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Formar lectores para leer el mundo: el valor educativo de la literatura La escuela puede lograr que los niños asuman que leer es importante, pero difícilmente podrá conseguir que la lectura sea una alternativa de ocio para ellos. Además, la lectura escolar es una lectura lastrada por su inclusión en un área como la que representa la unión de “Lengua y Literatura” y por la “prescripción lectora”, lo que la convierte en una lectura claramente instrumental: los escolares, que queremos que pronto y durante mucho tiempo sean lectores, deben enfrentarse a unos textos en los que se ejemplifican nociones y conceptos morfológicos, sintácticos y léxicos, o conocimientos y valores programados en el periodo educativo que corresponda, siempre en detrimento de los valores literarios de esos textos. No es extraño que esos escolares huyan de la lectura en cuanto esta no es una actividad obligada para ellos. Sobre este asunto ya se expresó Lázaro Carreter hace muchos años: “El niño no se acerca al libro como al juego, al circo o al deporte; no existe entre sus apetencias (…) Sus primeros contactos con el libro son de vencimiento de obstáculos: primero, el de descifrar los signos gráficos y el de relacionarlos con el significado léxico y del discurso: después, el de la comprensión de los distintos saberes… Con el libro de texto, los muchachos, en rigor, no leen, sino que aprenden. No es raro que este esfuerzo les disuada del camino de la lectura (…) No creo apenas en el lector espontáneo; los que solemos tenernos por tales hallaremos en los orígenes de nuestra afición, si recapacitamos, estímulos y contagio. (Lázaro Carreter, 1984:7). El valor educativo de la literatura En el conjunto de la educación del hombre de una sociedad como la nuestra, dominada por la moderna tecnología y los medios de comunicación, qué papel cumple la literatura. Aunque han sido muchas las propuestas de interpretación de la naturaleza de la literatura, algunas de las realizadas en los últimos años han coincidido al afirmar el valor educativo de la literatura, considerándola una vía privilegiada para acceder al conocimiento cultural y, con él, a la identidad propia de una colectividad. La literatura, como conjunto de historias, poemas, tradiciones, dramas, reflexiones, tragedias, pensamientos, relatos o comedias, hace posible la representación de nuestra identidad cultural a través del tiempo, registrando –además-la interpretación que nuestra colectividad ha hecho del mundo, permitiéndonos escuchar las voces del pasado y conocer los progresos, las

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contradicciones, las percepciones, los sentimientos, las emociones o los gustos de la sociedad y de los hombres en diferentes épocas. Sobre la incuestionabilidad del papel educativo de la literatura y de su función social, Darío Villanueva (1994:12) ha señalado que puede desempeñar un papel insustituible para la recta formación de los ciudadanos en el sentido “plural y democrático”, pero al preguntarse con qué método y a partir de qué teorías indica que: “Quizá el método inmediato y urgente que debe ser rescatado para la enseñanza de la literatur asea el de la lectura: aprender a leer literariamente otra vez. Porque paradójicamente esta competencia se está perdiendo”. Al margen de las teorías de la literatura, en los últimos años se han resaltado los valores de la enseñanza de la literatura desde posturas más generales (Pennac, 1993) y desde posturas meramente escolares (Rodari, 1996). Para las modernas corrientes de crítica literaria (teoría de la recepción, intertextualidad, semiótica, deconstrucción y estudios culturales), los planteamientos historicistas de la enseñanza de la literatura resultan demasiado limitados. Probablemente, lo que hoy se necesite, no sea tanto enseñar literatura como enseñar a apreciar la literatura o, en todo caso, poner a los alumnos en disposición de poder apreciarla y valorarla, porque no es lo mismo “formar al alumno” que “transmitirle conocimientos”: en el caso de la literatura no es igual preparar al estudiante para que pueda apreciar y valorar las obras literarias (receptiva e interpretativamente), que transmitirle conocimientos o informaciones sobre movimientos, estilos, autores y obras. Si estamos convencidos del papel de la literatura en el desarrollo completo de las capacidades de la persona, admitiremos que los textos literarios son hoy más necesarios que nunca. Pero la enseñanza de la literatura requiere que el profesor ponga a los alumnos en contacto con los textos, facilitándoles el acceso a los mismos y formándoles para comprenderlos y analizarlos con espíritu crítico. En la enseñanza/aprendizaje de la literatura, las teorías formalistas y estructuralistas han sido desplazadas por los estudios que atienden a la totalidad del discurso, por un lado, y al receptor y a las condiciones en que se produce la comunicación literaria, por otro, imponiéndose así conceptos como el de competencia literaria, en el sentido de que el discurso literario exige una competencia específica para su descodificación, ya que se usa un lenguaje muy especial, capacidad connotativa y autonomía semántica. La competencia literaria implica toda la actividad cognitiva de la lectura y mide el nivel de eficiencia del lector ante cualquier texto. Para favorecer la adquisición de la competencia literaria, el profesor de literatura debe plantearse una enseñanza de la misma que tenga como objetivo que el alumno aprenda a leer, a gozar con los libros y a valorarlos, es decir, a hacer de la experiencia personal de la lectura, que, por su parte, conlleva un conocimiento cultural variado, un análisis del mundo interior y la capacidad para

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interpretar la realidad exterior. Por ello, la enseñanza/aprendizaje de la literatura debiera tener unos objetivos que ayuden a cumplir el logro de esa competencia: habría que pasar decididamente de una enseñanza de la literatura que atendía, sobre todo, al conocimiento de movimientos, autores y obras, a una enseñanza que pretenda que el alumno aprenda a leer literariamente, a contextualizar los textos, a gozar con los libros y a valorarlos, es decir, a hacer posible la experiencia personal de la literatura, que, por su parte, conllevará a un conocimiento cultural variado, un análisis del mundo interior. El profesor no debe olvidar que la lectura literaria posibilita la construcción de un mundo imaginario propio, dando respuesta así a la necesidad de imaginar de las personas, una necesidad básica en todas las edades del hombre. Además, al lector adolescente la lectura literaria le ayudará a captar ideas o sentimientos, a desarrollar la imaginación, a disimular situaciones o estados de ánimo, a experimentar sensaciones o a viajar figuradamente a otros mundos. El lector literario El lector literario puede ser un lector competente, capaz de acceder por sí mismo a los textos, de leer diferentes tipos de textos y de tener criterio para interpretarlos y enjuiciarlos. Como dice Eco (1985:64-65), el código lingüístico no es suficiente para comprender un mensaje lingüístico; comprender todas las palabras de un texto no equivale a comprender el texto; él mismo señala que la competencia del destinatario (el lector) no es necesariamente la del emisor (el autor) y que los códigos de ambos pueden diferir. El autor cuenta con medios para diseñar las competencias de un “lector modelo” (la elección de la lengua, los conocimientos, el léxico, las marcas de género, las referencias intertextuales,…). Todos estos códigos puestos en funcionamiento por el emisor configuran el “horizonte de expectaciones” que el receptor “modelo” de una obra literaria debe tener para poder comprenderla y valorarla. Ese horizonte de expectaciones es un sistema de referencias en el que se unen tres factores que indican “qué preparación concreta espera el autor de sus lectores” (Gauss, 1971:76): la experiencia previa que el lector tiene del género al que la obra pertenece (incluido el conocimiento de normas o leyes poéticas propias de ese género); las referencias a obras del mismo movimiento, época o estilo; y los contrastes entre lenguaje poético y lenguaje estándar que se prestan a comparación por parte del lector consciente. Cuando se impone un nuevo horizonte de expectaciones puede iniciarse un cambio del canon estético, porque una parte importante del público lector juzgará anticuadas las obras que hasta ahora solían gozar de éxito y les negará su favor. Pero el problema hoy no es el cambio de canon, sino el que se deriva de la dirección tomada por la evolución de las competencias y el cambio de horizonte de expectaciones de los jóvenes lectores. Más que nunca los adolescentes viven en el ámbito del ciberespacio: están habituados a las nuevas tecnologías desde que son muy pequeños (y al mismo tiempo se encuentran a gusto con ellas): Internet,

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ordenadores, móviles, o vídeo-juegos forman parte de su cotidianidad. En virtud de este contexto de recepción, la lectura y la relación de los adolescentes con los libros pueden cambiar. Hace falta, por tanto, considerar esta situación e intentar proponer conceptos en torno al niño lector y su relación con la literatura –también a su educación literaria- que sean adecuados para explicar y describir este nuevo estado de cosas, sin olvidar que las nuevas tecnologías están cambiando las relaciones y los usos sociales; sin embargo, el uso mayoritario de Internet, y con él de la lectura en red, no ha conllevado una mejora ni en los niveles de comprensión lectora, ni en la manera de expresarse, ni en la ortografía de adolescentes y jóvenes. Lectura literaria y escuela A la lectura literaria se accede mediante el aprendizaje, para lo que tiene que existir alguien que enseñe: profesores bien considerados y remunerados, que sean lectores pero del mismo modo que debe haber políticos o periodistas o ingenieros que lean y que valoren la lectura. Es inimaginable que un docente no lea comprensiva y críticamente, o que no sea capaz de detectar tópicos, arbitrariedades, muletillas o estereotipos en un texto, contribuyendo así a que sus alumnos los eviten; y es inadmisible que una autoridad administrativa permita que se exhiban carteles o rótulos oficiales con errores ortográficos. En la escuela hay que favorecer las lecturas que permitan interpretaciones diferentes, que obliguen a pensar, cuestionar, valorar, afirmar o negar- según la ocasión- o compartir, fue desarrollen la sensibilidad; y hay que desechar lecturas que favorezcan el consumismo compulsivo, la violencia –del tipo que sea-, el lenguaje incorrecto, la afectación, el adoctrinamiento. La instrumentalización de la lectura literaria, algo que suele producirse con demasiada facilidad en la escuela, es un elemento negativo para la propia lectura: la lectura literaria debe acabar en la misma lectura o, en todo caso, en la puesta en común crítica por parte de los lectores que la hayan compartido; pero no hay que “examinar” de esas lecturas a los chicos, que no quieren ser puestos en evidencia ante sus compañeros. Es preferible que el profesor les lea fragmentos que les ayuden a descubrir la magia del sentido que las palabras pueden tener y que les inciten a continuar por ellos mismos la lectura de donde se han extraído esas partes. El profesor es un mediador en lectura, pero es algo más que un promotor, porque la mediación requiere intervenciones directas y específicas, mientras que la promoción es un asunto más institucional (de ello hablamos en el capítulo 8), que debiera ser parte de las políticas culturales de todos los gobiernos. El profesor/mediador es, de algún modo, un agente, un actor que intermedia en el camino que va del libro al lector escolar; pero “formalmente”, es decir, mediante el contacto directo. ¿Qué hacer para que no se pierdan tantos lectores en el paso de la adolescencia a la juventud?, porque, según la Federación de Gremios de Editores de España, en el año 2007 los niños españoles de 13 años leían 8 libros por años,

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mientras que los jóvenes de 25 años leían poco más de 2 libros por año (datos que, con modificaciones en las cantidades, podrían extrapolarse a otros países). Una fórmula que podríamos intentar para solventar el problema sería la propuesta de libros de transición entre lo decididamente infantil y la literatura general: lecturas con una importante dosis de entretenimiento, buen argumento y acción, sin excesivas complejidades comprensivas, como buenas novelas policíacas, historias iniciáticas o algunas novelas o cuentos del realismo mágico (El guardián entre el centeno, como exponente del acercamiento a problemas próximos a la edad de esos lectores; El alquimista, que habla de los sueños que nunca se cumplen, Crónica de una muerte anunciada, como modelo de la unión de lo periodístico y lo narrativo). Además, no debemos olvidar que una parte de la misma naturaleza de la lectura (ejercicio individual y esforzado que no reporta una gratificación inmediata) está en contra de la educación que los jóvenes reciben ahora, en la que se premia la practicidad o la novedad más que la constancia o el esfuerzo o los conocimientos. Hay que presentarles la lectura como un digno divertimento, como un placer noble. Es difícil que muchos jóvenes encuentren en la lectura de los clásicos literarios (a ellos nos referimos en el capítulo 7) las respuestas que buscan a diversos interrogantes que les preocupan en ese momento de su vida. Por eso es tan importante que los adolescentes y los jóvenes lean literatura contemporánea, porque en ella van a encontrar libros que propiciarán que se puedan enfrentar a historias que se ambientan en escenarios similares a los suyos o que hablan de problemas que ellos mismos, o personas de su entorno, tienen: el enfrentamiento de culturas, las guerras de religiones, la intolerancia, el terrorismo, las tendencias musicales, la estética juvenil, las guerras. Pero los profesores no deben despreciar la lectura de textos literarios con sus alumnos, de manera que les transmitan la belleza de la lectura literaria y que le aviven los deseos de aprender. Una mala de selección de lecturas en las primeras edades (ya hablamos de ello en el capítulo anterior) puede provocar rechazos irremediables de la lectura. Como quiera que la lectura, también la literaria, tiene relación con el nivel lector de cada individuo (es decir, con la capacidad para comprender e interpretar lo leído), es necesario que, durante los años en que esas capacidades están cambiando, los libros ofrecidos al lector las tengan en cuenta, para que puedan entenderlos, pues no es igual el nivel de comprensión e interpretación a los ocho años que a los doce, por ejemplo. No se trata de dar al niño solo lo que quiere o pide, sino de activar en él otros apetitos o deseos lectores. El profesor/mediador debe aceptar la realidad –que, difícilmente va a poder cambiar-, pero si logra interesar al niño por un libro, probablemente se interesará por más; en el camino se va a encontrar con diversos problemas, entre ellos el lastre que, a veces, representan las lecturas obligatorias, que casi nunca son las que mejor empalizan con esos chicos.

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Lectura literaria y comprensión lectora Los datos mundiales sobre analfabetismo son incuestionables: la UNESCO asegura que, si continúan las tendencias educativas actuales, en el año 2015 habrá más de 700 millones de personas, de los que dos tercios serán mujeres, que no sabrán leer ni escribir, y más de 30 millones de niños sin escolarizar; lo más grave de estos datos es que la inmensa mayoría de esas personas viven en unos cuantos países extremadamente pobres. Pero también los países desarrollados tienen problemas con sus escolares. En Europa - donde salvo alguna excepción- el analfabetismo se puede considerar erradicado, los niveles de comprensión lectora de los escolares de Primaria no son los que les permiten entender, usar y analizar diversos tipos de textos, como se recoge del llamado Informe Pisa de 2006; las razones por las que eso sucede son, sin duda, de diverso tipo: la invasión de los medios electrónicos que “arrinconan” la lectura literaria, el incorrecto aprendizaje de los mecanismos lecto-escritores (que suelen desatender los aspectos comprensivos), la mala formación de los profesores, las inversiones educativas insuficientes, la baja formación cultural de las familias (en algunos países los resultados educativos están por encima del nivel cultural del conjunto de la población), o el desprestigio social de los educadores. Es indudable que la comprensión lectora tiene alguna relación con los hábitos lectores y culturales de las familias; en el citado Informe Pisa se indica que entre un chico en cuyo hogar hay menos de diez libros y otro en el que hay más de quinientos, la diferencia en el nivel de comprensión lectora es de un 30% a favor del segundo de ellos. La mejora de los niveles de comprensión lectora de los escolares, y con ella de los ciudadanos de un país, está relacionada con el tipo de enseñanza que queramos hacer. Son muchos los países en los que la enseñanza de la literatura es una opción al final de la Secundaria –en la que además- se les exigen conocimientos tan específicos como “el narrador omnisciente”; o si de Lengua se trata, ejercicios como este (en 3º de Primaria): “Descubre la sílaba tónica de la palabra ‘maquinista’ y construye con ella otra palabra en la que dicha sílaba tónica sea en esta ocasión sílaba átona” o “busca los vocativos y complementos oracionales de la siguiente frase”1. Es como si estuviéramos preparando niños y adolescentes para ser aprendices de filólogos, pero analfabetos funcionales de algún modo, porque pueden saber buscar un complemento directo pero no comprender el significado de la frase en la que se encuentra. ¿Qué hacer? Pues, entre otras cosas, realizar más lecturas literarias no instrumentalizadas; enseñar menos gramática y practicar más la lectura y la escritura; aliviar la gramática de tecnicismos, tanto en Primaria como en Secundaria, y enseñar más vocabulario; transmitir la idea de que leer es algo útil que puede ser muy placentero; proponer buenas lecturas iniciáticas (…). Pero no demonicemos la escuela. 1 Todos estos ejemplos han sido tomado de manuales escolares españoles.

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¿Qué porvenir laboral tiene un hijo de trabajador o un inmigrante que a los 15 años no es capaz de comprender un párrafo de tres líneas? ¿Qué podrá aprender sobre la complejidad del mundo y la de su propia alma quien no cuenta con la luz de las palabras escritas (…) Me pregunto qué habría sido de mí, de tantos de nosotros, si no hubiera sido por la escuela o por el instituto (…)La escuela nos hizo lo que somos (Muñoz Molina, 2007:2). La lectura literaria hace posible que todo nuestro cerebro se pongan en funcionamiento. Mis primeros recuerdos lectores están asociados a nombres propios: Carpanta, la familia Ulises, Petra “criada para todo”, Roberto Alcázar y Pedrín, el Jabato, el Capitán Trueno, todos ellos personajes y héroes de tebeos e historietas. Literariamente, la memoria más antigua me lleva a la lectura de Cañas y barro (de Blasco Ibáñez), la serie de Torquemada de Benito Pérez Galdós (estas novelas me las regalaron como premio a un triunfo poético adolescente y, claro, cómo no iba a leerlas aunque no entendiera casi nada), Zalacaín (de Baroja), o poemas de Antonio Machado, Gerardo Diego y Lorca (que nos leía el profesor Jesús Bustos en el Bachillerato, cuando los chicos de su clase teníamos entre 14 y 15 años, lo que siempre agradeceré). Se habla como se piensa, de algún modo. Quien no practica regularmente la lectura literaria tiene un vocabulario reducido y limitado que empobrece su expresión, por lo que su pensamiento (qué difícilmente, actúa con criterio propio) también está limitado. Quiero manifestar mi firme defensa de la lectura con “l” de “literatura”pero también de “luz”, de “libertad”. Y quiero tomar prestadas de autores a los que admiro algunas ideas que defiendo con vehemencia: la literatura como fascinación (Martín Garzo), la literatura como herramienta (“Me queda la palabra” de Blas de Otero; o “La poesía es un arma cargada de futuro” de Gabriel Celaya), y la literatura como disciplina de la imaginación (Muñoz Molina). Capítulo VI del libro de Pedro Cerrillo : “Sobre lectura, literatura y educación”, Miguel Ángel Porrúa, México 2010.