mejor» no puede de­' irse otro tanto para el caso del individuo. Esa capacidad de Kant para captar y poner en primer plano el estado de separación y 'nntradicción entre individuo y género, que es característico de la sociedad civil moderna o ungesellige Geselligkeit en cuanto résumé y expresión culminante de las condiciones conflictivas en que hasta ahora ha tenido lugar el desarrollo histórico del hombre, 11os permite entender dos cosas que merecen ser puestas de ma­IIÍfiesto. En primer lugar, que la filosofía kantiana de la historia ('S por sí misma uno de los momentos a través del cual la cons­(iencia moderna ha percibido las contradicciones de la acumula­l'ión y del desarrollo capitalista, una filosofía de la historia, por tanto, que está destinada a seguir siendo incomprensible mientras 110 sea interpretada desde ese transfondo histórico. Y en segundo lugar que el distinto significado que la historia tiene, según se l1 considere desde el punto de vista del individuo o desde el punto (le vista de la especie, se traduce inevitablemente, para Kant, en 11na historia doble, exotérica y esotérica; la primera de ellas «obra Jcl hombre», y la segunda «obra de Dios». La primera de esas <los historias es desordenado conflicto de feroces egoísmos en com-

48. E. Kant, Scritti politici e di filosofía della storia e del diritto , ['"tologfo on it.U.no], Todn, 1956, pág•. 202-:WJ.

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petición entre ellos, y la segunda muestra «la sabiduría y 1/ racio­nalidad» de un «orden general», «el orden», como die~ Kant, «de un sabio Creador». !

Al llegar aquí el lector no necesitará otros desarrollos particu­larizados para comprender que estamos en el origen, en el lugar de nacimiento mismo, de la filosofía de la historia moderna. Des- ' de el punto de vista totalizador, la historia tiene que aparecer por fuerza como obra de Dios (mientras que es obra del hombre, desde el punto de vista individual) porque -al subsistir la sepa­ración entre particularidad y universalidad, entre individuo y espe­cie, y al no verse todavía la unificación del género humano o co­munismo cosmopolita de Marx- el sentido y la dirección de conjunto del desarrollo histórico de la especie humana tienen que escapar al control de los hombres. Dicho con otras palabras, al igual que en Marx, la independencia recíproca de los productores de mercancías hace a su vez independientes respecto de ellos a sus relaciones recíprocas, de modo que esas relaciones, al tomar la forma de reíaciones de mercado, acaban actuando a «sus espaldas» como una potencia transcendente y que los domina, así también esa misma separación o «transcendencia» de la totalidad social respecto de los individuos toma, en Smith, la forma de «la mano invisible» o de «la armonía providencial» entre los intereses, y en Kant la forma de «la sabiduría y de la racionalidad» que se manifiesta en aquel «orden general» que es la historia cuando se considera a ésta como «obra de Dios», y en Hegel, por último, la forma del Logos o «espíritu del mundo» en tanto que sujeto de todo el proceso histórico.

Este problema es, desde luego, el mismo que hemos visto aflorar en las páginas de Plejánov dedicadas a lo que se ha llama­do heterogénesis de los fines; y es la misma cuestión a la cual se refiere Engels en su carta a Bloch: «la historia se hace siempre de tal manera que su resultado viene a ser una consecuencia de los conflictos entre muchas voluntades particulares [ ... ]. Existen innumerables fuerzas que se entrecruzan, existe un número infi­nito de paralelogramos de fuerzas de los que brota una resul­tante, el acontecer histórico, que puede, a su vez, ser considerado

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\ \ . ~o~ e~ product~ de una fuerza que actúa como un todo de modo me sczente y czego».

a diferencia está en que mientras en Plejánov (por no decir también en Engels) todo ese conjunto problemático sigue siendo objeto, como se ha visto, de una filosofía de la historia, el sentido del esfuerzo grandioso desarrollado por Marx al respecto es muy otro. Efectivamente, frente a toda la evolución del pensamiento moderno, tal como éste se desarrolla desde Smith a Hegel, Marx representa con claridad extrema dos cosas. Primera, que lo que en esos autores se presenta en la forma de una «filosofía de la histo­ria» son los problemas y las contradicciones mismas del «desarro­llo capitalista», los problemas, por consiguiente, de una sociedad determinada; ergo, que lo que Smith percibe como Providencia y Hegel como List der V ernunft son en realidad las mismas fuerzas irracionales del mercado capitalista mundial, las cuales operan de modo imprevisible sobre las cabezas de los hombres. Segunda, que así como esos autores -confundidos por el hecho de que las contradicciones del capitalismo son también, en cierto sentido, el résumé de todas las formas conflictivas a través de las cuales ha tenido lugar hasta ahora el desarrollo histórico- transforma­ron los problemas de esta época determinada en problemas eter­nos de la historia (típico es en esto el caso de Kant, el cual con­fundió la separación entre individuo y especie, tal como ésta se realiza en la sociedad capitalista moderna, con una separación insu­perable entre historia de la especie en tanto que «obra de Dios» e historia del individuo en tanto que «obra del hombre»), Marx comprendió que la operación por realizar era precisamente la opuesta, o sea, retrotraer esos problemas desde su forma gené­rica a la específica e históricamente determinada para, de este modo, poder sustituir finalmente los discursos acerca de la histo­ria «en general» por el análisis de la presente sociedad capitalista, la Philosophie der Geschichte (independientemente de cómo se en­tienda ésta y de cuál sea su sujeto: Dios o la Materia) por la consciencia de la inevitable contemporaneidad de toda historia.

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MARX, HEGEL Y LA ESCUELA DE FRANKFURT:

CONVERSACION CON LUCIO COLLETTI *

RINASCITA.- El tema de «El marxismo y Hegel» constituye el centro de un ensayo tuyo y de toda tu obra.

Me gustaría discutir contigo sobre dos aspectos del problema. Uno: ¿cuál es la situación actual, en Italia y en Europa, de la investigación acerca de ese tema capital para la reflexión teórica? Dos: ¿en qué punto está tu reflexión personal como estudioso después de la publicación del ensayo que lleva precisamente el ti­tulo de El marxismo y Hegel? *'~

El tema es importante, entre otras razones, porque interesa mucho a los jóvenes. Tú, que te dedicas a la enseñanza, sabes que muchos jóvenes de las nuevas promociones intelectuales han dedi­cado su tesis doctoral a esta cuestión y sabes igualmente que entre los jóvenes se discute mucho actualmente sobre la obra de Karl Marx.

Ahora bien, ¿qué ha ocurrido?, ¿qué está ocurriendo? La lectura de Marx se ha hecho hasta hoy a través de muchas

mediaciones. Así, en el 68, Marx ha sido leído a través de la

~, Publicada en Rinascita, mayo de 1971. ** Ediciones Gtijalbo anuncia la traducción castellana de El marxismo

y Hegel, en dos volúmenes, en la colección «Teoría y Praxis» que se publica en México. (N. del T.}

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.....

• <lll e que tú no has sido precisamente blando (y que conste que • ";Loy e acuerdo contigo tanto en la crítica a su pensamiento como ··n la n~gativa a ser confundido con sus enemigos). Me estoy refi-1 iendo a Herbert Marcuse, al escrito tuyo aparecido en Ideología 1' sociedad 1

' y a las ob~ervaciones que dedicas a Marcuse y a su 1coría en El marxismo y Hegel. También ha ocurrido que se ha leído a Marx a través de Horkheimer y Adorno, y así sucesiva­mente. La Escuela de Frankfurt, o mejor dicho, los seguidores de la Escuela de Frankfurt han hecho luego autocrítica. Pero eso no quiere decir que la reflexión haya vuelto directamente a la obra de Marx.

En cualquier caso, es sabido que la lectura más corriente ha ·.ido, como suele decirse, la de un Marx pasado por Hegel. Con tltras palabras, muchos que se llaman marxistas no son propia-11\ente marxistas sino hegelianos. Como ves, esquematizo un poco, hago de abogado del diablo o, mejor dicho, intento provocarte en tu propio terreno, que, en mi opinión, es el de una batalla para llevar a cabo la lectura de Marx sobre el propio Marx. Ahí es donde enlazan los dos temas. Empecemos por el primero: ¿en qué punto está la reflexión general?

COLLETTI. - Creo que el problema Hegel-Marx ha vuelto a suscitar la atención del público intelectual italiano precisamente en el momento en que empezaba a advertirse una cierta atonía en la discusión que, siguiendo la línea marcada por la obra de Delia Volpe, se prolongó durante muchos años. En realidad el proble­ma ha vuelto a plantearse en el momento de la gran difusión, y también de la moda, de la Escuela de Frankfurt, señaladamente del pensamiento de Herbert Marcuse así como del pensamiento de Adorno y de Horkheimer. En este replanteamiento del problema I Iegel-Marx me parece que puede decirse honestamente que el

* Lucio Colletti, Ideología y sociedad, traducción castellana de A. llozzo y J. R. Capella, Fontanella, Barcelona, 1974. El escrito de refe­rencia es el titulado «De Hegel a Marcuse». (N. del T.)

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acento se está poniendo en el primer nombre; en la conce c1on de la Escuela de Frankfurt parece como si el más joven d ellos no fuera Marx sino Hegel.

En cierto modo se trata de un retorno desde Marx a Hegel. Y no es casualidad el que en El hombre unidimensional de Mar­cuse, una de las tesis centrales sea precisamente la de la necesidad de retroceder desde la crítica de la economía política a la crítica filosófica de la sociedad contemporánea. Marcuse dice que el aná­lisis de la sociedad contemporánea no puede hacerse ya en la línea del análisis económico-político, por lo que el instrumento más adecuado sería, en cambio, el análisis filosófico. Pero en ese retorno desde la crítica de la economía política a la filosófica ha cambiado también el objeto de la crítica. Me explico: la Es­cuela de Frankfurt y particularmente Marcuse, que por otra parte es el más interesante de los tres, no han hecho una crítica del capitalismo y de las relaciones de producción capitalistas, sino que han desarrollado más bien una crítica de la sociedad «indus­trial», de la «Sociedad tecnológica».

¿Qué significa eso? Significa que el centro de la crítica no lo constituye la relación capital-trabajo asalariado, la relación de clase; el centro de esa crítica es la ciencia, la tecnología. Hasta el punto de que la crítica de Marcuse se refiere a todas las socie- 1

dades modernas en las cuales se da un avanzado desarrollo tecno­lógico, independientemente del tipo de relación social que exista en ellas.

En la base de estos planteamientos de la Escuela de Frank­furt y de Marcuse hay unas posiciones filosóficas que son ajenas al marxismo. Se trata en concreto de las posiciones filosóficas desarrolladas por Heidegger en Ser y tiempo y por Husserl en su obra sobre La crisis de las ciencias europeas. Esto ha sido confir­mado incluso por un discípulo de Marcuse, Habermas, un dis­cípulo que, pese a ello, no deja de hacer observaciones críticas al maestro. En el último ensayo de Teoría y praxis en la sociedad tecnológica, Habermas cita algunas afirmaciones de Marcuse de las que resulta claramente que la opresión y la explotación no se deben a una organización partícular de la sociedad sino que,

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ft\ lt p~. el contrario, tienen su origen en la base científica de la técnica

pr<\ductíva moderna. «El método científico que ha tenido como con~ecuencia el dominio cada vez más eficaz de la naturaleza», escribe Marcuse, ha llegado «a aportar tanto los conceptos puros como los instrumentos para la dominación cada vez más eficaz del hombre por el hombre a través del dominio de la naturaleza. [ ... ]. Hoy -concluye Marcuse -la dominación se perpetúa y se ex­tiende no sólo a través de la tecnología sino como tecnología». Esa idea, dice Habermas, la ha tomado Marcuse del ensayo de Husserl sobre la crisis de la ciencia europea así como de Hei­degger.

RrNASCITA.- Por lo que veo aquí, en los apuntes que he tomado mientras hablabas, ¿habría, en tu opinión, una relación entre la ideología de la «teoría crítica de la sociedad» y el pen­samiento de Hegel? En parte has contestado ya a mi pregunta. Pero creo poder añadir, sin por ello anticipar una respuesta sino simplemente expresar una opinión, que existe una relación directa. Me parece, además, que hay que subrayar que el movimiento juve­nil que culminó en mayo del 68 ha buscado el marxismo una vez más a través de una mediación, se ha entregado a una lectura mediada de Marx.

CoLLETTI. -Debe reconocerse que hay un punto en el que la Escuela de Frankfurt se vincula efectivamente a Hegel. Ese punto es la crítica del principio de causa, del «intelecto» cientí­fico, la crítica de la ciencia en general. Me parece indudable que, al moverse en esa vía, al vincularse a Hegel, la Escuela de Frank­furt retoma también los temas de lo que fue la reacción idealista contra la ciencia a caballo entre el siglo pasado y éste. Esa reacción fue un fenómeno complejo que contó con representantes ilustres: en Francia, Bergson, Le Roy, en parte Boutroux; en Italia, Be­nedetto Croce; en Alemania, Windelband, Rickert, Simmel, Lask y tantos otros. Su tesis central era ésta: la ciencia no es verdadero conocimiento; la ciencia representa un conocimiento ilusorio.

Desde ese punto de vista está fuera de duda que la referencia

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a Hegel por parte de la Escuela de Frankfurt ha servido como bertura pata hacer avanzar una temática que H. 'u''l-'"'llu'"''''L<Olll'i'J,,L.._

de como se la juzgue, es rica en elementos irradonalistas. también en este caso quisiera traer a colación el testimonio de Habermas precisamente porque se trata de un pensador que reco­noce su vinculación positiva a Marcuse.

En el libro que ya he citado, Teoría y praxis en la sociedad tecnológica, Habermas subraya que en la concepción de Marcuse el elemento de la opresión está visto como el a priori material de la ciencia y de la técnica, en el sentido que en la ciencia y en la técnica como tales estaría implícito un elemento de explotación, de dominio. «Ciertas formas e intereses del dominio -dice Mar­cuse- no son atribuidos a la Técnica solamente a posteriori y desde el exterior, sino que éstos son ya inherentes a la construc­ción del instrumental técnico mismo.» De esa posición se des­prende, como ha puesto de manifiesto Habermas, el que Marcuse se vea tentado a veces por la idea de que la emancipación del hombre tiene que realizarse a través de un tipo de ciencia y de técnica radicalmente nuevo, difícilmente imaginable pero, en todo caso, completamente distinto del tipo propio de la ciencia y de la técnica hasta ahora.

Habermas muestra también que detrás de esa posición de Marcuse hay una particular concepción mítico-mágica del mundo natural; y considera qpe se trata de aquella concepción -«tan co­nocida para la mística judía y protestante»- que postula una «re­surrección de la naturaleza caída». Un topos éste, sigue diciendo Habermas, que, como es sabido, penetró a través del pietismo sui­zo en la filosofía de Schelling y de Baader y que hoy define la idea central de la filosofía de Bloch guiando también, en forma refleja, las esperanzas más secretas de Benjamín, de Horkheimer y de Adorno.

En este caso, la matriz místico-religiosa e irracionalista se re­conoce abiertamente. Desde luego, además del nombre de Ha­bermas, puede recordarse también a Alfred Schmidt, otro joven pensador alemán salido de la Escuela de Frankfurt. El libro de Schmidt traducido al italiano, El concepto de naturaleza en Marx,

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una polémica particularmente dura con Ernst Bloch. 1 ·:n ~· 1 centro de esa diatriba está la denuncia del irracionalismo, '!el ultismo mágico que está en la base del pensamiento de llloch.

RrNASCITA.- ¿Y en Italia? A mí me parece que empiezan a Airmarse voces nuevas que se oponen a la oleada neorromántica de la que hemos sido y seguimos siendo testigos.

CoLLETTI.- Sí, es cierto. Actualmente en Italia empiezan a manifestarse fenómenos muy positivos de reacción frente a esa oleada neorromántica e irracionalista a la que hemos sido habi­tuados sobre todo a través de la Escuela de Frankfurt. Quisiera recordar aquí la excelente introducción de Paolo Rossi a un vo­lumen suyo de reciente publicación, Aspetti della rivoluzione scientifica, donde se contrasta toda esa línea de pensamiento mos­trando cómo Husserl contrapone a la ciencia «la intuición espi­ritual del mundo» y cómo en la raíz de la concepción de la natu­mleza en Bloch (una concepción, repito, mágica e irracionalista) están de nuevo las viejas qualitates occultae ... Paolo Rossi subraya muy oportunamente que esa línea de pensamiento, caracterizada precisamente por ser una reacción idealista y en el fondo también oscurantista contra la ciencia, está presente incluso en un pen­sador marxista que ha tenido cierto eco en Italia, Karel Kosik, un marxista checoslovaco.

RrNASCITA.- Tú has apuntado varias veces en tu obra al tras­fondo histórico y social de ese neorromanticismo. El ensayo El

Hegel contiene muchas observaciones fecundas para

CoLLETTI.- Considero muy interesante, en efecto, interro­garse acerca de ese transfondo histórico-social. De momento hay que decir que las contribuciones más significativas de la Escuela de Frankfurt se produjeron durante los años treinta, en el mo­mento de la victoria de Hitler en Alemania y en una época en la

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1 que el área de influencia del movimiento obrero y del socialism6 en Europa tendía a retroceder. Son también los años de la defip.itiva afirmación de Stalin y de la degeneración del régimen staliniano en la Unión Soviética. Desde esa perspectiva la Escuela de Frank­furt aparece como la expresión de un grupo de intelectuales radi­cales burgueses que no logran reconocerse en ninguno de los dos mundos, ni en el capitalista occidental ni en el mundo soviético y que, precisamente por esa imposibilidad, se ven en cierto modo «obligados» a refugiarse en la utopía.

Sin embargo, la gran difusión de la Escuela de Frankfurt es un fenómeno de estos últimos años y está ligada a la explosión del movimiento estudiantil en Europa y más particularmente, por lo que respecta a Marcuse, en Alemania. También en esta ocasión el ascenso de la Escuela de Frankfurt es indicativo de una fase de crisis histórico-social que coincide con la crisis que se ha abierto en el campo socialista y con la disminución de la influencia de los partidos comunistas europeos, al menos en el sector que se sitúa a su izquierda. Ese es precisamente el clima del que toma fuerza el pensamiento de Marcuse y, secundariamente, también el de Adorno y Horkheimer.

Quisiera hacer aquí una reflexión histórica. Pese a todas sus profundas diferencias, existe una cierta analogía con lo ocurrido en los primeros años del siglo cuando se produjo el ataque de Sorel al viejo socialismo positivista y parlamentario. De la misma manera que hoy los temas en ascenso son los relacionados con la utopía, entonces lo fueron los relacionados con el mito y la fuerza irracionalista. También entonces, lo mismo que hoy, se trataba de movimientos que eran susceptibles de actuar tanto hacia la derecha como hacia la izquierda. Sorel ejerció una cierta influen­cia sobre los jóvenes Gramsci y Togliatti, del mismo modo que influyó entre la derecha. Creo que en cierta medida eso puede repetirse en el caso de la Escuela de Frankfurt.

RINASCITA.- Hay un momento en tu obra que a mí me in­teresa particularmente porque lo leo -y espero no leerlo mal- · como una crítica a toda una vieja generación de «hambrientos de

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\ cbncepciones de mundo». Partes de Windelband, al cual te has referido hace un momento, y del redescubrimiento del hegelia· nismo a principios de este siglo, y llegas a Lukács, a aquel Lukács que empieza a trabajar con Les données immediates de la cons­cience de Bergson bajo el brazo y que luego escribe Historia y consciencia de clase -un libro marxista serio, como tú mismo has dicho, pasea los errores de origen hegeliano que se contienen en él, y que el propio Lukács ha enmendado en el prólogo a la edición italiana del libro, en 1967-, y con Lukács, a Horkheimer y Adorno, para demostrar que el «hambre de visiones del mundo» ha caracterizado a toda nuestra época hasta hoy. Pues bien, qui­siera que me dieras tu opinión sobre Lukács hoy, después de tu ensayo El marxismo y Hegel y particularmente después de aquella parte del ensayo que lleva por título «De Bergson a Lukács».

CoLLETTI.- Soy de la opinión de que existe una diferencia clara, en cuanto a la calidad y al nivel teórico, entre Historia y consciencia de clase de Lukács por una parte y los mejores pro­ductos de la Escuela de Frankfurt por otra, pongamos por caso La dialéctica de la Ilustración (que es un libro muy flojo, según pienso) o El eclipse de la razón de Horkheimer (un texto débil y chato) o incluso Razón y revolución de Marcuse. Entre esos textos e Historia y consciencia de clase, entre Lukács y Korsch por una parte y Adorno, Horkheimer y Marcuse por otra, hay una dife­rencia que sería un error olvidar. Lukács y Korsch son autores marxistas. Se podrá discutir sus teorías, pero son autores que han establecido una relación profunda y seria con la obra de Marx y con la historia del movimiento obrero. Cosa que, en mi opinión, no puede decirse para el caso de los tres principales exponentes de la Escuela de Frankfurt, y en particular por lo que respecta a Adorno y Horkheimer.

Una vez dicho eso, y sin olvidar que muchas páginas de Ador­no, de Horkheimer y de Marcuse pueden considerarse como un saqueo de Historia y consciencia de clase, hay que añadir que estos autores han minimizado su deuda para con Lukács. Y se trata de una deuda muy grande. Por lo demás, si no me equivoco ese punto

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f hn sido subrayado ya en el ensayo de un joven marxista sueco -Goran Therborn- aparecido en la New Left Review y que pron­to verá la luz en italiano.

Estamos, pues, ante una diferencia clara. Pero hay que decir también que debe imputarse a Lukács, con toda seguridad, una confusión capital que, además, el propio Lukács ha reconocido en varias ocasiones y sobre todo en el prólogo a la edición italiana de Historia y consciencia de clase_- se trata de la identificación que él hizo entre la teoría de la alienación o extrañación, o fetichismo, de­sarrollada por Marx no sólo en los Manuscritos (como errónea­mente se cree a menudo) sino también en las Teorías sobre la plusvalía, en los Grundrisse, en El Capital, etc., y la teoría de la alie­nación desarrollada por Hegel. Esa confusión o identificación afec­ta a un punto central.

Para Hegel -y Marx lo dice claramente en el último de los Manuscritos del 44- la alienación consiste en que existen obje­tos fuera de nosotros, la alienación consiste en que el hombre se objetiviza a través del trabajo en productos materiales. Eso es la alienación, según Hegel. El punto de vista que, según Hegel, permanece prisionero de la alienación es el que corresponde a la ciencia, al materialismo, esto es, al reconocimiento de la obje­tividad del mundo natural. Tal es, en suma, la alienación para Hegel. En cambio, para Marx la alienación es la mercancía, el ca­pital, o sea, una determinada relación social. Para Marx la aliena­ción no consiste en que el trabajo humano se realice en pro­ductos objetivos, sino en el hecho de que esos productos obje­tivos tomen la forma de mercancías; la alienación no consiste, para Marx, en que el hombre transforme la naturaleza mediante la técnica y la ciencia, sino que la alienación consiste en que, en las condiciones propias del capitalismo, no son los obreros quienes utilizan los medios de producción sino que, como él dice, son los medios de producción los que instrumentalizan a los obreros con­virtiendo a estos últimos en un apéndice de la fábrica capitalista.

Pues bien, esa diferencia está preñada de consecuencias. Desde el punto de vista de Marx la causa de la alienación debe buscarse en las relaciones sociales propias del capitalismo, esto es, en la

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separación de los productores de los medios de producción que son propiedad privada de la clase capitalista. La superación de la :1lienación se realiza rompiendo la envoltura capitalista, liberando l.1s fuerzas productivas que se han desarrollado en el seno del capi­l:l!ismo; la superación de la alienación se realiza a través del proceso revolucionario.

Para Marx la revolución es el rebasamiento del mundo de la alienación. En cambio, para Hegel la superación de la alienación se obtiene superando el punto de vista del materialismo y de la ciencia. Es, por tanto, una superación espiritualista, idealista. En Historia y consciencia de clase, Lukács ha confundido esas dos líneas. El mismo lo ha reconocido abiertamente. Lo cual quiere decir que no estoy avanzando una interpretación, sino que me limito a recoger lo que el propio Lukács ha afirmado sin equívocos. En Historia y consciencia de clase, Lukács tiende a considerar a !a industria, a la ciencia y a la técnica como tales. Desde ese punto Je vista, la ciencia se convierte en una institución del mundo burgués y, por consiguiente, la rebelión antiburguesa deviene una rebelión contra la ciencia. Claro es que en Historia y consciencia de clase esa perspectiva es corregida y matizada continuamente; pero, pese a ello, no deja de ser uno de los puntos centrales del libro. En el capítulo «De Bergson a Lukács» del ensayo que tú has recordado he mostrado de forma concreta cómo, cuando Lukács pasa al análisis de la fábrica capitalista, lo que está denunciando no es la relación de explotación, sino precisamente la estructura objetiva de la industria y de la fábrica moderna, y cómo, en suma, su crítica se aproxima en el fondo a la crítica desarrollada por Bergson en su obra Los datos inmediatos de la consciencia.

Precisamente ese tema, que es uno de los errores fundamen­tales de Historia y consciencia de clase -esto es, la identificación de la teoría de la alienación tal como fue concebida por Marx con la teoría de la alienación tal como la entendió Hegel-, se ha convertido en el tema central de la Escuela de Frankfurt. Veo con sorpresa que actualmente hay también marxistas, incluso militantes del movimiento obrero, que hablan tranquilamente de «sociedad industrial», de «sociedad tecnológica». En esa actitud

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está implícito un error de fondo, pues al hablar de sociedad in­dustrial se está considerando que lo esencial es la base tecnoló­gica de la industria moderna y que, en cambio, las relaciones sociales son inesenciales. Ahora bien, la sociedad socialista no es una sociedad que tire por los suelos la base tecnológica e indus­trial moderna; la sociedad socialista libera el proceso productivo tal como éste se desarrolla sobre la base de la técnica y de la industria más avanzadas, y lo libera de la corteza que son las relaciones capitalistas de producción. La revolución socialista no es una revolución contra la técnica y contra la ciencia, no es una revolución en nombre de la utopía y del mito; la revolución socia­lista no es el «Gran Rechazo». La revolución socialista es la expro­piación de los expropiadores. Y desde ese punto de vista hay que manifestar por fuerza que -independientemente de los mé­ritos de la batalla de Marcuse en estos últimos años, independien­temente de los méritos de su lucha e incluso de las persecuciones que ha tenido que sufrir en la sociedad americana- la Escuela de Frankfurt y el propio Marcuse han contribuido a desviar toda la crítica revolucionaria moderna hacia un falso objetivo.

He defendido· ya esa posición en los ensayos que tú has recor­dado, en Ideología y sociedad y en el capítulo «De Bergson a Lukács» del volumen sobre El marxismo y Hegel. Ha habido quien ha considerado que eso son exageraciones. Pero basta con leer el volumen -publicado en italiano, por otra parte- titu­lado Respuestas a Marcuse '' para ver cómo sus autores, jóvenes de izquierda formados en la Escuela de Frankfurt, dirigen a Mar­cuse esas mismas críticas y le hacen las mismas observaciones.

RINASCIT A. - Me parece que a partir de aquí vale la pena razonar sobre el desarrollo de tu reflexión después del ensayo El marxismo y Hegel, y particularmente después de aquel capítulo que trata de la evolución del pensamiento europeo desde Bergson a Lukács al que ya nos hemos referido antes.

'' Cf., Jürgen Habermas y otros, Respuestas a Marcuse, traducción castellana de M. Sacristán, Anagrama, Barcelona, 1969.

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CoLLETTI. -Si me lo permites, qms1era argumentar breve­mente pro domo mea. Me gustaría aludir a ciertos hechos que, ·.cgún creo, confirman en cierto modo el retorno a la reflexión "obre Marx, y que en parte tienen que ver también con pensadores marxistas no italianos, europeos. Estoy pensando señaladamente <"11 el Althusser del Pour Marx, no en el Althusser de Lire Le Capital con el que coincido muy poco. El Althusser del Pour Marx tiet1e puntos de contacto notables -él mismo los ha reconocido, por otra parte- con una cierta línea interpretativa que se ha desarrollado en el seno del marxismo italiano. Pero la cuestión en la que quisiera detenerme es la referente a Kant.

A menudo se me ha acusado de ser un neokantiano. Si no se tratase de una crítica que se me hace, diría que eso es una memez. Me basta, sin embargo, con hacer referencia a las posiciones, que considero interesantes, del joven marxista alemán Alfred Schmidt. Es significativo que un autor como Schmidt -en su libro El concepto de naturaleza en Marx-, el cual reflexiona de un modo absolutamente autónomo respecto del marxismo italiano, se orien­te al fin y al cabo en una dirección análoga. Escribe Schmidt: «Entre Marx y Kant existe una relación que hasta ahora no ha sido considerada suficientemente. Para Marx, al igual que para Kant, forma y materia son externas recíprocamente. Entre Kant y Hegel, Marx asume una posición mediadora, difícilmente defi­nible; su critica materialista a la identidad hegeliana del sujeto y del objeto le lleva a Kant, aunque, manteniendo la tesis kan­tiana de la no-identidad de sujeto y objeto, Marx reforma, sin embargo, la posición post-kantiana que no olvida la dimensión histórica y concibe al sujeto y al objeto como en síntesis y con relaciones cambiables». Hasta aquí Schmidt. Pero si leemos el primer capítulo de Conocimiento e interés de Habermas notaremos un esfuerzo análogo, en el cual pueden reconocerse temas muy similares a los que se tocan en el penúltimo capítulo de El mar­xismo y Hegel. La referencia a Kant es una referencia al Kant de la teoría del conocimiento (¡no al de la moral!), al Kant que -como reconocía el propio Lenin, por lo demás, en Materialismo y empiriocriticísmo- contiene elementos de materialismo.

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El problema serio consiste en entender en qué sentido llevó Marx todos los problemas de la lógica y de la teoría del conocí- ' miento a un nivel completamente nuevo, esto es, al nivel y al plano de la concepción de las «relaciones sociales de producción». Por ese camino, que, obviamente, no ignora el peso y la importan­cia que tuvo Hegel en la formación del pensamiento de Marx, pero que al mismo tiempo descubre también una línea que no podia quedar agotada por la crítica de Hegel a Kant -esto es, la linea de pensamiento defendida, aunque contradictoriamente, por Kant y rechazada por Hegel en la medida en que éste veía en Kant ele­mentos de empirismo y de materialismo-, por ese camino, digo, puede llegarse no sólo a una renovación de la consideración filo­sófica del pensamiento de Marx, sino además a establecer un diá­logo fecundo con ciertas tendencias del joven marxismo europeo.

RINASCITA.- Me parece inevitable a estas alturas preguntarte cuál es hoy tu relación con el pensamiento de Galvano della Volpe.

CoLLETTI. -Hay un punto que, en mi opinión, me replantea sobre bases nuevas la importancia de la relación Hegel-Marx y que puede aclararse explicando en qué sentido me he ido alejan­do durante estos últimos años de ciertas posiciones mantenidas por Delia Volpe, particularmente en su obra más importante, la Logica come scíenza positiva.*

Creo que el límite de la posición de Delia Volpe ha sido el proponer una interpretación del pensamiento de Marx principal­mente en clave lógico-metodológica. Delia Volpe hablaba de las abstracciones indeterminadas. Pues bien, lo que yo creo ver es que esas abstracciones indeterminadas, esos procesos de hiposta­tización --como los llamaba Delia Volpe- antes de estar en la Ciencia de la Lógica de Hegel eran ya una característica de la realidad misma de la sociedad capitalista. Dicho con otras palabras: la Lógica misma del capital, y la hipostatización, las abstracciones

* Próxima traducción al castellano en Ariel, Barcelona. (N. del T.)

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indeterminadas son abstracciones presentes en la realidad capita­lista misma antes incluso de ser abstracciones indeterminadas de quien reflexiona desde un cierto punto de vista sobre la realidad de la sociedad capitalista.

Precisamente en estos días estoy leyendo el libro de un joven marxista alemán, Helmut Reichelt, titulado Acerca de la estructura lógica del concepto de capital en Marx. En ese libro, muy docu­mentado, se desarrolla un razonamiento que tiende a subrayar cómo «el idealismo de Hegel es la sociedad burguesa misma como Ontología», o, dicho de otro modo, cómo «la dialéctica de Hegel, en tanto que dialéctica idealista, es la reproducción filosófica de la inversión del sujeto y del objeto que tiene lugar en la rea­lidad capitalista misma». Con otras palabras: los procesos de hipostatización de la lógica hegeliana, procesos denunciados por Marx -denuncia ésta que ha sido valorada muy agudamente por la obra de Galvano Delia Volpe-, constituyen un todo con los procesos que analiza Marx en las Teorías sobre la plusvalía, en los Elementos fundamentales para la crítica de la economía política y en El Capital, cuando habla precisamente del fetichismo del ca­pital y de las mercancías. Desde ese punto de vista, la relación Hegel-Marx se plantea de nuevo, en mi opinión, de una forma más compleja, aunque esa forma de plantear la relación no significa en absoluto -lo repito- que sea posible encerrar a Marx dentro del marco de la filosofía hegeliana.

No se trata, en definitiva, de negar la importancia de la rela­ción Hegel-Marx, ni tampoco el peso de la influencia ejercida por Hegel sobre Marx; se trata de reconocer esa influencia salva­guardando la originalidad de Marx, el cual no fue un simple epígono del hegelianismo sino un pensador que, aun recogiendo elementos esenciales del pensamiento de Hegel, llevó éstos a un terreno completamente nuevo.

RINASCITA.- Una última cuestión, que según me parece no es de poca importancia: Hegel y el estado, Marx y el estado. En la vida y en la obra de Marx hay un momento que señala el distanciamiento, la separación podría decirse, de éste respecto de

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Hegel. Ese momento es la Crítica de la filosofía hegeliana del derecho público. ¿Cómo ha podido ocurrir que los estados que se han ·edificado en nombre del marxismo hayan tenido una im­pronta tan claramente hegeliana? En parte ya has contestado a esa pregunta. Pero debe quedar claro que no pretendo replantear el viejo tema liberal sobre el estado y la libertad en Hegel, sino que mi intención es proponer el tema relativo a la relación entre la sociedad y el estado en Hegel y la sociedad y el estado en Marx.

CoLLETTI.- Esta pregunta tuya me da la oportunidad de res­ponder a una acusación que siempre se me ha hecho: la de ser antihegeliano, la de desconocer la importancia y la grandeza del pensamiento de Hegel. Mis diatribas, incluso en la actualidad, no han ido dirigidas a Hegel propiamente, sino más bien a un cierto tipo de marxismo. El hecho de que Hegel fuera un gran pensa­dor no significa que haya sido un pensador revolucionario. Y sin embargo hay una tradición marxista, la tradición que ha navegado bajo la bandera del «materialismo dialéctico», que en primer lugar ha distorsionado el sentido de toda una serie de proposiciones he­gelianas dándoles una significación que era completamente ajena a la intención de Hegel, y en segundo lugar ha acabado desechan­do el carácter de novedad profunda que Marx representó respecto de Hegel. No se trata, pues, de polemizar con Hegel, sino de po­lemizar con un cierto tipo de marxismo; y en esa polémica -no pretendo tener razón- he intentado siempre afirmar y valorar más el pensamiento de Marx.

En ese sentido, el tema del estado al que te refieres resulta significativo. Es indudable que el «materialismo dialéctico» (nom­bre con el que defino a una particular corriente interpretativa del marxismo) se ha convertido en la filosofía oficial en la Unión Soviética y en las demacradas populares. El problema del estado está ahí para probar que el materialismo dialéctico ha dejado a un lado precisamente lo que constituía el tema central del pen­samiento revolucionario marxista. Si se relee El Estado y la re­volución de Lenin, así como los cuadernos preparados por Lenin

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para la redacción de El Estado y la revolución, se verá que en un determinado momento Lenin dice que, en lo que respecta a la teoría del estado, el marxismo está de acuerdo en nueve décimas partes con el anarquismo, y sólo en una décima parte coincide con Kautsky. Quiero decir que en El Estado y la revolución así como (tal como tú lo has recordado justamente) en el primer gran escrito teórico de Marx, la Crítica de la filosofía hegeliana del de­recho público, el tema central era precisamente la cuestión de la extinción del estado. La revolución socialista no es sólo eman­cipación respecto del capital, no es sólo abolición de las relaciones capitalistas, sino que precisamente por ser eso es al mismo tiem­po un proceso de extinción del estado. Dicho con otras palabras: la autoridad política, la soberanía, tiene que llegar a ser gestionada directamente por las grandes masas, aunque lo sea a través de un proceso gradual y compíejo. No es posible llegar a entender cómo puede haber emancipación social si al mismo tiempo se mantiene y refuerza el estado en tanto que poder político separado de las grandes masas. Eso es tan incomprensible como lo sería afirmar que es posible el socialismo y, por tanto, la emancipación social conservando el capital.

Es indudable que lo que ha actuado en el marxismo oficial, por ejemplo, en el marxismo soviético, sobre la base de esa parti­cular corriente interpretativa que es el materialismo dialéctico, ha sido precisamente el aspecto más conservador del pensamiento de Hegel. Y no es casual el que en la Unión Soviética se haya aceptado precisamente el aspecto que más repugnaba a Marx de la filosofía del derecho de Hegel, esto es, el culto a la autoridad es­tatal. Esto es un ejemplo más para entender cómo en lo que respecta al problema de la relación Hegel-Marx ha estado tam­bién presente, jugando un papel :::ctivo, un debate político, debate este que tal vez en Italia se ha ocultado demasiado, equívocamente, bajo formas filosóficas, pero cuyo carácter político estaba más o menos en la mente de todos aquellos que adoptaron una cierta posición en el transcurso de las pasadas discusiones. Tú mismo

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recordarás que ya en 1962 Rinascita abrió un debate sobre este problema.*

RINASCITA.- Hace poco te has referido al tema de la utopía. En mi opinión, lo que engendra la utopía es precisamente el «ham­bre de concepciones del mundo». O al menos así me lo parece. Como has visto, Rinascita ha propiciado un debate sobre los temas de la «autodestrucción» y la «autocrítica» del intelectual. Por mi parte, he avanzado la hipótesis siguiente: se trata de hacer una autocrítica severa, una crítica concluyente del intelectual que trata de prestar sus propias concepciones del mundo y, por consiguiente, su utopía, a la revolución proletaria. Dicho de otro modo: se trata de someter a crítica sobre todo la obra teórica y política de aquella generación de «hambrientos». Lo cual no significa en absoluto negar los proyectos, puesto que en Marx había un gran proyecto revolucionario.

CoLLETTI. -Me parece evidente. Precisamente el problema que hoy me interesa más, en lo que respecta a Marx y al marxis­mo, es éste. Creo que hay que corregir una cierta tendencia que surgió con una de las líneas interpretativas tal vez más agudas del marxismo italiano, la dellavolpiana. Della Volpe habló de Marx como del Galileo del mundo moral, asignando a Marx una tarea y un mérito análogos a los que en la historia del pensamiento se reconoce a Galileo en lo que respecta a las ciencias de la natura­leza. Lo que Galileo hizo en el campo de las ciencias de la natu­raleza Marx lo habría hecho en el campo de las ciencias sociales. Pues bien, hoy pienso que ese razonamiento tiene que ser revisado.

Se trata de pensar simultáneamente los dos aspectos: el Marx científico y el Marx revolucionario. La ciencia marxiana no es una ciencia pura; es una ciencia recorrida por un elemento ideo­lógico, esto es, finalista, de proyecto revolucionario que anima a aquélla desde su fondo. Así, pues, se trata precisamente de pensar

* Algunas de las intervenciones en el mismo están recogidas en el volumen titulado Problemas actuales de la dialéctica, Comunicación, Madrid, 1971. (N. del T.)

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la unidad de ciencia e ideología en Marx. Y al llegar aquí no puedo ocultar que para mí empieza a resultar problemático el modo en que la fusión de esos dos aspectos se realizó en el pen­samiento de Marx. He tocado ese problema, de forma prudente, en la introducción a la antología que Claudia Napoleoni y yo hemos preparado sobre el futuro del capitalismo. Por fortuna, nadie se ha dado cuenta del problema que allí planteo.

En definitiva, me parece que en Marx el elemento científico y el elemento ideológico no se fundamentan siempre de modo completo. Para decirlo brevemente, considero interesante lo que Korsch dice en su libro sobre Marx, en el capítulo titulado «Dos fases de la teoría marxiana de la revolución».

Korsch retrotrae esas dos fases a una alternativa, la alterna­tiva que, según él dice, consiste en el hecho de que «la revolución, para Marx, en un caso se deriva por completo del desarrollo objetivo de las fuerzas productivas y materiales, mientras que en otro caso -pero también resueltamente- se la representa como una acción práctica, real, de hombres reales unidos en una deter­minada clase social en lucha contra las otras dases sociales, con todas las posibilidades y los riesgos de una acción práctica de tal característica». ¿De qué se trata en realidad? Se trata del hecho de que en Marx hay también un elemento que él tomó de la cul­tura y de la ciencia de su época.

Hay aspectos del pensamiento de Marx en los que parece traslucir la elaboración de una teoría del «derrumbe» del capita­lismo. Es éste un punto que todavía no tengo muy claro. Pero me parece que, con esa óptica, el fin del capitalismo se delínea a veces como un final determinado por un impedimento, digámos­lo así, mecánico, por un impasse que según se considera se produci­rá en el mecanismo de la acumulación capitalista en base a las mismas leyes objetivas de este sistema. Por otra parte -y esta segunda parte me parece la más viva- d fin del capitalismo es para Marx un final que se decide mediante la lucha y el con­flicto de clase. En el primer caso, el análisis tiende a considerar un final que se da por descontado a priori, o sea que la conclusión del proceso estaría predeterminada; en el segundo caso, el final,

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la conclusión del proceso, no es determinable a przorz precisa­mente porque es el final de un proceso que tiene su momento culminante en el conflicto entre factores subjetivos que son, jus­tamente, las clases sociales y sus organizaciones políticas.

Ese tema, que está ya esbozado en Korsch, ha sido replan­teado en cierto sentido también por Habermas en su libro, Cono­cimiento e interés. Pienso que ahí hay realmente un problema que afecta a algunos aspectos centrales del pensamiento de Marx .. Y la ('Uestión me interesa además porque creo que de ahí se pueden sacar conclusiones, aunque sea generales, a nivel político. Conclusiones en el sentido de que si el marxismo se libera de esa parte residual naturalista y positivista que quizá hay depositada en ciertos lugares del Capital de Marx, entonces resulta que se ele­va la decisiva importancia del factor consciencia -consciencia de clase, por supuesto- para la movilización revolucionaria.

No cabe duda de que con ello vuelve a plantearse con fuerza el problema de tener un instrumento adecuado para este análisis y para esta intervención, o sea, el problema del partido como intelectual colectivo precisamente en el sentido gramsciano: el partido en el que el elemento de elevación ideológica y de desa­rrollo de la consciencia de clase se convierte en uno de los fines principales de la acción dirigente en los enfrentamientos por los que pasa la clase obrera.

Creo que ése es precisamente un tema que hay que tocar en este debate. Y probablemente esa misma consideración es la prueba de que, en el fondo, nuestra reflexión sobre Marx se ve acosada en gran manera y constantemente también por la nece­sidad de volver a pensar su relación con Hegel. Desde ese punto de vista, yo diría que ciertos elementos de utilidad pueden ex­traerse incluso de aquellas corrientes, como la Escuela de Frank­furt, que junto a los aspectos negativos que ya he señalado -so­bre todo su irracionalismo- han tenido tal vez el mérito de volver a poner con fuerza el acento sobre la importancia del factor subjetivo con vistas a la maduración y resolución del pro­ceso histórico.

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INTRODUCCION A LOS PRIMEROS ESCRITOS DE MARX *

I

Los ~scritos contenidos en este volumen fueron redactados por Marx en dos años ( 184 3-44) cuando contaba poco más de veinticinco años de edad. Algunos aparecieron al mismo tiempo: La cuestión judía, por ejemplo, y la Contribución a la crítica de la filosofía del Derecho de Hegel. Introducción. Otros escritos, como la Critica a la filosofía del estado de Hegel y los famosos Manuscritos económico-filosóficos forman parte de su obra póstu­ma, y fueron publicados respectivamente en 1927 y 1932. Si se recuerda que el texto íntegro de La ideología alemana no se impri­mió hasta 1932 y que La Sagrada Familia tuvo su primera edición en 1845, convirtiéndose rápidamente en un ejemplar de coleccio­nista, el lector comprenderá por qué la obra filosófica de la ju­ventud de Marx fue descubierta comparativamente en fecha muy reciente para la mayoría.

Es cierto que Mehring reimprimió en 1902, parte de las obras de juventud de Marx ya publicadas (en su Aus dem literarischen Nachlass). Pero los escritos más importantes continuaron siendo desconocidos. Por aquel tiempo toda la primera generación de

'' El texto original pertenece a la Introducción de Lucio Colletti al libro Early Writings, The Pelican Marx Library, New Left Review, Lon­dres, 1974.

97 4. - LA CUESTIÓN DE STALIN

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intérpretes marxianos y sus discípulos -incluyendo a Kautsky, Plejánov, Bernstein y Labriola- ya tenían formadas sus ideas. Por tanto, el marxismo de la Segunda Internacional se formó en una casi total ignorancia del difícil e intrincado proceso que reco­rrió Marx desde 1843 hasta 1845, precisamente cuando formuló por primera vez el materialismo histórico.

A finales de la pasada centuria (e incluso más tarde) se sabía muy poco más acerca de este proceso de lo que el propio Marx había dicho, en unas pocas frases de 1859, en su Prefacio a la Contribución a la crítica de la economía política. Aparte de esto, la única autoridad básica a mano era el Ludwig Feuerbach (1888) de Engels, obra en la cual uno de los protagonistas del marxismo daba cuenta del modo más autorizado (o al menos así lo parecía) de todo lo que era esencial, de todo lo que era realmente impor­tante conocer sobre su relación con Feuerbach y Hegel, así como del papel que estos hombres jugaron en la formación del pensa­miento de Marx.

Así pues, toda una generación de teóricos marxistas vivió en la más completa ignorancia (a pesar de que no fuera por su culpa) acerca de los primeros escritos filosóficos de Marx. Es muy im­portante tener este hecho siempre presente si uno desea compren­der una circunstancia de importancia decisiva. La primera gene­ración de marxistas llegaron a Marx vía El Capital y sus otros escritos publicados (esencialmente económicos, históricos o polí­ticos), y fueron incapces de entender totalmente los precedentes filosóficos y la base que los sustentaban. No pudieron conocer las razones, tanto filosóficas como políticas, que habían inducido a Marx ha abandonar la filosofía después de romper con Hegel y Feuerbach; que le habían inducido a dedicarse al análisis de la so­ciedad capitalista moderna en lugar de escribir sus propios tra­tados filosóficos. Los pocos textos que se podían conseguir sobre este tema, como son las Tesis sobre Feuerbach, el Prefacio (ya men­cionado) a la Contribución a la crítica de la economía política y el Postfacio a la segunda edición del volumen I de El Capital eran por sí solos totalmente insuficientes al respecto.

Esta dificultad fundamental se pone claramente de maní-

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fiesta en los escritos marxistas de la Segunda Internacional. ¿Por qué se dio prioridad al Capital? ¿Por qué había dedicado Marx todos sus esfuerzos al análisis de una formación socioeconómica concreta, sin que le precedieran otras obras en las que expresara sus concepciones filosóficas en general, su visión global del mun­do?

La urgencia e importancia de estas preguntas pueden captarse mejor si las proyectamos sobre el clima cultural y filosófico de aquel tiempo. Kautsky, Plejánov, Bernstein, Heinrich Cunow y los demás crecieron en un mundo completamente distinto al de Marx. La estrella de Hegel y de la filosofía clásica alemana hacía tiempo que se había ocultado en Alemania. Kaustky y Bernstein se formaron en un medio cultural dominado por el darwinismo, y más por el darwnismo de Haeckel que por el del propio Darwin. La influencia que sobre ellos ejerció Eugen Dühring es, desde este punto de vista, particularmente significativa. También Plejánov estaba en el fondo influido por el positivismo, piensése sí no en e[ puesto que concede a Buckle en su obra La concepción monista de la historia, por ejemplo. La mentalidad cultural común a toda Ja generación, a pesar de sus muchas diferencias, se basa en un gusto muy definido por las grandes síntesis cósmicas y las cos­movisiones; y la clave para lo último siempre era un único prin­cipio unificador, una explicación que comprendiera todas las cosas desde el nivel biológico más elemental hasta el nivel de la his­toria humana (¡«monismo», precisamente!).

Este es (a grandes rasgos) el contexto que nos permite en­tender la destacada importancia de las obras filosóficas de Engels para toda esta generación de marxistas: Anti-Dühring (1878), El origen de la familia, la propiedad privada y el estado (1884) y Ludwig Feuerbach (1888). Estas obras aparecieron en los últi­mos años de la vida de Marx o poco después de su muerte en 1883, y coincidieron con el período de formación de la genera­ción a la que pertenecían Plejánov y Kaustky. Además, Engels no sólo mantuvo relaciones personales muy íntimas con estos últimos, sino que formó su interés por la cultura de la época, por el darwinismo y (sobre todo) por las extrapolaciones sociales que

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pueden hacerse a partir del mismo, hasta los descubrimientos más recientes de investigación etnológica.

Mientras que en las obras prevalentemente económicas de Marx sólo puede atisbarse ocasionalmente, y con alguna difi­cultad, un trasfondo filosófico o su concepción general, en En-t gels esto se manifiesta en un primer plano perfectamente encua- .:. drado. Pero no es sólo eso, sino que estaba expuesto además con tanta simplicidad y claridad que cualquier discípulo de esta · época lo envidiaba.1 Las principales figuras intelectuales estaban de acuerdo en este punto y así lo manifestaban del modo más explícito: habían llegado al marxismo guiadas principalmente por las obras de Engels. Kautsky señala este hecho en más de un lugar: «Si juzgo por la influencia que el Anti-Dühring ejerció sobre mí», escribió, «ningún otro libro puede haber contribuido tanto a la comprensión del marxismo». Y en otra ocasión: «El Capital de Marx es la obra más poderosa, evidentemente. Pero sólo a través del Anti-Dühring nos fue posible entender El Capi­tal, y leerlo adecuadamente.» 2 Más tarde también Riazanov ob­servó que «la joven generación que empezó a actuar durante la segunda mitad de los años setenta aprendió lo que era el socia­lismo científico, lo que eran sus principios filosóficos y lo que era su método» principalmente a partir de los escritos de Engels. «Para la difusión del marxismo como un método especial y un sistema especial» continúa diciendo, «ningún libro, excepto El Capital, ha hecho tanto como el Anti-Dühring. Todos los jóve­nes marxistas que entraron en la arena pública en la primera mitad de los ochenta -Bernstein, Karl Kautsky, George Plejá­nov- fueron guiados por este libro.» 3

No sólo fue la primera generación la que se vio influida de esta forma. Los austromarxistas que les sucedieron reconocieron

l. Véase, ¡mr ejemplo, K. Kaustky, F. Engels; sein Leben, sein Wirken, seine Schriften, Berlín, 1908, pág. 27.

2. F. Engels, Briefwechsel mit K. Kautsky, Viena, 1955, págs. 4, 77-9, 82-3.

3. D. Ríazanov, Karl Marx and Friedrich Engels, Londres, 1927, pá­gina 210.

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también su deuda para con Engels, y subrayaron no menos explí­' i tamente la importancia que ese libro tuvo para ellos. De los dos lundadores del materialismo hi~tórico, fue Engels el que desa­rrolló lo que se podría llamar como el aspecto «filosófico-cosmoló­gico», su filosofía de la naturaleza; Engels fue quien consiguió extender el materialismo histórico hasta «materialismo dialécti­LO». De hecho, fue el primero que utilizó este término. Incluso un pensador tan sofisticado como Max Adler -tan kantiano como marxista- escribió en 1920 que la obra engelsiana contiene pre­ci~amente la teoría filosófica general cuya ausencia se ha lamen­tado tanto, y tan a menudo, en la obra marxiana. Marx no tuvo tiempo para elaborar esta teoría puesto que dedicó toda su vida a los cuatro volúmenes de El Capital. «La peculiar importancia de Engels para el desarrollo y formación del marxismo» radica, según la opinión de Adler, en el modo como «liberó la obra socio­lógica de Marx de la forma económica concreta en que había apa­recido en primer lugar, situándola en el amplio contexto de una concepción general de la sociedad, ampliando el pensamiento de Marx, por decirk de alguna manera, a una visión del mundo mediante el prodigioso desarrollo de su método, y su esfuerzo por relacionarlo con las modernas ciencias sociales». Más adelante concluye: «Engels se convirtió en el hombre que perfeccionó y culminó el marxismo» no sólo debido a su «sistematización» del pensamiento de Marx, sino también por su «desarrollo creativo y original» de este pensamiento que «proporcionó una base para los análisis de Marx»: 4

Por tanto, las obras teóricas de Engels se convirtieron en la fuente más importante de todos los problemas filosóficos del marxismo durante tecle el primer período, que corresponde (de forma aproximada) a la Segunda Internacional. Fueron de vital importancia en una época decisiva en cualquier sentido de la !Jalabra, la época en la que el principal corpus de doctrina marxis­ta fue definido y sistematizado por primera vez. Si bien tenía los mencionados méritos de sencillez y claridad, estaba plagado

4. M Adler, Engels als Denker, Berlín, 1920, págs. 48-9.

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de las inevitables limitaciones de los escritos populares y ocasio­nales. A pesar de todo, su influencia fue inmensa. La relación entre lógica formal y dialéctica, entre marxismo y ciencias natu­rales, la relación de Marx con Hegel: éstos eran sólo unos cuantos de los principales problemas planteados y supuestamente diluci­dados con exclusiva referencia a la orientación (a menudo total­mente casual) de las páginas del Anti-Diihring y del Ludwig Feuerbach.

Esto sucedió especialmente en el caso de problemas que se habían convertido en remotos para el gusto filosófico general y la visión del período, y por tanto cayeron fácilmente en la acepta­ción pasiva y en la repetición mecánica: la relación Marx-Hegel, por ejemplo, o el problema de la dialéctica. Plejánov es típico en este caso. A pesar de que fue uno de los pocos marxistas de aque­lla época que conocían directamente los textos originales de Hegel, nunca trató de ir más allá en sus propios escritos ilustrando o comentando los juicios de Engels sobre este punto.5 En realidad, éste era un tema en el que la autoridad de Engels parecía más inatacable de lo usual. No sólo había vivido personalmente la experiencia de la Izquierda berlinesa o de los «Jóvenes» Hege­lianos -grupo al que Marx también perteneció- sino que ade­más había escrito no hada mucho un comentario a un libro de Starcke sobre Feuerbach para Neue Zeit, evocando vívidamente estos años de juventud, y la atmósfera del Sturm und Drang.

A pesar de todo, fue precisamente durante estos años cuando Engels y Marx siguieron unas sendas intelectuales completamente distintas. Sólo la crítica histórica de las últimas décadas ha per­mitido reconstruir esta divergencia con la máxima fidelidad, pero es de indudable importancia. En 1842, cuando Marx empezaba a estar bajo la influencia de Feuerbach, y asumía rápidamente una posición claramente materialista, Engels publícó un opúsculo titu­lado Schelling y Revelación firmado con el pseudónimo literario

5. Véase, en particular, G. Plejánov, «Zu Hegel's sechzigstem To­destag» en Ne.ue Zeit, X enero, I Parte, 1891-2, págs. 198 ss., 236 ss., y 273. SS.

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ele «Üswald».6 La actitud que en el mismo se expresaba respecto ;¡ Hegel era la misma de los jóvenes radicales idealistas del Dok­torklub berlinés. Estos sostenían que existía una contradicción '·n Hegel entre sus principios revolucionarios y sus conclusiones 1 1 ll1servadoras. Hegel había elegido llegar a un compromiso per­"onal con el estado prusiano, en contra de sus propios principios. 1 Jna vez liberados de este compromiso, los principios esencial­lllcnte revolucionarios de su filosofía estaban destinados a do-111Ínar el futuro?

Engels estaba también de acuerdo con los otros Jóvenes Hege­lianos de aquel tiempo en que Feuerbach era solamente un con-1 i nuador de la obra de Strauss sobre la religión, hasta el punto de que llegaron a afirmar que la crítica de este último al cristia­nismo era más «un complemento necesario a la doctrina especu­Litiva de la religión de Hegel» que su radical antítesis. Al igual que los demás miembros del Doktorklub (y al revés que Marx), 1 ·:ngels no captó la conexión que existía en la obra de Feuerbach l'lltre su crítica de la religión y el materialismo. Como ha obser­vado su biógrafo más importante, en aquellos años «Engels sa­l:lrió con alegría la obra de Feuerbach, pero sin sospechar que ponía en cuestión el dominio del mundo hegeliano».8 Incluso 'lcspués de que aparecieran los Grundsatze der Philosophie der 1 ukunft (Principios de la fílcsofía del futuro) de Feuerbach, en 1 R43 -como ha señalado agudamente un estudioso del tema­·' excepción del caso de Marx «no existía un materialismo feuer­luchiano que determinara la nueva visión de los Jóvenes Hegelia­IHlS», no su crítica de Hegel sino su ética, en otras palabras, la p;lrte más banal de su ol>ra y una de las más llenas de residuos '' lcalistas.9

6. Marx-Engels Historisch-Kritische Gesamtausgabe (MEGA), 1, 2. El "·descubrimiento de esta y otras obras de juventud de Engels contra Sche­lling fue hecha por el biógrafo de Engels, Gustav Mayer.

7. MEGA, 1, 2, págs. 183-4. 8. G. Mayer, F. Engels, Bine Biographie, La Haya, 1934, Vol. I,

¡•.Íg. 101. Véase también A. Cornu, K. Marx und F. Engels (Leben und \\'l'rke), Berlín, 1954, Vol. I, pág. 137.

9. Véase M. G. Lange, L. Feuerbach und der junge Marx, en L. Feuer-

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La diferencia entre estas dos posiciones aparece con toda cla­ridad. Para Feuerbach «la necesidad histórica y la justificación de la nueva filosofía [es decir, de la "filosofía del futuro"] surge principalmente de la crítica de Hegel», y no precisamente a partir de un desarrollo de sus ideas, ya que «la filosofía hegeliana es la culminación de la filosofía moderna» y sólo eso. «Hegel no es el Aristóteles alemán o cristiano, sino que es el Proclo alemán. La "filosofía absoluta" es la resurrección del alejandrinismo.» 10

Por otra parte, para los Jóvenes Hegelianos, el futuro reside en liberar los «principios revolucionarios;> del hegelianismo. Insisten en el tema del «compromiso personal» de Hegel con el estado prusiano. Y ésta es una postura decididamente rechazada por Marx, no sólo en las últimas páginas de los Manuscritos económi­cos y filosóficos de 1844, sino también previamente en una nota a su tesis doctoral de 1841 _11

No es éste el lugar más adecuado para considerar en profun- , didad la compleja cuestión de los distintos caminos por los que , Marx y Engels llegaron al comunismo teórico. Sin embargo, la evidencia sugiere que Engels llegó al mismo apoyándose mucho más sobre la base de la economía política, que a partir de su crítica de Hegel y de la vieja tradición especulativa. Marx, en cambio, siguió este camino, o sea, llevó su crítica filosófica del hegelianismo hasta su conclusión lógica. Esta puede ser perfec­tamente la razón de que, cuando Engels volvió a escribir sobre temas filosóficos cuarenta años más tarde, reprodujera parcialmen­te las nociones todavía mal digeridas de los primeros años. Por ejemplo, volvió a la idea de contradicción entre los principios de Hegel y sus conclusiones reales, entre el método dialéctico «revo­lucionario» y el sistema conservador. Pero no existe ningún tipo de evidencia documentada de que Marx aceptara alguna vez esta idea de la izquierda radical idealista.

bach, Kleine philosophische Schriften, Leipzig, 1950, págs. 11 y 16. . 10. L. Feuerbach, Samtliche Werke, ed. Bolin and Jodl, 1905, II Parte, 1

págs. 274 y 291. 11. MEGA, I, 1/1, pág. 64.

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Durante la época de la Segunda Internacional (e incluso mucho tiempo después), se estableció una completa y total identidad entre el pensamiento de Marx y el de Engels como un artículo de fe. Por ello, esta idea de que existía una contradicción entre el 1nétodo y el sistema acabó por absorber y oscurec~r la otra, que parecía similar pero que de hecho era completamente distinta. l·:sta segunda idea es la que Marx expresó en el Postfacio a la segunda edición del Capital (1873), cuando distinguió no entre método revolucionario y sistema conservador, sino entre dos aspectos diferentes y opuestos de la misma dialéctica hegeliana, es decir, dos aspectos del «método». Estos son la «semilla racional», que debe ser conservada, y el «místico caparazón», que debe ser descartado.

Más tarde contribuyó otro factor al éxito de la tesis de Engels. En 1842, el opúsculo del joven «Üswald» que defendía a Hegel frente a Schelling fue conocido por Bielinski (que lo aprobó caluro­samente) cuando el crítico ruso Botkin le transcribió algunos pasa­jes importantes. 12 En el mismo año fue leído por Alexander Her­zen, que entonces vivía en Alemania y que conocía perfectamente bien el medio de la Izquierda Hegeliana, el cual instantáneamen­te tomó de «Üswald» sus ideas más significativas y las hizo suyas .U

Estos hechos que parecen de poca monta en realidad estaban destinados a tener importantes consecuencias. Bielinski y Herzen figuraron entre las figuras más representativas del movimiento «demócrata-revolucionario» ruso. Y Plejánov y muchos otros mar­xistas rusos se educaron en esta tradición. Cuando más tarde abrazaron el marxismo, descubrieron en los escritos de Engels una interpretación de Hegel muy similar a la que ya les habían dado Bielinski y Herzen. Dado que sólo Plejánov conocía profun­damente a Hegel en el tiempo de la Segunda Internacional, y era reconocido por todos los marxistas rusos (incluyendo a Lenin) como una autoridad indiscutible en materia filosófica, es fácil

12, MEGA, I, 2, «Einleitung», págs. xlvi-xlix. 13. A. l. Herzen, Textes Philosophiques choisis, Moscú, 1950, pág. 340,

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entender cómo su obra ayudó a consolidar este tipo de interpre­tación.

No debe olvidarse tampoco que la socialdemocracia rusa de la alemana en un aspecto muy importante: mientras que alemanes nunca se preocuparon demasiado de encontrar estrictamente filosóficas, los rusos prestaban la más seria •:u,;u-.1v1

en hallarlas, y en realidad hicieron de ello el criterio principal, la piedra de toque de la «ortodoxia» marxista (particularmente· después de final de siglo y del ataque revisionista de Bernstein . Primero Plejánov y después Lenin llevaron la definición de est teoría filosófica «general» hasta su conclusión lógica. A partir l\

entonces, se le llamó definitivamente «materialismo dialéctico~.' y se le consideró como un necesario preliminar para la teoría m(J' «Concreta» del materialismo histórico. El materialismo dialéctice, en este sentido, era extraído de los escritos de Engels, a partir tJ, · la premisa (no axiomática) de que Íos dos fundadores del materia­lismo histórico eran una sola persona en el plano del pensamiento. Para llegar a entender históricamente lo que esto llegó a signi­ficar, es muy saludable consultar el artículo «Karl Marx» en el dic­cionario enciclopédico Granat editado en 1914. El artículo está escrito por Lenin, y más tarde sirvió como modelo para el célebre tratado de Stalin Sobre el materialismo dialéctico y el materialismo histórico. Tanto el párrafo dedicado al «materialismo filosófico» de Marx como el dedicado a su concepción de la «dialéctica» con­sisten enteramente en citas sacadas de las obras de Engels.

El lector puede llegar a concluir que no existen implic1 dones realmente dramáticas, en esta diferencia de visión, sohr• · algunos puntos, entre Matx y Engels. Es del todo natural, y la ausencia de tales diferencias hubiera sido algo realmente extraor­dinario. Dado que encontramos a menudo contradicciones en la obra de un mismo autor, es difícil pensar que hubieran podido no existir entre dos autores que -haciendo las necesarias concesio­nes a su profunda amistad y a las muchas ideas que compartían­continuaban siendo dos personas distintas, viviendo vidas diferen­tes sobre la base de diferentes inclinaciones y gustos intelectuales. El hecho puede llegar a parecer tan obvio que es inútil mencio-

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narlo. Pero la rígida identificación de los dos padres del materia­lismo histórico y la profunda convicción de que todas las posicio­nes filosóficas de Engels reflejaban el pensamiento de Marx debían tener notables repercusiones cuando, finalmente, la obra filosó­fica de juventud de Marx Ilegó a publicarse.

Esto acaeció, como hemos visto, aproximadamente entre 1927 y 1932. Las primeras obras importantes -la Crítica a la filoso­fía del estado de Hegel y los Manuscritos económicos y filosófi­cos- fueron impresos en esta época. Por entonces la cristaliza­ción del «materialismo dialéctico» como filosofía oficial de la URSS y de los partidos comunistas europeos estaba ya muy avan­zada, y el debate libre encontraba crecientes dificultades, incluso en el nivel más teórico. Esto había de tener una influencia muy concreta sobre la bienvenida dada a los primeros escritos de Marx en los cuarenta años siguientes.

L:1s razones inmediatas para las resistencias y perplejidades que surgieron en los círculos marxistas no eran evidentemente de naturaleza teórica. No es necesario exagerar para explicar direc­tamente la reacción a partir de factores políticos. A pesar de todo, la rigidez de la doctrina oficial, el rigor mortis que atenazó al marxismo bajo Stalin, contribuyeron en no poca medida a enfriar la acogida que se dio a los escritos cuando aparecieron, a la ausencia de cualquier debate sobre los mismos, y a la manera en que fueron inmediatamente clasificados y encasillados.

Se convirtieron, casi inmediatamente, en «los primeros escri­tos». Desde luego, la descripción es incontestable desde el punto de vista formal: fueron escritos, de hecho, cuando Marx era todavía un joven de veinticinco o veintiséis años. Aunque ésta es apro­ximadamente la edad en la que David Hume ya había escrito su obra maestra en filosofía, el Tratado sobre la naturaleza humana, y la edad nunca fue considerada como un criterio a tener en cuenta al valorar la obra del filósofo escocés. El adjetivo «primeros» servía para realzar su heterogeneidad y discontinuidad con respec­to a la doctrina del período subsiguiente.

Esto no debe de entenderse como si la obra del joven Marx no planteara ningún problema, o como si no exi~tieran diferencias

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entre ésta y sus obras de madurez. El punto esencial radica en que estos escritos empezaron a ser considerados del modo menos favorable para los mismos, y especialmente para la Crítica y los Manuscritos. Significa que era imposible darse cuenta del modo en que estaban conectados (aunque fuera embrionariamente) con las posteriores ideas de Marx, o cómo podían ( pot lo tanto) arro­jar nueva luz sobre la obra de su madurez. En cambio, se les consideró sobre todo como las reminiscencias de una línea de pen­samiento que no conducía a ninguna parte, o a un callejón sin salida como si se tratara del Holzwege de Marx. No puede en­contrarse otra explicación -para tomar sólo un ejemplo particu­larmente significativo- de la decisión tomada en 1957 por el Instituto de marxismo-leninismo de Alemania del Este (basado en una decisión análoga del Comité Central del Partido Comu­nista soviético) de excluir los Manuscritos económicos y filosófi­cos de la edición de las W erke de Marx y Engels y publicarlos en un volumen aparte.14

Lo que hizo parecer a estos escritos tan «al margen» del marxismo fue -independientemente de sus propias limitaciones­su profunda disimilitud con respecto al «materialismo dialéctico». No hablaban para nada de la dialéctica de la naturaleza; no decían nada que preparara el camino para la teoría de Engels de las tres leyes dialécticas básicas del universo (transformación , de cantidad en calidad y viceversa, negación de la negación, coin­cidencia de los opuestos); nada que, por ejemplo, pudiera pare­cerse a la concepción engelsiana de que la «negación de la nega­ción» es <<Una ley muy general, y por ello mismo de efectos muy amplios e importantes, del desarrollo de la naturaleza, la histo­ria y el pensamiento; una ley que ... se manifiesta en el mundo animal y vegetal, en la geología, en la matemática, en la historia, en la filosofía».15 En cambio, el lector se ve enfrentado a una rotunda crítica de la filosofía de Hegel, bajo la forma de un análisis infinitamente más difícil y complejo que la simple con-

14. Marx-Engels, Werke (MEW), Berlín, 1957, Vol. I, p. xxxi. 15. F. Engels, Anti-Dühring, Grijalbo, México, 1968, 2." ed., pág. 131.

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traposición de Engels entre «método» y «sistema». Y además, encuentra un discurso sobre la enajenación y la alienación, temas que están ausentes tanto en la obra de Engels, como en las de Plejánov y Lenin.

Puede tenerse una idea de cuán profunda fue la confusión que produjo incluso entre los más serios estudiosos marxistas viendo los casos de Gyorgy Lukács y Auguste Cornu. En el pre­facio a la edición de 1967 de Historia y consciencia de clase, Lukács recuerda el «golpe de buena suerte» que le permitió leer el recientemente descifrado texto de los Manuscritos en 1930, dos años antes de su publicación.16 Esta lectura le puso de manifiesto el error básico que había cometido en su libro (que se publicó por primera vez en 1923 ). Lukács dice que había confundido el concepto de alienación de Hegel -en el cual solamente signi­fica la objetividad de la naturaleza- con el concepto de la obra de Marx, totalmente diferente, que no sólo se refiere a los obje­tos naturales como tales, sino a lo que sucede con los productos del trabajo cuando (debido a las específicas relaciones sociales) se convierten en mercancías o en capital. «En suma, el hecho es que todavía hoy consigo recordar la impresión transformadora que me hicieron las palabras de Marx», escribe LukácsP

Si bien es cierto que el error en cuestión invalidaba algunos de los supuestos de Historia y consciencia de clase, el problema que residía en el corazón del libro seguía siendo tan válido como antes: es decir, el problema de la naturaleza de la alienación que (en las propias palabras del autor) «aquí se estudió, por vez pri­mera desde Marx, como cuestión central de la crítica revolucio­naria del capitalismo».18 Y sin embargo Lukács no siguió estu­diando el problema -el problema que (antes e independiente­mente de los Manuscritos} había considerado crucial para la com­prensión de El Capital. Lo que le impidió seguir adelante fue el hábito de razonar dentro del marco y las categorías del «mate-

16. G. Lukács, Historia y consciencia de clase, Grijalbo, Barcelona, 1975, p. xxxviii.

17 Ibid. 18. Ibid. p. xxiii.

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tialismo dialéctico», y la imposibilidad de reconciliarlo con su descubrimiento. No es por casualidad que su uso de los Manuscri­tos en su obra posterior sea más bien episódico (como las pocas páginas sobre los mismos en la última parte de Der junge Hegel, por ejemplo), o que los temas de alienación y fetichismo fueran perdiendo importancia en su pensamiento.

El resultado fue un retorno al estado de cosas anterior a Historia y consciencia de clase cuando dice (citamos nuevamente las propias palabras de Lukács) «los marxistas de la época no querfan ver, por lo general, sino documentos históricos del desa­rrollo personal de Marx» en las obras de juventud que Mehring había publicado.19 Otra de las posteriores consecuencias de este descuido fue que las primeras obras de Marx, virtualmente aban­donadas por los marxistas, se convirtieron en un agradable coto de caza para los pensadores existencialistas y católicos, en especial en Francia después de la Segunda Guerra mundial.

El segundo caso, menos importante pero igualmente significa­tivo desde nuestro punto de vista, fue el de Auguste Cornu. El profundo conocimiento de Cornu del movimiento de la Izquierda H~geliana le hicieron perfectamente consciente de los orígenes de la crítica de Engels a Hegel en el medio radical-liberal, sobre la base de posiciones completamente distintas de las del materialismo histórico.20 Por ello estaba inmejorablemente situado para enten­der la verdadera importancia de la crítica de Marx a Hegel en la Crítica de la filosofía del Estado de Hegel y darse cuenta de que (a pesar de la influencia de Feuerbach sobre este punto) este estu­dio era mucho más que un simple «documento histórico del desa­rrollo personal de Marx». Ello no obstante, su tratamiento de esta importante obra consiste en unas pocas y superficiales páginas, dedicadas principalmente a la influencia de Feuerbach al respec­to. Los obstáculos de la ortodoxia «dialéctica-materialista», com­binados con una cierta dificultad, común entre historiadores, al acometer cuestiones teóricas, simplemente le impidió ver algo más.

19. Ibid., pág. xxviii. 20. A. Cornu, op. cit., pág. 202 passim.

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Esta situación no ha cambiado demasiado en los últimos años. Entre los marxistas, el interés por la Crítica, La cuestión judía, los Manuscritos, etc., ha seguido siendo coto de unos pocos estu­diosos especialistas de la «prehistoria» del pensamiento de Marx. El viejo edificio teórico del «materialismo dialéctico» ha perdido, ciertamente, mucha de su anterior solidez. Sin embargo, el nuevo pensamiento marxista inspirado por el estructuralismo no sólo ha heredado su injusto veredicto acerca de los primeros escritos, sino que trata de extenderlo a otras obras de Marx, que son ahora igualmente consideradas indignas del sello de aprobación otorgado por «la coupure épistémologique».21 Por tanto, puede llegarse a afirmar que, aparte de la obra de unos pocos estudiosos marxistas italianos, como por ejemplo Galvano della Volpe (que sigue sien­do poco conocido fuera de Italia), a las obras filosóficas del joven Marx no se les ha prestado todavía la atención que se merecen.

II

La Crítica de la filosofía del Estado de Hegel fue escrita pro­bablemente en Kreuznach entre los meses de marzo y agosto de 1843, después de que Marx dejara de ser el editor de la Rheinische Zeitung. Estas son las fechas que Riazanov sugirió al preparar la primera edición de la Crítica, en 1927, para las Marx-Engels His­torisch-Kritische Gesamtausgabe (MEGA como abreviatura). Tam­bién Cornu aceptó estas fechas. Otros escritores, como S. Landshut e I. P. Mayer (que publicaron el libro en una antología de los primeros escritos de Marx en 1932) la situaron antes, entre abril de 1841 y abril de 1842. Sin embargo, estas segundas fechas pare-

21. Término utilizado por Louis Althusser para señalar lo que él ve como <<cesura radical» entre la juventud de Marx y sus escritos de madurez. Las primeras obras se resienten de una «ideología hegeliana y feuerbachia­na». Las últimas construyen los «conceptos básicos del materialismo histó­rico y dialéctico» (véase Louis Althusser, Para leer El Capital).

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cen menos probables por varias razones que sería demasiado largo explicitar aquí, y la mayoría de los estudiosos han estado de acuerdo con las fechas dadas por Riazanov.

El manuscrito de la Crítica (del que se han perdido las cuatro primeras páginas) contiene un estudio de la mayor parte de la tercera sección («El estado») de la tercera parte («Vida ética>~) de La filosofía del Derecho de Hegel. Los parágrafos que se ana­lizan están numerados del 261 al 313 en el texto de Hegel. Lo que produce una extrañeza más inmediata en el ensayo es que la primera parte del mismo (desde el principio hasta como mínimo los comentarios sobre el parágrafo 27 4) es más una crítica de la lógica dialéctica de Hegel que una crítica directa de sus ideas sobre el estado.

La lógica de Hegel, dice Marx, es un «misticismo lógico», una mística de la razón.22 A primera vista, esta afirmación podría parecer una anticipación de las famosas tesis de Dilthey de 1905 sobre la teología de juventud de Hegel, que le presentan como un filósofo esencialmente vitalista y romántico. Pero en realidad las dos posturas son totalmente distintas. Dilthey ve el misticismo de Hegel como una mística del sentimiento, por lo que su visión es radicalmente opuesta a la idea tradicional que considera a Hegel como el racionalista pan-lógico. Por otra parte, Marx percibe el misticismo como concerniente a la razón, y que se deriva de la lógica de Hegel que todo lo penetra -es decir, que se deriva del hecho de que para Hegel la razón no es pensamiento humano sino la Totalidad de las cosas, el Absoluto, y posee ( consecuen­temente) un carácter dual e indistinto que une los mundos del sentido y de la razón.

En otras palabras, lo que más atrae la crítica de Marx es la creencia de Hegel en la identidad de ser y pensamiento, o de lo real y lo racional. Esta identificación implica una doble inversión o tambio, dice Marx. Por una parte el ser es reducido al pensa­miento, lo finito a lo infinito: los hechos empíricos, reales, son

22. Crítica de la filosofía del Estado de Hegel, Grijalbo, México, 1968, pág. 12.

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transcendidos y se niega que tengan una realidad genuina. El reino de la verdad empírica se transforma en un momento interno de la Idea. Por ello, el objeto particular, finito, no se considera que es lo que es, sino que se considera en y como su opuesto (lo universal, el pensamiento): se considera que es lo que no es. Esta es la primera inversión: el ser no es ser sino pensamiento. Por otra parte, la razón -que contiene en su interior a su opuesto y que es una única totalidad- se convierte en una realidad abso­luta, autosufidente. Para poder existir, esta realidad debe trans­formarse a sí misma en objetos reales, debe (segunda inversión) asumir una forma particular y corpórea. Marx acusa a Hegel de substantivizar la abstracción en su «Idea», y por tanto de caer en un nuevo «realismo de los universales».

Hegel invierte la relación entre sujeto y predicado. Lo <<Uni­versal» o concepto, que podría expresar el predicado de algún objeto real y por tanto ser una categoría o función de este objeto, queda transformado, en cambio, en una entidad que existe por derecho propio. En contraste, el sujeto real, el subjectum del jui­cio (el mundo empírico existente), se convierte para él en una manifestación de la encarnación de la Idea -en otras palabras, un predicado del predicado, un simple medio por el cual la Idea se reviste de realidad-. En sus notas sobre el parágrafo 279 de Hegel, Marx dice:

Hegel adjudica una existencia independiente a los pre~ dicados, a los objetos, pero separándolos de su verdadera independencia, de su sujeto. El sujeto real aparece después, como resultado, en tanto que hay que partir del sujeto real y considerar su objetivación. La sustancia mística llega a ser, pues, sujeto real, y el sujeto real aparece como distin­to, como un momento de la sustancia mística. Precisamente porque Hegel patte de los predicados de la determinación general en lugar de partir del ser real (sujeto), y como nece­sita, sin embargo, un soporte para esas determinaciones, la idea mística viene a ser el soporte.23

23. Crítica ... o p. cit., pág. 33.

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Como el uso marxiano de un término griego sugiere, esta · crítica es similar en cierto sentido a la crítica de Aristóteles a· Platón. Así por ejemplo, escribe Aristóteles:

Un material difiere de una materia sujeto en que no es una cosa concreta; en el caso de un atributo predicado de una materia sujeto, por ejemplo, de un hombre, cuerpo y alma, el atributo es «musical» o «blanco»; y la materia su­jeto del atributo no se llama «música» sino músico, y el hombre no es un «blanco», sino un hombre blanco ... En todas partes ésta es la relación entre sujeto y predicado, el sujeto final es el ser principaJ.24

En los Manuscritos económicos y filosóficos Marx reformula esta crítica y dice que la filosofía de Hegel adolece del doble defecto de ser al mismo tiempo «positivismo acrítico y acrítico idealismo».25 Es idealismo acrítico porque Hegel niega el mundo empírico, sensible, y sólo conoce la auténtica realidad en la abs­tracción, en la Idea. Y es positivismo acrítico porque al final Hegel tiene que acabar restaurando el mundo-objeto empírico negado originalmente: la Idea no tiene ya ninguna otra encar­nación terrena o posible sentido. Por ello, no se trata simplemente · de que Hegel sea demasiado abstracto, sino también de que su filosofía está repleta de elementos empíricos poco elaborados y poco explicados, insertos en la misma subrepticiamente. Este contenido concreto es en primer lugar eludido y «trascendido», y más tarde reintroducido de forma secreta, disimulada, sin auténtica crítica.

Su significado puede verse a lo largo de la argumentación de La filosofía del Derecho, y en particular en su tratamiento del estado. En este último, Hegel debe tratar de unas cuantas insti­tuciones determinadas históricamente en alto grado, tales como la monarquía hereditaria, la burocracia, la Cámara de los Pares,

24. Aristóteles, Metafísica. 25. Manuscritos económicos y filosóficos, Alianza, Madrid, 1972,

4.• ed. pág. 18.

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la primogenitura, etc. Su tarea podría haber sido explicar estas instituciones -investigar en la historia sus causa~, descubrir si seguían teniendo una raison d' étre y demostrar de qué manera se corresponden con las reales necesidades de la vida moderna y son algo más que vacías supervivencias del pasado. Pero lo que en realidad hace es algo muy distinto. No pone de relieve lo racional de estas instituciones usando conceptos históricos y científicos, conceptos con alguna relación con los objetos en cuestión; por el contrario, parte de una Idea que es nada menos que el propio Lagos divino, el espíritu-dios de la religión cristiana. Dado que esta Idea es el presupuesto de todo lo que existe, pero no puede presuponer nada fuera de sí misma, se deduce que el proceso lógico deductivo debe ser el de creador de objetos. Hegel debe conjurar, en resumen, lo finito fuera de lo infinito. Pero ya que como dice Marx en su comentario al parágrafo 269, «no existe un puente que permita pasar de la idea general del organismo a la idea determinada del organismo del estado o de la constitución política» (y nunca se podrá instalar semejante puente), todo lo que Hegel puede hacer en realidad es pasar de nuevo de contra­bando el mundo real, bajo mano.Z6

El resultado no es una explicación histórica o científica de las instituciones del estado prusiano, sino una apología de las mismas. Dichas instituciones emanan directamente de la Idea o Espíritu divino, son su prolongación terrena o real, productos de la Razón, por tanto, que acaban teniendo una realidad indepen­dientemente por su nacionalidad propia. Como Marx afirma en su comentario del argumento de Hegel sobre la monarquía, el resultado es «que con falta de sentido crítico, una existencia em­pírica es tomada por la verdad real de la idea: puesto que no se trata de referir la existencia empírica a su verdad, sino de refe­rir la verdad a una existencia empírica; de este modo, la pri­mera que se presenta es desarrollada como un momento real de la idea».27 Hegel afirma que las instituciones del estado prusiano

26. Crítica, op. cit., pág. 22. 7,7. Crítica, op. cit., pág. 54,

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son gesta Dei, la autorrealización de Dios en el mundo. La monar­quía hereditaria, el estado burocrático, los lores que se sientan en la Cámara de los Pares por derecho de primogenitura: todo ello reaparece en su argumentación no como realidades históricas de este mundo, sino como encarnaciones de la voluntad de Dios sobre la tierra.

Según Hegel, el estado se basa en Dios. Está fundado sobre la religión (la cual «tiene absoluta verdad como su contenido»). Sin embargo, «sÍ la religión es, en este sentido, el fundamento que incluye el reino de la ética en general, y la naturaleza funda­mental del estado -la voluntad divina- en particular, sólo es al mif.mo tiempo un fundamento». Mientras la religión contiene a Dios en las profundidades del sentimiento, «El estado es .la voluntad divina, en el sentido de que es mente presente sobre la tierra, desarrollándose a sí misma hasta convertirse en la forma real y la organización del mundc».28

Para Marx, el carácter apologético y conservador de la filo­sofía de Hegel no debe ser explicado por factores externos a su pensamiento (su compromiso personal con la autoridad, etc.), como habían intentado explicarlo los Jóvenes Hegelianos, sino que surge de la lógica interna de su filosofía. Esta «transfiguración del estado de cosas existente» que Marx adscribe a la dialéctica de Hegel en el Postfacio a la segunda edición de El Capital queda explicada por la manera en que Hegel hace primero de la Idea una substancia y para mostrar luego la realidad como la simple manifestación de aquélla. Los dos procesos están estrechamente relacionados. Como dice en los Manuscritos, el «positivismo acríti­co» de las consecuencias es la otra cara inevitable del «idealismo acrítico» que se encuentra en las premisas. En la Crítica Marx habla acerca de «esa conversión necesaria del empirismo en especu-

28. Hegel, Philosophy of Right [traducción inglesa], Londres, T. M. Knox, 7942, pág. 166.

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ladón y de la especulación en empirismo».29 Las fórmulas son casi las mismas, y todas se refieren a la mistificación de base de la inversión sujeto-predicado. El pasaje del Capital afirma que Hegel transforma el pensamiento en un «sujeto independiente» deno­minado «la Idea»; después de lo cual lo real, es decir, el mundo empírico, que es el sujeto verdadero, se convierte en «la forma fenoménica externa de la Idea» en un atributo o predicado de este predicado entificado. En 1843, 1844, y, nuevamente, en 1873, el argumento de Marx sigue siendo substancialmente el mismo.

A continuación es necesario decir algo acerca de la influen­cia de Feuerbach en la Crítica. Es innegable que ejerció alguna influencia sobre Marx. Por ejemplo, la frase que Marx emplea para definir a la filosofía de Hegel como «misticismo lógico» procede seguramente de una descripción análoga de Feuerbach al respecto en 1839 como «una mística de la razón». Lo mismo puede decirse de la idea de Marx acerca de la inversión sujeto­predicado hegeliana. Del mismo modo, en Das Wesen des Chrísten­tums (La esencia del cristianismo, 1841) encontramos esa misma idea, implícitamente formulada en Vorlaufige Thesen zur Reform der Philosophie (Tesis provisionales para una reforma de la filo­sofía, 1842). En marzo de 1843 Marx escribió a Ruge diciéndole que había leído este libro y que estaba de acuerdo con el mismo en su totalidad, excepto en la exagerada importancia que concedía a los problemas de la filosofía natural a expensas de la historia y de la política. «En Hegel» escribió Feuerbach, «el pensamiento es ser; el pensamiento es el sujeto, el ser el predicado», mientras que, por el contrario, «la verdadera relación del pensamiento con el ser sólo puede ser la siguiente: el ser es el sujeto, el pensa­miento el predicado».30

Pero en sí misma esta influencia significa muy poco. Feuer­bach es en general un pensador de segunda fila comparado con Hegel. A pesar de todo, en el período 1839-43 alcanzó una cum­bre de logro personal (a la que pronto siguió el declive) que le

29. Crítica, op. cit., pág. 52. 30. L. Feuerbach, Siimtliche Werke, II, pág. 195 y págs. 238-9.

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confirió un lugar significativo en la crítica y disolución del hegelianismo en Alemania, y por tanto en la formación del pensa­miento de Marx. Su influencia en la Crítica no debe ser utilizada como un argumento pata subvalorar esta obra. Los estudiosos marxistas que han elegido esta táctica estaban intentando en rea­lidad evitar el todavía espinoso problema de reconciliar la inter­pretación engelsiana de Hegel con la de Marx. Y a hemos señalado antes cómo este último introduce en el Capital la tesis de la inversión sujeto-predicado. En el mismo lugar, Marx recuerda sus estudios juveniles de 1843 y el hecho de que «hace cerca de treinta años, en una época en que todavía estaba de moda aque­Ila filosofía, tuve ya ocasión de criticar todo lo que había de mis­tificación en la dialéctica hegeliana».31

El problema de la influencia de Feuerbach es más complicado de lo que parece a primc:-ra vista. Della Volpe, por ejemplo, insiste en el hecho de que la crítica feuerbachiana (a diferencia de la de Marx) se limita a censurar a Hegel con «vacío formalismo». Evi­dentemente, Feuerbach era incapaz de captar con toda claridad la necesaria relación entre el «idealismo acrítico» de las premisas · de Hegel y el «positivismo acrítico» de sus conclusiones. Desde este punto de vista, las limitaciones de Feuerbach son muy pare- · ciclas a las de Kant que censuraba por «vacía abstracción» a Leibnitz en la Crítica de la razón pura.

Pero al tratar de disociar a Marx de Feuerbach tan rotunda­mente, Delia Volpe se vuelve probablemente demasiado severo con este último. La crítica de Marx a Hegel es, sin lugar a dudas •. y a mucha distancia, la más clarividente. A pesar de ello, también · Feuerbach tiene sus momentos de acierto. Por ejemplo, en 1841 vio perfectamente la relación que existía entre el idealismo y el positivismo acrítico de Hegel cuando escribió: en Uber den Anfang der Philosophie (En el inicio de la filosofía): «La filo­sofía que empieza con un pensamiento sin realidad termina nece­sariamente con una realidad sin pensamiento»/2 es decir,

31. K. Marx, El Capital, Vol. I, FCE., México, 1974, 6.• ed. na XXIII.

32. Feuerbach, op. cit., pág. 208.

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tamizada ni críticamente examinada por la mente. No sería difícil encontrar otras observaciones igualmente explícitas en sus escritos del período 1842-3.

A pesar de todo, la cuestión del grado de influencia de Feuer­bach en la Crítica sigue siendo claramente marginal. Los escritores que han puesto gran énfasis en ello no han hecho sino poner de relieve su propia ingenuidad. Si el tema de la inversión sujeto­predicado o ser-pensamiento se encuentra en Feuerbach, esto no significa, desde luego, que sea un invento suyo, o que de algún modo sea peculiar de su pensamiento. De hecho, se trata de uno de los temas más profundos y antiguos de la historia de la filo­sofía, y aparece constantemente en el debate entre idealismo y materialismo. Por ejemplo, della Volpe puede relacionar acerta­damente la crítica de Marx a Hegel con la crítica de Aristóteles a Platón y el ataque de Galileo a los defensores de la física aris­totélica-escolástica. Además, en ciertos puntos de la Crítica de la razón pura, cuando Kant se aplica a destruir la vieja ontología (por ejemplo, en la «Nota sobre la antifibología de los conceptos de la reflexiÓn>>) es posible también encontrar una crítica de los <<Universales reales». Por tanto, la única contribución específica que puede decirse que Feuerbach ha hecho es la reaplicación de un aspecto de esta tradición en un contexto nuevo, la manera en que lo aplicó al hegelianismo.

Creo que el elemento vital de esta incómoda cuestión -la espada que corta el nudo gordiano- debe buscarse en otro lugar. La importancia real de la primera crítica de Marx a Hegel reside en la clave que nos da para entender la crítica de Marx al método de la economía burguesa (y éste es el motivo por el cual lo recuer­da y reconfirma después de haber escrito El Capital). En el capí­tu1o 2 de La miseria de la filosofía (1847), «La metafísica de la Economía política», esta conexión queda perfectamente al descu­bierto. «Las categorías económicas sólo son las expresiones teóri­cas, las abstracciones de las relaciones sociales de producción», dice Marx. Mientras Proudhon, por otra parte, «tomando las cosas por los pies como un verdadero filósofo, ve en las relaciones reales nada más que encarnaciones de estos principios». Y conti-

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núa diciendo en este mismo sentido, «Lo que Hegel hizo para el ,. '. caso de la religión, la ley, etc., Monsieur Proudhon intenta hacer-lo con la economía política.» En primer lugar, por medio de la abstracción reduce «la substancia de cada cosa» a meras «categorías lógicas»; después de haber hipostasiado estas abstracciones en substancias, no es difícil desandar sus pasos y presentar las rela­ciones históricas reales como la objetivación, la cosificación y otras categorías. Marx concluye:

A fuerza de abstraer de este modo de todo sujeto todos los pretendidcs accidentes, animados o inanimados, hombres o cosas, tenemos razón si decimos que en última abstrac­ción se llega a tener como substancia las categorías lógicas. Así pues, los metafísicos que, al hacer estas abstracciones, se imaginan hacer análisis y que, a medida que se separan cada vez más de los objetos, se imaginan acercarse hasta el punto de penetrarlos, estos metafísicos tienen toda la razón cuando dicen que las cosas de aquí abajo son bordados, cu­yas categorías lógicas forman el cañamazo. Esto es lo que distingue al filósofo del cristiano. El cristiano sólo posee una encarnación del Lagos, a pesar de la lógica; el filósofo nunca acaba con las encarnaciones.33

Está tan atrasado el estudio de la obra de Marx en aspectos como éste, que la conexión entre su crítica a Hegel y su crítica de los métodos de la economía política se considera normalmente li­mitado a este caso concreto, o sea, a la singular coincidencia de temas que la obra de Proudhon le brindó. Pero de hecho, como Maurice Dobb señaló en el Capítulo 5 de su Economía política y capitalismo ( 19 3 7 ), su significado es mucho más amplio. «Para hacer abstracción de ciertos elementos en una situación concreta», escribe, «hay, en general, dos posibles caminos». El primero es el que «se puede hacer una abstracción excluyendo ciertos ele-

33. K. Marx, Misere de la pbilosopbe, Capítulo II, «Primera» y «Se­gunda» observaciones, 10/18, París.

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mentas de una situación real, ya porque sean los más variables o porque cuantitativamente sean de menor importancia para deter­minar el curso de los acontecimientos. Dejarlos de tomar en con­sideración convierte el resultado en una imperfecta aproximación a la realidHd; pero con todo, resulta una guía mucho más segura de lo que sería si los factores más importantes hubiesen sido omitidos y sólo se hubiesen tomado en consideración los menos destacados». El segundo es el camino que basa la abstracción «no en una prueba de hecho respecto a las características que son esenciales y las que no lo son en una situación, sino simplemente en el procedimiento formal para combinar las propiedades comu­nes a una variedad heterogénea de situaciones y construir la abs­tracción por analogía».34

Lo que caracteriza este segundo método (con sus abstraccio­nes indeterminadas o genéricas si las comparamos con las abstrac­ciones determinadas y específicas del primero) es, como dice Dobb que «en todos esos sistemas abstractos, existe el serio pe­ligro de atribuir existencia real a los conceptos de uno mismo», que es de «considerar las relaciones postuladas como las deter­minantes en cualquier situación real» y con ello correr el grave riesgo de «introducir, sin advertirlo, supuestos puramente imagi­narios» e interpolar subrepticiamente todas las características concretas y particulares descartadas en primer lugar. Continúa diciendo:

Con demasiada frecuencia las propos1oones derivadas de este modo de abstracción tienen, cuanto más, un escaso significado formal... Pero aquellos que usan esas proposi­ciones deduciendo de ellas algunos corolarios, rara vez per­ciben esta limitación y al aplicarlas como «leyes» del mundo real, invariablemente deducen de ellas más consecuencias de las que su falta de contenido real permite deducir.

34. M. Dobb, Economía política y capitalismo, FCE, México, 1966, 3: ed., págs. 91-2.

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El parecido con el argumento de Marx en la Crítica difícil­mente podría llegar a ser más exacto. Dobb observa cómo para algunos economistas las abstracciones son independientes de toda referencia a la realidad, y entonces son hípostasíadas en «leyes»

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válidas para todas las situaciones, por heterogéneas y dispares que puedan ser. Subsiguientemente, los mismos economistas tra­tan de extraer substancia de sus «leyes», se ven obligados a pre­sentar «sin darse cuenta», bajo mano, cualquier contenido concreto que requiera su postura.

Finalmente, después de referirse a los primeros escritos de Marx, Dobb concluye:

Los ejemplos citados por Marx fueron tomados, princi­palmente, de los conceptos de la religión y de la filosofía idealista ... En el campo del pensamiento económico (donde menos pudiera sospecharse a primera vista) no es difícil descubrir una tendencia paralela. Podría pensarse que sin grave daño puede hacerse abstracción de ciertos aspectos de las relaciones de cambio con objeto de analizarlas aisla­damente de las relaciones sociales de producción. Pero lo que de hecho ocurre es que, una vez hecha la abstracción, se le da una existencia independiente como si representase la esencia misma de la realidad, y no una simple faceta contingente de ella. Se atribuye realidad a los conceptos y la abstracción adquiere, para usar la frase de Marx, un carácter fetichista. Aquí parece estar el peligro fundamen­tal de este método y el secreto de las confusiones en que se ha enredado el pensamiento económico moderno.35

Pero no sólo en La miseria de la filosofía y en otros primeros escritos emplea Marx la crítica tan hábilmente reconstruida aquí ' por Dobb. No es menos central el análisis de Marx del método de la economía política en sus obras de madurez. Lo que hacen los economistas, dice Marx, es sustituir las específicas institucio-

35. Ibid., págs. 93-4.

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nes y procesos de la economía moderna por genéricas o universa­les categorías supuestamente válidas para todos los tiempos y luga­res; entonces lo primero pasa a ser considerado como realizacio­nes, encarnaciones de los últimos. Sus reflexiones sobre el con­cepto de «producción» en el primer parágrafo de la introducción de 1857 a los Grundrisse son muy interesantes en esta conexión. En cualquier análisis científico del modo de producción capitalis­ta, Marx afirma:

Las determinaciones que valen para la producción en general deben precisamente ser separadas, a fin de que no se pierda de vista la diferencia esencial en razón de la uni­dad, la cual se desprende ya del hecho de que el sujeto, la humanidad y el objeto, la naturaleza, son los mismos. En este olvido reside toda la sabiduría de los modernos eco­nomistas políticos que demuestran la eternidad y armonía de las condiciones sociales existentes; que exponen, por ejem­plo, que ninguna producción es posible sin un medio de pro­ducción, aunque fuera la mano; sin trabajo pasado, acumu­lado, aunque este trabajo fuese solamente la destreza que el ejercicio repetido ha desarrollado y concentrado en la mano el salvaje. El capital, entre otras cosas, es también un instrumento de trabajo, es trabajo pasado, objetivado. Luego el capital es una relación natural, general, puesto que separó precisamente lo que es específico y lo que del «medio de producción», del «trabajo acumulado», hace capital.

Por ejemplo, continúa Marx, John Stuart Mili presenta la producción «a diferencia de la distribución, como regida por leyes naturales eternas, independientes de la historia; y con este motivo se insinúan disimuladamente relar.iones burguesas como leyes na­turales, inmutables de la sociedad in abstracto». Y ésta es real­mente, concluye, «la finalidad más o menos consciente de todo el procedimiento».36

36. K. Marx. Introducción de 1857 en Contribución a la crítica de la economía política, Alberto Corazón, Madrid, 1970, págs. 249/250, 251/2.

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En otras palabras, la unidad lógica substituye a la diferencia real, lo universal reemplaza lo particular, la categoría eterna sus­tituye a lo históricamente concreto. Después de lo cual -como el «objetivo más o menos consciente» de la operación-, lo con­creto queda disfrazado como una consecuencia y una encarnación triunfante de lo universal. Tanto El Capital como las Teorías de la plusvalía desarrollan bastante esta crítica. Por ejemplo, los economistas identifican el trabajo asalariado con el trabajo en general, y con ello reducen la forma específica concreta del trabajo productivo moderno a «trabajo» puro y simple, del modo como este término es definido en cualquier diccionario. El resultado es -dado que el «trabajo» en general es, en palabras de Marx, «la condición universal para la interacción metabólica (Stoffwech­sel) entre el hombre y la naturaleza, la eterna condición impues­ta por la naturaleza a la existencia del hombre», que la luz de eternidad viene para ser arrojada sobre la figura histórica con­creta del trabajador asalariado.37 O también los economistas redu­cen el capital a un mero «instrumento de producción» entre otros, con el resultado de que (dado que la producción es claramente impensable sin instrumentos y herramientas de trabajo) la produc­ción se hace también inconcebible sin la presencia del capital.

Nos ocuparía demasiado espacio seguir desarrollando este tema ahora. Quizás las más sugestivas aplicaciones de este método crítico puedan encontrarse en las Teorías de la plusvalía de Marx (la sección sobre las crisis económicas en la Parte II, y la sección sobre James Mill en la Parte III). Vamos a seguir ahora con el examen del resto de la Crítica.

III

Después de la crítica a la dialéctica hegeliana, el siguiente

37. El Capital, Vol. I, pág. 130.

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J gran tema que Marx aborda es el del estado representativo mo­derno. Como veremos, sus opiniones son substancialmente las mis­mas que expresa en La cuestión judía y Contribucian a la crítica de la filosofía del Derecho de Hegel. Introducción, ambas obras publicadas en los Deutsch-Franzosische Jahrbürcher en febrero de 1844, y escritas poco después de la Crítica.

Esta parte de la obra de Marx muestra también sus profun­das diferencias con respecto a la postura de los hegelianos de izquierda, e incluso de los más radicales componentes de la misma. Es cierto que Ruge había publicado una sobresaliente crítica del pensamiento político de Hegel bajo el título «La filosofía del dere­cho hegeliana y la política de nuestro tiempo» en los Deutsche ]ahrbürcher en agosto de 1842. Y en este artículo hablaba acerca de la «transfiguración» hegeliana de las instituciones empírica­mente dadas del estado prusiano en momentos del Absoluto. Sin embargo, el principal peso de su argumentación residía en el «compromiso» personal y diplomático de Hegel, compromiso que le habría convertido, contra sus propios principios auténticos, en el teórico de la Restauración. La opinión de Marx al respecto (como hemos señalado antes) era completamente distinta.

Evidentemente, Marx sabía muy bien que el estado que Hegel describía era muy distinto de la forma clásica del moderno estado representativo surgido de Ja Revolución Francesa. La filosofía del Derecho está llena de reminiscencias feudales derivadas de la si­tuación de Prusia en aquellos tiempos. Por ejemplo -como Marx nunca se cansa de repetir- Hegel tendía constantemente a con­fundir las clases sociales modernas con los «órdenes» o «estamen­tos» de la sociedad feudal: los primeros son de naturaleza so­cioeconómica mientras que los últimos son también de naturaleza política. En la sociedad moderna, la desigualdad económica acom­paña la igualdad política y jurídica, mientras que bajo el feudalismo el señor feudal era también soberano político, y el agricultor era un sujeto, es decir, la desigualdad reinaba en todas las esfe­ras entre el privilegiado y sus siervos. Hegel también quería con-

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servar las corporaciones medievales (o gremios), reconocía la pri­mogenitura, etc.38

Con todo, a pesar de estos sorprendentes rasgos preburgueses o antiburgueses del pensamiento de Hegel, Marx no lo considera como el teórico de la Restauración posterior a 1815, sino que más bien lo considera el teórico del moderno Estado represen­tativo. La filosofía hegeliana de la ley y del Estado no refleja el atraso histórico de Alemania sino que -por el contrario- expre­sa la aspiración ideal de Alemania a escapar de este atraso. Es aquí y sólo aquí (en el plano de la filosofía más que en el de la realidad) donde Alemania consigue ser contemporánea de Francia e Inglaterra y situarse al lado del «mundo avanzado».

En la Contribución a la crítica de la filosofía del Derecho de Hegel. Introducción, Marx escribe:

Los alemanes hemos vivido nuestra historia futura en pensamiento, en la filosofía ... La filosofía alemana es la prolongación ideal de la historia alemana. Por ello, cuando criticamos las oeuvres posthumes de nuestra historia ideal, es decir, la filosofía, en lugar de las oeuvres incompletes de nuestra historia real, nuestra crítica permanece en el centro de los problemas de los cuales la época presente dice: That is the question. Lo que para las naciones avanzadas es una lucha práctica con las condiciones políticas modernas, para Alemania, donde estas condiciones no existen todavía, es una lucha crítica con el reflejo filosófico de las condiciones.39

De ello se desprende que el propósito de Marx al criticar la filosofía de Hegel no es el de ayudar a crear en Alemania las condiciones políticas ya existentes en Francia e Inglaterra,

38. Tanto en Prusia como en Inglaterra la «primogenitura» era la ley de la herencia de la tierra que permitía el establecimiento de todos los privilegios sobre el hijo mayor, y no la división entre todos los hijos. Era esencial para el mantenimiento del poder de la clase terrateniente.

39. Crítica de la filosofía del Derecho de Hegel. Introducción. Ediciones Nuevas, Buenos Aires, 1965, pág. 23.

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sino más bien cnucar estas mismas condiciones, demoliendo la estructura filosófica que las expresa. Esta interpretación de Hegel como el teórico de las instituciones representativas modernas no es importante sólo por la luz que arroja sobre las intenciones de Marx en 1843, sino que es más importante todavía porque cons­tituye el único punto de vista que nos permite penetrar hasta el núcleo de la problemática hegeliana.40 Hegel tendía, como hemos señalado repetidas veces, a contaminar las modernas institucio­nes con ideas y formas sociales preburguesas. Pero esto no debe ser considerado como un síntoma de inmadurez o de incapacidad para captar los problemas de la sociedad moderna. Por el con­trario, lo que pone de manifiesto es una percepción extremada­mente aguda de estos problemas, y ]a urgente necesidad de encon­trar remedios que los corrijan.

En otras palabras, el tema central de La filosofía del Derecho es el descubrimiento de Hegel de que la «sociedad civil» moder­na, tal como está dominada por el individualismo competitivo, representa una especie de bellum omnium contra omnes.41 Es des­garrada y lacerada por los más profundos antagonismos y contra­dicciones. El relato que de ello hace Hegel no puede dejar nin­guna duda sobre este punto en la mente del lector. En la sociedad civil moderna reina el poder de1 egoísmo, al lado de una interde­pendencia cada vez mayor:

La particularidad por sí misma, dando rienda suelta en todas direcciones para satisfacer sus necesidades, sus capri­chos accidentales y sus deseos subjetivos, se destruye a sí misma ... en este proceso de gratificación. Al mismo tiem­po ... está en total dependencia con el capricho y los acci­dentes externos, y queda sujeta al poder de la universa-

40. Una crítica similar a Hegel, desde otro punto de vista, está for­mulada en la introducción de Z. A. Pelczynski a Escritos políticos de Hegel: Hegel es considerado como el protagonista de la «reforma radical, racional, desde arriba».

41. La frase se encuentr1 en Hobbes, Leviathan, Parte I, capítulo 4, 1651.

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lidad. En estos contrastes y en su complejidad, la sociedad civil se nos presenta como un espectáculo de extravagancia y ; necesidad, ·así como de degeneración física y ética, . común a ambas.42

Precisamente porque la visión de Hegel del carácter dietario y autodestructivo de la sociedad moderna es tan trató con tanta tenacidad de resucitar y adaptar a las '-V''u''-'v""'" modernas algunos aspectos del orden feudal «orgánico» que davía sobrevivía en la Prusia de aquel tiempo. Hegel ... v.u~,.u-.. .... las instituciones más orgánicas como un medio elemental de pensación del individualismo recién impuesto en la sociedad guesa: aquellas instituciones (los gremios, etc.) deberían también la sociedad y conseguir una reconciliación básica de intereses privados entre sí. Con ello prepararían el camino una unidad más profunda que el estado llevaría a cabo entre las' esferas privadas y públicas.

El objetivo principal del trabajo de Hegel consiste en explicar cómo, sobre esta base, el estado puede vencer las graves contra- · dicciones de la «sociedad civil». La tarea del estado moderno, en este sentido, debe ser la de restaurar la ética y la totalidad orgánica de la antigua polis -en la que el individuo estaba pro­fundamente «integrado» en la comunidad -y hacerlo sin sacri­ficar el principio de libertad subjetiva (categoría desconocida por los antiguos griegos y que aparece por primera vez con la Re­forma, en el siglo XVI). La ambición de Hegel es encontrar una nueva unidad que recomponga los fragmentos de la sociedad mo­derna. Esta fragmentación asume una forma dual. Por una parte, es la separación de los intereses privados entre sí; por la otra, el interés privado de cada uno se enfrenta constantemente con el interés de todos los demás, de tal forma que se produce una sepa­ración general entre intereses privados y «el interés público». Existen dos caras del mismo problema. Las divisiones internas del orden social aparecen finalmente como una división entre «so­ciedad civil» y «sociedad política», o entre sociedad y estado.

42. Knox, págs. 122-3.

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Puede ayudar al lector a apreciar esta distinción si nos remon­tamos hasta el Second Treatise of Civil Gouvernment (1690) de John Locke. En este libro Locke afirma que los conflictos mutuos de los intereses privados hacen necesario apelar a un «juez im­parcial», que se encuentra en la institución del «gobierno civil» (distinto de la «sociedad natural»). Pero este gobierno civil debe servir también para garantizar «la propiedad y la libertad» de los individuos privados, y con ello perpetuar la fragmentación de la sociedad económica subyacente, a la que Locke llama «sociedad natural», y a la que Hegel y Marx llaman die bürgerliche Gesell­schaft, sociedad civil o burguesa.

Obviamente, Hegel no está de acuerdo con Locke. Como dice Marx, «El punto realmente importante consiste en que Hegel ve una contradicción en la separación de la sociedad civil y de la sociedad política (es decir, el "gobierno civil" de Locke)».43 La filosofía del Derecho contiene un decidido ataque al tipo de con­tractualismo y de teoría del derecho natural de Locke. Hegel re­procha a esta tradición, por encima de todo, que considere el estado como un medio para un fin, el medio para garantizar los derechos privados. Desde el punto de vista de Hegel, no podía darse cuenta de que el estado (el «interés público», llamado más adecuadamente el universal), no era simplemente un medio, sino el fin.

A pesar de todo, la solución de Hegel no supera realmente la separación entre «sociedad civih> y «sociedad política». Su fórmula para reconciliar a ambas se inspiraba, evidentemente, en el método general que hemos mencionado antes. Convierte de nuevo lo universal en una substancia, en un sujeto suficiente en sí mismo, y hace de él el demiurgo de la realidad. Esto implica que para él, el movimiento no proviene de la familia y de la sociedad civil para encaminarse hacia el estado, sino que va desde el estado hacia la sociedad: procede de la Idea universal, que Hegel nos describe como poseyendo tres «momentos» internos principales (los tres poderes del estado): el poder monárquico,

4.3. Crítica, op. cit., págs. 94-5.

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5. - LA CUESTIÓN DE STALIN

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el poder de gobierno y el poder de legislación. Por tanto, todo lo que parece ser una condición necesaria del estado (como la familia y la sociedad civil) es en realidad un efecto o resultado de su autodesarrollo. En consecuencia, como dice Marx al prin­cipio de la Crítica, mientras «la familia y la sociedad civil son las precondiciones del Estado; son los verdaderos agentes ... en la filosofia especulativa sucede lo contrario. Cuando se sustantiviza la idea, los sujetos reales -la sociedad civil, la familia, "circuns­tancias, caprichos, etc."- son transformadas en momentos irreales, objetivos de la Idea con respecto a distintas cosas». En realidad la familia y la sociedad civil se erigen ellas mismas en estado. Marx continúa diciendo:

Son el elemento actuante. Según Hegel ellas son, por el contrario, actuadas por la idea real; no bs unen sus propias vidas y hace con ellas el Estado, sino que, por el contrario, la vida de la idea las ha hecho por sí misma ... esto es, que el Estado politico no puede existir sin la base natural de la familia y sin la base artificial de b sociedad civil; son para él una conditío sine qua non, pero la condición es formulada como siendo lo condicionado, lo determinante como siendo lo determinado, lo productor como siendo el producto de su producto.44

Volvemos ahora a la principal crítica metodológica que Marx hace a Hegel. Pero lo que es realmente original en la segunda parte de la Crítica es que, siguiendo su análisis de Hegel sobre estas coordenadas, Marx termina exponiendo un nivel del proble­ma radicalmente nuevo. La filosofía hegeliana está puesta del revés; invierte la realidad, convirtiendo los predicados en sujetos y los sujetos reales en predicados. Pero, ciertamente, añade Marx, la inversión no se origina en la misma filosofía de Hegel. La mistificación no se refiere en primer lugar al modo en filosofía refleja la realidad, sino en la misma realidad.

44. Ibid., pág. 15·6.

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En otras palabras, lo que está «invertido» no es simplemente la imagen de Hegel de la realidad, sino la misma realidad que trata de reflejar. «Esta ausencia de crítica, este misticismo es el enigma de las constituciones modernas ... tanto como el misterio de la fi­losofía hegeliana y en especial de la filosofía del derecho y de la religión», dice Marx. Y continúa: «Esta concepción es abstracta, es cierto, pero es la "abstracción" de1 estado político tal como Hegel mismo la desarrolla. Igualmente es atomística, pero es la atomística de la sociedad misma. La "concepción" no puede ser concreta cuando el objeto de la concepción es "abstracto".» Y por tanto, «No hay que hacerle un cargo a Hegel porque describe el ser del Estado moderno tal cual es, sino porque da por ser del estado lo que es».45 En otras palabras, describiendo el estado de cosas existente, tolera y repite su lógica invertida, en lugar de conseguir dominarla críticamente.

A partir de este enfoque se produce un análisis radicalmente nuevo. No basta con decir sólo que el concepto del estado que Hegel nos ofrece es una abstracción hipostasiada; ahora se trata ya de que el estado moderno, el estado político, es él mismo una abstracción hipostasiada; la separación del estado del cuerpo de la sociedad, o (como escribe Marx) «La abstracción del estado como tal sólo pertenece a los tiempos modernos ... La abstracción del estado político es un producto moderno».46

«Abstracción» significa en este caso sobre todo separación, enajenación. La tesis de Marx es que el estado político, el «es­tado como tal», es un producto moderno porque el fenómeno completo de la separación del estado de la sociedad (de la política con respecto a la económica, de lo «público» y lo «privado») es también moderna. En la antigua Grecia el estado y la comunidad estaban identificados en la polis; existía una unidad substancial entre pueblo y estado. El «interés común», «negocios públicos», et­cétera, coincidían con el contenido de las vidas reales de los ciu­dadanos, y los ciudadanos participaban directamente en las deci-

45. lbid., págs. 81, 99, 104. 46. ]bid., pág. 43.

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sioncs de la ciudad («democracia directa»). No había separac10n entre lo público y lo privado. En realidad, lo individual estaba tan integrado en la comunidad que el concepto de «libertad» en el moderno sentido de la palabra (la libertad del individualismo pri­vado) eta towlmente desconocido. El individuo era «libre» sólo en la medida en que era miembro de una comunidad libre. En los tiempos medievales existió todavía una menor separación entre estado y sociedad, entre la vida política y la económica. El espí­ritu medieval puede ser expresado, dice Marx, como el único en el que «las clases de la sociedad civil y las clases desde el punto de vista político eran idénticas, puesto que la sociedad civil era la sociedad política: puesto que el principio orgánico de la socie­dad civil era el principio del estado».47 La política estaba tan estrechamente vinculada a la estructura económica que las dis­tinciones socioeconómi.cas (siervo y señor) eran también distin­ciones políticas (sujeto y soberano). En la Edad Media, «el prin­cipado, la soberanía era ... una clase particular que tenía ciertos privilegios, peto que estaba no menos trabada por los privilegios de las otras clases.43 Por tanto, era imposible que pudiera produ­cirse una esfera separada de derechos «públicos» en aquel tiempo.

La situación moderna es profundamente distinta. En la «so­ciedad civil» moderna, el individuo aparece liberado de todos los lazos sociales. Ni está integrado en una comunidad de ciudadano<>, como en los tiempos antiguos, ni en una comunidad corporativa concreta (por ejemplo en un gremio), como en los tiempos me­dievales. En la «sociedad civil» -que tanto para Hegel como para Adam Smith y Ricardo era una «sociedad de mercado» de productores- los individuos están divididos entre sí y son inde­pendientes unos de otros. Bajo tales condiciones, cuando cada per­sona es independiente de las demás, el nexo real de dependencia mutua (el salto de unidad social) pasa a su vez a ser independiente de todos los individuos. Este interés común, o interés «univer­sal», se convierte también él en independiente de todas las partes

47. !bid., pág. 91. 48. Ibíd., pág. 91.

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interesadas y asume una existencia separada; y esta unidad social establecida en separación de sus miembros es, precisamente, el moderno estado hipostasiado.

El análisis incide en la simultaneidad de estas dos divisiones fundamentales: la enajenación de los individuos con respecto a los demás, o la privatícidad dentro de la sociedad, y la enajena­ción más general de lo público con respecto a lo privado, o del Estado con respecto a la sociedad. Los dos procesos requieren a los demás. Se explica en la Crítica, pero incluso con más claridad en La cuestión judía, que culminaron en la Revolución Francesa, revolución que sólo fue capaz de establecer la igualdad jurídica y política sobre la base de una nueva e incluso más profunda desigual­dad real. «La constitución del estado político, escribe Marx en La cuestión judía, y la disolución de la sociedad burguesa en los individuos independientes -cuya relación es el derecho, mientras que la relación entre los hombres de los estamentos y los gremios era el privilegio- se lleva a cabo en uno y el mismo acto.» 49

«Mediante un progreso en la historia», insiste en la Crítica, «las clases políticas han sido transformadas en clases sociales, de modo que los diferentes miembros del pueblo, como los cristianos, son iguales en el cielo de su mundo político y desiguales en la existencia terrestre de la sociedad.» La transformación fue acabada con la Revolución Francesa, la cual hizo «de las diferen­tes clases de la sociedad civil, simples diferencias sociales, dife­rencias de la vida privada, sin importancia en la vida política. La separación de la vida política y de la sociedad civil hallóse de este modo terminada».50

Cielo y tierra, la comunidad celestial y la terrestre: en la primera todos son iguales, en la segunda desiguales -en una todos unidos, en la otra todos extraños entre sí-. Así pues encon­tramos, ya formulada en la Crítica, la famosa antítesis central de La cuestión judía, el contraste entre «sociedad política» como co­munidad espiritual o celestial, y «sociedad civil», como sociedad

49. La cuestión judía, Coyoacán, Buenos Aires, 1969, pág. 157. 50. Crítica, op. cit., pág. 100.

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fragmentada en intereses privados que compiten entre sí. El momento de unidad o comunidad debe ser abstracto (el estado) porque en la realidad, en la sociedad fragmentada, un interés co­mún o general sólo puede aparecer por disociación con todos los intereses privados contendientes. Pero por otra parte, dado que el interés general resultante es de naturaleza formal y conse­guido mediante la abstracción de la realidad, la base y contenido de esta «sociedad política» sigue siendo inevitablemente sociedad civil con todas sus divisiones económicas. Por debajo de la so­ciedad abstracta (el estado) sigue persistiendo la enajenación real y la insociabilidad.

Tanto en la Crítica como en La cuestión judía encontramos este proceso de doble filo analizado en los términos que Marx utilizó antes para criticar la dialéctica hegeliana. Y en ambos análisis se nos conduce a presenciar un proceso que comprende «idealismo acrítico» operando al lado de un «positivismo igual­mente acrítico», un «espiritualismo abstracto» que forma pareja con un «vulgar materialismo».

El «idealismo acrítico» procede del hecho de que, para poder alcanzar la igualdad universal de un «interés común», la sociedad se ve obligada a abstraerse de sus divisiones reales y negar su valor y significadc. La sociedad civil, dice Marx, puede llegar a tener significado y eficacia políticos sólo si realiza un acto de «transubstanciación total», un acto mediante el cual «la sociedad civil debe desprenderse completamente de sí misma en tanto que es sociedad civil, como clase privada, y hacer valer una parte de su ser que no sólo nada tiene de común con la existencia civil real de su ser, sino que le es directamente opuesta».51 Por el contra­rio, el «materialismo vulgar» surge del hecho de que, debido precisamente a que se ha logrado el «interés general» olvidando o trascendiendo los intereses genuinos, estos últimos continúan persistiendo en su verdadero contenido -como la realidad econó­mica desigual ahora sancionada o legitimizada por el estado. Sólo

51. !bid., pág. 96.

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puede llegarse al resultado de que un hombre es igual a los otros hombres, que el hombre es un miembro de su especie y de la comunidad humana, si ignoramos al hombre como es en la socie­dad existente realmente y lo consideramos como un ciudadano de una comunidad etérea. Obtenemos el ciudadano sólo si hace­mos abstracción del bourgeois. La diferencia entre ambos, dice Marx en La cuestión judía, es «la diferencia entre el comerciante y el ciudadano, entre el jornalero y el ciudadano, entre el terra­teniente y el ciudadano, entre el individuo viviente y el ciudada­no». Por otra parte, una vez el burgués ha sido negado y con­vertido en ciudadano, el proceso recorre el otro camino: es decir, se descubre que «la vida política se declara como un simple medio cuyo fin es la vida de la sociedad burguesa». En realidad, «el estado político se comporta con respecto a la sociedad civil de un modo tan espiritualista como el cielo con respecto a la tierra. Se halla con respecto a ella en la misma contraposición y la supera del mismo modo que la religión supera la limitación del mundo profano, es decir, reconociéndola también de nuevo, restaurándola y dejándose necesariamente dominar por ella».52 El idealismo po­lítico del estado hipostasiado sólo sirve para asegurar y fijar el materialismo vulgar de la sociedad civil.

La Crítica avanza en el desarrollo del argumento de que el estado representativo moderno actúa como garantizador de la propiedad privada, haciendo referencia a una forma particular de propiedad: la propiedad de la tierra regulada por la ley de la primogenitura (que Hegel considera esencial al estado). La cuestión judía, por otra parte, considera este argumento en rela­ción con la propiedad privada en general (tanto la personal como la real) y la <~Declaración de los Derechos del Hombre» y los principales artículos de la constitución dictados durante la Revo­lución Francesa. Sin embargo, ambos textos llegan a la misma conclusión, o sea, que la constitución política de un estado repre­sentativo moderno es en realidad la «constitución de la propie­dad privada». Marx ve esta fórmula como el resumen de toda la

52. La cuestión judía, op. cit., págs. 139-140, 154.

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lógica invertida de la sociedad moderna. Significa que lo universal, el «interés general» de una comunidad en general, no sólo no une a los hombres entre sí en la práctica, sino que realmente santifica y legitima su desunión. En el nombre de un principio universal (el aspecto obligatorio de «ley» como expresión de una voluntad general o social) consagra la propiedad privada, o el derecho de los individuos a perseguir sus propios y exclusivos intereses, indepen­dientemente de, y a veces contra, la propia sociedad.

Por tanto, reina la paradoja: la voluntad general es invocada para conferir un valor absoluto al capricho individual; se invoca a la sociedad para convertir en sagrados e intangibles los intereses asociales; se defiende la causa de la igualdad entre los hombres, mientras la causa de desigualdad entre ellos (la propiedad privada) puede ser reconocida como fundamental y absoluta. Todo está cabeza abajo. Y, como subraya Marx en la sección de la Crítica en la que trata de la primogenitura, esta inversión se encuentra en la propia realidad, antes de que empiece a reflejarla la filo­sofía.

La fortuna privada independiente, es decir la fortuna privada abstracta, y la persona privada correspondiente, son la más elevada construcción del Estado político. La <<inde­pendencia» política es construida como la «propiedad pri­vada independiente» y la «persona de esta propiedad pri­vada independiente» ... La cualidad política del mayorazgo es la cualidad política de su bien hereditario; es una cualidad política inherente a ese bien hereditario. La cualidad política aparece, pues, igualmente aquí como propiedad de la pro­piedad de la tierra, como una cualidad que corresponde di­rectamente a la tierra (la naturaleza) puramente física ... La propiedad privada ha llegado a ser el su;eto de la voluntad y la voluntad no es más que el predicado de la propiedad privada. 53

53. Crítica, op. cit., págs. 125, 130, 132-3.

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De nuevo Marx vuelve a la forma de su ataque al método lógico de Hegel. Sin embargo, esta vez lo que expresa es la dominación real de la propiedad privada sobre la sociedad mo­derna. La propiedad puede ser una manifestación, un atributo del hombre, pero se convierte en el sujeto; el hombre puede ser el sujeto real, pero se convierte en la propiedad de la propiedad privada. Aquí encontramos la inversión sujeto-predicado y, simul­táneamente, la formulación con la cual Marx empieza a delinear el fenómeno del fetichismo o alienación. El lado social de los seres humanos aparece como ' . .ma característica o propiedad de las cosas; por otra parte, las cosas parecen estar dotadas con atribu­tos sociales o humanos. Este es, en embrión, el argumento que Marx desarrollará más tarde en el Capital al hablar del «fetichis­mo de la mercancía». En ambos sitios -el análisis del estado moderno y el análisis de la moderna producción de mercancías­no son sólo las teorías de Hegel o de los economistas las que están cabeza abajo, sino la propia realidad. En ambos casos Marx no se limita a criticar el «misticismo lógico» de Hegel o la «Divi­na Trinidad» de la economía política (capital, tierra y trabajo) sino que va más allá hasta explicar el fetichismo de pensamiento con referencia al fetichismo o misticismo construido en la realidad social. El Capital define las mercancías (que «a primera vista parecen objetos evidentes y triviales») como «objetos muy intrin­cados, llenos de sutilezas metafísicas y de resabios teológicos», y continúa utilizando frases tales como «el carácter místico de la mercancía» o «el misticismo del mundo de las mercancías, todo el encanto y el misterio que nimban los productos del trabajo ba­sados en la producción de mercancías». Marx pone de manifiesto que este «halo místico» no ha sido añadido por los intérpretes burgueses del «proceso social de vida, o lo que es lo mismo, del proceso, que por tanto aparece ante la economía política como lo que realmente es».54

Al hablar de la relación existente entre sociedad civil y so­ciedad política vimos cómo la sociedad debe «abstraerse de sí

54. El Capital, Vol. I, págs. 36, 37, 41, 44 (traducción modificada).

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misma», debe situarse al margen de sus divisiones reales para . alcanzar el plano de interés común o igualdad. Para tener un hombre igual a otros hombres, debe prescindirse de su existencia real en la sociedad. Expresiones como «la sociedad debe hacer abstracción de ella misma» pueden haber parecido metáforas al lec­tor. Pero lo que Marx tiene en mente es un }Jroceso de abstracción real, algo que realmente sucede en la propia realidad. O sea, un proceso totalmente análogo al que describe en El Capital como subyacente a la teoría del valor -el proceso por el cual el tra­bajo útil o concreto se transforma en una abstracción del «trabajo humano igual o abstracto», y el «valor de uso» es transformado en la abstracción «valor de cambio»-. Esta no es una operación generalizadora realizada por pensadores, sino algo que realmente ocurre dentro de la maquinaria del orden social. «Los hombres no relacionan entre sí los productos de su trabajo como valores», escribe al respecto, «porque estos objetos les parezcan envolturas simplemente materiales de un trabajo humano igual. Es al revés. Al equiparar unos con otros en el cambio, como valores, sus diver­sos productos, lo que hacen es equiparar entre sí sus diversos tra­bajos, como modalidades de trabajo humano. No lo saben, pero lo hacen».55 A la separación entre público y privado, entre socie­dad e individuo (analizadas en la Crítica) corresponde ahora la separación económica entre trabajo individual y trabajo social. El trabajo social también debe existir en su propio derecho, debe convertirse en «trabajo abstracto» enfrentado contra el trabajo concreto, individual. Este último se representa en el análisis eco­nómico de Marx por «valor de uso», y el primero por el obje­tivizado «valor» de las mercancías.

El proceso es siempre el mismo. Tanto si el argumento se re al fetichismo o a la alienación, o si se refiere a la lógica mis ficadora de Hegel, incide en la hipostatización, la reificación abstracciones, y la consiguiente inversión de sujeto y Un capítulo añadido a la primera edición del Capital mientras ba en imprentn, «Die Wertform» -revisado e incorporado, en

55. Ibid., pág. 39 (traducción modificada).

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siguientes ediciones, en el capítulo uno, como secc10n sobre «La forma del valor»- repite una vez más el argumento en su análisis sobre la relación del valor de las mercancías:

La relación y expresión de valor contenida en lo abs­tracto universal no es una propiedad de lo concreto, lo real sensible; por el contrario, lo real sensible es una mera hipóstasis o forma determinada de realización de lo abstrac­to universal. El trabajo del sastre, que se encuentra por ejemplo en el equivalente levita, no tiene, en la expresión de valor del vestido, la propiedad universal de ser también trabajo humano. Es precisamente todo lo contrario. Su esencia es ser trabajo humano, y el que sea trabajo de un sastre es una hipóstasis o forma determinada de realización de esta esencia. Este quid pro quo es inevitable, ya que el trabajo representado en el producto del trabajo sólo es valor creador en la medida en que no se diferencia del tra­bajo humano; así, el trabajo objetivado en el valor de un producto no puede distinguirse en absoluto del trabajo ob­jetivado en otro producto.

Y Marx concluye:

La inversión, mediante la cual lo concreto sensible sólo figura como una hipóstasis de lo universal abstracto, y no lo abstracto universal como una propiedad de lo concreto, caracteriza la expresión del valor. Al mismo tiempo, esta inversión hace muy difícil entender la expresión del valor. Si digo: al ley romana y la ley alemana son ambas siste­mas de ley, entonces digo algo obvio. Pero si digo: La ley, esta abstracción, se realiza en la ley romana y en la ley alemana, estos sistemas concretos de ley, entonces la rela­ción es místíca.56

56. K. Marx, «Die Wertform», en Marx-Engels, Kleine Okonomische Schriften, Berlín, 1955, pág. 271.

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El sentido de esta argt¡mentación difícilmente podría ser más evidente. Lo abstracto universal que debería ser una cualidad o atributo del mundo concreto se convierte en el sujeto; mien­tras que el sujeto real, el mundo concreto, se convierte en una mera «forma fenomenológica» del primero. Esta es, también, la inversión de la que se habla de la filosofía de Hegel en el Postfacio a la edición de 1873 del Capital y la relación real inver­tida que determina el valor de cambio de las mercancías.

En este punto, la plena importancia de la Crítica de la filo­sofía del estado de Hegel se nos aparece en su totalidad. La crí­tica a Hegel en este trabajo es -como hemos visto-- la clave de las siguientes críticas de Marx a los economistas burgueses. No es menos importante para la comprensión de sus puntos de vista sobre el estado representativo moderno. Y es el preludio de todos sus estudios posteriores, hasta -e incluyendo- su fa­moso análisis del fetichismo de las mercancías y del capital. La cuestión que se plantea después de estas observaciones es obvia: dado que el marxismo contemporáneo ha subvalorado la Crítica sin hacerla objeto de una seria consideración, ¿cuál puede ser el nivel de comprensión de incluso las primeras páginas del Capital? O sea, de la sección sobre las formas del valor «relativo» y «equi­valente».

Desgraciadamente, es imposible seguir desarrollando ahora esta argumentación. Sin embargo, antes de pasar a considerar los Manuscritos económicos y filosóficos, no estará de más examinar una de las objeciones capciosas que se han hecho tradicional­mente a la Crítica. Al tiempo que se le acusa de estar sujeto a la influencia de Feuerbach, los críticos han insistido también a menudo en que, en la Crítica, Marx figura simplemente como un propagandista de la «democracia» política. Es totalmente cierto que en sus objeciones a la teoría de la monarquía de Hegel, Marx usa explícitamente este concepto. Escribe:

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Hegel parte del Estado y hace del hombre el Estado subjetivado; la democracia parte del hombre y hace del

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Estado el hombre objetivado. De igual modo que la reli­gión no crea al hombre, sino que el hombre crea la religión, la constitución no crea al pueblo, sino que el pueblo crea la constitución ... la democracia es la esencia de toda cons­titución política, el hombre socializado como constitución política particular;" es a las otras constituciones, como el género a sus especies .. Y

Los pocos estudiosos marxistas que han emprendido el es­tudio de la Crítica han interpretado estas frases de una forma algo extraña. Dado que el trabajo como un todo contiene una fuerte crítica de la separación entre «sociedad política» y «socie­dad civil» y plantea de forma inequívoca la relación entre el Es­tado representativo y la propiedad privada, es poco posible no llegar a percibir que Marx va mucho más allá de los límites intelectuales del constitucionalismo liberal. Auguste Cornu, por ejemplo, admite que «mediante su Crítica de la filosofía del esta­do de Hegel, que le ayudó a tener una idea clara de las relaciones existentes entre el estado político y la sociedad civil, Marx llegó a una nueva cosmovisión, que no correspondía ya a los intereses de clase de la burguesía, sino a los del proletariado».58

Incluso después de que sean reconocidos hechos como éstos, Cornu y otros críticos han intentado cambiar su opinión final, y concluyen diciendo que después de todo el Marx de la Crítica era simplemente un burgués radical. Cornu dice, en efecto: «Sin embargo, esta crítica no lleva a Marx al comunismo, sino a una concepción de la democracia todavía muy indeterminada», con el resultado de que das reformas que preconiza, como la aboli­ción de la monarquía y de la representación por clases políticas, o la introducción del sufragio universal, no son substancialmente distintas de las reformas que pretendía la democracia burguesa». La confusión es obvia. Cornu está repitiendo el viejo error -un error con profundos surcos en una determinada tradición mar-

57. Critica, op. cit., págs. 40-1. 58. A. Cornu, op. cit., pág. 433.

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xista- de confundir la «democracia» y la democracia burguesa como si fueran la misma cosa, y como si la última pudiera ser realmente identificada con la «democracia» tout court. Desde un punto de vista aparentemente opuesto, reitera la idea que se encuentra en todas las mentes de los intelectuales burgueses, o sea, que la «democracia» es un gobierno parlamentario, la divi­sión de poderes, la igualdad garantizada por el estado ante la ley, etc.

Marx utilizó realmente el término «democracia». Pero el sen­tido que le dio es totalmente el opuesto del que le atribuye Cornu. Para él, el sentido de la palabra es el que se encuentra en la tradición ilustrada, y como es utilizado por algunos líderes de la Revolución Francesa (Marx había estudiado la Revolución Francesa con gran intensidad antes de escribir la Crítica). Es el mismo sentido en que lo utilizan, por ejemplo, Montesquieu y, sobre todo, Rousseau cuando designa la comunidad orgánica tipi­ficada por los estado-ciudad de la Antigüedad (comunidades no divididas todavía en «sociedad civil» versus «sociedad política»). Y esto es tan cierto que Marx no sólo distingue entre «demo· erada» y «república política» (que es la «democracia en la forma abstracta del estado»), sino que subraya también que la demo­cracia en este sentido implica la desaparición del estado. Escribe: «Los franceses modernos han interpretado esto diciendo que en la verdadera democracia desaparece el estado político.» 59 En otras palabras, lo que realmente se entiende en este caso por democra­cia es lo mismo que, muchos años después, Marx redescubriría en las acciones de la Comuna de París, en 1871.

Donde Cornu imagina que Marx está pidiendo reformas bur­guesas como el sufragio universal, está formulando realmente un análisis crítico del parlamentarismo y del principio representativo moderno. Sobre el parágrafo 309 de Hegel hace el siguiente co­mentario:

Los delegados de la sociedad civil se constituyen en «asamblea» y sólo esta asamblea es la existencia política

59. Crítica, op. cit., pág. 52.

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real y la voluntad de la sociedad civil. La separac10n del Estado político y de la sociedad civil aparece como la sepa­ración de los delegados y de sus mandantes. La sociedad de­lega simplemente los elementos de su existencia política.

Y a continuación concluye:

La contradicción resulta doble: 1) Formal. Los delegados de la sociedad civil son una

sociedad y no están en relación con sus mandantes en for­ma de «instrucciones», de mandato. Son formalmente co­misionados, pero desde que son reales, no son ya comunica­dos. Deben ser delegados y no lo son.

2) Material. En lo relativo a los intereses. Hablaremos de ello más adelante. Aquí se produce lo contrario. Son comisionados como representantes de los asuntos generales, pero en realidad representan asuntos particulates.60

En este punto vemos cómo la crítica de Marx acerca de la separación entre estado y sociedad civil ha sido llevada a su lógi­ca (y extrema) conclusión. Incluso desde un punto de vista formal, el principio representativo del estado moderno se nos presenta como una contradicción fundamental en tres términos. En la me­dida en que los diputados parlamentarios son elegidos por el pueblo, se reconoce que la fuente de «soberanía» o de poder pertenece a las masas populares. Se admite que los delegados «sacan su autoridad>> de estas últimas, y por tanto no pueden ser sino representantes del pueblo, limitados por las instrucciones o por el «mandato» de sus electores. Pero tan pronto como la elección ha tenido lugar, y los diputados han «prestado jura­mento», este principio ha dejado de existir: dejan de ser «meros delegados», meros servidores, y empiezan a ser independientes de sus electores. Su asamblea, el parlamento, deja de aparecer como una emanación de la sociedad, y se convierte en la misma

60. !bid., pág. 153.

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sociedad -como la sociedad real fuera de la que no queda nada sino un agregado informe, una masa incipiente de deseos pti­vados.

Es difícil eludir en este punto, si miramos hacia adelante, el posterior ensayo de Marx La guerra civil en Francia (1871). Los «comisionados» de los que Marx habla en la Crítica, oponién­dolos al principio de representación parlamentaria, será el pro­cedimiento que utilizará la Comuna de París durante los dos meses de poder. En ella, dice Marx en La guerra civil, «cada delegado era revocable en cualquier momento y estaba limitado por el mandat impératif (instrucciones formales) de sus electores». En un pasaje que puede leerse como un extenso comentario al punto 2 citado antes, Marx continúa: «En vez de decidir una vez cada tres o seis años qué miembros de la clase dirigente representarían al pueblo en el parlamento, el sufragio universal serviría al pue­blo, organizado en Comunas, como el sufragio individual sirve a los patronos que buscan obreros y administradores para sus negocios.» 61

Casi treinta años después, la argumentación de 1871 nos re­cuerda perfectamente la de 1843. Lo que Marx dice en La guerra civil sobre el modo como la Comuna utilizaba el sufragio univer­sal para elegir a los delegados puede compararse a su casi per­fecta intuición de la Crítica. Cuando discute el parágrafo 308 de la Filosofía del Derecho, donde Hegel plantea la alternativa de que cualquier representación debe utilizar «delegados» o bien «todos como individuos» deben participar en la decisión de todos los asuntos públicos, Marx objeta que ésta es una falsa elección. De hecho:

O bien existe la separación del Estado político y de la sociedad civil, y entonces todos no pueden participar in­dividualmente en el poder legislativo; o el Estado político es una existencia separada de la sociedad civil .. .la partid-

61. K. Marx, La guerra civil en Francia, Edici6n de Cultura Popular, Barcelona, 1968, pág. 96.

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pac10n de la sociedad civil, por medio de delegados, en el Estado político que, justamente, es la expresión de su sepa­ración y de su unidad puramente dualista. O inversamente. La sociedad civil es una sociedad política real. Es absurdo, en este caso, que se formule una reclamación que se des­prenda únicamente de la representación que se hace del Estado político considerado como una existencia separada de la sociedad civil... (por ello} la significación del poder le­gislativo como poder representativo desaparece completa­mente. Aquí, el poder legislativo es representativo en el sentido de que toda función es representativa, como por ejemplo, la del zapatero que, mientras cumple una función social, es mi representante ... Aquí es representante no por­que represente a otro, sino por lo que es y hace.62

Lo que Marx sugiere es que o bien existe una separación del estado de la sociedad civil, y por tanto una división entre go­bernantes y gobernados (diputados y electores, parlamento y el cuerpo de la sociedad) que represente la culminación de las divi­siones de clase de la sociedad civil, o bien no existe esta separa­ción porque la sociedad es un organismo de intereses solidarios y homogéneos, y la esfera «política» distinta de los intereses generales desaparece con la división existente entre gobernantes y gobernados. Esto significa que la política empieza a ser la administración de las cosas, o simplemente, otra rama más de la producción social. Y deja de ser cierto que «todos los indivi­duos como individuos aislados» deben participar en todo con su actividad; más bien, algunos individuos lo harán, como expre­sión de y por medio de la totalidad social, del mismo modo que sucede en otras actividades productivas (por ejemplo, el zapatero) necesarias a la sociedad.

Es totalmente apropiado que ésta sea la conclusión de la argumentación de Marx en la Crítica: la supresión de la política y la extinción del estado. En el contexto de la separación entre

62. Crítica, op cit., págs. 148-9.

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estado y sociedad, la tendencia progresiva de la sociedad -«los esfuerzos de la sociedad civil para transformarse a sí misma»­se convierten necesariamente en un deseo de «forzar su medio en la legislatura en masa, o incluso in tato». Marx afirma:

Es evidente pues, que la elección constituye el principal interés político de la verdadera sociedad civil. Sólo en la elección absoluta, activa tanto como pasiva, la sociedad civil llega realmente a la abstracción de sí misma, a la existencia política como su existencia esencial verdadera y general. Pero la terminación de esta abstracción es a la vez la su­presión de la abstracción. Por el hecho de que la sociedad civil ha formulado realmente su existencia política como su existencia verdadera, al mismo tiempo que tiene que plan­tear su existencia civil, en su diferencia con su existencia política, como inesencial. Y la desaparición de una de las partes separadas entraña la desaparición de la otra, su con­traria. La reforma electoral es por consiguiente, en el inte­rior del estado político abstra'cto, el pedido de su disolución tanto como el de la disolución de la sociedad civil.63

En este pátrafo se formula claramente la desaparición tanto del «estado» como de la ~<sociedad civil». Pero no precisamente en el sentido que lo interpreta Cornu, que acaba por decir que todo se debe únicamente al sufragio universal. La concepción de Marx es más bien que la tendencia de la sociedad moderna hacia el sufragio universal y la reforma electoral es expresión de una tendencia hacia superar la separación entre estado y sociedad (por un medio indirecto, ya que se produce en los términos ofre­cidos por la misma separación) y por tanto hacia la disolución del estado.

Es un hecho que (como han señalado los críticos) cuando Marx escribió la Crítica a la filosofía del estado de Hegel no había llegado todavía al comunismo teórico. Pero llegó justamente

63. !bid., pág. 151.

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al mismo mientras estaba escribiendo este libro. El texto que sigue casi inmediatamente a la Crítica (escrito como máximo unas pocas semanas después) era la Introducción a la misma, que se publicó separadamente. Y en dicha introducción invoca al proletariado como sujeto y protagonista de la inminente revolución.

En este punto de su evolución, lo que nos sorprende más fuertemente es que, a pesar de que Marx no ha perfilado todavía su posterior concepción materialista de la historia, posee, sin embargo, una teoría de la política y del estado muy madura. La Crítica, después de todo, contiene un planteamiento muy claro de la dependenciaa de la sociedad con respecto al estado, un análi­sis crítico del parlamentarismo, acompañado por una contrateoría de la delegación popular, y una perspectiva que nos muestra la necesidad de que en último término sea suprimido el propio esta­do. Hablando políticamente, el marxismo maduro tendrá relati­vamente poco que añadir a todo esto.

Hasta qué punto ello es cierto puede comprobarse, por ejem­plo, sí lo comparamos con El estado y la revolución de Lenin ( 1917 ). En lo que se refiere a los principios generales de su argu­mentación estrictamente política (crítica de la representación par­lamentaria, teoría del mandato, delegados sujetos a revocación en todo momento, desaparición del estado, etc.) avanza muy poco en relación a las ideas expuestas en la Crítica. En realidad, en el libro de Lenin se pierde incluso algo de profundidad. Al igual que Engels, Lenin tiende a glosar una parte vital de la teoría del estado desarrollada en la Crítica (y en su maravillosa conti­nuación, La cuestión judía). La concepción de Marx era que el estado «como tal» es, hablando con propiedad, sólo el estado mo­derno, ya que sólo bajo las modernas condiciones se ha podido producir la separación del estado y la sociedad: sólo ahora el es. tado empieza a existir sobre y por encima de la sociedad, como una especie de cuerpo eterno que la domina. Engels y Lenin, sin embargo, tienden de forma visible a atribuir estas características al estado en general. No consiguen captar en toda su amplitud el complejo mecanismo por el cual el estado es realmente abstracto de la sociedad -y por ello el proceso total orgánico y objetivo

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que produce esta separación entre uno y otra- dado que no se dan cuenta de la íntima conexión entre esta separación y las estructuras concretas de la sociedad moderna. La consecuencia más obvia de esta confusión es su marcado subjetivismo y volun­tarismo, basado en su concepción del estado como una «máquinal> a sabiendas, formada conscientemente por la clase dirigente con el deliberado propósito de conseguir realizar sus propios inte­reses.

El hecho paradójico de que la teoría política de Marx antece­da (por lo menos en sus líneas generales) al desarrollo del mar­xismo propiamente dicho, nos muestra claramente hasta qué punto Marx es deudor de las viejas tradiciones del pensamiento revolu­cionario y democrático. En particular, debe mucho a Rousseau (hasta qué punto Marx era consciente de su deuda es otra cues­tión). La crítica del parlamentarismo, la teoría de la delegación popular e incluso la idea de la desaparición del estado proceden de Rousseau. Esto implica, a su vez, que la verdadera originalidad del marxismo debe buscarse más bien en el campo del análisis social y económico, y no en la teoría política. Por ejemplo, in­cluso en la teoría del estado, contribución realmente nueva y decisiva del marxismo, habría que tener en cuenta la base econó­mica para el surgimiento del estado y (consecuentemente) de las condiciones económicas necesarias para su liquidación. Y esto, des­de luego, va más allá de los límites de la teoría política en sentido estricto.

Esta interpretación puede perfectamente despertar alguna perplejidad. Sin embargo, no me parece que se aparte demasiado del espíritu de la siguiente argumentación que el propio Marx hizo en agosto de 1844 en su corto ensayo Notas críticas sobre el artículo <~El rey de Prusia y la Reforma Social». En él plantea por primera vez la necesidad de una revolución socialista, que aunque sea esencialmente social en contenido, deberá tener una forma política: «Toda revolución ... es un acto políticol>, y dado que «sin revolución no puede realizarse el socialismo)) éste «ne­cesita ese acto políticol>. Y es en este escrito -en el que Marx da el primer paso hada la teoría de un partido revolucionario-

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donde caracteriza también la inteligencia política como el requisito más imprescindible, la específica expresión de la mentalidad bur­guesa: «El saber político es sólo saber político, porque su pensa­miento no trasciende los límite& de la política. El más avisado y vivo es el que más completamente pone su fe en la omnipoten­cia de la voluntad; el más ciego se encamina hacia las naturales y espirituales limitaciones de la voluntad, el más incapaz empieza a descubrir la fuente real de los males de la sociedad.» 64 El «pe­ríodo clásico del saber político», en este sentido, fue la Revolución Francesa. La política es el modo de aprehensión de los problemas sociales más acordes con la mente burguesa-espiritualista. No debe sorprender, por tanto, que la teoría política «como tal» haya sido perfeccionada por un pensador como Rousseau.

IV

La importancia dada a la Crítica no debe llevarnos a la con­clusión de que ocupa un lugar preeminente o especialmente pri­vilegiado en la obra completa de Marx (ni incluso en sus primeros escritos). Por el contrario, la conclusión que hemos avanzado en la sección anterior nos puede servir para indicarnos que la obra más original de Marx empieza sólo con los Manuscritos económi­cos y filosóficos de 1844.

Pero era necesario y deseable señalar la importancia de la Crítica. De todos los textos de Marx que tratan de política, ley y estado es, desde luego, el más complejo y -precisamente por ello-, el menos leído y el que a más malinterpretaciones se presta. También es uno de los escritos más difíciles de Marx. Sin embargo, la clarificación de su intención y el modo de argu-

64. Notas críticas sobre «El rey de Prusia y la Reforma Social», en Marx, Early Writings, Penguin Books & New Left Review, Londres, 1975, págs. 413 y 420,

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mentar conducen a una mucho mejor comprensión de La cuestión judía y de la Introducción -textos mucho más difundidos y re~ conocidos como importantes, así como algo más accesibles de estilo-. Como algo todavía más significativo, es la Crítica la que conecta la visión de Marx sobre la dialéctica hegeliana con sus últimos análisis del estado moderno y su base en la propiedad privada. Quizás es el que demuestra con más claridad que ningún otro cómo su pensamiento crítico se desplaza a lo largo de una sola línea de desarrollo tendida entre la reflexión de la lógica filosófica hasta una disección de la forma y contenido de la so­ciedad burguesa. Su discusión de la inversión sujeto-predicado en la lógica de Hegel, su análisis de la enajenación y la aliena­ción, y (finalmente) su crítica del fetichismo de las mercancías y el capital pueden ser vistas como un progresivo ahondamiento, como la comprensión cada vez más profunda de una sola pro­blemática.

Existe el riesgo obvio de sobreenfatizar los factores de con­tinuidad en la obra de Marx que son inherentes a este trata­miento, es decir, de descuidar los elementos de novedad o de discontinuidad presentes en cada etapa de su desarrollo. Esto podría conducir a no entender el auténtico proceso por el cual Marx, despacio y laboriosamente, hizo su camino hacia su com­prensión final de la sociedad moderna. Quizá sea también nece­sario, por otra parte, salir al paso de esta tentación subrayando de nuevo que el terreno más específico de desarrollo del marxis­mo es el socioeconómico. Las limitaciones de los primeros escritos radican precisamente en este hecho -en otras palabras, en la importancia decisiva de las últimas aportaciones de Marx en sus escritos económicos de madurez, su visión cada vez más rigurosa de la teoría del valor y de la plusvalía, de la tasa de ganancia, etc.

Vistos bajo esta luz, la Crítica y los otros escritos cortos asociados con la misma constituyen un paso final, casi definitivo en la teoría general del estado y la ley, mientras que los Manus­critos representan en contraste el primer paso hacia lo que deberá ser un largo (y finalmente más importante) viaje intelectual, rico en descubrimientos. La verdadera grandeza de los últimos, El

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Capital y las Teorías de la plusvalía, estaba obligada con el tiempo a hacer que el primer paso pareciera algo irrelevante. Pero (a pesar de que es comprensible) este juicio es erróneo. No debe permitirse que las últimas obras oscurezcan la importancia real de los Manuscritos de 1844, y especialmente su parte central, de vital importancia, el capítulo sobre el «trabajo alienado».

De una forma análoga a la que toman muchas discusiones sobre la Crítica, los críticos de Marx han objetado a menudo que los conceptos de alienación o enajenación en los Manuscritos están

·determinados demasiado directamente por la teoria de Feuerbach sobre la alienación religiosa. Feuerbach afirma que el hombre objetiviza su propia «esencia» y la separa de sí mismo, convir­tiéndola en un sujeto autosuficiente llamado «Dios»; después de lo cual, el producto domina al productor, la criatura se con­vierte en el Creador, etc. En los Manuscritos económicos y filo­sóficos (se dice) Marx no consigue liberarse de este esquema, y nos brinda sólo una teoría antropológica, una teoría que trata del «Hombre» en abstracto, el hombre fuera de, e indepen­diente de, sus relaciones socio-históricas reales. Pero la serie de textos presentados en este volumen se basta por sí sola para dar una réplica inicial a estas objeciones. Las referencias a la clase obrera en los primeros artículos de Marx en los Deutsch­Franzosische Jahrbücher; !os temas históricos y políticos tratados con tanta audacia en La cuestión judía y, sobre todo, el brillante análisis de la Crítica sobre las diferencias entre las sociedades an­tigua, medieval y modc_'la, ¿cómo puede alguien imaginar que una persona tan dedicada a este tipo de análisis socio-histórico en 1843 puede, un año más tarde, haber caído en una actitud meramente «antropológica»?

Incidentalmente, en la medida en que el análisis feuerbachiano de la alineación religiosa es aludido, debe ser notado que Marx continuó haciendo uso del modelo que utiliza en su última obra (sin un retroceso aparente hacia la antropología). Por ejemplo, lo hace en el capítulo sobre «El fetichismo de las mercancías» en El Capital. Después de señalar cómo «lo que aquí reviste, a los ojos de los hombres, la forma fantasmagórica de una relación entre

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objetos materiales no es más que una relación social concreta es­tablecida entre los mismos hombres», continúa diciendo: «si que­remos encontrar una analogía a este fenómeno, tenemos que re­montarnos a las regiones nebulosas del mundo de la religión, donde los productos de la mente humana semejan seres dotados de vida propia ... Así acontece en el mundo de las mercancías con los productos de la mano del hombre».65

Los cargos hechos a los Manuscritos por los defensores del «materialismo dialéctico» (es muy comprensible que se sientan vejados por un texto que trata unos problemas acerca de los cuales el «materialismo dialéctico» no tiene nada que decir) pueden ser encontrados en una antigua leyenda, según la cual Marx no utilizó nunca más el concepto de alienación (Entausserung) o de enajenación (Entfremdung) después de que terminara su batalla con la Izquierda Hegeliana: esa idea desaparece simplemente en su obra de madurez. E. Bottigelli, por ejemplo, dio recientemente nueva vida a esta opinión en su introducción a la edición francesa de los Manuscritos, y evidentemente no es el único que tiene esta convicción. Una crítica de este tipo es incapaz de captar que para Marx el fenómeno de la alienación o enajenación y el fetichismo son una y la misma cosa, y que el análisis del fetichismo o reifica­ción {Versachlichung, Verdinglichung), evidentemente, se puede en­contrar a lo largo de los tres volúmenes del Capital, aún más, si nos limitamos al uso de los términos reales de «alienación» y «enajenación», el lector se encontrará en un serio problema para saber cuál escoger entre los cientos de pasajes de los Grundrisse y de las Teorías de la plusvalía en los que dichos términos apa­recen en situaciones clave.

Por ejemplo, en los Grundrisse, discutiendo la venta y com­pra de la fuerza de trabajo, Marx señala cómo este cambio que a primera vista parece hacerse entre equivalentes, es en realidad una separación dialéctica del trabajo con respecto a la propiedad. Supone la «apropiación de trabajo ajeno sin cambio, sin equi­valente». Y dice:

65. El Capital, Vol. I, pág. 38 (traducción modificada).

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La producción basada en el valor de cambio, sobre cuya superficie este cambio libre e igual de equivalentes se produce... es en su base el cambio del trabajo objetivado como valor de cambio por trabajo vivo como valor de uso, o, para expresarlo de otra forma, la relación del trabajo con sus condiciones objetivas -y con la objetividad creada por él mismo- como propiedad ajena: alienación (Entaus­serung) del trabajo.66

En las últimas páginas de la Primera Parte de las Teorías de la plusvalía, encontramos un argumento similar:

Dado que el trabajo viviente -a través del intercambio entre capital y trabajador- se incorpora al capital, y apa­rece como una actividad que pertenece al capital desde el momento en que empieza el proceso de trabajo, todas las fuerzas productivas del trabajo social aparecen como las fuerzas productivas del capital, del mismo modo como apa­rece la forma social general de trabajo como dinero, como la propiedad de las cosas. Por ello, la fuerza productiva del trabajo social y sus formas especiales aparecen ahora como fuerzas productivas y formas de capital, o trabajo materializado (vergegenstandlicht), de las condiciones ma­teriales del trabajo -el cual, habiendo asumido esta forma independiente, son personificadas por el capitalista en re­lación con el trabajo viviente. Aquí nos encontramos de nuevo con la perversión de la relación, con la que ya nos habíamos enfrentado antes, por lo que hace al dinero, llamada fetichismo.

Un poco más adelante Marx añade:

Y a en esta forma simple esta relación es una inversión -personificación de las cosas y materialización (V ersachli-

66. Grundrisse, págs. 514-515.

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chung) de la persona-; por tanto, lo que distingue esta for­ma de todas las formas anteriores es que el capitalista no se impone al trabajador mediante cualquier tipo de cuali­dades que pueda poseer, sino sólo en la medida en que él es «capital»; su dominación es sólo la del trabajo materia­lizado ( vergegenstandlicht) sobre el trabajo viviente, la del producto del trabajador sobre el propio trabajador ...

Entonces concluye:

La producción capitalista desarrolla en primer lugar, a gran escala -tomándolo para sí del trabajador indepen­diente individual- tanto las condiciones objetivas como las subjetivas del proceso de trabajo, pero las desarrolla como fuerzas que acaban por dominar al traba¡ador indi­vidual y siendo extrañas (fremd) a él.67

Frases como las anteriores demuestran claramente la persis­tencia de determinados términos clave y conceptos formulados en los primeros escritos: la «inversión» o «cambio» que pone al mundo sobre su cabeza para conseguir «la personificación de las cosas y la materialización (Versachlichung) de las personas»; la «dominación... del producto de los trabajadores sobre el propio trabajador» y la dominación del «trabajo materializado ( vergegens­tandlicht) sobre el trabajo humano»; y finalmente, la dominación sobre los hombres de todas las fuerzas y poderes que ellos mismos han creado, que se elevan por encima de ellos como enti­dades ajenas o extrañas a ellos.

Encontramos los mismos temas en el núcleo de los Manus­critos económicos y filosóficos. En el trabajo alienado -por el cual Marx ya entiende trabajo asalariado, el trabajo que produce mercancías y capital -el trabajador objetiviza y aliena su propia «esencia». «El objeto que el trabajo produce, su producto, lo convierte en un ser alienado, como una potencia independiente

67. Theories of Surplus Value, Parte I, Londres, 1969, págs. 389-90 y 392.

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del productor», porque el producto del trabajo asalariado extra­ñado no es un mero objeto natural modificado y adaptado a sus propias necesidad por el hombre (un «valor de uso»), sino que es la objetivización de la propia subjetividad humana, de la sub­jetividad del trabajador que en el trabajo se separa a sí mismo del trabajador y es incorporado en el objeto material o valor de uso (el «cuerpo» o «sobre» material de la mercancía). De esta forma enfrenta al trabajador como trabajo objetivado, la <wbje­tividad espectral» a la que Marx se refiere en El Capital. Como también dice en los Grundrisse: «en este proceso, el trabajo obje­tivado es, como la objetividad de una subjetividad antitética al trabajador, como propiedad de una voluntad que le es ajena a él mismo ... ».68

En las primeras páginas de los Manuscritos encontramos ya a Marx en el camino de la comprensión de algo que sus críticos e intérpretes intentarán todavía descifrar cien años después. Es decir, que el objeto producido por el trabajo asalariado enajenado no es simplemente una cosa material, sino la objetivización de la subjetividad del trabajador, de su fuerza de trabajo. Esto signi­fica, como explica Marx en las Teorías de la plusvalía, que «Cuan­do hablamos de la mercancías como materialización de trabajo -en el sentido de su valor de cambio- esto sólo es imaginario, es decir, un modo de existencia puramente social de la mer­cancía que no tiene nada que ver con la realidad corpórea ... ».69

Y reitera este mismo punto en El Capital:

La objetivación de valor de las mercancías se distingue de Doña rápida, en el sentido de que no se sabe dónde está. Cabalmente al revés de lo que ocurre con la materia­lidad de las mercancías corpóreas, visibles y tangibles, en su valor determinado no entra ni un átomo de material natural. Y a podemos tomar una mercancía y darle todas las vueltas que queramos: como valor, nos encontraremos

68. Grundrisse, pág. 512. 69. Theories of Surplus Value, Parte I, pág. 171.

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con que es siempre inaprehensible. Recordemos, sin embar­go, que las mercancías sólo se utilizan como valores en cuanto son expresión de la misma unidad social: trabajo humano.7°

Pero los Manuscritos van también mucho más allá de la sim­ple afirmación de que en el trabajo enajenado el hombre aliena su propia «esencia» o «naturaleza». Ha dejado atrás en substan­cia, si no todavía en la forma, la posición característica feuerba­chiana referida en la sexta de las Tesis sobre Feuerbach de Marx: «La esencia humana ... sólo puede ser comprehendida de un modo genérico», como una generalidad interna, callada, que une na­turalmente a los muchos individuos.}> 71 Posiblemente, el aspecto único más original de los Manuscritos es el intento de Marx de definir lo que es la «esencia» humana o «naturaleza» humana, en qué consiste realmente, y mostrar que no tiene nada en común con la esencia de las filosofías metafísicas previas.

En los Estudios sobre Marx y Hegel ( 1969) Jean Hyppolite afirma detectar la supervivencia de una «ley natural» entre los distintos temas de los Manuscritos, el persistente eco de una actitud que está unida a las teorfas de los Derechos Naturales del hombre. Pero esto revela simplemente su falta total de com­prensión de la evolución de Marx. Para evitar este error, por ejemplo, le hubiera bastado con leer La cuestión judía. En rea­lidad, los Manuscritos definen la «naturaleza humana» de un modo radicalmente distinto: no como «naturaleza» o «esencia» del tipo encontrado en la filosofía del derecho natural, sino como una serie de relaciones.

Si el trabajador alienado separa su subjetividad de sí mismo durante su trabajo, esto sucede porque él está simultáneamente separado y dividido tanto del mundo objetivo de la naturaleza (sus medios de producción y subsistencia) como de los otros

70. El Capital, Vol. 1, pág. 14 {traducción modificada). 71. Cf. La ideología alemana, trad. castellana, Barcelona, Grijalbo,

1970, pág. 667.

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hombres a los cuales pertenece su actividad de trabajo. Esto signi­fica que Marx no concibe esta subjetividad como una esencia fija o una «generalidad interna, callada», sino en función de su relación con la naturaleza y con los otros hombres: una función de relaciones interhumanas o social. Esta es la llave para el aspecto más fascinante de los Manuscritos y (más en concreto) del capitulo sobre «Trabajo enajenado». Este secreto es que Marx enfoca el proceso de enajenación como si se produjera en tres direcciones o dimensiones al mismo tiempo: (1) como enajenación del trabajador del producto objetivo, material, de su trabajo; (2) como la enajenación de su misma actividad de trabajo (él no se pertenece a sí mismo en el trabajo, sino a alguien que ha com­prado su actividad durante la jornada de trabajo); (3) finalmente, como enajenación de los otros hombres, o sea, del propietario de los medios de producción y del uso en el cual emplea su fuerza de trabajo. Marx escribe en los Manuscritos:

Hemos considerado el acto de la enajenacwn de la actividad humana práctica, del trabajo, en dos aspectos: 1) la relación del trabajador con el producto del trabajo como con un objeto ajeno y que lo domina. Esta relación es, al mismo tiempo, la relación con un mundo exterior sensible, con los objetos naturales, como con un mundo extraño para él y que se le enfrenta con hostilidad; 2) la re­lación del trabajo con el acto de la producción dentro del trabajo. Esta relación es la relación del trabajador con su propia actividad, como con una actividad extraña, que no le pertenece, la acción como pasión, la fuerza como impor­tencia, la generación como castración, la propia energía físi­ca y espiritual del trabajador, su vida personal (pues qué es la vida sino actividad) como una actividad que no le pertenece, independiente de él, dirigida contra él.72

Este tercer aspecto de la enajenación, añade Marx un poco

72. Manuscritos económicos y filosóficos, op. cit., págs. 109-110.

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más adelante, es que «una consecuencia inmediata del hecho de • estar enajenado el hombre del producto de su trabajo, de su acti­vidad vital, de su ser genérico, es la enajenación del hombre respecto del hombre. Si el hombre se enfrenta consigo mismo, se enfrenta también al otro. Lo que es válido respecto de la rela­ción del hombre con su trabajo, con el producto de su trabajo y consigo mismo, vale tambi¿n para la relación del hombre con el otro, y con el trabajo y el producto del trabajo del otro».73

A primera vista estas formulaciones pueden parecer rompeca­bezas, un crucigrama sofisticado. De hecho, registran uno de los más importantes puntos que más tarde serán ampliados en El Capital: o sea, que el trabajo asalariado no sólo produce mer­cancías, sino que también se produce y reproduce a sí mismo como una mercancía. No sólo produce y reproduce objetos, sino también las relaciones sociales del propio capitalismo. Esto está ya esbozado en los Manuscritos, al principio del capítulo sobre «Trabajo enajenado», y lo encontramos nuevamente mucho más desarrollado en el capítulo 21 del primer volumen del Capital, «La reproducción simple». En el mismo, Marx llega a la conclu­sión de que «por tanto, el proceso capitalista de producción, en­focado en conjunto o como proceso de reproducción, no produce solamente mercancías, no produce solamente plusvalía, sino que produce y reproduce el mismo régimen del capital: de una parte al capitalista y de la otra al obrero asalariado.74

La subjetividad humana o «esencia» enajenada por la fuerza de trabajo, deja de ser lo que era en la metafísica tradicional (el «ego trascendental» de Kant, el Lagos de Hegel) para convertir­se en una función que interviene en la relación del hombre tanto con la naturaleza como con su propia clase. Es la «actividad me­diadora, el acto humano, social», del que habla Marx en sus notas sobre James Mili en 1844-45. Es la función que, después de abstraerse o separarse a sí misma de esta simultánea dualidad de relaciones (hombre/naturaleza, hombre/hombre), se ve trans-

73. Ibid., pág. 113. 74. El Capital, pág. 487 (traducción modificada).

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formada de una mera función en un sujeto autosuficiente, y asu­me el carácter de una entidad independiente. Se ha transformado en Dios o en dinero.

En «valor» o dinero, la esencia humana se ha enajenado real­mente del hombre. La subjetividad del hombre, sus energías físi­cas e intelectuales, su capacidad de trabajo, son separadas del mismo. Pero -éste es el punto decisivo en los Manuscritos­la «esencia» en cuestión se reconoce claramente que no es más que !a relación funcional que media entre el trabajo del hombre y la naturaleza, y con él mismo. Esta enajenación, consecuentemen­te, es la enajenación o separación de las relaciones sociales de él mismo.

Este argumento reproduce de nuevo la forma general que hemos señalado antes, al considerar el análisis de Marx sobre el estado representativo moderno. Este último crea una separación entre la «sociedad civil» y la sociedad celestial o abstracta de la igualdad política. Cuando los individuos reales son fragmenta­dos uno de otro y empieza su enajenación, entonces su función mediadora puede a su vez convertirse en algo independiente de ellos; o sea, sus relaciones sociales, el nexo de reciprocidad que !os abarca a todos. Por tanto, existe un evidente paralelismo entre la hipóstasis del estado, de Dios y del dinero.

«En esta sociedad de libre concurrencia», escribe Marx en la Introducción de 1857, «el individuo aparece como desprendido de los lazos de la naturaleza, que en épocas anteriores de la historia hacen de él una parte integrante de un conglomerado humano determinado, delimitado ... solamente el llegar al siglo xvm y en la "sociedad civil" es cuando las diferentes formas de las rela­ciones sociales se yerguen ante el individuo como un simple me­dio para sus fines privados, como una necesidad exterior».75

Este es uno de los puntos más importantes de la teoria mar­xista. El rasgo específico, la característica esencial de las rela­ciones sociales modernas burguesas es que, en ellas, el vínculo se nos presenta como algo externo, es decir, como algo separado

75. Crítica, op. cit., págs. 247-8.

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(enajenado) de los mismos individuos de lo que es su relación. Vivimos en sociedad, dentro de la telaraña de las relaciones socia­les; pero es perfectamente posible que las relaciones sociales no tengan ningún sentido para nosotros (piénsese por ejemplo en la cuestión del desempleo). La relación social en general se ha con­vertido en algo independiente de los individuos, que para partici­par de esta relación deben realizar determinadas acciones: vender su fuerza de trabajo, encontrar a alguien que quiera emplear­les, etc. Esta relación social que se ha convertido en algo inde­pendiente de los miembros de la sociedad, y ahora se enfrenta a ellos como «sociedad», como algo que está fuera y por encima de ellos, es delimitada y descrita por primera vez en los Manus­critos como dinero. El dinero es el lazo social transformado en propietario de las cosas, la fuerza de la sociedad petrificada en un objeto.

Esta es la perspectiva en la que debe situarse el importante análisis del dinero que Marx hace en los Grundrisse: un análisis condensado, en distintos puntos, en las siguientes frases: «El in­dividuo lleva su poder social, así como su lazo con la sociedad, en su bolsillo». «El dinero es por tanto el Dios entre las mercan­cías. A partir de que es individualizado, un objeto tangible, el dinero, puede ser buscado, encontrado, robado, descubierto; y por ello la riqueza general puede ser comparada de forma tangible con las posesiones de un individuo concreto.» El dinero mediante el cual directa y simultáneamente se convierte la comunidad 1·eal ( Gemeinwesen ), ya que es la substancia general de supervivencia para todo, y al mismo tiempo el producto social de todo. Pero como hemos visto, en el dinero la comunidad ( Gemeinwesen) es al mismo tiempo una mera abstracción, una cosa accidental y externa al individuo, y al mismo tiempo sólo es un medio para su satisfacción como individuo aislado. «La dificultad especial de captar el dinero en su carácter desarrollado como dinero -una di­ficultad que la economía política intenta eludir olvidando ahora uno, después otro aspecto, y apelando a un aspecto cuando se encuentra enfrentada con el otro, es que una relación social, una

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relación definida entre individuos, aparece aquí como un metal, una piedra, una cosa puramente física, externa.» 76

Este análisis nos lleva a una definición del capital como una relación social enajenada: el enajenamiento significa que está in­corporado en un montón de objetos (materias primas, medios de producción, etc.). También nos lleva a una comprensión de las mercancías, y el sentido en el cual la objetividad de su valor es «imaginaria, es decir, puramente social, sin tener nada que ver con su realidad corpórea» como valores de uso. En El Capital, como hemos visto antes, Marx insiste en que las mercancías consi­guen esta realidad debido sólo a que son «expresiones de una subs­tancia social idéntica, es decir, trabajo humano».

Lo que está implícito en este argumento de los Manuscritos es de hecho la primera premisa de un «materialismo histórico» genuino; o sea, el descubrimiento del concepto de relaciones so­ciales de producción. Estas relaciones están cambiando constante­mente, ya que mientras los hombres producen objetos están pro­duciendo también sus propias relaciones mutuas, al mismo tiem­po: mientras transforman la naturaleza, están también transfor­mándose ellos mismos. Por ello Marx puede afirmar al final de los Manuscritos que la «partida de nacimiento» del hombre es la historia, porque el «ser» del hombre es cómo se hace a sí mismo, cómo «deviene» históricamente. Incidentalmente, sólo el plantea­miento indica la distancia de Marx con respecto a la antropología feuerbachiana.

Una crítica marxista pedante podría objetar que las palabras «relaciones sociales de producción» no son realmente empleadas en los Manuscritos económicos y filosó'ficos. Pero si las palabras no están ahí, el concepto está, a pesar de que puede admitirse que de una forma todavía dubitativa y medio oscura. En la sección titulada «Propiedad privada y comunismo», Marx des­cribe cómo «la relación del hombre con la naturaleza es directa­mente su relación con el hombre, y su relación con el hombre es directamente una relación con la naturaleza», y esto podría ser

76. Grundrisse, págs. 157, 221, 225-6, 239.

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6. - LA CUESTIÓN DE STALIN

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situado al lado de su siguiente observación sobre la industria: «La industria es la relación histórica real con la naturaleza», y por tanto de las ciencias naturales con el hombre ... la historia de la industria y la industria como tal existe objetivamente, es un libro abierto de las facultades humanas y de la psicología humana que puede ser sensiblemente aprehendida». Esto es, precisamente como relación interhumana o social son inconcebibles al margen de la relación del hombre con la naturaleza, así como su relación con la naturaleza (y por ello con la producción industrial) es incon­cebible al margen de las relaciones sociales de los hombres entre sí.

Las formulaciones de los Manuscritos son al respecto todavía poco claras y abstractas. Pero señalan claramente el camino a seguir hasta la admirable definición de las relaciones de produc­ción dadas, sólo unos pocos años después, en Trabajo asalariado y capital (1847-9):

En la producción, los hombres no actúan solamente so­bre la naturaleza, sino que actúan también los unos sobre los otros. No pueden producir sin asociarse de un cierto modo, para actuar en común y establecer un intercambio de actividades. Para producir, los hombres contraen determi­nados vínculos y relaciones, y a través de estos vínculos y relaciones sociales, y sólo a través de ellos, es como se relacionan con la naturaleza y como se efectúa la pro· ducción.77

77. Trabajo asalariado y capital, Ricardo Aguilera, Madrid, 1968, págs . .37-8

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MARXISMO Y DIALECTICA

l. Voy a intentar aportar algunas aclaraciones (aunque sea una empresa desesperada el hacerlo en una nota) acerca de la cuestión de la diferencia entre «aposición real» (la Realopposition o Realrepugnanz de Kant) y «contradicción dialéctica», cuestión apuntada en la entrevista.~' En uno y otro caso se trata de oposición; pero son oposiciones radicalmente distintas. La «opo­sición real» (o «contrariedad» de opuestos incomponibles) es una oposición «sin contradicción»; no viola el principio de identidad y de (no-)contradicción y es, por tanto, compatible con la lógica formal. El segundo tipo de oposición, en cambio, es oposición «por contradicción» (durch den Widerspruch) y da lugar a una oposi­ción dialéctica.

El marxismo, como veremos, no ha tenido nunca ideas claras al respecto. En la mayoría de los casos ni siquiera ha sospechado que las oposiciones son dos y radicalmente distintas. Y, en cambio, en los raros casos en que ha tenido noticia de ello no ha com­prendido su sentido, pues ha considerado a la «aposición real» como un ejemplo y un caso de «dialéctica», cuando lo cierto es que esta oposición [la real] es una oposición «sin contradicción» y, por tanto, a-dialéctica.

1' Se refiere a la entrevista concedida a Perry Anderson y publicada en la New Left Review, n." 86, 1974. (N. del T.)

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2. Voy a referirme muy brevemente ahora a la estructura de las dos oposiciones.

a) Oposición «por contradicción» y oposición dialéctica. Tradicionalmente se ha expresado con la fórmula «A no-A».

Es el caso en que un opuesto no puede estar sin el otro y vice­versa (atracción recíproca de los opuestos). No-A es la negación de A; no es nada en sí y por sí mismo, sino que es solamente la negación de lo otro. Así, pues, para poder dar un sentido a no-A es preciso saber al mismo tiempo qué es A, o sea, lo opuesto que esto niega. Pero, a su vez, también A es negativo. Del mismo modo que no-A es su negación, así también A es la negación de lo otro. Y puesto que decir A es, en efecto, como decir No/ no-A, también A, para tener un sentido, tiene que estar referido a lo otro de lo cual es la negación. Ambos polos son nada en sí y por sí mismos, son negativosj pero cada uno de ellos es negación­relación. Para poder saber qué es un extremo hay que saber al mismo tiempo qué es el otro, del cual es negación el primero. Para ser él mismo cada uno de los términos implica, por tanto, la relación con el otro, esto es, la unidad (la unidad de los opuestos); y solamente en el seno de esta unidad es negación del otro.

El origen de la dialéctica es platónico. Ambos opuestos son negativos en el sentido de que son i-rreales, no cosas (Undinge), sino ideas. «El concepto de la verdadera dialéctica -dice Hegel refiriéndose a Platón- consiste en mostrar el movimiento nece­sario de los conceptos puros; pero no como si ésta se disolviera con ello en la nada, sino en el sentido de que el resultado, tan sencillamente expresado, es precisamente que los conceptos son este movimiento y que el universal es la unidad de tales conceptos opuestos.» 1

Se trata, pues, de movimiento de conceptos puros que se com-

l. G. W. F. Hegel, Lezioni sulla storia della filosofía, Florencia, 1932, vol. Il, pág. 205 [Lecciones sobre la historia de la filosofía, trad. castellana de W. Roces, F.C.E., México, 1955].

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penetran recíprocamente. El uno pasa al otro y éste al primero. Y, en efecto, cada uno de ellos es solamente el No del otro. De por sí no es nada; tiene su esencia fuera de él, en el opuesto. Por tanto, para poder ser él mismo y dar sentido al propio No tiene que referirse necesariamente a la naturaleza del otro, del cual es la negación. En suma, oposición-inclusión. Aquí están, in nuce, todos los conceptos clave de la dialéctica platónica: la crup:r:A.ox~ z~a(ov (cfr. W. G. Runciman, Plato's later Epistemology, Cam­btidge, 1962, pág. 111 y siguientes), es decir, la conexión o impli­cación recíproca de las ideas; la xot'IW'Ita.j-cow ¡cvruv, esto es, la participación en común de los géneros supremos, de los flÉ'(tcru -1évr¡ (en el lenguaje de Hegel: «los conceptos puros»). Y aquí está igualmente e! problema de la awtpccrt~ o división según las especies (acerca de 1a cual sigue siendo de utilidad ver el viejo libro de A. Dies, Autour de Platon, París, 1926, vol. II, pági­na.;; 470-522, además del fundamental trabajo de J. Stwzel, Stu­dien zur Entwicklung der Platonischen Dialektik von Sokrates zu Aristoteles, Stuttgart, 1931 y, actualmente, Darmstadt, 197 4, pág. 71 y siguíentes).2

Se trata, naturalmente, del viejo Platón. La diferencia de su posición tardía ccn respecto a sn posición anterior ha sido cap­tada con claridad, desde el punto de vista de esta valoración gene­ral, por Cassirer. «La primera concepción de la doctrina platónica de las ideas separa lo uno y lo múltiple, la idea y el fenómeno, asignando los mundos distintos. Ser y devenir, ou~ta y '(É'Izcru;, se t1ponen como contrarios que se excluyen sin más. Pero el de­curso del pensamiento platónico conduce a una problemática com­pletamente nueva. En efecto, ahora se descubre una forma de "movimiento", x[vE~t~, que no se refiere ya al acaecer y a la exis­tencia sensible, sino a la idea misma. El que un mismo fenómeno tenga que "participar" de diversas ideas, el que éstas tengan que compenetrarse en aquél, únicamente es posible en la medida en que entre las mismas ideas subsiste ya una previa "participación

2. Cf. también \Y/. C. Kneale y M. Kneale, Storia delta logica, traduc­ción itali8na, Turín, 1972, págs. 28-29.

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en común" en virtud de la cual la una determina a la otra y la una muta en la otra. Como muestra el Sofista, sin esta partici­pación en común puramente ideal, sin esta xot'/(l)'/ta -rillv ¡svillv, no es posible saber alguno, ningún conocimiento. Pero como el devenir encierra en sí mismo como momentos necesarios el ser y el no-ser, de ahí resulta que tampoco el no-ser es simplemente irreal, sino que es inherente a la esencia, a la propia idea pura. Frente a la doctrina eleática de la unidad e inmovilidad del todo, doctrina que se basa en la oposición absoluta entre "ser" y "no­ser", [Platón] tiene que defender ahora la proposición según la cual "en un cierto modo el no-ser y el ser no es".» 3

Vayamos al núcleo del asunto sin más divagaciones. Lo que en este parágrafo nos interesa es poner de manifiesto la estruc­tura de la oposición-contradicción. Como cada uno de los polos de la contradicción es por sí mismo negativo, es simplemente el No del otro y tiene sn esencia fuera de él, en el opuesto, de ahí se sigue que para ser él mismo éste tiene que implicar la relación con el otro, o sea, la unidad de los opuestos, y que únicamente en el seno de esta unidad o inclusión éste es negación o exclu­sión del otro.

Los dos momentos de la relación dialéctica -escribe Nicolai Hartmann- «Cobran r en Hegel] un doble sentido; este doole sentido es esencial para ellos: cada uno de ellos es la primera vez uno de los momentos y la segunda vez la unidad de ambos».4 La filosofía de Hegel ha «demostrado que las ideas singulares, to­madas en sí mismas, son abstracciones; que sólo tienen validez general juntas en una recíproca relación de valor; y que, por tanto, su "comunidad" o su "interdependencia" (su "compenetrarse recí­procamente") constituye el prius respecto de las ideas singulares».5

Más adelante añadiremos algo acerca de la diferencia entre Hegel y Platón, pues el esquematismo extremo de la exposición

3. E. Cassirer, Storia della filosofía moderna [trad. italiana], Turín, 1955, vol. III, pág. 389.

4. N. Hartmann, La filosofía dell'idealismo tedesco [trad. italiana], Milán, 1972, pág. 427.

5. Ibid., pág. 381.

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ha dejado en las sombras todas las diferencias. Pero, por otra parte, es evidente que la referencia a Platón tenía que hacerse en este lugar a partir de la posición dialéctico-moderna de Hegel, que es propiamente la que nos interesa.

3. Vamos ahora con el segundo tipo de oposición.

b) Oposición real o «sin contradicción». En este caso todo es distinto. La fórmula que expresa esta

oposición es «A y B». Ambos opuestos son reales, positivos. Cada uno de ellos subsiste por sí mismo. Y como para ser él mismo no tiene necesidad de referirse al otro, tenemos aquí una recíproca repulsión a la relación. Se trata, pues, de oposición-exclusión, y no de oposición-inclusión. Del mismo modo que antes se hablaba de atracción de los opuestos, aquí hay que hablar de repugnancia recíproca (Realrepugnanz).

Hay un texto de Marx que expresa muy bien el carácter de la «oposición real» por antítesis a la oposición dialéctica. Se trata de la Kritik de 1843: «Los extremos reales no pueden mediarse entre ellos, precisamente por ser extremos reales. Pero tampoco precisan de mediación alguna, pues son de naturaleza opuesta. No tienen nada en común el uno con el otro, no se requieren ni se integran. El uno no tiene en su seno apetencia, necesidad, antici­pación del otro».6

Así, pues, los extremos reales no se median. Es tiempo per­dido (y a veces incluso peor que eso) h:1blar de dialéctica de las cosas. En el caso de la oposición-contradicción, que es la oposi­ción dialéctica de los «géneros supremos», esto es, de las ideas o «ccnceptos puros», hay atracción recíproca, amor y apetencia de la relación, xotvmv[a 'trnu ¡Evillu, unidad como prius. En este otro caso, en cambio, no hay necesidad alguna de la mediación día-

6. K. Marx, Opere filosofiche giovanili, Roma, 1963, pág. 102 [Cf. Gri­jalbo, México, 1968].

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léctica, puesto que los opuestos, al ser reales, «no tienen nada en común el uno con el otto».7

No es ahora el momento de detenerse a ver de dónde le vino a Marx esa concepción de la oposición real, es decir, de la con­trariedad de opuestos incomponibles. Tal vez le viniera directa­mente de la teoría aristotélica de los contrarios o, indirectamente, de Feuerbach que se refiere a ella varias veces entre líenas. El hecho cierto es que el padre modemo de la teoría de la oposición real fue Kant. Primero en el Beweisgrund, .¡, más extensamente en el Intento de introducir en la filosofía el concepto de las cantidades negativas (obras ambas de 1763) y, por último, en la Crítica de la razón pura, en las admirables páginas de la nota dedicada a la «anfibología de los conceptos de la reflexión».

Como pretendo ser breve, solamente voy a hacer referencia al capítulo I del Intento de 1863, texto ejemplar por su sencillez y claridad. En ese texto Kant confirma lo que ya se ha dicho aquí, ofreciendo además aclaraciones y desarrollos. La primera confirmación se refiere al carácter dúplice de la oposición. La oposición es «O bien lógica, por contradicción (durch den Wider­sprucht o bien real, esto es, sin contradicción (ohne Widerspruch)». A lo que Kant añade: «La primera oposición, la oposición lógica, es la única que se ha tenido en cuenta hasta ahora».8

Siguen luego las consideraciones acerca de la estructura de la oposición real, así como acerca de su diferencia radical de la oposición-contradicción. La oposición real «es aquella en la cual dos predicados de una cosa se oponen, peto no por el principio de · contradicción [ ... ]. Una fuerza que imprime un movimiento a

7. R. Kroner, Von Kant bis Hegel, Tlibingen, 1924, vol. II, pág. 352, nota 1, al tratar de las oposiciones empíricas, hace algunas aclaraciones útiles poniendo de manifiesto precisamente cómo los opuestos empíricos se excluyen, no se complementan, etc.

* El título completo de este trabajo de Kant es Einzig moglicher Beweisgund zu einer Demonstration des Daseins Gottes [Unica prueba posi­ble para demostrar la existencia de Dios]. (N. del T.)

8. E. Kant, Scritti precritici, Bari, 1953, pág. 263. La traducción ita­liana ha dejado de verter una línea del segundo parágrafo del capítulo primero.

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un cuerpo en una dirección y otra fuerza igual en dirección contra­ria no se contradicen sino que son posibles como predicados de un solo cuerpo. La consecuencia de ello es el reposo, Jo cual es algo (representable). Se trata de una oposición verdadera. En efecto, lo puesto por una de las dos tendencias, si ésta existiera sola, es anubdo por la otra, y amhas tendencias son predicados verda­deros de una sola cosa y forman parte de ella al mismo tiempo».9

Así, pues, también en la oposición real hay negación, anula­ción; pero es negación de un tipo completamente distinto del de la contradicción. Los opuestos reales no son, como en la contra­dicción, negativos de por sí, o sea, no son sólo el No del otro, sino que ambos son positivos y reales. En este caso, dice Kant, «los dos predicados, A y B, son afirmativos».10 La negación que ellos ejercen uno sobre el otro consiste solamente en el hecho de que anulan mutuamente los propios efectos. En definitiva, en la oposición real o relación de contrariedad (Gegenverhaltnis) am­bos extremos son positivos, aunque el uno se presente como el contrario negativo del otro. «En una oposición real -dice Kant­una de las determinaciones opuestas no puede ser nunca lo con­trario contradictoria de la otra [N. B. esto], pues en tal caso el contraste sería de naturaleza lógica [ ... ]. En toda oposición real los predicados tienen que ser positivos [ ... ] De manera que las cosas a las que se considera una negativa de la otra son ambas, consideradas en sí mismas, positivas.» 11

¿Qué ocurre entonces con las c'lntidades negativas, con las cantidades a las que la matemática hace ir precedidas del signo '-'? Su denominación, dice Kant, es imprecisa. Las cantidades llamadas negativas son, en realidad, positivas. «Las cantidades indicadas con '-' llevan este signo solamente como término de oposición, porque se desea considerarlas juntamente con las que llevan el signo ' + '; pero cuando se las relaciona con otras can­tidades que tienen igualmente el signo '-' ya no hay oposición,

9. Ibídem. 10. !bid. pág. 264. 11. Ibid. pág. 268.

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dado que ésta es una relación de contrarios que sólo se produce entre los signos '+' y '-'. Y dado que la substracción es una anulación que tiene lugar precisamente cuando se consideran con­juntamente las cantidades de signo contrario, está claro que en realidad el '-' no es un signo de substracción, como se cree por lo general, sino que la substracción sólo puede indicarse me­diante una unión de dos signos '+' y '-'. Por consiguiente, -4-5 =- 9 no es en absoluto una substracción, sino que en realidad es una suma y unificación de cantidades homogéneas. En cambio, + 9 - 5 = 4 es una substracción, dado que los sig­nos contrarios indican aquí que una cantidad substrae de la otra el propio valor. Asimismo el signo '+ ', tomado por sí solo, no significa una adición [la prueba es que - 9 + 4 = - 5] ; ésta [la adición] sólo tiene lugar cuando una cantidad señalada con este signo va unida a otra cantidad ante la cual hay también, o se ha pensado, un signo '+ '; en cambio, cuando se le quiere unir a otra cantidad indicada con un '-' esto sólo puede ocurrir por oposición, y en ese caso los dos signos tomados juntos indi­can una substracción [ ... ] .» 12

Dicho con otras palabras, en la relación de contrariedad que es la oposición real hay, efectivamente, negación; pero no en el sentido de que uno de los dos términos puede ser considerado como negativo de por sí, o sea, como no-ser. «Imaginar una es­pecie particular de cosas y llamarlas cosas negativas» sería -dice · Kant- «errado». Pues «las cosas negativas significarían negaciones (negationes) en general, lo que no es en absoluto, empero, el con- .. cepto que queríamos aclarar». «Nos basta con haber explicado ya (prosigue Kant) las relaciones de contrariedad que constituyen todo ··· este concepto y que consisten en la oposición real. Ello no obstante, . para indicar ya con términos que uno de los dos contrapuestos . no es el contrario contradictorio del otro y que cuando éste es po­sitivo el otro no es mera negación pese a estar contrapuesto a él [ ... ] como algo afirmativo, seguiremos el método de los mate­máticos y llamaremos al ocaso surgir negativo, al caer subir nega-

12. !bid., pág. 265.

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tiyo, al retornar avanzar negativo. Los términos mismos utilizados ponen ele manifiesto inmediatamente que, por ejmplo, el caer no se diferencia del subir como no-A de A sino que es tan posi­tivo como el subir y contiene en él la causa de una negación úni­camente cuando está unido al subir mismo. Visto que todo se reduce a una relación de contrarios, es evidente, por cierto, que estoy igualmente autorizado a llamar al ocaso surgir negativo del mismo modo que a llamar al surgir ocaso negativo; e igualmente, también los capitales son deudas negativas, del mismo modo que éstas son capitales negativos. Sin embargo, el buen sentido nos dice que es mejor llamar con el término negativo lo que en cada ocasión se entiende por tal cuando se quiere indicar el contrario real. Así, por ejemplo, está más justificado llamar a las deudas capitales negativos que a la inversa, pese a que en la relación de contrarios misma no hay diferencia [ ... ].» 13

Conclusión: no existen cosas que sean negativas por sí mismas, esto es, negaciones en general y, por tanto, no-seres, en lo que respecta a su misma constitución intrínseca. Lo que niega o anula las consecuencias de algo es también una «causa positiva». Las cantidades llamadas negativas no son negación de cantidad, esto es, no-cantidad y, por consiguiente, no-ser, nada en absoluto. Las cosas, los objetos, los datos de hecho son siempre positivos, esto es, existentes y reales. Lo que en matemáticas se llama can­tidades negativas son, en realidad, por sí mismas cantidades posi­tivas también, aunque lleven el signo '-'. Por eso si «el célebre doctor Crusius hubiera tenido la buena disposición de informar­se acerca del sentido que los matemáticos dan a este concepto, no le habría parecido equivocado, hasta el punto de hacerse cruces maravillado, el cotejo que Newton hace cuando compara la fuerza de atracción que actúa a distancia pero que, al acercarse a los cuerpos, se transforma poco a poco en una fuerza de repul­sión, con la serie en la cual donde terminan las cantidades posi­tivas empiezan las negativas. Pues las cantidades negativas no son negaciones de cantidad, como puede hacer suponer la similitud

13. Ibíd., págs. 267-268.

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en la terminología, sino algo que en sí mismo es efectivamen¡te positivo, solo que contrapuesto a otra cosa».14 1

Vamos a resumir. Los conflictos entre fuerzas en la natu~~­leza y en la realidad, como la atracción y la repulsión en la física de Newton, las luchas entre tendencias contrapuestas, los con­trastes entre fuerzas adversas, etc.; todo eso no sólo no mina sino que, precisamente, confirma el principio de (no-)contradic­ción. Pues se trata de oposiciones que, por ser reales, son «sin contradicción», y en las cuales, por tanto, nada tiene que hacer la contradicción dialéctica. Los polos de estas oposiciones -re­cuérdese a Marx- «no pueden mediarse entre ellos» ni ~<nece­sitan de mediación alguna»; «no tienen nada común entre ellos, no se requieren ni se integran el uno en el otro». Con ello cae por su base el viejo lugar común metafísico (aunque en este caso la metafísica marche a hombros del movimiento obrero) de que sin dialéctica no hay lucha ni movimiento, sino sólo la inercia y

la inmovilidad de la muerte.

4. He dicho antes que el marxismo -el cual habla a todo pasto de oposiciones y contradicciones- no tiene las ideas claras al respecto. En la gran mayoría de los casos ni siquiera ha sos­pechado que las oposiciones son de dos tipos y además radical­mente distintas una de otra. Ahora es el momento de probar lo dicho.

Ni una palabra sobre la diferencia entre oposición real y oposición-contradicción (o sea, entre contrariedad y contradic­ción) en Engels. Ni una palabra en Plejánov. Ni una palabra tam­poco en Lukács, filósofo de profesión y que ha hablado de la e-lía-

14. Ibid., pág. 261. El trcltamiento de la distinción kantiana entre oposición lógica y oposición real ha sido en general muy insuficiente por parte de los intérpretes, no sólo por lo que respecta a los escritos precríticos sino también a la Crítica de la razón pura. Cfr., por ejemplo, N. Kemp Smith, A Commentary to Kant's «Critique of Pure Reason», II ed., Nueva York, 1962, págs. 421-423. Consideraciones útiles hay, en cambio, en Cassirer, Kants Leben und Lehre, Berlín, 1918 [Kant: vida y doctrina, trad. castellana de W. Roces, F.C.E., México, 1948].

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\ léctica desde todos los ángulos. La confusión, por último, se toca con la mano en el caso de Lenin.

Vamos a ver su nota, en los Cuadernos filosóficos> titulada «A propósito de la dialéctica». El texto empieza recordando el concepto de dialéctica del teólogo platónico, o neoplatónico ante lítteram, Filón el Hebreo: «La esencia [ ... ] de la dialéctica es el desdoblamiento del uno y el conocimiento de sus partes cons­titutivas opuestas {véanse las citas de Filón sobre Heráclito al principio de la III parte del Heráclito de Lassalle ). Así plantea igualmente Hegel la cuestión».15

En este caso la dialéctica es, pues, la unidad que lleva en sí los opuestos y que se subdivide en ellos. Se trata del caso que señalábamos antes (cfr. parágrafo 2): cada opuesto implica la unidad o inclusión de los opuestos, envía de nuevo a ella, y sólo en el seno de esa unidad o prius es la negación y la exclusión del otro opuesto. Estamos, en suma, en plena dialéctica platóni­ca: «el uno que se divide en dos» (la célebre consigna de la revo­lución cultural china). Pero nada malo hay en ello. Nada nos prohíbe ser platónicos.

Ahora bien, a ese arranque del texto sigue luego un elenco de casos dialécticas que es un elenco de oposiciones reales, esto es, de oposiciones sin contradicción y en el cual la dialéctica no entra para nada. «En la matemática, '+' y '-'; diferencial e integral. En la mecánica, acción y reacción. En la física, electri­cidad positiva y negativa. En Ja química, asociación y disocia­ción de los átomos.)> 16

El mismo camino sigue también el Presidente Mao en su fa­moso escrito Sobre la contradicción, donde repite el elenco de LeninP Tampoco en este caso quisiera parecer pesado; pero lo cierto es que también Mao se equivoca. Todos esos ejemplos de contradicciones dialécticas son en realidad ejemplos de contra­riedad sin contradicción.

15. V. l. Lenin, Quaderni filosofici, [ed., italiana], Milán, 1970, pá­gina 343 [Cuademos filosóficos, Ayuso, Madrid, 1975, pág . .345].

16. Ibídem. 17. Mao-Tse-tung, Opere scelte> Pekín, 1969, vol. 1, pág. 335.

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Pasemos ahora a la segunda clase de marxistas, es decir, a esos raros casos en los que se tuvo noticia de la «oposición real», se tomó nota de los textos de Kant y, sin embargo, se interpretó la oposición real como una «contradicción» dialéctica.

Karl Korsch, en su escrito sobre El empirismo en la filosofía de Hegel: « ... no hay que pensar las oposiciones de la dialéctica como aserciones puestas una frente a otra, sino como objetos en contraste o, para usar una expresión kantiana, como "repugnan­cias reales". De contraposiciones de este tipo no sólo habla el filósofo dialéctico Hegel sino también profundos y agudos pen­sadores como Kant y Bolzano, a quienes no movía, por cierto, una intención dialéctica. [ ... ] Un breve análisis de este concepto de oposición definido por Kant y Bolzano muestra que las relaciones que tienen lugar entre tales 'oposiciones' y las formaciones que brotan de la 'unión' de esas mismas oposiciones poseen todas las características esenciales que Hegel utiliza para su dialéctica».18

También en este caso, con todo el respeto por Korsch, se trata de palabras sin coherencia.

Vamos a ver un último caso, éste en Italia: Cesare Lupori­ni, Spazio e materia in Kant (un libro, dicho sea entre parén­tesis, en el que hay cosas interesantes y útiles). Después de ob­servar justamente que la anfibología de los conceptos de la re­flexión es «el auténtico leit-faden en la Crítica de la razón pura»,19

Luporini interpreta la crítica de Kant al principio de los indis­cernibles de Leibniz y la teoría de la oposición real, retomada por Kant en la Nota a la «Anfibología», como «el germen» «de una dialéctica materialista».20 En polémica con Hermann Ley, quien advierte justamente que la Realrepugnanz no puede incluir­se dentro de la «contradicción dialéctica» (es evidente que Ley tiene razón: la Realrepugnanz es la Realpposition y, como ésta es sin contradicción, ohne Widerspruch, no se ve en qué sentido

18. K. Korsch, Dialettica e scienza nel marxismo, trad. italiana, Bari, 1974, pág. 31-32.

19. C. Luporini, Spazio e materia in Kant, Florencia, 1961, pág. 59. 20. !bid., pág. 74.

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puede ser contradicción dialéctica), Luporini insiste en una larga nota, un tanto precipitada y confusa, en su desesperada batalla: en la oposición real de Kant «está el germen de la dialéctica materialista».21

Si se me permite una broma sin que nadie se ofenda diría que una colisión automovilística, que es un caso típico de «oposi­ción real», esto es, de dos fuerzas que actúan en dirección contra­ria, resulta ser la cotidiana verificación del materialismo dialéctico.

5. Digamos algo muy breve sobre Hegel. Su rasgo especí­fico es que en él la dialéctica de las ideas es también, al mismo tiempo, una dialéctica de la materia. Mientras que en Platón sub­siste siempre, incluso en los últimos diálogos, la disociación entre los dos mundos, el de las ideas y el de las cosas, en Hegel esa disociación desaparece.

No pretendo repetir cosas ya dichas; pero la clave de todo está en la Nota sobre el idealismo, en el Libro I de la Ciencia de la Lógica: «El idealismo de la filosofía consiste solamente en el no reconocer lo finito como un verdadero ser».22 Al no tener realidad propia, lo finito tiene que tomarla de la Idea: «La pro­posición de que lo finito es ideal constituye el idealismo». Por otra parte, para que la filosofía sea realmente idealismo es me­nester que «el principio se halle en ella realizado efectivamente»,23

esto es, que la Idea se haga realidad. Si se presta atención se ve en seguida que la relación finito­

infinito, ser-pensamiento, sigue el modelo de la contradicción «A no-A». El uno separado del otro, esto es, al margen de la Unidad, finito e infinito son ambos abstractos, irreales.24 El finito, con­siderado por ser, no es un verdadero ser, es no-ser; el infinito, por su parte, es el más allá vacío, sin existencia real. Cada polo de

21. !bid., pág. 116. 22. Hegel, La scienza defla logica [trad. italiana] Barí, 1924, vol. I,

pág. 169 [Ciencia de la Lógica, trad. castellana de A. y R. Mondolfo, Ha­chette, Buenos Aires, 1956].

23. !bid., pág. 170. 24. Kroner, Von Kant bis Hegel, cit., vol. II, pág. 360.

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la contradicción es por sí mismo negativo, es simplemente el No del otro y tiene su esencia fuera de él, en el opuesto.

Planteados así los términos del problema se da también la solución. Si el finito tomado separadamente, tal como es por su cuenta o fuera del pensamiento, no posee verdadera realidad, es evidente que habrá que considerarlo en relación con el otro, o sea, con y en el infinito, en suma, en la Idea o Razón. De este modo cada cosa se resuelve en la unidad de «ser» y «no-ser» juntos (los ¡tÉ"ftlna "fÉvr¡ de la dialéctica de Platón). Donde estaba la cosa ha entrado ahora subrepticiamente la contradicción lógica; ya no hay ser sino sólo pensamiento («idealismo acrítico» de la filo­sofía de Hegel, según la fórmula marxiana del 44 ). Por otra parte, e inversamente, al igual que el particular o el finito se ha disuelto en la contradicción lógica así también, a su vez, la con­tradicción lógica es traspasada al finito, a la objetividad; en una palabra, resulta realizada, o sea, transferida desde el «más allá» de la Idea al «acá» del mundo, de modo que todo lo que existe deviene ahora manifestación o exposición positiva de la Idea (siempre según el Marx del 44: «positivismo acrítico» de la filo­sofía de Hegel).

Es un hecho -esto es, un dato consignado en la filología de los textos- que la dialéctica de la materia, la dialéctica de las cosas (que debería ser lo «específico» del marxismo) está toda contenida ya en la obra de Hegel; y no en contradicción con su idealismo, sino como instrumento y medio del mismo. El propio Hegel ha puesto de manifiesto varias veces el locus de origen de esta «dialéctica de las cosas», señalando que está en el escepti­cismo antiguo, en el pirronismo y, retrocediendo aún más, en el Parménides platónico (cfr. su escrito de 1801 sobre la Relación del escepticismo con la filosofía, además de toda su obra de madurez).

El vínculo esencial que liga pirronismo y filosofía (idealismo) está, según Hegel, en que con sus tropos el escepticismo antiguo se rebela contra la creencia del sentido común en la existencia de las cosas, en la materialidad del mundo; en que éste es scepsis contra la materia. Al dialectizar hs cosas, ill mostrar que lo que parece determinado «tal cual», «es» y «no es» así, aquel escep-

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\ ~ismo -dice Hegel- hace vacilar la certeza del sentido común acerca de la existencia de los objetos, limpia el campo de mate­rialismo y prepara de este modo el acceso a la verdadera filo­sofía. Su única limitación re~íde en que después de realizar esa destrucción el pirronismo -afirma Hegel -concluye negativa­mente, mientras que la verdadera filosofía, esto es, el idealismo va más allá: restaura lo finito, antes descartado y transcendido, presentándolo como una objetivación de la Idea, o sea, como encarnación de la Razón dialéctica (el Logos divino en el mundo).

A diferencia del escepticismo antiguo, que es «filosófico» por ser escéptico respecto de la materia, Hegel considera el escepti­cismo moderno de Hume y de Kant como «no filosófico» (esto es, como desleído por el materialismo del sentido común) por hallarse vinculado todavía a la creencia en la certeza sensible. Es un hecho, por lo demás, que mientras que para Hegel lo fini­to es no-ser y las cosas no tienen realidad verdadera, Kant, en cambio, afirma lo contrario, incluso en las escasas páginas que ahora hemos consultado; a saber. que no existen cosas negativas per se, negaciones en general, y que las cantidades llamadas nega­tivas no son negación de cantidad, no-ser o mera nada, sino que también ellas son entidad~$ positivas.

Pues bien, el drama del marxismo está en que a partir de •' un cierto momento (y por una serie de motivos que aquí sería im­

posible nada más que apuntar; aunque uno de ellos, importante, lo veremos más adelante) ha recogido al pie de la letra (cfr. la Dialéctica de la naturaleza de Engels) la «dialéctica de la materia» de Hegel, confundiéndola con una forma superior de materia­lismo. Se me objeta que eso ha ocurrido no sólo con Engels sino también con Marx. Y respondo que -aunque, en parte, es ver­dad- no veo la fuerza del argumento. O se demuestra que el Diamat tiene validez (y todo el peso de la demostración corres­ponde hoy a Geymonat), o s! no, se corre el riesgo de complicar en el mismo error a ambos socios fundadores.

He dicho ~<el drama del marxismo». Para mí no cabe duda de que, al menos en parte, ese drama se concreta hoy también en la relación del marxismo con la ciencia, empezando naturalmente

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por las ciencias de la naturaleza. No es sólo un problema teórico; es un problema político y estratégico. La ciencia está profunda­mente introducida en el mundo moderno. Y aquí desembocan los problemas del desarrollo, la actitud respecto de las ideologías «tercermundistas» y toda esa enorme, aunque caótica, masa de problemas prácticos y éticos que han salido a la luz durante estos últimos años. ¿Qué actitud adopta el marxismo al respecto?

Con frecuencia se obvia el problema pasando al ataque con­tra el positivismo y el cientificismo. Esta es el arma preferida de algunos «jóvenes marxistas» de Bari. Pero el argumento no vale ni una perra gorda. Pues el positivismo y la ciencia no son lo mismo; disparar a mansalva contra el cientificismo, sin explicar qué se piensa de la ciencia, es una política peligrosa. El reciente libro de Kolakowski sobre la historia del positivismo, desde Hume al Círculo de Viena, es un ejemplo de ello; la ciencia es equiparada allí al positivismo, con la cual la ciencia queda redu­cida a ideología: la ciencia es la ideología que hay que eliminar. El título del libro en la edición americana lo dice ya todo: The alienation of reason. La ciencia es la alienación de la razón; y no es casual que en la conclusión vuelvan a aparecer Bergson y Husserl y, junto a ellos, desde luego, la transcendencia.

Otro ejemplo de lo mismo es el prólogo de Pací (1968) a la Krisis de Husserl. También Pací se lanza a la lucha contra «aque­llas ciencias y aquellas técnicas que transforman a un hombre vivo en una cosa, en un objeto, en una pieza de la máquina in­dustrial». Y no deja de ser sintómatico que concluya anunciando el surgimiento de una nueva teología: «La verdad vive en el mun­do pero no pertenece a nadie; no forma parte del mundo y no es del mundo. Tal es la razón de que el principio fundamental de la teología que está a punto de nacer sea, por motivos dialécticos, precisamente el de la teología que es comprendida por los sim­ples y los pobres antes de ser comprendida por los ricos, los so­fisticados y los estudiosos. Esta teología nos dice algo senci­llísimo: Dios es vida, pero no tiene realidad».

Contra el cientificismo estamos todos, por supuesto. El pro­blema radica en cómo estar contra el cientificismo y el positi-

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\ \ vismo manteniendo al mismo tiempo una relación seria y real con la ciencia, o sea, escapando a lo que Lenin llamaba Pfaffentum. Pues bien, en eso el Diamat no sirve para nada. Al invocar la física dialéctica, la química dialéctica, etc., o bien al traer a colación a Lenin a la hora de resolver los problemas de la fí­sica teórica {como hace -con una pizca de demagogia- Gey­monat), se asume (o se estimula) una posición crítico-negativa respecto de las ciencias que existen, posición que coincide objeti­vamente (permítaseme por una vez también a mí el uso de ese abverbio fatal) con los exorcismos dirigidos a la ciencia por la nueva teología que no3 promete Pací. Todo lo que el Diamat podía dar lo dio ya con Lysenko.

6. Estas consideraciones sirven para introducir el razona­miento acerca de un intento, a su modo desesperado y, pese a ello, muy significativo, que en años no demasiado lejanos fue rea­lizado por algunos filósofos y lógicos polacos y alemanorientales (materialistas, aunque no «materialistas dialécticos») seriamente preocupados e impuestos en los problemas de la ciencia moderna.

La ciencia moderna no conoce la dialéctica de la materia ni sabe qué hacer con ella. La considera justamente como una filo­sofía romántica de la naturaleza. Cuando Engels escribe que la luna es la «negatividad» de la tierra,25 o que «al igual que la elec­tricidad, el magnetismo, etc. se polarizan, se mueven en la opo­sición, así ocurre con el pensamiento»,26 o, por último, que «un gusano, cortado en dos, mantiene en el polo positivo el orificio receptor y forma en el extremo opuesto un nuevo polo negativo con orificio excretor; pero el viejo polo negativo (el ano) se convierte ahora en positivo, deviene boca, mientras un nuevo ano (polo negativo) se forma en la extremidad cortada. He ahí la conversión de lo positivo en negativo»,27 el científico moderno

25. F. Engels, Dialettica deUa natura [ed. italiana}, Roma, 1955, pá­gina 239 [Dialéctica de [a naturaleza, trad. castellana de W. Roces, Grijalbo, México, 1961].

26. lbid., pág. 207. 27. lbid., págs. 210-211.

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(aun admitiendo que todavía se meta en esas lecturas) sonríe y piensa en Schelling o en Baader.

La ciencia no puede operar con las tres leyes generales de la dialéctica; la ciencia utiliza el principio de (no-)contradicción, esto es, precisamente ese principio que los «materialistas dialécti­cos» piensan que es el principio de la metafísica cuando, en cam­bio, todo científico sabe a la perfección que se trata del princi­pio de la determinación material, además de ser, al mismo tiempo, principio de la coherencia de! discurso. (Por lo demás -digámos­lo entre paréntesis- no hay aquí motivo para el escándalo ni para el miedo: la doctrina leniniana del «reflejo» -razonada seriamente- lleva a la teoría clásica de la «correspondencia», una teoría que no sólo no está en contradicción con la ciencia moder­na sino que, por el contrario, ha sido reivindicada hace poco por el propio Tarski: «Quisiéramos que nuestra definición hi­ciera justicia a aquellas intuiciones que están vinculadas con la concepción clásica aristotélica de la verdad».28

¿Qué hacer, pues -siendo científicos o filósofos preocupados por los problemas de la ciencia- para seguir manteniendo la relación con el marxismo? Esa pregunta es lo que hay detrás del intento que se delineó en el transcurso de la larga (y en gran parte vana) discusión Ueber Frage del Logik, que auspició en sus propias páginas durante algunos años, de~de 1953, la «Deutsche Zeitschrift für Philosophie»,29 un intento este -inútil sería de­cirlo- que tuvo como protagonista a una pequeñísima minoría pronto reducida y sometida al silencio por el caótico vocear de los bardos del régimen y que, pese a todo, dejó huella en algún libro.

¿Qué forma tomó ese intento? La de una recuperación de la Realopposition de Kant; pero no para demostrar, como Luporini, lo indemostrable, o sea, que también en la oposición real de Kant

28. A. Tarski, «La concepción semántica de la verdad y los fundamen­tos de la semántica», en Antología semántica compilada por M. Bunge, Buenos Aires, 1960.

29. Amplias referencias a esa discusión en N. Merker, Le origini delta logica begeliana, Milán, 1961, págs. 120, 358-60 y passim.

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hay un «germen de dialéctica materialista», sino para defender, mucho más fundadamente, que lo que los «materialistas dialéc­ticos» presentan como contradicciones en la naturaleza son en realidad contrariedades, esto es, oposiciones obne Widerspruch, y que, por tanto, el marxismo puede muy bien seguir hablando de conflictos y de oposiciones objetivas sin verse por ello obligado a declarar la guerra al principio de (no-)contradicción, con lo cual sigue el camino de la ciencia.

«El término 'contradicción' (Widersprucb )» -empezó ponien­do de manifiesto Wolfgang Harich (que luego fue condenado a diez años de cárcel por motivos políticos)- «desde Hegel ha estado cargado de equívocos, los cuales tienen que ver directa­mente con el carácter idealista de la dialéctica hegeliana. [ ... ] Si se toma la palabra 'contradicción' en su sentido literal -y así es como la entiende la lógica- las contradicciones son exclusiva­mente cosas del juicio (Sache des Urteils), se producen solamente en el pensamiento y en el lenguaje» de aquellos que se contra­dicen. «En cambio, si se entiende por 'contradicción' algo distinto del sentido puro y simple del término, o sea, el conflicto (Wi­derstreit), la lucha de los opuestos, la lucha entre lo viejo y lo nuevo, la oposición entre dos lados de una cosa», entonces se trata de Realrepugnanz.30

Apoyando a Harich (pero también para corregir ciertas con­fusiones y vacilaciones del mismo debidas, probablemente, a con­sideraciones de oporttmidad política) intervino luego Paul Linke, de Jena, con un artículo tan breve como resuelto y coherente. Después de ratificar el sentido objetivo y materialista del princi­pio de no-contradicción (« .. .la armonía lógica de todo lo que es, la imposibilidad de contradicciones en la realidad, puesto que las leyes lógicas son en última instancia leyes ónticas ... »), y después de polemizar con «la superficial opinión, difundida tanto en el Este como en Oeste, según la cual se darían contradicciones en

30. W. Harich, en «Deutsche Zeitschrift für Philosophie», 1953, n. 1, pá8. 205.

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la realidad» 31 que harían necesario el uso de una «lógica dialéc­tica especial», «superior a la lógica común y 'formal'», Linke acabó refiriéndose también a Kant. Adelantando que «Hegel infec­tó el término 'contradicción' con graves equívocos que han dejado su huella hasta hoy», Linke concluía que «habría que dejar de emplear esta palabra en conexiones que implican en realidad algo completamente distinto, a saber la lucha de los opuestos y, en definitiva, lo que Kant llamó Realrepugnanz y que no tiene nada que ver con la contradicción lógica».32

Resulta imposible pararnos aquí a ver algunas otras obser­vaciones, preñadas de implicaciones importantes, formuladas por Linke a lo largo de su artículo. En conexión estrecha con los problemas tocados antes, Linke abría un breve parágrafo sobre la historia del argumento ontológico para recordar cómo había sido restaurado y revivido dicho argumento en la filosofía mo­derna: «Descartes, Spinoza y, en cierta medida, el propio Leibniz son en este caso los restauradores». Por el contrario, «Hume fue el primero que combatió de nuevo ese argumento en la época moderna o que, al menos, proporcionó el material para una lucha eficaz contra el mismo. A Kant le cupo la responsabilídad esen­cial en esa batalla, pero sobre la base de teorías tan discutibles que sus sucesores han podido retomar de nuevo esta singular doc­trina en una forma más o menos enmascarada, hasta que con Hegel eso se hizo ya de un modo completamente explícito y abierto»Y

El hecho que ahora nos interesa señalar es la posición adop­tada por el eminente lógico materialista polaco K. Ajdukiewicz (que intervino también en la discusión abierta por la revista ale­mana) en su libro Abriss der Logik. «El principio de (no-)contra-

31. Paul F. Linke en «Deutsche Zeitschrift für Philosophie», 1953, n. 2, pág. 358. La afirmación de que la realidad es no-contradicción y de que, por tanto, no existen contradicciones en la realidad va acompañada, natural­mente, por el reconocimiento de que en la realidad existen conflictos y oposiciones reales.

32. Ibid., pág. 359. 33. Ibid.

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dicción -escribe- excluye el que dos propos1c10nes contradic­torias-opuestas puedan ser verdaderas simultáneamente. Con ello el principio excluye que puedan existir en la realidad datos de hecho (Sachverhalte) contradictorios, que, por tanto, algo sea así y al mismo tiempo no sea así. Esto -continúa Ajdukiewicz- no significa que el principio de (no-)contradicción niegue la existencia de contradicciones en la realidad, a condición de que por 'contra­dicción' se entiendan tendencias antagónicas o fuerzas que operan de modo contrapuesto. La relación de acción y reacción, de efecto y contra-efecto no es lo mismo que la relación entre el darse y el no darse de una situación de hecho, entre el ser y el no-ser de algo; la reacción no es lo mismo que el no-darse de la acción y el con­tra-efecto no es lo mismo que el no-darse del efecto. Al contra­rio, si la acción o el efecto es una fuerza, también la reacción o el contra-efecto es una fuerza y no simplemente el no-ser de aquella fuerza. De manera que el llamado 'cuarto principio de la dialéc­tica', el principio de la unidad y de la lucha de los opuestos (el cual afirma que son propias de todos los objetos y de todos los fenómenos 'contradicciones' internas cuya lucha es el principio motor de su desarrollo y de su progreso) no está en conflicto con el principio de (no-)contradicción. Pues esas 'contradicciones internas' de que habla la dialéctica no son estados de hecho que se contradicen [ ... ], sino que son fuerzas que se combaten, que actúan en direcciones contrapuestas. Dicho con otros términos, el cuarto principio de la dialéctica entiende la palabra 'contradic­ción' en un sentido diferente a como la entiende el principio de no-con tradicdón ». 34

Pido perdón por lo largo de la cita, pero pienso que al lector atento no se le habrá escapado la importancia de la misma. En ese texto, además de continuarse la tentativa delineada ya en la discusión abierta por la «Deutsche Zeitschrift für Philosophie», se adelanta un elemento nuevo, de orden político pero no por ello menos significativo. En la parte esencial de su argumentación Ajdukiewicz ratifica lo que había dicho Harich y, mejor que él,

34. K. Ajdukiewicz, Abriss der Logik, Berlín, 1958, págs. 79-80.

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Paul Linke. El principio aristotélico de no-contradicción no niega la existencia de contradicciones en la realidad... «a condición de que por 'contradicciones' se entiendan tendencias antagónicas, esto es, a condición de que por 'contradicción' no se entiende la con­tradicción sino la contrariedad, la no-contradicción, la «oposición real» de Kant. Eso es tan cierto que todo lo que muy bien dice Ajdukiewicz sobre acción y reacción, efecto y contraefecto, repro­duce al pie de la letra el razonamiento de Kant acerca del subir y el caer, el surgir y el decaer, y, en general, acerca de las can­tidades llamadas negativas. <~El caer no se diferencia del subir -decía Kant -como no-A de A, sino que es tan positivo como el subir»; «las cantidades negativas no son negaciones de canti­dad», esto es, no-cantidad y, por consiguiente, no-ser, nada, sino que sen, también ellas, cantidades positivas.

Ahí todo está, pues, en su lugar y no hay problema. El pro­blema surge, en cambio, cuando se adelante lo que he llamado el elemento «político», o sea, cuando -después de haber dicho lo que ha dicho- Ajdukiewicz parece creer que su razonamiento es compatible con lo que él llama extrañamente el cuarto princi­pio de la dialéctica (como es sabido, Engels sólo enumera tres), es decir, con el principio dialéctico de la lucha y la unidad de los opuestos. Pues, aunque al concluir la página Ajdukiewicz reafir­ma que en todo momento se trata de entender la «contradicción» en sentido metafórico (esto es, no como contradicción, sino como contrariedad no-contradictoria), resulta evidente que el hombre es demasiado riguroso e inteligente como para que pueda pasársele por alto la intrusión de un «elemento» de concesión política que no se sabe si es ofrecido o pedido.

Habría que ocuparse ahora de otro eco de la discusión man­tenida en la revista filosófica alemana; éste en el libro de Georg Klaus Einführung in die formale Logik. Lo haremos muy breve­mente. Lo más importante o significativo, desde el punto de vis­ta del problema que aquí nos interesa, es lo siguiente:

a) la reafirmación del sentido objetivo, óntico (o, como dice Klaus, «ontológico») del principio aristotélico de no-contradic­ción. «En la base de ese principio -dice Klaus -está una ley

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fundamental de la realidad y ésta se refleja en nuestra mente como principio de la exclusión de la contradicción (vom ausgeschlossenen Widerspruch)»; 35

b) la repetida acusación contra Hegel por haber cargado de equívocos el término «contradicción» confundiéndolo con el de «contrariedad» (aunque luego, en las páginas siguientes, se con­funda también un tanto al polemizar, a este respecto, con el libro de M. Aebi, Pouvoír de !'Esprit sur le Réel); 36

e) el uso político-metafórico, como ocurría en Ajdukiewicz, del término «contradicción».37

7. He insistido tanto en el intento que se puso de manifiesto durante la discusión propiciada por la «Deutsche Zeitschrift für Philosophie» porque ese intento coincide, en algunos puntos fun­damentales, con los resultados a los cmlles había llegado, algunos años antes y por cuenta propia, como culminación de una larga y original experiencia contra la corriente, Delia Volpe en su Lógica como ciencia positiva. Con la diferencia -que ahora no interesa- del mantenimiento por parte de Delia Volpe de la contradicción dialéctica como instrumento racional para pensar la oposición objetiva o real, los motivos de coincidencia con los lógicos polacos y alemanorientales saltan a la vista:

a) Reivindicación del principio aristotélico de determina­ción, esto es, del carácter «plmtual» o no-contradictorio del sub­¡ectum o contenido material del juicio.

b) Crítica de los procesos de hipostatización hegelianos, esto es, del trueque especulativo entre razón y materia, y, por tanto, Je la confusión introducida por Hegel entre contradicción lógica y contrariedad material, o entre oposición-inclusión y oposición­exclusión en tanto que contrariedad de opuestos incomponibles

35. G. Klaus, Einführ.ung in die formale Logik, Berlín, 1959, pág. 50. 36. Ibid., págs. 52-53. 37. Ibid., págs. 50-51 y 54-55.

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(este trueque, como ya hemos visto, consiste en reducir, por una parte, las diferencias materiales a diferencias dentro de la Razón, esto es, a momento de la contradicción lógico-dialéctica, y en restaurar luego subrepticiamente la no-contradicción mate­rial, o sea, las oposiciones reales antes transcendidas para presen­tarlas como manifestaciones o modos de existencia de su opuesto, esto es, de la contradicción o Razón dialéctica así sustantificada).

e) Reivindicación de los elementos de crítica antiespeculativa y antimetafísica de Kant y, señaladamente, de su capital crítica contra Leibniz; reivindicación, dicho sea para los irritables, que todavía hoy provoca escándalo y desconcierto pese a que ya en Materialismo y empiriocriticismo Lenin, quien probablemente no había leído la Crítica de la razón pura, intuyó (cfr. todo el capítulo sobre «la crítica del kantismo desde la izquierda y desde la de­recha») que, en ciertos aspectos, «Kant es materialista» o por lo menos «tiende al materialismo».

No voy a detenerme a evocar ahora, por patriotismo (ade­más, eso es agua pasada), la suficiencia o la arrogancia (y, alter­nativamente, los lamentos y los chistes más o menos susurrados) con que las vírgenes insensatas del marxismo crociano italiano (los salones que no habían aprendido del marxismo otra cosa que el que las ideas deben tener «manos y pies») acogieron la investigación de Delia Volpe. Basta con decir aquí, para ser breve, que hasta Togliatti se arremangó para dedicarse, ex abrupto, al es­tudio (luego, por fortuna para él, abandonado) de la relación de Marx con Hegel.

En csmbio, lo que sí es importante observar es que casi nadie se dw cuenta entonces de que lo que parecía el intento de un filósofo extravagente y volcado hacia el pasado (hay que figurár­selo: ¡la recuperación de Aristóteles y de Kant!) tenía detrás un problema actualísimo y de vital importancia; a saber, la relación del marxismo con la ciencia. El restablecimiento del principio de no-contradicción era en esto un paso obligado. Y como para reha­bilitar este principio había que liberarse de los grandes equívocos con que Hegel cargó al término «contradicción» y ajustar las

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cuentas con la dialéctica idealista, Delia Volpe se preparó para esta tarea y la llevó a cabo dando comienzo a aquella obra de desmantelamiento del viejo y harapiento Diamat que, como se es­taba en Italia y no en la Alemania Oriental, otros se cuidaron de concluir.

El resultado de esa operación se cuenta en pocas palabras. Se liquidaba gran parte de la obra filosófica de Engels, no por prejuício alguno sino porque precisamente ésta había sido la fuente del Diamat, o sea, de aquella cosmogonía metafísica, ver­dadera <<novela filosófica» a que había quedado reducido el mar­xismo (desde la época de la Tercera Internacional) coincidiendo con su parálisis como materialismo histórico, esto es, como análisis económico-político de la sociedad y del mundo moderno. Y pasan­do por encima de las escasas y dispersas afirmaciones en las que también Marx parecía tomar partido en favor de la «dialéctica de la materia», se revalorizaba, por el contrario, el dato fáctico, importante e incontrovertible, de que él nos había dejado El Ca­pital, los Grundrisse, las Teorías sobre la plusvalía, o sea, un análisis del capitalismo moderno, y no una cosmogonía.

Todo el discurso, aparentemente abstruso y extravagante, sobre la dialéctica, la contradicción y la contrariedad, tendía a un fin preciso. Puesto que lo que los Diamatiker presentaban como contradicciones en la realidad son, de hecho, contrariedades, o sea, oposiciones reales y, por tanto, no-contradicciones, el marxismo puede y debe seguir hablando de conflictos y de oposiciones obje­tivas, pero sin por ello tener que reivindicar (y menos tratar de imponer a la ciencia) una lógica especial propia (la dialéctica) di­ferente y contraria de la lógica seguida por las ciencias que existen. Más todavía: el marxismo puede seguir hablando de las luchas y de los conflictos objetivos en la naturaleza y en la sociedad uti­lizando la lógica no-contradictoria de la ciencia, o, mejor dicho, haciendo y haciéndose ciencia él mismo.

Tales son las consideraciones que estaban en la raíz de la fór­mula dellavolpiana acerca de Marx como «Galileo del mundo moral» (fórmula sugestiva y estupenda ... si pudiera ser verdade­ra). En lenguaje moderno y con una extraordinaria riqueza en

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cuanto a referencias histórico-filosóficas se recogía así una aspira­ción antigua y profunda del marxismo, enunciada ya por Engels ante la tumba de Marx, por Lenin en Los amigos del pueblo, por Hilferding en El capital financiero y, después de éstos, por otros mil. Se trata de la aspiración del marxismo a constituirse como fundación de las ciencias sociales, eso es, como la ciencia de la sociedad; y ciencia en el sentido serio de la palabra, esto es, ciencia del mismo tipo (aunque con técnicas distintas) que las ciencias de la naturaleza, ciencia, por tanto, no en sentido meta­fórico.

Parecía que Hegel no tenía nada que ver con El Capital. El conflicto entre capital y trabajo asalariado no era sino una Realop­position, esto es, una confrontación entre fuerzas no diferentes, en línea de principio, a las analizadas por Galileo y Newton; un conflicto áspero, radical, pero que (precisamente por ello) no hay que confundir con la contradicción dialéctica. Pasa a primer plano lo que Labriola -sin que se le acusara por eso de positivismo­llamó en su época la «naturalización» que el marxismo opera en la historia. Y salía a la luz el concepto de «formaciones económi­co-sociales». Marx era el científico que había analizado -o abier­to el camino para el análisis- aquellas particulares especies, «artificiales» o históricas, que son los varios tipos de sociedad que se han producido en el decurso del acontecer sumano. «Del mismo modo que la idea del transformismo, demostrada con res­pecto a una cantidad suficiente de datos) se extiende por todo el campo de la biología pese a que todavía no ha sido posible establecer con exactitud el hecho de la transformación de ciertas especies de animales y vegetales»; «del mismo modo que el trans­formismo no pretende en absoluto explicar 'toda' la historia de la formación de las especies sino solamente elevar a un nivel cien­tífico los métodos de dicha explicación, así también el materia­lismo en la historia no ha pretendido nunca explicarlo todo sino solamente indicar 'el único método científico' para la explicación de la historia».38

38. Lenin, Opere sceltc, [ed. italiana], Moscú, 1949, vol. I, pág. 81.

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Y, junto a todo eso, pasaba a primer plano -con la idea del marxismo como sociología materialista- la idea y el interés por el concepto de la generalización y de la reiterabilidad cientí­fica en la historia (sobre lo que, en aquel momento, Luporini escribió un ensayo que todavía se recuerda con gusto); la idea, en suma, de una conjugación de sociología e historia precisamente en los términos en que iba a formularla algunos años más tarde E. H. Carr cuando en sus Seis lecciones sobre la historia '~' escribe que «afirmar que las generalizaciones son ajenas a la actividad del historiador es una tontería, pues la historia se alimenta de genera­lizaciones» y «cuanto más sociológica se haga la historia y más histórica la sociología tanto mejor para ambas».

De este modo el instrumento teórico era (o lo parecía) restau­rado y enmendado, dispuesto para servir a un movimiento que precisamente entonces (muerto Stalin y luego del «informe secre­to») parecía a punto de renovarse radicalmente -aunque a costa de esfuerzos y laceraciones profundas- recobrando así nueva vitalidad. Parecía la primavera del mundo. Pero en realidad, más modestamente, era sólo la de algunos de nosotros.

8. El punto por el que iba a entrar en crisis todo ese razo­namiento fue madurando poco a poco. Leyendo y releyendo El Capital, y particularmente las primeras secciones que, como afir­mó el propio Marx, son las más difíciles (y en algún momento incluso esotéricas), me pareció entender que la teoría del valor formaba un mismo todo con la teoría de la alienación y del fetichismo. El «trabajo abstracto» o creador de «valor» era el mismo trabajo alienado.39 Con ello volvía a tomar fuerza algo que había intuido muchos años antes (al principio del capítulo IV

* Se trata del volumen publicado en castellano con el título ¿Qué es la historia?, traducción de J. Romero Maura, Barcelona, 1969. (N. del T.)

39. Este punto de mi investigación ha sido recogido y desarrollado por C. Napoleoni en su introducción a P. M. Sweezy, La teoria dello svilu­ppo capitalistico, Turín, 1970, así como también en las importantes Lezioni sul capitolo sexto inedito di Marx, Turín, 1972. Una reconstrucción orgá­nica de todo ese desarrollo teórico hay en la introducción de Cristina

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de mi Introducción a los Cuadernos filosóficos de Lenin)* y que, al seguir dentro del modo de razonar de Delia Volpe, no había logrado desarrollar y sacar a la luz desde entonces; a saber, que los procesos de hipostatización, la sustantificación de lo abstrac­to, la inversión de sujeto y predicado, etc., lejos de ser para Marx sólo modos defectuosos de reflejar la realidad propios de la lógica de Hegel, er~n procesos que él [Marx] reencontraba (o creía reencontrar, la diferencia importa poco ahora) en la es­tructura y en el funcionamiento mismo de la sociedad capita­lista.

Me parece innegable que algo de cierto hay en esa interpre­tación, pues Delia Volpe no logró nunca dar cuenta de la teoría del fetichismo en Marx; y, obviamente, no porque no quisiera, sino porque en su esquema de razonamiento no tenía cabida esta teoría. Sin embargo (pese a su horrible nombre, del que pres­cindiría si pudiese) esta teoría es esencial en el discurso econó­mico de Marx. En efecto -como lo demuestra, para sólo citar un paso, la parte VII del libro III de las Te o rías sobre la plus­valía (empezando por el parágrafo intitulado «El fetiche del ca­pital»)- dicha teoría entra en la constitución de la teoría del capital, del beneficio, del interés y de la renta de la tierra.

«La forma del rédito y las fuentes del mismo expresan las relaciones de la producción capitalista de modo fetichista; su existencia, tal como se presenta en la superficie, está separada de la conexión secreta y de los miembros intermedios que operan la mediación. De este modo la tierra se convierte en la fuente de la renta de la tierra, el capital en la fuente del beneficio y el trabajo en la fuente del salario.» Esto no está dicho sobre el modo como los economistas entienden invertidamente la realidad, sino que está dicho sobre el modo como la realidad misma se presen-

Pennavaja a C. Napoleoni, Ricardo und Marx, Frankfurt run. M., 1974, págs. 20-26.

* Esa introducción titulada «ll marxismo e Hegel» constituye la pri­mera parte del libro de L. Colletti publicado en 1969 con el mismo título (volumen primero de la traducción castellana: col. Teoría y Praxis, Grijalbo, México, 1976). (N. del T.)

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ta. Tanto es así que Marx añade inmediatamente después: «La forma torcida en que se expresa la inversión real [adviértase bien esto] se encuentra reproducida naturalmente en las representa­ciones de los agentes de este modo de producción».40 Aunque el interés no es más que una parte del beneficio fijada bajo un nom­bre particular, dicho interés aparece aquí como creación propia del capital en cuanto tal, independientemente del proceso de producción y, por tanto, como una ~reación debida a la simple propiedad del mismo, a la propiedad del dinero o de la mer­cancía, con independiencia de las relaciones que dan a esta pro­piedad el carácter de propiedad capitalista porque la contrapo­nen al trabajo»Y En este caso, igualmente, el razonamiento no se refiere al modo en que presenta las cosas la V ulgaroekonomie, sino al modo en que se presenta la propia realidad capitalista. «La materialización [Versachlichung: mejor, "cosificación"], la inver­sión, la locura completa del capital como capital productor de intetés» 42 es atribuida aquí por Marx -por embarazoso que ese modo de ver pueda ser- a la realidad del capital mismo, no al concepto de ella formulado por los economistas. Su tesis, en suma, es que ~<en este modo de producción todo se presenta in­vertido».43

Esta manera de plantearse las cosas, que está en la raíz del con­cepto mismo de valor, de dinero, de capital, no tiene nada que ver, por cierto, con la economía de Smith y de Ricardo. El dinero de Ricardo es el numerario. En cambio, para entender qué es el dinero de Marx hay que leer el capítulo de los Grundrisse sobre el dinero. Mientras que en Ricardo el dinero es una medida, en Marx es un producto de la alienación (el «Dios de las mercan­cías»); alienación que está estructurada de forma análoga a la de Feuerbach, la cual, a su vez, está estructurada de forma análo-

40. Marx, Storia delle teorie economiche (Teorie sul plusvalore), Turín, 1958, págs. 473-474 [Historia crítica de la teoría de la plusvalía, trad. cas­tellana La Habana, 1965, vol. II, pág. 366].

41. Ibid., pág. 483. 42. Ibid., pág. 477. 43 Ibíd., pág. 497.

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ga (aunque invertida) a b alienación de Hegel. Toda la discusión abierta por Bortkiewicz y concluida por Sraffa es, desde este punto de vista, una discusión que se mueve en el vado, pues Bortkiewicz acepta que el «dinero» de Marx sea el «dinero» de Ricardo. Desde el punto de vista del economista tal vez es nece­sario hacerlo; desde el punto de vista de lo que entendía Marx eso es algo sin sentido.

No pretendo irme por las ramas. El sentido de lo que estoy diciendo es que hay dos Marx. De una parte hay el Marx de los prólogos al Capital, que se presenta como el continuador y coro­nador de la economía política como ciencia implantada por Smith y Ricardo. De otra parte hay el Marx crítico de la economía po­lítica (no de la economía política burguesa, sino de la economía política tout court), que enlaza (e invierte) el discurso de Smith y de Ricardo con una teoría de la alienación de la que los econo­mistas no saben nada. En el primer caso, el discurso económico­científico se refiere a una realidad que es captada en las formas positivas con que la capta toda ciencia. En el segundo, la realidad acerca de la cual se razona está patas arriba, «cabeza abajo»: no es la realidad sic et simpliciter, sino que es la realización de la alienación; no es una realidad positiva, sino una realidad que hay que subvertir y negar.

Ni que decir tiene que esa diferencia es muy profunda. De una parte, la economía política, en tanto que ciencia, indaga y pone de manifiesto leyes económic-as objetivas (las famosas «leyes eco­nómicas del movimiento de la sociedad moderna») que son aná­logas en todo a las leyes de la naturaleza denominadas por el propio Marx, en el prólogo al Capital, Naturgesetze («No se trata aquí del grado de desarrollo más elevado o más bajo de los antagonismos sociales que brotan de las leyes naturales de la producción capitalista. Se trata precisamente de esas leyes, de esas tendencias que actúan y se imponen con necesidad de bron­ce»). De una parte, en suma, la economía política procede igual que la ciencia natural misma: «Las leyes económicas de que habla­ba la economía política clásica -escribe Dobb- eran leyes obje­tivas que arrastraban a Jos hombres -independientemente de sus

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proyectos conscientes- como una 'mano invisible'; era un reina­do de la ley en el campo social similar al del determinismo que la ciencia de entonces estaba descubriendo en el campo de la naturaleza. Esas leyes, esas tendencias objetivas, existen o no existen; y en este último caso la economía política, tal como ha sido concebida tradicionalmente, es una pura ilusión».44

De otra parte, en cambio, esas leyes aparentemente materiales u objetivas no son sino la objetivación fetichista de las relacio­nes sociales humanas que escapan al control de los propios hom­bres; no son objetividad natural, sino alienación. Hasta el punto de que Marx puede escribir que las mismas consideraciones de Ricardo acerca de la caída de la cuota de beneficio son sólo la demostración «en términos puramente económicos, o sea, desde el punto de vista burgués, dentro de los límites de la comprensión capitalista, desde la perspectiva de la producción capitalista misma, de que esta última es limitada y relativa».45

Podría observarse que precisamente esas consideraciones que ahora estoy desarrollando absuelven a Delia Volpe de la crítica que antes le he hecho. Pues en su interpretación de Marx no había lugar para la teoría del fetichismo precisamente porque se atenía a la lectura de Marx como «científico»; en él se repetía, con otras palabras, una constante de la historia de las interpre­taciones de Marx, que se produjo ya con Kautsky, con Hilferding, con Lenin, con Bujarin, etc.; ésta: que partiendo de la valoración de Marx como científico, resultaba imposible recuperar y dar voz a ese otro aspecto de su pensamiento {tan profundamente enrai­zado también en su obra de madurez) que es la teoría de la alie­nación y del fetichismo. No es casual, por lo demás, el que Althus­ser, el cual considera esta teoría como un resto feuerbachiano y juvenil, al encontrársela luego no sólo en los Manuscritos del 44 sino en las obras posteriores de Marx, se haya visto obligado a desplazar la fecha de la coupure cada vez más adelante, hasta

44. M. H. Dobb, en Dobb, Lange, Lerner, Teoría economíca e economía socialista, Milán, 1972, págs. 49-50.

45. Marx, Il Capitale, Rema, 1954, vol. III, 1, págs. 316-317.

193 7, - LA CUESTIÓN DE STALIN

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el punto de que de toda la obra de Marx no puede salvar más que aquellas pocas páginas escritas antes de morir y que conoce­mos con el título de Glosas a W agner. (La comprobación inversa de esa situación es ya muy conocida: el Lukács de Historia y consciencia de clase, el Korsch de Marxismo y filosofía y, tras las huellas de éstos, toda la Escuela de Frankfurt, que al centrar­se en la teoría del fetichismo y en la interpretación de Marx como «crítico de la economía política», tienen que romper los puentes con la tesis del marxismo como ciencia.)

En cualquier caso, volviendo ahora a Delia Volpe, las limita­ciones filológicas y teóricas de su lectura de Marx son evidentes. Al no captar las dos caras de la obra de Marx (caras opuestas y contrarias, pero, por otro lado, mutuamente indispensables, y cuya duplicidad hay que problematizar aunque no sea fácil ver cómo componer ambas caras), Delia Volpe se quedaba dentro de la aporía que caracteriza la historia de las interpretaciones. Cuando el marxismo es una teoría científica del devenir social resulta ser, a lo más, una «teoría del derrumbe», pero no una teoría de la revolución; y, viceversa, cuando es una teoría de la revolución, al ser sólo una «crítica de la economía política», corre el riesgo de resultar ser el proyecto de una subjetividad utópica. Dicho con términos más precisos, esa aporía tiene su reverberación dentro de la obra de Delia Volpe en la forma de una radical incerti­dumbre acerca de la naturaleza del marxismo como ciencia social. En el sentido siguiente: mientras que la Lógica como ciencia positiva culmina precisamente en la tesis de la identidad entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias de la sociedad (identidad desde el punto de vista de la lógica que emplean, cuando no desde el punto de vista de las técnicas), en los escritos posteriores se abandona esa identidad (cfr., por ejemplo, el e~crito Sulla dia­lettica de 1962) hasta el punto de que el autor se ve obligado a cambiar el título de su obra más importante.*

* En 1969, muerto ya Delia Volpe, la Logica come scienza posttzva fue publicada (de acuerdo con la intención manifestada un par de años antes por el autor) con el título de Logica come scienza storica: Roma, Editori Riuniti. (N. del T.)i

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9. Retomemos el hilo central del discurso. Las contradic­ciones del capitalismo -desde la contradicción entre capital y trabajo asalariado a todas las demás- no son, para Marx, «oposi­ciones reales» (como yo mismo he creído hasta hace poco siguien­do el camino marcado por Galvano della Volpe), esto es, oposi­ciones objetivas pero «sin contradicción»; son contradicciones dia­lécticas en el sentido pleno de la palabra. Lo que me queda por hacer ahora es probar esa afirmación. Luego de lo cual, y a la luz de todo lo que se ha dicho antes, intentaré sacar la conclusión del razonamiento.

Los textos con que hay que contar aquí son ciertas afirma­ciones tomadas de uno de los más importantes tratamientos que Marx nos ha dejado sobre la teoría de las crisis (teoría que, como es sabido, quedó sin completar), la parte final del libro II de las Teorías sobre la plusvalía. Se trata concretamente del concepto de posibilidad (abstracta) de la crisis, concepto que Marx opone a la llamada «ley de las salidas o ley de las mercados» de James Míll y de Say, los cuales niegan incluso la mera posibilidad de la crisis. En cambio, para Marx, como se sabe, esa «posibiildad» aparece ya con la simple separación de mercancía (M) y dinero (D). Tan pronto como el dinero sale a escena, compra y venta, que en el trueque coinciden inmediatamente, pueden separarse en el tiem­po y en el espacio, de manera que quien ha vendido no está obli­gado a volver a comprar de inmediato ni (admitiendo que quiera hacerlo en seguida) a hacerlo en el mismo mercado en el que ha vendido. Ahora bien, esa escisión entre compra y venta, en (M-D-M), produce, precisamente -según Marx- la primera posi­bilidad abstracta de la crisis. Abstracta en el sentido de que, cier­tamente, no bastarían las categorías de mercancía y dinero, co­munes también a todas las sociedades precapitalistas, para explicar la crisis, que es un fenómeno típicamente moderno. Y, por otra parte, posibilidad en el sentido de que si bien Ia separación entre compra y venta, entre mercancía y dinero no es, desde luego, condición suficiente para que se produzca la crisis, sí que es, de todas formas, condición necesaria para ello.

Esas formulaciones aparecen también en una página del libro 1

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del Capital, pagma particularmente compleja que ahora vamos a limitarnos a citar para tratar de aclararla luego. «Nadie puede vender sin que otro compre. Pero nadie necesita comprar inme­diatamente por el solo hecho de haber vendido antes. La circu­lación rompe los 1ímites cronológicos, espaciales e individuales del intercambio de productos precisamente porque en la oposición de la venta y la compra escinde la identidad inmediata presente entre la entrega del producto de trabajo propio y la adquisición del producto de trabajo ajeno. El que los procesos que se contra­ponen como independientes constituyen una unidad interna signi­fica al mismo tiempo que su unidad interna se mueve en opo­siciones externas. Si la independización externa de dos momentos que internamente no son independientes, porque se complemen­tan mutuamente, prosigue hasta un cierto punto, la unidad se impone violentamente a través de una crisis. La oposición, inma­nentemente a la mercancía, entre valor de uso y valor, la oposi­ción de un trabajo privado que se tiene que presentar al mismo tiempo como trabajo inmediatamente social, la oposición de un trabajo concreto particular que al mismo tiempo sólo vale como trabajo abstractamente general, la oposición de la personificación del objeto y la objetivación [Versachlichung: mejor sería 'cosifi­cación'] de la persona, esa contradicción [Widerspruch] inma­nente toma sus formas desarrolladas de movimientos en las opo­siciones de la metamorfosis de las mercancías. Por tanto, esas nue­vas formas implican la posibilidad de las crisis, pero sólo la posi­bilidad. El desarrollo de esa posibilidad hasta ser realidad exige todo un ámbito de relaciones que no existen aún desde el punto de vista de la circulación simple de las mercancías.» 46

Todas las contradicciones capitalistas son, según Marx, el desarrollo de la contradicción en el seno de la mercancía entre valor de uso y valor, entre trabajo útil o individual y trabajo social abstracto. La contradicción interna a la mercancía se exte-

46. Il Capitale, cit., 1, 1, págs. 127-128 [El Capital, I, 1, págs. 124-125, en OME-40, traducción castellana de M. Sacristán, Grijalbo, Barcelona, 1976].

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rioriza en la contradicción entre mercancía (M) y dinero (D); la contradicción entre mercancía y dinero se desarrolla, a su vez, en la contradicción entre capital y trabajo asalariado, esto es, entre el poseedor del dinero (D) y el poseedor de esa particular mer­cancía (M) que es la fuerza de trabajo, cuyo valor de uso tiene la propiedad de ser fuente del valor y, por ello, del capital mismo.

Ahora bien, como los extremos o polos de la oposición en la que se desarrolla la «posibilidad» de la crisis son mercancía y dinero, esto es, entidades que tienen existencia real y que existen independientemente la una de la otra, resulta evidente que, si aplicáramos el discurso (cfr. parágrafo 3) de Marx en la Kritik del 43, tendríamos que concluir que, puesto que se trata de extremos reales, mercancías y dinero no sólo «no pueden me­diarse entre ellos» sho que «ni siquiera precisan de mediación alguna, pues son de naturaleza opuesta, no tienen nada en común, no se necesitan ni se complementan mutuamente». Esa era, en sustancia, la conclusión que yo mismo (siquiendo las hue11as de Galvano della Volpe) había sacado hasta ahora acerca de la natura­leza de las oposiciones capitalistas. Pero resulta evidente, como lo prueban los textos sobre la crisis (que veremos) ad abundantiam, que esa conclusión es errada. En efecto, en la misma página del Ca­pital antes citada Marx nos advierte de que si es verdad que mer­cancía y dinero «son exteriormente independientes», «interna­mente no son independientes, porque se integran recíprocamen­te». Tanto es así que cuando su independiencia rebasa un deter­minado punto «la unidad se impone violentamente a través de una crisis».

Me imagino que al llegar a este punto los «materialistas dia­lécticos» estarán frotándose las manos. Pero temo que tampoco esta vez entiendan bien. Pues si es cierto que la separación entre mercancía y dinero constituye para Marx una contradicción dia­léctica de opuestos que se complementan recíprocamente, y si es cierto también que esa contradicción tiene lugar entre opuestos reales, o sea, independientes el nno del otro (lo cual parece sub­vertir todo lo que habíamos estado defendiendo hasta ahora), es igualmente cierto que la realidad de esos extremos es aquí de un

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tipo absolutamente especial. En el volumen II de las Teorías, Marx explica que la «posibilidad de la crisis» es «la posibilidad de que momentos vinculados, que son inseparables (die untrennbar sind), se separen (sich zertrennen) y que, por tanto, sean reunidos vio­lentamente, terminando su conexión al imponerse la violencia que se hace a su independencia recíproca (wechselseitigen: no «sub­jetiva», como dice por error el traductor italiano )».47

Hay que advertir que los polos de la contradicción son aquí, efectivamente, independientes, están separados y que, sin em­bargo, son inseparables, untrennbar. En cuanto que se han sepa­rado, han cobrado realidad; pero en cuanto que son inseparables, dichos polos han devenido reales, esto es, independientes uno de otro, no siéndolo verdaderamente. Se han hecho reales como cosas no siendo cosas. Son, en suma, un producto de la alienación, son entidades irreales de por sí aunque cosificadas.

Tal es el hilo conductor de todas esas páginas sobre la crisis. En el mismo volumen, Marx dice: «Si el intercambio tuviera lugar, sus momentos no se separarían»; la «posibilidad de la crisis» es, por tanto, «la posibilidad de la disociación y de la des­composición de momentos que esencialmente se completan (we­sentlich sich erganzender Momente)».

Aquí se ve que la crisis tiene lugar cuando los momentos del intercambio (mercancía y dinero, compra y venta) -aun siendo momentos «esencialmente» vinculados, que se complementan re­cíprocamente y que no existen el uno fuera del otro- se separan con la pretensión de estar el uno sin el otro, esto es, con la pre­tensión de darse una realidad independiente; es entonces cuando su <<Unidad interna» se impone violentamente y cuando, como la crisis, esa violencia de la unidad interna reafirma la no-separabi­lidad de los momentos diferenciados.

Voy a ahorrar al lector el comentario de los otros pasos que repiten con claridad inconfundible ese mismo razonamiento; lo que aquí me urge es mostrar con brevedad por qué se equivoca groseramente el «materialista dialéctico» que piense encontrar en

47. Turín, 1955, vol. II.

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la teoría marxiana de la contradicción capitalista la confirmación de sus propias tesis. Según el materialismo dialéctico la contradic­ción es el requisito de toda realidad y de cada una de las realidades; su principio central son las proposiciones enunciadas por Hegel en el Libro II de la Ciencia de la Lógica: «Todas las cosas son en sí mismas contradictorias»; 48 «una cosa es, pues, vital solamente en la medida en que contiene en sí misma la contradicción y es propiamente esa fuerza al comprender y llevar en sí la contradic­cíón».49 El materialismo dialéctico deduce de esas premisas, como ya he dicho, que «realidad» y «contradicción dialéctica» son lo mismo, o sea, términos y conceptos intercambiables. Según él todo es contradicción: contradicción es el movimiento mecánico y la célula, la acción y la reacción en física e, igualmente, la rela­ción entre traba_io asalariado y capital. No hay nada en la realidad que no lleve la contradicción en sí.

En cambio, en el caso del razonamiento de Marx que acaba­mos de examinar todo es muy diferente. La contradicción capi­talista no deriva, según él, del hecho de que también el capita­lismo es una «realidad».50 Al contrario: el capitalismo es, para Marx, contradictorio porque es una realidad que está patas arri­ba, invertida, esto es, «cabeza abajo». Resumiendo: mientras que, según el materialismo dialéctico, puede afirmarse de todo obje­to, con naturaleza axiomática, y antes de entrar en cualquier aná­lisis, que en él tiene que haber contradicciones al igual que en todas las cosas del universo, para Marx, en cambio, la contradic­ción es el rasgo específico del capitalismo, la característica o cua­lidad que lo determina y particulariza no sólo con respecto a todas las demás formas de sociedad sino también con respecto a todos los fenómenos del cosmos.

48. Hegel, Scien:r.a della logica, cit., vol., II, pág. 69 [Ciencia de la Lógica, traducción castellana de A. y R. Mondolfo, ed. cit.]

49. Ibid., pág. 71. 50. Como, en cambio, ocurre con Lenin en los Cuadernos filosóficos,

ed. cit., pág. 345, el cual afirma tranquilamente que «la dialéctica de la sociedad burguesa es para Marx solamente un caso particular de la dia­léctica en general».

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«La separacwn (Trennung) -escribe Marx- aparece como la relación normal en esta sociedad. Se la supone donde no existe de hecho y, como se ha mostrado antes, con razón, en cuanto que (a diferencia, por ejemplo, de la situación existente en la antigua Roma o en Noruega o en el noroeste de los Estados Unidos de América) la unión aparece aquí como accidental, la separación como normal; y, por tanto, la separación es considerada como la relación normal, aun cuando la misma persona reúne las diferen­tes funciones.» 51

Una vez más la Trennung, esto es, la división o separación de lo que es inseparable (untrennbar) o, dicho de otro modo, de «momentos que esencialmente se complementan» y que pese a ello se independizan uno del otro. Y -con esa separación (Tren­nung o Zertrennung)- la inversión o el trastorno, por el cual lo que es esencial (la unidad) deviene accidental y, viceversa, lo accidental deviene norma. Aquí se conectan extrechamente la teo­ría del fetichismo o de la alienación capitalista y la teoría de la contradicción, apareciendo solamente como dos modos distintos de formular la misma cosa. Esto estaba ya de manifiesto, por lo demás, en la misma página del Capital citada al principio del pre­sente parágrafo. En efecto, en esa página la contradicción origi­nada por el hecho de que en la crisis se contraponen como «exte­riormente independientes» dos momentos «que internamente no son independientes, porque se complementan recíprocamente», se hallaba vinculada a la inversión o al fetichismo por el cual se produce «la personificación del objeto» y la «objetivación o cosi­ficación de la persona».

La teoría de la alienación y la teoría de la contradicción apa­recen, pues, como una sola e idéntica teoría, la cual (podemos añadirlo ahora ya) abarca e incluye también la propia teoría del valor. Pues la contradicción de fondo (véase de nuevo la página citada del Capital) a la cual conduce todo es la separación, en el seno de la mercancía, «entre valor de uso y valor, entre trabajo

51. Marx, Storia delle teorie economiche, Turín, 1954, vol. I, pági­nas 395-396. Cursiva mía.

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privado que al mismo tiempo tiene que presentarse como trabajo inmediatamente social y trabajo concreto particular que al mismo tiempo vale sólo como trabajo abstractamente general».

La contradicción, en suma, brota del hecho de que el aspecto individual y el social del trabajo, los cuales están íntimamente vinculados (porque son aspectos de un trabajo que el individuo lleva a cabo en sociedad), se dan una representación y una exis­tencia separada: el aspecto individual o concreto del trabajo en el «valor de uso» de la mercancía y, por otro lado, en cambio, el aspecto social, otra existencia suya particular -separada y, por ello abstraída de la existencia del primero- en el «valor» de la mercancía.

La contradicción apunta, en definitiva, a la naturaleza misma de esta sociedad. Una sociedad esta en la que, pese a vivir aso­ciados, los individuos no sólo están divididos y entran en compe­tición los unos con los otros sino que además, precisamente por estar separados los unos de los otros, se hallan separados también de la sociedad, esto es, de su relación global. Una sociedad en la que todos son independientes unos de otros y en la que incluso la relación recíproca entre ellos se hace independiente de todos los individuos. Lo cual quiere decir que la relación social (la so­ciedad) se da una existencia propia, suya, separada o en sí, en el dinero y en el capital, existencia que precisamente por ser independiente escapa al control de los propios hombres pese a ser la relación entre ellos.

Se trata, en una palabra, de la contradicción entre individuo y género, entre naturaleza y cultura, puesta de manifiesto ya por todos los más importantes analistas de la «sociedad civil» burguesa del setecientos, desde Rousseau a Kant y a Hegel, y que pasó (aunque con profundas modificaciones) a la propia obra de Marx. La sociedad moderna es la sociedad de !a división (alienación, con­tradicción). Lo que en otro tiempo estuvo unido se ha desgajado y separado; se ha roto «la unidad originaria» del hombre con la naturaleza y del hombre con el hombre. Precisamente porque esa unidad era originaria y, en ese sentido, estaba «dada», lo que hay que explicar no es la unidad sino la división o separación

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que el desarroiio ha aportado en la historia del capitalismo y de la «sociedad civil». «No es la unidad de los hombres vivos y activos con las condiciones naturales inorgánicas de su recambio mate­rial con la naturaleza y, consiguientemente, la apropiación de la naturaleza por su parte, lo que necesita explicarse como si fuera el resultado de un proceso histórico, sino la división entre esas condiciones inorgánicas de la existencia humana y esta existencia activa, una división que se plantea abiertamente por primera vez en la relación entre trabajo asalariado y capital.» 52 «El hombre -añade Marx- se aísla solamente a través del proceso histórico. Originariamente se presenta como ser social, tribal, como animal gregario [ ... ] El mismo intercambio es uno de los principales medios de ese aislamiento, pues hace superflua la grey y la disuel­ve.» 53 Y Marx concluye: «El proceso histórico ha consistido en la separación de elementos hasta ahora unidos -por eso el resul­tado no es la desaparición de uno de los elementos, sino el que cada uno de éstos se presente en una relación negativa con el otro-: el trabajador libre (potencialmente) por una parte, el capital (potencialmente) por otra. La separación de las condiciones objetivas en el caso de las clases que se han transformado en tra­bajadores libres tiene que aparecer igualmente como una autono­mización de estas mismas condiciones en el polo opuesto».54

Hubo, pues, una unidad originaria, a la cual ha seguido la época de la ruptura progresiva y de la separación, época destinada a culminar en el capitalismo; y luego, sobre la base de nuevas y más elevadas condiciones, habrá recomposición de la contradic­ción entre individuo y género, esto es, superación de la separación entre los hombres y de la separación del hombre de la naturaleza. Aunque modificado, vuelve a aflorar aquí el esquema de la filo­sofía de la historia de Hegel. Y con ello sale a la luz lo que es

52. Marx, Lineamenti fondamentali delta critica dell'economia política, Florencia, 1970, vol. II, pág. 114. Traducción modificada levemente. [Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (borra­dos), traducción de P. Scaron, Siglo XXI, Madrid, 1972.]

53. lbid., pág. 123. 54. lbid., pág. 133.

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el segundo rostro de Marx, junto al del científico naturalista y empírico.

10. Vamos a resumir y concluir todo el razonamiento. a) El principio fundamental del materialismo y de la ciencia

-como hemos visto -es el principio de no-contradicción. La rea­lidad no soporta contradicciones dialécticas sino sólo oposiciones reales, conflictos entre fuerzas, relaciones de contrariedad. Y és­tas son oposiciones ohne Widersprttch> esto es, No-contradicciones> en lugar de contradicciones dialécticas.

No puedo renunciar a esas afirmaciones porque son el prin­cipio de la ciencia. Y la ciencia es el único modo de aprender la realidad, el único modo de conocer el mundo. No puede haber dos formas de conocimiento (cualitativamente distintas). Una filo­sofía que pretenda darse un estatuto distinto del de la ciencia es filosofía edificante, o sea, religión (más o menos enmascarada).

b) Por otra parte, las oposiciones capitalistas son, para Marx, contradicciones dialécticas, y no oposiciones reales.

Y a hemos visto que eso no sirve para rehabilitar el Diamat. El capitalismo es, según Marx, contradictorio no por ser una reali­dad y porque todas las realidades son contradictorias, sino porque es una realidad traspuesta> invertida (alienación, fetichismo).

e) Sin embargo, aunque esto no rehabilita, por supuesto, el Diamat, es verdad, de todas formas, que confirma la existencia de dos caras en Marx: la del científico y la del filósofo.

De momento me limito a hacer esa constatación. No la atri­buyo ningún sentido concluyente. Las ciencias sociales no han encontrado todavía su verdadera fundación. Por consiguiente, no sé decir si esa duplicidad es dañosa o ventajosa. El hecho cierto, con todo, es que hay que tratar de ver si esas dos caras pueden recomponerse, y cómo. Pero verlo seriamente y no con un sub­terfugio verbal cualquiera.

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INDICE

Nota introductoria, por Francisco Fernández Buey 5

La cuestión de Stalin . 9

El marxismo y la «Filosofía de la Historia» de Hegel 44

Marx, Hegel y la Escuela de Frankfurt: conversación con Lucio Colletti 78

Introducción a los primeros escritos de Marx 97

Marxismo y dialéctica 163