carta d. enrique

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Letra de amor de D. Enrique de Villena Esta curiosa epístola que ahora publico proviene de un legajo que encontré, muy apretado, en el códice de la biblioteca de El Escorial, cuando trataba de cotejar variantes para una nueva edición del Arte Cisoria. Sin duda don Marcelino Menéndez y Pelayo había revisado a conciencia el tal volumen, pero no es de extrañar que su mano ya cansada, sus ojos envueltos en sombra tras arder tantas vigilias por honor de nuestra patria, hayan pasado por alto estos papeles tan delgados, pegados por el tiempo a la solapa; el folio que nos ocupa, entre los otros, estaba tan deshecho, que parecía trocarse en mariposas, y tan húmedo, que se diría envuelto en lágrimas. Los otros, casi ilegibles por lo demás, parecen contener material más pedantesco, y se los cedo con gusto a los especialistas. El trazado indica con certeza que son todos originales de ese magnífico fantasmón que fue D. Enrique de Villena; en cambio, todo apunta a que la carta no fue entregada jamás a su destinatario. Muy señora mía: Aunque ya soy, como bien veis, muy viejo, nevado de hombreras y ajado de rostro, parecido a la estepa de Castilla, y voy, en fin, trastabillando al borde del vivir, no he perdido un punto mi apetito por las carnes todas, ya sean las deliciosas del faisán o la sardina, o ya, mejor aún, esa otra más sin gusto, como agua de río, de la mujer; todavía, para vergüenza de las piernas mías, al pasar de las doncellas en otoño me echo a temblar, toda húmeda la frente, y tengo que reposarme al borde del camino por no caer despeñado: que, de otro modo, no iba a dejar de florecerlas de coplas y requiebros como redes, hasta que tuviesen a bien el dejarme haber cosa buena con ellas; y el solo penoso ensoñar sus redondeces me tiene todavía en esta orilla. No es por eso por lo que me dirijo a vos, que el vuestro amor es de otra esencia, sino que os lo refiero por ser fuerza la franqueza en este asunto. Tal ha de ser, pues, el contenido de esta letra: que la vista de vos, en estas breves semanas que fechan nuestro trato, ha dado, llave alada, en abrir, como arcón olvidado en una hacienda antigua, el pecho mío, y me veo, como digo, forzado a entregaros el fruto de cuantos tengo más oculto, que no he prestado a nadie en vida: la verdad. Muy pronto vendrá para mí la hora; antes habré de veros una vez más y entregaros

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Page 1: Carta D. Enrique

Letra de amor de D. Enrique de Villena

Esta curiosa epístola que ahora publico proviene de un legajo que encontré, muy apretado, en el códice de la biblioteca de El Escorial, cuando trataba de cotejar variantes para una nueva edición del Arte Cisoria. Sin duda don Marcelino Menéndez y Pelayo había revisado a conciencia el tal volumen, pero no es de extrañar que su mano ya cansada, sus ojos envueltos en sombra tras arder tantas vigilias por honor de nuestra patria, hayan pasado por alto estos papeles tan delgados, pegados por el tiempo a la solapa; el folio que nos ocupa, entre los otros, estaba tan deshecho, que parecía trocarse en mariposas, y tan húmedo, que se diría envuelto en lágrimas. Los otros, casi ilegibles por lo demás, parecen contener material más pedantesco, y se los cedo con gusto a los especialistas. El trazado indica con certeza que son todos originales de ese magnífico fantasmón que fue D. Enrique de Villena; en cambio, todo apunta a que la carta no fue entregada jamás a su destinatario.

Muy señora mía:

Aunque ya soy, como bien veis, muy viejo, nevado de hombreras y ajado de rostro, parecido a la estepa de Castilla, y voy, en fin, trastabillando al borde del vivir, no he perdido un punto mi apetito por las carnes todas, ya sean las deliciosas del faisán o la sardina, o ya, mejor aún, esa otra más sin gusto, como agua de río, de la mujer; todavía, para vergüenza de las piernas mías, al pasar de las doncellas en otoño me echo a temblar, toda húmeda la frente, y tengo que reposarme al borde del camino por no caer despeñado: que, de otro modo, no iba a dejar de florecerlas de coplas y requiebros como redes, hasta que tuviesen a bien el dejarme haber cosa buena con ellas; y el solo penoso ensoñar sus redondeces me tiene todavía en esta orilla. No es por eso por lo que me dirijo a vos, que el vuestro amor es de otra esencia, sino que os lo refiero por ser fuerza la franqueza en este asunto. Tal ha de ser, pues, el contenido de esta letra: que la vista de vos, en estas breves semanas que fechan nuestro trato, ha dado, llave alada, en abrir, como arcón olvidado en una hacienda antigua, el pecho mío, y me veo, como digo, forzado a entregaros el fruto de cuantos tengo más oculto, que no he prestado a nadie en vida: la verdad. Muy pronto vendrá para mí la hora; antes habré de veros una vez más y entregaros ésta, que será la última: no juzguéis pues que procuro cosa deshonesta.

Al deshojarse los años, también la propia figura pierde sus contornos, y a veces no soy quién de distinguirme de mi perro. No obstante, por fuera han hecho maravilla de mi nombre, y me tienen por sujeto de gran poder. Si me han negado marcas y riquezas, mucho se han aficionado a mi memoria, y he servido con sagrada ciencia a próceres, a reyes con antiguas letras, y a sabios con laberintos de alquimia, a tal punto que algunos me han tocado ya con el honroso título de impío. En esto estriba toda la esperanza de mi gloria: en que algún santo varón queme mis páginas, y que pasen a vivir en oscura leyenda. Nadie mejor que yo, que las he hecho, puede declarar lo ciego y lo tedioso de casi todas ellas; nadie como yo conoce lo yermo, perezoso y errabundo del entendimiento mío, cazador de lluvias, compilador de tanta nadería, a quien está vedado el sutil rocío de la mañana, el poema, que se deshace en las sienes y hace florecer el alma. Fácil es enredar a los compadres; ved cuán se divierte el rey don Juan con ese indiscreto naufragio en el que trasladé la dicha de aquel Virgilio latino; ved con cuánto afán disponen ciento de probetas, atanores, quintaesencias, líquidos de serpiente y lágrimas de luna, para transmutarse en sabe Dios qué fantasmas de su imaginativa: aún no ha mucho vinieron a visitarme una jauría de cordobeses, todos muy sabedores, para

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aprender mis milagros, y yo ante sus ojos, en la puerta misma de la villa, hice salir de mis manos docenas de palomas, blancas como el cuerpo del Señor, que volaron en torno de ellos y ascendieron luego tras la hidra del firmamento. Y todo es celada fácil o cosecha fatigosa de mi falsa pluma; no me creáis vos, señora mía, ni una palabra de cuanto he puesto por escrito, como pueriles creen los hombres, sino tenedme, como soy, un falsador; mas sabed que todos estos engaños fueron por decirles la verdad, y que traté de cogerlos en mis telas de araña por sacarlos del error en el que viven de cotío.

Mi abuelo, el famoso marqués, había querido ponerme en la caballería, para luchar por el rey contra moros y rebeldes, y a mí, fuera de mi baja estampa y furia escasa, mucho me había costado atinar en la misma naturaleza del asunto, que ni entendía, ni entiendo, que anden en tormenta de espadas y caballos, abriéndose unos a otros y quedando en el campo desgranados, pasto para la moscas y el gusano. Si no las gentes bajas, los subidos, pastores de los otros, han compuesto de palabras un ejército mayor que el corporal, para con él guerrear y señorear el ancho mundo, que es a lo que llaman saber o ciencia; y a su alrededor han erigido un gremio, que desparrama sus templos y sus casullas por todo el orbe, y que es al que yo había de pertenecer, una vez exento del anterior; en efecto, yo, por consolarme de mi soledad, había dado en escuchar a los difuntos, y en aquél, el primero de todos, el tal Homero griego, acerté a ver quizás un algo de razón en el conflicto, aunque no estoy muy cierto. De lo que sí, es de que, participando de esa danza, no hay más que yerro y torpe pecar, y de que la ciencia es acaso la más venenosa de las flechas; que el saber todo de nuestro pueblo de mal, señora, y sus cadenas de astros, y sus géneros y sus especies, y sus clases y sus repúblicas, todo es vanidad, pintarrajos de tizne, y eso lo supe yo desde que miré primero la noche estrellada; es vanidad que cargamos por lo siglos, y muerte para las cosas que habemos delante, humo para el vivir. Sus distinciones han herido la paz de los pueblos y el capullo de la rosa, y, de lo que de santo había ante nosotros, no deja sino rastros apagados. Contra esa legalidad de la tumba quise oponer, como por juego, un saber de ilusiones, un ajedrez de símbolos, en que pudieran los hombres perderse y volverse, sin se percatar, a niños, en que se confundieran los monarcas y los curiales hallaran plumas de ángel enredadas en los arbustos; quise ser farandul de los doctos y volatín de los príncipes, haciendo virtud de mi torpeza y misterio de mi nulidad: el peor enemigo de la ciencia es el bufón. Algún engañado conozco al que he dado unas pocas luces, pero, al parecer, tan desatinados andan que aún mis obras han servido para hacerlos caer a muchos por donde no debieran. Mal juego, pues, pero poco me importa; no es esto para vos, a quien quiero hablar de veras, que no merecéis vos este tramperío. Quiero ahora referiros esto: cuando me reclino junto a los cristales, y veo correr la arena por los patios de mi heredad, y luego voy alzando la vista, y la dejo perderse por las llanuras blancas, por las ondeantes cabelleras de los encinares, con los rayos amables del sol que las coronan de oro y de alegría, o cuando, de noche, se pasean mis pensamientos entre los fuegos fatuos de las luciérnagas, y mis ojos parecen casi veros en el aire, produce mi magín las mismas ideas que cada día, desde la primera vez que me asomé al alféizar, de crianza: cuán sin culpa yace el mundo, como acabada de estrenar la Creación, reflejando la piedad del que la hiciera; y una pregunta siempre se repite, buscando no sé qué Narciso entre las nubes, inquiriendo qué mortal añagaza han tendido a los hombres para tenerlos alejados de esa honda inocencia de aguas primitivas. Según dicen, ha sido con el don del habla, que nos da la diferencia, sin que sepamos muy bien qué de ganar, que eso nadie lo menciona. En fin, hubo siempre en mí, destilado por los ojos de la infancia, un antídoto contra todo el saber, toda la muerte, y ése fue el volver la mirada pura al cielo y a la tierra, y dejar, yéndose las horas, que se

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me fuesen las ideas con ellas, y que el viento entrase por mis poros con palabras no usadas en nuestra lengua. De esta manera, parece que se oye el Su cantar, con el que nos va haciendo y deshaciendo, y dan ganas de cantar con él, si la voz a uno no le fallara; y, como decía aquel Amalricio, lapidado en el deseo de los señores, adorar cada una de las cosas que pasan. Acaso conocéis esa conseja mía, que dice que Adán, entrando en vejez, mandó a uno de sus hijos a mendigar al guardián alguna cosa del árbol de la vida, y que éste le entregó una rama, que luego haría la madera de la Cruz que nos salvó; no es esto engaño entero, pero hallo más bien que esa Cruz es todo el mundo, y cuanto veis son las ramas interminables del dicho árbol y de la salvación. Esto quiero deciros, señora mía: mirad: olvidad los conflictos y ciudades, olvidad los deberes de la iglesia, olvidad el horror de los sepulcros, olvidad, sobre todo, el afán vuestro propio, el afán de ser vos, señora; dejádselo a los otros. Dejaos de tales atosigos, y vivid en el regocijo del callado entendimiento: mirad, y ved el mundo arder en la pupila de un prójimo o de una alimaña. Callad para los muchos, y deportaos con ellos, señores relojes y damas alfileras, como con los muñecos vuestros, pues no son más racionales; pero hablad para otros en un idioma nuevo y silencioso. Un aire sopla. Ahí va un vencejo. Aquí, una mano se mueve y os añora.

Nada os ha de costar todo esto, señora mía, si dais en entenderme, puesto que sois fragancia de primavera. Yo estoy en edad que ya la dicha es poca, quizás porque se acerca una mayor, y eso sería gran justicia. También hay escarcha en los campos, y se derrumban las corvas de los lobos, las más hermosas de las fieras. ¿Os costará, tal vez, esto otro que, os ordeno no, tan solo os ruego? Quisiera que me miráseis, por una vez, también a mí, entre todas las cosas, una gota más de esa lluvia que no acaba. Miradme, miradme y vedme bien, sin perder detalle, notando cada punto; sí, pronto me llego a vuestro recuerdo, he aquí los pocos pies que me alzan del suelo, las muchas lorzas que carga mi persona, los hinchados y pequeños brazos, las manos, si no bellas, ágiles de tanto oficio, el rostro redondo, color de arcilla castellana; aquí me veis en estas horas postreras de mi vejez, la más lamentable de las criaturas, sentado junto a vos en el banco del jardín, ya gesticulando como las aspas de un molino, ya recogido sin fuerza sobre mi cayado, dejando caer alrededor las blancas motas de mis cabellos; ved las quebradas líneas de mi rostro, la boca triste aunque despierta, los ojos todavía movedizos, oscuros y hundidos, como lunas lejanas, como lentes de astrónomo, como puertas abiertas. Acudirá, si lo pedís, mi vida toda a la memoria vuestra; la más desgraciada que puede tener un mortal, sin pasar en esto por encima de nadie: pues las penas de los mortales son las mismas para todos. Recordaré ante todo mi falta de arte para el regimiento de la casa, las calumnias que sufrí en el matrimonio, y, sobretodo, la soledad de mis vigilias interminables, dado a pasar hojas y a registrar pasados, a falta de cosa mejor en que me ocupar. Muy permitidor a la hora del honesto deleite, mas poco punzante para el trabajar (siendo en esto digno escolarca de Epicuro), todo cuanto he ensayado ha sido un fracaso, y todo cuanto soñé, volar en raso; sólo he sido, cuanto no he sido: antes de salir al mundo, en medio del sueño y cuando entregado al placer, que es el mismo olvido. No me concome ni siquiera la molestia de querer cambiar tantos desatinos, y, si volviese al comienzo de mis años, habría de discurrirlos más o menos como lo he hecho hasta aquí. Aquí me tenéis pues, y en vuestro buen corazón habéis sufrido ya más de un desengaño; pero retenedme un buen momento en vuestros ojos. Cuanto os pido, señora, es que ahora depongáis de ellos todo juicio, que dejéis a un lado cualquier justo reproche, o cualquier injusta loa, o cualquier vana conmiseración, y que dejéis que el amor en que arden los míos en los vuestros se refleje, hasta que ambas sean una sola llama: y esa será para mí prenda, siquiera aquí en la tumba la perciba, y bálsamo ninguno habrá en el

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cielo, que se iguale a tan alto pensamiento. Por mendigar tal don os escribo esta carta, mi señora, y no pudiera irme sin hacerlo: queda la gratitud en vuestras manos, que yo quisiera llenas de margaritas.

Vuestro servidor, D. Enrique, Octubre de 1424

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