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co Javier Clavijero” como la mejor investigación de 1990 realizada en México. Jaime Olveda Centro Regional de Jalisco INAH CALVO. Thomas y Jean MLYER, Colección de Documentos para la historia de Nayarit. 5 vols., México, Universidad de Guadala- jara/Centre d’études mexicaines et centraméricaines, 1989- 1990, 316, 320, 298, 404, 298 pp., ilustr., mapas. El sol, la tierra, el hombre Primera impresión Si se sobrevuela el territorio de Nayarit, se descubre de inmediato su geografía de contrastes: el mar, el plan y la sierra muestran sus peculiares características y sus relaciones. El mar se interna en marismas y lagunas, la hidrografía que atraviesa la sierra fecunda los valles y desemboca en el mar: hay lagunas de origen volcánico, cráteres extinguidos y cráteres a veces humeantes y todo un sistema de sierras boscosas que atraviesan y se entrecruzan por todas partes, formando valles diferenciados, altos, medios y bajos. La diferencia entre la exuberancia tropical de las costas, el verdor equilibrado de los valles centrales y la aridez que va de mitigada a extrema en la región sur y en la gran sierra, da testimonio de la complejidad que presenta ese terreno donde conviven todos los climas y muy variados matices de tierra, de agua, de flora y de fauna. Aun sin descubrir a los habitantes, mujeres y hombres también contrastantes, ya se percibe que ese territorio es encrucijada, es camino necesario e intermedio para viajes del sur al norte y del norte al sur, es límite y puerta de entrada al occidente mexicano.

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co Javier Clavijero” como la mejor investigación de 1990 realizada en México.

Jaime Olveda Centro Regional de Jalisco

IN AH

CALVO. Thomas y Jean MLYER, Colección de Documentos parala historia de Nayarit. 5 vols., México, Universidad de Guadala- jara/Centre d ’études mexicaines et centraméricaines, 1989- 1990, 316, 320, 298, 404, 298 pp., ilustr., mapas.

El sol, la tierra, el hombre

Primera impresión

Si se sobrevuela el territorio de Nayarit, se descubre de inmediato su geografía de contrastes: el mar, el plan y la sierra muestran sus peculiares características y sus relaciones. El mar se interna en marismas y lagunas, la hidrografía que atraviesa la sierra fecunda los valles y desemboca en el mar: hay lagunas de origen volcánico, cráteres extinguidos y cráteres a veces humeantes y todo un sistema de sierras boscosas que atraviesan y se entrecruzan por todas partes, formando valles diferenciados, altos, medios y bajos. La diferencia entre la exuberancia tropical de las costas, el verdor equilibrado de los valles centrales y la aridez que va de mitigada a extrema en la región sur y en la gran sierra, da testimonio de la complejidad que presenta ese terreno donde conviven todos los climas y muy variados matices de tierra, de agua, de flora y de fauna.

Aun sin descubrir a los habitantes, mujeres y hombres también contrastantes, ya se percibe que ese territorio es encrucijada, es camino necesario e intermedio para viajes del sur al norte y del norte al sur, es límite y puerta de entrada al occidente mexicano.

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Eso le da a la región cierto sentido de frontera, aunque no política, hace pensar en muy variadas mutaciones en sus etapas históricas y lleva a emitir un juicio paradójico sobre su ser y destino: condición privilegiada, sí, pero también condición marginal.

Viendo la complejidad de la geografía, podemos imaginar la complejidad de su historia, sus lagunas, sus interrogantes, sus quimeras y sus disgustos. Existe algo más que contrastes, hay nudos, hay complejidad.

El mundo ha cambiado mucho a partir de 1940 y también Nayarit. Pero ahí los cambios, sobre todo humanos, sólo han arreciado y han sido objeto de toma de conciencia desde 1960. Con los cambios ha venido una cierta cauterización de la memoria y el mimetismo y la uniformidad propios de la entrada brusca de México entero a una siempre peculiar modernidad.

Quienes vivimos una intensa infancia y los primeros albores juveniles antes de 1960 en Nayarit, como es mi caso, intuíamos la complejidad de nuestros orígenes. En los paseos dominicales con mi padre, descubrí lo que habían sido las haciendas: Puga, San Cayetano, Tetitlán y la legendaria de Miravalle donde había habi­do un conde. Las antiguas fábricas textiles casi moribundas: Jauja, Bellavista, San Blas no tanto por sus playas y esteros, sino por ese “cerro de la Contaduría” fascinante con fuerte, cañones y ruinas de iglesia y cementerio; siempre sentí el deseo de haber vivido allí cuando había auge y me impresionó mi primera lectura histórica sobre el puerto (San Blas y las Californias de Marcial Gutiérrez Camarena). Compostela siempre también me llamó la atención y me intrigaba conocer el pasado de Santiago Ixcuintla y Acaponeta.

Con mi madre y mi hermana veía llover e inundarse las calles de Tepic, donde hasta lanchas se usaban; me sentaba en una silla sobre la banqueta en las tardes, íbamos a veces a los portales a escuchar a los coras tocar el violín, comíamos ate en la Loma el día del Santo Santiago e íbamos desde octubre hasta diciembre a rezar el rosario a la Virgen de Guadalupe en su Santuario situado junto al viejo hospital militar. Me intrigaba saber por qué había en la plaza principal una columna y en el centro de la ciudad una calle

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dedicadas a Lerdo, por qué la escuela primaria a la que asistía se llamaba Fernando Montaño, cómo era que un albañil llamado Gabriel Luna había dirigido la construcción de la catedral con sus torres simétricamente perfectas, por qué la plaza frente al Palacio de Gobierno se conocía como “Jardín Sanromán” y quién había sido el General Romano, cuyo mausoleo en el cementerio era tan grande y estaba muy cerca de la tumba de mi abuela. Había oído hablar de Lozada, pero en la escuela no me quisieron decir nada de él; entonces lo actual era el panamericanismo; conocíamos las banderas de los países de América, estuvimos en un homenaje a Gabriela Mistral y en la secundaria nos dividimos a propósito de Fidel Castro y de Kennedy. Había oído hablar también de la gran devoción hacia la Virgen de Talpa, pero yo allá no fui sino hasta 1965, ya en el seminario, y mi madre conoció el santuario hasta 1980.

He ilustrado la complejidad nayarita con estos puntos venidos rápidamente a la memoria. Sabía desde hace tiempo que la línea de mis bisabuelos paternos, los padres de mi abuela era la más arraigada en la tierra: los Colio y los Vizarrón. Un Diego Colio entró con Cortés de San Buenaventura, antes incluso que Ñuño de Guzmán, y se asentó en Compostela. Los Vizarrón debieron entrar en compañía del Virrey y Arzobispo de Vizarrón y Eguia- rreta hacia 1734 y se asentaron en San Pedro Lagunillas. Ahora me encuentro, revisando estos volúmenes que ahora presento, con Pedro de Haro y Colio entre los “probes (sic) vecinos de Compos­tela” de 16781 y a Diego de Colio y Bartolomé Pérez de Colio firmando un pleito entre los vecinos de Tequepexpan y los francis­canos en 1646.2 Andrés Vizarrón era en 1752 justicia mayor de Ahuacatlán y Jala.3 Memoria y documento se unen así hoy en mi experiencia y abren una ventana para la comprensión del itinera­rio humano, no sólo económico o político de Nayarit.

Una sociedad fronteriza

No es fácil dar un juicio adecuado acerca de los habitantes primi­tivos del área geográfica que hoy compone Nayarit. Los vestigios

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arqueológicos todavía no han dicho su última palabra y ciertos estudios etnoarqueológicos publicados recientemente apuntan hacia la existencia de estratos diversificados tanto cronológica como geográficamente y señalan hacia una continua confluencia de grupos humanos en movimiento.4 Cuesta trabajo, por consi­guiente, pensar en Nayarit como punto de partida de migraciones, aunque no como punto de intersección, asentamiento temporal y nueva partida.

Los cinco volúmenes de documentos que comentamos contie­nen testimonios escritos que nos van dando el perfil que ha ido dejando la historia en los últimos cinco siglos. Constituyen no una serie estrictamente cronológica de textos acumulados, sino el seguimiento lógico, en ocasiones selectivo o ejemplificador de una realidad desdoblada -el plan y la sierra-, de una presencia humana en tensión aunque no en conflicto y en ocasiones intervenida por factores externos: el tenue lazo de las instituciones españolas en América durante los tres siglos virreinales, las ambiciones interna- cionalesy los “estira y afloja” entre el México nacional y el México de las comarcas y regiones a lo largo del siglo xix, donde “la cuestión de Tepic” será caso peculiar. Por ello, el primer tomo constituye el cimiento sobre el cual se va a poder construir algo después; los tomos segundo y tercero se implican mutuamente y de la misma forma el cuarto y el quinto. El común denominador para la gente que vive en el plan y que será la que más arraigue, puede expresarse diciendo: el campo define al hombre.

Thomas Calvo dibuja su personalidad al ir entrando en contac­to con las realidades de esos “albores del Nuevo Mundo” en Nayarit. Desentraña de los papeles el sendero forjador que va de “la vereda del poniente” a la “sociedad fronteriza”. Se asoma al mar, visto en 1574 como una esperanza y apreciado en 1680 más bien como una puerta cerrada. Mira en los documentos las posibi­lidades que se esbozan en el rumbo de la bahía de Banderas. Juan Fernández de Híjar escribió al Virrey Martín Enriquez de Alman­za, como lo haría más tarde a don Juan de Austria, soñando en una “confederación de príncipes cristianos”:

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Yo tengo de hablar y dar noticias de esta Bahía de Banderas: principal es donde se pueden hacer, y guarecer, las armadas de los príncipes cristianos que en ella aportasen, porque todos los aparejos de made­ras y de breas y de jarcias y alquitrán hay en ella y tierra abierta fértil y abundante, para donde Su Majestad pueda tener diez mil esclavos para hacer Reales Armadas...5

No obstante los sueños, las realidades fueron más modestas; tres lugares fueron tomando cierta configuración urbana: Com- postela (la de Santiago de la Mayor España), Ahuacatlán al sur y Acaponeta al norte. La “Villa del Espíritu Santo” no significó gran cosa y los indios “de paz”, fueran asentados en la tierra o “trasplan­tados” de Tlaxcala y de habla náhuatl u otomí vivieron predomi­nantemente en Jalisco, Jala, Mexpan, Tequepexpan, Sentispac y otros sitios menores. El indio indómito, el serrano, se aisló y fue casi sólo conocido de oídas; en lo alto estaba la tierra “del sol, el arco y las flechas”,6 del “mitote” y del culto idolátrico,7 pero también, quizá, del recuerdo de la predicación apostólica. El padre Antonio Arias y Saavedra escribió en 1673 al Provincial francisca­no:

De estas noticias confusas quedan con estos términos materiales de las escrituras me he llegado a persuadir muy probablemente a que fue apóstol o discípulo de Cristo redentor nuestro el que predicó a estas naciones bárbaras en aquel tiempo y por la mucha antigüedad y larga distancia faltarían los ministros y como el demonio es tan sutil les fue introduciendo errores fundados, según parece, en la doctrina apostó­lica.8

Los apóstoles Santiago, Tomás y Mateo, que dejó sus huellas en la costa, trabajaban en Nayarit, escaso de predicadores. También, y sobre todo, quedó plantada la huella de la cruz en la “prodigiosa cruz de Tepique”.9

x Una economía abierta: el cacao, la plata, el azúcar y más tarde de manera dominante el ganado, va configurando el corazón de una sociedad que se integra. Hay quienes trabajan y viven pobre -

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mente, aunque sean descendientes de los primeros colonizadores. Otros tienen la suerte de hacerse ricos: sus testamentos dan a conocer no sólo sus bienes diferenciados, sino su manera de pensar.

De los documentos fundacionales surgen pocos personajes. Difícilmente podría trazarse con sus elementos una epopeya. Ni la que le da caracteres heroicos a la conquista, colonización y evan- gelización, ni aquella que hace brillar la heroicidad de la resisten­cia e identidad indígenas.

Pero hay abundancia de material para intentar una historia más interiorizada, más apuntadora hacia la reflexión antropológica y cultural. Dice Calvo: “Por los años 1600 ya el México mestizo, ‘cósmico’ de los siglos xix y xx se está construyendo en Occiden­te”.10 Y no cabe duda, pues más que la fuerza déla personalidad de algún conquistador o algún fraile singular, es el dibujo de las personalidades colectivas del hacendado, el comunero y el ranche­ro, unidas a las entidades de la hacienda, el pueblo y el rancho, el que queda expresado con nitidez. Hay, sin embargo, un personaje del que querríamos saber más: don Domingo Lázaro de Arregui, integrador en su ser y en su actividad, no sin ciertos toques de extremismo, de los rasgos de clérigo, terrateniente e intelectual.11 Caso único, pues antes hubiera podido ser así sólo don Bernardo de Balbuena, el poeta beneficiado en San Pedro Lagunillas duran­te el cambio del siglo xvi al xvn.

Los caminos nayaritas de estos siglos, puede decirse que no se trazan sólo al nivel de los seres de la tierra, sino que entran en contacto con las entidades celestes y ahondan en el espíritu inte­rrogante del ser humano, bastante libre en los campos armoniosos de Nayarit. Thomas Calvo intuye y se queda esperando documen­tos escritos al respecto, cuando habla de 1648: “Aunque apenas tengan unas décadas de existencia, ciertos santuarios, como el de Lagos, ya extienden su influencia hasta regiones tan lejanas como Nayarit. El culto mariano no conoce distancias”.12 Por algo ese indio misterioso venido “a la voz del Rey” en el ocaso de la dominación española sí era conocido como Mariano.

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Siglo XVIII: encuentros y separaciones

Los documentos del siglo xvm fueron recogidos, en ocasiones paleografiados y compilados por Jean Meyer, en quien se recono­ce esa especial intuición para descubrir los pasos de los miembros comunes del pueblo, contemplar la profundidad de sus conviccio­nes y creencias y sufrir con sus derrotas militares y políticas que, en realidad sólo son derrotas estructurales, pero triunfos del espíritu humano.

La tierra nayarita va definiendo unas profundas estructuras de relación con los hombres y de los hombres entre sí, que se manten­drán vigentes hasta el siglo xix. La sociedad entera tiene caracte­rísticas rurales y la actividad económica diversificada va integran­do cierto estilo de vida estable, sólo interrumpido por los extremos de la vida cotidiana: pleitos entre colonos, dificultades entre frailes y clérigos, riñas, “malos tratos” hacia los indígenas, líos con las herencias, deudas que no se saldan a tiempo, robos, juego de naipes, empeño de esclavos, incontinencia y adulterio a costa de mujeres “decentes”, etcétera. Mucho van diciendo los documen­tos y otras cosas se van insinuando...la convivencia, a pesar del muy bajo índice demográfico y la amplitud y anchura de los valles, no era sincera. A manera de ejemplo y como puerta de entrada a la poca valoración que se tenía de la dignidad de los miembros de las “castas”, vayan estas líneas de un pleito asentado en 1742 en los libros de la Real Audiencia de Guadalajara:

El bachiller José Laris, médico y vecino de Guadalajara contra el bachiller Antonio José Rubio de Monroy, clérigo presbítero, resi­dente también en Guadalajara por compra de un esclavo mulato llamado Hilario, que no sirve para cochero, por estar “hecho al campo” y que él lo compró para cochero. La venta importó 220 pesos. El citado esclavo parece que pertenecía a Beatriz de Maldonado, viuda y vecina de la ciudad de Compostela.13

El gran laboratorio para el historiador, el etnólogo y el estudio­so de las relaciones interculturales de los fenómenos lingüístico,

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estructural y religioso es el Gran Nayar del siglo xvm. Una sierra por fin penetrada, fuente de perplejidades y de entusiasmos, de. satisfacciones y angustias para los corazones misioneros, de aper­tura hacia nuevos mundos y de encerramiento desencantado para los indígenas.

Podemos descubrir dos estilos de acceso de evangelizador al caso serrano. El jesuíta, más acostumbrado a las grandes empresas, a hacer relaciones universalistas comparando el caso presente con otros casos de latitudes muy diversas, a ratos proclive a hacer ciertas concesiones a las expresiones religiosas no necesariamente “paganas” o “idolátricas” y a ratos radical en la aplicación de los cánones contrarreformistas. Y el franciscano, más optimista y aparentemente ingenuo, amante de la poca complicación, en nuestro caso, vivido de una forma singular, con características que “reflejan el espíritu enciclopédico del Siglo de las Luces”14 por ubicarse cronológicamente en el fin del siglo xvm y en los comien­zos del xix.

Veta enorme de posibilidades para la investigación es este material, que podría ser puesto junto al clásico del padre José Ortega.15 En él se descubre, intentando una observación finamen­te antropológica, la lucha, el azoro y la novedad ante la situación de cortesía y aceptación aparente, pero de latente amenaza constan­te de sublevación y, sobre todo, de recia resistencia de la idolatría. Los indios y muchas veces los mismos soldados y capitanes españo­les, “chacuareros, bailadores y bebedores”,16 la constante consulta a los brujos, a los chamanes, la visita a las cuevas sagradas, la manipulación de los huesos de los antepasados, las peregrinacio­nes al mar para las abluciones rituales y la búsqueda de los hongos sagrados, a la vez que fascinaban e inclinaban a una rigurosa observación y análisis, “ponían los pelos de punta” por su casi segura relación con las fuerzas malignas. ¿De qué lado había que situarse? ¿con la reducción o con la libertad? ¿con la tradición o con la novedad? Mucho más que una expedición de conquista, que una conversión fácil o que un “auto de fe” cadavérico a los huesos

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del viejo que personificaba a los nayaritas era ese complejo univer­so que merece ser estudiado, lo que el propio Meyer ha empezado a hacer.

Quienes hemos leído el “Informe sobre las misiones” del Vi­rrey Revillagigedo17 y conocemos ahora el “Plan del Marqués de Branciforte” de 1794 indudablemente basado en él,18 podemos comprender en toda su amplitud el trágico destino de tantos esfuerzos o -para decirlo con el padre Ortega- “apostólicos afa­nes” y concordamos con la frase de Jean Meyer: la “expulsión [de los jesuítas] fue duramente sentida por los nayares, ya que los fran­ciscanos que los sustituyeron, si bien manifestaron grandes virtu­des, no tenían el mismo poder para resistir al gobierno, a los españoles y a los mestizos que codiciaban la mano de obra y el territorio de Nayarit”.19 Un intento de amalgamación social, pro­pio de un “gobierno ilustrado" y que leído en el contexto de grandes reformas políticas y económicas recibe una connotación distinta, cercana a los sistemas modernos de explotación humana, queda patente en el informe que el Consulado de Guadalajara envió, el 29 de mayo de 1806, al virrey don José de Iturrigaray:

Los indígenas que según las leyes de Indias (en otro tiempo útiles aunque nunca se practicaron en su verdadero sentido, pero en el día nocivas) debían ser libres. Pero el tutelaje y dependencia en que éstas los mantienen, con los abusos escandalosos de los subdelegados, caciques y curas, no solamente los han abatido, sino envilecido a muchos, hasta el extremo de ser miembros inútiles como las otras miserables clases del Estado. Tiempo es, pues, que un gobierno ilustrado, en sus verdaderos intereses, se ocupe en el bienestar de esta raza infortunada, repartiéndoles los terrenos comunes en propiedad, haciendo efectiva su igualdad en los empleos y condecoraciones, y proporcionándoles casas de educación y aprendizaje de oficios mecánicos con fondos del común tan malamente empleados. Mien­tras más esta clase de hombres aislados se aproxime a los descendien­tes europeos, más se identificarán con la sociedad, y se civilizarán con fruto del Estado. Este es un negocio de la mayor importancia que exige todos los desvelos del gobierno.20

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Lozada: la resistencia de la tieira

Este texto recién leído, todavía cronológicamente novohispano es ya rigurosamente moderno, late en él el espíritu de la “libertad, la igualdad y la fraternidad”, es liberal ante litteram en México y en su occidente, pero paradójicamente, falto de realismo.

El binomio tierra-hombre, el balanceo entre lo urbano y lo rural, entre el espíritu explorador de lejanías y el espíritu inquisi­dor de secretos cercanos, la elección entre la novedad y la tradi­ción, entre el pensamiento libre e individual y la conciencia colec­tiva, lo moderno y lo heredado, estuvieron fuertemente presentes en el siglo xix mexicano y nayarita y, en cierto modo, todavía lo están.

Para Nayarit el gran fracaso modernizador había sido, en la última parte del siglo xvm el proyecto, de inmensas proporciones, del puerto de San Blas, lugar de confluencia con el oriente, puerta de las exploraciones al Pacífico del Norte (Vancouver, Canadá, Alaska y quizá Siberia), astillero pensado para configurar una nueva Real Armada que llegara a hacer del Pacífico un mare clausum hispánico como lo había sido el Atlántico del poderío de Felipe II, lugar de abastecimiento de las Californias y de salida para la defensa ante las amenazas inglesas, rusas y de la vecina potencia emergente ya pronto vecina, los Estados Unidos de América. De San Blas quedaron ruinas y, durante todo el siglo xix, un persistente y molesto comercio, más bien contrabando velado bajo las banderas de los buques ingleses, franceses y alemanes, protegidos por sus “cónsules” residentes en Tepic.21

La fisonomía nayarita dominante, pues, durante el siglo xix, no fue favorecedora de la modernización. El hombre clave para entender la cita de la región con la tierra y con la historia, Manuel Lozada, no encaja en el molde de los “héroes” renovadores, progresistas y “revolucionarios” que deben formar el panteón de los ilustres patriotas.

Hacía falta abordar de lleno a Lozada. Buscarlo, esperarlo; insinuar los senderos desús pisadas. De ninguna manera inventar­

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lo o hacerlo perecer en el marasmo de las ideologías o de los calificativos. Jean Meyer ha llevado adelante este camino durante años y ofrece ahora, en este tomo cuarto de los Documentos para la historia de Nayarit un fruto suficientemente maduro como para abrir un espacio para ahondar en el enclave ideológico y humano que representa, quebrantadorde esquemas preestablecidos y, por ello, propuesta metodológica para intentar una historia más cerca­na al hombre, proyecto historiográfico descubridor, como él mis­mo lo dice usando dos vocablos alemanes, más de la vida de la gemeinschaft (que me parece podemos traducir como comuni­dad), que simplemente de la gesselschaft (sociedad).

Con Lozada habían tenido más suerte los literatos que los historiadores o, para decirlo con mayor propiedad, los historiado­res literatos. La leyenda del bandido herido, cruel, implacable, pero generoso y magnánimo tiene suerte entre la gente. La histo­ria de un individuo que se había mantenido unido a conservadores y reaccionarios, que mostraba rasgos de clericalismo y “mochería”, pero que había realizado pactos con terratenientes en favor de los indígenas y que había lanzado proclamas que fueron clasificadas por algunos como “revolucionarias”, “anarquistas” e incluso “comunistas”, resultaba contradictoria, extraña y molesta. Todos sabían que en lides guerreras había derrotado a connotados gene­rales liberales como Sánchez Román, Santos Degollado y Ramón Corona; que el temido “chinaco” Antonio Rojas no había podido con él y que tanto el presidente Ignacio Comonfort como el mismo don Benito Juárez lo respetaban y, si hacía falta, lo protegían. Porfirio Díaz se le había acercado sin conseguir nada y sólo Sebastián Lerdo de Tejada se dejó influenciar por el vengativo Ramón Corona y por el débil gobernador Vallaría y prácticamente lo sentenció a muerte. Por eso en Guadalajara hay un monumento a Corona recordando su hazaña contra las “hordas lozadeñas”y en Tepicse erigió una columna en honor de Lerdo por los “changos” (liberales) encabezados por la casa de Aguirre, que al fin habían vencido a los “macuaces” (conservadores), Barrón y los Rivas de la élite y Lozada y su “indiada” del pueblo llano.

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Drama del pueblo, curiosa pero auténtica relación entre los “letrados” y los “iletrados” es el seguimiento cronológico y el reconocimiento del contenido de los documentos relativos a Lozada. Los indios despojados por los nuevos y “liberales” terratenientes, las nuevas leyes, de acuerdo a los cuales no era posible ubicar jurídicamente al indio, la falta de respeto a las creencias ancestra­les y las reacciones de los pobres, se perciben con fuerza en estos textos, irreductibles a esquemas preconcebidos de interpretación.

Me parace que este conjunto de documentos apunta hacia la posibilidad del planteamiento de ciertos interrogantes que podrán ser contestados a través del análisis y de la posterior síntesis. El binomio tierra-hombre nos abre la posibilidad de ir descubriendo el acompañamiento que las decisiones humanas, tomadas en favor o en contra de la naturaleza y de los semejantes, van teniendo para la configuración de una identidad regional fuertemente fincada en los valores singulares y locales, pero también abierta a nuevas realidades. Los historiadores que se han acercado a Lozada han tenido grandes dificultades para la objetividad dados sus prejuicios liberales, arraigados sobre todo durante la época de la falsa síntesis porfiriana que borró las diferencias entre Juárez, Lerdo, González y el propio Díaz, hizo héroes a González Ortega, a Corona y a muchos más, pero a los supervivientes los envió al dorado destie­rro: Corona era ya en 1874, un año después de su victoria de “La Mojonera”, embajador en España, pues se le consideraba “presi­denciable”. El rescate desde el punto de vista de la historia oficial déla revolución mexicana de Lozada como “precursor del agraris- mo”, no resiste la lectura de los documentos ubicados en la propia época.

Meyer ha encontrado ya a Lozada y nos ha puesto ante la necesidad de iniciar serias ponderaciones y estudios sobre el material ofrecido y algo más, que ha quedado en los libros de Everardo Peña Navarro y de Mario Aldana Rendón.22 A mí me llama poderosamente la atención y siento la invitación a estudiar­las, las líneas que se reconocen al leer los documentos y que apuntan a la configuración de puentes entre el pueblo indígena de

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la sierra y el pueblo campesino del plan, entre las creencias religiosas y las reivindicaciones populares y entre el saber y el expresar letrado y la astucia y sabiduría populares que trascienden la política, puestas a la luz en la desconcertante pero muy real amistad y compenetración en pensamiento e ideal de Carlos Rivas y Manuel Lozada. Leyendo Jean Meyer los despachos del cónsul francés en Mazatlán, donde expone este último su perplejidad ante la anunciada neutralidad del General, comenta: “La verdad es que el tigre alicantino era un zorro y que Rivas después de tratar con los franceses en Mazatlán, le había informado de la próxima retirada francesa”.23 Llama la atención también que todavía este 17 de enero de 1991 se haya hecho en la sierra de Nayarit, el cambio de las autoridades coras y huicholes. En una fecha similar, en 1873, Lozada emitió su Plan libertador que el Congreso de Jalisco calificó de “monstruosidad[...]guerra de castas y[...]la más arbitraria y escandalosa expropiación territorial”.24

Reacomodos y búsquedas

El asunto de la tierra y el hombre dejó abiertos sus surcos durante el siglo xix y, en cierta manera, siguen abiertos actualmente. De la “desamortización que dejó sin créditos al campo y propició el agiotismo, el dudoso enriquecimiento por el comercio y el lucrati­vo contrabando exportador de capitales, se pasó a la constitución de los grandes latifundios que, en Nayarit, acapararon casi mono- pólicamente los cultivos, el ganado y el renovado auge de las minas. El reparto agrario, de gran valor emotivo para sus benefi­ciarios políticos, no trajo al Estado que naciera en 1917 el deseado equilibrio social y sí las consecuencias de lo que, a la distancia que nos encontramos, aparece como un error económico:

La destrucción de las haciendas -dice el periodista nayarita Antonio Pérez Cisneros- fue un error económico porque se perdió un valioso instrumento de producción, forjado a través de muchos años de trabajo. Cuando repartimos La Laguna, en Tepic, que era una cuenca lechera de la Casa Aguirre, ésta fue destruida para dar paso a

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siembras del humilde maíz. Después pudimos advertir lo grande deeste error. ¡Cuánta riqueza desperdiciada!25

De pocos hacendados a muchos ejidatarios hay un cambio emo­cional importante, pero no un beneficio económico sino un nuevo control político que todavía padece nuestra tierra. Las casas explo­tadoras de la riqueza nayarita en el siglo xix comenzaron un cambio ecológico que pudo considerarse en momentos un desas­tre: “el bosque costeño ha sido literalmente arrasado” dice un informe enviado a Londes en 1852;26 no pocos signos continúan, sin que se perciba alarma de “desastre”.

El correr de los años del siglo xix y del xx trajeron consigo un elevado número de levantamientos populares. La guerra de inde­pendencia dejó huellas aun en la desaparición de pueblos, los cambios de la primera parte del siglo pasado hicieron florecer descontentos y rencillas, no pocas divisiones entre habitantes fueron motivadas por las opciones liberales o conservadoras y sólo la revolución, que pasó rápidamente por Nayarit, pero dejó hue­llas, reconcilió, por ejemplo a los de Ixtlán y los de Ahuacatlán. Le­vantamientos poslozadeños llenaron con el ahinco y la persisten­cia propios de las búsquedas populares el tiempo porfiriano don­de, por otra parte, se definieron ciertos rasgos peculiares de Nayarit, de su región aledaña en el occidente de Jalisco y de la ciudad de Tepic. La “cristiada” dejó también su rastro en el campo y la confrontación urbana entre católicos y gobiernistas ciertos re­sentimientos que tardaron en irse disipando.

La laguna que quedó en el tomo quinto de los Documentos que comentamos y que fue advertida por Meyer en la presentación (1885-1910) va a requerir ser llenada con paciencia e imaginación. Pienso en que ese “silencio porfiriano” oyó el ensanchamiento de los latifundios y que su gente vio la construcción de la catedral, la visita pastoral de don Pedro Loza y Pardavé, la petición de erec­ción de la diócesis, la respuesta a ella en 1891 y la fundación del seminario diocesano que hasta 1914, en que fue arrasado por los constitucionalistas, representó la única institución de educación

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superior en la región. Todavía me entristece el estado de su biblioteca, la única entonces. La gente seguía comprando y ven­diendo, festejando, naciendo y muriendo. La escuela primaria “obligatoria, gratuita y laica” fue haciendo salir de la ignorancia a muchos, en lugares remotos y a veces casi inaccesibles; todavía hay quienes ostentan con orgullo su certificado de primaria elemental con la firma de don Porfirio Díaz. Los periódicos representaron luchas de ideas, acercaron sucesos remotos, hicieron llegar co­rrientes nuevas e informaron bien o mal, pero dieron materia de conversación. La atracción del santuario de Talpa fue en aumento y sus peregrinaciones y romerías lazo de unión entre esa región jalisciensey los nayaritas. La nueva clase media fue siendo forma­da por la devoción al Sagrado Corazón de Jesús y al Purísimo Corazón de María y atraída hacia sus templos nuevos; en el camino hacia Jauja y Bellavista se levantó la iglesia de San José, mirando hacia los obreros. En fin... no deseo ni puedo llenar esa laguna; habrá que buscar los documentos.

El proyecto de la historia

La historia se hace a partir de los documentos y el trabajo del historiador -para seguir la célebre frase de Marrou- consiste en ir de los documentos a la historia. Nayarit, lo sabíamos, tiene no úni­camente geografía, sino historia, pero a fin de poderla escribir, de poder seguir la huella pionera del padre Ortega o de nuestro más cercano don Everardo Peña Navarro, hacía falta contar con una buena colección de documentos.

Las 1636 páginas de los cinco tomos que nos ofrecen Thomas Calvo y Jean Meyer como trabajo personal y la Universidad de Guadalajara y el Centro de Estudios Mexicanos y Centroamerica­nos como apoyo institucional son una base excelente. El abanico de los archivos utilizados para el material que ahora se da a conocer es extraordinario: va de Tepic a Guadalajara, de ahí a la ciudad de México, cruza el océano hasta Sevilla, Madrid, París y Londres, sin dejar a un lado desde luego a Washington. Lo ya publicado pero raro nos hace presentes las aportaciones del padre

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Ortega y su humanismo jesuíta del siglo xvm, a Lumholtz y su escuela alemana, León Diguet el célebre observador y etnólogo de fines del. xix, a Pérez González y Párkinson, pioneros de las relaciones económicas y geográficas del siglo actual en la región, a nuestros casi contemporáneos José Ramírez Flores, Everardo Peña Navarro y a los contemporáneos Salvador Gutiérrez Contre- ras, Eugenio Noriega Robles, Enrique Cárdenas de la Peña y Pedro López González.

No obstante, considero que, teniendo en cuenta la ubicación historiológica en la que fueron situados los documentos, Jean Meyer y Thomas Calvo no pueden se considerados simplemente “compiladores” de la colección sino en cierta manera autores de un proyecto que se insinúa enriquecedor. A lo largo de la realiza­ción del proyecto que ahora se presenta se ha desarrollado un intenso diálogo con ellos. Hace cerca de cinco años, escribí al fin de una recensión sobre el libro Esperando a Lozada , publicado por El Colegio de Michoacán en 1984, lo siguiente:

Leídos los ensayos que constituyen Esperando a Lozada, quedamos en espera del cumplimiento de una “promesa-compromiso” hecha por Meyer mismo y expresada como confesión vital: “Una investiga­ción bien puede no terminar nunca, por flojera, por desidia o, como lo entiendo ahora, porque uno le ha tomado demasiado cariño. Acabar, sería acabar con el tema, hacer morir a Lozada otra vez, acercarse a su propia muerte. Por eso sigo Esperando a Lozada”. Apreciado Jean: no nos hagas esperar demasiado.27

Creo que ahora esa “promesa-compromiso” ha llegado no a su cumplimiento total, que no es posible esperar, pero sí a un punto para volver a empezar.

Diseccionando los tomos vistos, descubro la posibilidad de enfocarlos hacia el resultado historiográfico a la manera de puen­tes entre los que pueden ser extremos irreconciliables del queha­cer científico del historiador: el representado por la historia cuan­titativa, la del peso, número y medida que enfría su contenido

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humano pero pone de relieve las estructuras que crean ciertas condiciones determinantes hasta determinado grado y la historia cualitativa, la de la profundidad, la intensidad y la apertura, que puede correr el riesgo de diluir también al hombre concreto, dotado de inteligencia, voluntad y libertad en una nebulosa “mentalidad” colectiva. La mística del sol, el trazo de la flecha en el aire y el sitio sagrado claramente delimitado en el tiempo y espacio cora y huichol nos acerca a la verdad. Los intereses de Barron y Forbes, de la Casa de Aguirre y de los Delius nos acercan también a la verdad. Las huellas del apóstol Mateo, la Santa Cruz de Zacate, el cabalgar del Santo Señor Santiago por las costas nayaritas y las manos abiertas al tamaño de los elotes más grandes que se producen en Jala de la Virgen de la Asunción nos acercan a la verdad. Las acciones realizadas por Guillermo Flores Muñoz en el reparto agrario en 1934 y el informe político del Departa­mento Agrario de 1939, también. De nuevo, como al principio, la complejidad nos da la pista para intentar la síntesis. La construc­ción de la historia nos conduce a descubrir estratos, ciclos, trozos lineales y nudos ciegos en el paso de los hombres sobre la tierra.

Si Nayarit quiere asomarse al futuro, no está por demás que se asome a su pasado. Así podrá descubrir los caminos más aptos para sustentar una identidad fecunda y abierta, superando la estéril visión simultánea y desarraigada del tiempo, que deja las manos libres a cualquier interés mezquino. Esas tierras de los huicholes, de los coras, del Indio Mariano, de Ñuño de Guzmán, de Domingo Lázaro de Arregui, de Lozada y Carlos Rivas, Sanromán y Leopol­do Romano, sigue requiriendo un esfuerzo de integración social: sigue habiendo élites sociales y políticas que no comparten y que fácilmente evaden el compromiso, mientras surgen nuevos margi­nados; pienso, por ejemplo, en los cortadores de caña eventuales que año con año llegan de Guerrero y Oaxaca. Requiere tomar en serio la educación universitaria para pensar y proyectar su cosmos; un periodismo y otras esferas de opinión sanos, plurales; profesio­nistas y políticos con sentido ético y participativo. La tierra sigue siendo-proyecto prioritario, pero habrá de ser asumida como ele­

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mentó de crecimiento humano y no como reserva de presión electoral o partidista.

Agradezco esta oportunidad; la que me han dado estos libros, pero sobre todo la confianza de los amigos. Entre historiadores era muy frecuente tener celo por la posesión de documentos y prolon­gar divisiones y enemistades a causa de escuelas, ideologías y partidos. Todavía quedan algunos. Pero creo que nuestra genera­ción, por una parte más rigurosa en su formación profesional, pero por otra más habituada a interrogar y a escuchar a la gente, ha desarrollado una sensibilidad que apunta hacia la formación de una comunidad y no simplemente de una “sociedad”. Por eso me alegro realmente por la presentación de esta nada pequeña colec­ción y confieso que la he recibido con festivo agradecimiento. Nayarit es, en este caso elpre-texto, la lectura previa; el texto es el hombre, único ser sobre la tierra que hace historia. Por ello esta Colección no es del interés de unos cuantos, de los que reconoce­mos la “matria” nayarita, sino de todos cuantos se interesan en el universo del hombre.

Sé que el esfuerzo humano no se realiza como perseverancia sólo con motivaciones económicas o políticas, sino entretejido con el aliento divino de la Palabra y el Espíritu. La acción de gracias a los amigos sólo se anuda pasando de la dimensión horizontal a la vertical, elevándose al cielo y se eleva mejor por las manos de una intercesora unida al mar y a la estrella, prueba de que la cruz da la vida. Al concluir estas palabras mías dibujo un exvoto que sé le gustará a Thomas Calvo y, por qué no, a Jean Meyer y a todos en cuyas letras dice: “A la Virgencita de Talpa, alegres y con fervor, los salidos de la tierra y los perdidos en la sierra, damos gracias por su favor”.

Manuel Olimón Nolasco Universidad Pontificia de México