cayetano betancur, el humanismo agustiniano (1954)

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sino edificar algo que haga sentir a los hombres un goce puro". (Febrero 24 de 1825. II, 180). Si cuando Schiller perdió la fe en el destino trascen- dente del hombre, pudo anotar con melancolía que "la historia universal es el juicio universal", Goethe, si nos atenemos a su idea de la salvación de Fausto por sus obras, si aceptamos lo que se deja dicho, según lo cual, el hombre se salva en la objetividad, si recordamos sus fra- ses: "yo no dudo de nuestra persistencia, pues la natu- raleza no puede prescindir de la entelequia; pero no to- dos somos inmortales de la misma manera, y para seguir manifestándose en lo futuro como una gran entelequia es preciso serlo ya"; si comprendemos todo esto, tendre- mos que decir que para Goethe la historia universal, co- mo conjunto de nuestras obras significativas, es, igual- mente, pero en sentido contrario a Schiller, el juicio uni- versal. VI EL HUMANISMO EN SAN AGUSTÍN Pareciera en la sola enunciación de este título, que no hay salida airosa posible para el que pretenda afron- tar el tema que él suscita. Y antes que suscitar un tema, surge más bien la idea de que se trata de plantear un problema. En efecto, ¿no se entiende por humanismo esa corrien- te, históricamente ubicable en el Renacimiento, en que el hombre trata de sacudir el peso de la Revelación di- vina, para confiar a sus propias fuerzas el descubrimien- to de la verdad? ¿No es acaso el humanismo, algo que in radice mienta el volverse de espaldas a Dios para cen- trar en el hombre todo el peso de la responsabilidad de su tarea y de su destino? Y ¿quién fue Agustín sino el filósofo que más sujetó la filosofía a la teología, el teólogo de la gracia, el que con caracteres más sombríos describió la condición del hombre caído por el pecado, sin fuerzas ningunas suyas para levantarse sobre el abismo de su corrupción y de su miseria? He aquí suscintamente esbozados en estos dos párra- fos, la tremenda antítesis que plantea el sólo título de

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Frente a la aparente antítesis entre el humanismo y la concepción agustiniana del hombre, Betancur distingue el humanismo histórico nacido en el renacimiento del humanismo como concepción del mundo, como actitud vital ante el universo y el hombre. Muestra cómo, con el fracaso del racionalismo, el humanismo histórico perdió su propósito, y abre la vía para interpretar la filosofía agustiniana como un verdadero humanismo cristiano.

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sino edificar algo que haga sentir a los hombres un goce puro". (Febrero 24 de 1825. II, 180).

Si cuando Schiller perdió la fe en el destino trascen­dente del hombre, pudo anotar con melancolía que "la historia universal es el juicio universal", Goethe, si nos atenemos a su idea de la salvación de Fausto por sus obras, si aceptamos lo que se deja dicho, según lo cual, el hombre se salva en la objetividad, si recordamos sus fra­ses: "yo no dudo de nuestra persistencia, pues la natu­raleza no puede prescindir de la entelequia; pero no to­dos somos inmortales de la misma manera, y para seguir manifestándose en lo futuro como una gran entelequia es preciso serlo ya"; si comprendemos todo esto, tendre­mos que decir que para Goethe la historia universal, co­mo conjunto de nuestras obras significativas, es, igual­mente, pero en sentido contrario a Schiller, el juicio uni­versal.

V I

EL HUMANISMO EN SAN AGUSTÍN

Pareciera en la sola enunciación de este título, que no hay salida airosa posible para el que pretenda afron­tar el tema que él suscita. Y antes que suscitar un tema, surge más bien la idea de que se trata de plantear un problema.

En efecto, ¿no se entiende por humanismo esa corrien­te, históricamente ubicable en el Renacimiento, en que el hombre trata de sacudir el peso de la Revelación di­vina, para confiar a sus propias fuerzas el descubrimien­to de la verdad? ¿No es acaso el humanismo, algo que in radice mienta el volverse de espaldas a Dios para cen­trar en el hombre todo el peso de la responsabilidad de su tarea y de su destino?

Y ¿quién fue Agustín sino el filósofo que más sujetó la filosofía a la teología, el teólogo de la gracia, el que con caracteres más sombríos describió la condición del hombre caído por el pecado, sin fuerzas ningunas suyas para levantarse sobre el abismo de su corrupción y de su miseria?

He aquí suscintamente esbozados en estos dos párra­fos, la tremenda antítesis que plantea el sólo título de

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esta conferencia. ¿Nos hallaremos entonces en un calle­jón sin salida? ¿Optaremos por hablar del antihumanis­mo agustiniano, si es que queremos en alguna forma, con­memorar el nombre del gran africano en este su cente­nario, o, despreciando esta coyuntura, nos limitaremos a discurrir escuetamente sobre el humanismo tout court, sobre el humanismo a secas?

Sería, en cierto sentido, un homenaje a Agustín el tomarlo como pretexto para exaltar en dialéctica opo­sición a él, lo que él más odiara, el tema que quizás me­nos grato habría sido a sus oídos. Pero este homenaje sería casi tan discutible como aquél que se le hiciera a los Romanos hablando de Aníbal, el que rindiéramos a Dante escribiendo sobre los güelfos, el que tributáramos a Colón dando al continente por él descubierto el nom­bre de Américo Vespucci...

Mas es lo cierto que en una auténtica concepción cristiana de la vida, el verdadero humanismo ha sido siempre, lo es todavía y tiene que serlo el humanismo agustiniano. Esto quiere decir que quien se sienta cris­tiano de verdad sólo puede pensar y ser en el pensar y en la forma de ser que prescribe Agustín.

Si el humanismo no es una filosofía determinada, es porque aspira a ser algo más; aspira a ser una concep­ción del mundo, esto es, una actitud vital y real ante el universo y el hombre que en él se mueve y actúa.

Pero si miramos el momento histórico en que surge el humanismo, advertimos bien claramente que él se des­prende de una filosofía, para rechazarla en un principio, con el pretexto de que ella, concretamente la filosofía de la escolástica decadente, estorba la vida, se fuga de la vida y se pierde en el esquematismo rigorista, vacío de contenido y ayuno de sustancia humana y de sentimien­to para la naturaleza.

Con todo, ese humanismo a muy breve plazo ha en­gendrado nada menos que el gran racionalismo de la edad moderna, que se inicia con Copérnico y Kepler, culmina

en Descartes, y pasando por Leibniz, Kant, el idealismo alemán, viene a morir en la reciente fenomenología de Edmundo Husserl.

Racionalismo, criticismo, formalismo, fenomenología, todo esto producto directo o tardío del humanismo re­nacentista, son con todo un retorno al venerable mundo de la cuna de la filosofía, al mundo griego que solo co­noció esencias, sólo buscó esencias, y sólo entendió la tarea filosófica como una caza de esencialidades.

El mundo clásico desconoció la existencia o la exis­tencia fue siempre para él un humilde pretexto para el filosofar, un necesario quizás pero miserable punto de partida para el ojo avizor que aprehende y capta las ideas eternas de las cosas. Ni aún en la concepción de la materia como eterna, ni tampoco en la concepción de un Dios siempre existente como el Dios Aristotélico, pue­de verse nada distinto de una idea más con la que hay que contar, no para ser nosotros, los hombres que somos y nos movemos en este mundo, sino para pensar con pensamiento riguroso y científico.

Esto quiere decir que, al menos por lo que toca a Oc­cidente, la filosofía fue siempre una actividad del pensar y un pensamiento como contenido, es decir, una teoría en el mundo griego, una doctrina del Renacimiento a nuestros días, pero no una expresión del ser, una con­ducta desde la vida. Con sólo dos excepciones a través de estos veinticinco siglos que llevamos de trabajoso me­ditar sobre el ser de las cosas: La filosofía cristiana que toma forma en Agustín, y la filosofía existencial de Mar­tin Heidegger y Jean Paul Sartre.

¿Cómo han sido posibles estas dos formas de filosofar desde la existencia, no tanto, como generalmente se en­tiende, filosofar sobre la existencia?

Para responder con cierto método a esta pregunta, recabemos lo que significó Leibniz para el racionalismo. En Leibniz culmina la más rigurosa forma del raciona-

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lismo iniciado, como hemos visto, unos siglos antes que él viniese al mundo. Baste recordar su famosa distinción entre verdades de razón y verdades de hecho. Pero ¿por qué estableció Leibniz esta; distinción? Sin duda alguna, porque en él pesaban más que en ningún pensador de su tiempo, elementos cristianos que le obligaban a tener en cuenta no sólo a Dios como existente, sino a las criatu­ras, hijas de su creación y objetos de su providencia. Sin esta "realidad" que se imponía más que a su filosofía, a su concepción del mundo hija de su fe religiosa, Leibniz acaso no habría hablado de verdades de hecho, como no habló Descartes, como las desconociera incluso el empi­rismo inglés de un Hobbes, de un Locke, aunque no fuera sino porque dentro de ese empirismo tales verdades ocu­paran el papel central de su filosofía. Y todos sabemos cómo Leibniz acababa por asimilar la verdad de hecho a una verdad de razón, cuya razón suficiente se hallaba remotamente en la razón divina.

Pero fue Leibniz el que cavilando sobre la existencia que tan escasamente encajaba en su racionalismo, hizo quizás la más tremenda pregunta que se ha hecho nunca la filosofía: "¿Por qué hay ser y no más bien nada?" Esta pregunta iba directamente encaminada a dar razón de las verdades de hecho. Ya el pensamiento cristiano de un Agustín o de un Tomás de Aquino, por igual habían respondido a la cuestión al postular toda existencia finita como criatura de Dios. En este planteamiento, toda difi­cultad desaparecía, carecía de sentido. Pero en el plan­teamiento del racionalismo, la pregunta tenía que surgir como un tema inquietante, como una cuestión capital que podía desencajar toda la unidad del sistema cerrado. Y para muchos fue una aporía que los condujo al idea­lismo.

La gran cuestión leibniziana de por qué hay ser y no más bien nada, todavía quedaba para el insigne pensa­dor germano, reducida y limitada a las cosas finitas, a las criaturas. Todavía se entendía en el sentido de por

qué Dios creó las cosas, pudiendo más bien no haber creado nada, por qué esto que vemos ha salido de las manos de Dios de modo que en el plano de las existen­cias, frente al Dios eterno y necesario hubiese también cosas temporales y contingentes.

Pero la pregunta leibniziana tenía su hondo sentido no desentrañado aún por su mismo creador; y poseía ade­más un doble fondo que a poco de vueltas a la respuesta que ella mereciera, iba a surgir en otra forma todavía más radical: ¿Por qué hay ser, incluyendo el ser de Dios, y no más bien nada? La pendiente del raciona­lismo, en la imposibilidad de dar razón de ninguna exis­tencia finita, acabó por negar toda existencia. Por ello en la "Crítica de la Razón Pura", Dios tiene que devenir en simple idea, y aunque más tarde Kant descubra su existencia a través del mundo de la moral, el idealismo y finalmente el neo-kantismo marbuguiano acabarán por eliminar el problema de la existencia de Dios como problema científico, propio de una auténtica investiga­ción filosófica.

Todos sabemos cómo en el estadio postrero aparece la fenomenología de Edmundo Husserl reivindicando el mundo de la objetividad contra el formalismo y el ra­cionalismo, pero es lo cierto que en su lucha contra el naturalismo y el psicologismo, desemboca inexorablemen­te en el idealismo objetivo, no por objetivo, menos ale­jado de la existencia concreta, de la vida por así decir, en que nos movemos y somos.

Frente a todo esto encontramos dos mundos vecinos y afines en ciertos aspectos, pero dispares, tan dispares como pueden serlo un creyente de un ateo, un hombre que parte de la existencia de Dios para fundar su propia exis­tencia e inclusive su filosofía, y un hombre que sólo parte de su propia existencia para establecer la filosofía exis-tencial.

En efecto, la pregunta leibiniziana llevada al extremo que hemos expuesto, conducía o a negar toda existencia

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cayendo en el idealismo, o a establecer como principio necesario, invulnerable, inconmovible, que todo existir es un existir de hecho, que toda realidad admitida, sólo puede serlo como un factum, y así facticidad es la de Dios y la de las criaturas, si es que en tal posición pu­diera hablarse de una diferencia entre un Dios creador y una cosa creada.

Por ello Heidegger parte del Dasein, del estar ahí, como tan acertadamente traduce Zubiri, del existente concreto respecto del cual va a descubrir todos los exis-tenciarios correspondientes, esfuerzo desesperado de una última ontología occidental para salvar las esencias, afin­cándose airadamente a la existencia humana. No es al azar que por contra lo que Heidegger proclama, es a sa­ber, que su intención al escribir "El ser y el tiempo" haya sido sólo la de replantear de nuevo el viejo tema de la ontología clásica, el de la pregunta que pregunta por el ser, no es casual, repito, que se le considere el padre del existencialismo contemporáneo, papel que podría rei­vindicar para sí en forma mucho más cruda Jean Paul Sartre. Porque en un mundo como el nuestro, tan urgido de problemas vitales, tan apremiado por toda clase de situaciones concretas, el análisis existencial por lo mis­mo que es tan fino y complicado, se hace de lado por el lector más atento, para quedarse sólo con la existencia humana como ser-en-el-mundo, como ser preocupado, como ser para la muerte.

Una actitud vecina a esta pero por este particular as­pecto es la que asumía el cristiano de los primeros tiem­pos cuando trataba de filosofar, cuando puesto desde su fe cristiana en contacto con la gran cultura helénica ya moribunda, buscaba dar razón de sus creencias, hacer que la pistis se convirtiera en gnosis conforme al vene­rable principio, "fides quaerens intellectus".

¿Pero qué era la fe para el cristiano? La fe era tam­bién un hecho, pero algo más que un hecho: era algo

dado graciosamente; era por tanto un dato. Pero eso dado suponía un dador tan real como lo dado, es decir, Dios. El filósofo cristiano no filosofa para encontrar a Dios, y sería ridículo pensar que en su filosofar más au­téntico Dios ocupara o el primero, o el del medio, y el último capítulo de un tratado filosófico suyo. San Agus­tín interrumpe a cada paso su diálogo filosófico "De li­bero arbitrio", para recordar a Evodio, su interlocutor, esta verdad más radical aún que todas las que está bus­cando. Oigámosle:

"Del Libre Albedrío", página 317:

"Ag. - Veo que te acuerdas perfectamente del principio indiscutible que establecimos en los mismos comienzos de la cuestión precedente: si el creer no fuese cosa dis­tinta del entender, y no hubiéramos de creer antes las grandes y divinas verdades que deseamos entender, sin razón habría dicho el profeta: "Si no creyereis, no en­tenderéis": Nisi credideritis, non intelligetis. El mismo Señor exhortó a creer primeramente en sus dichos y en sus hechos a aquellos a quienes llamó a la salvación. Mas después, al hablar del dón que había de dar a los creyen­tes, no dijo: Esta es la vida eterna, que crean en mí; sino que dijo: Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, sólo Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien enviaste. Después, a los que ya creían, les dice: "Buscad y hallaréis"; por­que no se puede decir que se ha hallado lo que se cree sin entenderlo, y nadie se capacita para hallar a Dios si antes no creyere lo que ha de conocer después. Por lo cual, obedientes a los preceptos de Dios, seamos cons­tantes en la investigación, pues iluminados con su luz, encontraremos lo que por su consejo buscamos, en la me­dida que estas cosas pueden ser halladas en esta vida por hombres como nosotros; porque, si, como debemos creer, a los mejores aun mientras vivan esta vida mortal, y cier­tamente a todos los buenos y piadosos después de esta

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vida, les es dado ver y poseer estas verdades más clara y perfectamente, es de esperar que así sucederá también respecto de nosotros, y, por tanto, despreciando los bienes terrenos y humanos, debemos desear y amar con toda nuestra alma las cosas divinas".

Y en un lugar como éste debió de inspirarse Pascal, para decir: "Console-toi, tu ne me chercherais pas, si tu ne m'avais trouvé".

Esta frase de profundo acento cristiano, no alude solo a un afanoso buscar del corazón, sino a toda la búsqueda de la filosofía. No es sólo un consuelo, sino el punto de partida de toda investigación de la verdad, la base real y verdadera de toda auténtica sabiduría.

Pero es que con el cristianismo ha cambiado profun­damente el concepto de verdad. Como ha expuesto Zubiri en una de las más bellas páginas de la historia de la fi­losofía, desventuradamente no reproducidas en su único libro publicado, la verdad para el griego es aletheia, esto es, descubrimiento, rapto de lo que se halla oculto tras la fugacidad del movimiento. Para el hebreo, en cambio, la verdad es tanto como firmeza, seguridad, fidelidad. "La verdad se presenta así al hebreo como fidelidad, cum­plimiento de una promesa, veracidad". Por ello pudo de­cir Cristo: "La verdad os hará libres", una frase que no hubiera tenido sentido para un griego. Ya más tarde San Pablo expresará que la fe, raíz de la verdad, "es la sustancia de los cosas que se esperan".

Pero corresponderá a San Agustín, en gran estilo, pa­tentizar la conjunción de los dos conceptos de verdad, el concepto griego de descubrimiento, y el concepto he­breo de fidelidad "Cuando Pilatos preguntó a Cristo "qué es la verdad", formuló la pregunta que iba a determinar la suerte del cristianismo en Europa", asienta Xavier Zu­biri en el ensayo ya citado. San Pablo, dice el filósofo es­pañol, "intentó interpretar la "verdad clásica" desde la

verdad cristiana. Con la "plenitud de los tiempos" se es­cinde la historia en "tiempos de ignorancia" y "tiempos de sabiduría" (esta segunda expresión no se halla en el texto paulino, pero sí la primera). Desde entonces el mun­do clásico no fue desechado, sino aceptado, pero acepta­do como una verdad que es, en el fondo, una ignorancia. Y fue San Agustín, en sentir de Zubiri, quien puso de presente la relación oscuramente presentida, entre la ver­dad clásica y la verdad de los hebreos. "Por esto pudo San Agustín salir años más tarde a las puertas de Cartago a defender a Grecia en nombre de la Iglesia". La ver­dad para el griego era en el fondo una ignorancia, pues empeñado en filosofar sólo sobre la naturaleza y desde la naturaleza, el griego se ignora a sí mismo como hom­bre. "El estoicismo había hablado también de dominio de sí, de autarquía. Pero hay una diferencia radical en­tre el estoico y San Agustín. Para los estoicos ser dueño de sí mismo es no depender de la naturaleza. Por tanto, llegado a sí mismo, el hombre estoico reposa. Pero en San Agustín el problema comienza justamente al llegar a sí mismo. El hombre no es reposo, sino, al revés, inquietud. Por eso su ser no es simplemente liberarse de la natu­raleza, sino liberarse de ella para la verdad. El hombre es para el cristianismo lo que jamás fue para un estoico: un viador. Su existir es un transitar desde la naturaleza hasta la verdad. Pero un transitar especial, un transitar que es un buscar. Y todo buscar es un positivo ir hacia lo buscado, no es un simple moverse y tropezar azarosa­mente un día con ello. Ir hacia lo buscado es, pues, mo­verse atraído por ello. De aquí que la existencia humana como búsqueda es sólo posible sabiendo en cierto modo lo que se busca" . . . "El griego no ha visto en su logos más que una propiedad que es, olvidando la inquietud profunda que despertó en el hombre la pregunta ti to on, qué es "lo que e s " . . . "Cuando San Agustín dice al es-céptico: scio me dubitare, sé que dudo, dice en realidad,

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scio me vivere, sé que vivo, y este solo me vivere es un scio me quaerere veritatem, sé que busco la verdad. Esta búsqueda de la verdad es el punto de que va a partir San Agustín: vivir, ser hombre, significa buscar la verdad. Hay, pues, una verdad anterior a la verdad de que el griego habla".

En esta ilación la verdad aparece para el cristiano que es San Agustín, como un modo de existencia, y su búsqueda "la situación del hombre que no puede llegar a ser no hombre". Y donde la frase asienta que "el hom­bre se halla ante las cosas", el griego subraya las cosas, San Agustín el se".

Y así ha de entenderse el "in te ipsum redi" de San Agustín. El intento de entrar en sí mismo "es ya un en­contrarse con la verdad. Lo que el hombre es, está en la verdad, el hombre es "imagen y semejanza" de ella. Este es, a mi modo de ver, el sentido del célebre argumento ontológico. No es un argumento dialéctico, lógico, sino un argumento existencial, la verdad es el "argumento" de la existencia humana misma. La dialéctica es aquí una dialéctica de la existencia". .. "La verdad del mundo clá­sico es una verdad fragmentaria, provisional, un parcial, pero no por eso menos auténtico, anticipo de la verdad".

Y Zubiri cita a San Agustín: "Faciliusque dubitare me vivere quam non esse veritatem". El, que había descubier­to la intimidad, que había hallado allí tan preciado al­bergue de la verdad, que con tanto aprecio toma ese "in­terior homini" que surge por primera vez en la historia como entidad desconocida de toda la cultura precedente, no le da sin embargo más estima que la que consiste en ser una verdad anterior a la verdad que busca el griego, pero todavía secundaria. Porque una verdad, la Verdad realidad, es que no implica duda alguna ni tolera ser pues­ta entre paréntesis para sentarnos sólo en la verdad de nuestro propio yo, esa verdad es Dios. "Y San Agustín encuentra, tras largos años de inquietud intelectual, la

realidad de la verdad en la realidad divina del logos de San Juan; en este momento la "palabra de Dios" se ha convertido en "razón del universo" y el mundo clásico se ha alojado definitivamente en el pensamiento cristiano. Para el griego verdad es visión racional de las cosas; para el judío y el cristiano verdad es fidelidad de la conducta, en especial de la conducta de Dios. Haciendo a Dios "ra­zón" de las cosas es la verdad agustiniana a un tiempo judaismo y helenismo. Donde el griego dijo "siempre", San Agustín puso "eternamente". De aquí la idea de que la verdad es eterna. No es, pues, un sincretismo externo el que ha conducido a esta asimilación del mundo clá­sico, sino la interna dialéctica de un pensamiento cristia­no que puede resumirse en esta sencilla expresión: vivir en la verdad, lo cual significa ahora a un tiempo vivir en Dios y vivir en la razón".

¿Dónde en todo esto se halla el humanismo cristiano? Si recordamos lo dicho al principio de cómo el humanis­mo fue una corriente que trató de liberar la persona hu­mana de todo asentimiento forzado a fórmulas vacías de sentido, de contenido vital y anímico, si el humanismo renacentista suelta al hombre de su adhesión a las filo­sofías, como verdades simplemente abstractas, tomando el concepto en un sentido formal, podemos decir que San Agustín es el verdadero creador de todo humanismo, pues ya hemos visto cómo su vivir en la verdad, es vivir ya en Dios como suprema Verdad-Realidad. Por eso la filosofía agustiniana es la más noble expresión de una filosofía existencial, si ya esta palabra no fuera de por sí depre­siva dadas las vergonzosas maneras que hoy adoptan cier­tos existencialismos de moda.

Y durante un milenio, toda la edad media, el mundo será fiel a este humanismo desde Dios, a este humanismo que convive con Cristo en un cuerpo místico que es su Iglesia. Pero la antigua idea griega de la razón como des­cubridora de esencias, va abriéndose paso, y al finalizar

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la edad media, este vivir en la verdad que hay aquí, vivir en Dios y vivir en la razón, se convierte en el solo vivir en la razón.

Muchas y muy diversas maneras ostenta este vivir en la razón que destaca el mundo moderno, que subsigue a la época medieval. Del Dios verdad, pasamos a la verdad a secas, para llegar hoy casi pudiéramos decir que a la rea­lidad a secas. Una realidad de facto, sin necesidad, tan contingente como el hombre angustiado que la proclama.

Una pareja evolución sufrió desde luego el concepto del bien y el de la moralidad. El hombre griego consideró siempre la virtud como un saber. Areté es ya en sus orí­genes capacidad para hacer algo con destreza, y la areté por tanto es así una técnica profesional. Sócrates se apro­vecha de la equivocidad del término, y así la virtud, la areté es para él algo que se sabe, antes que ser algo que se practica. Igual ocurre en Platón; y en el Aristóteles de sus primeros libros éticos, como ha mostrado Jaegger, el fin del hombre es la contemplación estática de las eter­nas realidades, que proclamara el maestro de los diálogos. Si en la ética a Nicómaco, produsto de un espíritu más realista, obra de la senectud de Aristóteles, el intelectua-lismo de su maestro se deja a un lado, es para abrir más amplio camino al concepto de felicidad; mas la felicidad que postula el Estagirita sigue siendo la que proviene del conocimiento de las esencias de las cosas.

El Bien, en la filosofía griega, no por ser la más alta idea, como en el platonismo, deja por ello de exigir ante todo el conocimiento. El Bien no conoce el amor ni exige que nos lleguemos a él con amor. El amor, el eros plató­nico, es hijo de la pobreza; el amor es indigente, pues que busca lo que no tiene.

También con el cristianismo las cosas en esto cambian sustancialmente. "A lo largo de todo el Nuevo Testamen­to discurre la idea de que Dios es amor, ágape. La insis­tencia con que vuelve la afirmación, lo mismo en San

Juan (por ejemplo, Jo. 3,31; 10,17; 15,9; 17,23-26; 1Jo. 4.8), que en San Pablo (así 2 Cor. 13,11; Ef. 1-6; Col. 1,13, etc.), y la energía especial con que se emplea el verbo ménein, permanecer ("permanecer en mi amor"), son buen indi­cio de que no se trata de una metáfora, ni de un atributo moral de Dios, sino de una caracterización metafísica del ser divino".

Y el amor que se atribuye a Dios como su nota esen­cial determinará desde luego toda la ética, toda la teoría de las costumbres en el cristianismo más auténtico. Por­que si Dios es caridad, como los padres latinos vertieron el vocablo griego de ágape, la primera virtud del hombre habrá de ser también la caridad, el amor de Dios como ya había sido proclamado desde el decálogo.

En la cultura griega las estructuras intelectuales de la religión fueron poco menos que desconocidas: Había re­ligión, pero poco se especulaba sobre el pensamiento re­ligioso. Por ello el hombre griego, cuando trata de ela­borar la teoría de las virtudes, habla más propiamente del hombre individual y social, no de un ser que es para Dios o para los Dioses. Pero el cristianismo, como no po­día ser de otra manera, sin anular la ética, la absorbe en una entidad superior que es la vida religiosa. Por eso pro­clama, como la primera de las virtudes, aquella que aún subsistirá más allá de este mundo, cuando ni la fe ni la esperanza han de tener sentido alguno.

Ahora bien, esta absorción de la vida moral en la vida religiosa no puede explicarse sino por la manera como el cristiano ha elaborado el concepto de caridad. En efecto, toda ética es una teoría de la objetividad, una prospecta­r o n de fines a la acción humana que sean capaces de trascender a todo egoísmo. Igual es esto para todas las éticas, aún para las que se llaman utilitaristas, pues el filósofo utilitarista es el menos utilitarista de los hombres, aunque no sea sino en cuanto se pone en la tarea de ave­riguar si todos los hombres obran egoístamente.

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Ese concepto de caridad, de ágape, se colocó desde el principio de la investigación cristiana, en contraste mar­cado con el concepto de eros. "En rigor, en el error el amante se busca a sí mismo. En la ágape, en cambio, el amante va también fuera de sí, pero no sacado, sino libe-ralmente donado; es una donación de sí mismo; es la efu­sión consecutiva a la plenitud del ser que ya se e s " . . . "Los latinos de inspiración helénica distinguieron ambas cosas con un preciso vocabulario. El eros es el amor na­tural: es la tendencia que, por su propia naturaleza, in­clina a todo ser hacia los actos y objetos para los que está capacitado. La ágape es el amor personal en que el amante no busca nada, sino que al afirmarse en su propia reali­dad sustantiva, la persona no se inclina por naturaleza, sino que se otorga por liberalidad".

Sendo esto así, y proclamando el cristianismo la ley del amor como la que sustituye la antigua ley de los reyes y de los profetas, ha absorbido espontáneamente el pro­blema ético en un problema religioso, en donde todo egoís­mo queda anulado.

Y es también San Agustín quien primero, de modo ex­preso, reduce conscientemente todas las virtudes al amor: "La temperancia, es el amor que se da todo entero a lo que se ama; la fuerza, es el amor que soporta todo fácilmen­te por lo que se ama; la justicia, es el amor, no sirve más que al objeto amado y domina por consiguiente todo lo demás; la prudencia es el discernimiento sagaz entre lo que favorece al amado y lo que lo perjudica". Por ello San Agustín ha podido decir tan rotundamente: "Ama y haz lo que quieras".

Esta teoría de la moral que coloca resueltamente en el amor a Dios la fuente de toda virtud, proclamaba real­mente, más que una teoría, la filosofía existencial de la conducta moral. No es que San Agustín especule sobre las vías que nos puedan conducir a ser buenos y hones­tos, no es que sus lucubraciones lo lleven tras penosos ca­

minos deductivos al amor como la fuente de toda mora­lidad, sino que arrancando de Dios, que es amor, como de una verdad existencial primera, sólo puede encontrar en la conducta amorosa del hombre la respuesta también existencial al amor divino.

Y así como en el problema del ser y de la verdad par­tía Agustín de la VERDAD-REALIDAD que es Dios mis­mo, para inquirir después, más que el hallazgo, la con­ceptuación de una verdad humanamente expresable, así en lo moral, el concepto no es sino el eco apagado de una realidad mucho más fuerte que ese propio concepto, cual es el amor gratuito que Dios nos ofrece y la correspon­dencia en amor que a Él le damos como don igualmente gratuito de la gracia.

Desde este ángulo precisamente existencial es ya ple­namente inteligible el que Agustín establezca los tres fa­mosos estados del hombre ante el pecado: El de Adán, aún inocente, que "posse no peccare"; el del hombre después de la caída y anterior a la Redención de Cristo, que "non posse no peccare", y el del hombre redimido por la gra­cia que "non posse peccare". Porque en el plano puro de las virtudes éticas helénicas, de las virtudes no ilumi­nadas por el amor, Agustín no niega el libre albedrío, sólo que la posibilidad de hacer el bien y la efectuación real del mismo, carece de valor en el plano total de la vida humana santificada por el acto de amor que fue la Reden­ción. De ahí que las virtudes de los paganos se le hagan espléndidos vicios. Y si es cierto que esta expresión no se encuentra en sus escritos, el "non posse non peccare" a que está afectado aquél a quien falta la gracia, deter­mina que para Agustín sea viciosa incluso toda virtud humana, precisamente cuando falta la caridad, don gra­tuito de Dios entregado libremente por El con la gracia.

Pero Pelagio, contra quien luchaba Agustín en el plano teológico de la doctrina de la gracia y en el plano existen­cial de su filosofía moral y religiosa, estaba haciendo in-

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útil nada menos que la Redención del género humano por el Hijo del Hombre. Y esa sutil manera como el ingenioso heresiarca socavaba la nueva imagen del mundo, no era otra que la de introducir en forma autónoma la antigua mentalidad griega que consideraba las virtudes morales como obras del intelecto, y no del amor. Era también la proclamación de la autonomía del orden moral frente a todo pensamiento religioso.

Y este pelagianismo se abre camino a lo largo de toda la edad media, y aunque sofocado entonces por la gran vida religiosa de la cristiandad medieval, irrumpe con todas sus fuerzas en el Renacimiento. Llega un momento en que el frío racionalismo y el naturalismo psicologista, tendrán que afirmar que la distinción entre el bien y el mal es solo algo subjetivo, la proyección en las cosas de lo que apetecemos o de lo que rechazamos.

La tremenda pregunta que se plantea Leibniz en el campo de las existencias, recordada atrás, en el mundo moral, la pronuncia Enmanuel Kant: "¿Cómo puede ser bueno un acto moral que se hace en vista de Dios, más aún, en vista de la perfección que el mismo acto ostenta? La moralidad absoluta, dirá Kant, consiste sólo en obe­decer al deber, mejor aún, a la consciencia del deber, así el acto mismo sea inmoral y depravado.

Descontando la grandeza trágica de esta afirmación, paralela a la angustiosa cuestión leibniziana, es lo cierto que siguiendo igual vía, el mundo quiso huír de este for­malismo vacío de contenido auténticamente moral, y he aquí que la filosofía llega una vez a crear la teoría de los valores éticos, plenos de contenido, reales y objetivos como la mesa en que escribo, pero sin base ninguna existencial, porque realidad y objetividad sólo sirven aquí para desig­nar la fuga ante toda afirmación subjetivista o idealista en el mundo de lo moral.

Y el papel que en el plano del ser desempeña Heidegger con soslayar todo idealismo y reclamar el hecho de la exis­

tencia humana concreta y contingente, en el mundo moral lo desenvuelve con estupendo rigor lógico Nicolai Hart-mann, quien para defender la vida moral tiene que esta-blecer el ateísmo como postulado, es decir, afirmar que sólo es moral aquél que parte del principio de que no hay un Dios que ni ordene sus actos, y su conducta, ni premie o castigue el incumplimiento de los valores morales'. Este ateísmo que podríamos llamar existencial en la vida mo­ral, se corresponde plenamente con la facticidad de la existenia que reivindica Heidegger.

He aquí, pues, cómo al cabo de dieciseis siglos de Agus­tín, el mundo vuelve a ser agustiniano, pero con conte­nido sombríamente contrario. Donde Agustín proclamaba la existencia de Dios como raíz de todo filosofar, nuestro presente exalta la fugaz existencia humana. Donde Agus­tín implicaba en esa existencia divina la necesidad abso­luta y la eternidad en plenitud, el mundo actual se aga­rra a la propia existencia del hombre en cuanto fugaz y pasajera, contingente y puramente fáctica. Y donde Agus­tín partía del amor de Dios al hombre para que éste pue­da ser bueno, la filosofía de Nicolai Hartmann asienta que sólo sin Dios es concebible un acto de auténtica morali­dad, dentro de una tajante distinción entre el valor ético y su antivalor correspondiente.

Pero si el existencialismo aspira a ser un humanismo, como lo asevera uno de los pontífices de esta filosofía, quizás el mundo esté en propensión de entender que uno de los momentos constitutivos de la existencia humana es la religación, religación que muestra que hay aquello que religa; ahora bien, aquello que religa es lo que todos llamamos Dios. Ha sido precisamente a partir de la de­moledora crítica de Heidegger a todos los dualismos como subjetivismo-objetivisto, realismo-idealismo en torno a la existencia del mundo exterior, dualismos que resultan anulados con sólo considerar que el hombre es un ser esen­cialmente abierto a las cosas, es un ser que consiste en

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estar-en-el mundo, como ha podido Xavier Zubiri, como quien dice emergiendo de las propias raíces de la filoso­fía de la existencia, señalar este carácter de religación con Dios que corresponde al ser humano.

Y Max Scheler, una de las más altas cumbres de la filosofía actual, pudo escribir un día, tras largo examen del pensamiento precedente, pero como un eco, tras mu­cho recorrido de palabras agustinianas, que "todo saber religioso acerca de Dios es también un saber mediante Dios en el sentido del modo de recepción del saber mismo".

Y por lo que toca al mundo de los valores, correspon­dió al propio Scheler que tan altos aportes dio a su es­tructuración ontológica, mostrar contra Hartmann su co­nexión esencial con el espíritu infinito. Pero ha sido un filósofo católico, adicto en mucho a Scheler, y de los pocos que actualmente conocen a fondo el pensamiento agus-tiniano, quien ha podido para establecer el origen de los valores en Dios, dar un paso más y decir: "El súbito aparecimiento de la vida del Espíritu, de los valores éti­cos y de la personalidad en medio del Universo —es­cribe J. Hessen, citando a P. Jaeger— no puede tener el significado de una perturbación escandalosa en su economía general, como no la tuvo ya, anteriormente, el aparecimiento de la vida orgánica. El mundo no po­día dejar de estar ya preparado para esa vida del es­píritu y en espera de ella. Tiénese el presentimiento de que esa vida brota de las fuentes más profundas de la existencia. Y si esa vida de la personalidad, muy superior a la de la Naturaleza, es realmente un factor nuevo que viene, por la primera vez, a dar e imprimir al mundo un carácter decisivo, ¿no debemos, por ventura, concluir de ahí que deben ser precisamente los valores, lo valioso que constituiría de cierto modo el corazón de ese Cosmos, alguna cosa, al menos, que mucho se asemeja a la Personalidad, es una vida personal? Y, ¿por qué no dar un nombre a ese gran misterio de que acabamos de

hablar y de donde nos viene a la postre todo lo mejor que hay en nosotros? Profiramos ese nombre, que no es otro que el de Dios".

Sin duda alguna la crisis porque actualmente atravie­sa la teoría de los valores, reside en su pretendida abso-lutidad ausente de toda consideración a un ser existente igualmente absoluto. También en los desarrollos de esta teoría, particularmente en Scheler, podríamos adivinar momentos agustinianos como los del "posse non peccare", "non posse peccare" y "non posse non peccare". Al pri­mero correspondería la actitud del hombre ante los bie­nes que son elegibles, pero no objetos de un acto de pre­ferencia; al segundo el necesario preferir ante el valor puro y el postergar el antivalor correspondiente, y final­mente, el "non posse non peccare" viene indicado por la ceguedad de los valores, ceguedad que consiste en un no verlos y en un no poder otra cosa que estar alejados de ellos o de espaldas a su objetividad.

Pero todo esto permanecerá siempre inmaturo mien­tras el hombre actual, forcejando contra esta nueva so­ledad a que lo ha conducido el excesivo racionalismo de cuatro centurias, como otrora ocurriera al estoico griego, no rompa lo que lo encierra que es hoy como ayer en los primeros siglos del cristianismo, la soberbia de la vida de que nos habla el Evangelista.