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1 CATEQUESIS COMPLETA DEL PAPA FRANCISCO SOBRE LA IGLESIA (18 de junio de 2014 — 26 de noviembre de 2014) ÍNDICE 1. Dios forma un Pueblo (18-VI-2014). 2. La pertenencia al Pueblo de Dios (25-VI-2014). 3. Nueva Alianza y Nuevo Pueblo (6-VIII-2014). 4. Una y Santa (27-VIII-2014). 5. a) La Iglesia es Madre (3-IX-2014). b) La Iglesia es Madre de Misericordia (10-IX-2014). 6. Católica y apostólica (17-IX-2014). 7. Carismas: diversidad y unidad (1-X-2014). 8. Los cristianos no católicos (8-X-2014). 9. La Iglesia, esposa de Cristo (15-X-2014). 10. La Iglesia, cuerpo de Cristo (22-X-2014). 11. Realidad visible e invisible de la Iglesia (29-X-2014). 12. La Santa Madre Iglesia Jerárquica (5-XI-2014). 13. Cualidades del ministerio pastoral (12-XI-2014). 14. La vocación universal a la santidad (19-XI-2014). 15. La Iglesia peregrina hacia el Reino (26-XI-2014). Palabras del Papa Francisco durante las Audiencias Generales de los miércoles en el Vaticano.

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CATEQUESIS COMPLETA DEL PAPA FRANCISCO

SOBRE LA IGLESIA

(18 de junio de 2014 — 26 de noviembre de 2014)

ÍNDICE

1. Dios forma un Pueblo (18-VI-2014). 2. La pertenencia al Pueblo de Dios (25-VI-2014). 3. Nueva Alianza y Nuevo Pueblo (6-VIII-2014). 4. Una y Santa (27-VIII-2014). 5. a) La Iglesia es Madre (3-IX-2014).

b) La Iglesia es Madre de Misericordia (10-IX-2014). 6. Católica y apostólica (17-IX-2014). 7. Carismas: diversidad y unidad (1-X-2014). 8. Los cristianos no católicos (8-X-2014). 9. La Iglesia, esposa de Cristo (15-X-2014). 10. La Iglesia, cuerpo de Cristo (22-X-2014). 11. Realidad visible e invisible de la Iglesia (29-X-2014). 12. La Santa Madre Iglesia Jerárquica (5-XI-2014). 13. Cualidades del ministerio pastoral (12-XI-2014). 14. La vocación universal a la santidad (19-XI-2014). 15. La Iglesia peregrina hacia el Reino (26-XI-2014).

Palabras del Papa Francisco durante las Audiencias Generales de los miércoles en el Vaticano.

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1. DIOS FORMA UN PUEBLO (18-VI-2014)

Hoy comienzo un ciclo de catequesis sobre la Iglesia. Es como un hijo que habla de su madre, de su familia, porque hablar de la Iglesia es hablar de nuestra madre, de nuestra familia. Y es que la Iglesia no es una institución cuyo fin sea ella misma ni una asociación privada, ni una ONG, ni mucho menos se debe restringir la mirada al clero o al Vaticano… “La Iglesia piensa…”. ¡Pero si la Iglesia somos todos! “¿De qué hablas? De los curas…”. Sí, los curas son parte de la Iglesia, ¡pero la Iglesia somos todos! No la restrinjamos a sacerdotes, obispos y Vaticano, que son partes de la Iglesia, pero la Iglesia somos todos: ¡todos de la misma familia, todos de la misma madre! La Iglesia es una realidad mucho más amplia, que se abre a toda la huma-nidad y que no nace en un laboratorio ni de repente. Está fundada por Jesús, pero es un Pueblo con una historia larga a sus espaldas y una preparación que comenzó mucho antes que el mismo Cristo. 1. La historia, o prehistoria, de la Iglesia se encuentra ya en las páginas del Antiguo Testamento. Hemos escuchado el Libro del Génesis: Dios elige a Abraham, nuestro padre en la fe, y le pide que salga, que deje su patria y vaya a otra tierra, que Él le indicará (cfr. Gen 12,1-9). Y en esta vocación, Dios no llama solo a Abraham, co-mo individuo, sino que implica desde el comienzo a su familia, su parentela y a todos los que están al servicio de su casa. Una vez en camino, —sí, así empezó a caminar la Iglesia—, Dios ensanchará aún más el horizonte y colmará a Abraham de su bendición, prometiéndole una descendencia numerosa como las estrellas del cielo y como la arena de la orilla del mar. El primer dato importante es este: co-menzando por Abraham, Dios forma un Pueblo para que lleve su bendición a todas las familias de la tierra. Y dentro de ese Pueblo nació Jesús. Dios hizo el Pueblo, la historia, la Iglesia en camino, y ahí nace Jesús, en ese Pueblo. 2. Un segundo elemento: no es Abraham quien constituye en torno a sí un Pueblo, sino Dios quien da vida al Pueblo. Habitualmente, era el hombre quien se dirigía a la divinidad, procurando colmar la distancia e invocando ayuda y protección. La gente rezaba a los dioses, a las divinidades. En este caso, en cambio, se asiste a algo inaudito: es Dios mismo quien toma la iniciativa. Es Dios mismo quien llama a la puerta de Abraham y le dice: adelante, sal de tu tierra, comienza a caminare y yo haré de ti un gran Pueblo. Y ese es el inicio de la Iglesia y en ese Pueblo nace Jesús. Dios toma la iniciativa y dirige su palabra al hombre, creando un vínculo y una relación nueva con él. “Pero, ¿cómo es esto? ¿Dios nos parla?” ¡Sí! “¿Y nosotros podemos hablar con Dios?” ¡Sí! “¿Pero podemos tener una conversación con Dios?” ¡Sí! Y eso se llama ora-ción, pero es Dios quien lo ha hecho desde el principio. Así forma Dios un Pueblo con todos los que escuchan su Palabra y se ponen en camino, fiándose de Él. Esa es la única condición: ¡fiarse de Dios! Si te fías de Dios, lo escuchas y te pones en ca-mino, eso es hacer Iglesia. El amor de Dios lo precede todo. Dios siempre es el primero, llega antes que nosotros, nos precede. El profeta Isaías, o Jeremías, no recuerdo bien, decía que Dios es como la flor del almendro, porque es el primer árbol que florece en primavera, para decir que Dios siempre florece antes que noso-tros. Cuando llegamos nosotros, Él ya nos está esperando, nos llama, nos hace ca-minar. Siempre se anticipa a nosotros. Y eso se llama amor, porque Dios nos espera siempre. “Pero, yo no creo eso, porque si usted supiera mi vida, tan fea, ¿cómo puedo pensar que Dios me espere?” ¡Dios te espera! Y si has sido un gran pecador, te espera más y

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te espera con tanto amor, porque Él está antes. ¡Esa es la belleza de la Iglesia, que nos lleva a este Dios que nos espera! Precede a Abraham, y precede incluso a Adán. 3. Abraham y los suyos escuchan la llamada de Dios y se ponen en camino, a pesar de que no saben bien ni quién es ese Dios ni a dónde los quiere llevar. Es verdad, porque Abraham se pone en camino fiándose de ese Dios que le ha hablado, pero no tenía un libro de teología para estudiar qué era ese Dios. Se fía, se fía del amor. Dios le hace sentir el amor y él se fía. Pero eso no significa que esa gente esté siem-pre convencida y sea fiel. Es más, desde el principio, ya hay resistencias, el replie-gue sobre sí mismos y sus propios intereses y la tentación de regatear con Dios y resolver las cosas a su modo. Esas son las traiciones y los pecados que marcan el camino del Pueblo a lo largo de toda la historia de la salvación, que es la historia de la fidelidad de Dios y de la infidelidad del Pueblo. Dios, sin embargo, no se cansa, Dios tiene paciencia, tiene mucha paciencia y, a lo largo del tiempo, continúa edu-cando y formando a su Pueblo, como un padre con su hijo. Dios camina con noso-tros. Dice el profeta Oseas: “Yo he caminado contigo y te he enseñado a caminar como un papá enseña a caminar al niño”. ¡Hermosa, esta imagen de Dios! Pues así es con noso-tros: nos enseña a caminar. Y es la misma actitud que mantiene respecto a la Igle-sia. Porque también nosotros, aunque tengamos el propósito de seguir al Señor Je-sús, notamos cada día el egoísmo y la dureza de nuestro corazón. Pero cuando nos reconocemos pecadores, Dios nos llena de su misericordia y de su amor. Y nos perdona, nos perdona siempre. Y eso es lo que nos hace crecer como Pueblo de Dios, como Iglesia: no es nuestra valentía, no son nuestros méritos —somos poca cosa, no es eso—, sino la experiencia diaria de lo mucho que el Señor nos quiere y cuida de nosotros. Esto es lo que nos hace sentirnos suyos de verdad, en sus manos, y nos hace crecer en la comunión con Él y entre nosotros. Ser Iglesia es sentirse en las manos de Dios, que es padre y nos quiere, nos acaricia, nos espera, nos hace sentir su ternura. ¡Y esto es muy bonito! Este es el plan de Dios; cuando llamó a Abraham, Dios pensaba en esto: formar un Pueblo bendito por su amor y que lleve su bendición a todos los pueblos de la tie-rra. Ese proyecto no cambia, está siempre en acto. En Cristo tuvo su cumplimiento y todavía hoy Dios continúa realizándolo en la Iglesia. Pidamos pues la gracia de permanecer fieles al seguimiento del Señor Jesús y a la escucha de su Palabra, dis-puesto a partir cada día, como Abraham, hacia la tierra de Dios y del hombre, nuestra verdadera patria, y así convertirnos en bendición, signo del amor de Dios por todos sus hijos. A mí me gusta pensare que un sinónimo, otro nombre que po-demos tener los cristianos sería este: ¡somos gente que bendice! El cristiano, con su vida, debe bendecir siempre, bendecir a Dios y bendecir a todos. Los cristianos so-mos gente que bendice, que sabe bendecir. ¡Es una hermosa vocación!

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2. LA PERTENENCIA AL PUEBLO DE DIOS (25-VI-2014)

En la primera catequesis sobre la Iglesia partimos de la iniciativa de Dios que quie-re formar un pueblo que lleve su bendición a todos los pueblos de la tierra. Co-mienza con Abraham y luego, con mucha paciencia —¡y Dios tiene mucha!—, pre-para al pueblo en la Antigua Alianza para que, en Jesucristo, sea signo e instrumen-to de unión de los hombres con Dios y entre sí (cfr. Lumen gentium, 1). Hoy quere-mos detenernos en la importancia, para el cristiano, de pertenecer a este pueblo. Hablaremos de la pertenencia a la Iglesia. 1. No estamos aislados y no somos cristianos a título individual, cada uno por su cuenta, no, ¡nuestra identidad cristiana es pertenencia! Somos cristianos porque pertenecemos a la Iglesia. Es como un apellido: si el nombre es “soy cristiano”, el apellido es “pertenezco a la Iglesia”. Es muy bonito notar cómo esa pertenencia se expresa también en el nombre que Dios se atribuye a sí mismo. Respondiendo a Moisés, en el episodio estupendo de la zarza ardiente (cfr. Ex 3,15), se define como el Dios de los padres. No dice: Yo soy el Omnipotente…, no: Yo soy el Dios de Abra-ham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob. De este modo, se manifiesta como el Dios que realizó una alianza con nuestros padres y sigue siempre fiel a su pacto, y nos llama a entrar en esa relación que nos precede. Esa relación de Dios con su pueblo nos precede a todos, viene de aquel tiempo. 2. En este sentido, el pensamiento va en primer lugar, con agradecimiento, a los que nos han precedido y acogido en la Iglesia. ¡Nadie se hace cristiano solo! ¿Está claro? Nadie se vuelve cristiano por sí mismo. No se hacen cristianos en el labora-torio. El cristiano es parte de un pueblo que viene de lejos. El cristiano pertenece a un pueblo que se llama Iglesia y esta Iglesia lo hace cristiano, en el día del Bautis-mo, y luego durante la catequesis, etc. Pero nadie, nadie se hace cristiano solo. Si creemos, si sabemos rezar, si conocemos al Señor y podemos escuchar su Palabra, si lo sentimos cerca y lo reconocemos en los hermanos, es porque otros, antes que nosotros, han vivido la fe y luego nos la trasmitieron. La fe la hemos recibido de nuestros padres, de nuestros antepasados, y ellos nos la enseñaron. Si lo pensamos bien, quién sabe cuántos rostros queridos nos pasan por los ojos en este momento: puede ser el rostro de nuestros padres que pidieron para nosotros el Bautismo; el de nuestros abuelos o de cualquier familiar que nos enseñó a hacer la señal de la cruz y a rezar las primeras oraciones. Yo recuerdo siempre la cara de la monja que me enseñó el catecismo, siempre me viene a la mente —seguro que ya está en el Cielo, porque era una mujer santa— y doy gracias a Dios por esa monja. O la cara del párroco, o de otro sacerdote, o de una monja o un catequista que nos trasmitió el contenido de la fe y nos hizo crecer como cristianos… Así que, ¡esa es la Iglesia!: una gran familia, en la que se nos acoge y se aprende a vivir como creyentes y co-mo discípulos del Señor Jesús. 3. Este camino lo podemos vivir no solo gracias a otras personas, sino junto a otras personas. En la Iglesia no hay el “hazlo tú mismo”, ni nadie “va por libre”. ¡Cuán-tas veces el Papa Benedicto describió la Iglesia como un “nosotros” eclesial! A ve-ces sucede que se oye a alguien decir: “Yo creo en Dio, creo en Jesús, pero la Iglesia no me interesa…”. ¿Cuántas veces lo hemos oído? ¡Y eso no puede ser! Hay quien con-sidera que puede tener un trato personal, directo, inmediato con Jesucristo fuera de

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la comunión y la mediación de la Iglesia. Son tentaciones peligrosas y dañinas. Son, como decía el gran Pablo VI, dicotomías absurdas. Es verdad que caminar juntos es comprometido, y a veces puede resultar fastidioso: puede suceder que al-gún hermano o hermana nos cause problemas, o nos dé escándalo… Pero el Señor confió su mensaje de salvación a personas humanas, a nosotros, a testigos; y, preci-samente en nuestros hermanos y hermanas, con sus dones y defectos, nos sale al encuentro y se hace reconocer. Y esto significa pertenecer a la Iglesia. Recordadlo bien: ser cristiano significa pertenencia a la Iglesia. El nombre es “cristiano”, el ape-llido es “pertenencia a la Iglesia”. Pidamos al Señor, por intercesión de la Virgen María, Madre de la Iglesia, la gracia de no caer nunca en la tentación de pensar que podemos prescindir de los demás, de poder prescindir de la Iglesia, de podernos salvar solos, de ser cristianos de labo-ratorio. Al contrario, no se puede amar a Dios sin amar a los hermanos, no se pue-de amar a Dios fuera de la Iglesia; no se puede estar en comunión con Dios sin es-tarlo con la Iglesia, y no podemos ser buenos cristianos sino junto a todos los que procuran seguir al Señor Jesús, como un único pueblo, un único cuerpo, y eso es la Iglesia.

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3. NUEVA ALIANZA Y NUEVO PUEBLO (6-VII-2014)

Queridos hermanos y hermanas, en las precedentes catequesis hemos visto cómo la Iglesia constituye un pueblo, un pueblo preparado con paciencia y amor de Dios y al que todos estamos llamados a pertenecer. Hoy quisiera poner en evidencia la novedad que caracteriza a este pueblo: se trata de verdad de un nuevo pueblo, que se funda en la nueva alianza, establecida por el Señor Jesús con el don de su vida. Esta novedad no niega el camino precedente ni se contrapone a él, sino que lo lleva adelante, lo lleva a su cumplimiento. 1. Hay una figura muy significativa, que hace de bisagra entre el Antiguo y el Nue-vo Testamento: la de Juan Bautista. Para los evangelios sinópticos es el «Precur-sor», el que prepara la venida del Señor, preparando al pueblo para la conversión del corazón y la acogida del consuelo de Dios, ya cerca. Para el evangelio de Juan es el «Testigo», en cuanto que nos hace reconocer en Jesús al que viene de lo alto, para perdonar nuestros pecados y hacer de su pueblo su esposa, primicia de la nue-va humanidad. Como «Precursor» y «Testigo», Juan Bautista tiene un papel central en toda la Escritura, en cuanto hace de puente entre la promesa del Antiguo Testa-mento y su cumplimiento, entre las profecías y su realización en Jesucristo. Con su testimonio, Juan nos indica a Jesús, nos invita a seguirlo, y nos dice, sin medios términos, que se requiere humildad, arrepentimiento y conversión: es una invita-ción a la humildad, al arrepentimiento y a la conversión. 2. Como Moisés estableció la alianza con Dios por la ley recibida en el Sinaí, así Jesús, desde una colina a orillas del lago de Galilea, entrega a sus discípulos y a la muchedumbre una enseñanza nueva que comienza con las Bienaventuranzas. Moi-sés da la Ley en el Sinaí y Jesús, el nuevo Moisés, da la Ley en ese monte, a orillas del lago de Galilea. Las Bienaventuranzas son el camino que Dios indica como respuesta al deseo de felicidad del hombre, y perfeccionan los mandamientos de la Antigua Alianza. Estamos acostumbrados a aprender los diez mandamientos —todos los sabéis, los aprendisteis en la catequesis— pero no lo estamos a repetir las Bienaventuranzas. Intentemos recordarlas y grabarlas en nuestro corazón. Haga-mos una cosa: yo las diré una tras otra y vosotros las repetís. ¿De acuerdo?

"Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos" [la gente lo repite].

"Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados" [la gente lo repite]. "Bienaventurados los mansos, porque poseerán la tierra" [la gente lo repite]. "Bienaventurados los que tiene hambre y sed de justicia, porque serán sacia-

dos" [la gente lo repite]. "Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia" [la

gente lo repite]. "Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios" [la gente lo

repite]. "Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos

de Dios" [la gente lo repite]. "Bienaventurados los perseguidos por la justicia, porque de ellos es el reino

de los cielos" [la gente lo repite].

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"Bienaventurados cuando os insulten, os persigan y, mintiendo, digan todo tipo de males contra vosotros por mi causa". Os ayudo: [el Papa repite con la gente] "Bienaventurados cuando os insulten, os persigan y, mintiendo, digan todo tipo de males contra vosotros por mi causa". "Alegraos y exultad, por-que vuestra recompensa será grande en los cielos" [la gente lo repite].

¡Muy bien! Hagamos una cosa: os pongo deberes para casa, una tarea para hacerla en casa. Tomad el evangelio, el que lleváis encima… Recordad que siempre debéis llevar un pequeño evangelio con vosotros, en el bolsillo, en el bolso, siempre; el que tenéis en casa. Abrid el evangelio, y en los primeros capítulos de Mateo —creo que en el 5— están las Bienaventuranzas. Y hoy o mañana los leéis en casa. ¿Lo haréis? [¡Sí!] Para no olvidarlas, porque es la Ley que nos da Jesús. ¿Lo haréis? Gracias. En esas palabras está toda la novedad que Cristo nos trae, y toda la novedad de Cristo está en esas palabras. En efecto, las Bienaventuranzas son el retrato de Jesús, su forma de vida; y son el camino de la verdadera felicidad, que también nosotros podemos recorrer con la gracia que Jesús nos da. 3. Además de la nueva Ley, Jesús nos da también el "protocolo" con el que seremos juzgados. Al final del mundo seremos juzgados. ¿Y qué preguntas nos harán? ¿Cuá-les serán esas preguntas? ¿Cuál es el protocolo con el que el juez nos juzgará? Es el que encontramos en el capítulo 25 del evangelio de Mateo. Hoy la tarea es leer el quinto capítulo del evangelio de Mateo donde están las Bienaventuranzas; y leer el 25, donde está el protocolo, las preguntas que nos harán el día del juicio. No tendremos ni títulos, ni créditos ni privilegios. El Señor nos reconocerá si a nuestra vez lo hemos reconocido en el pobre, en el hambriento, en el indigente y margina-do, en el que sufre o está solo… Es uno de los criterios fundamentales de verifica-ción de nuestra vida cristiana, sobre el que Jesús nos invita a medirnos cada día. Leo las Bienaventuranzas y pienso cómo debe ser mi vida cristiana, y luego hago el examen de conciencia con ese capítulo 25 de Mateo. Cada día: he hecho esto, he hecho esto, he hacho esto… ¡Nos vendrá bien! Son cosas sencillas pero concretas. Queridos amigos, la nueva alianza consiste en eso: en reconocerse, en Cristo, en-vueltos por la misericordia y la compasión de Dios. Eso es lo que llena nuestro co-razón de alegría, y lo que hace de nuestra vida un testimonio hermoso y creíble del amor de Dios por todos los hermanos que encontramos cada día. ¡Acordaos de los deberes! Capítulo quinto de Mateo y capítulo 25 de Mateo. Gracias

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4. UNA Y SANTA (27-VIII-2014)

Cada vez que renovamos nuestra profesión de fe rezando el Credo, afirmamos que la Iglesia es «una» y «santa». Es UNA, porque tiene su origen en Dios Trino, miste-rio de unidad y de comunión plena. La Iglesia es además SANTA, en cuanto está fundada por Jesucristo, animada por su Santo Espíritu, colmada de su amor y de su salvación. Al mismo tiempo, sin embargo, es santa pero compuesta de pecadores —todos nosotros—, pecadores que experimentamos cada día nuestras fragilidades y miserias. Entonces, la fe que profesamos nos lleva a la conversión, a tener el valor de vivir diariamente la unidad y la santidad, y si no estamos unidos, si no somos santos, es porque no somos fieles a Jesús. Pero Él, Jesús, no nos deja solos, no abandona su Iglesia. Camina con nosotros, nos comprende. Comprende nuestras debilidades, nuestros pecados, y nos perdona… siempre que nos dejemos perdonar, ¿verdad? Pero siempre está con nosotros, ayudándonos a ser menos pecadores, más santos más unidos. 1. El primer consuelo nos viene de que Jesús rezó mucho por la unidad de los dis-cípulos. En la oración de la Última Cena, Jesús pidió: Padre, que sean uno. Rezó por la unidad. Y precisamente en la inminencia de la Pasión, cuando estaba por ofrecer toda su vida por nosotros. Es lo que siempre estamos invitados a releer y meditar, en una de las páginas más intensas y emocionantes del Evangelio de Juan, el capítulo 17 (cfr vv. 11.21-23). ¡Qué bueno es saber que el Señor, justo antes de morir, no se preocupó de sí mismo, sino que pensó en nosotros! Y en su diálogo sincero con el Padre, rezó precisamente para que podamos ser una sola cosa con Él y entre nosotros. Con estas palabras, Jesús se hace nuestro intercesor ante el Padre, para que podamos entrar nosotros también en la plena comunión de amor con Él; al mismo tiempo, las confía a nosotros como su testamento espiritual, para que la unidad pueda ser cada vez más la nota distintiva de nuestras comunidades cristia-nas y la respuesta más hermosa a cualquiera que nos pida razón de la esperanza que está en nosotros (cfr 1Pt 3,15). 2. Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti; que también ellos sean uno, para que el mundo crea que tú me has mandado (Jn 17,21). La Iglesia ha in-tentado, desde el principio, realizar este propósito que tanto preocupa a Jesús. Los Hechos de los Apóstoles nos recuerdan que los primero cristianos se distinguían por tener un solo corazón y una sola alma (Hch 4,32); el apóstol Pablo, además, exhor-taba a sus comunidades a no olvidar que son un solo cuerpo (1Cor 12,13). Lo hemos oído en las Lecturas. Pero la experiencia nos dice que son tantos los pecados contra la unidad. Y no pensemos solo en los cismas, pensemos en faltas muy co-munes en nuestras comunidades, en pecados “parroquiales”, los pecados de las pa-rroquias. A veces, nuestras parroquias, llamadas a ser lugares de unión y de comu-nión, están tristemente marcadas por envidias, celos, antipatías. Y la murmuración está al alcance de todos. ¡Cuánto se murmura en las parroquias! ¿Eso es bueno o no es bueno? ¿Es bueno? Y cuando uno es elegido presidente de tal asociación, se murmura contra él. Y si aquella otra es elegida presidenta de la catequesis, las de-más murmuran contra ella. Pero, esa no es la Iglesia, ¿verdad? ¡Eso no se debe hacer! ¡No debemos hacerlo, no debemos hacerlo! No os digo que os cortéis la len-gua, no, no, tanto no… ¡Pero sí pedir al Señor la gracia de no hacerlo! Y eso pasa cuando buscamos los primeros puestos; cuando nos ponemos nosotros en el centro,

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con nuestras ambiciones personales y nuestros modos de ver las cosas, y juzgamos a los demás; cuando vemos los defectos de los hermanos, en vez de sus cualidades; cuando damos más peso a lo que nos divide, que a lo que nos une… Una vez, en la otra diócesis que estaba antes, escuché un comentario interesante y bonito. Se hablaba de una anciana que toda la vida había trabajado en la parroquia, y una persona que la conocía bien, dijo: “Esa mujer nunca habló mal, jamás mur-muró, siempre tenía una sonrisa”. Pues, ¡una mujer así puede ser canonizada ma-ñana! Sí, es un bonito ejemplo, ¿verdad? Y si miramos a la historia de la Iglesia, ¡cuántas divisiones entre los cristianos! Incluso ahora estamos divididos. También en la historia los cristianos hemos hecho la guerra entre nosotros por divisiones teo-lógicas. Pensemos en la de los 30 años. Pero eso no es cristiano. ¿Somos cristianos o no? Adora estamos divididos. Debemos pedir por la unidad de todos los cristia-nos, ir por el camino de la unidad que es el que Jesús quiere y por el que rezó. 3. Ante todo esto, tenemos que hacer seriamente un examen de conciencia. En una comunidad cristiana, la división es uno de los pecados más graves, porque la hace signo no de la obra de Dios, sino de la obra del diablo, el cual es, por definición, el que separa, el que arruina las relaciones, quien insinúa prejuicios… La división en una comunidad cristiana, ya sea en una escuela, en una parroquia, en una asocia-ción, donde sea, es un pecado gravísimo, porque es obra del diablo. Dios, en cam-bio, quiere que crezcamos en capacidad de acogernos, de perdonarnos y de querer-nos, para parecernos cada vez más a Él que es comunión y amor. En esto está la santidad de la Iglesia: en reconocernos a imagen de Dios, colmada de su misericor-dia y de su gracia. Queridos amigos, hagamos sonar en nuestro corazón estas palabras de Jesús: Bien-aventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios (Mt 5,9). Pidamos sinceramente perdón por todas las veces que hemos sido ocasión de división o de incomprensión dentro de nuestras comunidades, sabiendo que no se logra la comunión si no a través de una continua conversión. ¿Y qué es la conver-sión? Señor, dame la gracia de no difamar, de no criticar, de no murmurar, de que-rer a todos. Es una gracia que el Señor nos da. Eso es convertir el corazón. Pidamos que el tejido diario de nuestras relaciones pueda ser siempre el reflejo más hermoso y gozoso del trato entre Jesús y el Padre.

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5. a) LA IGLESIA ES MADRE (3-IX-2014)

En las catequesis anteriores hemos tenido ocasión de repetir varias veces que uno no se hace cristiano solo, es decir, con sus propias fuerzas o de modo autónomo, ni se convierte en cristiano en un laboratorio, sino que somos engendrados y criados en la fe dentro de este gran cuerpo que es la Iglesia. En este sentido, la Iglesia es auténtica madre, nuestra madre la Iglesia —es bonito decirlo así: Nuestra Madre la Iglesia—, una madre que nos da la vida en Cristo y nos hace vivir con todos los demás hermanos en la comunión del Espíritu Santo. 1. En esa maternidad, la Iglesia tiene como modelo a la Virgen María, el modelo más hermoso y más alto que se pueda tener. Ya lo vivieron las primeras comuni-dades cristianas, y el Concilio Vaticano II lo expresó de modo admirable (cfr Lumen gentium, 63-64). La maternidad de María es ciertamente única, singular, y tuvo lu-gar en la plenitud de los tiempos, cuando la Virgen dio a luz al Hijo de Dios, con-cebido por obra del Espíritu Santo. Sin embargo, la maternidad de la Iglesia se pone en continuidad con la de María, como su prolongación en la historia. La Iglesia, en la fecundidad del Espíritu, continúa engendrando nuevos hijos en Cristo, siempre a la escucha de la Palabra de Dios y con docilidad a su plan amoroso. La Iglesia es madre. De hecho, el nacimiento de Jesús en el seno de María es prelu-dio del nacimiento de todo cristiano en el seno de la Iglesia, desde que Cristo es pri-mogénito entre muchos hermanos (cfr. Rm 8,29). Nuestro primer hermano Jesús, que nació de María, es el modelo; y todos nosotros hemos nacido en la Iglesia. Com-prendemos entonces que la relación que une a María con la Iglesia es la más pro-funda: mirando a María, descubrimos el rostro más hermoso y más tierno de la Iglesia; y mirando a la Iglesia, reconocemos los rasgos sublimes de María. Los cris-tianos no somos huérfanos, tenemos una mamá, tenemos una madre, ¡y eso es grande! ¡No somos huérfanos! La Iglesia es madre, María es madre. 2. La Iglesia es nuestra madre porque nos ha dado a luz en el Bautismo. Cada vez que bautizamos a un niño, se hace hijo de la Iglesia, entra en la Iglesia. Y desde ese día, como mamá primorosa, nos hace crecer en la fe y nos indica, con la fuerza de la Palabra de Dios, el camino de la salvación, defendiéndonos del mal. La Iglesia recibió de Jesús el tesoro precioso del Evangelio no para guardarlo, sino para darlo generosamente a los demás, como hace una madre. En ese servicio de evangelización se manifiesta de modo peculiar la maternidad de la Iglesia, com-prometida, como una madre, en ofrecer a sus hijos el alimento espiritual que nutre y hace fructificar la vida cristiana. Todos, por tanto, estamos llamados a acoger, con mente y corazón abiertos, la Palabra de Dios que la Iglesia cada día dispensa, porque esa Palabra tiene la capacidad de cambiarnos desde dentro. Solo la Palabra de Dios tiene esa capacidad de cambiarnos desde muy dentro, desde las raíces más profundas. La Palabra de Dios tiene ese poder. ¿Y quién nos da la Palabra de Dios? La Madre Iglesia. Ella nos amamanta desde niños con esa Palabra, nos cría durante toda la vida con esa Palabra, ¡y eso es gran-de! Es precisamente la madre la que, con la Palabra de Dios, nos cambia desde den-

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tro. La Palabra de Dios que nos da la madre Iglesia nos trasforma, hace palpitar nuestra humanidad no según la mundanidad de la carne, sino según el Espíritu. En su solicitud materna, la Iglesia se esfuerza por mostrar a los creyentes el camino que hay que recorrer para vivir una existencia llena de alegría y de paz. Iluminados por la luz del Evangelio y sostenidos por la gracia de los Sacramentos, especialmen-te de la Eucaristía, podemos orientar nuestras decisiones hacia el bien y atravesar con valentía y esperanza los momentos de oscuridad y las sendas más tortuosas. El camino de la salvación, a través del cual la Iglesia nos guía y nos acompaña con la fuerza del Evangelio y la ayuda los Sacramentos, nos da la capacidad de defender-nos del mal. La Iglesia tiene el valor de una madre que sabe que puede defender a sus hijos de los peligros que derivan de la presencia de Satanás en el mundo, para llevarlos al encuentro de Jesús. ¡Una madre siempre defiende a sus hijos! Esa defen-sa consiste también en exhortar a la vigilancia: vigilar contra el engaño y la seduc-ción del maligno. Porque, aunque Dios venció a Satanás, éste vuelve siempre con sus tentaciones. Lo sabemos: todos hemos sido tentados, somos tentados y seremos tentados. Satanás viene como león rugiente (1Pt 5,8), dice el Apóstol Pedro, y nos toca a nosotros no ser ingenuos, sino vigilar y resistir fuertes en la fe. Resistir con los consejos de la madre Iglesia, resistir con la ayuda de la madre Iglesia que, como una buena mamá, siempre acompaña a sus hijos en los momentos difíciles. 3. Queridos amigos, esa es la Iglesia, esa es la Iglesia que todos queremos, esa es la Iglesia que quiero yo: una madre que se preocupa del bien de sus hijos y es capaz de dar la vida por ellos. No debemos olvidarnos, sin embargo, que la Iglesia no son solo los curas o los obispos. No, ¡somos todos! ¡La Iglesia somos todos! ¿De acuer-do? Y aunque todos somos hijos, también somos madres de otros cristianos. Todos los bautizados, hombres y mujeres juntos, somos la Iglesia. ¡Cuántas veces en nues-tra vida no damos ejemplo de esa maternidad de la Iglesia, de ese valor materno de la Iglesia! ¡Cuántas veces somos cobardes! Confiémonos, pues, a María, para que Ella, como madre de nuestro hermano primogénito Jesús, nos enseñe a tener su mismo espíritu materno con nuestros hermanos, con la capacidad sincera de aco-ger, de perdonar, de dar fuerza y de infundir confianza y esperanza. Eso es lo que hace una madre.

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5. b) LA IGLESIA ES MADRE DE MISERICORDIA (10-IX-2014)

En nuestro itinerario de catequesis sobre la Iglesia, nos estamos deteniendo a con-siderar que la Chiesa es Madre. La vez pasada subrayamos que la Iglesia nos hace crecer y, con la luz y la fuerza de la Palabra de Dios, nos indica el camino de la salvación y nos defiende del mal. Hoy quisiera señalar un aspecto particular de esa acción educativa de nuestra Madre Iglesia: cómo nos enseña las obras de misericordia. 1. Un buen educador va a lo esencial. No se pierde en los detalles, sino que trasmite lo que verdaderamente importa, para que el hijo o el alumno encuentren el sentido y la alegría de vivir. Esa es la verdad. Y lo esencial, según el Evangelio, es la miseri-cordia. Lo esencial del Evangelio es la misericordia. Dios envió a su Hijo, Dios se hizo hombre, para salvarnos, es decir, para darnos su misericordia. Lo dice claramente Jesús, resumiendo su enseñanza a los discípulos: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36). ¿Puede existir un cristiano que no sea misericor-dioso? No. El cristiano necesariamente tiene que ser misericordioso, porque es el centro del Evangelio. Y fiel a esa enseñanza, la Iglesia no puede sino repetir lo mismo a sus hijos: «Sed misericordiosos», como lo es el Padre y como lo fue Jesús. Misericordia. Por tanto, la Iglesia se comporta como Jesús. No da lecciones teóri-cas sobre el amor o la misericordia. No difunde en el mundo una filosofía o un ca-mino de sabiduría…. Ciertamente, el Cristianismo es también todo eso, pero como consecuencia. La Madre Iglesia, como Jesús, enseña con el ejemplo, y las palabras sirven para iluminar el significado de sus gestos. 2. La Madre Iglesia nos enseña a dar de comer y de beber a quien tiene hambre y sed, a vestir al que está desnudo. ¿Y cómo lo hace? Pues con el ejemplo de tantos santos y santas que lo hicieron de modo ejemplar; y también con el ejemplo de tan-tísimos papás y mamás que enseñan a sus hijos que lo que nos sobra a nosotros es para aquellos a los que les falta lo necesario. Es importante saber esto. En las fami-lias cristianas más humildes siempre se tuvo la sagrada regla de la hospitalidad: nunca falta un plato o una cama para quien lo necesite. Una vez una madre me contaba que quería enseñar eso a sus hijos y les decía que ayudaran a dar de comer a los que tienen hambre. Tenía tres hijos. Un día, a la hora de comer —el padre estaba fuera, en el trabajo; estaba ella con sus tres hijos, aún pequeños: 7, 5 y 4 años, más o menos— llaman a la puerta y era un señor que pedía comida. La ma-dre le dijo: ‘Espere un momento’. Entró y dijo a sus hijos: ‘Hay un señor ahí que pide comida, ¿qué hacemos?’ —‘¡Se la damos, mamá, se la damos!’. Cada uno te-nía en el plato un filete con patatas fritas. —‘¡Le damos, le damos!’ —‘Bien, pues cojamos la mitad de cada plato, y le damos la mitad del filete de cada uno’. —‘Ah, no, mamá, ¡eso no!’ —‘Pues es así; tienes que dar de lo tuyo’. Y así esa madre en-seño a sus hijos a dar de comer de lo de cada uno. Este ejemplo me ha ayudado mucho. —‘Pero, a mí no me sobra nada’. —‘¡Venga ya¡ ¡Da de lo tuyo!’. Así nos enseña la Madre Iglesia. Y vosotras, tantas madres que estáis aquí, ya sabéis lo que tenéis que hacer para enseñar a vuestros hijos a que compartan sus cosas con quien pasa necesidad. 3. La Madre Iglesia nos enseña a estar cerca del enfermo. ¡Cuántos santos y santas han servido a Jesús de este modo! Y cuántos hombres y mujeres sencillos, cada día, ponen en práctica esta obra de misericordia en la habitación de un hospital, o de

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una casa de reposo, o en su propia casa, asistiendo a una persona enferma. Tam-bién la Madre Iglesia enseña a estar cerca de quien está en la cárcel. —‘Pero no, eso es peligroso, es gente mala’. Pues cada uno es capaz. Oíd bien esto: cada uno de nosotros es capaz de hacer lo mismo que haya hecho ese hombre o mujer que está en la cárcel. Todos tenemos la capacidad de pecar y de hacer lo mismo, de equivo-carnos en la vida. ¡No es más malo que tú o que yo! La misericordia supera todo muro, toda barrera, y te lleva a buscar siempre el rostro del hombre, de la persona. La misericordia cambia el corazón y la vida, puede regenerar a una persona y per-mitirle insertarse de nuevo en la sociedad. La Madre Iglesia enseña a estar cerca de quien está abandonado y muere solo. Es lo que hizo la beata Teresa por las calles de Calcuta; es lo que han hecho y hacen tan-tos cristianos que no tienen miedo de darle la mano a quien está a punto de dejar este mundo. Y también aquí, la misericordia da la paz a quien se va y a quien se queda, haciéndonos sentir que Dios es más grande que la muerte, y que, permane-ciendo con Él, hasta el último desprendimiento es un ‘hasta la vista’… Esto lo en-tendió muy bien la beata Teresa. Le decían: ‘Madre, eso es perder el tiempo’. En-contraba gente moribunda por la calle, gente a la que se empezaban a comer los ratones, y los llevaba a casa para que muriesen limpios, tranquilos, acariciados, en paz. ¡Les daba el adiós a todos esos! Y tantos hombres y mujeres como ella han hecho lo mismo. Les esperan, ahí, en la puerta, para abriles la puerta del Cielo. Ayudan a morir a la gente bien, en paz. 4. Queridos hermanos y hermanas, así la Iglesia es Madre enseñando a sus hijos las obras de misericordia. Aprendió ese camino de Jesús, aprendió que eso es lo esen-cial para la salvación. No basta amar a quien nos ama. Jesús dice que eso lo hacen los paganos. No basta hacer el bien a quien nos hace el bien. Para cambiar el mun-do a mejor hay que hacer el bien a quien no es capaz de devolvérnoslo, como hizo el Padre con nosotros, dándonos a Jesús. ¿Cuánto hemos pagado nosotros por nuestra redención? ¡Nada, todo es gratuito! Hacer el bien sin esperar nada a cam-bio. Así hizo el Padre con nosotros, y nosotros debemos hacer lo mismo. ¡Haz el bien y sigue adelante! Qué bonito es vivir en la Iglesia, en nuestra Madre Iglesia que nos recuerda estas cosas que nos enseñó Jesús. Demos gracias al Señor que nos da la gracia de tener como Madre a la Iglesia. Ella que nos enseña el camino de la misericordia, que es el camino de la vida. Demos gracias al Señor.

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6. CATÓLICA Y APOSTÓLICA (17-IX-2014)

Esta semana continuamos hablando de la Iglesia. Cuando profesamos nuestra fe, afirmamos que la Iglesia es católica y apostólica. Pero, ¿cuál es efectivamente el significado de esas dos palabras, de esas dos notas características de la Iglesia? ¿Y qué valor tienen para las comunidades cristianas y para cada uno de nosotros? 1. Católica significa universal. Una definición completa y clara nos la ofrece uno de los Padres de la Iglesia de los primeros siglos, san Cirilo de Jerusalén, cuando afir-ma: «La Iglesia sin duda se dice católica, es decir, universal, porque está difundida por todas partes, de uno a otro confín de la tierra; y porque universalmente y sin error enseña todas las verdades que deben llegar a conocimiento de los hombres, tanto respecto a las cosas celestes como a las terrenas» (Catequesis XVIII, 23). Señal evidente de la catolicidad de la Iglesia es que habla todas las lenguas. Y eso no es otra cosa sino efecto de Pentecostés (cfr Hch 2,1-13): el Espíritu Santo capaci-tó a los Apóstoles y a la Iglesia entera para hacer resonar en todos, hasta los confi-nes de la tierra, la Buena Nueva de la salvación y del amor de Dios. Así, la Iglesia nació católica, o sea sinfónica desde sus orígenes —y no puede dejar de serlo—, pro-yectada a la evangelización y al encuentro con todos. La Palabra de Dios se lee hoy en todas las lenguas, todos tienen el Evangelio en su propia lengua —y vuelvo a lo de siempre: es bueno llevar un Evangelio pequeño en el bolsillo o en el bolso, y leer un pasaje durante el día: nos vendrá bien—. El Evangelio está difundido en todas las lenguas porque la Iglesia —el anuncio de Jesucristo Redentor—, está en todo el mundo. Y por eso se dice que la Iglesia es católica, porque es universal. 2. Si la Iglesia nació católica, quiere decir que nació en salida, que nació misionera. Si los Apóstoles se hubiesen quedado en el cenáculo, sin salir a llevar el Evangelio, la Iglesia sería solo la Iglesia de aquel pueblo, de aquella ciudad, de aquel cenáculo. Pero todos salieron al mundo desde el nacimiento de la Iglesia, desde que bajó so-bre ellos el Espíritu Santo. Por eso la Iglesia nació en salida, o sea, misionera. Es lo que expresamos calificándola de apostólica, porque el apóstol es el que lleva la buena nueva de la Resurrección de Jesús. Este término nos recuerda que la Iglesia, sobre el fundamento de los Apóstoles y en continuidad con ellos —son los Apósto-les los que salieron y fundaron nuevas iglesias, constituyeron nuevos obispos, y así en todo el mundo, en continuidad. Hoy todos nosotros estamos en continuidad con aquel grupo de Apóstoles que recibió al Espíritu Santo y luego salió a predicar—, es enviada a llevar a todos los hombres el anuncio del Evangelio, acompañándolo con las señales de la ternura y el poder de Dios. También eso deriva de Pentecostés: es el Espíritu Santo quien supera toda resistencia y vence la tentación de encerrarse en sí mismos —entre pocos elegidos—, y considerarse únicos destinatarios de la ben-dición de Dios. Si, por ejemplo, algunos cristianos hicieran eso y dijeran: "Nosotros somos los elegidos, solo nosotros", al final morirán. Mueren primero en el alma, y luego morirán en el cuerpo, porque no tienen vida, no son capaces de engendrar vida, otra gente, otros pueblos: no son Apóstoles. Pues es precisamente el Espíritu quien nos conduce al encuentro de los hermanos, incluso a los más distantes en todos los sentidos, para que puedan compartir con nosotros el amor, la paz y la alegría que el Señor Resucitado nos dejó como regalo.

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3. ¿Que comporta, para nuestras comunidades y para cada uno de nosotros, formar parte de una Iglesia que es católica y apostólica? En primer lugar, significa tomarse en serio la salvación de toda la humanidad, no sentirse indiferentes o extraños ante la suerte de tantos hermanos nuestros, sino abiertos y solidarios con ellos. Significa además tener el sentido de la plenitud, de lo completo, de la armonía de la vida cris-tiana, rechazando siempre las posiciones parciales, unilaterales, que nos encierran en nosotros mismos. Forma parte de la Iglesia apostólica quiere decir ser conscientes de que nuestra fe está anclada en el anuncio y el testimonio de los mismos Apóstoles de Jesús —ahí está anclada, es una larga cadena que viene desde allí–; y por eso, sentirse siempre enviados, sentirse mandados, en comunión con los sucesores de los Apóstoles, para anunciar, con el corazón lleno de alegría, a Cristo y su amor a toda la humanidad. Y aquí quisiera recordar la vida heroica de tantos misioneros y misioneras que deja-ron su patria para ir a anunciar el Evangelio a otros países, a otros continentes. Me decía un Cardenal brasileño que trabaja bastantea en la Amazonía, que cuando va a un sitio, a un país o a una ciudad de la Amazonía, va siempre al cementerio y ve las tumbas de aquellos misioneros, sacerdotes, frailes, monjas, que fueron a predicar el Evangelio: Apóstoles. Y él piensa: todos estos podrían ser canonizados ahora mis-mo, dejaron todo para anunciar a Jesucristo. Demos gracias al Señor porque nues-tra Iglesia tiene tantos misioneros, ha tenido muchos misioneros y ¡necesita todavía más! Agradecemos al Señor por esto. Quizá entre tantos jóvenes, chicos y chicas que están aquí, alguno quiera ser misionero: ¡adelante! Eso es muy hermoso, llevar el Evangelio de Jesús. ¡Que sea valiente! Pidamos pues al Señor que renueve en nosotros el don de su Espíritu, para que ca-da comunidad cristiana y cada bautizado sea expresión de la Santa Madre Iglesia católica y apostólica.

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7. CARISMAS: DIVERSIDAD Y UNIDAD (1-X-2014)

Desde el principio, el Señor colmó a la Iglesia con los dones de su Espíritu, hacién-dola siempre viva y fecunda con los dones del Espíritu Santo. Entre esos dones, se distinguen algunos que resultan particularmente valiosos para la edificación y el camino de la comunidad cristiana: se trata de los carismas. En esta catequesis nos vamos a preguntarnos: ¿Qué es exactamente un carisma? ¿Cómo podemos recono-cerlo y acogerlo? Y sobre todo: el hecho de que en la Iglesia haya una diversidad y una multiplicidad de carismas, ¿hay que verlo en sentido positivo, como algo bue-no, o como un problema? En el lenguaje común, cuando se habla de carisma, se suele entender como un talen-to, una habilidad natural. Y se dice: Esta persona tiene un carisma especial para enseñar, tiene ese talento. Así, ante una persona particularmente brillante y atrayente, se suele decir: Es una persona carismática. ¿Y qué significa? No lo sé, pero es carismática. No sa-bemos lo que decimos, pero decimos: Es carismática. En la perspectiva cristiana, sin embargo, el carisma es mucho más que una cualidad personal, o una predisposición de la que se puede estar dotado: el carisma es una gracia, un don regalado por Dios Padre, por la acción del Espíritu Santo. Y es un don que se le da a alguien no para que sea mejor que los demás o porque se lo merezca: es un regalo que Dios le hace, para que con la misma gratuidad y el mismo amor, lo pueda poner al servicio de toda la comunidad, para el bien de todos. Hablando un poco a lo humano, se dice así: Dios da esa cualidad, ese carisma, a esa persona pero no para ella, sino para que esté al servicio de toda la comunidad. Hoy, antes de venir a la plaza, he recibido a muchos niños discapacitados en el Aula Pablo VI, eran muchos, con una asociación que se dedica al cuidado de esos niños: ¿Qué es? Esa asociación, esas personas, esos hom-bres y mujeres tienen el carisma de cuidar a los niños discapacitados. ¡Eso es un carisma! Una cosa importante que hay que señalar cuanto antes es que uno no puede saber por sí solo si tiene un carisma, ni cual. Muchas veces hemos oído a personas que dicen: Yo tengo esta cualidad, sé cantar muy bien, pero nadie tiene valor para decirle: Pues mejor que estés callado, porque nos atormentas a todos cuando cantas. Nadie puede decir: Yo tengo este carisma. Es dentro de la comunidad donde surgen y florecen los dones de los que nos colma el Padre; y es en el seno de la comunidad donde se aprende a reconocerlos como una señal de su amor por todos sus hijos. Por eso, cada uno de nosotros es bueno que se pregunte: ¿Hay algún carisma que el Señor haya hecho surgir en mí, por la gracia de su Espíritu, y que mis hermanos, la comunidad cristiana, haya reconocido y animado? ¿Cómo me comporto respeto a ese don: lo vivo con generosidad, poniéndolo al servicio de todos, o lo descuido me acabo olvidando? ¿O tal vez sea para mí motivo de orgullo, hasta tal punto que me quejo siempre de los demás y pretendo que en la comunidad se hagan las cosas como yo digo? Son preguntas que nos debemos hacer: si hay un carisma en mí, si es reconocido ese carisma por la Iglesia, y si estoy conten-to con ese carisma o tengo un poco de celos de los carismas de los demás y quiero tener aquel carisma. El carisma es un don. ¡Solo Dios lo da! Sin embargo, la experiencia más bonita es descubrir de cuántos carismas distintos y de cuántos dones de su Espíritu el Padre colma a su Iglesia. Esto no debe ser visto como motivo de confusión, de molestia: todos son regalos que Dios hace a la co-

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munidad cristiana, para que pueda crecer armoniosa, en la fe y en su amor, como un único cuerpo, el cuerpo de Cristo. El mismo Espíritu que da esa diferencia de carismas, hace la unidad de la Iglesia. Es siempre el mismo Espíritu. Entonces, ante esa variedad de carismas, nuestro corazón se debe abrir a la alegría y debemos pen-sar: ¡Qué bonito! Tantos dones diversos, para que seamos todos hijos de Dios, y todos amados de modo único. Así que, ¡ojo si los dones se convierten en motivo de envidia, de divi-sión, de celos! Como recuerda el apóstol Pablo en su Primera Carta a los Corintios, capítulo 12, todos los carismas son importantes a los ojos de Dios y, al mismo tiempo, nadie es insustituible. Esto quiere decir que en la comunidad cristiana nece-sitamos uno del otro, y cada don recibido se realiza plenamente cuando es compar-tido con los hermanos, por el bien de todos. ¡Eso es la Iglesia! Y cuando la Iglesia, en la variedad de sus carismas, se expresa en comunión, no puede equivocarse: es la belleza y la fuerza del sensus fidei, de aquel sentido sobrenatural de la fe, que viene dado por el Espíritu Santo para que, juntos, podamos entrar todos en el corazón del Evangelio y aprender a seguir a Jesús en nuestra vida. Hoy la Iglesia celebra a Santa Teresa del Niño Jesús. Esta santa, que murió a los 24 años y amaba tanto a la Iglesia, quería ser misionera, pero quería tener todos los carismas, y decía: Yo quisiera hacer esto, esto y esto, ¡todos los carismas quería! Fue a hacer oración y notó que su carisma era el amor. Y dijo aquella bonita frase: En el corazón de la Iglesia yo seré el amor. Y ese carisma lo tenemos todos: la capacidad de amar. Pidamos hoy a Santa Teresa del Niño Jesús esa capacidad de amar mucho a la Iglesia, de amarla mucho, y aceptar todos los carismas con ese amor de hijos de la Iglesia, de nuestra Santa Madre Iglesia jerárquica.

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8. LOS CRISTIANOS NO CATÓLICOS

(8-X-2014) En las últimas catequesis, hemos procurado aclarar la naturaleza y belleza de la Iglesia, y nos hemos preguntado qué comporta para cada uno de nosotros formar parte de este pueblo de Dios que es la Iglesia. Sin embargo, no debemos olvidar que hay muchos hermanos que comparten con nosotros la fe en Cristo, pero que perte-necen a otras confesiones o tradiciones diferentes a la nuestra. Muchos se han re-signados a esa división —hasta dentro de nuestra Iglesia católica se han resigna-do— que en el curso de la historia ha sido a menudo causa de conflictos y sufri-mientos, incluso guerras, y ¡eso es una vergüenza! También hoy las relaciones no siempre están marcadas por el respeto y la cordialidad… Pero yo pregunto: ¿Cómo nos comportamos ante todo eso? ¿También nosotros estamos resignado o, peor aún, indiferentes a esa división? ¿O creemos firmemente que se puede y se debe caminar en la dirección de la reconciliación y de la plena comunión? La plena co-munión, es decir, poder participar todos juntos del cuerpo y sangre de Cristo. Las divisiones entre los cristianos, mientras hieren a la Iglesia, hieren a Cristo, y divididos provocamos una herida a Cristo: porque la Iglesia es el cuerpo del que Cristo es cabeza. Sabemos bien cómo le preocupaba a Jesús que sus discípulos permaneciesen unidos en su amor. Basta pensar en sus palabras, recogidas en el capítulo 17 del Evangelio de Juan, la oración dirigida al Padre en la inminencia de la pasión: «Padre santo, a los que me has dado, guárdalos en tu nombre, para que sean uno, así como nosotros» (Jn 17,11). Esta unidad ya estaba amenazada cuando Jesús estaba aún entre los suyos: en el Evangelio se recuerda que los apóstoles dis-cutían entre ellos sobre quien sería el más grande, el más importante (cfr. Lc 9,46). El Señor insistió mucho en la unidad en el nombre del Padre, haciéndonos entender que nuestro anuncio y nuestro ejemplo serán mucho más creíbles cuanto más sea-mos nosotros los primeros capaces de vivir en comunión y querernos. Es lo que sus apóstoles, con la gracia del Espíritu Santo, comprendieron después profundamente y se tomaron en serio, tanto que san Pablo llegará a implorar a la comunidad de Corinto con estas palabras: «Os ruego, pues, hermanos, en nombre de nuestro Se-ñor Jesucristo, que seáis unánimes en el hablar, y que no haya entre vosotros divi-siones, sino que estéis perfectamente unidos en una misma mente y en un mismo parecer» (1Cor 1,10). Durante su camino en la historia, la Iglesia es tentada por el maligno, que procura dividirla, y desgraciadamente ha sido marcada por separaciones graves y dolorosas. Son divisiones que a veces se han alargado en el tiempo, hasta hoy, por lo que ya resulta difícil reconstruir todas las causas y sobre todo encontrar posibles solucio-nes. Las razones que han llevado a las fracturas y separaciones pueden ser de lo más variado: desde las divergencias sobre principios dogmáticos y morales y sobre concepciones teológicas y pastorales diferentes, a los motivos políticos y de conve-niencia, hasta los enfrentamientos debidos a antipatías y ambiciones personales… Lo cierto es que, de un modo o de otro, detrás de esas heridas siempre está la so-berbia y el egoísmo, que son causa de todo desacuerdo y que nos vuelven intoleran-tes, incapaces de escuchar y de aceptar a quien tiene una visión o una posición di-versa de la nuestra.

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Ahora bien, ante todo esto, ¿hay algo que cada uno de nosotros, como miembros de la Santa Madre Iglesia, podemos y debemos hacer? Por supuesto, no puede faltar la oración, en continuidad y en comunión con la de Jesús, la oración por la unidad de los cristianos. Y junto a la oración, el Señor nos pide una renovada apertura: nos pide no cerrarnos al diálogo y al encuentro, sino captar todo lo que de válido y de positivo se nos ofrece también por quien piensa distinto de nosotros o se pone en posiciones diferentes. Nos pide no fijar la mirada en lo que nos divide, sino más bien en lo que nos une, procurando conocer y amar más y mejor a Jesús y compar-tir la riqueza de su amor. Y esto comporta concretamente la adhesión a la verdad, junto a la capacidad de perdonarse, de sentirse parte de la misma familia cristiana, de considerarse uno don para el otro y hacer juntos tantas cosas buenas, y obras de caridad. Es un dolor, pero hay divisiones, hay cristianos divididos, estamos divididos entre nosotros. Pero todos tenemos algo en común: todos creemos en Jesucristo, el Se-ñor. Todos creemos en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, y todos camina-mos juntos, estamos en camino. ¡Ayudémonos uno a otro! Bueno, tú piensas así o asá… En todas las comunidades hay buenos teólogos: que discutan ellos, que bus-quen ellos la verdad teológica porque es un deber, pero nosotros caminemos juntos, rezando uno por otro y haciendo obras de caridad. Así hacemos la comunión en camino. Esto se llama ecumenismo espiritual: hacer el camino de la vida todos jun-tos en nuestra fe, en Jesucristo el Señor. Se dice que no se debe hablar de cosas per-sonales, pero no resisto la tentación. Estamos hablando de comunión… comunión entre nosotros. Pues hoy estoy muy agradecido al Señor porque hace 70 años que hice la Primera Comunión. Pero hacer la Primera Comunión todos debemos saber que significa entrar en comunión con los demás, en comunión con los hermanos de nuestra Iglesia, y también en comunión con todos los que pertenecen a comunida-des diversas pero creen en Jesús. Demos gracias al Señor por nuestro Bautismo, agradezcamos al Señor por nuestra comunión, y para que esa comunión acabe siendo de todos juntos. Queridos amigos, ¡adelante, pues, hacia la plena unidad! La historia nos ha separa-do, pero estamos en camino hacia la reconciliación y la comunión. Y eso es verdad. Y eso tenemos que defenderlo. Todos estamos en camino hacia la comunión. Y cuando la meta nos pueda parecer demasiado distante, casi inalcanzable, y nos sin-tamos presas del desaliento, nos ronde la idea de que Dios no puede cerrar los oídos a la voz de su Hijo Jesús y no escuchar su y nuestra oración, para que todos los cris-tianos sean de verdad una cosa sola.

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9. LA IGLESIA, ESPOSA DE CRISTO (15-X-2014)

Durante este tiempo hemos hablado de la Iglesia, de nuestra Santa Madre Iglesia jerárquica, del pueblo de Dios en camino. Hoy queremos preguntarnos: al final, ¿qué será del pueblo de Dios? ¿Qué será de cada uno de nosotros? ¿Qué debemos esperar? El apóstol Pablo animaba a los cristianos de la comunidad de Tesalónica, que se hacían las mismas preguntas, y después de su argumentación, decía esas pa-labras que son de las más bonitas del Nuevo Testamento: ¡Y así estaremos para siem-pre con el Señor! (1Ts 4,17). Son palabras sencillas, pero con una densidad de espe-ranza tan grande. ¡Estaremos para siempre con el Señor! ¿Vosotros creéis eso? ¡Me pa-rece que no! ¿Lo creéis? ¿Lo repetimos juntos tres veces? ¡Estaremos para siempre con el Señor! ¡Estaremos para siempre con el Señor! ¡Estaremos para siempre con el Señor! Es emblemático que en el libro del Apocalipsis, Juan, recogiendo la intuición de los Profetas, describa la dimensión última, definitiva, en términos de la nueva Jerusalén que baja del cielo, de Dios, ataviada como una esposa para su esposo (Ap 21,2). ¡Eso es lo que nos espera! Y eso es la Iglesia: el pueblo de Dios que sigue al Señor Jesús y se prepara día a día para el encuentro con él, como una esposa con su esposo. Y no es solo un modo de decir: ¡serán verdaderas y auténticas bodas! Sí, porque Cristo, haciéndose hombre como nosotros y haciendo de todos una cosa sola con él, con su muerte y resurrección, nos ha desposado de verdad y ha hecho de nosotros —como pueblo— su esposa. Y esto no es sino el cumplimiento del designio de comunión y de amor tejido por Dios en el curso de toda la historia, la historia del pueblo de Dios y también la historia de cada uno. ¡Es el Señor quien saca esto adelante! También hay otro elemento que nos consuela ulteriormente y nos abre el corazón: Juan nos dice que en la Iglesia, esposa de Cristo, se hace visible la nueva Jerusalén. Esto significa que la Iglesia, además de esposa, está llamada a ser ciudad, símbolo por excelencia de la convivencia y de las relaciones humanas. ¡Qué bonito poder contemplar ya, según otra imagen muy sugestiva del Apocalipsis, a todas las gentes y pueblos reunidos en esa ciudad, como en una tienda, la tienda de Dios! (cfr Ap 21,3). Y en ese glorioso marco ya no habrá aislamientos, prevaricaciones ni distin-ciones de ningún género —de naturaleza social, étnica o religiosa— sino que todos seremos una sola cosa en Cristo. Ante ese escenario inaudito y maravilloso, nuestro corazón no puede dejar de sen-tirse confirmado de modo fuerte en la esperanza. Mirad, la esperanza cristiana no es simplemente un deseo, una ilusión, no es optimismo: para un cristiano, la espe-ranza es espera, espera ferviente, apasionada del cumplimiento último y definitivo de un misterio, el misterio del amor de Dios, en el que hemos renacido y vivimos. Y es espera de alguien que está por venir: es Cristo el Señor que se hace cada vez más cercano a nosotros, día a día, y que viene a introducirnos finalmente en la ple-nitud de su comunión y de su paz. La Iglesia tiene la tarea de mantener encendida y bien visible la lámpara de la esperanza, para que pueda continuar brillando como señal segura de salvación e iluminar a toda la humanidad por el sendero que lleva al encuentro del rostro misericordioso de Dios. Queridos hermanos y hermanas, ahí está lo que esperamos: ¡que Jesús vuelva! La Iglesia esposa espera a su esposo. Pero debemos preguntarnos, con mucha sinceri-

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dad: ¿Somos auténticos testigos luminosos y creíbles de esa espera, de esa esperan-za? ¿Nuestras comunidades viven aún en el signo de la presencia del Señor Jesús y en la espera calurosa de su venida, o parecen cansadas, entumecidas, bajo el peso del cansancio y la resignación? ¿Corremos también nosotros el riesgo de gastar el aceite de la fe y el aceite de la alegría? ¡Estemos atentos! Invocamos a la Virgen María, madre de la esperanza y reina del cielo, para que nos mantenga siempre en actitud de escucha y de espera, de modo que podamos estar llenos del amor de Cristo y formar parte un día de la alegría sin fin, en plena comu-nión de Dios. Y no olvidéis nunca que: ¡estaremos por siempre con el Señor! (1Ts 4,17).

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10. LA IGLESIA, CUERPO DE CRISTO (22-X-2014)

Cuando se quiere decir que los elementos que componen una realidad están estre-chamente unidos unos a otros, y forman juntos una sola cosa, si suele emplear la imagen del cuerpo. Desde el Apóstol Pablo, esa expresión fue aplicada a la Iglesia y reconocida como su característica distintiva más profunda y hermosa. Por eso, hoy queremos preguntarnos: ¿En qué sentido la Iglesia forma un cuerpo? ¿Y por qué se define cuerpo de Cristo? En el Libro de Ezequiel se describe una visión un poco lla-mativa, impresionante, pero capaz de infundir confianza y esperanza en nuestros corazones. Dios muestra al profeta un montón de huesos, sueltos y secos. Un esce-nario desolador. Imaginaos: ¡toda una llanura llena de huesos! Y entonces, Dios le pide que invoque sobre ellos al Espíritu. En ese momento, los huesos se mueven y empiezan a juntarse y a unirse; por encima les crecen primero los nervios y luego la carne, y se forma así un cuerpo, completo y lleno de vida (cfr. Ez 37,1-14). ¡Pues, esa es la Iglesia! (Por favor, hoy en casa coged la Biblia, en el capitulo 37 del profe-ta Ezequiel, y no olvidéis leerlo, que es precioso). Esa es la Iglesia, una obra maes-tra, la obra maestra del Espíritu, que infunde en cada uno la vida nueva del Resuci-tado y nos pone uno al lado del otro, uno al servicio y para apoyar al otro, haciendo de todos nosotros un solo cuerpo, edificado en la comunión y en el amor. Pero la Iglesia no solo es un cuerpo edificado en el Espíritu: ¡la Iglesia es el Cuerpo de Cristo! Un poco raro, pero es así, y no se trata simplemente de un modo de de-cir, sino que lo somos de verdad. Es el gran don que recibimos el día de nuestro Bautismo. En el sacramento del Bautismo, Cristo nos hizo suyos, acogiéndonos en el corazón del misterio de la cruz, el misterio supremo de su amor por nosotros, para luego hacernos resurgir con él, como nuevas criaturas. Así nace la Iglesia, y así se reconoce como cuerpo de Cristo. El Bautismo constituye un auténtico renaci-miento, que nos regenera en Cristo, nos hace parte de él, y nos une íntimamente entre nosotros, como miembros del mismo cuerpo, del que Él es la cabeza (cfr. Rm 12,5; 1Cor 12,12-13). Lo que surge de ahí es una profunda comunión de amor. En este sentido, es lumi-noso cómo Pablo, exhortando a los maridos a amar a sus mujeres como a su propio cuerpo, afirma: Igual que Cristo hace con la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo (Ef 5,28-30). ¡Qué bonito si nos acordásemos más a menudo de lo que somos, de lo que el Señor Jesús hizo de nosotros! Somos su cuerpo, ese cuerpo que nada ni nadie puede separar de él, con toda su pasión y todo su amor, precisamente como un es-poso con su esposa. Este pensamiento debe provocar en nosotros el deseo de co-rresponder al Señor y compartir su amor entre nosotros, como miembros vivos de su mismo cuerpo. En el tiempo de Pablo, la comunidad de Corinto tenía muchas dificultades en este sentido, experimentando —como nosotros a veces— divisiones, envidias, incomprensiones y marginación. Todas esas cosas no están bien, porque, en vez de edificar y hacer crecer la Iglesia como cuerpo de Cristo, la rompen en muchas partes, la desmiembran. Y eso pasa también en nuestros días. Pensemos en las comunidades cristianas, en algunas parroquias, o en nuestros barrios: ¡cuántas divisiones, cuántas envidias, cómo se critica, cuánta incomprensión y marginación! ¿Y eso qué hace? ¡Nos sepa-ra! Es el comienzo de la guerra. La guerra no empieza en el campo de batalla: la

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guerra, las guerras comienzan en el corazón, con la incomprensión, división, envi-dias, con la lucha entre nosotros. Pues la comunidad de Corinto era así. ¡Eran unos campeones en eso! Y por eso el apóstol dio a los Corintios algunos consejos concre-tos, que también sirven para nosotros: no ser celosos, sino apreciar en nuestras comu-nidades los dones y cualidades de nuestros hermanos. ¡Los celos! Es que aquel se ha comprado un coche, y siento aquí un celo; y al otro le ha tocado la lotería…; y a al de más allá le va bien en esto… ¡Son celos! Y eso desmiembra, hace daño: ¡no se debe hacer! Porque los celos crecen y crecen hasta llenar el corazón. Y un corazón celoso es un corazón ácido, un corazón que, en vez de sangre, parece que tenga vinagre. ¡Un corazón que nunca es feliz, un corazón que desmiembra la comunidad! ¿Y qué ten-go que hacer? Apreciar en nuestras comunidades los dones y cualidades de los de-más, de nuestros hermanos. Pero, ¿cuándo me den celos? (porque nos dan a todos; todos somos pecadores). Cuando te den celos, dile al Señor: ¡Gracias, Señor, por lo que has dado a ese y a aquella otra persona! Apreciar las cualidades va en contra de la división; hacerse cercanos y participar en el sufrimiento de los últimos y de los más necesitados; expresar agradecimiento a todos, decir gracias… El corazón que sabe dar gracias es un corazón bueno, un co-razón noble, un corazón que está contento, porque sabe dar las gracias. Os pregun-to: ¿Sabemos dar las gracias siempre? ¿No? ¿No siempre? Porque la envidia y los celos nos frenan un poco. Por último, otro consejo que el apóstol Pablo da a los Corintios, y que también de-bemos darnos nosotros, uno al otro: no considerar a nadie superior a los demás (¡cuánta gente se siente superior a los demás!). Nosotros también, muchas veces decimos, como el fariseo de la parábola: Te doy gracias Señor porque no soy como aquél; soy superior (cfr. Lc 18,11). ¡Qué feo! ¡No lo hagáis nunca! Si te pasa eso, acuérdate de tus pecados, de esos que nadie conoce, avergüénzate ante Dios, y dile: Pero tú Señor, tú sí sabes quién es superior, y yo me callo. Eso hace bien. Siempre, con caridad, considerarse miembros unos de otros, que viven y se entregan en beneficio de todos (cfr. 1Cor 12-14). Queridos hermanos y hermanas, como el profeta Ezequiel y el apóstol Pablo, invo-quemos nosotros también al Espíritu Santo, para que su gracia y la abundancia de sus dones nos ayuden a vivir de verdad como cuerpo de Cristo, unidos, como fami-lia, pero familia que es el cuerpo de Cristo, y como signo visible y hermoso del amor de Cristo.

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11. REALIDAD ESPIRITUAL Y VISIBLE DE LA IGLESIA (20-X-2014)

En las catequesis anteriores hemos podido comprobar que la Iglesia tiene una natu-raleza espiritual: es el cuerpo de Cristo, edificado en el Espíritu Santo. Pero, cuando nos referimos a la Iglesia, inmediatamente el pensamiento va a nuestras comunida-des, a nuestras parroquias, a nuestras diócesis, a las estructuras en las que solemos reunirnos y, obviamente, también en la componente y figuras más institucionales que la rigen, que la gobiernan. Esa es la realidad visible de la Iglesia. Entonces, de-bemos preguntarnos: ¿se trata de dos cosas distintas o de las única Iglesia? Y, si siempre es la única Iglesia, ¿cómo podemos entender la relación entre su realidad visible y la espiritual? 1. Ante todo, cuando hablamos de la realidad visible de la Iglesia, no debemos pen-sar solamente en el Papa, los Obispos, los curas, las monjas y todas las personas consagradas. La realidad visible de la Iglesia está constituida por tantos hermanos y hermanas bautizados que en el mundo creen, esperan y aman. Pero muchas veces oímos decir: —"Pues la Iglesia no hace esto…; la Iglesia no hace aquello…". —"Pero, di-me, ¿quién es Iglesia?". —"Son los curas, los obispos, el Papa…". ¡No! ¡La Iglesia somos todos nosotros! Todos los bautizados somos la Iglesia de Jesús. Todos los que si-guen al Señor Jesús y que, en su nombre, se acercan a los sufren, procurando ofre-cer un poco de alivio, de consuelo y de paz; todos los que hacen lo que el Señor nos mandó, son la Iglesia. Comprendemos, entonces, que tampoco la realidad visible de la Iglesia es mensurable, no se puede conocer en toda su plenitud: ¿cómo se va a conocer todo el bien que se hace? Tantas obras de amor, tantas fidelidades en las familias, tanto trabajo para educar a los hijos, para trasmitir la fe, tanto sufrimiento en los enfermos que ofrecen sus dolencias al Señor… ¡Eso no se puede medir, y es tan grande! ¿Cómo se van a conocer todas las maravillas que, a través de nosotros, Cristo consigue obra en el corazón y en la vida de cada persona? Mirad: también la realidad visible de la Iglesia va más allá de nuestro control, va más allá de nuestras fuerzas, y es una realidad misteriosa, porque viene de Dios. 2. Para comprender la relación, en la Iglesia, entre su realidad visible y la espiritual, no hay otro modo que mirar a Cristo, del que la Iglesia constituye el cuerpo y del que es engendrada, en un acto de infinito amor. Porque también en Cristo, por el misterio de la Encarnación, reconocemos una naturaleza humana y una naturaleza divina, unidas en la misma persona de modo admirable e indisoluble. Esto vale también, de modo análogo, para la Iglesia. Y como en Cristo la naturaleza humana sigue plenamente a la divina y se pone a su servicio, en función del cumplimiento de la salvación, así sucede en la Iglesia, para su realidad visible, respecto a la espiri-tual. Así pues, también la Iglesia es un misterio, en el que lo que no se ve es más importante que lo que se ve, y puede ser reconocido solo con los ojos de la fe (cfr. Lumen gentium, 8). 3. En el caso de la Iglesia, sin embargo, debemos preguntarnos: ¿cómo la realidad visible puede ponerse al servicio de la espiritual? Una vez más, podemos compren-derlo mirando a Cristo. Cristo es el modelo de la Iglesia, porque la Iglesia es su cuerpo. Es el modelo de todos los cristianos, de todos nosotros. Cuando se mira a Cristo no se equivoca. En el Evangelio de Lucas se cuenta que Jesús, al volver a Nazaret , donde había crecido, entró en la sinagoga y leyó, refiriéndolo a sí mismo,

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el pasaje del profeta Isaías donde está escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí; por eso me ha ungido y me ha enviado a anunciar a los pobres la alegría, a proclamar la libera-ción a los cautivos y la vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos, a proclamar el año de gracia del Señor (Lc 4,18-19). Aquí está: igual que Cristo se sirvió de su huma-nidad —porque era hombre— para anunciar y realizar el designio divino de reden-ción y de salvación —porque era Dios—, así debe ser también para la Iglesia. A través de su realidad visible, de todo lo que se ve, los sacramentos y el testimonio de nosotros los cristianos, la Iglesia está llamada cada día a acercarse a cada hombre, comenzando por quien es pobre, por quien sufre y por quien está marginado, de modo que todos sientan la mirada compasiva y misericordiosa de Jesús. Queridos hermanos y hermanas, con frecuencia como Iglesia experimentamos nuestra fragilidad y nuestras limitaciones. Todos las tenemos. Todos somos peca-dores. Nadie puede decir: —"Yo no soy pecador". Si alguno de nosotros se siente que no es pecador, ¡que levante la mano! Todos lo somos. Y esa fragilidad, esas limita-ciones, y nuestros pecados, es justo que produzcan en nosotros un profundo disgus-to, sobre todo cuando damos mal ejemplo y nos damos cuenta de que puede ser motivo de escándalo. Cuántas veces hemos oído en el barrio: —"Pues aquella persona de allí va siempre a la Iglesia pero habla mal de todos…". Eso no es cristiano, es un mal ejemplo: es un pecado. Pues así damos mal ejemplo: —"Pues, si ese y aquella son cris-tianos, yo me hago ateo". Nuestro ejemplo es hacer entender qué significa ser cristia-no. Pidamos no ser motivo de escándalo. Pidamos el don de la fe, para que poda-mos comprender cómo, a pesar de nuestra poquedad y nuestra pobreza, el Señor nos ha convertido en instrumentos de gracia y señal visible de su amor por toda la humanidad. ¡Podemos ser motivo de escándalo, sí! Pero también podemos llegar a ser motivo de ejemplo, diciendo con nuestra vida lo que Jesús quiere de nosotros.

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12: LA SANTA MADRE IGLESIA JERÁRQUICA (5-XI-2014)

Hemos escuchado las cosas que el Apóstol Pablo dice al obispo Tito. Pero, ¿cuántas virtudes hemos de tener los obispos? Lo hemos oído todos, ¿no? ¡No es fácil, no, porque somos pecadores! Pero, nos confiamos a vuestra oración para que, al me-nos, nos acerquemos a esas cosas que el Apóstol Pablo aconseja a todos los obispos. ¿De acuerdo? ¿Rezaréis por nosotros? Ya hemos tenido ocasión de señalar, en catequesis anteriores, que el Espíritu Santo colma siempre de sus dones a la Iglesia, con abundancia. Ahora, con el poder y la gracia de su Espíritu, Cristo no deja de suscitar ministerios para edificar las comuni-dades cristianas como cuerpo suyo. Entre esos ministerios, se distingue el episcopal. En el obispo, ayudado por los presbíteros y diáconos, es Cristo mismo quien se hace presente y sigue cuidando su Iglesia, asegurando su protección y guía. 1. En la presencia y ministerio de obispos, presbíteros y diáconos, podemos recono-cer el verdadero rostro de la Iglesia: es la Santa Madre Iglesia Jerárquica. Y, de ver-dad, a través de esos hermanos nuestros escogidos por el Señor y consagrados con el sacramento del Orden, la Iglesia ejercita su maternidad: nos engendra en el Bau-tismo como cristianos, haciéndonos renaces en Cristo; vela nuestro crecimiento en la fe; nos acompaña a los brazos del Padre, para recibir su perdón; prepara para nosotros la mesa eucarística, donde nos alimenta con Palabra de Dios y el Cuerpo y la Sangre de Jesús; invoca sobre nosotros la bendición de Dios y la fuerza de su Espíritu, sosteniéndonos todo el curso de nuestra vida y envolviéndonos con su ternura y calor, sobre todo en los momentos más delicados de la prueba, del sufri-miento y de la muerte. 2. Esta maternidad de la Iglesia se expresa en particular en la persona del obispo y en su ministerio. Del mismo modo que Jesús eligió a los Apóstoles y les envió a anunciar el Evangelio y apacentar a su grey, igualmente los obispos, sus sucesores, son puestos a la cabeza de las comunidades cristianas como garantes de su fe y sig-no vivo de la presencia del Señor en medio de ellas. Comprendemos, pues, que no se trata de una posición de prestigio, de un cargo honorífico. El episcopado no es un honor; es un servicio. Y eso lo quiso así Jesús. No puede haber sitio en la Iglesia para la mentalidad mundana, que lleva a decir: “Este hombre ha hecho la carrera ecle-siástica y ha llegado a obispo”. ¡No, no! En la Iglesia no debe haber sitio para esa men-talidad. El episcopado es un servicio, no un cargo honorífico para alardear. Ser obispo quiere decir tener siempre ante los ojos el ejemplo de Jesús que, como Buen Pastor, vino no para ser servido, sino para servir (cfr. Mt 20,28; Mc 10,45) y dar la vida por sus ovejas (cfr. Jn 10,11). Los santos obispos —y son muchos en la historia de la Iglesia, muchos obispos santos— nos muestran que ese ministerio no se busca, ni se pide, ni se compra, sino que se acoge con obediencia, no para elevarse, sino para abajarse, como Jesús que «se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Fil 2,8). Es triste cuando se ve un hombre que busca este oficio y que hace tantas cosas para llegar allí y, cuando llega, no sirve, se pavo-nea, vive solo para su vanidad. 3. Hay otro elemento precioso que merece destacarse. Cuando Jesús elige y llama a los Apóstoles, los pensó no separados uno del otro, cada uno por su cuenta, sino

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juntos, para que estuvieran con Él, unidos, como una sola familia. También los obispos constituyen un único colegio, reunido en torno al Papa, custodio y garante de la profunda comunión, que tanto preocupaba a Jesús y a sus mismos Apóstoles. ¡Qué bonito es cuando los obispos, con el Papa, expresan esa colegialidad y procu-ran ser cada vez más siervos de los fieles, más siervos de la Iglesia! Lo hemos expe-rimentado recientemente en la Asamblea del Sínodo sobre la familia. Pero pense-mos en todos los obispos dispersos por el mundo que, aun viviendo en localidades, culturas, sensibilidades y tradiciones diferentes y alejadas entre sí —un obispo me decía el otro día que, para llegar a Roma, eran necesarias, desde donde él vive, más de 30 horas de avión—, se sienten parte uno del otro, y son expresión del único vínculo íntimo con Cristo y entre sus comunidades. Y, en la común oración ecle-sial, todos los obispos se ponen juntos a la escucha del Señor y del Espíritu, pu-diendo así prestar más atención al hombre y a los signos de los tiempos (cfr. Gau-dium et spes, 4). Queridos amigos, todo esto nos hace comprender por qué las comunidades cristia-nas ven en el obispo un gran don, y están llamadas a alimentar una sincera y pro-funda comunión con él, empezando por los presbíteros y diáconos. No hay una Iglesia sana si los fieles, los diáconos y los presbíteros no están unidos al obispo. Una Iglesia que no está unida al obispo es una Iglesia enferma. Jesús quiso la unión de todos los fieles con el obispo, también de los diáconos y presbíteros. Y eso lo hacen conscientes de que es, precisamente en el obispo, donde se hace visible el vínculo de cada Iglesia con los Apóstoles y con todas las demás comunidades, uni-das con sus obispos y el Papa en la única Iglesia del Señor Jesús, que es nuestra Santa Madre Iglesia Jerárquica.

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13. CUALIDADES DEL MINISTERIO PASTORAL (12-XI-2014)

En la catequesis anterior vimos cómo el Señor sigue apacentando a su grey a través del ministerio de los obispo, ayudados por los presbíteros y diáconos. En ellos se hace presente Jesús, con el poder del Espíritu Santo, y continúa sirviendo a la Igle-sia, alimentando en ella la fe, la esperanza y el testimonio de la caridad. Así pues, esos ministerios constituyen un gran don del Señor para cada comunidad cristiana y para la Iglesia entera, en cuanto son una señal viva de su presencia y de su amor. Hoy quisiera que nos preguntáramos: ¿Qué se pide a esos ministros de la Iglesia, para que puedan vivir de modo auténtico y fecundo su servicio? 1. En las Cartas pastorales enviadas a sus discípulos Timoteo y Tito, el apóstol Pablo se detiene con atención en la figura de los obispos, de los presbíteros y de los diáco-nos, y también en la figura de los fieles, de los ancianos y de los jóvenes. Se detiene en una descripción de cada cristiano en la Iglesia, delineando para los obispos, presbíteros y diáconos, a lo que ellos están llamados y las prerrogativas que deben ser reconocidas en los que son elegidos e investidos con esos ministerios. Ahora bien, es emblemático que, junto a las dotes inherentes de la fe y la vida espiritual —que no se pueden descuidar, porque son la vida misma—, se mencionen algunas cualidades exquisitamente humanas: la amabilidad, la sobriedad, la paciencia, la mansedumbre, la fiabilidad, la bondad de corazón. ¡Este es el alfabeto, la gramática básica de todo ministerio! Debe ser la gramática básica de todo obispo, cura y diá-cono. Sí, porque sin esa predisposición hermosa y genuina a encontrar, a conocer, a dialogar, a apreciar y a relacionarse con los hermanos de modo respetuoso y since-ro, no es posible ofrecer un servicio y un testimonio alegres y creíbles de verdad. 2. Luego está una actitud de fondo que Pablo recomienda a sus discípulos y, en consecuencia, a todos los que son investidos del ministerio pastoral, sean obispos, sacerdotes o diáconos. El apóstol exhorta a reavivar continuamente el don que ha sido recibido (cfr. 1Tm 4,14; 2Tm 1,6). Esto significa que debe estar siempre viva la conciencia de que no se es obispo, sacerdote o diácono porque se sea más inteligen-te, más valientes y mejores que los demás, sino solo por la fuerza de un don, un don de amor otorgado por Dios, con el poder de su Espíritu, para el bien de su pueblo. Esa conciencia es verdaderamente importante y constituye una gracia que hay que pedir cada día. Porque un Pastor que es consciente de que su ministerio nace úni-camente de la misericordia y del corazón de Dios nunca podrá asumir una postura autoritaria, como si todos estuvieran a sus pies y la comunidad fuese su propiedad, su reino personal. 3. La conciencia de que todo es don, todo es gracia, ayuda a un Pastor también a no caer en la tentación de ponerse en el centro de la atención y confiar solamente en sí mismo. Son las tentaciones de la vanidad, del orgullo, de la suficiencia, de la soberbia. ¡Ay si un obispo, un sacerdote o un diacono creen saberlo todo, tener siempre la respuesta justa para cada cosa y no necesitar a nadie! Al contrario, la conciencia de ser él el primer objeto de la misericordia y la compasión de Dios debe llevar a un ministro de la Iglesia a ser siempre humilde y comprensivo respecto a los demás. Aun siendo consciente de ser llamado para proteger con valentía el depósito de la fe (cfr. 1Tm 6,20), se pondrá a la escucha de la gente. Porque es consciente de tener siempre algo que aprender, incluso de aquellos que puedan estar todavía lejos

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de la fe y de la Iglesia. Además, con sus hermanos esto debe llevar a asumir una nueva actitud, comprometido a compartir, a la corresponsabilidad y a la comunión. Queridos amigos, debemos estar siempre agradecidos al Señor, porque en la perso-na y en el ministerio de los obispos, sacerdotes y diáconos, sigue guiando y for-mando a su Iglesia, haciéndola crecer por el camino de la santidad. Al mismo tiem-po, tenemos que rezar continuamente para que los Pastores de nuestras comunida-des puedan ser imagen viva de la comunión y del amor de Dios.

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14. LA VOCACIÓN UNIVERSAL A LA SANTIDAD (19-XI-2014)

Un gran don del Concilio Vaticano II fue el de haber recuperado una visión de Igle-sia fundada en la comunión, y haber retomado también el principio de la autoridad y de la jerarquía en dicha perspectiva. Eso nos ha ayudado a entender mejor que todos los cristianos, en cuanto bautizados, tienen igual dignidad ante el Señor y les une la misma vocación, que es lo de la santidad (cf Lumen gentium, 39-42). Ahora nos preguntamos: ¿en qué consiste esta vocación universal a ser santos? ¿Y cómo podemos realizarla? 1. En primer lugar, debemos tener bien presente que la santidad no es algo que nos procuramos nosotros, que la obtengamos con nuestras cualidades y capacidades. La santidad es un don, es el don que nos hace el Señor Jesús, cuando nos toma consigo y nos reviste de sí mismo, nos hace como Él. En la Carta a los Efesios, el apóstol Pablo afirma que Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para hacerla santa (Ef 5,25-26). Así que la verdadera santidad es el rostro más bonito de la Iglesia, la cara más hermosa: es descubrirse en comunión con Dios, en la plenitud de su vida y de su amor. Se entiende, entonces, que la santidad no es una prerrogativa solo de algunos: la santidad es un don que se nos ofrece a todos, sin excluir a nadie, por lo que constituye el carácter distintivo de todo cristiano. 2. Todo esto nos hace comprender que, para ser santos, no hace falta ser obispos, curas o religiosos: no. ¡Todos estamos llamados a ser santos! Muchas veces tene-mos la tentación de pensar que la santidad esté reservada solo a los que tienen la posibilidad de apartarse de las cosas ordinarias, para dedicarse exclusivamente a la oración. ¡Pero no es así! Alguno piensa que la santidad es cerrar los ojos y poner cara de estampita, así… ¡No! ¡Eso no es la santidad! La santidad es algo más gran-de, más profundo que nos da Dios. Es más, es precisamente viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio cristiano en las ocupaciones de cada día donde es-tamos llamados a ser santos. Y cada uno en las condiciones y estado de vida en que se encuentre. ¿Eres consagrado o consagrada? Pues sé santo viviendo con alegría tu entrega y tu ministerio. ¿Estás casado? Sé santo amando y cuidando a tu marido o a tu mujer, como Cristo hizo con la Iglesia. ¿Estás bautizado y no casado? Sé santo cumpliendo con honradez y competencia tu trabajo y dedicando tiempo al servicio de los hermanos. "Pero, es que yo trabajo en una fábrica; y yo trabajo como contable, siem-pre con números, y ahí no se puede ser santo…". —¡Sí, se puede! En cualquier sitio en que trabajes puedes ser santo: Dios te da la gracia para ser santo; Dios se comunica contigo. Siempre, en cualquier sitio, se puede ser santo, es decir, podemos abrirnos a esa gracia que nos trabaja por dentro y nos lleva a la santidad. ¿Eres padre o abue-lo? Sé santo enseñando con pasión a tus hijos o nietos a conocer y seguir a Jesús. Y hace falta mucha paciencia para esto, para ser un buen padre, un buen abuelo, una buena madre, una buena abuela, hace falta mucha paciencia y, con la paciencia, viene la santidad: ejercitando la paciencia. ¿Eres catequista, educador o voluntario? Sé santo siendo signo visible del amor de Dios y de su presencia junto a nosotros. Así que todo estado de vida lleva a la santidad, siempre. En tu casa, en la calle, en el trabajo, en la Iglesia, en aquel momento y en tu estado de vida se ha abierto el camino a la santidad. No os desaniméis al ir por ese camino. Es el mismo Dios quien nos da la gracia. Solo eso nos pide el Señor: que estemos en comunión con Él y al servicio de los hermanos.

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3. En este momento, cada uno de nosotros puede hacer un poco de examen de con-ciencia y que cada uno se responda a sí mismo, por dentro, en silencio: ¿cómo hemos respondido hasta ahora a la llamada del Señor a la santidad? ¿Tengo deseos de ser un poco mejor, de ser más cristiano, más cristiana? Ese es el camino de la santidad. Cuando el Señor nos invita a ser santos, no nos llama a algo pesado, tris-te… ¡Al contrario! Es la invitación a compartir su alegría, a vivir y a ofrecer con alegría cada momento de nuestra vida, convirtiéndolo al mismo tiempo en un don de amor para las personas que están a nuestro lado. Si comprendemos esto, todo cambia y adquiere un significado nuevo, un significado hermoso, un significado que empieza por las cosas pequeñas de cada día. Un ejemplo. Una señora va al mercado a hacer la compra y se encuentra a una vecina. Empiezan a hablar y luego llega el cotilleo, y esta señora dice: "No, no, no, yo no hablaré mal de nadie". Eso es un paso hacia la santidad, te ayuda a ser más santo. Luego, en tu casa, un hijo quiere contarte un sus cosas fantasiosas: es que estoy muy cansado, hoy he trabajado mucho… Pues siéntate y escucha a tu hijo, ¡que lo necesita! Y tú te sientas y lo escuchas con paciencia: eso es un paso hacia la santidad. Luego acaba el día, y todos estamos cansados, pero está la oración. Hagamos la oración: también esto es un paso hacia la santidad. Y luego llega el domingo y vamos a Misa, comulgamos, a veces antes hemos hecho una buena confesión que nos limpie un poco. Eso es un paso hacia la santidad. Y luego pensamos en la Virgen, tan buena, tan guapa, y cogemos el rosa-rio y lo rezamos. Eso es un paso hacia la santidad. O voy por la calle y veo a un pobre, un necesitado, y me paro a hablarle o le doy algo: es un paso a la santidad. Son pequeñas cosas, pero son muchos pequeños pasos hacia la santidad. Cada paso hacia la santidad nos hará mejores personas, libres del egoísmo y de la cerrazón en sí mismos, y abiertos a los hermanos y a sus necesidades. Queridos amigos, en la Primera Carta de san Pedro se nos dirige esta exhortación: «Que cada uno viva según la gracia recibida, poniéndola al servicio de los demás, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios. Si uno habla, que lo haga conforme a las palabras de Dios; si alguno sirve, que lo haga conforme al po-der que Dios le da, para que en todo sea Dios glorificado por Jesucristo» (4,10-11). ¡Aquí está la invitación a la santidad! Acojámosla con alegría, y ayudémonos unos a otros, porque el camino hacia la santidad no se recorre solo, cada uno por su cuenta, sino juntos, en el único cuerpo que es la Iglesia, amada y hecha santa por el Señor Jesucristo. Adelante con valentía, por el camino de la santidad.

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15: LA IGLESIA PEREGRINA HACIA EL REINO (26-XI-2014)

(Haciendo alusión al clima) Hoy ha salido un día un poco malo, pero sois valientes, ¡felicidades! Esperemos que podamos rezar juntos. Al presentar a la Iglesia a los hombres del nuestro tiempo, el Concilio Vaticano II tenía muy presente una verdad fundamental, que nunca debemos olvidar: la Iglesia no es una realidad estática, quieta, fin en sí misma, sino que está continuamente en camino por la historia, hacia la meta última y maravillosa que es el Reino de los cielos, del que la Iglesia en la tierra es el germen y el inicio (cfr. Lumen gentium, 5). Cuando nos dirigimos a ese horizonte, nos damos cuenta de que nuestra imagina-ción se queda corta, revelándose capaz apenas de intuir el esplendor del misterio que supera nuestros sentidos. Y surgen espontáneas en nosotros algunas preguntas: ¿Cuándo vendrá el paso final? ¿Cómo será la nueva dimensión en la que la Iglesia entrará? ¿Qué será de la humanidad? ¿Y de la creación que nos rodea? Pero estas preguntas no son nuevas, porque ya se las habían hecho los discípulos a Jesús en su tiempo: ¿Cuándo pasará eso? ¿Cuándo será el triunfo del Espíritu sobre la creación, sobre todo? Son preguntas humanas, preguntas antiguas. También nosotros nos hacemos esas preguntas. 1. La Constitución conciliar Gaudium et spes, ante esos interrogantes que resuenan desde siempre en el corazón del hombre, afirma: Ignoramos el tiempo en que se hará la consumación de la tierra y de la humanidad. Tampoco conocemos de qué manera se trans-formará el universo. La figura de este mundo, afeada por el pecado, pasa, pero Dios nos ense-ña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia, y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano (n. 39). Esta es la meta a la que tiende la Iglesia: es, como dice la Biblia, la nueva Jerusalén, el Paraíso. Más que un lugar, se trata de un estado del alma en el que nuestras expectativas más profundas serán cumplidas de modo sobreabundante y nuestro ser, como criaturas y como hijos de Dios, alcanzará la plena madurez. ¡Se-remos finalmente revestidos de la alegría, de la paz y del amor de Dios de modo completo, sin ninguna limitación, y estaremos cara a cara con Él! (cfr. 1Cor 13,12). Es bonito pensar esto, pensar en el Cielo. Todos nos encontraremos allá arriba, todos. Es bonito, da fuerza al alma. 2. En esta perspectiva, es bueno percibir que hay una continuidad y una comunión de fondo entre la Iglesia que está en el Cielo y la que aún está caminando en la tie-rra. Los que ya viven en presencia de Dios pueden, de hecho, ayudarnos e interce-der por nosotros, rezar por nosotros. Por otro lado, también nosotros estamos siempre invitados a ofrecer buenas obras, oraciones y la misma Eucaristía, para aliviar las tribulaciones de las almas que todavía están a la espera de la bienaventu-ranza sin fin. Sí, porque en la perspectiva cristiana la distinción ya no es entre quien está muerto y quien aún no lo está, sino entre quien está en Cristo y quien no lo está. Este es el elemento determinante, verdaderamente decisivo para nuestra salva-ción y para nuestra felicidad. 3. Al mismo tiempo, la Sagrada Escritura nos enseña que el cumplimiento de ese plan maravilloso no puede dejar fuera a todo lo que nos rodea y que salió del pen-samiento y del corazón de Dios. El apóstol Pablo lo afirma de modo explícito

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cuando dice que hasta la misma creación será liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios (Rm 8,21). Otros textos emplean la imagen del cielo nuevo y de la tierra nueva (cfr. 2Pt 3,13; Ap 21,1), en el sentido de que todo el universo será renovado y liberado de una vez para siempre de toda marca de mal y de la misma muerte. Lo que se proyecta como cumplimiento de una trasformación que, en realidad, ya está en acto desde la muerte y resurrección de Cristo, es pues una nueva creación; no un aniquilamiento del cosmos y de todo lo que nos rodea, sino un llevar cada cosa a su plenitud de ser, de verdad, de belle-za. Este es el designio que Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, quiere realizar desde siempre y está realizando. Queridos amigos, cuando pensemos en estas estupendas realidades que nos espe-ran, nos daremos cuenta de que pertenecer a la Iglesia es de verdad un don maravi-lloso, que lleva inscrita una vocación altísima. Pidamos a la Virgen María, Madre de la Iglesia, que vele siempre sobre nuestro camino y nos ayude a ser, como Ella, signo gozoso de confianza y de esperanza entre nuestros hermanos.

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En la Audiencia General del miércoles 10 de diciembre de 2014, el Santo Padre anunció el fin de las catequesis sobre la Iglesia

y el comienzo de un nuevo ciclo dedicado a la familia:

“Hemos terminado el ciclo de catequesis sobre la Iglesia. Demos gracias al Señor que nos ha hecho recorrer este camino descubriendo la belleza y la responsabili-dad de pertenecer a la Iglesia, de ser todos nosotros Iglesia. Ahora empezamos una nueva etapa, un nuevo ciclo, cuyo tema será la familia”.