carr d - el sentido de la educación cap1

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Educación, escolarización y personas El concepto de educación Con frecuencia se ha dicho que el concepto de educación es un concepto fundamentalmente discutible. Así, los diferentes grupos socioculturales y de interés tienden a apoyar o publicitar sus propias concepciones distinti- vas de la educación y no se puede, por tanto, esperar que encontremos una definición del término «educación» que goce de consenso general. Aún así, es razonable suponer que nuestros esfuerzos educativos dependen de una interpretación coherente del concepto y que, puesto que algunas pro- puestas educativas se justifican mejor que otras, no todas las perspectivas enfrentadas tienen el mismo valor. Sin embargo, un problema fundamen- tal se plantea a la hora de dar una explicación racional de la educación y es contemplar por separado dos ideas plausibles que parecen contradecir- se. En primer lugar, está el hecho, de importancia para el ejercicio de la profesión, de que existen ideas diferentes (con frecuencia opuestas) acer- ca de la educación y de que las perspectivas de desarrollo y progreso pro- fesionales pueden aumentar gracias a la apreciación de las diversas posibilidades educativas, que tal vez sean lógicamente incompatibles entre sí. Por tanto, una tarea fundamental dentro de la formación del profesora- do es sacudir los prejuicios educativos de los futuros profesores y ayudarles a entender que el modo como la educación se ha entendido hasta la fecha no es necesariamente el único o el mejor. Ahora bien, una práctica cohe- rente que se proponga un progreso educativo real ha de estar racionalmen- te fundamentada y la ignorancia en este campo sólo perjudica al propio profesor: pues no todos los conceptos sobre educación merecen por igual una consideración racional seria. En definitiva, cualquier explicación razo- nable de la educación tiene que encontrar su camino entre un razonable pluralismo y un relativismo indiscriminado. En este capítulo nos propone- mos examinar las razones que permiten sostener que la educación no puede sino ser un concepto discutible y a la vez encontrar algunos de los fundamentos y distinciones conceptuales que subyacen a toda concepción coherente de la práctica educativa. Los filósofos y teóricos de la educación se han aproximado de diferen- te manera a la comprensión del concepto de educación. Por ejemplo, una estrategia típica ha sido la de examinar las posibles derivaciones etimológi-

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guia sobre carr d y el sentimiento de la educacion

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Educación, escolarización y personas

El concepto de educación

Con frecuencia se ha dicho que el concepto de educación es un concepto fundam entalm ente discutible. Así, los diferentes grupos socioculturales y de interés tienden a apoyar o publicitar sus propias concepciones distinti­vas de la educación y no se puede, por tanto, esperar que encontrem os una definición del térm ino «educación» que goce de consenso general. Aún así, es razonable suponer que nuestros esfuerzos educativos dependen de una interpretación coherente del concepto y que, puesto que algunas pro­puestas educativas se justifican mejor que otras, no todas las perspectivas enfrentadas tienen el mismo valor. Sin embargo, un problema fundam en­tal se plantea a la hora de dar una explicación racional de la educación y es contemplar por separado dos ideas plausibles que parecen contradecir­se. En prim er lugar, está el hecho, de importancia para el ejercicio de la profesión, de que existen ideas diferentes (con frecuencia opuestas) acer­ca de la educación y de que las perspectivas de desarrollo y progreso pro­fesionales pueden aum entar gracias a la apreciación de las diversas posibilidades educativas, que tal vez sean lógicamente incompatibles entre sí. Por tanto, una tarea fundam ental dentro de la formación del profesora­do es sacudir los prejuicios educativos de los futuros profesores y ayudarles a entender que el modo como la educación se ha entendido hasta la fecha no es necesariamente el único o el mejor. Ahora bien, una práctica cohe­rente que se proponga un progreso educativo real ha de estar racionalmen­te fundam entada y la ignorancia en este campo sólo perjudica al propio profesor: pues no todos los conceptos sobre educación merecen por igual una consideración racional seria. En definitiva, cualquier explicación razo­nable de la educación tiene que encontrar su camino entre un razonable pluralismo y un relativismo indiscriminado. En este capítulo nos propone­mos examinar las razones que perm iten sostener que la educación no puede sino ser un concepto discutible y a la vez encontrar algunos de los fundamentos y distinciones conceptuales que subyacen a toda concepción coherente de la práctica educativa.

Los filósofos y teóricos de la educación se han aproximado de diferen­te m anera a la comprensión del concepto de educación. Por ejemplo, una estrategia típica ha sido la de examinar las posibles derivaciones etimológi­

El SENT IDO DE 14 EDUCACIÓN

cas de la palabra «educación», analizando los términos latinos «educere» y «ducare». Nos abstendremos de seguir tan gastados caminos, por lo demás no muy prom etedores, y trataremos en este libro de arrojar alguna luz sobre la naturaleza de la educación examinando su relación con otras no­ciones estrechamente asociadas. En prim er lugar, existe una conexión bas­tante clara entre educación y aprendizaje, sea lo que fuere lo aprendido en el curso de la educación o en actividades relacionadas con ella, no puede ser sino una adquisición de capacidades, disposiciones o cualidades que pre­viamente no se poseían -si bien puede tratarse del desarrollo de cualida­des o potencialidades ya dadas (innatas)-. En segundo lugar, y como consecuencia de esto, todo aprendizaje presupone unos alumnos o apren­dices: por tanto, dado que hay tanto unos sujetos de la educación así como una educación en diferentes materias (o como queramos llamarlas), mere­ce la pena preguntarse qué clase de agencias son estos sujetos y qué benefi­cios esperamos que saquen de la educación. En tercer lugar, existe un vínculo visible entre educación, aprendizaje y enseñanza: con frecuencia se entiende el aprendizaje (acertadamente o no) como consecuencia directa de la enseñanza, de tal modo que los términos «educación» y «enseñanza» se suelen utilizar de form a intercambiable. En cuarto lugar, existe una aso­ciación extendida entre educación y escolarización: desde luego, hay una tendencia significativa, al menos en la sociedad civil m oderna, a vincular la educación con aquellas instituciones donde la educación se imparte -si bien la idea misma de la escuela como lugar de educación se ha cuestiona­do seriamente en época reciente (de modo coherente, a mi juicio, aunque no necesariamente justificable)2- . Puesto que la prim era parte de esta obra trata de diferentes aspectos de la enseñanza, y el tema del aprendizaje y su significación educativa ocupan casi toda la segunda parte, no adelantare­mos mucho acerca de estos temas en el presente capítulo. No obstante, un examen prelim inar sobre el alumno y sobre el sujeto del aprendizaje, así como sobre la relación tan controvertida entre educación y escolarización, nos perm itirá com prender los fundam entos formales de la educación como práctica del ser humano.

Educación y personas

Haremos brevemente un prim er examen del alumno como sujeto o recep­tor de la educación. Con relación a ello, debemos observar, en prim er lugar, que el tipo de agencias educables o educadas no tiene un obvio co­rrelato con aquellas que son capaces de aprender. Dado que la mayoría de las formas vivas que la biología nos ofrece -ya sean murciélagos, amebas, ratas o felinos— pueden aprender algo, hasta cierto punto, es obvio que la categoría de los seres que pueden aprender es mayor que la de los seres

E d u c a c ió n , í s c o i a k i i a c i ó n y p e r s o n a s

educados o susceptibles de serlo: por ello podemos perfectam ente y con toda coherencia decir que enseñamos a los perros a hacer algo, por ejem­plo, o que aprenden esto y aquello, pero resulta absurdo o es simplemen­te incongruente referirse a ratones educados o a conejos que lo están siendo. ¿Debemos, pues, hablar solamente de la educación de seres humanos? De hecho, creo que resulta bastante inexacto o equívoco considerar que los humanos sean sujetos de la educación únicamente en tanto que somos una especie biológica, una clase de animal. Una luz diferente sobre quién o qué está cualificado para la educación puede aportar la idea de que la edu­cación se ocupa de la iniciación de los agentes hum anos en sus capacida­des racionales, en aquellos valores y virtudes que las personas llevan adscritas a su estatus. Esto, en cambio, presupone una distinción im portan­te entre seres hum anos y personas. Los seres humanos, entendidos en su continuidad evolutiva con otras especies animales, pueden considerarse objeto de estudio biológico o antropológico. Las personas, sin embargo, no son principalm ente objetos de estudio científico, sino sujetos de acciones ju ­diciales, partes en contratos matrimoniales, miembros de clubes y asociacio­nes, actores sobre el escenario, personajes de novela, etc. Desde este punto de vista, debemos notar que la hum anidad concebida biológicamente no es una condición necesaria del ser persona: formas de vida inteligente no-hu­manas o extraterrestres podrían considerarse como personas (y por tanto, como seres educables) -y, por supuesto, muchos creyentes religiosos creen que los dioses, ángeles y demonios son, digámoslo así, personas no-huma- nas-. Aunque ello es más controvertido, también se puede negar el estatus de persona (al menos el estatus completo) a ciertos seres humanos: por ejemplo, consideramos que los recién nacidos sólo son personas potencial­mente, en un sentido aproximado; o, por ejemplo, en el caso de los comas irreversibles, donde la. vida mental está reducida a mera pasividad3.

En resumen, la idea de persona -diferenciada de la de ser hum ano- vendría a ser la de aquel portador de capacidades, valores y caracteres de tipo tanto racional como práctico, que resultan impensables fuera de unas complejas redes de asociación interpersonal y /o instituciones sociales. A la luz de esta definición, cobra bastante sentido la famosa doctrina del fran­cés René Descartes4, el gran fundador de la filosofía m oderna, conocida como dualismo cartesiano, que afirma que la m ente o el alma son sustancias o entidades no-físicas, inmateriales, metafísica y ontológicamente distintas de los cuerpos físicos que habitan (así como, en principio, separables de los mismos después de la m uerte). La verdad im portante que subyace a esta idea es que las personas humanas no son idénticas al cuerpo biológico de los seres humanos, y que las características de la personalidad, el carácter y el valor hum anos ofrecen alguna resistencia al tipo de explicación y com pren­sión propios de las ciencias de la naturaleza, de la física, la química o la bio­logía. Llegado a este punto, insistimos en que hay algo parecido a unas

El SENT IDO DE LA EDUCACIÓN

ciencias naturales tanto de las personas como de los seres humanos: pues, ¿acaso ciencias estadísticas como la sociología, la psicología o la economía no tienen por objeto de estudio a las personas, así como la biología y la an­tropología tienen al ser hum ano por objeto? Esto nos llevaría a una cues­tión que trataremos, de un singular modo postcartesiano, en la segunda parte de esta obra. Por ahora, me limitaré a com entar que es efectivamen­te una cuestión abierta el que la psicología deba considerarse una ciencia estadística a la m anera de la química o la física: como veremos, pueden existir razones para cuestionar que las diferentes formas de la psicología empírica puedan iluminar algunos aspectos de la agencia personal que sean de algún interés para la pedagogía. No obstante, cuestionar el estatus de la psicología como ciencia empírica no es poner en duda de modo ab­soluto su valor como forma de investigación humana; simplemente, afirma­mos que para com prender la psique hum ana puede ser mucho más útil la historia, la biografía o la lectura de las obras de Shakespeare que el estudio de la psicología «científica». Visto lo cual, parece justificado simpatizar con la posición de Descartes, renuente a reducir totalmente el «alma», la mente, la historia o la biografía a los parámetros causales y estadísticos y al discurso de las ciencias de la naturaleza.

El problem a con el dualismo cartesiano surge, por supuesto, al con­cluir que las mentes o almas, irreducibles al conocimiento científico, son entidades individuales, «íntimas» y espirituales, inaccesibles a la observa­ción y, en principio, separables de sus vehículos corporales5. En prim er lugar, si muchos de los atributos psicológicos de las personas tienen carac­terísticas y vínculos prácticos y públicos, resulta difícil entenderlos como cua­lidades incorpóreas: ¿cómo podría nadie describirme como una persona valiente o un pianista de talento fuera de los contextos corpóreos de la agencia y de la destreza, que dan sustancia a esos atributos? Es de suponer, por tanto, cierto grado de corporeidad a todas o casi todas las cualidades personales. En segundo lugar, si la mentalidad de la persona no puede de­finirse fuera de ciertas instituciones y prácticas públicas, difícilmente po­drán poseerla los individuos fundam entalm ente desasociados: ¿cómo puedo, por ejemplo, atribuir una responsabilidad criminal a una persona en au­sencia de instituciones legales socialmente constituidas? Por otra parte, la idea cartesiana de persona, entendida como entidad interior, íntima y di­sociada se puede rastrear en los herederos racionalistas y empiristas de Des­cartes -Leibniz, Locke, Berkeley y Hume, entre otros- hasta entrado el siglo xx. Sobrevive incluso en el heroico intento de Kant de reconciliar las ideas fundam entales del empirismo y el racionalismo en sus grandes obras Crítica de la razón pura y Crítica de la razón prácticd'. De hecho, una forma especialmente virulenta de cartesianismo parece implícita en la idea kantiana del agente moral, entendido como sujeto no-empírico de una ley moral metafísica. Para Kant la persona es inseparable de la autonom ía ra­

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cional del sujeto -p o r otra parte, una autonom ía racional definida confor­me al desinterés y a la imparcialidad que caracterizan la ley m oral-. De donde se deduce que la persona de la razón p u ra práctica tiene que ser independiente del m undo egocéntrico, por no decir egoísta, que caracte­riza habitualmente a los motivos e intenciones del sujeto. Para Kant la per­sona real no es el yo empírico que se nos presenta cotidianamente, sino el yo metafísico y nouménico de una razón práctica trascendente.

En resumen, podemos extraer dos im portantes conclusiones de este breve examen al que hemos sometido los conceptos de educación y perso­na, aparte de sugerir, por supuesto, que la finalidad fundam ental de la edu­cación es la promoción de la persona. La prim era es que tanto la idea de persona como la de educación son nociones fundam entalm ente normati­vas: esto nos perm ite interpretar de un modo más adecuado el concepto de persona como función de una iniciación en los valores, costumbres, prácticas, hábitos e instituciones que conforman de modo característico la cultura hum ana, alcanzada a través de la educación o por otros medios de socialización. Lo que podemos considerar como característico de la cultu­ra hum ana es que es la creación libre o el producto de agentes racionales que son capaces de organizar y dirigir sus vidas conforme a razones que no pueden explicarse totalmente (si es que pueden explicarse en absoluto) en los térm inos estadísticos de las ciencias de la naturaleza. Ya la filosofía desde Platón advirtió el carácter problemático de la cesura que separa el razonamiento causal del entendim iento normativo7. No obstante, aunque los filósofos m odernos de la educación hayan hecho referencia a este punto, al afirmar que la educación persigue el desarrollo de la mente, hemos visto que interpretar las cosas de este modo puede no llevarnos a ninguna parte, si se entiende la m ente en términos cartesianos como algo puram ente subjetivo o exclusivamente «íntimo». Por el contrario, si consi­deramos la idea de persona como resultado de una iniciación educativa en las norm as de la cultura hum ana, podremos apreciar más claramente el ca­rácter esencialmente práctico, público y social de la vida hum ana mental y espiritual: con ello, dejamos abierta la posibilidad - la manzana de la discor­dia de la m oderna filosofía educativa- de que los valores y las prácticas en que una persona se inicia bajo el nom bre de educación son tanto prácticas como teóricas.

Afirmar, empero, que la educación es una forma de iniciación en los valores, hábitos, prácticas, costumbres e instituciones de la cultura (hum a­na) no nos lleva demasiado lejos. Para empezar, el mismo térm ino «cultu­ra» es de una notoria ambigüedad. Si tomamos la acepción «sociológica» del término, la cultura com prende entonces la suma total de costumbres y prácticas que caracterizan un cuerpo social dado; queda claro, por tanto, que la educación no se ocupa de ello. Además de que muchas de estas prác­ticas resultan moralm ente inapropiadas para su uso educativo, una inicia­

E l SEN T ID O DE U E O U C M IÓ N

ción de tal alcance está, por razones puram ente logísticas, fuera de los ob­jetivos educativos. Sin embargo, podemos seguir un concepto evaluativo de la cultura, menos vasto que el anterior, que define la cultura como lo más valioso para el hom bre -según las conocidas palabras de Matthew Arnold, «lo mejor que se ha dicho y pensado en el mundo»8- , acepción que nos obliga a enfrentarnos a un problema educativo fundamental, que es el de decidir cuáles de entre las numerosas formas de aprendizaje que se encuen­tran en una(s) cultura(s) hum ana(s) son cruciales para el desarrollo per­sonal de la juventud. Esta es, sin duda, una cuestión muy compleja dentro de la filosofía educativa, sobre la que se ha vertido m ucha tinta -y de la que, de un modo u otro, nos ocuparemos a lo largo de todo el libro-. No obstante, dedicaremos el resto de este capítulo a elucidar una serie de dis­tinciones tan elementales como problemáticas, necesarias para nuestras in­dagaciones ulteriores.

Educación, cultura y valores

¿Cómo concebir entonces de un modo razonable los objetivos y el conteni­do en su conjunto de la educación y la escolarización? En consonancia con lo anteriorm ente dicho, una respuesta más bien insatisfactoria sería identi­ficar la tarea fundam ental de la educación con la preparación de la juven­tud para su correcto funcionam iento social y personal en la vida adulta: de un modo algo más preciso, proveer a los individuos de una sociedad de los conocimientos, del entendim iento y las capacidades necesarias para llevar una vida económicamente productiva, socialmente responsable y personal­m ente satisfactoria. Una vez más, desconocemos el objeto y la utilidad prác­tica de sem ejantes banalidades - la clase de retórica que adorna habitualmente los discursos de los partidos políticos cuando versan sobre educación (educación, educación9)-. Tampoco está del todo claro que todos estos presuntos objetivos de la educación arm onicen entre sí. Así, po­dríamos muy bien considerar que una vida rutinaria dedicada al trabajo fa­bril es económicamente productiva, si bien no tan satisfactoria en el plano personal. Por otra parte, una vida consagrada a la promiscuidad sexual y al abuso de las drogas puede ser para el que la vive personalm ente muy satis­factoria, aunque no la juzguemos como socialmente responsable. Gomo vemos, generalidades de este tipo producen inevitablemente contradiccio­nes, cuando no aporías. Esta sospecha parece reforzada por cada disputa pública entre los llamados «tradicionalistas educativos» y los que proponen una educación «progresista» o «centrada en el niño», o bien entre los que sostienen la importancia de la educación para la consecución de metas eco­nómicas y aquellos que defienden su im portancia para el crecimiento y el desarrollo personal. Una sospecha que crece si consideramos la normativi-

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dad de las ideas de cultura, educación y persona que hemos desarrollado sucintamente: es tal la diversidad de objetivos del conocimiento y son tan variados los modos de la vida y la experiencia hum ana a los que se aplican, que no resulta extraño el gran desacuerdo existente sobre las metas y obje­tivos educativos.

En un plano más superficial, si se quiere, el currículo escolar contiene ya formas de conocimiento, comprensión y capacidad del más diverso valor y significado. En prim er lugar, muchas de las materias y destrezas que en el presente y en el pasado han encontrado su lugar en nuestras escuelas se han incluido, al parecer, por su utilidad. Algunas materias se han incluido porque, una vez finalizada la escuela, tenían o se creía que tenían alguna utilidad personal -p o r ejemplo, la economía doméstica o la carpintería que figuraban respectivamente en la educación secundaria de las chicas y chicos británicos. Otras materias pueden haberse incluido al parecer indis­pensables para una formación profesional, destinada a ciertos tipos de alum­nos, definidos de nuevo por sus aptitudes; por ejemplo, las técnicas de reparación de automóviles o, en épocas preinformáticas, la formación ad­ministrativa. No obstante, podemos encontrar otras muchas actividades o destrezas en el currículo escolar que no son útiles en este sentido -p o r ejemplo, las actividades de educación física y danza que figuran en la mayoría de los currículos escolares-. Se dice con frecuencia que tales acti­vidades son de una utilidad instrumental, ya que perm iten al alumno alcan­zar un nivel de forma física saludable. Argumento poco convincente, si se tiene en cuenta el poco tiempo dedicado a la educación física en el currí­culo de la mayoría de las escuelas, a todas luces insuficiente para mejorar la forma física, por no m encionar la elección habitual de hockey y ballet en estas materias, en lugar de escoger actividades más convenientes para un correcto fitness. La verdad es que la mayoría de la gente dedica muy poco tiempo o ninguno a actividades físicas de cualquier tipo (sin m encionar que el deporte bien puede dañar la salud), sin olvidar que la razón princi­pal para practicar la danza o hacer deporte es para la mayoría la satisfac­ción personal, o más modestamente, la diversión que les reporta.

El currículo escolar está lleno igualmente de materias que no solamen­te no tienen una utilidad práctica directa, sino que rara vez son objeto de predilección personal, no digamos ya de diversión. Bien es cierto que algu­nas pueden despertar una pasión o interés personal similar al que puede despertar en otros la danza o el deporte: así como existe quien dedica todo su tiempo libre, o su vida entera, a la danza o a jugar al golf, otros se consa­gran a la lectura de la gran literatura, a escribir poesía o a actuar en el teatro o la ópera de forma profesional o amateur. La diferencia entre alber­gar un interés por la ficción literaria, la poesía o el teatro (categoría en la que podemos incluir la danza) o interesarse por el fútbol o el golf resulta bastante significativa. Es más, difícilmente podremos conceder el estatus de

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educado a quien no haya leído nunca una gran novela o no tenga conoci­mientos de poesía o de teatro, mientras que afecta menos a ese estatus el que alguien no haya tenido nunca en las manos un palo de golf o dado una patada a un balón de fútbol. Todo esto nos lleva a deducir un vínculo inter­no o conceptual entre poseer educación y cierto conocimiento literario de mayor o m enor calidad, vínculo que no encontramos entre tener educación yjugar al golf, por ejemplo. Llegados a este punto, podemos entender que las humanidades fomentan un tipo de sensibilidad civilizada que permite conocer más profundam ente la condición hum ana en su dimensión cultu­ral, psicológica y social, una mejor comprensión de nosotros mismos, del mundo y de nuestras relaciones con los demás. Una definición que, por lo demás, no resulta fácil defender. Pues, si bien se ha dicho con frecuencia que la educación es en cierto sentido una vía de mejora humana, no queda claro que tal comprensión nos haga moralmente mejores, los educadores físi­cos han afirmado a veces una conexión intrínseca entre la práctica de de­portes y el desarrollo moral que, de ser cierta, haría a los jugadores de cricket más justos que a los poetas10. Pero en un sentido habitual de mejora educa­tiva -e l que hace hincapié en el desarrollo de la comprensión de nosotros mismos y de nuestra condición- podemos sin duda estar mejor servidos con una sola lectura del Rey Lear que con un partido de fútbol.

Existen todavía, es cierto, contenidos educativos consagrados por la tradición -disciplinas como la historia, la geografía y la biología- que no tienen una utilidad obvia y directa para la gran mayoría de alumnos que las estudian. No está claro que enseñemos geografía a los jóvenes para que puedan orientarse mejor -com o podemos afirmar que enseñamos aritmé­tica y medición para que aprendan a contar y m edir- y muy pocos de los que aprenden física o biología pondrán en práctica esos conocimientos en campos como la medicina, la técnica o la educación, donde el uso de esos conocimientos es habitual. Se dice con cierta frecuencia que debemos en­señar historia para evitar en el futuro los errores del pasado -pero esto equivale a poner un extraño acento utilitarista a este tipo de enseñanza- lo que probablem ente debe más a la lógica instrumentalista del currículo es­colar de los últimos tiempos, que exige explicar para qué es una materia o asignatura, que a una explicación sensata y razonable del valor de la historia. De hecho, no es nada evidente que un buen conocim iento de la histo­ria haya sido de alguna eficacia ni para una nación ni para un indivi­duo a la hora de evitar los errores del pasado. A pesar de lo cual, encontramos una poderosa razón intuitiva para incluir la historia -y quizás también la literatura- en la educación de todos los jóvenes. Aunque no re­sulta difícil concebir la educación sin hockey o sin golf, ni es fácil defender la inclusión de una biología o unas matemáticas avanzadas más allá de unos rudim entos de aritmética y ciencias de la naturaleza, cierta form a de histo­ria debería ser parte de la educación de los jóvenes a lo largo de su escola-

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rización formal. La historia o, en una concepción más amplia, las hum ani­dades parecen decisivas para una sensibilidad educada -y si la educación es un proceso que dura toda la vida, como se dice tantas veces, debe ser de in­terés duradero también para el adulto educado e instruido-. Ahora bien, todo esto debe argumentarse si queremos sostener la significación educa­tiva de una materia que sólo tiene una clara utilidad práctica para el pu­ñado de alumnos que se convertirán en profesores de historia. Si la historia no es útil en este sentido m eridianam ente claro, ¿para qué sirve?

Los objetivos de la educación y el aprendizaje

No es fácil exagerar la confusión generada sobre el significado de la simple preposición «para» ni su repercusión, tanto en la filosofía de la educación en general como para el currículo escolar en particular. Esta confusión surge en su mayor parte de olvidar el significado no instrum ental de esta preposición. La mayor confusión se da entre el sentido instrumentaly el no- instrum ental o teleológico. No es poco común, incluso en la filosofía al uso, encontrar que estos dos sentidos vayan aparejados -ta l vez debido a que la más conocida de las teorías éticas, el utilitarismo, es una teoría tanto teleo- lógica como instrum ental—. Los utilitaristas definen la bondad según las con­secuencias o resultados beneficiosos de nuestros actos11. Pero el sentido instrum ental y el teleológico de «A es para B» es bien distinto y diferencia­do. Supongamos que a la pregunta de para qué sirve la danza, alguien nos contestara que se ocupa de la expresión simbólica de sentimientos o ideas según modelos de movimiento del cuerpo hum ano, y a la misma pregunta un bailarín famoso nos contestara que para él la danza es un medio para ganar m ucho dinero, disfrutar de una vida llena de comodidades y hacer conquistas. ¿Son estas dos respuestas, diferentes y contradictorias, contes­tación a una misma pregunta? Por supuesto que no, son respuestas clara­m ente diferentes a preguntas perfectam ente diferentes. La prim era responde a la pregunta para qué sirve la danza e indica cuál es el objeto de la danza, es decir, da una justificación teleológica. La segunda se refiere a los motivos individuales que llevan a una persona determ inada a practi­car la danza: es una justificación instrumental. Esto, por cierto, da origen a una confusión muy extendida en otros campos de la filosofía, en la ética sexual, por ejemplo. Algunos defensores de la moral tradicional suelen objetar res­pecto de la homosexualidad -o , para el caso, la promiscuidad heterosexual o las prácticas sexuales no reproductivas- que la sexualidad es un medio para un fin que es la reproducción12. Sea o no un punto de vista éticamente sos- tenible, es fundam ental darse cuenta de que si se rebate contestando que el sexo se practica por otro tipo de razones, además de la reproducción (el placer, el amor, el control o lo que fuere), estamos cometiendo el mismo

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tipo de equivocación con la palabra «para». Puesto que la tesis conservado­ra se apoya en la finalidad teleológica de la sexualidad (biológicamente bastante exacta, por lo dem ás), cualquier observación de índole sociológi­ca como las anteriores queda fuera de lugar. Si yo digo que los bates de cric­ket están hechos para golpear bolas de cricket y alguien me responde que los utiliza para apalear y matar a la gente indefensa en caminos oscuros, esta­mos contestando a preguntas muy diferentes acerca de para qué sirven los bates de cricket'3.

La distinción entre una justificación teleológica y una instrum ental está vinculada, si bien no es equivalente a ella, con la diferencia estableci­da entre valor intrínseco y extrínseco14, distinción no casualmente establecida en la posguerra por la filosofía educativa de corte analítico. Esta diferen­ciación muestra principalm ente que las razones que nos em pujan a deter­minados proyectos o a em prender ciertas actividades pueden fundarse más en propiedades intrínsecas de esos proyectos que en consideraciones fun­dadas en el beneficio y /o motivo social o individual. Mientras que ciertas actividades tal vez se elijan y lleven a cabo por los beneficios instrum enta­les y contingentes que reportan -elijo estudiar ciencias empresariales por la posibilidad que me ofrece de conseguir beneficios económicos a su tér­m ino-, otras se eligen porque encontram os en ellas un valor de otro tipo, un valor no-instrumental. Nos queda definir el sentido que pueda tener un valor no-instrumental. La distinción entre valor extrínseco o instrumental y valor intrínseco o valor en sí mismo parece tener verdadera fuerza moti- vacionab. ningún agente hum ano podría vivir su vida entera conforme a una motivación instrumental, puesto que una cadena de justificaciones ins­trumentales debe term inar lógicamente en algo que se haga por sí mismo y no en función de alguna otra cosa15. La idea del valor intrínseco no nos ofrece una motivación hum ana común, puesto que todos valoramos cosas muy diferentes, si bien la dificultad reside aquí más bien en que los in­tereses y actividades que la gente valora por sí mismos no son precisamente deseables desde un punto de vista educativo. Es decir, que la distinción entre valor extrínseco e intrínseco encierra una ambigüedad entre la justi­ficación instrum ental y la teleológica o de objetivo y aquella que se da entre la motivación intrínseca y la extrínseca. Habiendo reconocido de m anera correcta que la motivación está vinculada a objetivos no-instrumentales -expresado en la distinción entre valor intrínseco y extrínseco- resulta ten­tador buscar una forma de motivación intrínseca invariablemente asociada a un valor intrínseco. Los filósofos de la educación de posguerra, de ten­dencia analítica, lo identificaban con un compromiso general del hombre con la racionalidad -es decir, pensaban que los agentes racionales no pue­den rechazar, sin caer en la contradicción, lo que consideramos como for­mas de conocimiento y comprensión educacionalmente valiosas16- . El problema es que los agentes racionales pueden evadir y, de hecho, lo

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hacen, su compromiso con este tipo de conocimiento; y que, por otra parte, confundir valor intrínseco con motivación intrínseca es querer ir de­masiado lejos.

Hay una parte im portante de verdad en la supuesta relación entre valor intrínseco y educación, y es que la capacidad de valorar algo por sí mismo es evidentemente una condición necesaria de la persona educada. No obstante, es también evidente que el hecho de que una materia o asig­natura tenga valor en sí misma no es una condición ni suficiente ni necesa­ria de su valor educativo -puesto que uno puede valorar intrínsecamente muchas actividades que no tienen ninguna relevancia educativa (como perm anecer ebrio tum bado al sol), y una materia o una actividad puede tener valor educativo y no ser valorada por sí misma-. Debemos preguntar­nos, pues, dónde reside el valor de la educación. Hasta el momento, la mejor aproximación sería decir que la educación es llegar a apreciar o va­lorar en sí mismas las características teleológicas o no-instrumentales (in­trínsecamente valiosas) de aquellas formas de conocimiento, comprensión y destreza que consideramos razonablemente como educativas. A primera vista, esto parece una forma de eludir el problema: la definición presupo­ne de forma bastante obvia lo que pretende definir. Si recapitulamos, no obstante, lo anteriorm ente expuesto sobre el papel fundam ental de la edu­cación como iniciación de los jóvenes en los mejores aspectos de la cultura, entendida como formación de la identidad y la persona, encontrarem os más contenido conceptual que el que a prim era vista podría parecer. En este sentido, la educación es algo más y algo menos que dotar a los jóvenes con el conocimiento, la comprensión y las destrezas que puedan serles úti­les en su vida adulta, bien en un plano terapéutico, bien psicoterapéutico o profesional; es algo más, pues todo individuo joven podría llegar a domi­nar y poseer esas capacidades sin llegar a valorarlas por sí mismas, y es algo menos, pues algunas de las materias o actividades que se adquieren por su valor instrum ental apenas tienen cualidades valiosas para el desarrollo de la persona.

Visto lo cual, podemos decir que la educación tiene por objeto la ad­quisición de ciertas formas de conocimiento, comprensión y capacidad va­liosas en sí mismas y que son formativas de la personalidad, como, por ejemplo, la historia -si bien otras disciplinas de las hum anidades y las cien­cias servirían igualmente de ejem plo-. Debemos reconocer, sin embargo, que cualquiera de estas formas de conocimiento puede valorarse también de forma no educativa —por ejemplo, como medios de progreso técnico, con un objetivo vocacional o como medio para ganar dinero en un concur­so—. Como hemos visto, una apreciación educacional de las mismas nos im­pide considerarlas desde el punto de vista exclusivo de su utilidad práctica. En definitiva, vemos que hay formas de conocimiento, comprensión y ca­pacidad que no son artículos contingentes y desechables, aptos para el con­

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sumo individual y social, sino que conforman el hecho de ser persona. Por esta misma razón, la m era iniciación en un conjunto de datos -com o con demasiada frecuencia estudiamos historia en nuestras escuelas- de ningún modo merece el nom bre de educación histórica; una educación histórica ha de suponer un compromiso significativo con aquellos aspectos de nuestra herencia y tradición cultural sin los cuales difícilmente podrem os entender lo que somos o lo que podemos llegar a ser. Aún más, si no llegamos a apre­ciar el valor no-instrumental y form ador de la persona que tienen ciertas formas de conocimiento, comprensión y capacidad -precisamente aquellas que nos perm iten entendernos a nosotros mismos, y que nos perm iten enten­der el m undo que nos rodea y nuestra relación con los dem ás-, no podre­mos com prender por qué ocupan un lugar consagrado en el currículo escolar de ayer y de hoy tantas materias y actividades artísticas y científicas de poca o nula utilidad práctica para la mayoría de los alumnos.

La educación, la escolarización y el currículo

Todo lo dicho valga como reconstrucción del concepto de educación ela­borado por la filosofía analítica de posguerra, concepto desde luego elitis­ta, fundam entado en el reconocimiento de la diferencia existente entre el desarrollo educativo y otros tipos de desarrollo hum ano tales como la socialización o la formación profesional o la (psico) terapia17. La tesis de que ciertas formas de conocimiento y comprensión tienen un valor educa­tivo intrínseco en y por sí mismas se basa en la apreciación de las diferen­tes metas que tienen estas diversas actividades y en el papel diferente que el conocim iento desem peña en su desarrollo. En este sentido, norm al­m ente se afirma que no es posible buscar una justificación externa o ex­trínseca a la educación, de la m anera como podem os buscar una justificación extrínseca -e n términos de formación doméstica, prosperidad económica y salud m ental- a la socialización, la formación profesional y la psicoterapia. En resumen, no se puede justificar para qué ha sido uno edu­cado del mismo modo como se justifica para qué ha sido uno formado (en un sentido profesional) o tratado (psicológicamente), sin caer en un craso e rro r lógico y gramatical. Esto fundam enta la tesis que sostiene que si la educación tiene un valor -que bien podría no tenerlo-, lo tendrá por sí misma, de un modo no-instrumental y no conforme a una meta externa; y, por consiguiente, aquello que la educación es en sí misma es la diferen­cia (teleológica) entre sus objetivos y metas y los de otros procesos como la socialización, la formación profesional y la psicoterapia. Por otra parte, m antener que el objetivo de la educación es desarrollar el conocimiento y la comprensión por su propio valor resulta tan extraño como decir que el objetivo de la pesca es intentar cazar peces -pues, así como intentar cazar

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peces no es algo que persigamos a través de la pesca, sino precisamente lo que pescar significa, de igual modo desarrollar la comprensión y el conoci­m iento (en el sentido form ador de la identidad que hemos definido) no es algo que busquemos a través de la educación, sino exactamente lo que la educación significa18-.

Rehabilitar de este modo el concepto de educación elaborado por la fi­losofía analítica de posguerra, el concepto de búsqueda no-instrumental del conocimiento y la comprensión, no carece de consecuencias o implica­ciones problemáticas. Una de ellas procede de eliminar del currículo esco­lar aquellas materias y destrezas que no pueden ser entendidas dentro del concepto de educación que hemos definido, es decir, aquel que entiende la educación de los alumnos como una iniciación en formas de conocimien­to y comprensión que tienen un valor por sí mismas. En este sentido, tam­bién se entiende que formas de conocimiento y comprensión que tienen un valor por sí mismas podrían poseer también un valor instrum ental (ya sea en un sentido vocacional o terapéutico). Todo esto viene a reforzar una tendencia en la teoría de la educación hacia lo que llamaré aquí no-instru- mentalismo. La teoría educacional no-instrumentalista tiene, por supuesto, eminentes precursores en la obra de filósofos de la educación como Mat- thew Arnold, por ejemplo, que puede considerarse como el padre funda­dor del m oderno tradicionalism o liberal. Este filósofo rebate con contundencia las tesis del instrumentalismo de sus contem poráneos utilita­ristas del xix, que sostenían que el objetivo fundam ental de la educación popular debía ser proveer a los individuos de aquellos valores, virtudes y sensibilidades propias del ciudadano y la vida civilizada19. Por esta misma razón, defendía sustituir las habilidades técnicas y científicas, definidas por los utilitaristas como materias de más valor en la enseñanza secundaria por ser económicamente productivas, por la literatura, las hum anidades y otros estudios culturalmente significativos. Para Arnold, las materias con mayor valor no-instrumental tenían que ocupar un puesto privilegiado en el currículo escolar y conformar el meollo de la educación, si bien no negó nunca por completo la importancia de una formación profesional con fines socioeconómicos.

La form a m oderna de este no-instrumentalismo educacional, desarro­llada hace tres décadas por la filosofía analítica de la educación, parece haber tomado un cariz aún más radicalmente no-instrumentalista que su precedente decimonónico. En una versión muy influyente de este nuevo no-instrumentalismo20 se aducía que lo esencial de la educación es de ca­rácter intelectual y que el currículo escolar debería ocuparse de promover, sobre todo, la iniciación racional en una serie de formas de conocimiento y comprensión «lógicamente diferenciadas» (identificadas a veces como la forma lógica y /o matemática, la científica, la estética y /o artística, la moral, la religiosa, la de las ciencias humanas o sociales y la filosófica). Dicho de

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form a más precisa, definir el contenido educativo del currículo escolar de­bería ser la tarea exclusiva de los pedagogos profesionales, puesto que la educación se basaría «en la naturaleza y el significado del conocimiento mismo y no en las predilecciones de los alumnos, las exigencias de la socie­dad o los caprichos de los políticos»21. Si bien los responsables de esta con­cepción no llegaron a negar la im portancia socioeconómica de una formación profesional, el mensaje estaba bastante claro: el contenido cu­rricular de la escolarización no estaba obligado a responder a los intereses no-educacionales de agencias públicas o privadas no-profesionales, ya fue­ran de índole socioeconómica, terapéutica o de otro tipo. Es más, auspicia­da por estos presupuestos filosóficos, proliferó, en una época en que esta idea de la educación ejercía una influencia notable sobre profesionales in­cluso sobre políticos, toda una literatura curricular que da testimonio de la paranoia generada por este no-instrumentalismo entre los profesores de materias que no perm itían tan fácilmente una justificación no-instrumen­tal. Muchos profesores de materias cuyo valor educativo no-instrumental no era del todo transparente -e n materias como la educación física, por ejemplo, que tampoco podía aducir un gran valor instrum ental y /o voca- cional- se vieron sometidos a una cierta presión profesional y política para demostrar, las más de las veces de m anera bastante improbable, que sus ma­terias eran formas de conocimiento y comprensión de valor intrínseco y contenido intelectual22.

Pero se ha considerado también que esta forma de pensamiento no- instrum ental supone un enfoque extremadam ente improbable sobre los objetivos y contenidos apropiados de la escolarización. De hecho, a pesar de las objeciones de Matthew Arnold y sus m odernos herederos a la tesis que atribuye un papel principal a los aspectos vocacionales y socioeconó­micos en la educación secundaria, no debería sorprender que las políticas educativas de los Estados económicamente más competitivos se hayan hecho desde una mentalidad utilitarista o instrumentalista. De igual modo, en la Gran Bretaña de la posguerra tuvo su apogeo el no-instrumentalismo en un período relativamente corto de optimismo social y expansión econó­mica -m arcado por la construcción del Estado del bienestar británico-, que rápidam ente resultó ser algo que la nación no podía permitirse. Den­tro y fuera de Gran Bretaña, era predecible que una mala coyuntura eco­nóm ica y el agotamiento de los recursos del Estado del bienestar conducirían a un planteam iento más práctico de la escolarización y la edu­cación conforme a objetivos socioeconómicos: si la economía tenía que operar de forma eficaz en un mercado global cada vez más competitivo, era sin duda el prim er deber de las escuelas y demás instituciones educativas proveer de la fuerza de trabajo cualificada de que estaba necesitada. Con anticipación a los hechos, es cierto, desde diferentes posiciones teórico- educativas se atacó a este m oderno no-instrumentalismo educativo. En pri­

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mer lugar, defensores de la educación popular y sociólogos del conoci­miento sostenían (a pesar de sus diferencias) que el nuevo tradicionalismo liberal era demasiado elitista y /o de clase media, aduciendo que el currí­culo de las form as de conocim iento ensalzaba de form a injustificada lo académico o intelectual sobre lo práctico y útil23. En segundo lugar, los moder­nos filósofos del utilitarismo24 educacional mantenían que el conocimiento y la comprensión en sí no existían, siendo por tanto la utilidad económica o social la piedra de toque para incluir en el currículo escolar cualquier materia o actividad: debería considerarse la educación como un medio para alcanzar un fin, no como un fin en sí mismo.

No obstante, desde un punto de vista crítico acerca de este debate tan polarizado entre instrumentalismo y no-instrumentalismo educativo, resul­ta difícil evitar una impresión de confusión grave: de hecho, creo que este debate ejemplifica perfectam ente la clase de beneficios que puede aportar una aclaración de términos básicos a la antigua usanza. Veamos, entonces, dónde se genera la confusión. En prim er lugar, la tesis fundam ental del no- instrumentalismo parece bastante acertada, pues sostiene que la educa­ción, al ser una iniciación en formas de conocimiento y comprensión racionales de valor intrínseco, es un fin en sí mismo. También parece igual­m ente irrefutable la tesis contraria instrumentalista, que defiende que las escuelas -com o instituciones mantenidas por los contribuyentes- son res­ponsables pública y políticamente de intereses socioeconómicos. Pero si estas dos tesis son ciertas, no podrán contradecirse. Para ver qué es lo que genera la apariencia de conflicto sólo tenemos que suponer que alguien afirme -com o oímos a veces que se d ice- que la escolarización es una ini­ciación en formas de conocimiento y comprensión racionales de valor in­trínseco, o bien que la educación es un medio de fom entar el crecimiento socioeconómico. De hecho, quien hiciera estos asertos se equivocaría en ambos aspectos: puesto que si bien el propósito de la educación no es (en­teram ente) servir a fines económicos, tampoco es la (única) función de las escuelas promover el amor desinteresado al conocimiento.

En resumen, la confusión principal en que se pierden las discusiones entre instrumentalistas y no-instrumentalistas es fundam entalm ente una confusión entre educación y escolarización2\ erro r recurrente que se mani­fiesta de formas varias en las muchas discusiones públicas, políticas y pro­fesionales acerca de los objetivos de la educación. Sin duda, la escolarización es una institución social financiada con presupuesto público y en este sentido ha de responder a los deseos de los contribuyentes y de sus representantes políticos democráticamente elegidos. Una de las mu­chas cosas que el contribuyente medio exige de las escuelas es que dote a su descendencia con el tipo de capacidades necesarias para convertirse en miembros de la sociedad responsables, productivos y económicamente prósperos. Sin embargo, muchos padres querrán también que su prole ad­

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quiera una clase de comprensión cultivada de sí misma, del m undo y de sus relaciones con los demás, que les perm ita la identificación de intereses y proyectos de valor y satisfacción intrínsecos, así como la prosecución autó­nom a de los mismos. Pues, ¿qué sentido tendría estar capacitado para ga­narse holgadamente la vida, careciendo de aquellos intereses y pasiones de índole estética, científica, espiritual, social y política que pueden propor­cionarnos razones para vivir? Pero la educación, interpretada de este modo, no es una institución social o proceso por el que pasamos un perío­do de tiempo en un determ inado lugar. En cierto sentido, la educación es más que la escolarización: podemos hablar con acierto de una educación o aprendizaje que duran toda la vida, pero no así de una escolarización que abarque todo ese tiempo. De este modo, la relación entre educación y es­colarización es comparable a la que pueda existir entre la religión y la igle­sia, o la justicia y el sistema legal. Resulta por tanto perfectam ente razonable afirmar que alguien es educado o educada sin haber pisado nunca la escuela, como decir que ese alguien es religioso o religiosa pero que nunca va a la iglesia (o decir que la religión está en todas partes menos en las iglesias, o que la justicia no se encuentra en los tribunales). De hecho, los críticos radicales de la escolarización convencional han puesto de relieve esta incongruencia entre educación y escolarización: los llama­dos «desescolarizadores» de hace unas tres décadas atacaban precisamente la escolarización pública convencional de las economías avanzadas, a la que acusaban de adoctrinar en vez de educar26. Pero, en cierto sentido, la educación (incluso la educación que se imparte en las escuelas) es menos que escolarización. La escolarización sólo puede ocuparse en parte de ini­ciar a los jóvenes en la valoración desinteresada de los grandes logros artísticos, literarios, etc.: la escolarización ha de rendir cuentas al mismo tiempo a Dios y al César y dotar a los alumnos de las capacidades relevantes para el desarrollo profesional -y proveer así a la econom ía de fuerzas de trabajo productivas- para crear bienestar en un mercado competitivo.

Educación, teoría y práctica

No obstante, se com prende que en muchos de los círculos de filosofía edu­cacional contem poránea la diferencia observada entre educación y escola­rización -inclu ida la diferencia que suponem os en tre educación y formación vocacional o de otro tipo- no vaya a ser calurosamente recibida. La razón principal es lo que anteriorm ente llamamos el giro «práctico» o anticartesiano en la filosofía m oderna. Por esta misma razón, tres manio­bras dialécticas de la filosofía educacional de posguerra se han ganado una crítica persistente. La prim era es la tendencia, que ya hemos comentado, a diferenciar lo educacional y lo no-educacional, distinguiendo las activida­

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des y las destrezas con valor en sí mismas de aquellas que son sólo medios para un fin externo. La segunda identifica las actividades y destrezas con valor en sí mismas con lo teórico, y las actividades y destrezas que son me­dios para un fin con lo práctico. La tercera identifica la dicotomía de lo teórico y lo práctico con la distinción entre lo profesional y lo no-profesional. No obstante, es fácil encontrar materias y actividades que ocupan un lugar legítimo en el currículo escolar y no encajan en este análisis que acabamos de reform ular27. Una iniciación en la moralidad y en las humanidades suele ser práctica y teórica a la vez, pero no puede dudarse del potencial educa­tivo de esta iniciación. La teoría física y la arqueología pueden ser profesio­nales y no necesariamente prácticas -o especialmente útiles-. El hockey y el fútbol pueden ser un fin en sí mismos, pero es obvio que no son educati­vos en el sentido en que puedan serlo la historia o la botánica. También son útiles la economía doméstica, la carpintería o la educación para la salud, si bien no tanto en un sentido profesional, etc. De esta manera, a la luz del rechazo que Descartes produce en la filosofía moderna, si reconoce­mos que los aspectos normativos de la persona se entienden mejor como iniciación en prácticas humanas complejas28, ¿no sería mejor desechar todas las distinciones trasnochadas anteriorm ente mencionadas y entender que la educación no es sino una cierta iniciación en actividades m oralmen­te aceptables, iniciación que necesitamos como personas para realizar los proyectos y propósitos que nos son propios?

Creo, sin embargo, que una conclusión de este cariz es errónea y pre­matura. En prim er lugar, debería quedar bastante claro que abandonar de este modo toda distinción es tirar piedras contra el propio tejado -puesto que, a pesar de las críticas a que estas distinciones se han visto sometidas, debería quedar claro que estas críticas no serían posibles sin aquéllas: la tarea del filósofo de la educación no es, por tanto, abandonar tales distin­ciones, sino aguzarlas para su empleo más preciso-. En segundo lugar, tendríamos que reconocer al menos una razón importante para establecer una diferencia entre la educación y otras formas racionales de conocimiento o de práctica -n o menos im portante a causa de los dualismos y distinciones anteriorm ente mencionados, pues recientem ente se ha producido una oposición a esos dualismos y distinciones, en el nom bre de unas conclusio­nes moralm ente dudosas acerca de lo que puede ser educativamente apro­piado para los jóvenes-. De nuevo, la argumentación rechaza cualquier distinción entre educación y formación profesional dado que: la teoría (reflexión sobre los principios) está implicada indefectiblemente en la práctica; la práctica es con frecuencia un camino im portante para enten­der la teoría y formas de formación profesional o de índole práctica pueden dotar a algunos jóvenes de una «educación práctica» equivalente a una educación «académica»29. Visto así, es poco menos que un prejuicio elitista considerar que ciertas formas de práctica inteligente -com o el bricolaje o

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la cocina- son menos valiosas desde un punto de vista educacional que la ciencia o la literatura clásica, simplemente por ser prácticas y útiles.

Este argum ento es capcioso, pues ignora la ambigüedad subyacente a una tesis que sostiene que la práctica puede ser fuente de com prensión teo­rética en la educación de los jóvenes. Por una parte, si con esto queremos decir que una forma eficaz de enseñar ciencia es dedicar tiempo a la expe­rimentación práctica antes que a la memorización de leyes y teoremas, es­tamos haciendo referencia a un tipo de aprendizaje teórico de principios científicos que se apoya en la experiencia práctica. Por otra parte, si esto significa que hay modos de aprender ciertas destrezas que se centran más en adquirir aquellos principios que conforman una práctica inteligente que en el simple aprendizaje de procedimientos prácticos, este argum ento no consigue sustituir el aprendizaje de destrezas racionales por formas más intelectuales de comprensión. En resumen, criticar de este modo la distin­ción entre educación y formación profesional supone sólo ignorar cuán di­ferentes son los papeles que en la formación personal juegan, por una parte, aquella comprensión de los principios (si bien adquirida de forma práctica) que constituye el conocimiento científico y, por otra, la com pren­sión (si bien «intelectual») de los principios que determ inan lo que debe ser un buen peinado. No se puede intelectualizar la economía doméstica ni dotar de significado educacional al voleibol articulando con mayor pre­cisión los principios que nos perm iten desarrollar esas actividades de forma inteligente, simplemente porque no son la clase correcta de princi­pios. Aún más, el mejor camino hacia el elitismo es seguramente argüir que se puede sustituir de forma razonable en la educación de algunos alumnos (normalmente, los menos dotados) una comprensión crítica de la historia por una apreciación crítica del arte de la cocina.

Todo esto debería recordarnos, como deseaban mostrarnos con tanto anhelo los tradicionalistas liberales del m oderno no-instrumentalismo, que tenemos una herencia cultural a la que todos los jóvenes tienen derecho -indistintam ente de sus diferentes capacidades, de su entorno social y su destino vocacional- y que el deber sagrado de la escuela es familiarizar a todos y cada uno de los niños y niñas con dicha herencia. De este modo, sí bien hay destrezas y actividades (como el cálculo y el saber leer y escribir) que todos necesitamos adquirir, puesto que ningún hom bre o mujer m oder­nos pueden funcionar de forma adecuada sin ellos, así como destrezas (de reparación de automóviles y trabajos administrativos) que algunos indivi­duos, pero no todos, necesitan para sus profesiones particulares, los dife­rentes destinos profesionales de niños y niñas no deben perm itir que se conculque el derecho común de todo niño a ser iniciado de form a adecua­da en lo «mejor que se ha pensado y se ha dicho». Por tanto, creemos jus­tificadam ente que existen form as de com prensión hum ana que constituyen necesidades educacionales universales y, así mismo, supone­

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mos que, si bien no todos los alumnos pueden poseer las capacidades ne­cesarias para la comprensión de la mecánica cuántica o las matemáticas avanzadas, todos deberían familiarizarse con una concepción seria de la li­teratura, la historia, la cultura y la moral. No negamos con esto que las diferentes capacidades e intereses individuales y los distintos entornos sociales no deban influir en el currículo escolar, y dejamos abierta la cues­tión de si, en definitiva, la misma clase de educación es válida para todos. Son cuestiones a las que volveremos en los siguientes capítulos.

1. A la luz de la distinción entre educación y escolarización, identifica una escala de objetivos tanto de desarrollo individual como de pre­paración social que creas haya de perseguir la escolarización, así como algunas de las áreas o materias curriculares que conduzcan a la consecución de tales objetivos.

2. Identifica la razón o razones que darías para incluir las siguientes materias o actividades en el currículo escolar y reflexiona sobre si las introducirías para todos o sólo para algunos jóvenes: geografía; álgebra; carpintería; cocina; baloncesto; biología; danza; habilidades informáticas; literatura inglesa; estudios empresariales.

Posibles tareas

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Notas

1. Como publicaciones fundam entales acerca del carácter em inentem ente controvertido de los conceptos sociales, véanse Gallie (1955-1956) y Maclntyre (1973-1974).

2. Es extensa la bibliografía de carácter radical y escéptica («desescolarizadora») respec­to al valor educativo de la escolarización: véase, po r ejemplo, Ilich (1973a), (19736) y (1977); G oodm an (1960) y (1971); Postman y W eingarten (1971); Reimer (1971).

3. Esta afirmación debe matizarse, pues para muchos resulta ofensivo sugerir que ciertos seres hum anos no son personas. Este aserto, no obstante, es de carácter puram ente con­ceptual, no moral o práctico y, puesto que el concepto de persona es de tipo normativo más que biológico, se puede concebir. Dicho esto, es probable (y yo soy personalm ente de esta opinión) que la única postura moral que puede sostenerse es la de considerar a todos los seres humanos como personas (potenciales, efectivas o difuntas), independientem en­te de otras consideraciones. De hecho, la tendencia general a conceder a los demás res­peto y dignidad en la salud, la enferm edad, e incluso en la m uerte, puede que sea la característica definitiva de aquella cualidad de la persona que llamamos agencia moral

4. Véase Anscombe y Geachs (1954).5. Las críticas de Ryle y W ittgenstein al dualismo cartesiano se encuentran en Ryle

(1949); y (más implícitam ente) en W ittgenstein (1988).6. Véase Kant (1967 y 1968).7. Se puede decir que el prim er filósofo que apreció esta diferencia y que rechazó cual­

quier reduccionism o de tipo científico, fue Platón. Véase, por ejemplo, el Phaedo en H am ilton y Cairns (1961).

8. Véase Gribble (1967, p. 150).9. El eslogan «educación, educación, educación» lo utilizó el prim er ministro británico

Tony Blair a mediados de los años noventa, durante la prim era victoria del Nuevo La­borismo, para subrayar la prioridad que su gobierno prom etía dar a la educación.

10. La bibliografía filosófica sobre el valor moral de la educación física es extensa. Véase, por ejem plo Aspin (1975); Bailey (1981); Carr (1998c); Meakin (1981).

11. El cálculo utilitarista juzga una acción buena o mala según las consecuencias que con­lleva para la felicidad o el placer humanos. Para una exposición clásica de esta doctri­na, véase Warnock (1970).

12. En relación con estas cuestiones, véase Carr (1987).13. Véase Peters (1966 y 1973).14. Para la distinción en tre valor intrínseco y valor extrínseco, típica de la filosofía de la

educación de la posguerra, véase Peters (1966).15. Sobre la dependencia lógica en tre valor extrínseco y valor intrínseco, véase White

(1975).16. Sobre este intento de un ir valor intrínseco y motivación intrínseca, véase Peters (1966,

cap. 5).17. Véase Peters (1964).18. Esta es una idea im portante acerca de los objetivos de la educación y tal vez debiera lla­

marse la tesis de Peters. Véase Peters (1966 y 1973).

E d u c a c ió n , e s c o la r i z a c ió n y p e r s o n a s 3719. Sobre el no-instrum entalismo de Arnold, véase A rnold (1910).20. Véase H irst (1967).21. Véase Hirst (19746, p. 32).22. Sobre los argum entos que niegan el valor intrínseco de la educación física, véase Pe-

ters (1966, cap. 5). Para un intento tem prano de dem ostrar que tiene valor intrínseco, véase Carlisle (1969, vol. 3, pp. 5-22).

23. Como obra sociológica de gran influencia educativa y contraria al no-instrumentalismo de la pedagogía liberal, véase Young (1971).

24. Como influyente crítica de corte neoutilitarista al no-instrum entalism o, véase Barrow (1975).

25. Para exam inar la confusión en tre educación y escolarización, véase Carr (1996).26. Acerca del escepticismo radical sobre el valor educativo de la escolarización, véase la

nota 2. .27. U na vez más, la obra de Peters sigue esta línea. Véase Peters (1966, caps. 1, 2 y 5).28. Para la revisión ulterior que hace Hirst de su tesis de las formas de conocim iento, véase

Hirst (1993).29. Esta idea fue de gran im portancia en el inform e británico de 1990 sobre el estado ac­

tual de la educación británica que se televisó prim ero y se publicó después bajo el títu­lo Every Child in Britain (Londres, Channel 4, 1991). Expertos educativos de la talla de A.H. Halsey, Neville Postlethwaite, S.J. Prais, Alan Sm ithers y Hilarv Steedman, critica­ron la educación secundaria británica po r no tom arse en serio la idea de una «edu­cación práctica».