chau piano de maria esther de miguel

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Chau, piano El primer sbado de ese mes de marzo, Eduardo Keller, para complacer a su madre, se hallaba fumigando los rosales del jardn de su casa en Concordia, cuando escuch cartero--- y en seguida el ven, Eduardo, apurate que te traigo carta de la morocha que dejaste en Paran y entonces lo vio a don Pedro, cansino y flaco (tan flaco que pareca decir mirame y no me toqus), a don Pedro, el cartero del barrio, a punto de jubilarse entonces y siempre con sus bromas a punto. El fumigador en la mano, la sonrisa en los labios, se acerc Eduardo, echaron un parrafito: don Pedro era el archivo del pueblo y tambin su megfono; pero muy pronto era maana avanzada ya- el viejo sigui por la vereda de la cuadra repitiendo su alertador cartero mientras l avanzaba hacia el porch mirando la correspondencia: una o dos cartas de aviso, supuso, otras para su padre, seguro de algunos clientes (pap era abogado) y, antes de llegar al final de la pila que iba pasando como quien recorre las barajas de un mazo, la cdula que reconoci en seguida y que por poco paraliza su corazn: oficial, del Regimiento. El sol iluminaba el prolijsimo jardn, desde la pajarera canarios y cardenales entretenan su ocio de prisioneros deleitando con cantos y gorjeos; en el balcn del chalet de enfrente Claudia, piba de la gran siete (de la que estaba a punto de enamorarse intensamente) lo miraba, sigilosa; mam, asomndose al ventanal le preguntaba Eduardito qu trajo el cartero? ; el mundo segua tal cual en tanto l se estaba enterando, ms que sorprendido, inquieto, que deba reincorporarse al Regimiento por orden superior. Seis meses atrs haba sido dado de baja: soldadito responsable, sin castigos en su haber, foja de servicios buena tirando a excelente, por ms que slo haba sabido sobrellevar como pudo los duros meses que le toc pasar lejos de su familia, lejos de sus amigos, lejos, sobre todo, del piano Porque el Pleyel era el sueo de su vida. Desde chico, cuando otros entretenan tiempo y afanes despanzurrando autos y armas de plstico, l se dedicaba a toquetear el teclado, imaginando un mundo de armonas, improvisando arpegios en el piano, herencia de mam reservado para la hermanita pero que, pronto se vio, por misterioso destino vocacional sera para l. Despus vino el profesor y despus de largo concilibulo, concluidos los estudios secundarios, la familia (ms bien pap), haba dado su okey: terminada la conscripcin primero y las vacaciones despus, Eduardo ira a Buenos Aires, estudiara duro, sers el Bruno Gelber de la familia, mejor dicho, el Bruno Gelber de la provincia y por qu no? del pas.

Pero ahora, esto. Reintegrarse para qu? Aunque los ojos claros de Eduardo se perdieron en la luz del da, l slo vio negro. Carcomido por las dudas, en su alma se tranzaron en despareja lucha el miedo y la esperanza. En semejante confusin, la familia aport con decisin premiosa pero con endeble resultado, algunas variantes ms o menos optimistas. En el fondo, una tristeza imprecisa en seguida los uni: algo as como un cdigo secreto, antes comunicable por la sangre que por las palabras, y los hizo estar as, mustios durante el resto del da, insomnes por la noche, ojerosos y cabizbajos en la maana siguiente, que fue la maana de la partida. Eduardo abandon la casa, sali al frasquito de la calle, tom el tren, atrs dej la laboriosa imagen de mam (que no quiso acompaarlo), el gesto severo de pap (de quin se haba ausentado su vozarrn de mando), los lagrimones de Laura, la hermana, la mirada tristona de Gaucho, su perro, el canto de los pjaros, el piano silencioso. Pero l, colocndose su mejor sonrisa, slo dijo: chau. La patria est por encima de todo, che.

As lo oy casi al llegar, y el asunto (el desagrado, claro) qued al margen de toda discusin. Quien hablaba era un morocho fortachon cuya nariz avanzaba indmita sobre el rostro plano, nada agraciado pero simptico, Zorrilla, Juan, lo oy nombrarse en la guardia y as, entonces, en la rueda de colimbas que iban llegando y se perdan en mil vericuetos mentales por tratar de entender para qu los haban llamado, que quera decir esto: de nuevo el Regimiento. Hay olor a mierda y no se ve dijo el viejo con los bigotes llenos de caca chichone un desgarbado entrerriano, alto de estatura, flaco como una lezna y mirada medio bizca.

Dijo y todos se rieron, dispuestos a pasarla lo mejor posible, caray, para eso eran jvenes, la mayora diecinueve aos apenas, y adems sobradores: casi todos se haban tragado ya un aito de colimba y saban cmo hacer para pasarla pasable. Vieja gratarola, qu ms queremos dijo uno, que nunca haba soado con salir de La Tablada, cuando se vieron arriba del avin.

Pero all tambin siguieron tejiendo una maraa de suposiciones, al saber que enfilaban hacia un indefinido sur: seguro ser lo con Chile, clarsimo, quilombo por el Beagle, cachiquengue por cuestin de fronteras, mejor dicho por la Picton, la Lennox y La Nueva, acot Eduardo, ms entendido que muchos de los otros, correntinos amorachados, cordobeses lerdosos, salteos que comenzaron a extraar el calorcito

norteo en cuanto los bajaron en Ro Gallegos y los recibi la claridad tristona de un da nublado. Un vasto y variable panorama los alcanz no bien hicieron pie en esa tierra prestigiada con el discreto encanto de lo desconocido. Pero muy pronto la rutina de las maniobras reiteradas de sol a sol un decir, porque el sol brillaba por su ausencia- los sumergi en un ambiente grisceo color peltre, se deca Eduardo, que haca pendant a las mil maravillas con el que reinaba afuera. Pero ellos, ni tiempo para mirar el panorama: cuerpo a tierra, salto, arrastrarse entre alambradas, correr por matorrales espinosos, combatir cuerpo a cuerpo, camuflar tanques, ejercicios de tiro, todo de la maana a la noche, a la luz de unas mortecinas lmparas y oan el tristn rasgueo de alguna guitarra que alguien, previsor, haba trado o, ms lgico, algn vecino haba prestado por que, eso s, de entrada haban hecho buenas migas con esos lugareos alterados en su pacfica pachorra provinciana por tanto trfico militar. Pero a los pocos das, el dos de abril para ser precisos, cuando las radios estremecieron a todos con la noticia, se supo lo errado que haban estado: se supo que el objetivo estaba en las Islas Malvinas. Y que el objetivo haba sido cumplido con xito. La euforia llen entonces corazones, radios y tev. Ellos vieron, en un aparato puesto en la cantina, el fervoroso eco que en Buenos Aires haba tendio la decisin de los mandos: Plaza de Mayo un jolgorio de gente, hroes verbales a granel, las Malvinas son nuestras, la vida por las Malvinas, hermanitas perdidas ahora recuperadas. Y un poco amoscados por haber sido casi participantes y tan en ayunas hasta entonces, hicieron de tripas corazn y sonrieron: bravo por los compaeros que tan en sigilo partieron para convertirse en hroe. Ellos, sin duda, seran slo apoyo logstico y las cosas no estaban mal. As pensaba sobre todo Eduardo, entristecido cada vez que miraba sus manos destrozadas por tanto traqueteo con fierros y ametralladoras, todas cosas para matar cuando lo que ms queran eran deslizarse por el piano, elemento hecho para delite y vida; el piano dejado all, en la sala de la casa de mam. Pero tambin en esto lo del mero apoyo logstico- se haban equivocado. As lo supieran el da en que lleg el cabo con el radiograma para anunciarles: maana, a primera hora, partimos hacia Puerto Argentino. Eduardo, que se haba hecho amigo de un oficial, tuvo la suerte de una escapada para avisarle a pap: viejo, vas a tener un hijo hroe, le dijo, no te preocupes, todo bien y cuando iba a recomendarle, saludos a Claudia, cort porque escuch el sollozo que le enviaba mam a travs del telfono y l prefiri aguantarse el suyo, aunque Zorrilla, Juan, que estaba a su lado por igual trmite, le dijo: la pucha que es duro esto, quin iba a pensarlo no?.

En Puerto Argentino los aguardaba un tiempo asqueroso y la alegra de los veteranos al ver gente del continente que traa cigarrillos, chocolates, cartas, los ojos llenos de asombro y el corazn vaco de experiencias que ellos comenzaron a subsanar con palabras confidenciales: si se quedaban en Puerto Argentino, las cosas iban bien: los almacenes estaban atiborrados de comida, los kelpers eran bastante mansos, los ingleses ni minga de aparecer, el demonio particular, eso s, era un sargento, Gmez de apellido, rechoncho de pinta, de puta su alma podrida. As le dijo uno a Zorrilla y l se lo transmiti a Eduardo: se haban hecho amigos y estaban dispuestos a enfrentar juntos la inslita aventura. Despus sabran que pocas cosas unen tanto como al pasar miedo unidos. Pero no fue Puerto Argentino el destino: les toc un cerrito a unos quinientos metros de Melody Brock, donde haban estado los Royal Marines desalojados por las fuerzas propias. Claro que eso lo sabran despus. Por entonces slo saban que estaban en un pramo donde comenzaron a cavar pozos de zorro, exactamente como les haban enseado en maniobras (y si alguno pens que estaba cavando su tumba se cuid de decirlo, la cuestin era mantener el nimo propio y ajeno). Pero con los pozos no tuvieron suerte, por cuestin de la humedad: enseguidad todo se volva pura cinaga. Entonces hicieron cuevas afirmadas con piedras y chapas por techo y todo bien camuflado y despus, un da y otro, compartiendo trucos, fros y algunos recuerdos, en esa necia rutina de aguardar la llegada de los ingleses. Qu van a llegar, les deca el sargento (ahora ya no Gmez, por suerte), qu van a llegar, les repeta, pobre inocente. Y si llegan, mareados como van a estar los haremos minga pichanga en cuanto pisen el suelo de nuestras islas y adems, miren, chicos, por cada uno estamos esperando cuatro para hacerlos pomada. S, la guerra real nunca llegara, soaba Eduardo y sin duda muchos (pero los sueos apenas si son una esperanza); todo se reducira a prepararse para vencer a enemigos imaginarios, a ser soldaditos uniformados y muertos de fro de una utpica contienda que ya estaba ganada; de un combate no nato porque los imperialistas sin duda recordaban cuando a sus antepasados los haban echado a baldazos de aceite hirviendo de Buenos Aires. Sin embargo, cumplan las rdenes: guardias permanentes, los FAL limpitos (cosacasi imposible porque con la humedad en seguidad todo era un desquicio) y cuidad a las ametralladoras y controlar la comida porque, aunque haba, no era cuestin de excederse por si la mano vena mal la mano, deca el eufrico cabo y ellos asentan: no ven que se hacen los otarios y navegan como tortugas, as las cosas se arreglan en los foros internacionales. Y nosotros, aunque cada vez con ms fro y hasta con ganas de que la funcin empezara de una buena vez as acababa antes, tratbamos de creerle, dira despus Eduardo.

Pero el uno de mayo todos supieron que el sargento se haba equivocado de lo lindo y para desgracia de todos. Ese da el mundo estall y ellos estuvieron en medio del estallido, aunque con suerte, porque la cosa fea estuvo ms bien lejos. Pero se fue acercando, con los aviones que comenzaron a escarbar el cielo y la artillera naval que desde la costa no daba respiro, en terrible e intermitente andanada, y ellos, los que aguardaban en su cueva, tuvieron por primera vez contacto con una guerra de verdad el da en que un tendal de bombas dio contra un pozo de zorro vecino y fueron testigos de viso de cmo volaban por el aire mustio piedras, enseres y cristianos. Eduardo sinti que sus intestinos se apretaron, contrados, encogi su cara, plida a ms no poder, pareci que iba a llorar, pero, simplemente, vomit. Sin duda, no tengo pasta de hroe, reflexion entre arcadas. Juan Zorrilla lo ayud y en su varonil abraz l busc, sin saberlo, el recuerdo del tiempo en que su madre lo consolaba. Y despus llor y Zorrilla fingi no ver sus lgrimas porque para qu darse por enterado si tan poco poda hacer; aunque algo hizo para consolarlo, pese a que el lugar no era el apropiado para una terapia de apoyo. Pero, hombre de recursos existenciales Zorrilla, Juan, se empe en solucionar los graves problemas de abastecimiento que a esa altura los emplazaban porque, cortado el envo de los ranchos, haban quedado a la que te criaste, es decir, ms bien en trance de morir de hambre. De manera tal que con Zorrilla, se distrajeron de la aparatosidad de la guerra vista ya de cerquita, y muy pronto todos estuvieron rotando en equipos para buscar comida segn variadas instancias, ya fuera solicitndola a los kelpers, robndola de los depsitos o mediante elemental trueque con las patrullas que pasaban. Pronto, as, aprendieron las vitales diferencias entre robar, sustraer o canjear. Y un da, cuando ya todo era rutina nuevamente el paso de los aviones, la fuga de los compaeros con cara de pnico y contando esto y lo otro de los gurkas, cosas variadas pero todas horribles, y a quienes escuchaban y chau para no darse manija-, cuando ya pensaban que con un poco de suerte el destino marcado para ellos sera slo hacer de espectadores y testigos, les lleg la orden: avanzar y prestar apoyo a la compaa que all, en algn punto impreciso, detena el paso de los ingleses. Corsarios, deca Eduardo, viejo lector de aventuras. Marcharon, as, uniformados rostro y figura por el deterioro, harapientos, helados y enchastrados, hacia el correspondiente destino de gloria, por un mundo abandonado al que slo acompaaba el ladrido de los fusiles y la tos ronca de las ametralladoras que el eco repeta sin compasin. Cualquiera habra pensado que eran como perros de caza lanzados contra la presa dispuestos a llevar a la prctica lo aprendido en largas y sacrificadas maniobras; pero la verdad fue que muy pocos se sintieron perros de caza. Fueron ms bien chicos perdidos en medio de una cochina confusin en cuanto llegaron al lugar de la presumible batalla,

que result inconmensurable batahola en la cual soldaditos aterrados retrocedan sin saber para qu lado, y donde Eduardo tropez, como la cosa ms natural del mundo, con un pibe que en medio del estropicio de barro lo miraba desde el suelo con los ojos brillantes, azules como los suyos y el pecho abierto por una herida que le haba quitado la sangre junto con la vida. Fue el primero de muchos, por cierto; pero ellos, haciendo de tripas corazn siguieron (porque las rdenes eran sas), sin ver claramente en qu lugar estaba el enemigo, aunque presumiendo se hallaba delante, donde los aviones propios sobrevolaban en estupenda exhibicin, sembrando el grisceo campo con estruendo, humo y quiz muerte. -Baj la cabeza o quedars sin la dem dijo Zorrilla, Juan con sensata decisin arrastrndolo tras un montculo mezquino pero oportuno. Por suerte, porque una ristra de bolas de fuego en endemoniado estruendo arras con parte del terreno donde un momento antes estaban depositadas sus respectivas humanidades temblorosas. Repuestos mal que mal, siguieron avanzando hacia aqul innominado centro, detrs de un neblinoso cerro, donde parecan estar amontonados con sus mortales juguetes, todos los hijos de puta del ejrcito ingls empecinados en no entender que ese suelo era de uno y punto. Quiz deba decirse: los muertos, el fervor de la batalla y el clima altamente irracional y vehemente haban conseguido hacer germinar esa misteriosa semilla latente de la valenta, que tal vez slo sea el decidido empeo de qu me importa lo que me pueda pasar. Lo cierto fue que Eduardo dej de pensar en s y pens, por ejemplo, en ese flaco al cual vio caer y pedir ayuda. Y entonces atraves un descampadito insidioso, sin que un pito le importaran balas o esquirlas (sera eso la anestesia del shock? Alcanz a sospechar) hasta llegar donde el pibe se desangraba y lo arrastr tras una lomita y mal que mal le vend el agujero que el pobre tena en la pierna y llam a los camilleros que maniobraban a las mil maravillas en medio del caos y hasta puso en sus manos ese rosario que llevaba colgado al cuello ms que como emblema religioso como arma para vencer al enemigo, ahora convertido en el nico consuelo y compaa que poda dejarle hasta que llegara otra ayuda; de abajo (los camilleros) o de arriba (el Dios del que le haban hablado en el colegio marista). Porque l tena que irse: desde el can instalado a uno metros lo llamaban y all march. Al salir, sinti escozor en una mano, la mir, enrojecindose lentamente, la pucha, se dijo: la primera sangre dada por mi patria, por suerte no me destroz los dedos, si no, chau piano y agradeci; mire que boludez, en medio de tanto despiole acordarse del piano de mam; pero, qu ganas de deslizar sus manos por el teclado, arrancarle acordes, melodas, ya se desquitara, se consol y con tales

pensamientos, cuerpo rasante, lleg hasta el can. Haban despanzurrado al cabo que estaba a su cargo y ahora Zorrilla, Juan, oficiaba de aprendiz (como si en la guerra hubiera tiempo para aprender). -Me pudre estar sin trabajo le dijo en cuanto le vio y con la cara iluminada simplemente por haberlo visto. Pero as eran las cosas: un minuto de ausencia poda significar la eternidad y por eso la cara del morocho se haba alegrado. Ahora agregaba: siempre es bueno tener otro oficio. Y all sigui, ponga bala, tire, mientras ellos acarreaban proyectiles y un oficial de variedad singular porque era casi tan joven y despistado como ellos, ordenaba esto y lo otro y el eufrico sargento de otrora le daba a la metralleta y todos, sudorosos en medio de la helazn, empeadsimos en detener el avance de la Royal Navy Inglesa. Y en eso estaban, amasijo de valientes, inconscientes y tal vez imbciles, cuando el maligno fuego se encarniz contra el caoncito, criollo y ms bien destartalado; replegar, dijo por fin el oficial ya para nada reticente y en pleno desbande estaban cuando por le aire volaron los pedazos del caoncito criollo y junto con l esquirlas y un humo espeso ofici de teln aduendose del espacio y cuando el aire se aclar revel impiadosamente que con el can haban volado cuatro muchachos en pica carnicera y entre los cuatro estaba Zorrilla, Juan, a quin l, Eduardo, alcanz a ver an con vida, aferrado a un pedazo de can mientras con espasmdico estertor brotaban de los labios lvidos los restos de su sangre y de su vida. Y entonces Eduardo Keller se desmay. Cuando volvi de la disolucin de una larga inconsciencia se reencontr con que el mundo haba oscurecido y estaba junto a otros cinco en el fondo de un refugio y sobre ellos el staccato ensordecedor del fuego y las pisadas de los britnicos, los mejores soldados del mundo, armados con los ms sofisticados elementos guerreros. Pero a l slo se le hizo presente el cuerpo destrozado de su amigo hipando pulmones y vida y entonces no pudo ahogar un sollozo que el cabito detuvo con su mano mientras explicaba: -Quieto, hermanito, silencio, por Dios, los ingleses andan arriba, ya pasaron los gurkas, por suerte te los perdiste, si aguantamos sin que nos descubran a lo mejor nos salvamos. Y l se uni a ese pequeo milagro particular de sobrevivir sin respirar, colabor lo mejor que pudo: el ms insignificante ruido sera una invitacin a la masacre; sum su esfuerzo, entonces, pero lo ms difcil era acallar el tan-tan del propio corazn, mientras las municiones rasantes cruzaban por sobre la posicin y las bengalas iluminaban a giorno la zona, como en el Ital Park, pens y hasta se lleg a escuchar el crujido de las chapas del refugio bajo los pies de algn fornido ingls. Cuando amaneci vieron por la disimulada rendija a un rubio hijo de Albin que, cual Lawrwnce de Arabia en medio del desierto, con certero ojo de guila horadaba las

cercanas mientras con voz de profesional del Old Vic llamaba a los suyos: John, Tom, Pat. Ya era de da y entonces decidieron, en concilibulo susurrante, que as no podan seguir: si los encontraban, eran soldados muertos; en cambio, si se entregaban prisioneros podan correr alguna chance de salvacin. Entonces lo hicieron: el entrerriano flaco como una lezna y de rostro asombrosamente infantil se quit sus correajes y avanz, ms bien tembleque, en la mano mugriento trapo plido. Cuando vieron que los ingleses (porque ya eran varios) lo aceptaban, fueron saliendo los dems. Eduardo, que era el ltimo, no alcanz a llegar: esquirlas enviadas quin sabe por quin lo derribaron y dieron de lleno en las manos con las cuales, cuerpo a tierra, segn le haban enseado en arduos das de maniobras, busco cubrir su cabeza. En la enfermera del Camberra lo atendieron lo mejor que pudieron. En el Hospital de Campo de Mayo, tambin. Pero hoy Eduardo tiene una mano amputada, la izquierda, y la derecha endurecida. Ahora, ya en su casa, espera el aparato ortopdico solicitado a Alemania que lo dejar como nuevo segn ha dicho el especialista. Pero mam ha hecho desaparecer el Pleyel de la sala. Y Eduardo, cscara vaca, en la sequedad del corazn que sigue al exceso de lgrimas, an no apaciaguado tanto motn interior, slo oye pasar el viento de la desolacin con el reiterado estertor de su amigo, Zorrilla, Juan y la muletilla que no cae de sus propios labios: chau, piano. Mara Esther de Miguel de Dos para arriba, uno para abajo