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    C u a d e r n o s d e L i t e r a t u r a I n f a n t i l y J u v e n i l

    Cosas de niñas

    Colaboran: Montserrat del Amo, Blanca Andreu, Consuelo Armijo,

    Carmen Conde, Cristina Fernández Cubas, Carmen Kurtz, Mariasun Landa,

    Gemma Lienas, Pilar Mateos, Ana María Moix, Pilar Molina Llórente,

    M

    a

      Victoria Moreno, Lourdes Ortiz, Cristina Peri Rossi,

    M arta Pessarrodona, Carmen de Posadas, Soledad Puértolas, 8

    Rosa Regás, Carme Riera, M . M ercé Roca, Ana Rossetti, Lola Salvador.

    480002 035132

    0 0 0 4 1

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    REVISTA MENSUAL DE DERECHO

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    Valencia 359, 6

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    Carmen Bravo-Villasante

    UNIVERSIDAD DE CASTILLA-LA M ANCHA   *.

    Biblioteca General del Campus de Cuenca

      '

    s

    '

    Registro: Signatura:

    Domicil io

    Población C.R

    Provincia

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    C u a d e r n o s d e L i t e r a t u r a I n f a n t i l y J u v e n i l

    41

    SUMARIO

    5

    DITORIAL

    Cosas de niñas

    COSAS DE NINAS

    La pequeña

    Montserrat del Amo

    La

     cartilla

     en el bosque

    Blanca Andreu

    Celia era la única que

    me comprendía

    Consuelo Armijo

    Cuándo empecé a leer

    Carmen Conde

    Elba: el origen de un cuento

    Cristina Fernández Cubas

    Los cuentos que nos contaron

    Carmen Kurtz

    Fotogramas d e infancia

    Mariasun Landa

    Lectodependencia

    Gemma Lienas Massot

    Hacen falta muchos cuentos

    Pilar Mateos

    Lecturas en el balcón

    en primavera

    Ana M

    a

      Moix

    Personajes de papel

    Pilar Molina Llórente

    48

    NUESTRA PORTADA

    Ilustración  de Lola nglada

    (Margarida,

    Barcelona: Impremía Altes [1928]).

    COSAS DE NINAS

    (continuación)

    M.V.M.,

      un a profesora feliz de serlo

    María Victoria Moreno

    Los ganglios

    Lourdes Ortiz

    El deseo

    Cristina Peri Rossi

    Alguna vez ámbar

    Marta Pessarrodona

    Soñar con lo probable

    Carmen de Posadas

    Tiempo de leer

    Soledad Puértolas

    El abuelo  v La Regenta

    Rosa Regás

    Los cuentos de la abuela

    Carme Riera

    Pinceladas

    Maria Mercé Roca

    Aquellos duros antiguos

    Ana Rossetti

    Aprender a leer

    Lola Salvador

    42

    FACSÍMIL

    Niñas de papel

    Teresa Maña

    82

    L ENANO SALTARÍN

    Lucía en el país

    de la tristeza

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    COMAS SOLA

    EL ESPIRITISMO

    ANTE LA CIENCIA

    El  eco del  apasionante debate internacional

    sobre   le  mediumnidad.  La  toma  de  posición

    de  un  prestigioso científico ante  el  reto

    de

      lo

      desconocido

    Presentación

      de

     Antoni Roca

    P áginas :

      172 en

      ca r toné

    Edición facs ímil

    P . V. P .  1000  pías .

    PO LV S

    Una colaboración

      de:

    MUNDO CIENTÍFICO

    Editorial Fontalba,

     s.a.

    Valencia 359,

     6

    o

    08009 Barcelona

    y Editorial Alta Fulla

    COLECCIÓN «NOCTULABIUM»

    «ST

    CLIJ

    uadernos de  Li teratura Infanti l y Juven i l

    Directora

    Victoria  Fernández

    Coordinador

    Fabricio  Caivano

    Redactor

    Carlos  G.  Barcena

    Secretaria

    M .  Ángels Rodríguez

    Correctora lingüística

    M

    a

      Vinyet  Carmona Modolel l

    Diseño  gráfico

    Antoni  Mar tos

    Ilustración portada

    Lola Anglada  (Margarida,  Barcelona: Im

    premía  Altes [1928]).

    Han colaborado en  este número:

    Montserrat  de l A m o ,  Blanca Andreu, Con

    suelo Armijo, Luis Miguel Cencerrado,

    Cent ro de D ocumentac ión de la Biblioteca

    Infant i l Santa Creu (Barcelona), Carmen

    Conde , Concha Chaos ,  M

    a

     Paz  Esteban,

    Cristina Fernández Cubas, Amparo Gómez,

    Carmen Kur t z , Mar i asun Landa , Gemma

    Lienas, Teresa Maná, Pilar M ateos, Ana M

    a

    Moix, Pi lar Mol ina Llórente, M

    a

      Victoria

    Moreno, X osé-Victorio Nog ueira, L ourdes

    Ort iz, Crist ina Peri Rossi, Marta Pessarro-

    dona , Carmen de Posadas, Soledad Puér-

    tolas, Rosa Regás, Carme R iera, M

    a

     Mer-

    cé   Roca , Ana  Rossetti , Lola Salvador.

    Edita

    Edi torial Fontalba, S.A.

    Valencia 359, 6

    o

     I

    a

    .

    08009 Barcelona (España)

    Tel.

      (93) 458

     55 08 / Fax

      (93) 458

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    Director General

    José Gili Casáis

    Suscripciones

    Isabel Albareda, Gemma Val ls,

    Marisol López.

    Valencia  359, 6

    o

      I

    a

    08009 Barcelona.

    Tel. (93) 458

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    Horar io : de 9 a 14 h. (de lunes a  viernes)

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    Directora  e Publicidad

    Sofía Seiferheld

    Valencia 359, 6

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    Promoción suscripciones

    Jefes

      de

      zona

    Amparo Álvarez, Luis A.  Griffo.

    Distribución

    Marco Ibérica,

     S.A.

    Tel. (91) 652 42 00 Madr id

    Fotocomposición

    Montserrat Al t imira, Marta Casól iva,

    Montse Mart ín.

    Impresión

    Litografía Roses, S.A.

    Cobal to 7.  Barcelona. España

    Depósito legal. B-38943-1988

    ISSN : 0214-4123

    ©  Edi torial Fontalba,

      S.A. 1989

    CLIJ no hace necesariamente  suyas las opi

    niones y  criterios expresados por sus cola

    boradores . No devolverá  lo s originales que

    no solicite previamente, ni  mantendrá co

    rrespondencia sobre  los mismos.

    El precio para Canarias e s

     el

     mismo de por

    tada incluida sobretasa  aérea.

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    EDITORIAL

    Cosas de niñas

    lanteamos este  CLIJ

    especial de julio-agosto

    como un número es

    trictamen te literario, «sólo para

    leer» en este tiempo de relaja

    ción y pereza que es el verano.

    Hemos prescindido, pues, al

    igual que hiciéramos el año pa

    sado, de los artículos y seccio

    nes que habitualmente ocupan

    nuestras páginas y, con la gene

    rosa colaboración de veintidós

    de las más importantes autoras

    españolas de ahora mismo,

    ofrecemos al lector en vacacio

    nes este número que hemos ti

    tulado «Cosas de niñas». Un tí

    tulo que alude a la escasa

    importancia que solemos dar a

    la, sin em bargo, intensa y deci

    siva vida interior que todos de

    sarrollamos en los años de in

    fancia, y cuyas manifestaciones

    más evidentes —juegos, aficio

    nes,

      fantasías, dramas y júbi

    los—

      los miopes adultos de

    cada época minimizamos como

    «cosas de niños».

    Nuestro «Cosas de niñas»

    pretende exactamente todo lo

    contrario: recuperar la memo

    ria de la infancia, valorizarla

    vindicando la trascendencia de

    esos momentos a simple vista

    insignificantes, pero tan signi

    ficativos —como se verá en los

    textos que publicamos—, que

    convirtieron a aquellas niñas de

    entonces en las mujeres que son

    hoy. Mujeres escritoras que han

    rememorado para los lectores

    de

      CLIJ

      retazos de su propia

    biografía, en la que —¿podía

    ser de otra manera?— los libros

    Victoria Fernández

    \£¡¿g£¿*¿~^\

    y la lectura, compañeros coti

    dianos, jugaron un papel deci

    sivo en su formación hum ana y

    profesional.

    Entre las autoras que han co

    laborado en este número (algu

    nas no han podido por razones

    de trabajo y ocupación, pero

    quedan emplazadas para otra

    ocasión), hemos querido incluir

    tanto a las que escriben sólo para

    niños como a las que sólo lo ha

    cen para adultos, porque, como

    siempre hemos defendido desde

    CLIJ,

      un escritor —una escri

    tora— lo es o no, independien

    temente de cuál sea la edad de

    sus lectores. Sirva, como prue

    ba de ello, la presencia en esta

    selección de autoras de un pe

    queño grupo que alterna ambos

    registros con total naturalidad.

    Aquí están, pues, acompaña

    das por la doble imagen —in

    fantil y adulta— de cada auto

    ra, estas «Cosas de niñas»,

    evocadoras, frescas y emotivas.

    Esperamos que sean, como lo

    han sido ya para nosotros, una

    lectura gratificante para este

    verano que ahora empieza.

    Buenas vacaciones y hasta se

    tiembre.

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    ÍNDICE

     ANALÍTICO

    E N

      D I S Q U E T E

    YA

     A

     LA VENTA.

    índice

    informatizado

    de los artículos

    de  CLIJ

    Este nuevo

    dísquete

    reemplaza

      la

    versión anterior.

    Contiene

      la

    totalidad de

      la

    información.

    Consulte los artículos publicados

    en la revista desde

    el número  1 al  34 (3 años clasificados

    por secciones).

    Una valiosa información

    para usted se presenta en un dísquete

    de 5  1/4" acompañado por

    parala

    carga de programa en cualquier

    ordenador compatible PC que

    disponga de disco duro.

    £1 disquete tiene  la información

    encriptada y solamente  es útil para  su

    transporte y posterior carga

    al disco dura Con este

    método se  puede almacenar gran

    cantidad de información

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    compatible PC que disponga

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    y DISCO DURO

    Tiene  la  opción de imprimir

    si  se desea.

    Ruego que me env íen:.

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    ejemplares del ÍNDICE TE MÁTICO EN D ISQUET E de la revista CLIJ  al precio de 1.500 ptas.

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    Domicilio

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    . 08009 BARCELONA. Tel. (93) 458 55 08. Fax (93) 458 66 02.

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    MONTSERRAT DEL AMO

    La pequeña

    por M onts e r r a t de l A m o

    — —

    Y-  - - - 

    una familia de nueve her

    manos. Por eso no he lo

    grado encontrarme sola, de niña, en

    ninguna fotografía.

    Creo que cuando yo nací ya esta

    ban repartidos todos los papeles: el

    listo, la buena, la guapa, el empollón,

    el despistado... Hasta había un asiduo

    escritor de su diario personal.

    —Y yo, ¿qué? —me preguntaba,

    entre impaciente e inquieta.

    Las chicas me llevaban mil años. Mi

    hermana María Teresa fue mi prime

    ra mae stra. Desde que me sacaron de

    la cuna, m e admitió en su cuarto. Me

    enseñó a abrocharme los botones del

    delantal, a conocer las horas en las

    manillas del reloj del comedor, a jun

    tar las letras y a escribir mi nombre.

    Eran mayores. Estaban al otro lado dela frontera de los juegos.

    Entre María Teresa y yo, cinco

    varones.

    CLIJ41

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    MONTSERRAT DEL AMO

    Pero los chicos me rechazaban con

    sus juegos herméticos.

    —Tú tienes que jugar a las casitas.

    —O a las tiendas —decían mis

    hermanos.

    Y yo les preguntaba:

    —¿Y tú venías de visitas? ¿Y t ú de

    compras?

    —¡Ni lo sueñes

    —Llama a Presen o a Maruja

    —respondían los chicos.

    Pero yo no quería llamar a Presen

    ni a Maruja, que hacían como que ju

    gaban, desertando durante un ratito

    de la cocina o de la plancha. Yo de

    seaba meterme en los juegos de los

    chicos, vividos con tan apasionada

    fantasía que se sobresaltaban al en

    contrarse de nuevo con la realidad,

    sorprendidos por algo que les llegaba

    de fuera. Por tropezarse conmigo de

    pronto, por ejemplo.

    —Pero,  ¡niña ¡Siempre estás en-

    medio ¡Quítate, que si te empujo y

    te tiro, me la gano Tú, a lo tuyo. A

    las casitas o a las tiendas, como to

    das las niñas.

    Pero yo no quería ser como todas

    las niñas y me quedaba mirando los

    juegos de los chicos toda la tarde, arri

    mada a la tapia, hasta que llegaba la

    noche, y de la mano de la noche lle

    gaba el miedo; y con la noche y el

    miedo, la soledad

     y

     la rabia de ser irre

    mediablemente la pequeña hasta la

    hora de la cena.

    La puerta

    Ya

     lo he contado antes: yo era la pe

    queña. Entre mi padre y yo, cincuen

    ta años de distancia. Los sociólogos

    colocan tres generaciones en este es

    pacio. Y las había: entre mi padre y

    yo,  tres veces se hundió el mundo.

    Yo le conocí ya con la barba entre

    cana y recuerdo mi necesidad de ex

    plicar con frecuencia a los desco

    nocidos.

    —No es mi abuelo. Es mi padre.

    Una tarde, estaba paseando despa

    cito de su mano , al margen de los chi

    cos que se escondían y gritaban co

    rriendo, cuand o mi padre m e explicó

    que esos juegos, para mí incompren

    sibles, salían de los libros; que los chi

    cos estaban jugando a recrear las no

    velas de aventuras que leían

    Yo comprendí enseguida q ue los li

    bros eran la única puerta que me per

    mitiría entrar en el mun do fantástico,

    y hasta ese mom ento inaccesible, que

    tanto me atraía.

    Corrí al cua rto de los chicos y des

    pués de hojear uno s cuantos libros es

    cogí el más usado. Era grande, tenía

    una m ancha de tinta en la portada, las

    tapas verdes, las páginas impresas a

    doble columna, y unos grabados tan

    oscuros que, más que mostrar, invita

    ban a adivinar paisajes nu nca vistos.

    Por entonces yo había aprendido

    apenas a jun tar las letras y con enor

    me esfuerzo empecé a empujar la

    puerta del papel impreso.

    A escondidas, apretando las pala

    bras con el dedo para que no se me

    escapara ninguna letra, empecé a leer

    en voz baja mi primera novela de

    aventuras.

    Al verano siguiente ya estaba pre

    parada para participar en los juegos

    de mis hermanos.

    Los primeros d ías, me mantuve a la

    expectativa, esperando el momento

    oportuno. Y en el momento o portu

    no , salté desde cubierta al bote salva

    vidas mientras el barco zozobraba.

    Esta vez, mi presencia no provocó

    la interrupción del juego, porque yo

    ya sabía. Yo ya sabía naufragar a

    tiempo, y llegar a nado a la isla de

    sierta, y dominar a la marinería amo

    tinada y aguantar el embate de las

    olas en cubierta las noches de tormen

    ta, igual o mejor que cualquiera de

    ellos.

    Ninguno de mis hermanos osó esta

    vez mandarme a jugar a las casitas.

    Yo había de tardar aún varios años

    en conocer el mar, pe ro en ese verano

    navegué por los tres océanos, forman

    do parte de una tripulación capitanea

    da por Julio Verne, a un prom edio de

    dos naufragios por día, y viviendo

    inolvidables aventuras.

    8

    CLU41

    Palabras en acción

    y palabras con música

    Tras la aventura de leer libros de

    aventuras, llegaron las risas y las lá

    grimas de los niños de D ickens, y des

    pués, desordenadamente, cualquier

    otro tip o de novela. Devoré obras de

    Valle Inclán, Osear Wilde y Dos-

    toiewski, cuando todavía seguía leyen

    do a Karl May y estaba vagamente

    enamorada de Oíd Shaterland y de

    Whinetoo, al mismo tiempo.

    Antes,

      por vía oral, me había lle

    gado el descubrimiento del teatro y de

    la poesía.

    Yo no había asistido a ningún es

    pectáculo público en un teatro de ver

    dad, cuando ya había escuchado nu

    merosas veces a mi padre, dramaturgo

    aficionado, en la lectura de sus obras,

    que estaba dispuesto a realizar ante

    propios y extraños, con oportunidad

    o sin ella, en cualquier m omento. Al

    gunas se representaron en casa, con

    un escenario al que no faltaban telón

    y decorados, en los que recuerdo ha

    ber dado algún que otro brochazo.

    En un teatrillo de juguete, con per

    sonajes pintados y recortados por no

    sotros, nos divertíamos inventando

    funciones sobre la marcha o tratand o

    de montar a lo grande el  Cirano de

    Bergerac o

     E l

     vergonzoso

      en palacio

    que mi m adre había visto representar

    de soltera a la M aría Guerrero en Bar

    celona.

    Antes de saber leer ya estaba fami

    liarizada con la poesía, porque en mi

    casa se hacía un consumo constante

    de poemas.

    Confieso que en ocasiones la apli

    cación de algunos habría llenado de

    sorpresa a sus autores: La Salutación

    del O ptimista,  de Rubén Darío, por

    ejemplo, con el pistoletazo fónico de

    las esdrújulas del verso inicial, se usa

    ba como despertador, pues resultaba

    eficacísima para sacudir la pereza y

    espabilar a los dormilones. Con

      La

    Cena,

      de Baltasar de Alcázar, se en

    tretenían o exacerbaban las hambres

    de la guerra.

  • 8/17/2019 clij-cuadernos-de-literatura-infantil-y-juvenil-35.pdf

    9/78

    ARTHUR RACKHAM, CANCO DE NADAL, BARCELONA: BARCANOVA, 1992.

    Tamp oco me faltó escuchar el emo

    cionado recitar doliente de un soneto

    de Lope o Garcilaso por boca del ena

    mo rado de turn o o la exaltación poé

    tica de momentos heroicos.

    Cantar , nunca he sabido. Pero

    aprenderme de memoria y repasar en

    voz baja un puñado de versos, por el

    puro placer de seguir la musicalidad

    de la rima, sin entender del todo o

    nada las palabras que se me habían

    prendido en el oído, desde muy pron

    to me gustaba hacerlo.

    Y recitar delante de las visitas: en

    tonces se llevaba.

    El puro gozo del sonido fue d and o

    paso a un más profundo gozo, a me

    dida que me iba adentran do c ada vez

    más en la poesía, po r la sugerencia de

    las connotacion es y la comprensión de

    los significados.

    Una constante compañía

    Siempre que vuelvo la vista atrás,

    en cualquier circunstancia de mi vida ,

    encuentro un libro, como constante

    compañero .

    Ahora también, cuando escribo es

    tas líneas, los libros me acom pañ an. •

    Bibliografía

    (selección)

    Infantil-juvenil

    Rastro de Dios,  Madrid: Cid, 1960.

    Chitina y su gato,

      Barcelona: Ju

    ventud, 1970.

    La torre, Valladolid: Miñón, 1975.

    Serie  Los Block  (nueve títulos):

    Barcelona: Juventud, 1972-79.

    El nudo,  Barcelona: Juventud,

    1980.

    Zuecos y naranjas,  Barcelona: La

    Galera, 1981.

    La fiesta,  Barcelona: Edebé, 1982.

    La piedra y el agua,  Barcelona:

    Noguer, 1983.

    El abrazo del Nilo,  Madrid: Bru

    ño,

      1990.

    La casa pintada,

      Madr id : SM,

    1991.

    CLIJ41

  • 8/17/2019 clij-cuadernos-de-literatura-infantil-y-juvenil-35.pdf

    10/78

    BLANCA ANDREU

    La cartilla en el bosque

    por B l a nc a A ndr e u

    os primeros recuerdos de mi

    infancia se sitúan en el vera

    no en que cumplí tres años.

    Por aquel entonces mi familia iba a

    pasar el verano al pazo de Souto, una

    casa fuerte levantada en los albores

    del siglo xv por los antepasados de

    mi abuela materna y que tenía todo

    lo que se exige a los pazos —jardín,

    torre, palomar, capilla— pero ningu

    na de las comodidades del s iglo xx,

    como agua caliente o electr icidad,

    para mayor emoción de su población

    infantil. Lo cierto es que esa casa, que

    en invierno parecía el escenario de

    Cumbres borrascosas,  promediando

    el mes de junio se llenaba de parente

    la y a lo largo del verano niños cada

    día más asilvestrados la convertían en

    un lugar aún más inhóspito para cual

    quier amante de la paz y la quietud.

    Aquel verano, el primero que guar

    do en la memoria, mi padre, influido

    por ciertas revistas pediátricas que

    10

    CLIJ41

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    11/78

    sostenían la teoría de que el aprendi

    zaje de la lectura es tanto más fácil

    cuanto más temprano, decidió ense

    ñarme a leer. Así que armándose de

    paciencia, tarde tras tarde, aqu ella fi

    gura alta y delgada, que a mi juicio

    de entonces parecía una divinidad, m e

    rescataba de la pandilla de analfabe

    tos de la familia y desvelaba para mísecretos altamente iniciáticos para

    aquellas edades.

    El ritual era siempre el mismo: la

    niñera m e vestía y peinaba después del

    martirio de la siesta, m i padre me to

    maba de la mano, recogíamos unos

    cuantos almohadones en el hall y nos

    dirigíamos a un cercado que se halla

    ba fuera del portalón y un poco ha

    cia la izquierda, enfrente de un bellí

    simo lugar presidido por un gran roble

    al que llamaban «El Verxeo», que en

    castellano quiere decir «El Vergel». El

    cercado rodeaba un bosque de pinosjóvenes donde la G ilda, una yegua in

    glesa que llevaba una vida de odalis

    ca en contraste con la aperreada exis

    tencia del percherón, pa saba sus días

    en relativa libertad dedicán dose a sus

    galopadas y sus cogitaciones.

    Cuando mi padre me ayudaba a

    saltar la cerca, cosa bastante más

    agradable que abrirla

     y

     pasar normal

    mente, el temor y la alegría hacían que

    se me acelerara el corazón. Temor casi

    religioso por el enorme animal de cua

    tro patas que allí vivía, por pretender

    estar a la altura de las circunstancias

    cuando se abriera la caja de los mis

    terios en forma de manual de lectu

    ra, y alegría por el privilegio sumo

    que to do ello significaba. E l sitio ele

    gido por mi padre era un claro donde

    crecía la manzanilla. Allí extendíamos

    los almohadones floreados, nos recli

    nábamos como dos romanos dispues

    tos a almorzar y durante un tiempo

    que no puedo calcular con mi actual

    sentido del mismo mi padre me expli

    caba las íntimas alianzas entre las vo

    cales y las consonantes con mucha

    más paciencia de la que tuvo Jonáscuando aquel asunto del ricino.

    De cuando en cuando, la Gilda se

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    CUJ

    uadernos de Li teratura Infanti l y Juveni l

    BLANCA ANDREU

    lanzaba a una de sus demostraciones

    y pasaba galopando por delante de

    nuestro claro a todo lo que daba el

    motor. Otras veces, cuando más im

    posible me parecía aquella disciplina

    y mi cerebro entraba en franca rebe

    lión, se detenía a investigar con sus

    grandes y dulces ojos de loca que pa

    recían decir:

    —Su padre de usted tiene razón que

    le sobra.

    Gracias a uno y a otro salió mi in

    teligencia de las sombras que la ence

    rraban y hasta tal punto se afirmó en

    mi mente la luz de la palabra escrita

    que durante mi infancia, mi adoles

    cencia, mi primera juven tud y el tiem

    po que ahora vivo, no hay cosa que

    me conforte tanto como la lectura.

    De los libros que leía en aquellos

    tiempos en que era pecado poner los

    codos sobre la mesa o coger el cuchi

    llo apuntando como si fuera un revól

    ver, solamente han sobrevivido los de

    Guillermo Brown, el eterno, victorio

    so Guillermo que convirtió a Mary

    Poppins, Peter Pan y demás héroes

    voladores en meros aprendices de bru

    jo .

      Porque él volaba, vuela, sobre nu

    bes de gloria sin necesidad de levan

    tar sus sucias bota s de la tierra de este

    mundo. Guillermo, glosado por f i ló

    sofos como primero entre los héroes

    infantiles modernos, es el personaje

    mítico p or excelencia en el seno de mi

    familia. Sus libros rojos y deshechos

    pasan de forma cíclica de unas manosa otras por la vía del préstamo como

    uno de los más poderosos específicos

    contra la tristeza o contra las turbias

    amenazas de la melancolía. Y si algu

    na vez lo ha cubierto la sombra de

    Stalky and  Co. o del may ordom o Jee-

    ves —la última reencarnación de Shi-

    va según algunos estudiosos— ha sido

    siempre por poco tiempo.

    A lo largo de muchos años la de

    voción hacia Guillermo estuvo acom

    pañada por dos errores mayúsculos

    referidos a la personalidad de su

    autor, Richmal Crompton. En primer

    lugar, viví considerando que esos li

    bros audaces estaban escritos por un

    hom bre, cosa fácil de explicar no sólo

    por el estilo sino por el nombre, que

    induce a la confusión. En segun do lu

    gar, creí que estaba muerto, al igual

    que Cervantes , Homero, Shakespea

    re,

      Baudelaire o cualquier escritor dig

    no de conocerse. Sólo con ocasión de

    su muerte descubrí que era mujer y

    que durante algunos años habíamos

    sido contemporáneas, cosa que me

    perturbó bastante. Lo cierto es que,

    pensándolo bien, preferir ía haberle

    conocido antes que a ningún otro

    escritor que en el mundo haya sido.

    Con toda probabilidad, sospecho que

    era mucho más tratable que Bau

    delaire. •

    De una niña de provincias que se

    vino a vivir en un Chagall,  M a

    drid: Rialp, 1981.

    Báculo de Babel,  Madr id : Hipe-

    rión, 1983.

    Elphistone,  M adrid : Visor, 1988.

    12

    CLIJ41

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    13/78

    CONSUELO ARMIJO

    Celia era la única

    que me comprendía

    por C ons ue l o A r m i j o

    M

    i infancia No la re

    cuerdo nada, nada

    divertida. Sí muy

    castigada. Yo era mala porque nunca

    tenía ganas de comer, y después de lu

    char conmigo a brazo partido para

    que me tragara pata tas, filetes y otras

    cosas que no me apetecían nada, lo

    devolvía todo. Era mala porque...

    Bueno, cuando una  mademoiselle,

    que por cierto había nacido en Alba

    cete,

     pero que sabía decir table y chai-

    se ,

     se empeña en que eres mala, lo eres

    siempre.

    Ella hubiera querido cuidar sólo de

    mi hermana, que era mayor. Los ni

    ños pequeños no le gustaban nada,

    pero no tuvo más remedio que «car

    gar» también conmigo, y mis padres

    se quedaron tan cómodos y tan con

    tentos.

    El caso es que, en cambio, a mi

    padre le encantaban los niños pe

    queños.

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    14/78

    CONSUELO ARMIJO

    Todas las noches cuando llegaba a

    casa, yo le pedía:

    —Cuéntame cosas de cuando tú

    eras pequeño.

    Fueron mis primeros cuentos. Unos

    cuentos que s iempre empezaban:

    —Había una vez en Granada un

    niño que era muy jeringaoooo.

    Y ese niño hacía toda serie de pa

    tochadas. Unas eran verdaderas , otras

    inventadas. Quizá para mí, la gran

    fascinación de esos cuentos era que el

    protagonista fuera mi padre , ¡ tan

    grande , ¡ tan señor ; sobre todo cuan

    do se vestía de militar , con esas botas

    tan a ltas . El escucharlos supuso para

    mí las horas más felices de mi prime

    ra infancia.

    El primer l ibro que recuerdo tenía

    las tapas azules . Eran los cuentos de

    Andersen. También me los leyó mi

    padre .

    Las empleadas del hogar, como se

    las l lama ahora , también fueron otra

    fuente de cuentos. ¡Qué pena haber

    los olvidado A veces repetían e l mis

    mo, pero no importaba . Siempre me

    gustaba . Según tengo entendido me

    ponía a lgo pesada dic iendo:

    —Otra vez .

    Y luego:

    —Otra vez .

    Crecí y me lancé yo sola a leer. Leí

    lo normal: Celia , Cuchifr it ín, los

    cuentos de la Condesa de Segur (re

    cuerdo sobre todo   Memorias de un

    burro),

      Pinocho y Chápete , e tcé tera .

    Más tarde la colección Escélicer, muy

    recomendada en los colegios, cuyos li

    bros valían  1Q ptas ., l ibros que segu

    ro que han perdido toda ac tualidad,

    pero que entonces gustaban. La colec

    ción Cadete, más lujosa y liberal. Sus

    libros valían 30 ptas ., no estaban re

    comendados en los colegios, lo cual

    para mí era una garantía . Tenían c lá

    sicos:

      Oliver Twist

      (¡qué manera de

    llorar ) ,

      El príncipe mendigo,

      etcéte

    ra , e tcé tera . Luego apareció Guiller

    mo (¡qué manera de reír ). Seguro que

    había más, pero no logro recordarlos .

    ¡Qué pena que no conserve ninguno ,

    a veces los echo de menos. Los vendí

    en los primeros años de la decena de

    los veinte para pagarme un bille te de

    tercera (entonces había tercera) a Lon

    dres , donde me coloqué de

      au pair.

    Llegó un mom ento en que la lec tu

    ra fue para mí una especie de tabla de

    salvación. Mi familia se convirtió en

    algo fatal. Mi padre se quejaba de que

    ya no tenía la gracia de «chiquiti ta».

    Creo que nunca me perdonó que cre

    c iera , y lo que es peor, nunca lo ad

    mitió. Cualquier s íntoma, cualquier

    «pinito» de mi parte por demostrar

    que había l legado a l «uso de razón»

    intentaba aplastarlo (y lo malo fue

    que la mayoría de las veces lo con

    siguió).

    En las comidas solía pelearse en voz

    baja con ¡vaya usted a saber cuántos

    enemigos no presentes , mientras mi

    madre también hablaba sola , pero en

    voz a lta , y no se peleaba. Organizaba

    largos monólogos sobre los sombre

    ros que había vis to en las t iendas, o

    cualquier otra cosa . Tenía una incre í

    ble habilidad para a largar cualquier

    tema hasta e l infinito y, s in dud a, u na

    gran virtud: no exigía demasiada aten

    c ión a su supuesto auditorio.

    En esa casa , donde yo me sentía a

    gusto era sola en cualquier r incón, y

    entonces le ía . No siempre tenía la

    suerte de tener l ibros nuevos pero los

    que más me gustaban me los leía una

    y otra vez , sobre todo c iertos párra

    fos,

      los preferidos, o los que me ape

    tec ieran en ese preciso momento.

    En el colegio las clases me abu

    rrían. Según las monjas yo era tonta ,

    y según yo, las tontas eran e llas (opi

    nión que todavía sostengo). A este res

    pecto ningún libro como

      Celia en el

    colegio

      las ha retratado mejor. ¿Cómo

    no me iba gustar leerlo y releerlo? En

    realidad Celia era la única « persona»

    que me comprendía , o a l menos con

    la que yo estaba plenamente de

    acuerdo.

    Nos obligaban a forrar los libros de

    texto en papel azul y a pegarles unas

    etiquetas para identif icarlos: «Mate

    máticas», «Gramática». Así que tuve

    una idea: forré mis l ibros de cuentos

    BONI ,

      CELIA. LO QUE DICE, MADRID: AGUILAR, 1952.

    en papel azul y les pegué etiquetas que

    ponían «Catecismo», «Ciencias natu

    rales» y ¡lo pasaba más bien en los es

    tudios Pero un día , una monja me

    «pescó» y después de armarla y l la

    marme no sé cuántas cosas, se quedó

    con e l l ibro (que a mi mo do d e ver es

    quedarse con lo ajeno contra la volun

    tad de su dueño). Lo sentí mucho,

    porque había s ido de mi padre cuan

    do era un niño muy «jeringaoooo» y

    vivía en Granada. ¡Uno de los pocos

    de esos libros que habían llegado a mi

    poder

    14

    CLIJ41

    - • V"

    >¿

    * . Tíáí.

    ¿

    V : : - : : : : : : : : : : : : o > ~ - : ^ -

    V v

    ¡La casa de mi abuela , ¡qué leja

    na queda Ya sólo existe la fachada.

    Por dentro la han cambiado de arr i

    ba a abajo. Nos reuníamos a comer

    toda la familia una vez a la semana.

    Todos se ponían a charlar . A mis t ías

    les gustaba eso de «hablar y hablar»

    tanto como a mi madre . Se armaba

    cada

      girigay.

      Yo me iba a otra habi

    tac ión donde había l ibros. No mu

    chos, pero todos encuadernados en

    piel (estoy casi segura de que eran de

    la editorial Aguilar) y en el filo de las

    hojas había dibujos geométricos de

    colores que se veían muy bien cuan

    do los l ibros estaban cerrados.

    Allí , en plena edad del pavo, me-

    moricé —¿cómo no?— las poesías de

    Bécquer, y empecé a leer nada men os

    que e l

      Quijote.

    —Si acabas con los l ibros te pode

    mos traer las guías de te léfonos, que

    son muy gordas —me dijo un día un

    «gracioso» ( los suele haber hasta en

    las mejores familias).

    Pero ése tenía un «punto» de razón.

    A esa edad casi todo lo que leía (y leía

    todo lo que ca ía en mis manos) me

    gustaba , me entre tenía . Ahora en

    cambio tropiezo con libros que en

    cuentro francamente malos. ¿Será que

    los l ibros que encontraba cuando era

    niña o adolescente eran mejores que

    los que me tropiezo ahora? , o ¿será

    que yo era antes mejor lectora?, o...

    a lo mejor es e l sentido crít ico que

    se ha desarrollado. ¡Vaya usted a

    saber •

    MÁS

    BATAUTOS

    Bibl iografía

    (selección)

    Infantil-ju venil

    Los batautos*,

      Barcelona: Juven

    tud, 1975.

    El Pampinoplas,  Ma dr id : SM,

    1979.

    Aniceto, el vencecang uelos,  M a

    drid: SM, 1981.

    Risas, poesías y chirigotas,  Valla-

    dolid: Miñón, 1984.

    Guiñapo y Pelaplátanos

      (Miñón,

    1985), Madrid: Susaeta , 1989.

    Los Machafatos,

      Zaragoza: Edel-

    vives, 1987.

    Inés y Mercedes o cuando los do

    mingos caigan en jueves,

      Bar

    celona: Noguer, 1988.

    En   viriví,

      Madrid: Anaya, 1988.

    Los machafatos siguen an dando,

    Zaragoza: Edelvives, 1989.

    Piii,  Madrid: SM, 1989.

    * Miñón sacó una edic ión poste

    r ior de Los batautos  en 1982 y Su

    saeta otra en 1989. Por su parte ,

    SM publicó otra e l pasado año.

    15

    CLU41

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    15/78

    CARMEN CONDE

    Cuándo empecé a leer

    p o r C a r m e n C o n d e

    c

    V íempre que entro en mi ín-

    ^  M fancia doy co mie nzo a u n

    ^ ^ ^ F l argo v ia je ex t rao rdina ri a

    mente poblado de provincias que re

    correr. Debo forzarme a quietud para

    poder mirar despacio, largamente, y

    alcanzar a ver una de entre tantas co

    sas.

      Solamente así me es posible ais

    lar algunas, remirarlas y, súbito, el

    paso seguro que salta el umbral. Ya es

    toy en mi país mejor, en el cual cupo

    el universo total. Mi imaginación fue

    la única riqueza que tuve, y ella me

    condujo por la tierra con ligereza

    suma. Esta tarde, encerrada en la que

    fui voy a irle sacando del alma de la

    memoria parte de su tesoro.. . , pero,

    ¿sabemos ella y yo cuándo aprendi

    mos a leer...? Aquí se levanta el pri

    mer escollo. No lo sabemos. Estamo s

    leyendo desde siempre, y el día en que

    fue posible el milagro no podem os ha

    llarlo, localizarlo... ¿Me enseñó mi

    madre, aquella monjita l lamada sor

    16

    CLIJ41

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    16/78

    Matilde del colegio de San Miguel de

    mi ciudad natal...? Imposible recor

    darlo exactamente. Antes de que en

    mis manos se amo ntonara n los cuen

    tos de Calleja, hubo en mí profunda

    preocupación por  los nombres,  me

    asombraba oír nombrar a las cosas

    po r  su nombre...  ¿Quién se lo había

    puesto, de dónde eran

      es o

      y no otra

    manera de llamarlas? M e veo, y creo

    que es la primera imagen m ía «vista»

    por m í desde dentro, en una tiendeci-

    ta de ultramarinos (que así se llama

    ban las tiendas de comestibles enton

    ces),

      junto a mi madre que pedía

    cosas, cosas..., que se llamaban...,

    ¿por qué así y no de otro modo? A

    la inmensa distancia en que me con

    templo deduzco qu e allí, en aquel ins

    tante al parecer tan insignificante, yo

    sentí el enorme peso, la gravedad de

    la Palabra.

    Ahora, vamos a retroceder nueva

    mente: empiezan a llegar a mis ma

    nos (y no tenía ni siquiera cinco años),

    cuentos y más cuentos que aumenta

    ban mi caudal ya valioso de libros del

    colegio. Eran los minúsculos cuente-

    citos de Calleja que al final llevaban

    también un chistecillo inocente y gra

    cioso. Yo tenía un primo hermano,

    Eduardo Conde, algo mayor que yo,

    que me enseñó los puntos cardinales

    solemnemente. Eso ocurría en un a pa

    red de la escalera, y me veo pregun

    tarle ansiosamente, al saber que la tie

    rra da ba vueltas alrededor del sol y sin

    comprender bien su porqué: «Primo,

    ¿por dónde vamos ahora?».

     Y

     él, muy

    serio,

      muy bien enterado, me decía

    con toda seguridad: «Ahora estamos

    en el Polo Sur».

    Se van a ir sucediendo los aconte

    cimientos de mi primera infancia.

    Ha sta los seis años y medio yo viví en

    Cartagena, y en febrero del año en

    que cu mp liría los siete año s me lleva

    ron a Marruecos. Desembarqué del

    «J. S. Sister» de entonces con un her

    moso muñeco en la mano izquierda

    mientras con la otra me aferraba al

    brazo de mi padre al cual hacía me

    ses que n o veía (eso me m antuvo en-

    W\

    P

    [v

    v

    N. MÉNDEZ BRINGAS, EL ENCANTO DEL REY BEDER Y OTROS CUENTOS DE CALLEJA, PALMA DE MALLORCA: JJ. OLAÑETA, 1991

    ferma todo ese tiempo ). No veo libros

    todavía en mis manos, salvo los del

    colegio de doña Vicenta Garcés, mi

    primera maestra en Melilla. Estudiar,

    estudiar sin descanso. Meses malos

    para la familia, pero libros del cole

    gio y cuentos de Calleja a todo pas

    to .

      Ya tenía, además, otra enorme

    distracción: soñar. Deseaba con impa

    ciencia que me acostaran para soñar.

    Esto de soñar dormida y despierta no

    se me ha acabado todavía.

    Nuevos colegios: ahora el de doña

    Ana Pedrosa Carretero que nunca ol

    vidé como tampoco a doña Vicenta.

    Un cambio en nuestra vida y diversos

    acomodos en la ciudad. En este mo

    mento ya empiezo a caminar con ma

    yor seguridad en mi memoria. En la

    entonces titulada calle Chacel, había,

    y hay, una librería, la de los herma

    nos Boix. Su descubrimiento ha col

    mad o de felicidad mi ánimo. Voy a esa

    librería a diario, a comprar con los

    pocos céntimos de que dispongo li

    bros y más libros. Son mayores que

    los otros, van empastados y con es

    tampas en la cubierta y dentro. Para

    ellos mi consideración extrema, por

    que tengo otras lecturas digamos me

    nos costosas y menos importantes:

    son el TBO, que acaba, creo, de apa

    recer en España, y las maravillosas

    aventuras de Raffles, de Nick Cárter,

    de Sherlock Holm es... Aventureros y

    delincuentes luchan y se empeñan en

    17

    CLIJ41

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    CARMEN CONDE

    EL ENCANTO DEL REY BEDER Y OTROS CUENTOS DE CALLEJA, PALMA DE MALLORCA: J.J. DE OLAÑETA. 1991.

    perturbar a la sociedad. Menos mal

    que también hay héroes de mansa

    condición que se alternan en mi mente

    avidísima. Por ese tiempo ya vive en

    tre nosotros un ser inolvidable: mi pe

    rra Sultana, Con ella comparto lectu

    ras y comentarios, ya que soy hija

    única y salvo las horas del juego al

    aire libre con las amigas y condiscí-

    pulas, no tengo niños en mi casa

     y

     con

    alguien pequeño como yo tengo que

    comunicarme. Estoy segura, absolu

    tamente segura, de que  Sultana  me

    entiende. Hay una mancha negra en

    aquellos días, debo confesarla aunque

    me fue perdonada y la penitencia se

    lo mereció. Digámoslo todo.

    No puedo presumir en esta mi se

    gunda infancia, aunque sí de la pri

    mera, de bienes materiales. Mi padre

    se arruinó en Cartagena y se inte

    rrumpió aquello de tener coches y uno

    solamente para mí, una

      charrette

    arrastrada por una burrita preciosísi

    ma que se llamaba P olvorilla. En Me-

    lilla las cuestiones económ icas no eran

    boyantes, los céntimos para mis com

    pras eran parcos y, a veces, inexisten

    tes. Yo quería cu entos, y, ¡ay de m í ,

    algunas veces sólo podía adquirir uno

    a lo sumo. Una mañana..., sirva de

    nueva penitencia contarlo aquí, una

    mañana en la librería de los herma

    nos Boix (unos señores catalanes, se

    rios y secos pero amables conmigo),

    cuando pusieron a mi disposición elcajón repleto de cuentos..., cogí un

    puñado y me lo guardé; luego pagué

    uno y me fui a m i casa. Mi madre, que

    vivía pendiente de mí y hasta de mis

    pensamientos, vio que yo llevaba más

    de lo que correspondía a mis posibi

    lidades. Tuve que confesarle mi deli

    to . «Vamos a arreglarlo —dijo— . Voy

    contigo a la librería, te espero en la

    puerta, entras y cuentas lo que has he

    cho, y en paz.»

    En paz, ¿quién? Yo, no. Yo hubie

    ra preferido desaparecer del mundo.

    Pero, fuimos. Se quedó en la puerta.

    Entré y el bueno de uno de los her

    manos Boix creyó que volvía a com

    prarme otro cuento y me sacó otra vez

    el dichoso cajoncito repleto para q ue

    escogiera... Pensé dejar los que m e ha

    bía apropiad o y salir como si tal cosa,

    pero al mirar a la puerta vi a mi ma

    dre con sus ojos clavados en mis ma

    nos.

     Im posible. Llamé al librero y él,

    sonriente, se inclinó sobre mi desven

    turada boca: «Eh, ¿qué quieres?».

    «Verá usted ..., antes me llevé más de

    un cuento, me llevé también éstos...

    —Y

     se los alargué desesperada.— Ven

    go a devolverlos.»

    El momento aquel era de lo más

    dramático de mi existencia, incluso

    ahora. El señor Boix me contempló

    pensativo, miró a la calle y vio a mi

    18

    CLU41

    madre erguida como el arcángel que

    nos echó del Paraíso y aunq ue sin es

    pada amenazadora como aquél.

    «Bueno, bueno... —dijo el caballe

    ro—.

     Ya

     está. ¿Dices que te los llevas

    te? Pues yo te los regalo ahora.» «No,

    no pued o, mi madre está ahí.» «S í, la

    estoy viendo.» Y pensándolo mejor,

    me dio un cachetito en la pálida me

    jilla y me sonrió dulcemente. «Otro

    día, ¿eh?, otro día que vengas te re

    galaré otros.»

    Dispenso contar lo que ocurrió

    cuando nos reintegramos a mi casa mi

    madre y yo. Hasta

     Sultana

     padeció las

    consecuencias de mi delito.

  • 8/17/2019 clij-cuadernos-de-literatura-infantil-y-juvenil-35.pdf

    18/78

    Nuevos cambios de domicilio y de

    colegio. Ya estoy en el «Colegio In

    glés»,

      el mejor, con el de Jesús Ma

    nuel, de M elilla. Miss Minnie, mi p ro

    fesora m ás querida y más bo ndad osa

    del mundo, un día m e pide que lea el

    Quijote   en edición escolar, otro día

    me entrega nada menos que

     Rafel

     de

    Lamartine. Voy del uno al otro alo

    cada, siempre veo junto a su ventana

    a un joven muy delgado que dicen

    está enfermo (como se llamaba el tí

    sico entonces); un día me paro ante

    aquella ventana y él me brinda un li

    bro. «Te lo vendo po r sesenta y cinco

    céntimos», me dice con apuro. Es la

    Biblia. C orro a mi casa y obtengo los

    sesenta y cinco céntimos para com

    prarla. Ya es mía. Y tranquilamente

    me voy con ella al cementerio, que está

    al lado casi. Éste va a ser mi lugar de

    retiro para leer en paz, ya que mi m a

    dre no aprueba mis lecturas apasiona

    das.

     El cementerio da al mar, y yo me

    instalo junto a las barandas y veo el

    mar y leo la Biblia. Me impresiona

    mucho leer en una columna que «una

    lágrima se marchita, una oración la re

    coge Dios». Rezo y evito llorar aun

    que me den ganas cuando veo algún

    entierro por allí cerca. Naturalmente

    que nadie sabe, cuando digo que me

    voy a jugar, que es al cementerio adon

    de me voy con mi Biblia.

    En la casa hay un vecino militar que

    se pasa la vida en lo que allí se llama

    ba «el campo» (las posiciones milita

    res ante el enemigo), y cuan do viene

    su novia, Encarnita, la hija del sastre

    de al lado, a quitar el polvo a la vi

    vienda de su novio yo entro tras ella

    para ver sus estanterías de libros. Hay

    muchos. Pido que me deje Encarnita

    alguno y, ¿cuál me deja?, pues Las mil

    v una noches nada menos. Las com

    pa rto con la Biblia en el mayor de los

    secretos.

    Al lado de la casa de Encarnita hay

    otra que h abita gente muy interesan

    te: un m atrimonio con dos hijos y una

    herman a, ciega, de la esposa. Ésta es

    de Correos o de Telégrafos, no puedo

    asegurarlo ya; su m arido es eban ista.

    Y este ebanista, muy bueno por cier

    to,

     se dedica a hacer calaveras de ma

    deras preciosas. Es un mom ento de la

    historia francamente tenebroso: hay

    sortijas de calaveras de plata y de oro,

    hay calaveras de madera, se canta a

    toda voz un himno militar con cala

    veras también. Y yo me paso las ho

    ras leyendo en el cementerio.

    Jamás estuve triste por muchas ca

    laveras que viera y entierros que pre

    senciara. «La m uerte era para los ve

    cinos», como escribió Juan Ramón

    Jiménez.

     Ya

     vendría el tiempo , ya, de

    que nos visitara con insistencia.

    A Sultana tampoco le importaba lo

    que veíamos juntas. Me seguía a to

    das partes y, por fin, ¿a que no sabéis

    en dónde acabamos encontrándonos

    mejor para leer? Pues debajo de mi

    cam a. Se estaba fresquita, nadie se fi

    guraba en dónde nos metíamos, y a

    leer cuanto caía en mis manos. Confieso, y n o es exageración, qu e leyen

    do uno de los capítulos de Las mil y

    una noches  en que se trata de unas

    princesas que fueron transformadas

    en esbeltas perras, consideré muy en

    serio que m i perra podía ser también

    una princesa moruna convertida en

    perra. A ella debía de parecerle lo m is

    mo a juzgar por el tono que se daba

    a mi lado.

    Lecturas, lecturas... De tod as clases

    ya. Novelas, teatro, cuentos, revistas.

    Cuando regresamos a Cartagena en

    1920, ya no era una niña. Pero mi pri

    mo hermano, más hermano que pri

    mo mío, Antonio A bellán, me dijo se

    ñalándom e su biblioteca: «Nena, a ti

    que te gusta tanto leer, lee todo lo que

    hay en este y en este

     y

     en aquel estan

    te. Pero en aquellos, no. D e esos libros

    no debes leer ni uno solo.»

    Respeté la prohibición porque le

    quería mucho. Y fuera de

     aquel

     estan

    te

     leí cuanto cayó en mis man os. Leí,

    leo, leeré hasta q ue Dios me cierre los

    ojos que para leer y escribir me han

    servido tanto. •

    (Fragmento de

     Por el camino, viendo sus ori

    llas,

     capítulo primero, tomo I . Barcelona: Pla

    za & Janes, 1986.)

    49

    CLU41

    Bibliografía

    (selección)

    C

     ft

      P C Z

    l

    D

     0

    L V I D

    Obra p oética

     (1929-1966),

      Madrid:

    Biblioteca Nueva, 1966.

    Por el cam ino, viendo sus orillas,

    Madrid: Plaza & Janes, 1986.

    Infantil-juvenil

    A la

     estrella

      por la cometa,  Ma

    drid: Doncel, 1971.

    El conde sol, M adrid: Escuela Es

    pañola, 1979.

    Canciones de nana y desvelo, Va-

    lladolid: Miñón, 1985.

    Centenito, Madrid: Escuela Espa

    ñola, 1987.

    Cantando al amanecer,  Madrid:

    Escuela Española, 1988.

    Despertar, Madrid: Bruño, 1988.

    Madre ballena y otros cuentos,

    León: Everest, 1989.

    Júbilos,  León: Everest, 1990.

  • 8/17/2019 clij-cuadernos-de-literatura-infantil-y-juvenil-35.pdf

    19/78

    CRISTINA FERNÁNDEZ CUBAS

    Elba: el origen

    de un cuento

    por Cristina Fernández Cubas

    A

    unque siempre he creído

    poseer una m emoria no

    table, no puedo acordar

    me,  por más que me esfuerce, de la

    primera vez que me puse a escribir.Quizás esté completamente equivoca

    da y mi memoria no tenga nada de

    notable, pero prefiero pensar que la

    pretensión de contar historias no sur

    gió como fruto de una decisión cons

    ciente, sino de una forma mucho m ás

    sencilla. Un simple juego, un o de tan

    tos de mi infancia, al que, seguramen

    te,

      no concedí demasiada impor

    tancia.

    No recuerdo pues  la primera vez.

    Pero sí me veo escribiendo, situando

    aventuras en países en los que no ha

    bía estado nunca y descubriendo,

    poco a poco, las infinitas posibilida

    des escondidas en aquel pequeño en

    tretenimiento íntimo y silencioso. Era

    un buen juego, no cabía duda. Pero

    no era el único. Había algo que me

    20

    CLIJ41

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    20/78

    fascinaba muchísimo más y para lo

    que sigo manifestando una disposi

    ción sin límites: escuchar. D ebo reco

    nocer

     que,

     en este punto, tuve bastan

    te suerte.

    Parte de mi vida transcurrió en

    Arenys de Mar, una localidad costera

    situada a m enos de cuarenta kilóme

    tros de Barcelona. Mi casa se hallaba

    en un paseo , frente a un a playa, a mi

    tad de camino entre el pueblo y el

    puerto. Desde el terrado , desde el bal

    cón, no se veía el pueblo pero sí el

    puerto. De alguna manera, creo que

    mis hermanos y yo vivimos siempre

    de espaldas a lo cotidiano, de cara a

    lo desconocido, a la aventura. La casa

    estaba también atestada de libros,

    pero a ellos no llegaría hasta mucho

    más tarde. La primera vez que oí ha

    blar de Edgar Alian Poe fue po r boca

    de mi herman o, único varón entre cin

    co hijos, interno en un colegio en Barcelona y cuyas apariciones en la casa

    eran registradas como un verdadero

    acontecimiento. Nos contó

      La Casa

    Usher

     y E l

     Gato

     Negro.

     Creo — estoy

    segura— que improvisaba sobre la

    marcha

     y

     añadía d atos de su cosecha,

    pero estoy mucho más segura aún de

    que muchas de estas precisiones y li

    cencias venían obligadas por nuestras

    insaciables preguntas. Queríamos sa

    berlo todo acerca de la casa

     Usher.

     De

    cuántos dormitorios disponía, cómo

    eran las lámp aras, los muebles, el nú

    mero exacto de sillones, sofás y confidentes, biombos o tapices... Años

    después, cuando por fin leí a Poe, me

    pareció un excelente escritor. Pero

    eché a faltar, en determinados pasa

    jes,

      por lo menos tres sillas y un

    biombo.

    Antes de llegar a Poe —o de que mi

    herm ano nos hiciera el inventario de

    tallado de los bienes Usher— las her

    manas conocíamos de sobras que los

    límites del mun do no eran tan estric

    tos,

     rígidos o insalvables com o se em

    peñaban en enseñarnos en el colegio.

    De esta educación paralela se encar

    gó Antonia García Pagés, una mujer

    natural de Arenys de Munt, pueblo

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    colindante con Arenys de Mar, que

    había entrado a trabajar en la casa

    cuando yo apenas contaba un año de

    edad. Ignoro de dónde Antonia —a

    la que recuerdo siempre anciana— nu

    tría su complejo arsenal de prodigio

    sas historias, pero lo cierto es que na

    rraba con una rara habilidad y

    precisión. A ratos eran anécdotas de

    guerra; otros, la muerte de su madre;

    muy a menudo, amores y venganzas

    de ultratumba, cuentos de aparecidos

    o pen ados, o extraños portentos — ella

    los llamaba «milagros»— que atri

    buía, con toda tranquilidad, a fami

    lias con nombres y apellidos, a luga

    res no dema siado alejados de la casa,

    y que a nosotras, a pesar de que nun

    ca llegásemos a creerla a

     pies

     juntillas,

    nos gustaba pensar que seguramente

    habían ocurrido o podían volver a

    HARRY CLARKE, EL GAT NEGRE, BARCELONA: BARCANOVA, 1992.

    ocurrir en cualquier momento. Los

    dominios de A ntonia se iniciaban en

    la cocina, en su feudo de cacerolas y

    pucheros, para prolongarse luego por

    las gélidas escaleras y alcanza r su cé

    nit en las habitaciones del segundo

    piso.

     Mi infancia, pues, exceptuando

    las largas horas del colegio, transcu

    rrió entre la cocina y el dormitorio.

    Com o en todas las familias de varios

    herma nos, las enfermedades infanti

    les operaban sobre nosotros com o so

    bre naipes de una baraja y así —pe

    rennemente postradas en nuestros

    lechos— seguíamos asistiendo al ina

    gotable desfile de prodigios y espan

    tos,  hasta que Antonia, envuelta en

    agobiantes vapores de agua de euca

    lipto —vahos a los que atribuía vir

    tudes curativas, y a los que achaco yo,

    ahora, el que nuestras convalecencias

    21

    CLIJ41

  • 8/17/2019 clij-cuadernos-de-literatura-infantil-y-juvenil-35.pdf

    21/78

    CRISTINA FERNÁNDEZ CUBAS

    no se acabaran nunca—, nos daba las

    buenas noches y rezaba tres avemarias

    a las ánimas del Purgatorio. A ntonia

    siempre alardeó de no necesitar para

    nada los servicios de un   reloj-

    despertador. Las ánimas, agradecidas,

    cumplían sobradamente con este co

    metido y Antonia se despertaba cada

    día, fresca como una rosa, a las sieteen punto de la mañan a. El día en que,

    por prim era vez, la anciana no se des

    pertó a la hora convenida compren

    dimos enseguida que o bien se había

    olvidado de invocar a sus amigas la

    noche anterior, o bien las ánimas

    tenían razones de fuste para deser

    tar de sus obligaciones. Antonia,

    aquella mañana, amaneció gravemen

    te enferma.

    Exceptuando a mi madre, que

    deambulaba por la casa a todas ho

    ras y por todas partes, otros m iembros

    de la familia poseían sus propias zonas,  tan privadas e incompartibles

    como la nue stra. Primero estaba el sa

    lón, convertido en despacho-bibliote

    ca, de u so exclusivo de mi pad re y del

    que surgían, a las horas más impen

    sadas,  toda suerte de arias, sinfonías

    y conciertos, a tanta potencia, que m e

    provocaron, durante largos años, un

    completo rechazo hacia la música clá

    sica. A las irrupciones musicales so

    lían seguir densísimos silencios en los

    que adivinábamos a su ocupante en

    tregado a secretas aficiones. De tod as

    ellas,

      la que más me atraía era la que

    tenía relación con un montón de li

    bros,  que entonces me parecían má

    gicos, y un sinfín de fichas escritas en

    árabe, en hebreo, en swahili... Mi pa

    dre,

     en solitario, hab ía decidido h acer

    realidad una de sus quimeras favori

    tas:

      confeccionar un diccionario en

    todos los idiomas del mundo.

    Arriba , en fin, junto a la azotea, es

    taba la habitación del herm ano ausen

    te . Desde pequeño, influido con to da

    probabilidad por los veleros que arri

    baban o zarpaban del puerto, había

    resuelto hacerse marino, y mis padres

    —en un alarde de complacencia inha

    bitual en la familia— transformaron,

    ante su asombro, un dormitorio nor

    mal en un auténtico camarote. Cons

    truyeron muebles especiales, alzaron

    una litera y sustituyeron la ventana

    por un reglamentario ojo de buey.

    Luego, cuando mi hermano alcanzó

    la edad en la que uno se atreve a pla

    near su destino y manifestó su voca

    ción —hacerse marino—, mis padres,de nuevo ante su asombro, se lo pro

    hibieron terminantemente. La casa,

    tan favorecedora de ensueños y repleta

    por los cuatro costados de leyendas e

    historias, era, al mismo tiempo, un

    duro aprendizaje de las contradiccio

    nes y desatinos de la vida.

    Podría parecer, a simple vista, que

    en los retazos de infancia que acabo

    de describir se encontrasen, ya de por

    sí ,  algunos elementos «literarios»,

    pero,

      curiosamente, fue el recuerdo de

    esta etapa de mi vida lo que me impi

    dió,

      durante mucho tiempo, entregar

    me al cometido de escribir. Desapa

    recidos algunos de los protagonistas

    de la casa, trasladada la familia a B ar

    celona, y sospechando ya que lo que

    se ha ido nunca puede regresar, la in

    fancia, la casa misma, se me interpo

    nían como un obstáculo insalvable.

    Demasiado añorado para olvidarme

    de él, demasiado cercano para poder

    recrearlo por escrito y dotarlo de al

    gún interés para alguien más que p ara

    mí misma. Dejé, pues, de escribir y

    me convertí en una lectora desordena

    da, voraz y empedernida. Hasta que

    en diciembre de 1973 me embarqué

    hacia América Latina.

    Una prolongadísima estancia en

    Suecia, en EE.UU. o en El Cairo no

    me hubiera podido producir los mis

    mos efectos que los escasos dos años

    en Latinoamérica. No hablo de mis

    vivencias en aquellas tierras sino del

    regreso. El mismo día de la vuelta,

    nad a má s pisar el puerto de Barcelo

    na, me di cuenta de la distancia que

    implica un océano y de lo engañoso,

    en cuanto a cómputo de t iempo, que

    significa cambiar de país pero no de

    idiom a. M e sentí una extranjera en mi

    propia tierra, un ser completamente

    desarraigado, pero también, al poco,

    comprobé que, durante aquellos dos

    años al otro lado del océano, las co

    sas habían ido ocu pand o su verdade

    ro lugar en mi mem oria y en mi vida.

    Pude así pasear frente a mi casa na

    tal sin asomo alguno de melancolía,

    y pude, sobre todo, inventarme una

    hermana, a la que llamé   Elba,  y es

    cribir un cuento. •

    Bibliografía

    Cristina Fernández Cubas

    EL ÁNGULO DEL H ORR OR

    colección

      andanzas

    Mi hermana Elba,  Barcelona: Tus-

    quets,

      1980.

    Los altillos de brumal,  Barcelona:

    Tusquets, 1983.

    El año de Gracia, Barcelona: Tus

    quets,

      1987.

    Cris  v  Cros. El vendedor de las

    sombras,  Madrid: Alfaguara,

    1988.

    Elba-Brumal,  Barcelona: Tusquets,

    1988.

    El ángulo del horror,  Barcelona:

    Tusquets, 1990.

    22

    CLIJ41

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    CARMEN KURTZ

    Los cuentos que

    nos contaron

    p o r Carmen Ku r t z

    T

    odavía hoy, cuando vuelvo

    a ver la casa donde nací,

    algo dentro de mí se con

    mueve, está

     vivo.

     Es una casa grande

    del Ensanche de Barcelona, en la ca

    lle de Mallorca chaflán Gerona, seis

    balcones a la calle, mucho sol y tam

    bién mucho frío en invierno a pesar

    de las dos «Salamandras». Lo más di

    vertido de aquel piso de la calle Ma

    llorca era el pasillo circular, un co rre

    dor que ejercía las veces de tal ya que

    fue escenario y testigo de nuestras co

    rrerías. Entre hermanos y primos her

    manos nos reuníamos, a veces, diez

    chiquillos. Jugábamos al escondite, a

    perseguirnos. Corríamos como locos

    seguidos por los gatos y los perros que

    acompañaron nuestra infancia. Días

    de fiesta en que los mayores se re

    cluían en el salón, besos y abrazos,

    regañinas, tortas, de tod o hub o. Inclu

    so peleas familiares de cierta impor

    tancia con final feliz.

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    23/78

    CARMEN KURTZ

    Y también recuerdo la otra cara de

    la moneda, los momentos de reposo

    después del baño nocturno. Mi ma

    dre guardaba libros de cuentos de

    cuando ella era niña y

     yo,

     en aquellos

    ratos de lectura, hubiera querido ser

    Rapuncel, o el Gato con Botas, Pul

    garcito o la Pequeña Vendedora de

    Fósforos, la Sirenita o Blanca Nieves,

    Peter Pan o Alicia.

    Aquella deliciosa intimidad con mi

    madre se interrumpió un mal día.

    Mi madre murió. «Tu mamá está en

    el cielo», me dijeron, y yo, a mis cin

    co años, no acertaba a comprender

    cómo mi madre podía haberme deja

    do sin terminar aquel cuento cuyo ab

    surdo final en nada se parecía a los

    finales felices de los cuentos a que m e

    tenía acostumbrada.

    Creo que aprendí a leer con un solo

    propósito: recobrar a mi madre. En

    casa había muchos libros de cuentos

    que pertenecieron sucesivamente a mi

    madre, mis tíos y mis hermanos ma

    yores.

      Los que me antecedieron ha

    bían coloreado las ilustraciones, ori

    ginales en blanco y negro. Mi talento

    en ese apa rtado era nulo. Las ilustra

    ciones originales en color me gusta

    ban; algunas, me doy cuenta ahora,

    eran muy buenas, p ero yo prefería el

    texto. Leer era para m í una necesidad

    y aún me veo sentada sobre la alfom

    bra del salón de casa de mis abuelos

    leyendo La Esfera,  un semanario de

    aquella época con páginas a todo co

    lor. En La Esfera leí algo referente a

    la Revolución Rusa. Ignoro si saqué

    algo en claro, pero recuerdo m uy bien

    que el pueblo ruso sufrió en su revo

    lución infinidad de penurias, entre

    otras la casi ausencia de hilo de coser

    que se vendía en aquellos tiempos a

    metros.

    Es curioso que tan gran catástrofe

    haya sido almacenada en mi memo

    ria con algo tan humilde como pue

    da ser un carrete de hilo. Curioso tam

    bién el hecho de que la hiperactividad,

    que fue la norma en mis años de in

    fancia, pudiera alternar con la quie

    tud que supone la lectura. Así fue. Los

    juegos, el correr a lo largo del pasillo

    circular, no se interrumpieron, y al

    canzaban su tope máximo en la finca

    del abuelo, du rante las largas vacacio

    nes del verano.

    Pasé de una Escuela Ma ternal a un

    colegio de verdad, severísimo p or aña

    didura. Poco después de la muerte de

    mi madre entré como alumna en el

    Sagrado Corazón de Barcelona.

    Los buenos recuerdos de mi primer

    colegio se centran en la figura de una

    monja (la madre Barnola), quien,

    prescindiendo de la dureza del regla

    mento, alguna vez, al finalizar la cla

    se, me sentaba en su falda y me dab a

    todo el cariño que puede dar una

    monja. Me encariñé con ella como me

    fui encariñando con otras monjas que

    le sucedieron. Con mis compañeras

    tuve un trato no rmal, diría muy bue

    no,

     y mis notas fueron siempre las me

    jores, no porque yo fuera especial

    mente inteligente, sino porque mi

    EMILE BAYARD, ALREDEDOR DE LA LUNA, MADRID: ANAYA, 1989.

    padre fue siempre muy

     severo.

     Las no

    tas eran semanales y yo debía  forzo

    samente  obtener la máxima, aquel

    «Muy Bien» que equivalía a un 10 en

    todo. Las notas se daban el domingo

    por la mañana después de la misa,

    con un ceremonial estremecedor pre

    sidido por la Madre Superiora. Una

    clase tras otra las alum nas desfilába

    mos para recoger con una gran «re

    verencia» la papeleta que para mí era

    cuestión de vida o muerte. Las pier

    nas me temblaban. Envidiaba a mis

    compañeras qu e no parecían en abso

    luto temerosas. Al llegar a casa, mi

    padre echaba un vistazo a mi nota y

    no hacía comentario alguno. Mis

    grandes éxitos los conseguía en la dis

    ciplina de la lectura. En cambio re

    cuerdo abochornada los recreos. Ju

    gábamos a pelota divididas en dos

    campos. Com o no me la pusieran en

    las manos me resultaba imposible ha

    cerme con ella. Incondicionalmente

    24

    CLIJ41

  • 8/17/2019 clij-cuadernos-de-literatura-infantil-y-juvenil-35.pdf

    24/78

    admiré a

     mis

     compañeras que corrían,

    saltaban, se hacían con la pelota

    como verdaderas malabaristas. Años

    más tarde leí, no sé dónde, q ue el poe

    ta Shelley lloraba en los recreos por

    su torpeza.

    Todo es importante en la vida de

    cualquier ser humano. Todo ser hu

    mano, por humilde que sea, tiene su

    historia. Los niños de antes enferma

    ban a menudo y las enfermedades du

    raban muchísimo. Luego venían las

    convalecencias. Y durante esos perío

    dos no había más remedio que que

    darse en casa y en cama. Los chi

    quillos de entonces (años 20) no co

    nocíamos la radio y mucho menos la

    televisión. Estoy casi convencida de

    que la ausencia de los medios audio

    visuales favoreció la afición a la lec

    tura y al dibujo. Leí, leí cuanto p ue

    de leer una niña que vivía el mundo

    fabuloso de la ficción

     y

     a la que

     se

     die

    ron toda clase de facilidades. He de

    confesar que mi padre favoreció mis

    inclinaciones. Se sentaba a los pies de

    mi cam a y m e leía todo s los Julio Ver-

    ne que teníamos en casa. Él era un

    gran forofo de Verne y así recuerdo a

    Miguel Strogoff en las heladas este

    pas,  a Phileas Fogg en su vuelta al

    mundo y al Capitán Nemo en sus

    veinte mil leguas de viaje submarino.

    Todos los Julio Verne me fueron leí

    dos por mi padre mientras el termó

    metro subía o bajaba; aquello era casi

    lo de menos. Q uizá mi afán de viajes,

    años m ás tarde, lo debí en parte a las

    lecturas de mi padre. En mi serie Ós

    ca r  se nota mi inclinación por todo

    cuanto significa horizontes nuevos y

    mun dos imaginarios. Me gustaban la

    historia y la geografía, tenía facilidad

    para los idiomas y era una nulidad

    para las matemáticas.

    Durante tres años estudié en casa,

    ya que mi salud no era buena. Tam

    bién entonces mi padre tuvo un gran

    protagonismo. Me daba lecciones de

    todo y si la rígida disciplina del Sagrado Corazón me pareció siempre

    abusiva, la de mi padre, los rigores a

    que me sometió, la superaron sin

    duda alguna. Era un hombre muy cul

    to y ahora me arrepiento de no haber

    le hecho

     caso.

     Tenía mal

     genio,

     era gri

    tón y aficionado a descargar la mano,

    pero su corazón era

     tierno.

     Los ojos de

    una niña no saben de m atices. Para mí,

    durante aquellos tres años de cuidados

    y estudios, Papá fue un tirano.

    Lo he convertido en el padre más

    comprensivo, más tolerante del mun

    do,  en el Jorge Tur de la serie  Óscar.

    He llegado a la conclusión de que

    el niño necesita cuentos. Primero cuen

    tos contados, más tarde libros de

    cuentos leídos. Los lazos de intimidad

    que pueden crear los cuentos entre la

    madre, o el padre, y el niño nun ca se

    olvidan. Me atrevería a decir que el

    niño que ha tenido una infancia llena

    de cuentos será, indudablemente, un

    buen lector a pesar de todos los me

    dios audiovisuales de que dispone. A

    veces cuando me preguntan qué téc

    nica utilizo para escribir un cuento, o

    un libro de cuentos para niño s, no se

    me ocurre nada mejor que contestar:

    «Como si estuviera contando».

      Al

    contar un cuento no somos pe dantes.

    No podemos recurrir a los rellenos,

    hay que apoyarse en la acción y la

    imagen, hay que trasladar al niño al

    clima fantástico de la ficción.

    He hablado de mi madre y de mi

    padre, sería injusta si no mencionara,

    también, alguna de las tatas que reem

    plazaron a veces a cualquiera de los

    dos.

     Sabían tres o cuatro cuentos que

    probablemente pertenecían al folclo-

    re rural. Los sabíamos de m emoria y

    exigíamos total fidelidad. No quería

    mos cam bios. Y la tata de turno, que

    a lo mejor n o sabía leer, hilvanaba u n

    cuento que nosotros escuchábamos

    estremecidos porqu e era algo que ella

    guardaba entre los mejores y m ás que

    ridos recuerdos de su infancia.

    Y para terminar me atreveré a de

    cir: «Uno olvida fácilmente los libros

    leídos a lo largo de los años. Los cuen

    tos que nos contaron o los que leímos,los que significaron el primer contac

    to con la lectura, no se olvidan nun

    c a » .

    25

    C U J 4 1

    Bibliografía

    (selección)

    C A R M E N K U R T Z

    COSAS QUE SE PIERD EN,

    AMIGOS QÜB SE  ENCUENTRAN

    Infantil-juvenil

    Serie

     Óscar

     (16 títulos), Barcelona:

    Noguer, 1962-1984.

    Color de fuego,  Madrid: Cid,

    1964.

    Chepita, M adrid: Escuela Españo

    la, 1979.

    Veva,  Barcelona: Noguer, 1980.

    Piedras y trompetas,  Barcelona:

    Noguer, 1981.

    Querido Tim, M adrid: Escuela Es

    pañola, 1983.

    Pepe y Dudú, Madrid: Escuela Es

    pañola, 1983.

    Brun,  Barcelona: Noguer, 1985.

    ¿Habéis visto un

     huevo?,

      Barcelo

    na: Noguer, 1990.

    Cosas q ue se pierden, am igos que

    se encuentran, Madrid: M agis

    terio,

      1990.

  • 8/17/2019 clij-cuadernos-de-literatura-infantil-y-juvenil-35.pdf

    25/78

    MARIASUN LAN DA

    Fotogramas de infancia

    por Mariasun Landa

    I

    lápices mordidos. La envoltu

    ra de un chicle alisada con la

    m—m

      uña. La goma de borrar con

    nombre de ciudad: MILÁN. La me

    rienda: pan y chocolate. La cuerda

    para saltar. Las piedras escogidas pa ra

    jugar a la rayuela que nosotras llamá

    bamos  txingo. Pelotas de caucho ver

    de,  regalo al com prar los zapatos para

    el colegio: zapatos Gorila. Matilde,

    Perico y Periquín en la radio. El ro

    sario después de cenar. La mantilla,

    el velo blanco, misas, genuflexiones,

    acto de contricción. Lluvia. Novena

    a la Virgen de Aránzazu. Tebeos de

    bajo de la cama. Sissí. Florita. Haz a

    ñas bélicas. Leer tebeos es perder el

    tiempo. NODO. Marcelino Pan y

    Vino.  Euskadi,  palabra que sólo se

    puede pronunciar en casa.

    La Historia Sagrada, mi asignatu

    ra preferida. Cuentos exóticos y ma-

    26

    CLIJ41

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    26/78

    i* «iMÍS

    DEL TESORO. BARCELONA: SEIX BARRAL. 1924.OAN JUNCEDA, LA ISLA DEL TESORO, BARCELONA: SEIX BARRAL. 1924.

    ravillosos... Abraham, que recibe el

    man dato de ma tar a su único hijo; la

    mujer de Lot, que se convierte en sal

    por mirar hacia atrás; Esaú y Jacob

    (¡por un plato de... lentejas ); los sue

    ños de Jo sé; el pequeño M oisés en su

    cesto a merced de las aguas; las diez

    plagas de Egipto; el Mar Rojo que se

    escinde en dos para dejar pasar a los

    israelitas; Salomón, Absalón, Nabu-

    codonosor, nombres rimbombantes y

    exóticos, deliciosos de pronunciar. Y

    además, todo es verdad.

    Colgando de la pared de la clase

    hay un gran cartelón donde están ilus

    tradas todas estas historias que tan

    bien conozco. Un d ía, la monja me pi

    lla en pecado: hablando en clase.

    Coge el cartelón, le da la vuelta y es

    cribe:

     Soy una habladora.

     Me obliga

    a recorrer todas las demás clases con

    aquel cartel entre los brazos. Las lá

    grimas. El moqueo. La diabólica im

    punidad de las monjas en aquel tiem

    po .

      Las monjas que nos enseñan

    chotis y «Por la calle dalcalá,  con la

    faldalmidoná...».  El  euskera  no ha

    existido nunca, ni existe, ni existirá.

    Amén.

    Desde el cuarto de mi hermano se

    ve el mar, el puerto de Pasajes donde

    entran barcos m ercantes, pesados pe

    troleros que emiten gem idos que asus

    tan po r las noches. Horas enteras mi

    rando por la ventana, junto al vetus

    to secreter de mi herm ano lleno de ca

    jones y libros: Robinson Crusoe, La

    vuelta

     al mundo en 80 días, La flecha

    negra, Veinte m il leguas de viaje sub

    marino, El último mohicano, La isla

    del tesoro, Tom Sawyer...  Editorial

    Bruguera,  con 250 ilustraciones.

    Primero, mirar «los santos», des

    pués adentrarse en el espeso bosque

    del texto, enamorarme de Tom Saw

    yer, mi valiente, atrevido y seductor

    Tom... «¡No andes entre mis libros »

    Prohibición de un hermano cinco

    años mayor. La transgresión como

    origen de la pasión por la lectura. Ba

    lance de libros propios: más aburri

    dos, más ñ oños, más escasos. Mujer-

    27

    CLIJ41

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    27/78

    citas,

     Fabiola,

     Cuentos de Andersen,

    La Princesita...

    «—Sed  amigos míos, estoy solo

    —dijo el principito.

    »—Estoy solo... estoy solo... estoy

    solo —respondió el eco.»

    4

    En el colegio de monjas hab ían for

    mad o una tu na de chicas, con sus ca

    pas negras y sus cintas. Aprender a to

    car la bandurria y salir en aquella

    peregrina tuna era mi obsesión. Pero

    en casa dijeron que no. Creyeron mu

    cho m ás conveniente que empezase a

    estudiar el francés ante la inminencia

    del Bachillerato. Dejan en mis manos

    un libro que logro a duras penas des

    cifrar:  Le pétit prince.  Comienza así

    un calvario que termina cuando logro

    comprender la frase anterior: «Estoy

    solo...

      estoy solo... —respondió el

    eco».  Moi aussi.

      Sólo entonces me

    doy cuenta de que aquel libro es dis

    tinto, comienzo a amar al personaje

    y odio un poco menos el francés.

    5

    Yo ya había empezado a escribir

    mis cuentos, convencida de que era

    prácticamente lo único que me salía

    bien. Los pasaba a limpio, los ilustra

    ba y los grapaba. También comencé

    urt diario con las importantes intrans

    cendencias de mi vida, como hacían

    los personajes de las novelas que

    leía... Hasta un día que tuve algo real

    mente importante que reseñar.

    Fue un atardecer de agosto, en ple

    na Semana Grande donostiarra. Ha

    bíamos ido a merendar chocolate con

    churros y al pasar por la calle Mayor,

    vimos que la gente se agolpaba en

    frente de la iglesia de Santa M aría. La

    gente que esperaba me llamó la aten

    ción. ¿Qué pasa? Mis padres no res

    pondieron nada, pero me dejaron

    colarme hasta la primera fila de espec

    tadores. Entonces le vi. Iba vestido de

    blanco, como un almirante, era baji

    to y parecía muy serio. Me volví para

    MARIASUN   LAN DA

    compartir mi asombro con mis pa

    dres. Habían desaparecido. Pasó el al

    mirante, algunos aplaudieron, segura

    mente yo también. Todo pasó muy

    rápido y mis padres reaparecieron

    misteriosamente. El camino hacia

    casa fue silencioso, algo tenso. Aque

    lla noche, en mi diario, apunté con la

    pluma estilográfica Parker recién car

    gada de tinta: «Hoy le he visto de cer

    ca a Franco».

    6

    «... Y tú, Mariví, eres una asque

    rosa, porque no tenías que haberle di-

    Bibliografía

    (selección)

    Infantil-juvenil

    Amets uhinak, San Sebastián: Elkar,

    1982.

    Joxepi Dendaria,

      San Sebastián: El

    kar, 1984. (Existe versión en cas

    tellano y catalán, en La Galera;

    en gallego, en Galax ia; y en grie

    go,   en Sincroni Epoxi.)

    Izar berdea,  San Sebastián: Elkar,

    1985.

     (Existe versión en castella

    no y catalán, en La Galera; y en

    gallego, en Galaxia.)

    Txan fantasma,

      San Sebastián: El

    kar, 1986. (Existe versión en cas

    tellano y en catalán, en La G ale

    ra; y en griego, en Sincroni

    Epoxi, Atenas, 1989.)

    Errusika,  San Sebastián: Elkar,

    1988. (Existe versión en catalán,

    en Cruilla.)

    Iholdi,  San Sebastián: Erein, 1988.

    Aitonaren txalupa,  San Sebastián:

    Elkar, 1988. (Existe versión en

    castellano y catalán, en La Gale

    ra; y en gallego, en Galaxia.)

    María eta aterkia,

     San Sebastián: Elkar, 1988. (Existe versión en ca

    talán y castellano, en La Galera.)

    28

    CLIJ41

    cho a Alfred que me gustaba, po rque

    además a mí no m e gusta Alfred, para

    que lo sepas, porque todas os gustáis

    de Pello, y yo no quiero gustarme de

    Pello, así que mañana mismo ya le

    puedes decir que es mentira y que no

    me importa si no me hace caso, que

    puede seguir dándole los tebeos a

    Mari Carm en, a m í me da igual, y que

    no me mande más recados ni notitas

    para ella, porque un día de estos se los

    voy a enseñar a los demás y entonces

    ya va a ver ese idiota de Alfred lo que

    le pasa por no gustarse de mí...»

    Y la adolescencia llegó. Como

    siempre, demasiado deprisa. •

    Alex,  San Sebastián: Erein, 1990.

    Irma,

      San Sebastián: Elkar, 1990.

    (Existe versión en castellano y ca

    talán, en La Galera; y en galle

    go,

      en Galaxia.)

    Kleta bizikleta,

      San Sebastián: El

    kar, 1990.

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    28/78

    GEMMA LIENAS

    Lectodependencia

    p o r G e m m a L i e n a s M a s s o t

    esde mis primeros años,

    allá por la segunda mitad

    de los cincuenta, el acto

    de leer, por lo que de furtivo tenía y

    por lo que de aventura solitaria repre

    senta, siempre se me manifestó aso

    ciado al placer de lo prohibido. Sin

    embargo, la adicción por la lectura

    creció en mí de forma rápida y trai

    cionera mucho antes de que adquirie

    ra conciencia de proscrita y mucho

    antes de saber que me vería obligada

    a esconderme, en determinadas oca

    siones, para volcarme en ella a mis

    anchas.

    Para escapar a los quehaceres do

    mésticos que la vida familiar me im

    ponía, pronto aprendí a encerrarme

    en el baño , único lugar íntim o e inac

    cesible a las voces de mando de mi

    madre, que compartía conmigo el

    amor por los libros, pero difería en lo

    tocante a obligaciones y devociones.

    En casa, el deber, esto es, hacer las ca-

    29

    CLIJ41

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    29/78

    GEM MA LIEN AS

    mas, poner la mesa y un sinfín de ta

    reas rutinarias y cargantes, era antes

    que la devoción. Y a mí, contra tod o

    viento y marea de procedencia pater

    na, la lectura se me antojaba un de

    ber de obligado cumplimiento. Senta

    da en el duro plástico, viajé con Nils

    Olgerson a través de Suecia

     y

     soñé con

    ver algún día el deshielo de un lago

    nórdico;

    1

     presencié un asesinato jun

    to a Tom Sawyer y Hucklebe rry y con

    ellos huí hacia una isla del Mississip-

    pi ,  río que deseé conocer en el futu

    ro ;

    2

      acompañé a Miguel  Strogoff,

    aparentemente ciego, en su peregrina

    je como correo del zar a través de Ru

    sia, y amé aquella tierra;

    3

      participé

    con Em ilio en el desenmascaramien

    to de la banda de ladrones;

    4

     me con

    tagié el sarampión con Bibí y las con

    juradas y compartí con ellas la misma

    habitación,

    5

      y comí con Guillermo

    bolas azucaradas de grosella hasta p o

    nerme enferma.

    6

      Y todos ellos con

    tribuyeron a consolidar mi relación

    vehemente con los libros. Sin embar

    go,  navegar, desde Lumerland hasta

    China, con Jim B otón y Lucas el ma

    quinista en una locomotora calafa

    teada

    7

      fue lo que decidió mi futuro

    profesional: viviría entregada a la li

    teratura, como profesora, como edi

    tora, como lectora y como escritora.

    Temprano co nocí los efectos devas

    tadores del síndrome de abstinencia

    cuando carecía de libro que llevarme

    a los ojos y al alma. D e modo q ue me

    obstinaba en tener siempre a man o no

    un volumen sino dos o tres, cuya lec

    tura trataba de simultanear. Era tal la

    fascinación que la letra de m olde ejer

    cía sobre mí que incluso durante el de

    sayuno me empe ñaba en seguir desa

    rrollando mi ocupación predilecta,

    con gran horror por parte de mi fa

    milia que consideraba, con acierto,

    que leer en la mesa era una falta de

    respeto hacia los demás comensales;

    de modo que yo, cada mañana, su

    brepticiamente releía, como en un ri

    tual, las únicas letras devorables que

    se hallaban cerca de mí: las impresas

    en la etiqueta del bote de Cola-Cao.

    E.W. KEMBLE, LES AVENTURES DE HUCKLEBERRY

      F INN,

      BARCELONA: BARCANOVA, 1992.

    Sin embargo, el mejor intervalo es

    taba constituido p or las noches, siem

    pre largas, puesto que nos acostaban

    temprano, y absolutamente mías, a

    pesar de que compartía la habitación

    con tres herman as. Tengo que agrade

    cer al médico de cabecera de la fami

    lia que, cuando mi madre le interro

    gó acerca de la conveniencia de mis

    costumbres de lectora contumaz h as

    ta bien entrada la madrugada, consi

    derara provechoso el simple hecho de

    estar tendida en la cama y la tranqui

    lizara al respecto, con lo cual dispu

    se, desde entonces, de entera libertad

    para administrarme la noche como

    me apeteciera. Y como mejor me pa

    recía era vadeándola, desde el cre

    púsculo hasta el alba, con personajes

    de ficción. En esas horas, que lleguéa estimar exiguas, trabé cono cimiento

    con Celia, su gato Pirracas y su muñe

    ca Julieta, y, con ellos, alcancé tam

    bién la edad de la razón, si es que al

    guna vez se llega a tamaña sinrazón;

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    con Kásperle y los titiriteros;

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      con