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C u a d e r n o s d e L i t e r a t u r a I n f a n t i l y J u v e n i l
Cosas de niñas
Colaboran: Montserrat del Amo, Blanca Andreu, Consuelo Armijo,
Carmen Conde, Cristina Fernández Cubas, Carmen Kurtz, Mariasun Landa,
Gemma Lienas, Pilar Mateos, Ana María Moix, Pilar Molina Llórente,
M
a
Victoria Moreno, Lourdes Ortiz, Cristina Peri Rossi,
M arta Pessarrodona, Carmen de Posadas, Soledad Puértolas, 8
Rosa Regás, Carme Riera, M . M ercé Roca, Ana Rossetti, Lola Salvador.
480002 035132
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Biblioteca General del Campus de Cuenca
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Población C.R
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C u a d e r n o s d e L i t e r a t u r a I n f a n t i l y J u v e n i l
41
SUMARIO
5
DITORIAL
Cosas de niñas
COSAS DE NINAS
La pequeña
Montserrat del Amo
La
cartilla
en el bosque
Blanca Andreu
Celia era la única que
me comprendía
Consuelo Armijo
Cuándo empecé a leer
Carmen Conde
Elba: el origen de un cuento
Cristina Fernández Cubas
Los cuentos que nos contaron
Carmen Kurtz
Fotogramas d e infancia
Mariasun Landa
Lectodependencia
Gemma Lienas Massot
Hacen falta muchos cuentos
Pilar Mateos
Lecturas en el balcón
en primavera
Ana M
a
Moix
Personajes de papel
Pilar Molina Llórente
48
NUESTRA PORTADA
Ilustración de Lola nglada
(Margarida,
Barcelona: Impremía Altes [1928]).
COSAS DE NINAS
(continuación)
M.V.M.,
un a profesora feliz de serlo
María Victoria Moreno
Los ganglios
Lourdes Ortiz
El deseo
Cristina Peri Rossi
Alguna vez ámbar
Marta Pessarrodona
Soñar con lo probable
Carmen de Posadas
Tiempo de leer
Soledad Puértolas
El abuelo v La Regenta
Rosa Regás
Los cuentos de la abuela
Carme Riera
Pinceladas
Maria Mercé Roca
Aquellos duros antiguos
Ana Rossetti
Aprender a leer
Lola Salvador
42
FACSÍMIL
Niñas de papel
Teresa Maña
82
L ENANO SALTARÍN
Lucía en el país
de la tristeza
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COMAS SOLA
EL ESPIRITISMO
ANTE LA CIENCIA
El eco del apasionante debate internacional
sobre le mediumnidad. La toma de posición
de un prestigioso científico ante el reto
de
lo
desconocido
Presentación
de
Antoni Roca
P áginas :
172 en
ca r toné
Edición facs ímil
P . V. P . 1000 pías .
PO LV S
Una colaboración
de:
MUNDO CIENTÍFICO
Editorial Fontalba,
s.a.
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08009 Barcelona
y Editorial Alta Fulla
COLECCIÓN «NOCTULABIUM»
«ST
CLIJ
uadernos de Li teratura Infanti l y Juven i l
Directora
Victoria Fernández
Coordinador
Fabricio Caivano
Redactor
Carlos G. Barcena
Secretaria
M . Ángels Rodríguez
Correctora lingüística
M
a
Vinyet Carmona Modolel l
Diseño gráfico
Antoni Mar tos
Ilustración portada
Lola Anglada (Margarida, Barcelona: Im
premía Altes [1928]).
Han colaborado en este número:
Montserrat de l A m o , Blanca Andreu, Con
suelo Armijo, Luis Miguel Cencerrado,
Cent ro de D ocumentac ión de la Biblioteca
Infant i l Santa Creu (Barcelona), Carmen
Conde , Concha Chaos , M
a
Paz Esteban,
Cristina Fernández Cubas, Amparo Gómez,
Carmen Kur t z , Mar i asun Landa , Gemma
Lienas, Teresa Maná, Pilar M ateos, Ana M
a
Moix, Pi lar Mol ina Llórente, M
a
Victoria
Moreno, X osé-Victorio Nog ueira, L ourdes
Ort iz, Crist ina Peri Rossi, Marta Pessarro-
dona , Carmen de Posadas, Soledad Puér-
tolas, Rosa Regás, Carme R iera, M
a
Mer-
cé Roca , Ana Rossetti , Lola Salvador.
Edita
Edi torial Fontalba, S.A.
Valencia 359, 6
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ISSN : 0214-4123
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EDITORIAL
Cosas de niñas
lanteamos este CLIJ
especial de julio-agosto
como un número es
trictamen te literario, «sólo para
leer» en este tiempo de relaja
ción y pereza que es el verano.
Hemos prescindido, pues, al
igual que hiciéramos el año pa
sado, de los artículos y seccio
nes que habitualmente ocupan
nuestras páginas y, con la gene
rosa colaboración de veintidós
de las más importantes autoras
españolas de ahora mismo,
ofrecemos al lector en vacacio
nes este número que hemos ti
tulado «Cosas de niñas». Un tí
tulo que alude a la escasa
importancia que solemos dar a
la, sin em bargo, intensa y deci
siva vida interior que todos de
sarrollamos en los años de in
fancia, y cuyas manifestaciones
más evidentes —juegos, aficio
nes,
fantasías, dramas y júbi
los—
los miopes adultos de
cada época minimizamos como
«cosas de niños».
Nuestro «Cosas de niñas»
pretende exactamente todo lo
contrario: recuperar la memo
ria de la infancia, valorizarla
vindicando la trascendencia de
esos momentos a simple vista
insignificantes, pero tan signi
ficativos —como se verá en los
textos que publicamos—, que
convirtieron a aquellas niñas de
entonces en las mujeres que son
hoy. Mujeres escritoras que han
rememorado para los lectores
de
CLIJ
retazos de su propia
biografía, en la que —¿podía
ser de otra manera?— los libros
Victoria Fernández
\£¡¿g£¿*¿~^\
y la lectura, compañeros coti
dianos, jugaron un papel deci
sivo en su formación hum ana y
profesional.
Entre las autoras que han co
laborado en este número (algu
nas no han podido por razones
de trabajo y ocupación, pero
quedan emplazadas para otra
ocasión), hemos querido incluir
tanto a las que escriben sólo para
niños como a las que sólo lo ha
cen para adultos, porque, como
siempre hemos defendido desde
CLIJ,
un escritor —una escri
tora— lo es o no, independien
temente de cuál sea la edad de
sus lectores. Sirva, como prue
ba de ello, la presencia en esta
selección de autoras de un pe
queño grupo que alterna ambos
registros con total naturalidad.
Aquí están, pues, acompaña
das por la doble imagen —in
fantil y adulta— de cada auto
ra, estas «Cosas de niñas»,
evocadoras, frescas y emotivas.
Esperamos que sean, como lo
han sido ya para nosotros, una
lectura gratificante para este
verano que ahora empieza.
Buenas vacaciones y hasta se
tiembre.
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ÍNDICE
ANALÍTICO
E N
D I S Q U E T E
YA
A
LA VENTA.
índice
informatizado
de los artículos
de CLIJ
Este nuevo
dísquete
reemplaza
la
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Contiene
la
totalidad de
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en la revista desde
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MONTSERRAT DEL AMO
La pequeña
por M onts e r r a t de l A m o
— —
Y- - - -
una familia de nueve her
manos. Por eso no he lo
grado encontrarme sola, de niña, en
ninguna fotografía.
Creo que cuando yo nací ya esta
ban repartidos todos los papeles: el
listo, la buena, la guapa, el empollón,
el despistado... Hasta había un asiduo
escritor de su diario personal.
—Y yo, ¿qué? —me preguntaba,
entre impaciente e inquieta.
Las chicas me llevaban mil años. Mi
hermana María Teresa fue mi prime
ra mae stra. Desde que me sacaron de
la cuna, m e admitió en su cuarto. Me
enseñó a abrocharme los botones del
delantal, a conocer las horas en las
manillas del reloj del comedor, a jun
tar las letras y a escribir mi nombre.
Eran mayores. Estaban al otro lado dela frontera de los juegos.
Entre María Teresa y yo, cinco
varones.
CLIJ41
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MONTSERRAT DEL AMO
Pero los chicos me rechazaban con
sus juegos herméticos.
—Tú tienes que jugar a las casitas.
—O a las tiendas —decían mis
hermanos.
Y yo les preguntaba:
—¿Y tú venías de visitas? ¿Y t ú de
compras?
—¡Ni lo sueñes
—Llama a Presen o a Maruja
—respondían los chicos.
Pero yo no quería llamar a Presen
ni a Maruja, que hacían como que ju
gaban, desertando durante un ratito
de la cocina o de la plancha. Yo de
seaba meterme en los juegos de los
chicos, vividos con tan apasionada
fantasía que se sobresaltaban al en
contrarse de nuevo con la realidad,
sorprendidos por algo que les llegaba
de fuera. Por tropezarse conmigo de
pronto, por ejemplo.
—Pero, ¡niña ¡Siempre estás en-
medio ¡Quítate, que si te empujo y
te tiro, me la gano Tú, a lo tuyo. A
las casitas o a las tiendas, como to
das las niñas.
Pero yo no quería ser como todas
las niñas y me quedaba mirando los
juegos de los chicos toda la tarde, arri
mada a la tapia, hasta que llegaba la
noche, y de la mano de la noche lle
gaba el miedo; y con la noche y el
miedo, la soledad
y
la rabia de ser irre
mediablemente la pequeña hasta la
hora de la cena.
La puerta
Ya
lo he contado antes: yo era la pe
queña. Entre mi padre y yo, cincuen
ta años de distancia. Los sociólogos
colocan tres generaciones en este es
pacio. Y las había: entre mi padre y
yo, tres veces se hundió el mundo.
Yo le conocí ya con la barba entre
cana y recuerdo mi necesidad de ex
plicar con frecuencia a los desco
nocidos.
—No es mi abuelo. Es mi padre.
Una tarde, estaba paseando despa
cito de su mano , al margen de los chi
cos que se escondían y gritaban co
rriendo, cuand o mi padre m e explicó
que esos juegos, para mí incompren
sibles, salían de los libros; que los chi
cos estaban jugando a recrear las no
velas de aventuras que leían
Yo comprendí enseguida q ue los li
bros eran la única puerta que me per
mitiría entrar en el mun do fantástico,
y hasta ese mom ento inaccesible, que
tanto me atraía.
Corrí al cua rto de los chicos y des
pués de hojear uno s cuantos libros es
cogí el más usado. Era grande, tenía
una m ancha de tinta en la portada, las
tapas verdes, las páginas impresas a
doble columna, y unos grabados tan
oscuros que, más que mostrar, invita
ban a adivinar paisajes nu nca vistos.
Por entonces yo había aprendido
apenas a jun tar las letras y con enor
me esfuerzo empecé a empujar la
puerta del papel impreso.
A escondidas, apretando las pala
bras con el dedo para que no se me
escapara ninguna letra, empecé a leer
en voz baja mi primera novela de
aventuras.
Al verano siguiente ya estaba pre
parada para participar en los juegos
de mis hermanos.
Los primeros d ías, me mantuve a la
expectativa, esperando el momento
oportuno. Y en el momento o portu
no , salté desde cubierta al bote salva
vidas mientras el barco zozobraba.
Esta vez, mi presencia no provocó
la interrupción del juego, porque yo
ya sabía. Yo ya sabía naufragar a
tiempo, y llegar a nado a la isla de
sierta, y dominar a la marinería amo
tinada y aguantar el embate de las
olas en cubierta las noches de tormen
ta, igual o mejor que cualquiera de
ellos.
Ninguno de mis hermanos osó esta
vez mandarme a jugar a las casitas.
Yo había de tardar aún varios años
en conocer el mar, pe ro en ese verano
navegué por los tres océanos, forman
do parte de una tripulación capitanea
da por Julio Verne, a un prom edio de
dos naufragios por día, y viviendo
inolvidables aventuras.
8
CLU41
Palabras en acción
y palabras con música
Tras la aventura de leer libros de
aventuras, llegaron las risas y las lá
grimas de los niños de D ickens, y des
pués, desordenadamente, cualquier
otro tip o de novela. Devoré obras de
Valle Inclán, Osear Wilde y Dos-
toiewski, cuando todavía seguía leyen
do a Karl May y estaba vagamente
enamorada de Oíd Shaterland y de
Whinetoo, al mismo tiempo.
Antes,
por vía oral, me había lle
gado el descubrimiento del teatro y de
la poesía.
Yo no había asistido a ningún es
pectáculo público en un teatro de ver
dad, cuando ya había escuchado nu
merosas veces a mi padre, dramaturgo
aficionado, en la lectura de sus obras,
que estaba dispuesto a realizar ante
propios y extraños, con oportunidad
o sin ella, en cualquier m omento. Al
gunas se representaron en casa, con
un escenario al que no faltaban telón
y decorados, en los que recuerdo ha
ber dado algún que otro brochazo.
En un teatrillo de juguete, con per
sonajes pintados y recortados por no
sotros, nos divertíamos inventando
funciones sobre la marcha o tratand o
de montar a lo grande el Cirano de
Bergerac o
E l
vergonzoso
en palacio
que mi m adre había visto representar
de soltera a la M aría Guerrero en Bar
celona.
Antes de saber leer ya estaba fami
liarizada con la poesía, porque en mi
casa se hacía un consumo constante
de poemas.
Confieso que en ocasiones la apli
cación de algunos habría llenado de
sorpresa a sus autores: La Salutación
del O ptimista, de Rubén Darío, por
ejemplo, con el pistoletazo fónico de
las esdrújulas del verso inicial, se usa
ba como despertador, pues resultaba
eficacísima para sacudir la pereza y
espabilar a los dormilones. Con
La
Cena,
de Baltasar de Alcázar, se en
tretenían o exacerbaban las hambres
de la guerra.
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ARTHUR RACKHAM, CANCO DE NADAL, BARCELONA: BARCANOVA, 1992.
Tamp oco me faltó escuchar el emo
cionado recitar doliente de un soneto
de Lope o Garcilaso por boca del ena
mo rado de turn o o la exaltación poé
tica de momentos heroicos.
Cantar , nunca he sabido. Pero
aprenderme de memoria y repasar en
voz baja un puñado de versos, por el
puro placer de seguir la musicalidad
de la rima, sin entender del todo o
nada las palabras que se me habían
prendido en el oído, desde muy pron
to me gustaba hacerlo.
Y recitar delante de las visitas: en
tonces se llevaba.
El puro gozo del sonido fue d and o
paso a un más profundo gozo, a me
dida que me iba adentran do c ada vez
más en la poesía, po r la sugerencia de
las connotacion es y la comprensión de
los significados.
Una constante compañía
Siempre que vuelvo la vista atrás,
en cualquier circunstancia de mi vida ,
encuentro un libro, como constante
compañero .
Ahora también, cuando escribo es
tas líneas, los libros me acom pañ an. •
Bibliografía
(selección)
Infantil-juvenil
Rastro de Dios, Madrid: Cid, 1960.
Chitina y su gato,
Barcelona: Ju
ventud, 1970.
La torre, Valladolid: Miñón, 1975.
Serie Los Block (nueve títulos):
Barcelona: Juventud, 1972-79.
El nudo, Barcelona: Juventud,
1980.
Zuecos y naranjas, Barcelona: La
Galera, 1981.
La fiesta, Barcelona: Edebé, 1982.
La piedra y el agua, Barcelona:
Noguer, 1983.
El abrazo del Nilo, Madrid: Bru
ño,
1990.
La casa pintada,
Madr id : SM,
1991.
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BLANCA ANDREU
La cartilla en el bosque
por B l a nc a A ndr e u
os primeros recuerdos de mi
infancia se sitúan en el vera
no en que cumplí tres años.
Por aquel entonces mi familia iba a
pasar el verano al pazo de Souto, una
casa fuerte levantada en los albores
del siglo xv por los antepasados de
mi abuela materna y que tenía todo
lo que se exige a los pazos —jardín,
torre, palomar, capilla— pero ningu
na de las comodidades del s iglo xx,
como agua caliente o electr icidad,
para mayor emoción de su población
infantil. Lo cierto es que esa casa, que
en invierno parecía el escenario de
Cumbres borrascosas, promediando
el mes de junio se llenaba de parente
la y a lo largo del verano niños cada
día más asilvestrados la convertían en
un lugar aún más inhóspito para cual
quier amante de la paz y la quietud.
Aquel verano, el primero que guar
do en la memoria, mi padre, influido
por ciertas revistas pediátricas que
10
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sostenían la teoría de que el aprendi
zaje de la lectura es tanto más fácil
cuanto más temprano, decidió ense
ñarme a leer. Así que armándose de
paciencia, tarde tras tarde, aqu ella fi
gura alta y delgada, que a mi juicio
de entonces parecía una divinidad, m e
rescataba de la pandilla de analfabe
tos de la familia y desvelaba para mísecretos altamente iniciáticos para
aquellas edades.
El ritual era siempre el mismo: la
niñera m e vestía y peinaba después del
martirio de la siesta, m i padre me to
maba de la mano, recogíamos unos
cuantos almohadones en el hall y nos
dirigíamos a un cercado que se halla
ba fuera del portalón y un poco ha
cia la izquierda, enfrente de un bellí
simo lugar presidido por un gran roble
al que llamaban «El Verxeo», que en
castellano quiere decir «El Vergel». El
cercado rodeaba un bosque de pinosjóvenes donde la G ilda, una yegua in
glesa que llevaba una vida de odalis
ca en contraste con la aperreada exis
tencia del percherón, pa saba sus días
en relativa libertad dedicán dose a sus
galopadas y sus cogitaciones.
Cuando mi padre me ayudaba a
saltar la cerca, cosa bastante más
agradable que abrirla
y
pasar normal
mente, el temor y la alegría hacían que
se me acelerara el corazón. Temor casi
religioso por el enorme animal de cua
tro patas que allí vivía, por pretender
estar a la altura de las circunstancias
cuando se abriera la caja de los mis
terios en forma de manual de lectu
ra, y alegría por el privilegio sumo
que to do ello significaba. E l sitio ele
gido por mi padre era un claro donde
crecía la manzanilla. Allí extendíamos
los almohadones floreados, nos recli
nábamos como dos romanos dispues
tos a almorzar y durante un tiempo
que no puedo calcular con mi actual
sentido del mismo mi padre me expli
caba las íntimas alianzas entre las vo
cales y las consonantes con mucha
más paciencia de la que tuvo Jonáscuando aquel asunto del ricino.
De cuando en cuando, la Gilda se
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CUJ
uadernos de Li teratura Infanti l y Juveni l
BLANCA ANDREU
lanzaba a una de sus demostraciones
y pasaba galopando por delante de
nuestro claro a todo lo que daba el
motor. Otras veces, cuando más im
posible me parecía aquella disciplina
y mi cerebro entraba en franca rebe
lión, se detenía a investigar con sus
grandes y dulces ojos de loca que pa
recían decir:
—Su padre de usted tiene razón que
le sobra.
Gracias a uno y a otro salió mi in
teligencia de las sombras que la ence
rraban y hasta tal punto se afirmó en
mi mente la luz de la palabra escrita
que durante mi infancia, mi adoles
cencia, mi primera juven tud y el tiem
po que ahora vivo, no hay cosa que
me conforte tanto como la lectura.
De los libros que leía en aquellos
tiempos en que era pecado poner los
codos sobre la mesa o coger el cuchi
llo apuntando como si fuera un revól
ver, solamente han sobrevivido los de
Guillermo Brown, el eterno, victorio
so Guillermo que convirtió a Mary
Poppins, Peter Pan y demás héroes
voladores en meros aprendices de bru
jo .
Porque él volaba, vuela, sobre nu
bes de gloria sin necesidad de levan
tar sus sucias bota s de la tierra de este
mundo. Guillermo, glosado por f i ló
sofos como primero entre los héroes
infantiles modernos, es el personaje
mítico p or excelencia en el seno de mi
familia. Sus libros rojos y deshechos
pasan de forma cíclica de unas manosa otras por la vía del préstamo como
uno de los más poderosos específicos
contra la tristeza o contra las turbias
amenazas de la melancolía. Y si algu
na vez lo ha cubierto la sombra de
Stalky and Co. o del may ordom o Jee-
ves —la última reencarnación de Shi-
va según algunos estudiosos— ha sido
siempre por poco tiempo.
A lo largo de muchos años la de
voción hacia Guillermo estuvo acom
pañada por dos errores mayúsculos
referidos a la personalidad de su
autor, Richmal Crompton. En primer
lugar, viví considerando que esos li
bros audaces estaban escritos por un
hom bre, cosa fácil de explicar no sólo
por el estilo sino por el nombre, que
induce a la confusión. En segun do lu
gar, creí que estaba muerto, al igual
que Cervantes , Homero, Shakespea
re,
Baudelaire o cualquier escritor dig
no de conocerse. Sólo con ocasión de
su muerte descubrí que era mujer y
que durante algunos años habíamos
sido contemporáneas, cosa que me
perturbó bastante. Lo cierto es que,
pensándolo bien, preferir ía haberle
conocido antes que a ningún otro
escritor que en el mundo haya sido.
Con toda probabilidad, sospecho que
era mucho más tratable que Bau
delaire. •
De una niña de provincias que se
vino a vivir en un Chagall, M a
drid: Rialp, 1981.
Báculo de Babel, Madr id : Hipe-
rión, 1983.
Elphistone, M adrid : Visor, 1988.
12
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CONSUELO ARMIJO
Celia era la única
que me comprendía
por C ons ue l o A r m i j o
M
i infancia No la re
cuerdo nada, nada
divertida. Sí muy
castigada. Yo era mala porque nunca
tenía ganas de comer, y después de lu
char conmigo a brazo partido para
que me tragara pata tas, filetes y otras
cosas que no me apetecían nada, lo
devolvía todo. Era mala porque...
Bueno, cuando una mademoiselle,
que por cierto había nacido en Alba
cete,
pero que sabía decir table y chai-
se ,
se empeña en que eres mala, lo eres
siempre.
Ella hubiera querido cuidar sólo de
mi hermana, que era mayor. Los ni
ños pequeños no le gustaban nada,
pero no tuvo más remedio que «car
gar» también conmigo, y mis padres
se quedaron tan cómodos y tan con
tentos.
El caso es que, en cambio, a mi
padre le encantaban los niños pe
queños.
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CONSUELO ARMIJO
Todas las noches cuando llegaba a
casa, yo le pedía:
—Cuéntame cosas de cuando tú
eras pequeño.
Fueron mis primeros cuentos. Unos
cuentos que s iempre empezaban:
—Había una vez en Granada un
niño que era muy jeringaoooo.
Y ese niño hacía toda serie de pa
tochadas. Unas eran verdaderas , otras
inventadas. Quizá para mí, la gran
fascinación de esos cuentos era que el
protagonista fuera mi padre , ¡ tan
grande , ¡ tan señor ; sobre todo cuan
do se vestía de militar , con esas botas
tan a ltas . El escucharlos supuso para
mí las horas más felices de mi prime
ra infancia.
El primer l ibro que recuerdo tenía
las tapas azules . Eran los cuentos de
Andersen. También me los leyó mi
padre .
Las empleadas del hogar, como se
las l lama ahora , también fueron otra
fuente de cuentos. ¡Qué pena haber
los olvidado A veces repetían e l mis
mo, pero no importaba . Siempre me
gustaba . Según tengo entendido me
ponía a lgo pesada dic iendo:
—Otra vez .
Y luego:
—Otra vez .
Crecí y me lancé yo sola a leer. Leí
lo normal: Celia , Cuchifr it ín, los
cuentos de la Condesa de Segur (re
cuerdo sobre todo Memorias de un
burro),
Pinocho y Chápete , e tcé tera .
Más tarde la colección Escélicer, muy
recomendada en los colegios, cuyos li
bros valían 1Q ptas ., l ibros que segu
ro que han perdido toda ac tualidad,
pero que entonces gustaban. La colec
ción Cadete, más lujosa y liberal. Sus
libros valían 30 ptas ., no estaban re
comendados en los colegios, lo cual
para mí era una garantía . Tenían c lá
sicos:
Oliver Twist
(¡qué manera de
llorar ) ,
El príncipe mendigo,
etcéte
ra , e tcé tera . Luego apareció Guiller
mo (¡qué manera de reír ). Seguro que
había más, pero no logro recordarlos .
¡Qué pena que no conserve ninguno ,
a veces los echo de menos. Los vendí
en los primeros años de la decena de
los veinte para pagarme un bille te de
tercera (entonces había tercera) a Lon
dres , donde me coloqué de
au pair.
Llegó un mom ento en que la lec tu
ra fue para mí una especie de tabla de
salvación. Mi familia se convirtió en
algo fatal. Mi padre se quejaba de que
ya no tenía la gracia de «chiquiti ta».
Creo que nunca me perdonó que cre
c iera , y lo que es peor, nunca lo ad
mitió. Cualquier s íntoma, cualquier
«pinito» de mi parte por demostrar
que había l legado a l «uso de razón»
intentaba aplastarlo (y lo malo fue
que la mayoría de las veces lo con
siguió).
En las comidas solía pelearse en voz
baja con ¡vaya usted a saber cuántos
enemigos no presentes , mientras mi
madre también hablaba sola , pero en
voz a lta , y no se peleaba. Organizaba
largos monólogos sobre los sombre
ros que había vis to en las t iendas, o
cualquier otra cosa . Tenía una incre í
ble habilidad para a largar cualquier
tema hasta e l infinito y, s in dud a, u na
gran virtud: no exigía demasiada aten
c ión a su supuesto auditorio.
En esa casa , donde yo me sentía a
gusto era sola en cualquier r incón, y
entonces le ía . No siempre tenía la
suerte de tener l ibros nuevos pero los
que más me gustaban me los leía una
y otra vez , sobre todo c iertos párra
fos,
los preferidos, o los que me ape
tec ieran en ese preciso momento.
En el colegio las clases me abu
rrían. Según las monjas yo era tonta ,
y según yo, las tontas eran e llas (opi
nión que todavía sostengo). A este res
pecto ningún libro como
Celia en el
colegio
las ha retratado mejor. ¿Cómo
no me iba gustar leerlo y releerlo? En
realidad Celia era la única « persona»
que me comprendía , o a l menos con
la que yo estaba plenamente de
acuerdo.
Nos obligaban a forrar los libros de
texto en papel azul y a pegarles unas
etiquetas para identif icarlos: «Mate
máticas», «Gramática». Así que tuve
una idea: forré mis l ibros de cuentos
BONI ,
CELIA. LO QUE DICE, MADRID: AGUILAR, 1952.
en papel azul y les pegué etiquetas que
ponían «Catecismo», «Ciencias natu
rales» y ¡lo pasaba más bien en los es
tudios Pero un día , una monja me
«pescó» y después de armarla y l la
marme no sé cuántas cosas, se quedó
con e l l ibro (que a mi mo do d e ver es
quedarse con lo ajeno contra la volun
tad de su dueño). Lo sentí mucho,
porque había s ido de mi padre cuan
do era un niño muy «jeringaoooo» y
vivía en Granada. ¡Uno de los pocos
de esos libros que habían llegado a mi
poder
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- • V"
>¿
* . Tíáí.
¿
V : : - : : : : : : : : : : : : o > ~ - : ^ -
V v
¡La casa de mi abuela , ¡qué leja
na queda Ya sólo existe la fachada.
Por dentro la han cambiado de arr i
ba a abajo. Nos reuníamos a comer
toda la familia una vez a la semana.
Todos se ponían a charlar . A mis t ías
les gustaba eso de «hablar y hablar»
tanto como a mi madre . Se armaba
cada
girigay.
Yo me iba a otra habi
tac ión donde había l ibros. No mu
chos, pero todos encuadernados en
piel (estoy casi segura de que eran de
la editorial Aguilar) y en el filo de las
hojas había dibujos geométricos de
colores que se veían muy bien cuan
do los l ibros estaban cerrados.
Allí , en plena edad del pavo, me-
moricé —¿cómo no?— las poesías de
Bécquer, y empecé a leer nada men os
que e l
Quijote.
—Si acabas con los l ibros te pode
mos traer las guías de te léfonos, que
son muy gordas —me dijo un día un
«gracioso» ( los suele haber hasta en
las mejores familias).
Pero ése tenía un «punto» de razón.
A esa edad casi todo lo que leía (y leía
todo lo que ca ía en mis manos) me
gustaba , me entre tenía . Ahora en
cambio tropiezo con libros que en
cuentro francamente malos. ¿Será que
los l ibros que encontraba cuando era
niña o adolescente eran mejores que
los que me tropiezo ahora? , o ¿será
que yo era antes mejor lectora?, o...
a lo mejor es e l sentido crít ico que
se ha desarrollado. ¡Vaya usted a
saber •
MÁS
BATAUTOS
Bibl iografía
(selección)
Infantil-ju venil
Los batautos*,
Barcelona: Juven
tud, 1975.
El Pampinoplas, Ma dr id : SM,
1979.
Aniceto, el vencecang uelos, M a
drid: SM, 1981.
Risas, poesías y chirigotas, Valla-
dolid: Miñón, 1984.
Guiñapo y Pelaplátanos
(Miñón,
1985), Madrid: Susaeta , 1989.
Los Machafatos,
Zaragoza: Edel-
vives, 1987.
Inés y Mercedes o cuando los do
mingos caigan en jueves,
Bar
celona: Noguer, 1988.
En viriví,
Madrid: Anaya, 1988.
Los machafatos siguen an dando,
Zaragoza: Edelvives, 1989.
Piii, Madrid: SM, 1989.
* Miñón sacó una edic ión poste
r ior de Los batautos en 1982 y Su
saeta otra en 1989. Por su parte ,
SM publicó otra e l pasado año.
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CARMEN CONDE
Cuándo empecé a leer
p o r C a r m e n C o n d e
c
V íempre que entro en mi ín-
^ M fancia doy co mie nzo a u n
^ ^ ^ F l argo v ia je ex t rao rdina ri a
mente poblado de provincias que re
correr. Debo forzarme a quietud para
poder mirar despacio, largamente, y
alcanzar a ver una de entre tantas co
sas.
Solamente así me es posible ais
lar algunas, remirarlas y, súbito, el
paso seguro que salta el umbral. Ya es
toy en mi país mejor, en el cual cupo
el universo total. Mi imaginación fue
la única riqueza que tuve, y ella me
condujo por la tierra con ligereza
suma. Esta tarde, encerrada en la que
fui voy a irle sacando del alma de la
memoria parte de su tesoro.. . , pero,
¿sabemos ella y yo cuándo aprendi
mos a leer...? Aquí se levanta el pri
mer escollo. No lo sabemos. Estamo s
leyendo desde siempre, y el día en que
fue posible el milagro no podem os ha
llarlo, localizarlo... ¿Me enseñó mi
madre, aquella monjita l lamada sor
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Matilde del colegio de San Miguel de
mi ciudad natal...? Imposible recor
darlo exactamente. Antes de que en
mis manos se amo ntonara n los cuen
tos de Calleja, hubo en mí profunda
preocupación por los nombres, me
asombraba oír nombrar a las cosas
po r su nombre... ¿Quién se lo había
puesto, de dónde eran
es o
y no otra
manera de llamarlas? M e veo, y creo
que es la primera imagen m ía «vista»
por m í desde dentro, en una tiendeci-
ta de ultramarinos (que así se llama
ban las tiendas de comestibles enton
ces),
junto a mi madre que pedía
cosas, cosas..., que se llamaban...,
¿por qué así y no de otro modo? A
la inmensa distancia en que me con
templo deduzco qu e allí, en aquel ins
tante al parecer tan insignificante, yo
sentí el enorme peso, la gravedad de
la Palabra.
Ahora, vamos a retroceder nueva
mente: empiezan a llegar a mis ma
nos (y no tenía ni siquiera cinco años),
cuentos y más cuentos que aumenta
ban mi caudal ya valioso de libros del
colegio. Eran los minúsculos cuente-
citos de Calleja que al final llevaban
también un chistecillo inocente y gra
cioso. Yo tenía un primo hermano,
Eduardo Conde, algo mayor que yo,
que me enseñó los puntos cardinales
solemnemente. Eso ocurría en un a pa
red de la escalera, y me veo pregun
tarle ansiosamente, al saber que la tie
rra da ba vueltas alrededor del sol y sin
comprender bien su porqué: «Primo,
¿por dónde vamos ahora?».
Y
él, muy
serio,
muy bien enterado, me decía
con toda seguridad: «Ahora estamos
en el Polo Sur».
Se van a ir sucediendo los aconte
cimientos de mi primera infancia.
Ha sta los seis años y medio yo viví en
Cartagena, y en febrero del año en
que cu mp liría los siete año s me lleva
ron a Marruecos. Desembarqué del
«J. S. Sister» de entonces con un her
moso muñeco en la mano izquierda
mientras con la otra me aferraba al
brazo de mi padre al cual hacía me
ses que n o veía (eso me m antuvo en-
W\
P
[v
v
N. MÉNDEZ BRINGAS, EL ENCANTO DEL REY BEDER Y OTROS CUENTOS DE CALLEJA, PALMA DE MALLORCA: JJ. OLAÑETA, 1991
ferma todo ese tiempo ). No veo libros
todavía en mis manos, salvo los del
colegio de doña Vicenta Garcés, mi
primera maestra en Melilla. Estudiar,
estudiar sin descanso. Meses malos
para la familia, pero libros del cole
gio y cuentos de Calleja a todo pas
to .
Ya tenía, además, otra enorme
distracción: soñar. Deseaba con impa
ciencia que me acostaran para soñar.
Esto de soñar dormida y despierta no
se me ha acabado todavía.
Nuevos colegios: ahora el de doña
Ana Pedrosa Carretero que nunca ol
vidé como tampoco a doña Vicenta.
Un cambio en nuestra vida y diversos
acomodos en la ciudad. En este mo
mento ya empiezo a caminar con ma
yor seguridad en mi memoria. En la
entonces titulada calle Chacel, había,
y hay, una librería, la de los herma
nos Boix. Su descubrimiento ha col
mad o de felicidad mi ánimo. Voy a esa
librería a diario, a comprar con los
pocos céntimos de que dispongo li
bros y más libros. Son mayores que
los otros, van empastados y con es
tampas en la cubierta y dentro. Para
ellos mi consideración extrema, por
que tengo otras lecturas digamos me
nos costosas y menos importantes:
son el TBO, que acaba, creo, de apa
recer en España, y las maravillosas
aventuras de Raffles, de Nick Cárter,
de Sherlock Holm es... Aventureros y
delincuentes luchan y se empeñan en
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CARMEN CONDE
EL ENCANTO DEL REY BEDER Y OTROS CUENTOS DE CALLEJA, PALMA DE MALLORCA: J.J. DE OLAÑETA. 1991.
perturbar a la sociedad. Menos mal
que también hay héroes de mansa
condición que se alternan en mi mente
avidísima. Por ese tiempo ya vive en
tre nosotros un ser inolvidable: mi pe
rra Sultana, Con ella comparto lectu
ras y comentarios, ya que soy hija
única y salvo las horas del juego al
aire libre con las amigas y condiscí-
pulas, no tengo niños en mi casa
y
con
alguien pequeño como yo tengo que
comunicarme. Estoy segura, absolu
tamente segura, de que Sultana me
entiende. Hay una mancha negra en
aquellos días, debo confesarla aunque
me fue perdonada y la penitencia se
lo mereció. Digámoslo todo.
No puedo presumir en esta mi se
gunda infancia, aunque sí de la pri
mera, de bienes materiales. Mi padre
se arruinó en Cartagena y se inte
rrumpió aquello de tener coches y uno
solamente para mí, una
charrette
arrastrada por una burrita preciosísi
ma que se llamaba P olvorilla. En Me-
lilla las cuestiones económ icas no eran
boyantes, los céntimos para mis com
pras eran parcos y, a veces, inexisten
tes. Yo quería cu entos, y, ¡ay de m í ,
algunas veces sólo podía adquirir uno
a lo sumo. Una mañana..., sirva de
nueva penitencia contarlo aquí, una
mañana en la librería de los herma
nos Boix (unos señores catalanes, se
rios y secos pero amables conmigo),
cuando pusieron a mi disposición elcajón repleto de cuentos..., cogí un
puñado y me lo guardé; luego pagué
uno y me fui a m i casa. Mi madre, que
vivía pendiente de mí y hasta de mis
pensamientos, vio que yo llevaba más
de lo que correspondía a mis posibi
lidades. Tuve que confesarle mi deli
to . «Vamos a arreglarlo —dijo— . Voy
contigo a la librería, te espero en la
puerta, entras y cuentas lo que has he
cho, y en paz.»
En paz, ¿quién? Yo, no. Yo hubie
ra preferido desaparecer del mundo.
Pero, fuimos. Se quedó en la puerta.
Entré y el bueno de uno de los her
manos Boix creyó que volvía a com
prarme otro cuento y me sacó otra vez
el dichoso cajoncito repleto para q ue
escogiera... Pensé dejar los que m e ha
bía apropiad o y salir como si tal cosa,
pero al mirar a la puerta vi a mi ma
dre con sus ojos clavados en mis ma
nos.
Im posible. Llamé al librero y él,
sonriente, se inclinó sobre mi desven
turada boca: «Eh, ¿qué quieres?».
«Verá usted ..., antes me llevé más de
un cuento, me llevé también éstos...
—Y
se los alargué desesperada.— Ven
go a devolverlos.»
El momento aquel era de lo más
dramático de mi existencia, incluso
ahora. El señor Boix me contempló
pensativo, miró a la calle y vio a mi
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madre erguida como el arcángel que
nos echó del Paraíso y aunq ue sin es
pada amenazadora como aquél.
«Bueno, bueno... —dijo el caballe
ro—.
Ya
está. ¿Dices que te los llevas
te? Pues yo te los regalo ahora.» «No,
no pued o, mi madre está ahí.» «S í, la
estoy viendo.» Y pensándolo mejor,
me dio un cachetito en la pálida me
jilla y me sonrió dulcemente. «Otro
día, ¿eh?, otro día que vengas te re
galaré otros.»
Dispenso contar lo que ocurrió
cuando nos reintegramos a mi casa mi
madre y yo. Hasta
Sultana
padeció las
consecuencias de mi delito.
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Nuevos cambios de domicilio y de
colegio. Ya estoy en el «Colegio In
glés»,
el mejor, con el de Jesús Ma
nuel, de M elilla. Miss Minnie, mi p ro
fesora m ás querida y más bo ndad osa
del mundo, un día m e pide que lea el
Quijote en edición escolar, otro día
me entrega nada menos que
Rafel
de
Lamartine. Voy del uno al otro alo
cada, siempre veo junto a su ventana
a un joven muy delgado que dicen
está enfermo (como se llamaba el tí
sico entonces); un día me paro ante
aquella ventana y él me brinda un li
bro. «Te lo vendo po r sesenta y cinco
céntimos», me dice con apuro. Es la
Biblia. C orro a mi casa y obtengo los
sesenta y cinco céntimos para com
prarla. Ya es mía. Y tranquilamente
me voy con ella al cementerio, que está
al lado casi. Éste va a ser mi lugar de
retiro para leer en paz, ya que mi m a
dre no aprueba mis lecturas apasiona
das.
El cementerio da al mar, y yo me
instalo junto a las barandas y veo el
mar y leo la Biblia. Me impresiona
mucho leer en una columna que «una
lágrima se marchita, una oración la re
coge Dios». Rezo y evito llorar aun
que me den ganas cuando veo algún
entierro por allí cerca. Naturalmente
que nadie sabe, cuando digo que me
voy a jugar, que es al cementerio adon
de me voy con mi Biblia.
En la casa hay un vecino militar que
se pasa la vida en lo que allí se llama
ba «el campo» (las posiciones milita
res ante el enemigo), y cuan do viene
su novia, Encarnita, la hija del sastre
de al lado, a quitar el polvo a la vi
vienda de su novio yo entro tras ella
para ver sus estanterías de libros. Hay
muchos. Pido que me deje Encarnita
alguno y, ¿cuál me deja?, pues Las mil
v una noches nada menos. Las com
pa rto con la Biblia en el mayor de los
secretos.
Al lado de la casa de Encarnita hay
otra que h abita gente muy interesan
te: un m atrimonio con dos hijos y una
herman a, ciega, de la esposa. Ésta es
de Correos o de Telégrafos, no puedo
asegurarlo ya; su m arido es eban ista.
Y este ebanista, muy bueno por cier
to,
se dedica a hacer calaveras de ma
deras preciosas. Es un mom ento de la
historia francamente tenebroso: hay
sortijas de calaveras de plata y de oro,
hay calaveras de madera, se canta a
toda voz un himno militar con cala
veras también. Y yo me paso las ho
ras leyendo en el cementerio.
Jamás estuve triste por muchas ca
laveras que viera y entierros que pre
senciara. «La m uerte era para los ve
cinos», como escribió Juan Ramón
Jiménez.
Ya
vendría el tiempo , ya, de
que nos visitara con insistencia.
A Sultana tampoco le importaba lo
que veíamos juntas. Me seguía a to
das partes y, por fin, ¿a que no sabéis
en dónde acabamos encontrándonos
mejor para leer? Pues debajo de mi
cam a. Se estaba fresquita, nadie se fi
guraba en dónde nos metíamos, y a
leer cuanto caía en mis manos. Confieso, y n o es exageración, qu e leyen
do uno de los capítulos de Las mil y
una noches en que se trata de unas
princesas que fueron transformadas
en esbeltas perras, consideré muy en
serio que m i perra podía ser también
una princesa moruna convertida en
perra. A ella debía de parecerle lo m is
mo a juzgar por el tono que se daba
a mi lado.
Lecturas, lecturas... De tod as clases
ya. Novelas, teatro, cuentos, revistas.
Cuando regresamos a Cartagena en
1920, ya no era una niña. Pero mi pri
mo hermano, más hermano que pri
mo mío, Antonio A bellán, me dijo se
ñalándom e su biblioteca: «Nena, a ti
que te gusta tanto leer, lee todo lo que
hay en este y en este
y
en aquel estan
te. Pero en aquellos, no. D e esos libros
no debes leer ni uno solo.»
Respeté la prohibición porque le
quería mucho. Y fuera de
aquel
estan
te
leí cuanto cayó en mis man os. Leí,
leo, leeré hasta q ue Dios me cierre los
ojos que para leer y escribir me han
servido tanto. •
(Fragmento de
Por el camino, viendo sus ori
llas,
capítulo primero, tomo I . Barcelona: Pla
za & Janes, 1986.)
49
CLU41
Bibliografía
(selección)
C
ft
P C Z
l
D
0
L V I D
Obra p oética
(1929-1966),
Madrid:
Biblioteca Nueva, 1966.
Por el cam ino, viendo sus orillas,
Madrid: Plaza & Janes, 1986.
Infantil-juvenil
A la
estrella
por la cometa, Ma
drid: Doncel, 1971.
El conde sol, M adrid: Escuela Es
pañola, 1979.
Canciones de nana y desvelo, Va-
lladolid: Miñón, 1985.
Centenito, Madrid: Escuela Espa
ñola, 1987.
Cantando al amanecer, Madrid:
Escuela Española, 1988.
Despertar, Madrid: Bruño, 1988.
Madre ballena y otros cuentos,
León: Everest, 1989.
Júbilos, León: Everest, 1990.
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19/78
CRISTINA FERNÁNDEZ CUBAS
Elba: el origen
de un cuento
por Cristina Fernández Cubas
A
unque siempre he creído
poseer una m emoria no
table, no puedo acordar
me, por más que me esfuerce, de la
primera vez que me puse a escribir.Quizás esté completamente equivoca
da y mi memoria no tenga nada de
notable, pero prefiero pensar que la
pretensión de contar historias no sur
gió como fruto de una decisión cons
ciente, sino de una forma mucho m ás
sencilla. Un simple juego, un o de tan
tos de mi infancia, al que, seguramen
te,
no concedí demasiada impor
tancia.
No recuerdo pues la primera vez.
Pero sí me veo escribiendo, situando
aventuras en países en los que no ha
bía estado nunca y descubriendo,
poco a poco, las infinitas posibilida
des escondidas en aquel pequeño en
tretenimiento íntimo y silencioso. Era
un buen juego, no cabía duda. Pero
no era el único. Había algo que me
20
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fascinaba muchísimo más y para lo
que sigo manifestando una disposi
ción sin límites: escuchar. D ebo reco
nocer
que,
en este punto, tuve bastan
te suerte.
Parte de mi vida transcurrió en
Arenys de Mar, una localidad costera
situada a m enos de cuarenta kilóme
tros de Barcelona. Mi casa se hallaba
en un paseo , frente a un a playa, a mi
tad de camino entre el pueblo y el
puerto. Desde el terrado , desde el bal
cón, no se veía el pueblo pero sí el
puerto. De alguna manera, creo que
mis hermanos y yo vivimos siempre
de espaldas a lo cotidiano, de cara a
lo desconocido, a la aventura. La casa
estaba también atestada de libros,
pero a ellos no llegaría hasta mucho
más tarde. La primera vez que oí ha
blar de Edgar Alian Poe fue po r boca
de mi herman o, único varón entre cin
co hijos, interno en un colegio en Barcelona y cuyas apariciones en la casa
eran registradas como un verdadero
acontecimiento. Nos contó
La Casa
Usher
y E l
Gato
Negro.
Creo — estoy
segura— que improvisaba sobre la
marcha
y
añadía d atos de su cosecha,
pero estoy mucho más segura aún de
que muchas de estas precisiones y li
cencias venían obligadas por nuestras
insaciables preguntas. Queríamos sa
berlo todo acerca de la casa
Usher.
De
cuántos dormitorios disponía, cómo
eran las lámp aras, los muebles, el nú
mero exacto de sillones, sofás y confidentes, biombos o tapices... Años
después, cuando por fin leí a Poe, me
pareció un excelente escritor. Pero
eché a faltar, en determinados pasa
jes,
por lo menos tres sillas y un
biombo.
Antes de llegar a Poe —o de que mi
herm ano nos hiciera el inventario de
tallado de los bienes Usher— las her
manas conocíamos de sobras que los
límites del mun do no eran tan estric
tos,
rígidos o insalvables com o se em
peñaban en enseñarnos en el colegio.
De esta educación paralela se encar
gó Antonia García Pagés, una mujer
natural de Arenys de Munt, pueblo
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• • * ,
colindante con Arenys de Mar, que
había entrado a trabajar en la casa
cuando yo apenas contaba un año de
edad. Ignoro de dónde Antonia —a
la que recuerdo siempre anciana— nu
tría su complejo arsenal de prodigio
sas historias, pero lo cierto es que na
rraba con una rara habilidad y
precisión. A ratos eran anécdotas de
guerra; otros, la muerte de su madre;
muy a menudo, amores y venganzas
de ultratumba, cuentos de aparecidos
o pen ados, o extraños portentos — ella
los llamaba «milagros»— que atri
buía, con toda tranquilidad, a fami
lias con nombres y apellidos, a luga
res no dema siado alejados de la casa,
y que a nosotras, a pesar de que nun
ca llegásemos a creerla a
pies
juntillas,
nos gustaba pensar que seguramente
habían ocurrido o podían volver a
HARRY CLARKE, EL GAT NEGRE, BARCELONA: BARCANOVA, 1992.
ocurrir en cualquier momento. Los
dominios de A ntonia se iniciaban en
la cocina, en su feudo de cacerolas y
pucheros, para prolongarse luego por
las gélidas escaleras y alcanza r su cé
nit en las habitaciones del segundo
piso.
Mi infancia, pues, exceptuando
las largas horas del colegio, transcu
rrió entre la cocina y el dormitorio.
Com o en todas las familias de varios
herma nos, las enfermedades infanti
les operaban sobre nosotros com o so
bre naipes de una baraja y así —pe
rennemente postradas en nuestros
lechos— seguíamos asistiendo al ina
gotable desfile de prodigios y espan
tos, hasta que Antonia, envuelta en
agobiantes vapores de agua de euca
lipto —vahos a los que atribuía vir
tudes curativas, y a los que achaco yo,
ahora, el que nuestras convalecencias
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CRISTINA FERNÁNDEZ CUBAS
no se acabaran nunca—, nos daba las
buenas noches y rezaba tres avemarias
a las ánimas del Purgatorio. A ntonia
siempre alardeó de no necesitar para
nada los servicios de un reloj-
despertador. Las ánimas, agradecidas,
cumplían sobradamente con este co
metido y Antonia se despertaba cada
día, fresca como una rosa, a las sieteen punto de la mañan a. El día en que,
por prim era vez, la anciana no se des
pertó a la hora convenida compren
dimos enseguida que o bien se había
olvidado de invocar a sus amigas la
noche anterior, o bien las ánimas
tenían razones de fuste para deser
tar de sus obligaciones. Antonia,
aquella mañana, amaneció gravemen
te enferma.
Exceptuando a mi madre, que
deambulaba por la casa a todas ho
ras y por todas partes, otros m iembros
de la familia poseían sus propias zonas, tan privadas e incompartibles
como la nue stra. Primero estaba el sa
lón, convertido en despacho-bibliote
ca, de u so exclusivo de mi pad re y del
que surgían, a las horas más impen
sadas, toda suerte de arias, sinfonías
y conciertos, a tanta potencia, que m e
provocaron, durante largos años, un
completo rechazo hacia la música clá
sica. A las irrupciones musicales so
lían seguir densísimos silencios en los
que adivinábamos a su ocupante en
tregado a secretas aficiones. De tod as
ellas,
la que más me atraía era la que
tenía relación con un montón de li
bros, que entonces me parecían má
gicos, y un sinfín de fichas escritas en
árabe, en hebreo, en swahili... Mi pa
dre,
en solitario, hab ía decidido h acer
realidad una de sus quimeras favori
tas:
confeccionar un diccionario en
todos los idiomas del mundo.
Arriba , en fin, junto a la azotea, es
taba la habitación del herm ano ausen
te . Desde pequeño, influido con to da
probabilidad por los veleros que arri
baban o zarpaban del puerto, había
resuelto hacerse marino, y mis padres
—en un alarde de complacencia inha
bitual en la familia— transformaron,
ante su asombro, un dormitorio nor
mal en un auténtico camarote. Cons
truyeron muebles especiales, alzaron
una litera y sustituyeron la ventana
por un reglamentario ojo de buey.
Luego, cuando mi hermano alcanzó
la edad en la que uno se atreve a pla
near su destino y manifestó su voca
ción —hacerse marino—, mis padres,de nuevo ante su asombro, se lo pro
hibieron terminantemente. La casa,
tan favorecedora de ensueños y repleta
por los cuatro costados de leyendas e
historias, era, al mismo tiempo, un
duro aprendizaje de las contradiccio
nes y desatinos de la vida.
Podría parecer, a simple vista, que
en los retazos de infancia que acabo
de describir se encontrasen, ya de por
sí , algunos elementos «literarios»,
pero,
curiosamente, fue el recuerdo de
esta etapa de mi vida lo que me impi
dió,
durante mucho tiempo, entregar
me al cometido de escribir. Desapa
recidos algunos de los protagonistas
de la casa, trasladada la familia a B ar
celona, y sospechando ya que lo que
se ha ido nunca puede regresar, la in
fancia, la casa misma, se me interpo
nían como un obstáculo insalvable.
Demasiado añorado para olvidarme
de él, demasiado cercano para poder
recrearlo por escrito y dotarlo de al
gún interés para alguien más que p ara
mí misma. Dejé, pues, de escribir y
me convertí en una lectora desordena
da, voraz y empedernida. Hasta que
en diciembre de 1973 me embarqué
hacia América Latina.
Una prolongadísima estancia en
Suecia, en EE.UU. o en El Cairo no
me hubiera podido producir los mis
mos efectos que los escasos dos años
en Latinoamérica. No hablo de mis
vivencias en aquellas tierras sino del
regreso. El mismo día de la vuelta,
nad a má s pisar el puerto de Barcelo
na, me di cuenta de la distancia que
implica un océano y de lo engañoso,
en cuanto a cómputo de t iempo, que
significa cambiar de país pero no de
idiom a. M e sentí una extranjera en mi
propia tierra, un ser completamente
desarraigado, pero también, al poco,
comprobé que, durante aquellos dos
años al otro lado del océano, las co
sas habían ido ocu pand o su verdade
ro lugar en mi mem oria y en mi vida.
Pude así pasear frente a mi casa na
tal sin asomo alguno de melancolía,
y pude, sobre todo, inventarme una
hermana, a la que llamé Elba, y es
cribir un cuento. •
Bibliografía
Cristina Fernández Cubas
EL ÁNGULO DEL H ORR OR
colección
andanzas
Mi hermana Elba, Barcelona: Tus-
quets,
1980.
Los altillos de brumal, Barcelona:
Tusquets, 1983.
El año de Gracia, Barcelona: Tus
quets,
1987.
Cris v Cros. El vendedor de las
sombras, Madrid: Alfaguara,
1988.
Elba-Brumal, Barcelona: Tusquets,
1988.
El ángulo del horror, Barcelona:
Tusquets, 1990.
22
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CARMEN KURTZ
Los cuentos que
nos contaron
p o r Carmen Ku r t z
T
odavía hoy, cuando vuelvo
a ver la casa donde nací,
algo dentro de mí se con
mueve, está
vivo.
Es una casa grande
del Ensanche de Barcelona, en la ca
lle de Mallorca chaflán Gerona, seis
balcones a la calle, mucho sol y tam
bién mucho frío en invierno a pesar
de las dos «Salamandras». Lo más di
vertido de aquel piso de la calle Ma
llorca era el pasillo circular, un co rre
dor que ejercía las veces de tal ya que
fue escenario y testigo de nuestras co
rrerías. Entre hermanos y primos her
manos nos reuníamos, a veces, diez
chiquillos. Jugábamos al escondite, a
perseguirnos. Corríamos como locos
seguidos por los gatos y los perros que
acompañaron nuestra infancia. Días
de fiesta en que los mayores se re
cluían en el salón, besos y abrazos,
regañinas, tortas, de tod o hub o. Inclu
so peleas familiares de cierta impor
tancia con final feliz.
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CARMEN KURTZ
Y también recuerdo la otra cara de
la moneda, los momentos de reposo
después del baño nocturno. Mi ma
dre guardaba libros de cuentos de
cuando ella era niña y
yo,
en aquellos
ratos de lectura, hubiera querido ser
Rapuncel, o el Gato con Botas, Pul
garcito o la Pequeña Vendedora de
Fósforos, la Sirenita o Blanca Nieves,
Peter Pan o Alicia.
Aquella deliciosa intimidad con mi
madre se interrumpió un mal día.
Mi madre murió. «Tu mamá está en
el cielo», me dijeron, y yo, a mis cin
co años, no acertaba a comprender
cómo mi madre podía haberme deja
do sin terminar aquel cuento cuyo ab
surdo final en nada se parecía a los
finales felices de los cuentos a que m e
tenía acostumbrada.
Creo que aprendí a leer con un solo
propósito: recobrar a mi madre. En
casa había muchos libros de cuentos
que pertenecieron sucesivamente a mi
madre, mis tíos y mis hermanos ma
yores.
Los que me antecedieron ha
bían coloreado las ilustraciones, ori
ginales en blanco y negro. Mi talento
en ese apa rtado era nulo. Las ilustra
ciones originales en color me gusta
ban; algunas, me doy cuenta ahora,
eran muy buenas, p ero yo prefería el
texto. Leer era para m í una necesidad
y aún me veo sentada sobre la alfom
bra del salón de casa de mis abuelos
leyendo La Esfera, un semanario de
aquella época con páginas a todo co
lor. En La Esfera leí algo referente a
la Revolución Rusa. Ignoro si saqué
algo en claro, pero recuerdo m uy bien
que el pueblo ruso sufrió en su revo
lución infinidad de penurias, entre
otras la casi ausencia de hilo de coser
que se vendía en aquellos tiempos a
metros.
Es curioso que tan gran catástrofe
haya sido almacenada en mi memo
ria con algo tan humilde como pue
da ser un carrete de hilo. Curioso tam
bién el hecho de que la hiperactividad,
que fue la norma en mis años de in
fancia, pudiera alternar con la quie
tud que supone la lectura. Así fue. Los
juegos, el correr a lo largo del pasillo
circular, no se interrumpieron, y al
canzaban su tope máximo en la finca
del abuelo, du rante las largas vacacio
nes del verano.
Pasé de una Escuela Ma ternal a un
colegio de verdad, severísimo p or aña
didura. Poco después de la muerte de
mi madre entré como alumna en el
Sagrado Corazón de Barcelona.
Los buenos recuerdos de mi primer
colegio se centran en la figura de una
monja (la madre Barnola), quien,
prescindiendo de la dureza del regla
mento, alguna vez, al finalizar la cla
se, me sentaba en su falda y me dab a
todo el cariño que puede dar una
monja. Me encariñé con ella como me
fui encariñando con otras monjas que
le sucedieron. Con mis compañeras
tuve un trato no rmal, diría muy bue
no,
y mis notas fueron siempre las me
jores, no porque yo fuera especial
mente inteligente, sino porque mi
EMILE BAYARD, ALREDEDOR DE LA LUNA, MADRID: ANAYA, 1989.
padre fue siempre muy
severo.
Las no
tas eran semanales y yo debía forzo
samente obtener la máxima, aquel
«Muy Bien» que equivalía a un 10 en
todo. Las notas se daban el domingo
por la mañana después de la misa,
con un ceremonial estremecedor pre
sidido por la Madre Superiora. Una
clase tras otra las alum nas desfilába
mos para recoger con una gran «re
verencia» la papeleta que para mí era
cuestión de vida o muerte. Las pier
nas me temblaban. Envidiaba a mis
compañeras qu e no parecían en abso
luto temerosas. Al llegar a casa, mi
padre echaba un vistazo a mi nota y
no hacía comentario alguno. Mis
grandes éxitos los conseguía en la dis
ciplina de la lectura. En cambio re
cuerdo abochornada los recreos. Ju
gábamos a pelota divididas en dos
campos. Com o no me la pusieran en
las manos me resultaba imposible ha
cerme con ella. Incondicionalmente
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admiré a
mis
compañeras que corrían,
saltaban, se hacían con la pelota
como verdaderas malabaristas. Años
más tarde leí, no sé dónde, q ue el poe
ta Shelley lloraba en los recreos por
su torpeza.
Todo es importante en la vida de
cualquier ser humano. Todo ser hu
mano, por humilde que sea, tiene su
historia. Los niños de antes enferma
ban a menudo y las enfermedades du
raban muchísimo. Luego venían las
convalecencias. Y durante esos perío
dos no había más remedio que que
darse en casa y en cama. Los chi
quillos de entonces (años 20) no co
nocíamos la radio y mucho menos la
televisión. Estoy casi convencida de
que la ausencia de los medios audio
visuales favoreció la afición a la lec
tura y al dibujo. Leí, leí cuanto p ue
de leer una niña que vivía el mundo
fabuloso de la ficción
y
a la que
se
die
ron toda clase de facilidades. He de
confesar que mi padre favoreció mis
inclinaciones. Se sentaba a los pies de
mi cam a y m e leía todo s los Julio Ver-
ne que teníamos en casa. Él era un
gran forofo de Verne y así recuerdo a
Miguel Strogoff en las heladas este
pas, a Phileas Fogg en su vuelta al
mundo y al Capitán Nemo en sus
veinte mil leguas de viaje submarino.
Todos los Julio Verne me fueron leí
dos por mi padre mientras el termó
metro subía o bajaba; aquello era casi
lo de menos. Q uizá mi afán de viajes,
años m ás tarde, lo debí en parte a las
lecturas de mi padre. En mi serie Ós
ca r se nota mi inclinación por todo
cuanto significa horizontes nuevos y
mun dos imaginarios. Me gustaban la
historia y la geografía, tenía facilidad
para los idiomas y era una nulidad
para las matemáticas.
Durante tres años estudié en casa,
ya que mi salud no era buena. Tam
bién entonces mi padre tuvo un gran
protagonismo. Me daba lecciones de
todo y si la rígida disciplina del Sagrado Corazón me pareció siempre
abusiva, la de mi padre, los rigores a
que me sometió, la superaron sin
duda alguna. Era un hombre muy cul
to y ahora me arrepiento de no haber
le hecho
caso.
Tenía mal
genio,
era gri
tón y aficionado a descargar la mano,
pero su corazón era
tierno.
Los ojos de
una niña no saben de m atices. Para mí,
durante aquellos tres años de cuidados
y estudios, Papá fue un tirano.
Lo he convertido en el padre más
comprensivo, más tolerante del mun
do, en el Jorge Tur de la serie Óscar.
He llegado a la conclusión de que
el niño necesita cuentos. Primero cuen
tos contados, más tarde libros de
cuentos leídos. Los lazos de intimidad
que pueden crear los cuentos entre la
madre, o el padre, y el niño nun ca se
olvidan. Me atrevería a decir que el
niño que ha tenido una infancia llena
de cuentos será, indudablemente, un
buen lector a pesar de todos los me
dios audiovisuales de que dispone. A
veces cuando me preguntan qué téc
nica utilizo para escribir un cuento, o
un libro de cuentos para niño s, no se
me ocurre nada mejor que contestar:
«Como si estuviera contando».
Al
contar un cuento no somos pe dantes.
No podemos recurrir a los rellenos,
hay que apoyarse en la acción y la
imagen, hay que trasladar al niño al
clima fantástico de la ficción.
He hablado de mi madre y de mi
padre, sería injusta si no mencionara,
también, alguna de las tatas que reem
plazaron a veces a cualquiera de los
dos.
Sabían tres o cuatro cuentos que
probablemente pertenecían al folclo-
re rural. Los sabíamos de m emoria y
exigíamos total fidelidad. No quería
mos cam bios. Y la tata de turno, que
a lo mejor n o sabía leer, hilvanaba u n
cuento que nosotros escuchábamos
estremecidos porqu e era algo que ella
guardaba entre los mejores y m ás que
ridos recuerdos de su infancia.
Y para terminar me atreveré a de
cir: «Uno olvida fácilmente los libros
leídos a lo largo de los años. Los cuen
tos que nos contaron o los que leímos,los que significaron el primer contac
to con la lectura, no se olvidan nun
c a » .
25
C U J 4 1
Bibliografía
(selección)
C A R M E N K U R T Z
COSAS QUE SE PIERD EN,
AMIGOS QÜB SE ENCUENTRAN
Infantil-juvenil
Serie
Óscar
(16 títulos), Barcelona:
Noguer, 1962-1984.
Color de fuego, Madrid: Cid,
1964.
Chepita, M adrid: Escuela Españo
la, 1979.
Veva, Barcelona: Noguer, 1980.
Piedras y trompetas, Barcelona:
Noguer, 1981.
Querido Tim, M adrid: Escuela Es
pañola, 1983.
Pepe y Dudú, Madrid: Escuela Es
pañola, 1983.
Brun, Barcelona: Noguer, 1985.
¿Habéis visto un
huevo?,
Barcelo
na: Noguer, 1990.
Cosas q ue se pierden, am igos que
se encuentran, Madrid: M agis
terio,
1990.
-
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MARIASUN LAN DA
Fotogramas de infancia
por Mariasun Landa
I
lápices mordidos. La envoltu
ra de un chicle alisada con la
m—m
uña. La goma de borrar con
nombre de ciudad: MILÁN. La me
rienda: pan y chocolate. La cuerda
para saltar. Las piedras escogidas pa ra
jugar a la rayuela que nosotras llamá
bamos txingo. Pelotas de caucho ver
de, regalo al com prar los zapatos para
el colegio: zapatos Gorila. Matilde,
Perico y Periquín en la radio. El ro
sario después de cenar. La mantilla,
el velo blanco, misas, genuflexiones,
acto de contricción. Lluvia. Novena
a la Virgen de Aránzazu. Tebeos de
bajo de la cama. Sissí. Florita. Haz a
ñas bélicas. Leer tebeos es perder el
tiempo. NODO. Marcelino Pan y
Vino. Euskadi, palabra que sólo se
puede pronunciar en casa.
La Historia Sagrada, mi asignatu
ra preferida. Cuentos exóticos y ma-
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CLIJ41
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i* «iMÍS
DEL TESORO. BARCELONA: SEIX BARRAL. 1924.OAN JUNCEDA, LA ISLA DEL TESORO, BARCELONA: SEIX BARRAL. 1924.
ravillosos... Abraham, que recibe el
man dato de ma tar a su único hijo; la
mujer de Lot, que se convierte en sal
por mirar hacia atrás; Esaú y Jacob
(¡por un plato de... lentejas ); los sue
ños de Jo sé; el pequeño M oisés en su
cesto a merced de las aguas; las diez
plagas de Egipto; el Mar Rojo que se
escinde en dos para dejar pasar a los
israelitas; Salomón, Absalón, Nabu-
codonosor, nombres rimbombantes y
exóticos, deliciosos de pronunciar. Y
además, todo es verdad.
Colgando de la pared de la clase
hay un gran cartelón donde están ilus
tradas todas estas historias que tan
bien conozco. Un d ía, la monja me pi
lla en pecado: hablando en clase.
Coge el cartelón, le da la vuelta y es
cribe:
Soy una habladora.
Me obliga
a recorrer todas las demás clases con
aquel cartel entre los brazos. Las lá
grimas. El moqueo. La diabólica im
punidad de las monjas en aquel tiem
po .
Las monjas que nos enseñan
chotis y «Por la calle dalcalá, con la
faldalmidoná...». El euskera no ha
existido nunca, ni existe, ni existirá.
Amén.
Desde el cuarto de mi hermano se
ve el mar, el puerto de Pasajes donde
entran barcos m ercantes, pesados pe
troleros que emiten gem idos que asus
tan po r las noches. Horas enteras mi
rando por la ventana, junto al vetus
to secreter de mi herm ano lleno de ca
jones y libros: Robinson Crusoe, La
vuelta
al mundo en 80 días, La flecha
negra, Veinte m il leguas de viaje sub
marino, El último mohicano, La isla
del tesoro, Tom Sawyer... Editorial
Bruguera, con 250 ilustraciones.
Primero, mirar «los santos», des
pués adentrarse en el espeso bosque
del texto, enamorarme de Tom Saw
yer, mi valiente, atrevido y seductor
Tom... «¡No andes entre mis libros »
Prohibición de un hermano cinco
años mayor. La transgresión como
origen de la pasión por la lectura. Ba
lance de libros propios: más aburri
dos, más ñ oños, más escasos. Mujer-
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citas,
Fabiola,
Cuentos de Andersen,
La Princesita...
«—Sed amigos míos, estoy solo
—dijo el principito.
»—Estoy solo... estoy solo... estoy
solo —respondió el eco.»
4
En el colegio de monjas hab ían for
mad o una tu na de chicas, con sus ca
pas negras y sus cintas. Aprender a to
car la bandurria y salir en aquella
peregrina tuna era mi obsesión. Pero
en casa dijeron que no. Creyeron mu
cho m ás conveniente que empezase a
estudiar el francés ante la inminencia
del Bachillerato. Dejan en mis manos
un libro que logro a duras penas des
cifrar: Le pétit prince. Comienza así
un calvario que termina cuando logro
comprender la frase anterior: «Estoy
solo...
estoy solo... —respondió el
eco». Moi aussi.
Sólo entonces me
doy cuenta de que aquel libro es dis
tinto, comienzo a amar al personaje
y odio un poco menos el francés.
5
Yo ya había empezado a escribir
mis cuentos, convencida de que era
prácticamente lo único que me salía
bien. Los pasaba a limpio, los ilustra
ba y los grapaba. También comencé
urt diario con las importantes intrans
cendencias de mi vida, como hacían
los personajes de las novelas que
leía... Hasta un día que tuve algo real
mente importante que reseñar.
Fue un atardecer de agosto, en ple
na Semana Grande donostiarra. Ha
bíamos ido a merendar chocolate con
churros y al pasar por la calle Mayor,
vimos que la gente se agolpaba en
frente de la iglesia de Santa M aría. La
gente que esperaba me llamó la aten
ción. ¿Qué pasa? Mis padres no res
pondieron nada, pero me dejaron
colarme hasta la primera fila de espec
tadores. Entonces le vi. Iba vestido de
blanco, como un almirante, era baji
to y parecía muy serio. Me volví para
MARIASUN LAN DA
compartir mi asombro con mis pa
dres. Habían desaparecido. Pasó el al
mirante, algunos aplaudieron, segura
mente yo también. Todo pasó muy
rápido y mis padres reaparecieron
misteriosamente. El camino hacia
casa fue silencioso, algo tenso. Aque
lla noche, en mi diario, apunté con la
pluma estilográfica Parker recién car
gada de tinta: «Hoy le he visto de cer
ca a Franco».
6
«... Y tú, Mariví, eres una asque
rosa, porque no tenías que haberle di-
Bibliografía
(selección)
Infantil-juvenil
Amets uhinak, San Sebastián: Elkar,
1982.
Joxepi Dendaria,
San Sebastián: El
kar, 1984. (Existe versión en cas
tellano y catalán, en La Galera;
en gallego, en Galax ia; y en grie
go, en Sincroni Epoxi.)
Izar berdea, San Sebastián: Elkar,
1985.
(Existe versión en castella
no y catalán, en La Galera; y en
gallego, en Galaxia.)
Txan fantasma,
San Sebastián: El
kar, 1986. (Existe versión en cas
tellano y en catalán, en La G ale
ra; y en griego, en Sincroni
Epoxi, Atenas, 1989.)
Errusika, San Sebastián: Elkar,
1988. (Existe versión en catalán,
en Cruilla.)
Iholdi, San Sebastián: Erein, 1988.
Aitonaren txalupa, San Sebastián:
Elkar, 1988. (Existe versión en
castellano y catalán, en La Gale
ra; y en gallego, en Galaxia.)
María eta aterkia,
San Sebastián: Elkar, 1988. (Existe versión en ca
talán y castellano, en La Galera.)
28
CLIJ41
cho a Alfred que me gustaba, po rque
además a mí no m e gusta Alfred, para
que lo sepas, porque todas os gustáis
de Pello, y yo no quiero gustarme de
Pello, así que mañana mismo ya le
puedes decir que es mentira y que no
me importa si no me hace caso, que
puede seguir dándole los tebeos a
Mari Carm en, a m í me da igual, y que
no me mande más recados ni notitas
para ella, porque un día de estos se los
voy a enseñar a los demás y entonces
ya va a ver ese idiota de Alfred lo que
le pasa por no gustarse de mí...»
Y la adolescencia llegó. Como
siempre, demasiado deprisa. •
Alex, San Sebastián: Erein, 1990.
Irma,
San Sebastián: Elkar, 1990.
(Existe versión en castellano y ca
talán, en La Galera; y en galle
go,
en Galaxia.)
Kleta bizikleta,
San Sebastián: El
kar, 1990.
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GEMMA LIENAS
Lectodependencia
p o r G e m m a L i e n a s M a s s o t
esde mis primeros años,
allá por la segunda mitad
de los cincuenta, el acto
de leer, por lo que de furtivo tenía y
por lo que de aventura solitaria repre
senta, siempre se me manifestó aso
ciado al placer de lo prohibido. Sin
embargo, la adicción por la lectura
creció en mí de forma rápida y trai
cionera mucho antes de que adquirie
ra conciencia de proscrita y mucho
antes de saber que me vería obligada
a esconderme, en determinadas oca
siones, para volcarme en ella a mis
anchas.
Para escapar a los quehaceres do
mésticos que la vida familiar me im
ponía, pronto aprendí a encerrarme
en el baño , único lugar íntim o e inac
cesible a las voces de mando de mi
madre, que compartía conmigo el
amor por los libros, pero difería en lo
tocante a obligaciones y devociones.
En casa, el deber, esto es, hacer las ca-
29
CLIJ41
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GEM MA LIEN AS
mas, poner la mesa y un sinfín de ta
reas rutinarias y cargantes, era antes
que la devoción. Y a mí, contra tod o
viento y marea de procedencia pater
na, la lectura se me antojaba un de
ber de obligado cumplimiento. Senta
da en el duro plástico, viajé con Nils
Olgerson a través de Suecia
y
soñé con
ver algún día el deshielo de un lago
nórdico;
1
presencié un asesinato jun
to a Tom Sawyer y Hucklebe rry y con
ellos huí hacia una isla del Mississip-
pi , río que deseé conocer en el futu
ro ;
2
acompañé a Miguel Strogoff,
aparentemente ciego, en su peregrina
je como correo del zar a través de Ru
sia, y amé aquella tierra;
3
participé
con Em ilio en el desenmascaramien
to de la banda de ladrones;
4
me con
tagié el sarampión con Bibí y las con
juradas y compartí con ellas la misma
habitación,
5
y comí con Guillermo
bolas azucaradas de grosella hasta p o
nerme enferma.
6
Y todos ellos con
tribuyeron a consolidar mi relación
vehemente con los libros. Sin embar
go, navegar, desde Lumerland hasta
China, con Jim B otón y Lucas el ma
quinista en una locomotora calafa
teada
7
fue lo que decidió mi futuro
profesional: viviría entregada a la li
teratura, como profesora, como edi
tora, como lectora y como escritora.
Temprano co nocí los efectos devas
tadores del síndrome de abstinencia
cuando carecía de libro que llevarme
a los ojos y al alma. D e modo q ue me
obstinaba en tener siempre a man o no
un volumen sino dos o tres, cuya lec
tura trataba de simultanear. Era tal la
fascinación que la letra de m olde ejer
cía sobre mí que incluso durante el de
sayuno me empe ñaba en seguir desa
rrollando mi ocupación predilecta,
con gran horror por parte de mi fa
milia que consideraba, con acierto,
que leer en la mesa era una falta de
respeto hacia los demás comensales;
de modo que yo, cada mañana, su
brepticiamente releía, como en un ri
tual, las únicas letras devorables que
se hallaban cerca de mí: las impresas
en la etiqueta del bote de Cola-Cao.
E.W. KEMBLE, LES AVENTURES DE HUCKLEBERRY
F INN,
BARCELONA: BARCANOVA, 1992.
Sin embargo, el mejor intervalo es
taba constituido p or las noches, siem
pre largas, puesto que nos acostaban
temprano, y absolutamente mías, a
pesar de que compartía la habitación
con tres herman as. Tengo que agrade
cer al médico de cabecera de la fami
lia que, cuando mi madre le interro
gó acerca de la conveniencia de mis
costumbres de lectora contumaz h as
ta bien entrada la madrugada, consi
derara provechoso el simple hecho de
estar tendida en la cama y la tranqui
lizara al respecto, con lo cual dispu
se, desde entonces, de entera libertad
para administrarme la noche como
me apeteciera. Y como mejor me pa
recía era vadeándola, desde el cre
púsculo hasta el alba, con personajes
de ficción. En esas horas, que lleguéa estimar exiguas, trabé cono cimiento
con Celia, su gato Pirracas y su muñe
ca Julieta, y, con ellos, alcancé tam
bién la edad de la razón, si es que al
guna vez se llega a tamaña sinrazón;
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con Kásperle y los titiriteros;
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con