claudio crusoe la piedra y el duende japones

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LA PIEDRA Y EL DUENDE JAPONÉS El duende Tera había querido ser monje, y lo fue. Siempre quiso ir a venerar la imagen del segundo Buda grande del templo de Kotókuin, en Kamakura, hecho en bronce, pero no se animaba. En un principio, Inji quiso acompañarlo, pero las intenciones de Tera provocaron el cansancio de su amigo. Como buen japonés, comía lento, su tofu o arroz por las noches, a la luz de la lámpara de aceite. Por su condición de duende, al principio no fue aceptado en ningún convento budista. Se sentía tan pequeño como un grano de arroz en un desierto enorme. Con el tiempo, gracias a encantamientos y hechizos, logró que un viejo lama lo aceptara como discípulo. Fue duro al principio, pero con empeño y tesón logró meditar. Luego asirse a una estricta regla de ascetismo. Con disciplina y esfuerzo fue nombrado monje. Nadie lo veía, o muy pocas veces, dada su condición de duende. Tal vez, por ser pequeño, su sueño era ser el gran iluminado. Soñaba con una túnica más grande, hacer el bien, y dejar de negarse a tomar baños (esto le daba pereza). Así es que un día, cuando su viejo lama se moría, y salió a hacer la ablución del día, comenzó a ahogarse. Gritaba y pedía por Tera. Éste, que odiaba el agua, y agacharse para recibir la bendición del río, de Buda, no hizo nada. Con dolor y odio murió su maestro totalmente hinchado, cuando lo sacaron a la noche, cercano a la orilla, como un pez globo. Esto le valió el mote de “holgazán” y le quitaron su atuendo de budista, su japa-mala y el libro sagrado. Triste y con culpa por la muerte de su maestro, se fue a su hábitat natural: el bosque. Allí le agarró más y más angustia, y la pereza no desaparecía. Eran ambas cosas: culpa por no hacer nada y bronca pro no hacer su ablución diaria. Solitario, vencido por el viento frío del invierno, hizo como pudo su casa en un árbol duro y fuerte como el roble. Pasaron días de lágrimas y hambre. Una tarde en que sacaba una rama que impedía que pudiera entrar a su casa, vino una avalancha que tapó su “duendera” y cayó de bruces. Dormido y con un sentimiento de muerte, le cayó una avellana en su gorra azul. La partió y comió. Luego cayeron cinco más, y así se llenó y pudo pararse. Del árbol cayó una avellana chica, pequeña, casi para un ratón. No le dio importancia. Más tarde la tomó entre 1

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Claudio Crusoe La Piedra y El Duende Japones-cuento

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Page 1: Claudio Crusoe La Piedra y El Duende Japones

LA PIEDRA Y EL DUENDE JAPONÉS

El duende Tera había querido ser monje, y lo fue. Siempre quiso ir a venerar la imagen del segundo Buda grande del templo de Kotókuin, en Kamakura, hecho en bronce, pero no se animaba. En un principio, Inji quiso acompañarlo, pero las intenciones de Tera provocaron el cansancio de su amigo.Como buen japonés, comía lento, su tofu o arroz por las noches, a la luz de la lámpara de aceite. Por su condición de duende, al principio no fue aceptado en ningún convento budista.Se sentía tan pequeño como un grano de arroz en un desierto enorme.Con el tiempo, gracias a encantamientos y hechizos, logró que un viejo lama lo aceptara como discípulo. Fue duro al principio, pero con empeño y tesón logró meditar. Luego asirse a una estricta regla de ascetismo. Con disciplina y esfuerzo fue nombrado monje. Nadie lo veía, o muy pocas veces, dada su condición de duende. Tal vez, por ser pequeño, su sueño era ser el gran iluminado. Soñaba con una túnica más grande, hacer el bien, y dejar de negarse a tomar baños (esto le daba pereza). Así es que un día, cuando su viejo lama se moría, y salió a hacer la ablución del día, comenzó a ahogarse. Gritaba y pedía por Tera. Éste, que odiaba el agua, y agacharse para recibir la bendición del río, de Buda, no hizo nada. Con dolor y odio murió su maestro totalmente hinchado, cuando lo sacaron a la noche, cercano a la orilla, como un pez globo. Esto le valió el mote de “holgazán” y le quitaron su atuendo de budista, su japa-mala y el libro sagrado.Triste y con culpa por la muerte de su maestro, se fue a su hábitat natural: el bosque. Allí le agarró más y más angustia, y la pereza no desaparecía. Eran ambas cosas: culpa por no hacer nada y bronca pro no hacer su ablución diaria. Solitario, vencido por el viento frío del invierno, hizo como pudo su casa en un árbol duro y fuerte como el roble. Pasaron días de lágrimas y hambre. Una tarde en que sacaba una rama que impedía que pudiera entrar a su casa, vino una avalancha que tapó su “duendera” y cayó de bruces. Dormido y con un sentimiento de muerte, le cayó una avellana en su gorra azul. La partió y comió. Luego cayeron cinco más, y así se llenó y pudo pararse. Del árbol cayó una avellana chica, pequeña, casi para un ratón. No le dio importancia. Más tarde la tomó entre sus manitas y encajaba justo dentro de ellas. No era grande como las demás. Tan gigantes, tan absoluta, tan “iluminadas”, pero aquí es cuando al encontrar algo de su tamaño, lo supo valorar.Una tarde en que iba con su avellana dentro de una cajita de las que entran los anillos de compromiso, se le cayó al suelo y comenzó a rodar. Rodaba como un tren, una avispa, un león; y se le escapaba porque la quería y la cuidaba, fue tras ella. Cuando dio a parar en el río y quedó incrustado bajo una roca, bajo del agua, se desesperó. Debía pensar cómo hacer para tomarla y no mojarse. Tenía que decidirse.Pasó toda la noche velando aquella avellana tan pequeña como él: un duende japonés.

Golpeó sus manos, se puso en estado de meditación, y como una flor de loto, se sumergió en el río Han.Cuando estuvo abajo, le pareció que no era tan malo hacer cosas que a uno no le gustan. También comprendió que lo hacía por algo que quería. Tomó la avellana y subió a la superficie.Allí lanzó una bocanada de aire y se acercó a la orilla. Mientras secaba la avellana pensó para qué la tenía y se había arrojado tanto si no lo la iba a comer. Descubrió entonces dos cosas: que uno cuando hace cosas locas, ilógicas, que van contra su propio ideal (o pereza). La segunda fue saber que, aunque no la iba a comer, le sirvió como impulso para bañarse una vez en su vida. ¿Y si lo hubiese hecho por el viejo lama? A él no le tenía ni respeto y tampoco apreciaba sus enseñanzas. Quiso ser budista porque quería ser algo grande, majestuoso.Cuando caía la tarde se convenció que jamás dejaría a esa avellana tan gigante.

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No sé por qué la avellana comenzó a saltar, de aquí y allá, sin pausa y, una vez que cayó de las manos de Tera, comenzó a rodar, correr, volar. Tuvo que seguir. Tomó dos barcas para verla cómo se deslizaba por los ríos, el mar. Se hospedaba siempre cerca de donde estaba su tan amada amiga.Pronto dejó de ser un fantasma y era visible en todas partes que iba. Lo llamaron el “loco de la avellana”. Cruzó valles, montañas, laderas y campos florecidos de trigo y arrozales.La avellana ya era legendaria y enorme. Iba acumulando todo por cuanta nieve o tierra, o polvo se adhiriese a su forma circular. Y él rodaba tras ella como un meteoro, un cometa, un júpiter.Cada vez la gran avellana se acercaba donde estaba el gran Buda de Kahakor, templo de Kotókuin.El duende no era más pequeño, ni holgazán, ni tan irreal. Ahora era una gran bola, que seguía a otra bola, y no se distinguía cuál era cuál.Llegaron las dos juntas cansadas, exhaustas, casi muertas. Superaban en altura al Buda sentado en forma de loto que era su morada.Se escuchó una voz cascada, alegre, amiga. La gran bola de avellana se derritió, quedando entre el meñique del dedo de pie del Buda.Tera escuchó esa voz. Supo descifrar de dónde venía, y de quién era.Algo de la bola duende se rajó y salió el pequeño duende Tera.Escuchó una voz:—¡Viste cómo de lo pequeño se hace algo grande! Lo que importa es la fe que llevas en tu corazón.Tera, el duende, escaló con esfuerzo y misterio al gran Buda y desapareció.Ya es tan grande como el Buda que se venció en Kamakura. Tiene una enorme responsabilidad, que la hace por amor. Él, ahora, es Buda. Es el todo.

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