cien años de soledad(apunte1)
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Cien Años de Soledad
Gabriel García Márquez
Autor: Gabriel García Márquez
La gran novela escrita en lengua española desde la aparición de El Quijote es, según opinión de muchos
críticos y lectores, Cien años de soledad. Este comentario, que oí tantas veces en las aulas universitarias en
pleno apogeo del boom latinoamericano de los años setentas, sigue vigente. Admito que no se puede ser tan
radical en las evaluaciones, ni tan tajante con los gustos literarios, pero ¿cómo desbancar a una obra que lo
tiene todo y que no pierde actualidad, a pesar de haber sido publicada en 1967? ¿Dónde está el secreto de
García Márquez, escritor colombiano nacido en 1927, que le permite escribir una novela ambiciosa, una saga
familiar con trasfondo político, trascendiendo lo particular (la familia Buendía) para llegar a lo general
(Colombia, Latinoamérica, el mundo entero), sin perder jamás el lado placentero de la vida, la chispa del
ingenio, la dulce locura? ¿Cómo llamar a ese desenfado caribeño que redime el alma de la soledad, la guerra,
los desencuentros? No hablo de optimismo insensato, menos aún de frivolidad, me refiero a una manera
particular, -y envidiable- de ver el mundo como un lugar interesante, misterioso, estimulante. Y al hombre,
sumergido en ese mundo, dándole la vuelta a la tragedia, convirtiendo el dolor en un recuerdo risueño, capaz
de burlarse de sí mismo gracias a este recurso inteligente, el único imaginable para secarse las lágrimas con
una sonrisa en los labios.
Digo esto porque Cien años de soledad es una novela que mantiene un tono festivo de principio a fin. Los
habitantes de Macondo se divierten para disfrazar las tristezas cotidianas, actividad que requiere de talento y
que resulta una condición imprescindible para sobrevivir: bajo un sol abrasador, en un paraje seco y
sofocante, alejados de la modernidad, de la atención de los gobiernos, sometidos a la guerra, a la explotación
capitalista de la producción norteamericana, a los abusos, al olvido y las enfermedades, ellos tienen algo que
atesoran: un lugar para soñar. Por eso regresan los que parten, por eso celebran la vida que les tocó en este
Macondo ardiente.
La familia Buendía, una familia latinoamericana
García Márquez construye un mundo sólido -desde sus orígenes hasta su desaparición- y nos introduce en una
familia con personajes inolvidables que deambulan por Macondo como poseídos por unas fuerzas que los
sobrepasan. Todos tienen poderío, hasta los más débiles como Santa Sofía de la Piedad o Remedios, la bella;
todos poseen particularidades a pesar de repetirse los caracteres y temperamentos de generación en
generación. Tienen los mismos nombres pero se saben distintos entre ellos, son seres comprometidos con la
realidad, desempeñan sus labores como si hubieran sido destinados a realizarlas de esa manera y no de otra;
personajes casi míticos pero con un barniz humano que los redime y los convierte en un grupo atractivo de
seres seductores, tiranos, obsesionados, pasionales, lunáticos, y esencialmente solitarios.
Úrsula, la madre eficiente
La contundencia de esta mujer, su fuerza casi telúrica que brota del fondo de la tierra o desde el centro mismo
de sus entrañas, la convierte en uno de los personajes femeninos mejor logrados en la historia de la literatura.
Si tuviera que elegir un personaje literario, aquel que me resulte el más querido, conmovedor y admirable, me
quedaría con Úrsula Iguarán. Me gusta todo de ella: su fuerza, su vitalidad, su inconformismo, su humor, su
sabiduría, y sobre todo, sus grandes dotes domésticos.
Úrsula resuelve mientras su marido, José Arcadio Buendía, fantasea y sueña. Ella lleva la batuta en esta
familia de locos y toma las decisiones correctas: es Úrsula la que conecta a Macondo con el mundo exterior,
la que salva la economía familiar con su negocio de galletas, la que increpa a su hijo el Coronel Aureliano por
sus excesos y a su nieto Arcadio por los suyos, tarea que nadie se atreve a realizar porque todos les temen; la
que recibe a los forasteros en su mesa, la que no se muere para perpetuar con su presencia los vínculos
familiares, la ciega que ve, la vieja sabia.
La decadencia y desaparición de Macondo sólo será posible cuando Úrsula no esté presente. Viva, no hubiera
permitido que su familia se extinguiera: el niño con cola de cerdo no hubiera nacido en su casa. O por lo
menos es la impresión que produce la energía del personaje: su presencia es como un símbolo contra la
adversidad, una bandera que flamea en la puerta y espanta a cualquier enemigo.
En las sociedades machistas, y Macondo lo es, el hombre tiene mayor espacio para el ocio, para fantasear,
para equivocarse; se puede permitir casi todo, hasta la infidelidad. Úrsula es una de las tantas madres del
tercer mundo que saben que de ellas depende la cordura y la estabilidad familiar y que no pueden bajar la
guardia en ningún momento porque son indispensables para el bien común. García Márquez retrata con
fidelidad a una familia de origen latino, con fuertes lazos de sangre, conscientes de pertenecer a un grupo y
orgullosos de ello.
Pero dicho esto, no es José Arcadio la autoridad en la familia. Es la poderosa Úrsula la que asume la
responsabilidad de marcar el rumbo y señalar los límites, la vemos crecer hasta de talla para imponerse y
frenar los desvaríos de su prole. No titubea jamás – como tampoco cantará nunca- porque su fuerza radica en
su autoridad. Recordemos cómo se enfrenta a Arcadio con voz de mando:
“- ¡Atrévete, bastardo! – gritó Úrsula.
Antes de que Arcadio tuviera tiempo de reaccionar, le descargó el primer vergajazo. “Atrévete, asesino”,
gritaba. “Y mátame también a mí, hijo de mala madre. Así no tendré ojos para llorar la vergüenza de haber
criado un fenómeno. Azotándolo sin misericordia, lo persiguió hasta el fondo del patio, donde Arcadio se
enrolló como un caracol.” (pág. 132).
Una mujer sin estudios pero con un sentido práctico de la vida que es un don y un tesoro, la pequeña Úrsula
rebosa de vitalidad y energía. Siempre que aparece en escena lo hace desarrollando alguna actividad: arregla,
barre, cocina, cría niños, atiende al marido, entierra a los muertos, remodela la casa. Es verdad que no es
mujer afectuosa, su lenguaje es duro y parco, pero lo que hace lo hace para que todos se encuentren bien y
disfruten: esa es su manera de dar cariño, de crear armonía en la casa familiar:
“Activa, menuda, severa, aquella mujer de nervios inquebrantables, a quien en ningún momento de su vida se
le oyó cantar, parecía estar en todas partes desde el amanecer hasta muy entrada la noche, siempre perseguida
por el suave murmullo de sus pollerines de olán. Gracias a ella, los pisos de tierra golpeada, los muros de
barro sin encalar, los rústicos muebles de madera construidos por ellos mismos estaban siempre limpios, y los
viejos arcones donde se guardaba la ropa exhalaban un tibio olor de albahaca.” (pág. 18).
En cambio, Úrsula recibe muy poco de los miembros de su familia: todos se sienten con derecho a exigirle,
pero son muy pocas las veces que retribuyen su generosidad. Tampoco reclama. Acepta su soledad como una
condición esencial de su existencia, por eso resultan conmovedores sus diálogos con José Arcadio, su marido,
amarrado al árbol, vivo, y luego muerto. Es el único soporte que le queda, su único compañero, su único
igual. Son ellos dos los fundadores de la familia y ese vínculo es más fuerte que cualquier otro de orden
afectivo. Fueron socios en el arte de vivir, socios más allá de la muerte.
José Arcadio Buendía: el iluminado
Pocas empresas resultan satisfactorias en la vida de este hombre obstinado, pasional, aventurero, que arriesga,
sueña y tiene una fe a prueba de balas. Desde la llegada de Melquíades y los primeros gitanos, José Arcadio
descubre un mundo maravilloso que parece opacar al mundo real. Lo objetivo y palpable ya no le atrae, el
mundo real es un mundo de segunda para él, en comparación con los inventos de los gitanos. Después del
hielo, que lo deslumbra y asombra, cualquier cosa puede suceder. Y se entrega en cuerpo y alma a descubrir
las maravillas.
García Márquez narra con humor los desvaríos de José Arcadio, imprimiendo una calidad lúdica a sus
hazañas, como si sus contratiempos no fueran fracasos si no bromas que le juega el destino a este intrépido
personaje:
“Entonces José Arcadio Buendía echó treinta doblones en una cazuela, y los fundió con raspadura de cobre,
oropimente, azufre y plomo. Puso a hervir todo a fuego vivo en un caldero de aceite de ricino hasta obtener un
jarabe espeso y pestilente, más parecido al caramelo vulgar que al oro magnífico. En azarosos y desesperados
procesos de destilación, fundida con los siete metales planetarios, trabajada con el mercurio hermético y el
vitriolo de Chipre, y vuelta a cocer en manteca de cerdo a falta de aceite de rábano, la preciosa herencia de
Úrsula quedó reducida a un chicharrón carbonizado que no pudo ser desprendido del fondo del caldero.” (Pág.
16).
El fundador, quien trabajó y organizó a Macondo en los primeros tiempos, terminará obnubilado por los
descubrimientos y encerrado en su mundo, mano a mano con Melquíades. No se interesa ni por la guerra que
pelea su hijo, ni por los nietos, ni por la política, menos aún por los hechos cotidianos; vivirá recluido y
marginado por decisión propia en el cuarto de los experimentos, y luego amarrado al árbol como un animal
inofensivo. El personaje se evapora y se excluye del mundo de los vivos por falta de interés, sólo lo nuevo, lo
distinto, lo maravilloso, centran su atención: Melquíades lo convirtió en un alucinado, un alucinado que
produce ternura y conmueve por su pureza. José Arcadio prácticamente levita.
Los hijos excéntricos
Cada cual más estrambótico que el otro, los tres hijos biológicos son distintos entre sí aunque todos son
radicales en actitudes y maneras de ser. Lo mismo sucede con Rebeca, la hija adoptiva, que podría ser una
Buendía.
Amaranta, la virgen, es una mujer excéntrica, introvertida, incapaz de tener una vida afectiva normal. Llena
de resentimiento hacia Rebeca por haberle robado el amor de Pietro Crespi, tampoco acepta a éste cuando le
toca su turno. Ni a Crespi ni ningún otro varón, salvo los coqueteos con su sobrino nieto y su sobrino biznieto.
¿Qué clase de incesto es éste entre una solterona vieja y dos chicos que podrían ser nieto y biznieto? ¿Qué ven
ellos en Amaranta? En Cien años de soledad las cosas no obedecen a las leyes de la lógica, y en ello radica
su encanto. Porque esta relación que sorprende -si analizamos con objetividad – resulta creíble en el mundo
de la novela, la verosimilitud es el resultado de extrañas leyes en Macondo ,y alguna atracción física poderosa
brota entre ellos, como si estuvieran destinados a amarse. ¿La timidez de Amaranta sólo le permite demostrar
su pasión a miembros de la familia? ¿Son los hijos que no pudo acunar? ¿Los chicos detectan en ella una
fuerza secreta?
Dos imágenes sintetizan la personalidad de Amaranta: la venda negra que lleva en el brazo como recuerdo de
su auto castigo (“Fue una cura de burro para el remordimiento”), y la mortaja que teje para su tumba. En
ambos objetos vemos la marca de la infertilidad, de la soledad, de la infelicidad y de la muerte. Amaranta es
una mujer misteriosa, adivinamos su complejidad y su dolor aunque – como su madre – no se queje jamás ni
haga ningún reproche. Excluida de los placeres de la vida por viejos rencores, a la hora de morirse decide
reparar su aislamiento y ofrece llevar recados a los familiares muertos. No habiendo sido solidaria, esta mujer
que vivió encerrada en su dolor, intenta reparar su falta en el otro mundo, en donde se imagina libre. No es
fácil comprender su conducta, por eso mismo resulta un personaje interesante, atractiva en su hermetismo,
dueña absoluta de sus decisiones, decisiones propias de una mujer altiva e independiente, al punto que ni
Úrsula consigue que se dulcifique. Se intuye en Amaranta una oscuridad muy grande y muchos temores no
resueltos. Todo esto hace de ella un personaje interesante, el lector se quedará con su desasosiego, sus miedos,
su infelicidad, su rabia, su ternura sofocada, y recordará siempre a la tía extraña que fue una sombra de la
mujer que se negó a ser.
Los hermanos, José Arcadio y Aureliano, son opuestos en todo, comenzando por el físico: el coronel es
pequeño, enjuto, en cambio José Arcadio es un gigante. Serán ellos los que establezcan el paradigma de los
José Arcadios que son de una manera determinada, y los Aurelianos de otra, salvo los gemelos que fueron
cambiados desde su nacimiento.
Esto del físico se reproduce en la manera de ser: Aureliano retraído, amante de la orfebrería y la guerra,
ensimismado, poco afectuoso; y su hermano: juerguista, mujeriego, vividor, hasta que se encierra de por vida
con Rebeca rechazado por la familia. Sin embargo ambos tienen en común la testarudez y el temperamento
obsesivo, esa suerte de locura que es el sello de la familia, dice Úrsula:
“Los hijos heredan las locuras de sus padres”.
Y sobre todas las cosas, los Buendía comparten la profunda soledad que los aísla, los convierte en seres
insatisfechos, y también, por la misma razón, forman una élite: el grupo de los escogidos. Es verdad que son
una de las familias de los fundadores, y que además tienen al líder de los liberales entre sus miembros, pero
más allá de esos datos, ellos se saben especiales.
El lector de Cien años de soledad quedará marcado por los Buendía que combinan todo lo bueno y lo malo
que había en Macondo: Arcadio, Aureliano II, Remedios, la bella; José Arcadio II, Aureliano José, los 17
Aurelianos bastardos, Meme, José Arcadio el Papa, Amaranta Úrsula, y los advenedizos: Pietro Crespi, Santa
Sofía de la Piedad Fernanda del Carpio, Mauricio Babilonia, Pilar Ternera, Petra Cotes, etc. Pocas veces una
novela nos regala tal cantidad de “inolvidables”.
Sin embargo, una característica de esta novela es que el narrador no se introduce en el interior de los
personajes, los conocemos por sus acciones más que por sus pensamientos, sentimientos o deseos ocultos. Lo
que hacen, o dejan de hacer, los define como personas con un mundo interior propio y original aunque éste no
se exprese como tal: no hay monólogos en Cien años de soledad – salvo el sermón de Fernanda del Carpio-
ni diálogos en donde se intercambie maneras de ver el mundo, ni confesiones, ni testimonios, ni confidencias
de ningún tipo.
De las pocas excepciones que encontramos en este aspecto – que contrasta con la prosa exuberante de García
Márquez – son las reflexiones que hace el coronel sobre su madre y las que expresa Úrsula sobre su hija
Amaranta:
“Entonces el coronel Aureliano Buendía se dio cuenta, sin asombro, que Úrsula era el único ser humano que
había logrado desentrañar su miseria, y por primera vez en muchos años se atrevió a mirarla a la cara. Tenía la
piel cuarteada, los dientes carcomidos, el cabello marchito y sin color, y la mirada atónita. La comparó con el
recuerdo más antiguo que tenía de ella, la tarde en que él tuvo el presagio de que una olla de caldo hirviendo
iba a caerse de la mesa, y la encontró despedazada. En un instante descubrió los arañazos, los verdugones, las
mataduras, las úlceras y cicatrices que había dejado en ella más de medio siglo de vida cotidiana, y comprobó
que esos estragos no suscitaban en él ni siquiera un sentimiento de piedad. Hizo entonces un último intento
para buscar en su corazón el sitio en donde se le habían podrido los afectos, y no pudo encontrarlo. En otra
época, al meno experimentaba un confuso sentimiento de vergüenza cuando sorprendía en su propia piel el
olor de Úrsula, y en más de una ocasión sintió sus pensamientos interferidos por el pensamiento de ella. Pero
todo eso había sido arrasado por la guerra.” (pág. 211).
“Amaranta, en cambio, cuya dureza de corazón la espantaba, cuya concentrada amargura la amargaba, se le
esclareció en el último examen como la mujer más tierna que había existido jamás, y comprendió, con una
lastimosa clarividencia que las injustas torturas a que había sometido a Pietro Crespi no eran dictadas por una
voluntad de venganza, como todo el mundo creía, ni el lento martirio con que frustró la vida del coronel
Gerineldo Márquez había sido determinado por la mala hiel de su amargura, como todo el mundo creía, sino
que ambas acciones habían sido una lucha a muerte entre un amor sin medidas y una cobardía invencible, y
había triunfado finalmente el miedo irracional que Amaranta le tuvo siempre a su propio y atormentado
corazón.” (pág. 300).
Estructura y forma
Mario Vargas Llosa realizó un extenso análisis de la obra de García Márquez que se publicó en 1971 con el
título de García Márquez: Historia de un deicidio, el estudio más completo que existe sobre Cien años de
soledad. Nada escapó a la mirada crítica del escritor peruano, por lo tanto, quien quiera informarse sobre los
aspectos formales de la novela deberá remitirse a este libro.
En él, Vargas Llosa aclara que el narrador es Melquíades, la novela está contenida en el manuscrito del
gitano, y sólo cuando el último Aureliano lee lo que ocurre, lo que LE ocurre en el final apocalíptico de
Macondo, el “micrófono” pasa de Melquíades a Aureliano en un cambio de voz narrativa que funde al objeto
de lo narrado con el sujeto que narra. Esta pirueta técnica es el cierre magistral en donde se consume y
desaparece todo: Macondo, los Buendía, el manuscrito, la novela.
También se refiere Vargas Llosa, de manera explícita, a los tiempos que coexisten en Cien años de soledad:
el tiempo circular (los acontecimientos se muerden la cola, las historias se repiten) y el tiempo lineal
(Macondo se funda, desarrolla y se destruye).
Y completando el análisis formal de la obra del escritor colombiano, Vargas Llosa señala algunas
características como parte de la estrategia narrativa. Estos aciertos son, resumidos, los siguientes:
Las enumeraciones: es un recurso que utiliza García Márquez para vincular elementos con un criterio muy
particular. Los elementos en sí son menos importantes que el conjunto, y al sumarlos y mezclarlos, se crea un
ritmo especial; un ritmo cercano al lenguaje oral propio del contador de cuentos que se sabe escuchado y que
se estimula con la aprobación y regocijo de sus oyentes:
“Sobrevivió a la pelagra en Persia, al escorbuto en el archipiélago de Malasia, a la lepra en Alejandría, al
beriberi en el japón, a la peste bubónica en Madagascar, al terremoto de Sicilia y a un naufragio
multitudinario en el estrecho de Magallanes” (pág. 12-13).
“… con sus loros pintados de colores que recitaban romanzas italianas, y la gallina que ponía un centenar de
huevos de oro al son de la pandereta, y el mono amaestrado que adivinaba el pensamiento, y la máquina
múltiple que servía al mismo tiempo para pegar botones y bajar la fiebre, y el aparato para olvidar los malos
recuerdos, y el emplasto para perder el tiempo…” (pág. 27).
Las repeticiones: como señala Vargas Llosa este recurso acentúa la sensación de que el mundo de Macondo
gira en redondo y funciona en dos niveles distintos: en el nivel de lo material (como se apreciará en el 1er.
ejemplo que daremos) y en el nivel de lo formal (segundo ejemplo):
“… al cabo de algún tiempo descubrió que cada miembro de la familia repetía, todos los días, sin darse
cuenta, los mismos recorridos, los mismos actos, y casi repetía las mismas palabras a la misma hora” (pág
212).
“Remedios, la bella, se quedó vagando por el desierto de la soledad, sin cruces a cuestas, madurándose en sus
ensueños sin pesadillas, en sus baños interminables, en sus comidas sin horarios, en sus hondos y prolongados
silencios sin recuerdos…” (pág. 204).
No sólo se repiten los hechos, sino también las palabras y la sintaxis utilizadas para contar estos hechos,
consiguiendo de esta manera la simbiosis total entre forma y fondo.
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar
aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.” (pág. 9)
Esta frase, que abre la novela, se repetirá doscientas páginas má adelante, con alguna variable ya que se
refiere a otro personaje:
“Años después, en su lecho de agonía, Aureliano Segundo había de recordar la lluviosa tarde de junio en que
entró en el dormitorio a conocer a su primer hijo.” (pág. 221).
Las exageraciones: que obedecen a la manera de ver el mundo: radical y barroca, deliciosamente excesiva. Y
cito a Vargas Llosa:
“Todo está superlativizado: la gente puede vivir casi 200 años como Francisco el Hombre o ser
sesquicentenaria como Úrsula; demorarse dos años en cruzar una cordillera…” (pág. 583 de Historia de un
deicidio).
Otros ejemplos de la desmesura:
“Durmieron cuatro horas. Al despertar, se bebió cada uno el jugo de cincuenta naranjas, ocho litros de café y
treinta huevos crudos. Al segundo amanecer, después de muchas horas sin dormir y habiendo despachado dos
cerdos, un racimo de plátanos y cuatro cajas de champaña…” (pág. 309).
“Meme apareció en la casa con cuatro monjas y sesenta y ocho compañeras de clase, a quienes invitó a pasar
una semana en familia, por propia iniciativa y sin ningún anuncio”. (pág. 312).
Y por último, lo que Vargas Llosa llama las propiedades trastocadas del objeto: en el mundo de lo real
maravilloso, mundo en el cual se mueve García Márquez como pez en al agua, la lógica queda apartada. Los
hechos que pertenecen al mundo de la imaginación y/o la fantasía, se combinan en el mismo nivel de realidad
que aquellos que pertenecen al mundo objetivo de los hechos comprobables. Las alfombras vuelan, una chica
sube al cielo, el cura levita después de tomar chocolate caliente, los 17 Aurelianos quedan marcados de por
vida con la ceniza indeleble en la frente, los muertos hablan con los vivos, etc. A nadie le sorprende y nadie
cuestiona que sucedan estas cosas, el mundo es así: en realidad, es el mundo de Macondo el que es así. Vargas
Llosa dice al respecto:
“que un hombre en una alberca siga pensando en una mujer es un hecho corriente, pero no si quien piensa en
la mujer es un hombre ahogado en una alberca, como le pasa a José Arcadio” (pág. 69 de Historia de un
deicidio).
Me atrevo a añadir otras características formales:
1. El lenguaje bíblico: si hay un manuscrito, que es el de Melquíades, éste puede ser un reflejo de otro
texto revelado, que sería la Biblia. Veamos algunos ejemplos que se refieren a ésta:
o Así como Moisés se dirige a la tierra prometido, los fundadores de Macondo se dirigen “hacia la
tierra que nadie les había prometido” (pág. 35).
o “…siempre habrá un Buendía por los siglos de los siglos”. (pág 72). Sólo faltó el “Amén”.
o A Aureliano Buendía, según cuenta Fernanda del Carpio a Santa Sofía de la Piedad: “lo había
encontrado flotando en una canastilla” (pág. 350). Un nuevo Moisés.
o Aureliano, hablaba tan bien que a Fernanda “le pareció una parodia sacrílega de Jesús entre los
doctores” (pág. 415).
o A los niños que se apoderan del manuscritos “una fuerza angélica los levantó del suelo y los
mantuvo suspendidos en el aire” (pág. 441).
o La ascensión al cielo de Remedios, la bella, es un eco de la ascensión de la Virgen María.
o El diluvio de Macondo recuerda el diluvio universal. Esta vez sin el Arca de Noé.
2. Los “presuntos” diálogos que, a pesar de tener un guión que los precede y los anuncia como tales,
no pretenden ningún intercambio, son más bien sentencias con un contenido casi filosófico. Cuando
habla un personaje, parece la voz del oráculo que irrumpe y, drásticamente, sentencia. Las frases son
lapidarias, después de lo dicho por ese personaje, no hay nada que añadir. Algunos ejemplos:
“La tierra es redonda como una naranja.” (pág. 13).
“- Es como un temblor de tierra”. (pág. 43)
“- Si no temes a Dios, témele a los metales.” (pág. 50).
“- No me casaré con nadie -le dijo-, pero menos contigo. Quieres tanto a Aureliano que te vas
a casar conmigo porque no puedes casarte con él”. (pág. 170).
“- Ahí viene -alcanzó a explicar- un asunto espantoso como una cocina arrastrando un
pueblo”. (pág. 268).
3. Las fechas que aparecen en el relato en vez de ordenar cronológicamente la narración, la dejan
flotando en el aire de los tiempos. El dato, que debería señalar un momento concreto, es un dato
superfluo en Cien años de soledad, casi una burla:
“Un lunes, a las diez y veinte de la mañana, Amaranta estaba vistiendo a Aureliano…” (pág. 151).
¿Qué lunes -me pregunto- de qué mes, de qué año?
“Aureliano Buendía y Remedios Moscote se casaron un domingo de marzo…” (pág. 102).
¿Qué domingo – vuelvo a preguntar – de qué mes, de qué año? ¿Tiene alguna importancia el hecho
de que fuera domingo?, ¿por qué lo señala?
“El martes a las cinco de la mañana José Arcadio….” (pág. 158).
Otra vez la misma pregunta, ¿de qué martes estamos hablando?, ¿no sería lo mismo decir “un día a
las cinco de la mañana”..? Sí, pero el intento de precisar responde a una estética inherente al relato y
contribuye a que la historia resulte más cercana, es una manera de rescatar el hecho y señalarlo como
algo especial, un acontecimiento digno de ser recordado con esas características y no otras. El
criterio es subjetivo, ayuda a crear atmósfera, no a situar las cosas en un tiempo real. Es, más bien,
una elección estética.
4. La libertad absoluta en el manejo del lenguaje que, por un lado, describe las sensaciones de
manera magistral: la sensualidad de la pluma de García Márquez crea un universo en donde cada
detalle es reproducido con enorme vitalidad y dinamismo. La complicidad entre el lector y los
personajes no es gratuita: soñamos sus sueños, recibimos sus golpes, sentimos sus besos,
compartimos sus orgasmos, perdemos sus guerras y hasta olemos el aire que respiran, el olor a humo
de Pilar Ternera y el sudor de sus cuerpos.
Y por el otro, al elegir las palabras García Márquez fuerza los límites de la semántica y espera que el
lector use la imaginación para que se produzca la magia del lenguaje. Si describe a Melquíades “de
barba montaraz y manos de gorrión”, ¿por qué no nos sorprende la descripción si sabemos que el
gorrión no tiene manos? El elemento lúdico está presente en la capacidad de sugerencia que tiene la
prosa, producto de la subjetividad y el talento del creador.
La escena del encuentro entre Amaranta Úrsula y Aureliano es un buen ejemplo en este sentido:
“Era una lucha feroz, una batalla a muerte, que sin embargo parecía desprovista de toda
violencia, porque estaba hecha de agresiones distorsionadas y evasivas espectrales, lentas,
cautelosas, solemnes, de modo que entre una y otra había tiempo para que volvieran a florecer
las petunias y Gastón olvidara sus sueños de aeronauta en el cuarto vecino, como si fueran dos
amantes enemigos tratando de reconciliarse en el fondo de un estanque diáfano. En el fragor
del encarnizado y ceremonioso forcejeo, Amaranta Úrsula comprendió que la meticulosidad
de su silencio era tan irracional, que habría podido despertar las sospechas del marido
contiguo, mucho más que los estrépitos de guerra que trataban de evitar. Entonces empezó a
reír con los labios apretados, sin renunciar a la lucha, pero defendiéndose con mordiscos falsos
y descomadrejeando el cuerpo poco a poco, hasta que ambos tuvieron conciencia de ser al
mismo tiempo adversarios y cómplices, y la brega degeneró en un retozo convencional y las
agresiones se volvieron caricias. De pronto, casi jugando, como una travesura más, Amaranta
Úrsula descuidó la defensa, y cuando trató de reaccionar, asustada de lo que ella misma había
hecho posible, ya era demasiado tarde. Una conmoción descomunal la inmovilizó en su centro
de gravedad, la sembró en su sitio, y su voluntad defensiva fue demolida por la ansiedad
irresistible de descubrir qué eran los silbos anaranjados y los globos invisibles que la
esperaban al otro lado de la muerte. Apenas tuvo tiempo de estirar la mano y buscar a ciegas la
toalla, y meterse una mordaza entre los dientes, para que no se le salieran los chillidos de gata
que ya le estaban desgarrando las entrañas.” (pág. 472-3).
Un comentario a este magnífico párrafo como pauta para el análisis: ¿cómo se puede concebir una
“lucha feroz” y “una batalla a muerte” que parece “desprovista de toda violencia”? Inherente a
ambas situaciones y como parte esencial de ellas, tendría que estar la violencia. Al disociarlas,
García Márquez crea una batalla inédita: la del encuentro amoroso entre los amantes.
En esta línea, el escritor colombiano nos ofrece metáforas insospechadas. Veamos otros ejemplos:
“…él sentía el mismo desamparo de esponjas en los huesos que turbó a su tatarabuelo…”
(pág. 458-9).
“Desamparo de esponjas” es una expresión genial para transmitir “eso” que todos sabemos lo qué es,
pero que cuesta transmitirlo.
“…su corazón de ceniza apelmazada” (pág. 433).
Es una calificación subjetiva la de ese corazón, pero produce una imagen certera de la ausencia de
sensibilidad en Fernanda.
“…en la cubierta de un barco de pesadumbre que empezaba a sonambular por océanos
otoñales”. (pág. 477-8).
¿Qué significa “un barco de pesadumbre”? ¿Los océanos pueden ser “otoñales”? Y sin embargo
captamos, gracias a la frase, la situación de decadencia y abandono del librero catalán causada por la
nostalgia y la cercanía de la muerte.
“… y aquella suposición les produjo en el alma una torcedura de horror”. (pág. 485).
No sé exactamente lo que significa “una torcedura de horror” pero sí comprendo la terrible confusión
que sienten Amaranta Úrsula y Aureliano ante el misterio de la procedencia de él.
Podríamos seguir señalando palabras, frases, párrafos y capítulos enteros dignos de admiración y regocijo.
Leer Cien años de soledad es una experiencia gratificante, soberbia, superlativa. Y sigo pensando que es la
mejor novela escrita en español desde El Quijote y creo que será difícil igualarla.
Los textos han sido tomados de la 5a. edición de DEBOLSILLO de la Editorial Random House Mondadori.