carlo gesualdo

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Carlo Gesualdo CARLO GESUALDO Nacimiento 8 de marzo de 1566 Venosa , Italia Fallecimiento 8 de septiembre de 1613 {Avellino , Italia Ocupación Compositor Cónyuge María de Avalos Carlo Gesualdo, príncipe de Venosa y conde de Conza (Venosa , 8 de marzo de 1566 - Avellino , 8 de septiembre de 1613 ) fue un compositor italiano , una de las figuras más significativas del Renacimiento . Era el segundo hijo de Fabrizio Gesualdo, nacido en el seno de una familia aristocrática estrechamente relacionada con la Iglesia , era sobrino del arzobispo de Nápoles Alfonso Gesualdo y de San Carlo Borromeo , también era sobrino nieto del Papa Pío IV . Cuando murió su hermano mayor heredó los títulos y derechos dinásticos de la familia, a la que pertenecía el principado de Venosa desde 1560. Comenzó sus

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Page 1: Carlo Gesualdo

Carlo GesualdoCARLO GESUALDO

Nacimiento 8 de marzo de 1566

Venosa, Italia

Fallecimiento 8 de septiembre de 1613

{Avellino, Italia

Ocupación Compositor

Cónyuge María de Avalos

Carlo Gesualdo, príncipe de Venosa y conde de Conza (Venosa, 8 de marzo de 1566 -Avellino, 8 de

septiembre de 1613) fue un compositor italiano, una de las figuras más significativas del Renacimiento.

Era el segundo hijo de Fabrizio Gesualdo, nacido en el seno de una familia aristocrática estrechamente

relacionada con la Iglesia, era sobrino del arzobispo de Nápoles Alfonso Gesualdo y de San Carlo Borromeo,

también era sobrino nieto del Papa Pío IV. Cuando murió su hermano mayor heredó los títulos y derechos

dinásticos de la familia, a la que pertenecía el principado de Venosa desde 1560. Comenzó sus estudios

musicales en la academia fundada por su padre y frecuentada por importantes músicos. Recibió a muy

temprana edad clases de laúd y composición, probablemente su maestro fue P. Nenna.

Page 2: Carlo Gesualdo

En 1586 se casó con su hermosa prima María de Avalos, hija del duque de Pescara, pero fue sorprendida

cometiendo adulterio y Gesualdo la asesinó junto a su amante en octubre de1590. El ensañamiento y salvajismo

con el que cometió el crimen convulsionó a la sociedad de la época. Este acto hizo que se retirara a su mansión

en la ciudad de Gesualdo para escapar de las iras de las familias de los asesinados. En 1593 con la ayuda de

su tío el arzobispo, contrajo matrimonio con Eleonora de Este, hija del duque de Ferrara pero debido a las

infidelidades del compositor el matrimonio fracasó. Tuvo dos hijos, uno por matrimonio, que murieron a muy

temprana edad; la muerte del primero por sofocamiento, fue imputada a Gesualdo y la muerte del segundo

en 1600 le afectó notablemente, esto podría ser el punto de partida de la particular penitencia que se administró.

Consideró la muerte de sus hijos como castigo de la justicia divina y vivió atormentado hasta el día de su

muerte. Para expiar sus culpas se sometió a prácticas masoquistas con escenas de flagelación con muchachos,

para según él, expulsar a los demonios. Después de una de estas sesiones se encontró a Carlo Gesualdo

muerto y desnudo el 8 de septiembre de 1613. Según algunas fuentes su muerte fue voluntaria

pero otras indican que pudiera ser asesinado por alguno de los jóvenes con los que se

flagelaba.

Contenido

 [ocultar]

1   Adulterio y venganza

2   Su obra

o 2.1   Madrigales

o 2.2   Música sagrada

3   Literatura

4   Enlaces externos

Adulterio y venganza [editar]

El año 1586 se casa con su prima Maria de Avalos, nieta de Carlo, conde de Montesarchio, y de Sveva

Gesualdo. El matrimonio se celebra en Nápoles el 28 de mayo de 1586 con dispensa del Papa Sisto V, en la

iglesia de San Domingo Mayor, que estaba situada cerca al palacio donde habitaba la familia Gesualdo. Carlo

tenía veinte años y María veinticuatro; de su matrimonio nacería Emanuele.

Un día María conoce al duque de Andria y conde de Ruvo Fabrizio Carafa de quien se enamora, a pesar de que

él ya estuviese casado con María Carafa. Ambos se sintieron incapaces de escapar a la mera condición de

meros amantes pero estaban decididos a superar todos los obstáculos para encontrarse juntos. De esta

manera, debido al malentendido sentido del honor y del castigo que poseía Gesualdo, era evidente que los

amantes estaban arriesgando sus vidas.

Mientras los amantes seguían frecuentándose, Gesualdo, que había detectado las mentiras de su mujer,

permaneció en casa, en espera del momento propicio para una venganza que ya había sido ideada y planificada

por el príncipe. Ahora bien, el 16 de octubre de 1590 el príncipe le dice a María que, si acaso fuera a necesitarlo,

Page 3: Carlo Gesualdo

está partiendo hacia la casa del bosque de los Astroni y volverá dos días después. Era este el broche definitivo y

el punto de inicio de un plan que estaba preparado al mínimo detalle.

En la noche del martes y miércoles del 17 de octubre de 1590 los dos amantes fueron atrapados en flagrante

adulterio en la cámara del lecho de María y fueron bárbaramente ajusticiados y descuartizados.

De la violencia homicida cometida, Carlo fue libre de responsabilidad. Las circunstancias lo justificaban desde el

punto de vista del Derecho y las costumbres de ese tiempo; tanto esto es así que el preboste Miranda, a quien

Gesualdo acudió inmediatamente para dar noticia de lo acaecido, le exhortó a irse de Nápoles no para escapar

de la ley, sino para no exacerbar con su presencia el resentimiento de los familiares de los muertos.

Entendiendo esto, la partida de Carlo desde Nápoles hacia su inexpugnable castillo-fortaleza de Gesualdo fue

más bien un acto de cortesía y respeto que de miedo a las autoridades. El proceso fue archivado al día siguiente

de su apertura, "por orden del preboste por cuanto la notoriedad de la causa justa de la cual fue afrentado don

Carlo Gesualdo Principe de Venosa para castigar a su mujer y al duque de Andria".

Su obra [editar]

Madrigales [editar]

6 Libros de Madrigales, a cinco voces (1594-1611).

Un libro de madrigales a seis voces, póstumo (1626).

Música sagrada [editar]

2 Libros de Sacrae cantiones, cinco a siete voces (1603).

Responso de la Oscuridad para Semana Santa.

4 Motetes a María.

Las excelentes relaciones de su familia con la Iglesia hicieron que su obra no sufriera ningún tipo de censura.

Sus composiciones se salen de los cánones de la época: Gesualdo no tenía que agradar a nadie, escribía para

sí mismo, el resultado fue una obra original, extraña y sorprendente en el Renacimiento. Fue así de extraña por

su uso constante de la disonancia y del cromatismo, algo impensable para la época que veía en su seno el inicio

de una protoarmonía tonal que en el barroco se desarrollará, como con el tratado de armonía de Rameau

(1722). Por ello, Gesualdo es considerado un adelantado de su época.

Su obra está influenciada por el carácter nuevo de la música de L. Luzzaschi que conoció en Ferrara y a quien

dedicó en 1594 su cuarto libro de madrigales.

Literatura [editar]

Annibale Cogliano: Carlo Gesualdo omicida fra storia e mito. Napoli: Edizioni Sscientifiche Italiane,

2006. ISBN 88-495-1232-5.

Annibale Cogliano: Carlo Gesualdo. Il principe l'amante e la strega. Napoli: Edizioni Sscientifiche

Italiane, 2005. ISBN 88-495-0876-X.

Page 4: Carlo Gesualdo

The Concise Edition of Baker's Biographical Dictionary of Musicians, 8th ed. Revised by Nicolas

Slonimsky. New York, Schirmer Books, 1993. ISBN 0-02-872416-X

Glenn Watkins: Gesualdo: The Man and His Music. 2nd edition. Oxford, 1991. ISBN 0-19-816197-2

The New Grove Dictionary of Music and Musicians, ed. Stanley Sadie. 20 vol. London, Macmillan

Publishers Ltd., 1980. ISBN 1-56159-174-2

Gustave Reese , Music in the Renaissance. New York, W.W. Norton & Co., 1954. ISBN 0-393-09530-4

Alfred Einstein: The Italian Madrigal. Princeton, 1949.

Cecil Gray, Philip Heseltine: Carlo Gesualdo, Musician and Murderer. London, St. Stephen's Press,

1926.

Enlaces externos [editar]

Carlo Gesualdo  en el Proyecto Biblioteca Internacional de Partituras Musicales.

www.carlogesualdo.eu

www.gesualdo.eu

Datos de Carlo Gesualdo .

Carlo Gesualdo

Gesualdo, el príncipe asesino-1 , primera parte de una completa biografía en castellano de Carlo

Gesualdo da Venosa.

Gesualdo, el príncipe asesino-2 , segunda parte de una completa biografía en castellano de Carlo

Gesualdo da Venosa

http://www.opusmusica.com/006/gesualdo.htmlHistoriaGesualdo, el príncipe asesino (I)

(Por Manuel M. Martín Galán)

Asesino, como es bien sabido, de su esposa y del duque de Andria, sorprendidos in flagrante delicto de fragante peccato.... No hizo sino aplicar los rígidos códigos del honor vigentes en su época. Pero al hacerlo, selló su condena ante la posteridad. En el cómo y no en el qué parece estar -veremos- el meollo de la cuestión.

Eduardo, 17/03/10,
Gesualdo parece hacer las como como el quiere y de manera diabólica. Lo mismo con la música.
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Existen varias fuentes sobre los sucesos que protagonizó Carlo Gesualdo da Venosa. Ante todo, la investigación judicial (conato de investigación, más bien) iniciada en la mañana siguiente al doble crimen. Domina en ella la fría, aparentemente neutral y no siempre correcta prosa de este tipo de documentos, pero también es el relato que más truculencia encierra: lo que se presentó a los ojos de la justicia aquella mañana era, ciertamente, tremendo...

Hay también algunas notas diplomáticas que se atienen escuetamente a los hechos, sin entrar en detalles. Y una serie de relatos con mayor o menor dosis de dramatización y fantasía, más las recreaciones literarias que ciertos escritores de la época (no hablo ya de los posteriores, Anatole France incluido) hicieron sobre el asunto. De alguno de los más conocidos relatos coetáneos (el denominado manuscrito Corona) existen numerosas versiones no estrictamente coetáneas y con variantes; algunos de sus más famosos y consagrados párrafos son despiadadamente desmentidos por la investigación judicial; en cambio, otros detalles, aparentemente fantasiosos (lo referente a las cerraduras, por ejemplo), parecen ser, al menos en parte, confirmados por aquélla.

No hemos querido prescindir de estas últimas fuentes, por ser reveladoras del sentir de aquella época y claro exponente de cómo se vivió la tragedia y de cómo se forjó la leyenda. Irán, no obstante, en caracteres de diferente color , para diferenciar netamente la leyenda de los hechos documentados.

Los Gesualdo constituían una aristocrática familia de orígenes tan remotos, gloriosos (y ficticios, todo hay que decirlo) como el de casi todos los aristócratas de la época. Pero el servicio a sus señores naturales -no siempre a los reinantes en el momento a que nos referimos- y una hábil política matrimonial -los dos elementos esenciales de la estrategia nobiliaria- la habían situado entre las más destacadas del Reino (en la Italia del XVI, el reino por antonomasia era el de Nápoles).

Condes de Consa desde mediados del siglo XV, Luigi Gesualdo (abuelo de Carlo) supo llevar a su casa a la cumbre de su trayectoria social, negociando el matrimonio de su primogénito, Fabrizio, con Girolama Borromeo, hermana del cardenal arzobispo de Milán -San Carlos, uno de los campeones del resurgir católico postridentino- y sobrina del papa Pío IV. Los beneficios de tal enlace no tardaron en dejarse sentir. Otro de sus

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hijos, Alfonso, fue nombrado cardenal de la Iglesia (febrero de 1561) y poco después Felipe II -honores atan amores (léase fidelidades)- le otorgó el título de Príncipe de Venosa (mayo de 1561). A otra de sus hijas, Sveva, la casó con don Carlo d’Avalos, Príncipe de Montesarchio e hijo del Marqués del Vasto.

Carlo, hijo segundón de Fabrizio Gesualdo y Girolama Borromeo, nació en 1566 y creció con sus tres hermanos en el fastuoso y contradictorio ambiente de los palacios renacentistas italianos. Don Fabrizio no era insensible a las artes. Y aunque no tenía capilla musical propia, por su casa desfilaron músicos como Giovanni Macque, Fabrizio Filomarino, Romano Micheli, Leonardo Muzzio Effrem y Poponio Nenna. Con ellos y en su propia casa, pues, nació la irresistible inclinación de Carlo por la música.

La muerte de su hermano mayor en la flor de la edad (1585) cambió su destino. Convertido en heredero y continuador de la familia, aquel mismo año su padre arregló su matrimonio con Doña María D’Avalos, hija de don Carlo y doña Sveva Gesualdo y, por lo tanto, prima carnal del novio (la dispensa papal, tratándose de quienes se trataba, se consiguió rápidamente). Era un poco mayor que él y, pese a su juventud, dos veces viuda, pero también era “la más bella dama de Nápoles”, según el embajador veneciano.

Se celebró la ceremonia en 1586 en la iglesia de San Domenico Maggiore de Nápoles. Los festejos, “dignos de reyes”, tuvieron lugar en el vecino palacio de San Severo, donde residiría la nueva pareja hasta el momento de la tragedia.

Don Carlo se entregó con tal ardor a la música y la caza que Doña María se sentía abandonada

Se dice que los primeros años del matrimonio transcurrieron felices, viviendo -el detalle es muy elocuente acerca de la concepción del matrimonio en la época- “más como amantes que como marido y mujer”. Nació un hijo, Emmanuele, y parecía que ante sus vidas sólo se presentaba un horizonte de felicidad. Pero...

Don Carlo se entregó con tal ardor a la música y la caza que Doña María se sentía abandonada. ¿O es necesaria la sensación de abandono para que un amor destierre a otro? Un día, en un baile en el palacio del Virrey, se encontraron Doña María y don Fabrizio Carafa, duque de Andria, que -no podía ser de otra forma- “reunía la belleza de Adonis y el valor de Marte”. Él también estaba casado y tenía cinco hijos [uno de ellos, por cierto, sería con el tiempo general de los jesuitas]. Pero ¿qué sabe Amor de impedimentos creados por los humanos? Se enamoraron. Desde el momento en que por primera vez se cruzaron sus miradas.

No podían apartar los ojos uno del otro... Tras las ardientes miradas vinieron los billetes transmitidos por criados fieles y cómplices. Y a los billetes sucedieron los encuentros.

El primero tuvo lugar junto al mar, en un naranjal que don García de Toledo poseía cerca de Chiaia. Doña María, para justificar el viaje, dijo haber formulado el voto de presenciar unas afamadas procesiones de penitentes de Semana Santa. Y en el camino fingió un desvanecimiento. La llevaron a la residencia citada donde, oculto, la esperaba el duque. En el mismo vestíbulo cayeron al suelo, entrelazados sus cuerpos, entregados el uno al otro como si nada más hubiera en este mundo. El papel no olvida reseñar que las alusiones al amor y la muerte (morir de amor, no por amor) esmaltaron este primer encuentro amoroso.

Vinieron, claro está, más. Siempre en secreto. Pero es difícil que no trasciendan secretos de ese tipo. Un tío de don Carlo, don Giulio Gesualdo, descubrió el adulterio.

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No por casualidad, no. Don Giulio sentía una rijosa pasión por la esposa de su sobrino y había tratado de conseguirla. Pero sus torpes proposiciones se toparon siempre con el rechazo y el desprecio de la dama, en nombre de la fidelidad conyugal. De nada sirvieron ruegos, súplicas y dádivas. Doña María le increpó ofendida. ¿Cómo osaba atentar contra su virtud y el honor de su propio sobrino? Amenazó incluso con denunciarlo a su esposo. Rechazado, pero no resignado, espiaba clandestinamente y con ojos lascivos cada uno de sus pasos.

Hasta que un día la cruda realidad se mostró diáfana ante él. Aquello era más de lo que podía esperar. Pocas veces el diablo ha ofrecido a nadie ocasión tan propicia ni plato tan suculento para paladear la venganza, infinitamente cruel. Le faltó tiempo para contárselo a su sobrino. Éste sintió cómo se le desgarraban las entrañas, el corazón, el alma..., pero no dejó que su rostro trasluciera ninguna emoción. Calló y esperó.

Los amantes supieron pronto que habían sido descubiertos. Y el Duque, prudente, propuso, si no terminar con sus encuentros, al menos, espaciarlos. Pero doña María no quiso ni pensar en ello. Y replicó con dureza que un corazón capaz de abandonarla por temor era de plebeyo, no de caballero. Más aún: que la naturaleza había cometido un error incalificable creando a un caballero con corazón de mujer -él- y a una mujer -ella- con corazón de caballero.

Tocado en su fibra más sensible, el duque respondió: “Querida dama, si queréis que muera, moriré. Por vuestro amor mi alma abandonará feliz su cuerpo, víctima de vuestra belleza. Tengo fuerzas para afrontar mi muerte, pero no para sufrir la vuestra. Porque si yo muero, vos no continuaréis viva y sólo este temor me acobarda; (...) aseguradme que sólo el duque de Andria será víctima de vuestro marido, y yo os mostraré si temo a la espada. Sois cruel, pero no conmigo (...) Sois cruel con vuestra belleza, exponiéndola a pudrirse, tan joven y lozana, en la tumba”.

A lo que doña María respondió: “Señor duque, más mortal es para mí un sólo instante lejos de vos que mil muertes que resultaran de mi pecado. Si con vos muero, no me veré nunca apartada de vos; pero si me dejáis, moriré sola lejos de lo que más desea mi corazón, que sois vos. Decidid: o sois desleal apartándoos de mí u os mostráis fiel, no abandonándome jamás. (...) Tengo el valor necesario para sufrir la herida del frío acero, pero no vuestra marcha. (...) Así pues, esto quiero y esto os pido, y no repliquéis si no queréis perderme para siempre”.

¿Que podía hacer el duque? Elevar humildemente una oración de asentimiento y aceptación del fatal destino a su idolatrada diosa: “Señora, puesto que queréis morir, moriré con vos. Así lo queréis. Que así sea”.

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Don Carlo trazó fríamente un plan. Ordenó que, en secreto, se cambiaran todas las cerraduras de su palacio. Y, cuando se había hecho el trabajo, anunció a los cuatro vientos que se disponía a emprender una jornada de caza lejos de Nápoles que le mantendría fuera varios días. Partió con mucho ruido y un gran séquito.

Pero, en secreto, había dado órdenes a sus más fieles criados para que se mantuvieran sigilosos y expectantes. Expectantes, y también atemorizados por lo que se avecinaba, quedaron.

>El duque, sabedor por su amada de que Don Carlo no pernoctaba en su residencia, acudió confiado al amoroso encuentro. El manuscrito es en este punto claro y escueto: “Habiendo sido recibido por Doña María con su acostumbrado amor, ambos, desnudos, fueron a la cama, donde se dieron mutuo consuelo, y vencidos por el cansancio de tan supremo placer, entregaron sus cuerpos y almas al sueño”.

A media noche volvió don Carlo con sus más fieles. Y subió a toda prisa a la habitación de su esposa. En la puerta estaba su dama de compañía de centinela; quiso alertar a su señora, pero, amenazada, tuvo que apartarse y esconderse. Don Carlo abrió la puerta de un tremendo puntapié “y entrando ardiendo de cólera con sus compañeros halló a su mujer, desnuda, acostada en brazos del duque”.

Quedó paralizado momentáneamente, pero reaccionando bruscamente, “se lanzó sobre los dormidos amantes y los asesinó a golpes de daga antes de que pudieran reaccionar (...) Los cuerpos fueron arrastrados (...) y puestos en la escalera principal, ordenando el príncipe a sus criados que no los movieran de allí, y habiendo escrito un cartel con la causa de su muerte (¿no recuerda al I.N.R.I?), que fijó en la puerta de su palacio, huyó con algunos de sus fieles a sus estados de Venosa”.

“Los cuerpos de los desventurados amantes quedaron expuestos en la escalera y toda la ciudad pudo pasar a ver tal espectáculo. La Princesa estaba herida en sus partes más bellas y especialmente en las partes con las que había pecado; y el duque presentaba la evidencia de haber sido más gravemente herido que ella”.

Por si faltaba algún siniestro detalle, añade: “Se dice que mientras los cadáveres estaban expuestos, un dominico terciario violó el de doña María”.

Y concluye: “El cuerpo del duque fue retirado pronto para ser enterrado aquella misma tarde y el cuerpo de la Princesa al día siguiente. Tal fue el fin de su deshonesto amor”.

La anterior narración, pese a sus fantasías -o precisamente por ellas- terminó imponiéndose en la memoria colectiva, sirviendo de base a diversas novelas y obras dramáticas. Pero, al cotejarla con la investigación oficial, muestra sus debilidades.

Lo más probable es que nunca se lleguen a conocer los detalles de la relación amorosa entre Doña María y el duque de Andria. No habrá forma, pues, de sustituir aquella historia por otra más verosímil y menos poética. Pero el desenlace es narrado de manera distinta en las declaraciones ante la justicia de los criados de confianza de don

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Carlo y su esposa. Sabemos, por ejemplo, que no hubo fingida jornada de caza ni exposición pública de los cadáveres; pero también que la conducta de los amantes era más arriesgada -hasta osada- en la realidad que en la leyenda. Y en cuanto a los crímenes...

Veamos cómo se narran en la investigación judicial. Alteramos el orden original (lógicamente, primero se reconoció y describió la escena del crimen y después se tomó declaración a los testigos), para reconstruir la secuencia de los hechos. Abreviamos al máximo las declaraciones. Y silenciamos algún que otro detalle truculento.

En su declaración ante los representantes de la Corte Vicaria (Tribunal supremo) de Nápoles, declararon lo siguiente la dama de compañía de Doña María y el criado de Don Carlo:

Aquella noche [la del 16 al 17 de octubre de 1590] Doña María se acostó normalmente, tras lo cual me puse a preparar sus vestidos para el día siguiente.

Don Carlo cenó aquella noche, desnudo en su cama, según era su costumbre. Yo mismo le serví la cena. Luego se dispuso a dormir. Me fui a mi habitación.

Cuando estaba eligiendo la ropa, mi Señora me llamó. Me dijo que quería vestirse. Extrañada, le pregunté por qué apenas acostada quería vestirse de nuevo. ‘El duque ha silbado’, me respondió.

“Quería asomarse a su ventana, como muchas veces lo había hecho, incluso de día, y mientras ellos hablaban, yo estaba vigilando; si veía a alguien en la casa, avisaba. Las cinco y media sonaron cuando ella cerró su ventana. Me llamó, la desnudé de nuevo, se acostó. Me ordenó llevarle una lámpara y que la dejara encendida en una silla y que pusiera al pie de su cama su camisón negro ribeteado de encaje rojo. Así lo hice. Salí entonces de su habitación, apoyé mi cama contra la puerta y me tumbé completamente vestida sobre la colcha. Me dormí con un libro en la mano”.

Don Carlo, al cabo de dos horas, me llamó, pidiéndome agua. Cuando subí con ella lo encontré vestido casi completamente. Se enjuagó la boca. Me pidió que cogiera su casaca. Y cuando le pregunté adónde quería ir a esa hora de la noche, me dijo que de caza. Al replicarle si era buena hora para la caza, dijo: ‘Veréis qué hermosa es la caza que voy a hacer’.

Encendí una antorcha, acabé de vestirle y de debajo de su cama sacó una espada y me la dio; también sacó una daga y un arcabuz. Me dio sus armas y me dijo que le siguiera por la pequeña escalera de caracol que sube a la habitación de Doña María. Y luego me dijo: ‘Quiero matar al duque de Andria y a la puta de Doña María’.

Entonces vi que tres hombres armados nos precedían. Al llegar arriba, vimos a la camarera acurrucada y totalmente vestida en su lecho.

Un violento golpe en mi cama me despertó de repente. Tres hombres armados pasaban, pero los distinguí mal, tan grande era mi miedo, cuando abrieron la habitación de mi señora y dispararon por dos veces un arma de fuego. Oí que decían: ‘Ahí está, ahí’.

Entonces vi a Don Carlo Gesualdo, esposo de mi señora Doña María, llegar por la escalerilla de caracol. Me dijo: ‘Traidora, te voy a matar, no te escaparás’ y dio orden al criado de que no me dejara escapar.

Tan pronto como entraron en la habitación de doña María, don Carlo dijo: ‘Muerte al traidor y a su ramera. ¿Cómo van a hacer cornudo a un Gesualdo?’

“Entonces oí ruidos, fogonazos, pero no voces”. Me quedé quieto en el umbral de la puerta. Los tres hombres salieron uno tras otro y bajaron por la escalerilla por la que habían subido.

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También salió don Carlo. Sus manos estaban rojas y goteaban sangre. Preguntó por la camarera. Y volvió a entrar en la habitación, diciendo ‘No creo que estén muertos’ y les asestó unas cuantas puñaladas más.

Luego ordenó al criado que entrara con la antorcha y yo aproveché para huir y esconderme en la habitación donde dormía su hijo; la nodriza me metió debajo de la cama del niño. Oí a don Carlo que preguntaba por mí, pero la nodriza le pidió que no hiciera ruido, que iba a despertar al niño.

Don Carlo bajó por la misma escalera de caracol y luego el testigo oyó ruido de caballos que se alejaban.

Como el silencio se prolongaba, salí de debajo de la cama y me encontré con el criado, que todavía tenía la antorcha en la mano. Me dijo: ‘No temas, don Carlo se ha ido’. Y yo pregunté: ‘¿Y Doña María?’ ‘Están muertos los dos’, me respondió.

Cuando amaneció, fui con las otras mujeres a la habitación de mi señora. La encontramos degollada y llena de heridas, en el vientre sobre todo. Junto a la puerta, lleno de sangre, estaba el duque de Andria”.

A la mañana siguiente no se encontró a don Carlo en todo el palacio. Y ninguno de los componentes de la Corte de don Carlo estaba en su puesto.

Cuando las autoridades y oficiales de justicia entraron en la habitación, no pudieron reprimir un gesto de horror. En el suelo, ensangrentado, estaba el cadáver del duque de Andria. A cierta distancia y sobre el lecho yacía Doña María, en camisa y también ensangrentada, morta uccisa.

Ella, que tenía la garganta seccionada de un profundo tajo, mostraba una herida en la sien derecha, otra en la cara y muchas más en diversas partes del cuerpo.

Él estaba semivestido con un camisón femenino negro con ribetes rojos (probablemente, sobresaltado por los ruidos, se cubrió con lo primero que halló a mano) y tenía el cuerpo literalmente acribillado. Una herida de arcabuz le atravesaba el codo izquierdo, interesando también el pecho. Otra le afectaba a la cabeza. Y tenía multitud de heridas de arma blanca. Al retirar el cuerpo pudieron contarse hasta veinticuatro marcas en el suelo, “producidas, sin duda, por la punta de las armas que atravesaron al dicho duque”.

Ella, que tenía la garganta seccionada de un profundo tajo, mostraba una herida en la sien derecha, otra en la cara y muchas más en diversas partes del cuerpo.

No olvidaron los justicias describir las prendas masculinas que había en la habitación, sobre la cama de doña María o en una silla, algunas con las armas del duque de Andria bordadas, apostillando que “estaban intactas y sin agujeros que pudieran corresponder a la punta de una hoja afilada, y sin manchas de sangre”. También anotó que ninguna de las cerraduras de aquella habitación cerraba bien.

En la habitación de don Carlo se encontraron, entre otras armas, tres alabardas con el hierro ensangrentado (una de ellas tenía la punta doblada) y un arcabuz.

La justicia ordenó que se trajeran dos ataúdes. En ellos fueron colocados los cuerpos tras ser lavados y amortajados. El del duque de Andria fue inmediatamente entregado a un jesuita enviado en representación de la familia. El de doña María, a petición de su madre, fue transportado directamente a la iglesia de San Domenico, donde recibió sepultura.

La investigación judicial se detuvo en ese punto, al parecer, por orden del virrey, don Juan de Zúñiga, conde de Miranda.

Escribir a Manuel M. Martín Galán

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------------------------------------------------------------------------------------------http://www.opusmusica.com/007/gesualdo2.htmlHistoriaGesualdo, el príncipe asesino (y 2)

(Por Manuel M. Martín Galán)

El doble crimen, que afectaba a tres de las más importantes familias del reino (Gesualdo, D’Avalos y Carafa), sacudió hasta los cimientos a la sociedad napolitana de la época. Y aunque don Carlo, en principio, no había hecho sino aplicar los vigentes códigos del honor, no se vio libre de ser considerado asesino.

Para que se produjera tal distorsión en las apreciaciones -y dejando al margen otras reflexiones sobre la significación de los propios códigos de honor y su aplicación-, fue decisivo el comportamiento de don Carlo, su brutal crueldad y sádico encarnizamiento. Además -elemento nada superfluo-, en su conducta podía apreciarse un matiz no muy compatible con su condición de caballero (¿un matiz de cobardía, podríamos decir?): no sólo actuó con cómplices, sino que de las declaraciones de los criados puede deducirse que les impulsó a que fueran ellos quienes dieran muerte al duque y sólo cuando éste había muerto entró él en la habitación para ensañarse con su esposa. Si es que no la mataron también los criados y él no hizo más que apuñalar salvajemente el cadáver.

Con ese punto de partida, la personalidad de los protagonistas fue otro elemento añadido. Desconocemos detalles sobre el carácter de don Carlo -sería interesante saber si previamente era tenido por personaje oscuro-, pero, al menos, debemos fijarnos en las víctimas: en la legendaria belleza de la esposa y en que el duque de Andria era “un hombre, por naturaleza y aplicación, poseedor de las más hermosas cualidades que pueden adornar a un noble príncipe y a un valeroso caballero” (el embajador veneciano dixit) y muy cercano al Virrey .

Para rematarlo, intervinieron los poetas, siempre sensibles a las apasionadas, románticas y trágicas historias de amor de sus semejantes. Y, participando del sentir general, tomaron también partido, sutil o abiertamente, por los amantes y en contra del bruñidor de su honor. Incluso Torquato Tasso, que había sido huésped de los Gesualdo, dedicó algunos sonetos a los amantes muertos.

La imagen de don Carlo Gesualdo como asesino y no como simple vengador de su honor estaba forjada. Y aunque en vida pudo librarse finalmente de ella, al menos socialmente, la posteridad, con distinta jerarquía de valores (menos indulgente aún con

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el brutal comportamiento de don Carlo), y con las recreaciones literarias como recordatorio permanente, no ha suavizado en absoluto los calificativos.

Apenas se sabe nada de don Carlo en los años inmediatamente posteriores. Pero no volvió a residir permanentemente en Nápoles y se da por supuesto que vivió en su castillo de Gesualdo, donde la música y la caza fueron sus ocupaciones preferentes. Allí ordenó levantar un monasterio de capuchinos en lo que se interpreta como un acto penitencial por el doble crimen.

Nunca se sabrá si realmente creyó que de esa forma saldaba sus deudas con el Altísimo. Lo que sí suele admitirse es que la sombra de los crímenes cometidos en plena juventud (tenía, recordemos, 24 años) planeó siniestramente sobre el resto de su vida, contribuyendo a explicar ciertos comportamientos posteriores y reflejándose en su obra (o en parte de ella, sobre todo, sus últimas composiciones). Ahora bien, tampoco puede descartarse que todo, las atroces circunstancias de los crímenes y las rarezas posteriores no fueran sino manifestaciones de una personalidad patológicamente desequilibrada, aunque el desequilibrio pudo intensificarse a consecuencia de aquéllos y con el paso de los años. La psiquiatría histórica, advertimos, es un terreno especialmente resbaladizo.

Pero la vida continuaba. Y, pasado algún tiempo, Don Carlo buscó, ayudado por su tío el cardenal Gesualdo -el otro tío cardenal, el santo Borromeo, había fallecido en 1584- un destino lejos de Nápoles, negociando su matrimonio con Leonora d’Este, sobrina del duque Alfonso II de Ferrara. Un matrimonio, como solían ser los de la aristocracia, de conveniencia por ambas partes. El Ducado de Ferrara vivía una delicada situación dinástica, con la amenaza de ser anexionado a los Estados Pontificios, y necesitaba de los buenos oficios e influencias del cardenal Gesualdo, Decano del Sacro Colegio Cardenalicio, para buscar una solución al problema. Para don Carlo -desde 1591, por fallecimiento de su padre, Príncipe de Venosa- el nuevo matrimonio suponía la rehabilitación social. Ferrara, además, tenía para él el atractivo añadido de ser uno de los centros musicales más activos y brillantes de Italia.

El matrimonio se celebró en febrero de 1594. Y si fastuosos habían sido los festejos de su primer enlace, los del segundo los superaron, sobrepasando todo lo que se recordaba en la ciudad al respecto, resultando obligado que en ellos ocuparan un destacadísimo lugar concerti, rappresentazioni y balli, de los que se conservan relatos muy detallados.

Don Carlo, por fin, mostró en público su pasión por la música. Camino de Ferrara, se había explayado con Cavalieri en Roma y luego, con Alfonso Fontanelli, noble y también músico que le recibió y escoltó en el último tramo del viaje. Con él habló, sobre todo, de caza y música -“es una autoridad en ambos temas”-, mostrándole los manuscritos de sus dos primeros libros de madrigales, que traía consigo. Le habló igualmente de su admiración por Luzzaschi y demostró cumplidamente su virtuosismo con el laúd. Ya en la ciudad ducal, se sintió embriagado por lo que encontró y la música fue su principal si no única dedicación.

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El matrimonio se celebró en febrero de 1594. Y si fastuosos habían sido los festejos de su primer enlace, los del segundo los superaron

Allí comenzó a publicar sus madrigales -con anterioridad, sólo uno había aparecido en una obra colectiva-. Los dos primeros libros vieron la luz en 1594, aunque uno de ellos todavía firmado con pseudónimo. En 1595 y 1596 aparecieron el tercero y cuarto, respectivamente, muy evolucionados estilísticamente. Ya no era un aristócrata diletante, sino un consumado profesional rendido ante las novedades de la seconda prattica, que interpretaba con rasgos personales, reconocido y celebrado por muchos.

Pero aunque aprovechó a fondo las posibilidades artísticas que le ofrecía Ferrara, nada, ni esas brillantes realidades musicales ni los contactos que desde allí pudo establecer -muchos y notables, en Mantua, Florencia, Padua y Venecia- consiguieron retenerlo. El mismo año de su boda realizó un largo viaje a Gesualdo, visitando antes Venecia, donde permaneció varias semanas procurando evitar, sin conseguirlo del todo, actos protocolarios y sociales y centrarse preferentemente en las actividades musicales. Y en Gesualdo se estableció definitivamente en 1596 ó 1597. A nadie le extrañará que mantuviera allí una capilla musical, más inspirada en las prácticas ferrarenses que en las academias musicales napolitanas.

Su retiro -no parece acertado hablar, como se hace frecuentemente, de reclusión- obedecía, por una parte, a la lógica de los tiempos: estaba relacionado con la denominada refeudalización que afectó al Sur de Italia y a otros territorios europeos a finales del siglo XVI y durante buena parte del XVII, una de cuyas manifestaciones fue, precisamente, que ciertos aristócratas tendieron a ocuparse más directa e intensamente de sus señoríos. Y desde este punto de vista, justo es señalar que Don Carlo logró mantener una situación económica envidiable y, a buen seguro, envidiada por muchos de sus iguales, sumidos en dificultades dinerarias.

Pero tampoco se pueden obviar otras razones más personales. Sólo allí -parece- encontraba consuelo la profunda melancolía que de vez en cuando le invadía. No volvió a viajar, si se exceptúan las casi inevitables visitas a Nápoles. Y es significativo a este respecto que no acudiera a Ferrara a los funerales del duque Alfonso II, fallecido en noviembre de 1597 (sin haber conseguido evitar, por cierto, que la ciudad pasara a poder del Papado, por lo que su familia hubo de trasladarse a Módena) ni a Roma para la canonización de su tío Carlo Borromeo (1610), por el que sentía particular devoción. Esgrimió siempre razones de salud y disposiciones médicas para eludir los viajes. A la altura de 1610 estaba, parece, realmente enfermo. Pero se ignora su estado de salud en 1597. ¿Fue un enfermo casi crónico o la apelación a la enfermedad era una mera excusa, socorridísima en la época? ¿Tendríamos que hablar también de un cuerpo minado por la enfermedad, además de una personalidad enfermiza? ¿Habría relación entre ambas enfermedades?

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Ahora bien, si don Carlo se encontraba en Gesualdo como pez en el agua, no parece que fuera la residencia idónea para quien había crecido y vivido en una de las brillantes cortes del Norte de Italia. Doña Leonora, su esposa, se resistió cuanto pudo a viajar hacia el Sur -tampoco le había acompañado en el primer viaje-, aunque al final, tras numerosas e insistentes cartas de su esposo, tuvo que ir hacia allá.

Probablemente se arrepintió. Sus relaciones conyugales no fueron nunca lo que se dice ejemplares, empeorando con el paso del tiempo. Cumplieron, sí, con las obligaciones dinástico-familiares, engendrando un niño, don Alfonsino, nacido en Ferrara. Pero don Carlo no se privó ni en Ferrara ni en Gesualdo de otras compañías femeninas, que tampoco mantenía muy en secreto. En su testamento alude a un hijo natural, don Antonio (nada se sabe, no obstante, ni de su madre ni de la fecha de nacimiento; cabe la posibilidad de que fuera engendrado durante los años de su viudedad).

Y hubo más. “Comenzó a infligir malos tratos a su esposa, llegando hasta el punto de despreciarla, insultarla, golpearla y hacerle perder el deseo de vivir. Y esto sin hablar de humillaciones y otras ofensas a su dignidad, estando, sin mirarla, con otras dos mujeres”, escribió un investigador a principios del siglo XX.

Los Este hablaron de gestionar en Roma el divorcio. Lo curioso es que parece que fue doña Leonora quien se opuso a ello, así como a que se hablara al cardenal Gesualdo de los malos tratos. ¿Por qué? Lamentablemente para los historiadores, hay asuntos -entonces y ahora- que no se tratan por escrito, sino personalmente. “De nosotros y de nuestras cosas tendría mucho que escribir, pero será mejor hablar de ellas”, se lee en la carta de un miembro de la familia d’Este. Y, evidentemente, nunca conoceremos las conversaciones que entre Doña Leonora y su medio hermano el cardenal Alessandro d’Este -por cierto, otro elemento de aúpa, Su Eminencia Reverendísima- y entre ambos y el príncipe tuvieron lugar en la visita que aquél les rindió para expresarles sus condolencias por la muerte, en 1600, del niño Alfonsino o en las que la Principessa pudo tener con su otro hermano don César durante las escasas veces que visitó Módena.

Porque don Carlo también se negó reiteradamente a autorizar cualquier viaje de su esposa. Sólo se lo permitió en 1607, para asistir a una boda familiar (de la que volvió, “mártir voluntaria... a sufrir el Purgatorio en esta vida para gozar el Paraíso en la otra”, según escribió un amigo de la familia), y unos meses después, ya en 1608, por motivos de salud, ya que decía que el clima de Gesualdo le sentaba fatal.

Esta última ausencia, que duró más de un año, desató de nuevo los rumores de divorcio, ligado a “los excesos y prodigalidades” de su esposo. No puede descartarse

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que los Este llevaran a cabo alguna actuación en Roma en este sentido. Pero si fue así, el procedimiento no siguió adelante: en octubre de 1610 la Principessa emprendió el viaje de regreso a Gesualdo.

Poco antes de dejar este mundo recibió un durísimo golpe: la muerte de su primogénito y heredero, don Emmanuele.

L. Bianconi añade al “deterioro psicopático del príncipe” durante sus últimos años otra dimensión, la espiritual, manifestada en un exagerado fervor por su tío santo y en su obsesiva petición al cardenal Federico Borromeo (otro familiar que también estuvo al frente del arzobispado de Milán) de que le enviara un retrato y reliquias de aquél. Pero quizá no sea necesario recurrir a trastornos psíquicos para explicar dicha insistencia: enfermo y sintiendo próxima la muerte, podía estar buscando desesperadamente intercesores en el más allá -que, dicho sea de paso, falta le hacían; ¿quién mejor que un familiar querido?- para el amargo e incierto trance del enfrentamiento con el inapelable balance final de su vida.

Por entonces (1611) aparecieron otros dos libros suyos de madrigales (quinto y sexto). No parece, teniendo en cuenta lo que vamos viendo, una casualidad que sean los que presentan mayores peculiaridades y audacias armónicas.

Poco antes de dejar este mundo recibió un durísimo golpe: la muerte de su primogénito y heredero, don Emmanuele. Si la pérdida de su hijo Alfonsino en 1600 le había afectado profundamente, el fallecimiento de don Emmanuele a sus veintitantos años, en quien había delegado ya la dirección de sus estados, aceleró, sin duda, el suyo propio. Sólo quedaba, como última esperanza de continuidad de la familia, el fruto que naciera de su nuera viuda, Doña Maria Polisenna de Fustenberg, que estaba embarazada.

Falleció el 8 de septiembre de 1613. Y fue enterrado, siguiendo sus disposiciones testamentarias, en la iglesia del Gesù Nuovo de Nápoles. Ya hemos dicho que en su testamento no olvidó económicamente a don Antonio Gesualdo, su hijo natural. Pero aunque, según costumbre, dispuso numerosísimos sufragios por su alma y las de sus familiares y antepasados, no dedicó ni el más mínimo recuerdo -ni una triste misa- a su primera esposa.

Doña Leonora continuó residiendo algún tiempo en el Sur, cuidando del cumplimiento de las disposiciones testamentarias del príncipe, lo que le trajo no pocos enfrentamientos con Doña Polisenna, que, habiendo dado a luz una hija, vio esfumarse sus esperanzas de intervenir en el gobierno de los estados señoriales (don Carlo había sido muy preciso al respecto). Luego volvió a Módena con sus familiares, retirándose en sus últimos años a un convento. Murió en 1637.

El destino final del Principado de Venosa, absorbido por otro título, y el personal de doña Polisenna -amante del príncipe de Caserta, su tío político, y madre de sus hijos ilegítimos- fue lamentado por los historiadores contemporáneos: “así quiso Dios destruir, escribe uno de ellos, el patrimonio y honor de una casa principesca que descendía de los antiguos reyes normandos”. ¿Sería el castigo por los muchos y graves pecados de su -hoy- más conocido titular?

Con el tiempo se añadieron, al menos, otras dos leyendas sin fundamento alguno que mancharon aún más la memoria del Príncipe de Venosa: que la noche del 16 al 17 de octubre de 1590 había matado también a su hijo Emmanuele, por creerlo adulterino y no legítimo; y que su muerte fue consecuencia de prácticas sadomasoquistas.

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El hijo, ya lo hemos visto, murió en realidad en 1613, muy poco antes que su padre. De lo otro no hay ninguna prueba. Ni siquiera el más mínimo indicio documental. Tampoco puede sostenerse documentalmente que, abrumado por los sufrimientos físicos y psíquicos, se dejara morir, negándose a ingerir alimentos, otra de las afirmaciones que suele hacerse al respecto.

Werner Herzog dirigió en 1995 una película de 60 minutos, Death for Five Voices, sobre Gesualdo. En su web oficial se presenta de esta manera: The eccentric and tragic life and death of Carlo Gesualdo, the Prince of Darkness, who as a visionary in the 16th century composed the music of the 20th. Dejando al margen sus valores estrictamente cinematográficos, su contenido fue duramente criticado por los musicólogos expertos en la figura de Gesualdo: recordaron que antes de dirigir el film, el director debería haber leído alguna biografía seria del príncipe, como la de Glenn Watkins (principal base, por otra parte, de estas notas biográficas).

Escribir a Manuel M. Martín Galán

http://carlogesualdo.altervista.org/pagine/pala_perdono.htmLa pala del perdono: topos della seconda metà del XIX secolo

 Annibale Cogliano 

Centro Studi e Documentazioni Carlo Gesualdo 

 Fra la cronaca scandalosa dei successi Corona e l’amore romantico e degradato

del Novecento, ancora qualche innovazione è offerta dall’abate gesualdino Giacomo Catone[1], dal letterato Carmine Modestino, entrambi irpini che riesumano Carlo intorno alla metà dell’800, e da Anatole France. Nella sola fabula però, tutti e tre restano attardati alla cultura del ‘600[2] ed estranei all’amore romantico del secolo cui appartengono, salvo l’abbandono ai temi più vicini alla perversione e al macabro.

Giacomo Catone avanza la tesi che Carlo Gesualdo abbia ucciso un figlio, procreato con Maria d’Avalos e ritenuto a torto non suo, ma della relazione adulterina di lei con Fabrizio Carafa. Quale il fondamento? La tradizione popolare: “L’unico figlio che, partorito gli avea questa sua seconda consorte, sul sospetto (ma vano e falso che non era suo legittimo, ma adulterino) il fece situar fermo su di una tavoletta, e questa affidata ad un forte laccio, i di cui capi eran affidati a due anelli di ferro, fermati ne’ due angoli opposti nell’alto di una sal ben ampia, il fé tanto dimenare con violento moto ondolatorio, fino a che venutagli meno l’aria, rese l’innocente spirito a Dio. Tal morte violenta del fanciullo non si dubbia, il di lei descritto modo poggia su costante tradizione”[3].

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Ritenuta attendibile ed indubitabile la voce popolare, il passaggio dalla leggenda (quale feudatario non ha una leggenda macabra o nefanda, e come non potrebbe averla Carlo, che, sul feudo di Gesualdo, ha avuto il privilegio[4] delmero et mixto imperio, cum potestate gladio, ossia la potestà di comminare la pena di morte ai suoi vassalli?) alla interpolazione gratuita di elementi empirici per avvalorare la tesi, appartiene alla più abusata logica sillogistica: da un lato, una pala d’altare, che sarà poi definita la pala del perdono (dipinta nel 1609, ma da Catone datata al 1611), commissionata da Carlo Gesualdo al fiorentino Giovanni Balducci, e, dall’altro, la erezione del convento [5] dei Cappuccini in Gesualdo, tutti considerati opere penitenziali per il triplo delitto commesso.

Ricordiamo, en passant, che Catone fa di Emanuele il figlio di Leonora d’Este e di Maria d’Avalos la seconda moglie di Gesualdo. Come dire? Quando l’abate curato non si muove fra iscrizioni, monete, documenti d’archivio di Napoli o di casa Gesualdo (probabile che allora, nel 1840, egli potesse consultare l’immenso archivio dei Pisapia, amministratori per decenni dei Gesualdo e poi fra le famiglie gentilizie primarie della cittadina), o fra autori coevi, si abbandona alle congetture più fantasiose ed incontrollabili.

Molta letteratura successiva, a partire da C. Modestino (del quale Catone si professa amico), accoglierà la tesi del nostro abate; quasi tutta invece quella dell’espiazione affidata alla pala del perdono e alla erezione dei due conventi.

In realtà, tanto la tela del perdono che la erezione dei due conventi non hanno relazione alcuna con l’omicidio. Poche cose sui due conventi: l’erezione di quello dei Domenicani si origina nel clima della Controriforma, ed è decisa da un parlamento cittadino del 1577[6], che, a seguito di un sermone quaresimale di un predicatore napoletano dell’ordine dei Domenicani, decide di ospitare nella Terra il nuovo ordine, che pare possa rinnovare la Chiesa locale (presente con due parrocchie e un altro monastero, dei Celestini, fondato nel 1335), poco credibile spiritualmente, interessata com’è da laute prebende e nomine gentilizie. Che poi Carlo Gesualdo abbia disposto per legato testamentario che dalle rendite dei suoi feudi fossero date alcune decine di ducati per il completamento della fabbrica del convento e per la celebrazione di messe di suffragio, è altra cosa dalla volontà di espiazione dell’omicidio. E analogamente per l’erezione del convento dei Cappuccini e della chiesa annessa di S. Maria delle Grazie, nulla autorizza a pensare all’omicidio come movente dell’edificazione, né visite pastorali immediatamente successive, che pur avrebbero conservato memoria, accennano minimamente a volontà espiatorie. Perché andare oltre la lettera dell’iscrizione che fa riferimento alla pietas devozionale del Principe? Si potrebbe aggiungere forse che la costruzione tanto della chiesa che del convento annesso sia attribuibile all’evergetismo tradizionale proprio dei grandi casati, che affida all’architettura l’immagine dello status symbol e la perpetuazione del proprio nome. O che essa sia da inserire nella più generale trasformazione urbanistica della cittadina, quando Carlo Gesualdo elegge la terra di Gesualdo a sua dimora, trasformazione che comincia con la ristrutturazione del castello-fortezza in palazzo baronale, cominciata qualche anno prima delle nozze con Maria d’Avalos (a. 1586). Piazze, fontane, porte cittadine, dimore gentilizie, strade, giardini, condotte idrauliche (grandi artigiani le maestranze cavesi ad hoc chiamate) sono il nuovo ordito cittadino, in cui va a calarsi la erezione dei conventi e la trasformazione anche delle chiese medievali. Trasformazione cui consentono e partecipano, almeno nella prima fase, con spese comunitarie i locali gruppi dirigenti[7], e che si accentuerà per tutti gli anni ’90, parallelamente alla trasformazione di Gesualdo in sede di Corte signorile e musicale. Il convento di Cappuccini è poi da Carlo considerato la sua chiesa, quasi una sua cappella, cui destina

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annualmente (sancito poi pure per legato testamentario), beni in natura, danaro, e celebrazione di messe. Nella Chiesa del Gesù nuovo in Napoli vi sarà sì la postuma monumentale tomba di famiglia dedicata a S. Ignazio [8], ma sarà la chiesa di S. Maria delle Grazie, con la sua umile ed unica navata, con annessa cappella, ad ospitare le ossa mortali di Carlo e di suo figlio Emanuele, che mani pietose (forse della zia Costanza duchessa di Gravina, fra le sue esecutrici testamentarie) s’incaricheranno di unire nella stessa cassa plumbea[9].

Del tutto infondato è poi il topos della tela del perdono, vera e propria costruzione, religiosa prima e letteraria poi, di chi ha deciso che Carlo vada in qualche modo assolto dagli uomini perché certo è stato il perdono dalla infinita misericordia divina. Esula dai nostri compiti formulare un giudizio sulla qualità artistica dell’opera di Giovanni Balducci[10], portatosi da Firenze a Roma, e, dal 1596 operante in Napoli per volontà del cardinale Alfonso Gesualdo, nominato arcivescovo della città nel febbraio dello stesso anno. A noi interessa il contenuto della grande tela (oltre 5 metri per 3), a nostro modesto avviso del tutto inequivocabile, come è nello stile dell’autore: Carlo Borromeo[11] (in piedi), già beato in processo di santificazione, che presenta il nipote Carlo genuflesso (in basso a sinistra), a Cristo giudicante, assiso (in alto)fra la madre, gli angeli, e l’arcangelo Michele che mostra il penitente da assolvere; dal lato destro del quadro vi è Leonora d’Este, orante, con le mani giunte. Fra gli uomini e Cristo Signore vi sono i santi intercessori di Carlo Gesualdo: S. Francesco, S. Domenico, la Maddalena, S. Caterina da Siena, tutti che con con gli occhi e con la mano indicano il loro protetto. In basso, le fiamme del Purgatorio da cui gli angeli traggono al cielo le anime purificate. Non vi è niente che susciti emozioni particolari, di simbolico o ardito[12] nello zelante ed obbediente pittore della Chiesa post-tridentina, la sua pala è un’opera penitenziale tipica della Controriforma; il messaggio è limpido ed inequivocabile: la salvezza, possibile per tutti. Il Purgatorio, e solo il Purgatorio, a differenza dei grandi affreschi del Giudizio universale di epoche precedenti e in contrasto con le visioni drammatiche e ipotecate dalla predestinazione della Chiesa riformata d’oltralpe, è la meta cui tutti possono aspirare.

Come poi, in Catone e nella letteratura successiva, il Purgatorio si muti nell’Inferno e le anime purganti si trasformino in anime dannate, due dei volti dei purganti diventino Maria d’Avalos e Fabrizio Carafa dannati per l’eternità; come il putto alato al centro diventi il figlio ucciso di Carlo (o Alfonsino, avuto da Leonora, e morto a cinque anni), è cosa che può essere spiegato solo con una tesi precostituita bisognosa di sostegni generici. Perché poi un’anima innocente dovrebbe stare in Purgatorio, è una cosa parimenti del tutto incomprensibile.

Crediamo che per la pala del perdono di S. Maria delle Grazie sia stata fatta un’operazione simile a quella fatta per la tela di San Michele che scaccia il demonio, più nota come Diavolo di Mergellina, di Leonardo Grazia da Pistoia (prima metà del ‘500), presso la chiesa di Santa Maria del Porto a Mergellina, in Napoli. Il diavolo di Mergellina non sarebbe altro, nella leggenda popolare e nella letteratura cosiddetta colta, che un essere mostruoso dal volto bellissmo di una donna, Vittoria Colonna, ava di Maria d’Avalos, che avrebbe tentato invano Diomede Carafa, vescovo: “Stava per uscire di senno il sant’uomo. La passione lo dilaniava, giorno e notte. E, alla fine, si decise ad ordinare un quadro: il pittore avrebbe dovuto dipingere un demonio orribile, ma con il volto della donna […] In questo modo, ogni volta che l’avesse guardata, Diomede avrebbe visto, insieme al sembiante angelico della sua dama, anche un immondo demone tentatore, verso il quale provare solo orrore. E guarì” [13]. Come per il diavolo di Mergellina, così nella tela del perdono, il sacro prende la sua rivincita sull’amore peccaminoso e celebra il suo trionfo, rispettivamente con Diomede Carafa

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che resiste tetragono alle tentazioni, e con Carlo Gesualdo che è accolto nelle braccia misericordiose di madre Chiesa.

Forse che la erezione di chiese e conventi, tele e legati pii non sono anche opere di espiazione? Sì, ma come lo sono la gran parte delle opere delle committenze laiche e religiose di cui è intessuta la religiosità della prima età moderna, in particolare meridionale, in cui la vita quotidiana è scandita permanentemente dal rapporto con il sacro umanizzato dei santi e dalle opere di indulgenza dei viventi e dai lasciti materiali che purgano l’anima. Una religiosità in cui la comunità come il singolo stabiliscono un rapporto particolare e personalizzato con il loro o i loro santi protettori. Carlo Gesualdo chiederà spasmodicamente reliquie di suo zio Carlo a Federico Borromeo e farà affrescare nella tela del perdono i suoi santi. E’ piuttosto l’aspetto contrattuale la relazione del peccatore con la divinità o la santità: il fedele chiede grazie, protezione, in cambio di donazioni di beni, offerte in danaro, doni ex voto, cappelle, fabbriche di chiese intere. Ne reminiscaris, Domine, delicta nostra è un mottetto giovanile di Carlo diciannovenne del 1585[14], che prescinde da ogni sua colpa specifica e che semplicemente chiede il perdono, che tutti gli uomini possono chiedere come peccatori in quanto uomini deboli e compromessi nella caduta originale. Come Carlo, così il padre Fabrizio e il figlio Emanuele dispongono nei loro testamenti la celebrazione di migliaia e migliaia di messe annue in suffraggio della loro anima: la salvezza è una funzione della ricchezza di cui si può disporre in vita. Carlo è un conservatore nella sfera religiosa così come lo è nella gestione dei suoi feudi, nei rapporti con il potere politico centrale, nei titoli con i quali vuole essere riverito, nell’etichetta -napuletanissmo, dirà di lui Alfonso Fontanelli, musico e agente di casa d’Este più volte suo accompagnatore ufficiale. Non è l’interiorità, la contrizione che caratterizza il pentimento, non un foro della coscienza che lo avvia ad una diversa umanità. La messe sterminata di documenti[15] che riguardano Carlo Gesualdo, come i profili di chiunque altro si sia accostato alla sua vita, mostrano un aristocratico caparbio, gelosamente e tenacemente attaccato alle prerogative e convenzioni sociali del ceto dominante cui appartiene, che mai recede di fronte a qualsiasi ostacolo, e che semmai fugge pur di non piegare il capo. Meglio, l’interiorità di Carlo è altra cosa dall’elaborazione di principi alternativi di vita e e dall’attivazione di altri rapporti sociali e interpersonali che non siano quelli del suo status. Se modernità possiamo trovare in Carlo, è piuttosto nella sua musica. E anche qui non tanto forse (o per niente) e nei temi e nelle tecniche compositive in sé – in fondo Carlo, malgrado la scomposizione tonale, il cromatismo esasperato, le dissonanze sconcertanti, gli accordi arditi, resta ancorato alla tradizione nei contenuti tematici (di amore, testi sacri e liturgici canonici) e nelle forme espressive-, ma nella sintesi originale delle tecniche antiche con cui esprime affetti, tensioni, ambivalenze della sua anima tormentata ed inquieta. 

[1] G. Catone, Memorie gesualdine, Tipografia Sandulli e Guerriero, pp. 76 e segg.[2] Eloquente è già l’incipit del racconto dell’abate: “Toccava quasi il termine del quinto lustro la

sua età. In un de’ festini (ove quasi sempre mena festa l’inferno) si trovò [Maria d’Avalos] insieme col Duca di N. N., don Fabrizio C. cavaliere di pari età, e dotato ancora delle più belle personali qualità […]”, ivi, p. 78.

[3] Ivi, pp. 81-82.[4] Cfr. ASNA, Archivio Caracciolo di Torella, b. 85/3, “Privilegio del re Ferdinando d’Aragona

del 6 giugno 1482 concesso a don Luigi Gesualdo conte di Conza per la giurisdizione delle prime e

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seconde cause della Terra di Gesualdo, coll’atto del possesso dato di detta terra nel dì 8 giugno 1772 al principe di Torella don Giuseppe Caracciolo”.

[5] “15 settembre 1626 - Fede pubblica fatta da sindici della terra di Gesualdo colla quale fanno conoscere che il principe Don Carlo Gesualdo fece fondare a sue spese un monastero, seu chiesa de’ Padri Cappuccini in detta terra sotto il titolo di Santa Maria delle Grazie, legalizzata da Santi Noia, Notaro pubblico del regno.” Nell’attestato si ricorda che nel 1592 Carlo Gesualdo, Principe Ecc.mo, olim Padrone di questa Terra” ordinò che si fondasse un monastero dei Padri Cappuccini e la chiesa annessa di Santa Maria delle Grazie “con superba spesa come hoggi si vede, dove non solo fé finire detta chiesa et monastero a sue spese ut sopra; ma quella addobbò di molti paramenti, custodie, bussole, calici, et altri necessari in detta chiesa; ma anco vi fé fare una cisterna e giardino parte murato con gebbie di acqua, acquedutti per condurla al predetto giardino; et tutt’altra spesa necessaria senza che alcuno particolare ci havesse speso cosa alcuna come anco il tutto si vede per uno epitaffio di marmoro posto sopra la porta battistera di detto monastero, et arme di detto olindissimo S. Principe Ecc.mo Don Carlo, et questo ci costa da causa scientiae, et ciò a richiesta di chi spetta habbiamo fatto fare la presente per mano del reverendo ordinario Cancelliere, firmata di nostre proprie mani.

Segno di Croce e sigillo solito, et concerto di questa Università.In Gesualdo lì 15 settembre 1626Segno di croce di Donato Caruso, sindaco; eletti: Geronimo Laudisio, Giovan Battista Zacharia,

Angelo Boffa;” cfr. ASV, Archivio Boncompagni-Ludovisi, Prot. 275/Parte II – “Fedi o certificati diversi riguardanti la famiglia Gesualda e la famiglia Ludovisi”.

Ancora oggi visibile accanto alla porta d’ingresso del convento è l’iscrizione dell’anno di inizio della fabbrica: Dominus Carolus Gesualdus, Compase Comes VIII, ac Venusii Princeps III, hoc templum Virgini Matri dicatum, aedesque Religionis domicilium Pietatis incitamentum posteris a fundamentis errexit. A. D. MDXCII.

[6] Cfr. Archivio Storico Abbazia di Montevergine, Inventario, secc. XV-XX, b. 3/7, Gesualdo, Atto di Fondazione del convento dei Domenicani sotto il titolo del S.S. Rosario, anno 1577. L’atto (notaio Giacomo Diodato) reca la data del 1598, con riferimento però ad una decisione già assunta il 21 aprile del 1577 da amministratori dell’Università e dal parlamento cittadino, alla presenza del padre provinciale, Erasmo Boccalaurente di Napoli, procuratore dell’Ordine dei Domenicani. L’atto impegna l’edificazione “a spese et fatiga d’essa Università et particolari di quello modello, modo e forma che sarà designato dalli esperti da eligersi per essa Università, et quello ridurre a fine et perfectione, acciò in esso li frati possano comodamente habitare, quanto più presto sarà possibile. Et de più promettono dare et pagare ogn’anno per loro vitto et altre necessità delli frati che havrà d’asistere per lo servitio di detta Ecclesia et del SS. Rosario trenta docati quali nunc ce le custituiscono dall’affitto et entrata della gabella della carne, ch’essa Università have affittata et sole affittare in detta terra [...]”. Il sottofascicolo 44 chiarisce ulteriormente la genesi del Convento dei Domenicani di Gesualdo: “Nella quaresima dell’anno 1577, venendo a predicare in questa Terra di Gesualdo un religioso domenicano della Provincia del Regno [...], s’invogliarono i cittadini tutti, tanto secolari che ecclesiastici a volere edificare la Religione nella di loro padria.”

[7] Cfr. ASNA, Collaterale, Provvisioni, vol. 13, fogli 221-229, a. 1586, in cui fra le altre spese rientrano quelle fatte "in acconcio et ornamento della detta Terra allo ingresso del detto Illustrissimo Signore”.

[8] Eccone l’epitaffio:“Carolus Gesualdus/ Compsae Comes Venusiae Princeps/ Sancti Caroli Borromaei sorore genitus/

coelesti clarior cognatione quam regum sanguine Northmannorum/ sepulcrali sub hac ara sibi suisque erecta/ cognatos cineres cinere fovet suo/ donec una secum animentur ad vitam/ Societas Jesu sibi superstes ac postera/ integrae pietatis/ oculata semper testis memor posuit/ quod vero hanc ipsam gentilitiam aram/ An. Sal. Hum MDCLXXXVIII Irruente terremotu magna ex parte labefactam/ Dominicus Gesualdus Sancti Stephani Marchio/ Pristino restituerit nitori/eadem Soicetas hoc grati animi addidit auctarium”.

[9] Cfr. ASV, Congregazione vescovi e regolari, Visita Apostolica, n. 162, Visitatio apostolica Civitatum et Diocesum Avellinen et Frigentinen facta a domino Andrea Perbendetti, episcopo venusino et visitatore apostolico d’anno Domini 1630, fol. 102; e ASNA,Regia Camera della Sommaria, Attuari diversi, b. 1317/10.

[10] Sulla pala del perdono, per un approccio disincantato, cfr. Carmine Tavarone, Il Perdono di Gesualdo, dal restauro nuove acquisizioni, a c. della Soprintendenza per i beni ambientali architettonici, artistici e storici di Salerno e Avellino, De Luca Edizioni d’Arte, Roma 1989. per l’attribuzione di molte opere di Balducci nel Regno di Napoli, cfr. G. d’Addosio, Documenti inediti di artisti napoletani del XVI e XVII secolo, in ASPN, a. 1912, 1913, 1919 (si tratta di polizze di Banco relative all’importo pagato dai vari committenti). Per Balducci artista nel duomo di Napoli, cfr. D. F. Strazzullo (mons.),  Affreschi del pittore fiorentino Giovanni Balducci nell’antica abside del Duomo di Napoli, in Arte cristiana, Milano

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1951, novembre-dicembre, pp. 131-133; Idem, Saggi storici sul Duomo di Napoli, Istituto editoriale del Mezzogiorno, 1959. Per l’educazione pittorica e la giovinezza fiorentina cfr. A. Venturi, “La pittura del Cinquecento”, inStoria dell’arte italiana, vol. IX, , pp. 133-141; P. Barocchi, Itinerario di Giovan Battista Naldini, in Arte antica e moderna, 1965, pp. 244-288; F. Baldinucci, Notizie die professori di disegno da Cimabue in qua, Firenze 1770, nuova ediz. Firenze 1846. Per un rapido quadro d’insieme, per la bibliografia, per la collocazione delle opere di balducci (Firenze e Toscana, Roma, Irlanda, Inghilterra, l’ex Regno di Napoli), per Balducci pittore di casa Gesualdo, cfr. il saggio di S. M. Guida, Giovanni Balducci fra Roma e Napoli, in Prospettiva, n.31, ottobre1982, pp.35-50, che sposa la tesi dell’espiazione del delitto, appoggiandosi su di un saggio del 1840, comparso su Rivista Napoletana, Napoli 1840, pp. 3-22.

[11] Andrea Pierbenedetti, vescovo borromaico, originario di Camerino, dello Stato Pontificio, designato dal cardinale Federigo Borromeo per la diocesi meridionale lucana di Venosa, appena giunto in Regno da Milano, così scrive al suo protettore “Con l'agiuto di Dio alli 17 di questo arivai a questa mia Chiesa di Venosa doppo essermi fermato alcuni giorni a Napoli et avanti ch'io giungessi qua volli visitare il Sig. Principe di Venosa in Gesualdo dal quale ricevetti molte amorevolezze e mostrò contento grande di vedermi. Li presentai l'ultima lettera che V. S. III.ma mi mandò in Roma, nella quale gli scriveva sopra il retratto di S. Carlo che sua ecc.za desidera, et in mia raccomandatione, et la lesse con molto suo gusto mostrando desiderio intenso di avere il retratto di detto santo; et ho scoperto che sua Ecc.za receverebbe contento infinito che V. S. III.ma gli mandasse un poco di reliquia di San Carlo, designando erigere una cappella a sua devotione, sì come ho veduto c’ha fatto fare un quadro di buona mano alli Cappuccini di Gesualdo con retratto di San Carlo intiero e di sua Ecc.za e della sig.ra Prencipessa sua moglie [...]”; cfr. Biblioteca Ambrosiana Milano, Inventario Ambrosiana, Cardinale Federico Borromeo, Arcivescovo di Milano - Indice delle lettere a lui dirette conservate all’Ambrosiana, G 208, fol. 145, lettera del 30 maggio 1611, da Venosa.

[12] “Il perdono di Gesualdo è […] opera icasticamente devozionale, costruita sui collaudati schemi di una teologia addomesticata, chiusa ai moderni linguaggi del grande secolo, avviato al portentoso imperialismo delle immagini, all’esaltazione dell’immagina 

http://carlogesualdo.altervista.org/pagine/storia.htmLa Storia

Carlo GesualdoCarlo Gesualdo nacque a Venosa l’ 8 marzo 1566 da una famiglia potente e ricchissima: suo nonno Luigi aveva ottenuto il titolo di Principe di Venosa, suo zio Alfonso fu un cardinale di grande prestigio, sua madre era Geronima Borromeo, sorella di San Carlo Borromeo. Attraverso alleanze basate sui matrimoni, i Gesualdo erano imparentati con tutte le pi importanti casate dell’epoca, tra cui i Carafa, i D’Avalos, i Caracciolo, gli Orsini.Secondo in linea di successione, Carlo diverr erede del titolo e del patrimonio a causa della prematura morte di suo fratello Luigi. Fu solo la prima di una serie di tragedie familiari. I due figli maschi di Carlo morirono entrambi giovanissimi: Emanuele, nato dal primo matrimonio, poco pi che ventenne cadde da cavallo; Alfonsino mor di malattia quando era ancora bambino. In mancanza di altri eredi maschi, la casata dei Gesualdo si estinse con la morte di Carlo, l’8 settembre 1613, al culmine della potenza e dello splendore.

(Center Studies and Documentation Carlo Gesualdo)

http://carlogesualdo.altervista.org/pagine/delitto_diritto.htm

Gesualdo omicida: diritto o delitto? 

Annibale Cogliano Centro Studi e Documentazioni Carlo Gesualdo

(Tratto da: Carlo Gesualdo omicida fra storia e mito. Napoli: ESI, 2006. ISBN 88-495-1232-5)

 “Messeri, vi garba ascoltare una bella storia d’amore e di morte? …”, è l’incipit del Tristano di J. Bédier, che Denis deRougemont, in L’amore e l’Occidente[1], ripropone al lettore come filo rosso del mito progressivamente degradato dell’amore e del rapporto uomo-donna, proprio della cultura occidentale, nella realtà e nella letteratura, dal XII secolo ai nostri giorni. Le vicende umane e artistiche di Carlo Gesualdo (1566-1613), principe del tardo Rinascimento del regno diNapoli, trasfigurate da narratori, drammaturghi, cineasti, letterati e musicologi sembrano rientrare tutte in questo mito.

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L’attenzione[2] musicale e letteraria, e in qualche modo quella, più povera, storiografica su Carlo Gesualdo, salvo quando è calato il sipario sulla sua produzione artistica e, non meno sulla sua vita, fra il ‘700 e la prima metà dell’’800, è sempre stata attraversata da un evento che ha finito per identificare il principe dei musici: il duplice omicidio (ottobre 1590), da lui commissionato e a cui ha presenziato, della moglie e dell’uomo adulteri, Maria d’Avalos e Fabrizio Carafa. Identificazione che ha finito per far slittare su un momento tragico della sua vita tutta la sua esistenza e tutta la sua arte: Carlo Gesualdo grande principe madrigalista-uxoricida è il musico-assassino. Di più: la letteratura napoletana del Seicento, in particolare quella minore degli ultimi decenni che va sotto il nome dei fratelli Corona (pseudonimo di anonimi dall’identità solo parzialmente individuata), quando si è adoperata prepotentemente alla costruzione del mito, salvo decantare la straordinaria bellezza di Maria e di Fabrizio, e cantare un amore del bello, ha creato le premesse di un immediato degrado del mito attraverso l’irruzione devastante di un moralismo religioso, intrecciato ad un voyeurismo insolente, che ha presto assimilato l’amore alla libidine, la donna a una novella Eva tentatrice, la morte inferta ad una punizione divina, la mano assassina ad un peccatore errante fra la dannazione eterna e l’arte salvifica.Coloro che nei secoli successivi hanno ripreso il mito, non hanno potuto far altro che accelerare in forma impoverita il degrado, ammantando di macabro ai limiti della perversione il duplice omicidio: congiunti di Carlo (talvolta lo zio Giulio, tal altra lo zio, cardinale Alfonso) o servitori (il segretario di Carlo, gobbo e deforme, alias lo prevetariello) che, respinti dalla seducente Maria, avrebbero istigato Carlo al delitto; sacerdoti che si sarebbero abbandonati ai loro più bassi istinti e che avrebbero addirittura abusato del cadavere ancora caldo della d’Avalos[3] (il gesuita, padre Carlo Mastrillo); Carlo Gesualdo che avrebbe ucciso in un secondo momento un secondo figlioletto, ritenenuto a torto non suo, facendolo morire d’asfissia su un’altalena nel cortile del castello di Gesualdo; gli esecutori dell’omicidio che, per ordine o per diretta mano di Carlo in preda al rimorso, nello spazio di due anni sarebbero stati a loro volta crudelmente assassinati; domenicani e gesuiti, mentori ed istigatori occulti mossi da cupidigia di danaro e di potere; sullo sfondo, Maria stessa, novella amantide, per la sua stessa avvenenza novella Circe e dea di morte, che, prima avrebbe fatto morire uno dei suoi due precedenti mariti avvinghiandolo nella sua lussuria, e poi sarebbe stata causa della ultima tragedia fatale per il suo insaziabile desiderio, irrefrenabile anche di fronte al più elementare istinto di sopravvivenza, quando la sua tresca era a tutti nota.Tanta letteratura, cresciuta spesso su se stessa in modo autoreferenziale, ha finito, da un lato, per soffocare il più elementare rigore filologico, e le più obbligate domande storiche sull’uomo che attraversa con la sua vita ed esperienza musicale il regno di Napoli e gli altri stati regionali italiani, nell’ultimo quarto del Cinquecento e nei primi anni del Seicento. Dall’altro, ha finito per costruire un mito appena scalfibile, fra tribunali impietosi o indulgenti, in cui sola a salvarsi in qualche modo dallo scempio è la musica, profana (Madrigali, composizioni strumentali minori) e sacra (Sacraecantiones, Responsoria, madrigali spirituali), perché affascinante, imperitura e immota nella partitura (altra grande innovazione di Carlo). Musica, però, a ben guardare, essa stessa trasfigurata dal mito: soggetta al suo peccato originale della morte violenta inferta, avrebbe generato nel principe assassino arte tanto sublime ed innovativa, quanto tenebrosa ed inquietante, linfa vitale ed espressiva di un animo tormentato dal rimorso e alla ricerca spasmodica di una incerta, se non impossibile espiazione. 

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Punto di partenza obbligato è la ricostruzione del duplice omicidio. Di prima mano sono le scarne e lapidarie note di un osservatore esterno coevo, l’ambasciatore veneto a Napoli. Oltre a questa fonte primaria, a fronte della miriade di copie dell’informatione originale, andata perduta[4], della Gran Corte della Vicarìa, il tribunale napoletano di ultima istanza per materia criminale e civile, che sono state il materiale da supporto per la leggenda e la letteratura successive, due a noi ci paiono le informationi in copia più attendibili. L’una, del tutto ignorata sinora, conservata nella Biblioteca Provinciale diAvellino, è tratta dall’Archivio della Casa Teora[5], in data imprecisata, ma (dalla calligrafia) probabilmente della seconda metà del Settecento: il lessico, l’ortografia, la punteggiatura, nonché alcune parole proprie della seconda metà del Cinquecento danno a questa informatione un carattere di fedeltà all’originale che non hanno le altre, numerose, conservate nella Biblioteca Nazionale di Napoli. L’altra informatione, meno ignorata, conservata nella Biblioteca Nazionale di Napoli, redatta nel 1682 in modo del tutto indipendente da tal Onofrio Santavita[6], è una conferma indiretta della fedeltà all’originale della precedente, presentando varianti solo ortografiche proprie del tempo della trascrizione, limitandosi il copista, quasi un secolo dopo, a modernizzare una et con una e, un dopoi con un dopo, abascio con unabbasso, ecc.Va immediatamente detto che la veridicità documentaria di entrambe non significa attendibilità nella ricostruzione dei fatti, né tantomeno semplicemente scavo istruttorio di un qualche rilievo. Ai ministri della Gran Corte della Vicarìa, in forza delle prammatiche vigenti e per probabile disposizione del Vicerè interessato alla salvaguardia dell’ordine pubblico, compromesso dalla morte e dallo scandalo che riguarda tre fra le prime dieci famiglie blasonate del Regno, interessa semplicemente procedere alla ricognizione della morte e del movente, ossia chiudere subito il caso riconoscendo la legittimità della vendetta per adulterio, ritenuta, nella mentalità del tempo, un fatto tanto dovuto quanto del tutto privato. Ritenere, come ha fatto la letteratura postuma (e in modo ancora più decontestualizzato quella giuridica) che lainformatione dovesse ricostruire antefatti, retroscena, premeditazione, falsità o parzialità delle testimonianze, complicità plurime è semplicemente una proiezione antistorica del presente. La informatione della Vicarìa è, in definitiva, volutamente superficiale e monca come atto istruttorio, più un atto notarile, che avvio di un processo da parte dell’autorità vicereale, paga di una presa d’atto dell’evidenza palmare dell’adulterio consumato nel palazzo di casa Gesualdo e della conseguente risposta difensiva dell’offeso.Che poi la parzialità del documento abbia alimentato fantasie o abbia sollecitato approfondimenti postumi, predisponendoipso facto il canovaccio delle informationi di fine ‘600, sotto il nome dei fratelli Corona e di quelle ancora più romanzate dei secoli successivi, che attingeranno a ritroso nel “si dice” o in fatti reali, è altra cosa, che merita l’attenzione dello storico non meno della realtà trasfigurata ad esse sottostante.Di coevo e in orginale, duqnue, ci resta solo la lapidarietà ed essenzialità della comunicazione dell’ambasciatore veneto al senato, del 19 ottobre del 1590, a due giorni del duplice omicidio: 

Don Carlo Gesualdo, figliolo del prencipe di Venosa, et nipote dello illustrissimo cardinale [Alfonso Gesualdo, decano del collegio cardinalizio], appostatamente salito martedì alle sei ore di notte[7] con sicura compagnia alla stanza di donna Maria d’Avalos, moglie et cugina sua carnale, stimata la più bella signora di Napoli, ammazzò prima il signorFabricio Caraffa [sic], duca d’Andria, che era con essa, et lei appresso, di questa maniera vendicando l’ingiuria ricevuta. Abbracciano queste tre principalissime famiglie quasi tutte le altre maggiori case del regno, et ognuno pare stordito per lo stupore di

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questo caso, et se ne sbigottì di molto all’avviso l’Illustrissimo signor Viceré che amava etstimava infinitamente il Duca come persona, che per natura et per studio era dotato di tutte le altre più belle et degne parti, et condizioni che si relevano in signor principale, et in valoroso cavaliere. Questi ministri con la corte sono stati alla casa, et fatte alcune inquisitioni, comandarono che fossero fermati, et custoditi nelle proprie case li famigliari di tutti gl’interessati sopra detti; ma fin qui non si sente altro[8].

 

Continua...

[1] Cfr. Denis de Rougemont, L’amour e l’Occident, 1° ed. 1939 e 2a ed. riveduta del 1956, tradotta in italiano da Luigi Santucci,L’amore e l’occidente, ed. Biblioteca Universale Rizzoli, 2° ed. 2001, da cui citeremo.

[2] Solo per restare ai più noti narratori, drammaturghi, cineasti, letterati e musicologi, da quelli del Seicento (Torquato Tasso, Ascanio Pignatello, duca di Bisaccia, Giulio Cesare Capaccio, Giovan Battista Marino, i fratelli Silvio e Ascanio Corona, fra Antonio Masucci), a quelli più tardi dell’Ottocento (Carmine Modestino, Anatole France) o a quelli ultimi del Novecento (Cecil Gray, Philip Heseltine, Francesco Vatielli, Alberto Consiglio, Herzog, A. Scnitke, Antony New Comb, Antonio Vaccaro, Michel Breitman, Gustav Herling, Giovanni Iudica).

[3] Nel corso dell’esposizione, tranne quando si sarà di fronte ad atti notarili, trascriveremo il cognome d’Avolos, di origine spagnola, in d’Avalos, come è incorso nell’uso italianizzato.

[4] L’originale è andato perduto, unitamente a tanta documentazione dell’Archivio di Stato di Napoli (d’ora in avanti ASNA), per fuoco appiccato dai tedeschi durante la loro ritirata nella seconda guerra mondiale, ad un deposito periferico del Grande Archivio di Napoli.

[5] Processo per l’omicidio di don Carlo Gesualdo fatto alla sua moglie donna Maria d’Avalos e duca d’Andria à 17 ottobre 1590”, [estratto in copia] da Archivio della Casa di Teora, scansia 71, Platea II, n. 15, in Biblioteca Provinciale di Avellino, fondo Capone, b. 10, fascicolo 2, foll. 1-10r, in copia presso il Centro studi e documentazione Carlo Gesualdo, Biblioteca Provinciale di Avellino, b. 23/6. Cfr. infra per la sua versione integrale.

[6] Informazione della morte di Don Fabrizio Carafa Duca d’Andria e di Donna Maria d’Avalos Principessa di Venosa, copia presso la Gran Corte della Vicaria, di Onofrio Santavita, del 26 luglio 1682, in Biblioteca Nazionale Napoli, ms. XXII. 157, Storia segreta napoletana.

[7] Si ricorda al lettore il diverso computo delle ore nell’ancien règime: pur restando invariate nel numero di 24, la prima ora comincia circa mezz’ora dopo il tramonto del sole. Il tempo delle attività diurne, scandito dal ritmo solare, è anticipato rispetto alle consuetudini odierne.

[8] Cfr. Storia arcana ed aneddotica d’Italia raccontata dai veneti ambasciatori, annotata ed edita da Fabio Mutinelli, direttore dell’I. R. Archivio Generale in Venezia, vol. II, Tip. Di Pietro Naratovich, Venezia 1856, p. 162.

L’autorità politica e giudiziaria, come solitamente usa procedere in simili circostanze, può e deve preoccuparsi unicamente dell’ordine pubblico; né l’amore e la stima personale del Viceré per il duca d’Andria possono modificare consuetudini e leggi: la vendetta per “l’ingiuria ricevuta”, ritenuta legittima e dovuta, potrebbe ingenerare a catena altra vendetta, non legittima, ma non per questo anch’essa meno dovuta per ragioni di status. Vendette, beninteso, non tanto da parte dei d’Avalos, che hanno oltraggiato l’onore del proprio e dell’altrui casato senza remissione possibile, ma da parte deiCarafa, chiamati in causa dalle leggi del sangue, che accampano ragioni speculari a quelle dell’onore.

Le contraddizioni dei testi, la chiusura rapida dell’istruttoria, la ovvia ed evidente premeditazione del duplice omicidio nel palazzo di casa Gesualdo sono indiscutibili, come lo è il potere di casa Gesualdo che annovera principi, cardinali, e

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parentele altrettanto potenti con papi, e altri principi e cardinali d’Italia (Borromeo, Colonna, Gonzaga, ecc.). Ma le contraddizioni e il peso del potere sono comunque secondarie rispetto al diritto consuetudinario e positivo dell’epoca, che attribuisce alloffeso il legittimo diritto e dovere di vendicare il toro ricevuto.

Gli estensori della Gran Corte della Vicarìa non possono e non debbono lasciare dubbi di sorta: l’inequivocabile flagranza di reato dei due adulteri. Segue una messinscena – complice Pietro Bardotto, fedele servitore di Carlo – per dimostrare la familiarità della frequentazione di Fabrizio Carafa in casa Gesualdo: un presunto doppione di chiave di cuiquest’ultimo sarebbe stato in possesso per entrare indisturbato in casa altrui. E’ il primo degli evidenti sostegni dati dal potere vicereale a casa Gesualdo, ma del tutto irrilevante ai fini della tesi, fondata, che si accampa: la lunghezza del tempo di frequentazione e l’oltraggio ripetuto ai Gesualdo: “Ammaza, ammaza questo infame, et questa bagascia! A casa Gesualdo corna!”, avrebbe detto Carlo, secondo la deposizione di Pietro Marziale (alias Bardotto), guardarobiere di casa da 22 anni, chiamato a testimoniare.

La restante informatione, continuata sei giorni dopo, con l’interrogatorio dei testi, non sarà altro che il corollario verbalizzato di questa tesi, la cosiddetta “pruova specifica” (ossia l’individuzione inequivocabile degli autori e del movente dell’accaduto), che segue alla “pruova generica descrittiva”, ossia all’atto istruttorio di ricognizione degli uccisi raccolto il 17 ottobre. Il primo teste, Laura Albano, serva di camera di Maria d’Avalos da sei anni (due anni prima del suo matrimonio con Carlo), non dovrà che avvalorare la precedente “pruova generica”: 

E similmente l’altro teste, il guardarobiere Pietro Bardotto, la cui deposizione si configura come mosaico di mezze verità più menzognere delle bugie, volta a rafforzare il movente, salvacondotto del duplice omicidio.

Troppe le incongruenze di orario, di circostanze, il vedere e il non vedere, la presunta partecipazione di Carlo all’omicidio di Maria, quando essa in realtà è già morta, ecc.: l’informatione ha un impianto inquisitorio debolissimo. Ma è questo che doveva realmente interessare i posteri? Che Carlo Gesualdo non abbia mosso un dito, e che tutto sia stato compiuto dai suoi servitori; che la serva di camera di Maria d’Avalos, Laura Scala, possa essere stata fatta allontanare o addirittura fisicamente eliminata, e che su di lei non si avvii ricerca alcuna; che il duplice omicidio sia stato a lungo premeditato, discusso da più menti, suggerito e/o istigato da invidie, gelosie, persone respinte, interessi personali o di gruppo: sono tutti elementi secondari rispetto alle ragioni di vendetta riconosciuti per l’ingiuria subita, e all’altrettanto riconosciuta assoluta sovranità e determinazione nella tragica e consapevole (e consapevole perché tragica) decisione.Poteva essere del resto la vendetta servita diversamente? Potremmo immaginare noi Carlo Gesualdo, il melancolicoprincipe perennemente debilitato da malattie, mutare registro e passare con disinvoltura dalle note musicali alle armi, per eseguire personalmente un assassinio a cinque voci, per usare una metafora del romanziere contemporaneo Alberto Consiglio? Non sarebbe egli stato travolto e forse ucciso dal forte, oltre che bel cavaliere, Fabrizio Carafa, tanto uso alle armi?Avrebbe potuto lasciare in vita o impunita la serva che da anni fungeva da complice alla tresca? Se lo pensassimo, dovremmo postulare una cultura laica diffusa del perdono, e per di più differenziata secondo i gruppi sociali, inversamente proporzionale allo status di appartenenza. Ossia, esattamente il contrario della cultura del tempo, fondamentalmentedevozionale, propria della Controriforma, che assegna il perdono alla sola divinità e lo relega prevalentemente, se non solo, al destino dell’anima.

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Forse alcuni altri elementi della informatione meritano essere sottolineati, gli stessi che, più o meno invariati, compariranno, però senza commento alcuno, nelle postume versioni: una ripetuta descrizione delle ferite, e il compiaciuto racconto delle figure e degli atti della pietas da parte dei familiari accorsi l’indomani mattina per conto degli uccisi. Tanto la prima, solo apparentemente inutile o morbosamente indugiante ad alcune parti intime del corpo dei due adulteri, quanto la seconda, rinviano, nel tempo storico dato, alla sola elaborazione possibile del lutto: il corpo non può essere fonte di piacere, non ha statuto autonomo se non nella relazione legittimamente riconosciuta nel matrimonio-negotio.L’abbandono peccaminoso ai desideri della carne è, di conseguenza, una trasgressione che investe in modo dirompente gli equilibri dell’intero corpo sociale; se una qualche dignità va al corpo riconosciuto, può esserlo nella sola sottrazione alla decomposizione della materia, per portarlo nel grembo accogliente della Chiesa: quando l’offesa e la vendetta sono consumate, ecco allora che la drammatizzazione dà il passo a donne pie e sacerdoti (Maria Gesualdo, zia di Carlo e diMaria, la duchessa di Traietto, e il padre gesuita Carlo Mastrillo), intermediari dei congiunti (la preveggente Maria Carafa, contessa di Ruvo, il priore d’Ungheria, rispettivamente madre e zio di Fabrizio; Sveva Gesualdo, madre di Maria), tutte novelle nottole di Minerva al crepuscolo di una catarsi-catastrofe annunciata e strumenti dell’elaborazione del lutto.

Le prammatiche del tempo sono inequivocabili, il diritto è sempre l’espressione non solo dei rapporti contingenti di forza fra i gruppi sociali e fra i sessi, ma anche del costume e della mentalità più profonda: “Al marito è lecito di uccidere in atto d’adulterio la moglie e l’uomo” (2° comma della prammatica LI, “Alla legge Giulia degli adulteri. E de’ stupri”[1], che contempla l’omicidio per adulterio nel regno di Napoli).

L’adulterio è della sola donna, s’intende, essendo inconcepibile nell’ancien régime quello del maschio. Un dato biografico della vita del principe madrigalista può chiarire ancora meglio la differenza di status e di potere dell’uomo rispetto alla donna: un legato del suo testamento affida a Leonora d’Este, sua seconda moglie, e a sua zia materna, esecutrici testamentarie, il compito di provvedere ad un assegnamento annuo ad un suo figlio naturale (Antonio, di Venosa). Avrebbero potuto mai Leonora o la duchessa di Gravina affidare a Carlo l’esecuzione di un legato di un loro figlio naturale ed illegittimo, pur morto il loro marito?

Chi si aspettasse di trovare nella legislazione dell’ancien règime l’omicidio per adulterio fra i delitti, sbaglierebbe secolo: l’omicidio per adulterio non è un delitto, ma un diritto del quale può avvalersi l’offeso. Di più: un diritto da agire non separatamente, ma congiuntamente contro la moglie adultera e l’uomo interessato: “Ma se [il marito offeso] dimetterà l’adultero e riterrà la moglie, sarà tenuto di lenocinio”, recita il 3° comma della prammatica. La prammatica che contempla la soppressione della vita di due singoli individui, in realtà concerne una relazione delittuosa che sconvolge l’ordine sociale.L’omicidio per adulterio è rubricato dal diritto positivo vigente a fatto privato, anzi, meglio: una pena di morte comminata dall’offeso al di fuori della potestà dello Stato, con la licenza di uccidere che la legge concede anticipatamente, simile a quella di caccia o all’obbligo di eliminare il nemico in tempo di guerra.

Il riferimento alla legge Julia, del diritto romano, non è casuale o residuale: l’omicidio è l’esercizio di una potestà illimitata dell’antico pater familias romano, alla soglia della cui casa profanata lo Stato si arresta. Anzi, meglio: la prammatica del regno di Napoli, della legge Julia propriamente detta, varata durante l’età augustea (probabilmente il 18 a.c. circa) accoglie più il nome che la sostanza normativa, poiché del diritto romano recepisce le istituzioni proprie dell’Età

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repubblicana e del Basso Impero, che precedono e seguono rispettivamente l’Età imperiale. Il solo elemento comune (che poi resterà sostanzialmente immutato nel costume, sino alle soglie dell’età contemporanea, almeno in Occidente), quale che sia il regime statuale, è che l’infedeltà si riferisca alla sola donna sposata (nupta).

La lex Julia de adulteriis coercendis, pur nello spirito di una morale coercitiva[2], infatti lascia fondamentalmente allo Stato l’intervento diretto alla salvaguardia del buon costume: l’adulterio, crimen publicum, è materia di cui cui si occupa un pretore (praetor), pubblico ufficiale, e l’accusa, sulla scorta dei processi che si svolgono davanti allequestiones perpetuae, è virtualmente aperta a qualsiasi cittadino. E pur contemplando la flagranza di reato, dà poteri diversi e limitati all’esercizio di diritti ritenuti legittimi dal pater familias e dal marito: il pater familias può uccidere entrambi gli adulteri, il marito può, solo in certi casi però, uccidere l’adultero e chiedere il divorzio. Ad ulterioreaffermazione del carattere pubblico del reato di adulterio, la lex Julia obbliga il marito a divorziare, se non vuole essere accusato di crimen lenocinii e complicità o favoreggiamento dell’adultero. Quanto alla pena, la lex Julia non contempla la pena di morte, ma la relegazione per l’adultera e il suo complice, e sanzioni patrimoniali (la confisca di metà della dote e di un terzo dei beni parafernali dell’adultera, e la confisca di metà del patrimonio dell’adultero).

Diversamente la precedente Età repubblicana: la punizione dell’infedeltà non è materia che attiene al diritto pubblico; essa è regolata da norme morali e di costume sanzionate nell’ambito della famiglia. E’ il titolare della potestà (manus) sulla donna, il marito o il pater familias, che può esercitare il diritto della vendetta privata o convocare il tribunale domestico (iudicium domesticum). Se di sconfinamento nel diritto pubblico si può parlare, è per la sola questione patrimoniale: in caso di scioglimento del matrimonio, non vi è restituzione della dote conferita dalla donna.

Con il Basso Impero si hanno ulteriori aggravanti, sia rispetto all’Età repubblicana che a quella Augustea, destinate a restare nel Corpus iuris: la pena di morte (potestats gladii) per entrambi gli adulteri e il diritto di accusa riservato solo al marito dell’adultera. 

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[1] A. Sauri, Codice delle leggi del regno di Napoli di Alessio di Sariis, presso Vincenzo Orsini, Napoli 1796, libro XII, titolo LI, nn. 1-8.[2] La lex Julia colpisce infatti non solo l’adulterio femminile, ma anche qualsiasi relazione sessuale con donne nubili o vedove di elevata condizione sociale, assimilandola allo stuprum. Di qui l’associazione adulterio-stupro, che poi resterà nella prammatica napoletana (ed in tante altre legislazioni occidentali).

In definitiva, nella prammatica napoletana, confluisce il peggior rigore coercitivo del diritto romano, e il massimo diassenza dello Stato.

L’altro riferimento legislativo, contenuto nella stessa prammatica, è una costituzione del re Ruggiero II, il Normanno: “Si maritus uxorem in

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ipso actu adulterii deprehenderit, tam adulterum, quam uxorem uccidere licebit, nulla tamen moraprotracta”.

Carlo, che trova in flagranza di reato la moglie adultera, può (e deve) uccidere l’adultera e il suo amante, e può farlo impunemente purché non passi intervallo di tempo alcuno per la sua vendetta. Nel suo caso vi è certamente premeditazione, che i testimoni non possono occultare, malgrado siano di parte e manifestamente subornati; ma la legittimità della vendetta rispetto ad un delitto consumato sotto i propri occhi, nella propria casa, nell’appartamento sovrastante quello di Carlo, senza pudore, è prioritaria rispetto alla considerazione della sua premeditazione. Che Carlo faccia testimoniare che ha dato alcune pugnalate a sua moglie, quando sicuramente era già morta per ferite inferte dai suoi sicari, serve al Viceré per disporre la sollecita archiviazione, e al teatro sociale e culturale cittadino per accogliere un copione di un attore protagonista dell’ultima scena, non essendo comparso se non dietro le quinte nelle precedenti, già a tanti note. Se poi la flagranza non dovesse bastare per spingere in secondo piano la premeditazione, il grave oltraggio e il potere del casato sono bastevoli per dare una mano alla legge.

Se la distanza di quella mentalità è probabilmente abissale dalla nostra sensibilità odierna, forse lo è meno se consideriamo che si protrae, con qualche variante ed attenuazione, sino alla recente fine della civiltà contadina, anche nella successiva modernizzazione industriale occidentale.

E ancora: la prammatica dell’omicidio per adulterio è parte della materia più generale che si occupa delle prattiche,così come sono chiamate sino agli inizi dell’Ottocento le relazioni sessuali, che sono associate a delitti: lo stupro, le meretrici e le donne che calunniano o che accusano falsamente gli uomini di violenza per trarne privati vantaggi. Come dire? L’omicidio per adulterio, non considerato reato, è assimilato dal diritto corrente alla punizione della devianza femminile e della violenza contro donne oneste.

La prammatica raccoglie e si sostanzia, dunque, allo stesso tempo, della legislazione passata millenaria e di quella secolare del Regno delle Assise Normanne del 1140 e delle Costituzioni melfitane di Federico II del 1230. Anzi, la fonte di legittimità della prammatica è per eccellenza l’autorità della legislazione degli antichi. Se innovazione c’è, quando c’è, essa non deve mai apparire come rottura radicale con il passato. Tutt’al più può consistere nella mitigazione della pena, come nel caso dell’adulterio, come accadrà solo a Settecento inoltrato, quando l’influsso dell’Illuminismo giuridico avrà una sua pallida eco anche nel campo delle infrazioni relative alle relazioni fra i sessi.

Chi volesse poi scambiare tale omicidio con il delitto d’onore e il delitto passionale, per cogliere semmai come la legislazione del tempo proteggesse in qualche modo un valore e un costume, dando un’attenuante a chi osasse attentare alla vita, parimenti si sbaglierebbe. Proietterebbe nel passato un alibi, un’attenuante proprio della storia contemporanea, che null’altro è se non una difesa culturale che attinge e si nutre della cultura dell’ancien regime. E’ vero esattamente il contrario: è l’adultera che va uccisa, e per di più a totale discrezione e volontà del marito, cui solamente spetta anche la registrazione di adulterio, ad esclusione di ogni qualsiasi altro congiunto della donna che ha infranto la regola di fedeltà coniugale.

Il delitto d’onore o il delitto passionale appartengono invece ad una cultura giuridica più tarda, propria della rivoluzione industriale e politica, che, più che evoluta, è semplicemente più subdola e raffinata. La cultura liberale e romantica della società borghese prima statuisce il principio di eguaglianza civile e giuridica, il diritto alla vita inalienabile per tutti, la sovranità intera ed unica dello stato nel comminare la pena, e

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poi costruisce un’attenuante che nega di fatto i principi che afferma. Le espressioni delitto d’onore e delitto passionale saranno allora espressioni di una mediazione culturale prima che giuridica fra il potere statale e il potere familiare, che resta saldamente in mano al maschio: costruzioni concettuali per tradurre nella sfera del diritto la disuguaglianza e la grande distanza che permane fra i sessi, nonostante la rivoluzione industriale o la conclamata rivoluzione democratico-borghese.

“Il marito può ripudiare la moglie adultera” recita il 4° comma. E’ una delle strade che avrebbe potuto percorrere Carlo, ma l’espressione che questi mette in bocca ad un suo servo, “Corna a casa Gesualdo!” per un adulterio che si consuma nel suo palazzo di Napoli, in pieno centro cittadino, sulla bocca di tutti, è il grido inappellabile di una rivendicazione scontata di dignità, da reintegrare attraverso il duplice omicidio.

E dire che, nel secolo di Carlo Gesualdo, tale cultura è figlia di un costume della Spagna feudale, che regnando incontrastata, direttamente o indirettamente, in tutti gli stati italiani, detta i valori e i comportamenti sociali per il mondo aristocratico, non è un’attenuante.

Basti dare uno sguardo nella raffinata Ferrara del duca Alfonso II d’este, che darà di lì a poco sua cugina in moglie a Carlo Gesualdo, per cogliere come la cifra di lettura dell’adulterio ( e del rapporto uomo-donna) non sia granchèdiversa. Specchio ne sono i Discorsi[1] a fine ’500 del colto Annibale Romei, che ne raccoglie gli umori più profondi. L’adulterio è collocato, nel trattato, nella più generale argomentazione intorno all’onore[2], uno dei beni più preziosi da conservare e accrescere per un vero gentiluomo. Non che Romei non tratti anche dell’uomo adultero, ma la questione vera è la donna adultera e il disonore irreversibile che arreca all’uomo. Il paradigma base è sempre quello del mondo classico: la donna è inferiore all’uomo, per natura e per ragione, e come tale non ha i suoi stessi diritti e virtù, o quando li ha, li può possedere in diversa proporzione, di riflesso come la luna sta al sole. E’ il filosofo per antonomasia, ossia Aristotele, che lo ha codificato una volta per sempre. L’adulterio maschile non sta, dunque, sullo stesso piano di quello femminile:

 L’huomo [...] in due modi commette l’adulterio, l’uno quando sendo egli legato,

rompe il giuramento del matrimonio, usando con donna sciolta; e in questo ancora che sia degno di qualche biasimo, non perde però l’onore; perché non ingiuria se non la sua propria moglie. L’altro quando o maritato, o sciolto usa con donna maritata: questo resta dishonorato, perché pecca estremamente contra la virtù della temperanza e manca a giustizia; perché egli è un grandissimo ingiuriatore e destruttore dell’altrui honore; il quale, come ho detto, è il più pretioso di tutti i beni esterni, e però [perciò] è stata meritamente dalle leggi imposta maggior pena all’adulterio, che al furto; perché l’adultero fa danno all’honore, il ladro alla roba, e se ben per mala consuetudine gli huomini non si vergognano d’esser tenuti per adulteri, non è per questo che non siano degni d’infamia”[3].

 E’ quanto argomenta il cavalier Gualengo, uno dei personaggi del dialogo

letterario della terza giornata. Come dire? Se Fabrizio Carafa avesse avuto rapporti con una donna non maritata, avrebbe potuto essere biasimato sì, ma non avrebbe perso l’onore, che ha perso invece attraverso Maria maritata, infangando così il proprio onore e quello del casato di Carlo Gesualdo.

E se una donna maritata, se una delle tante Marie avesse avuto rapporti con un uomo sciolto o un uomo accasato, si sarebbe potuto dire la stessa cosa affermata per l’uomo? No: è la risposta secca, indubitata, data all’interlocutore immaginario, conte di Scandiano; tanto se essa fosse maritata, che se non lo fosse:

 

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La Donna, sì come in molt’altre cose, così in ancho in questa è di peggiore conditione dell’huomo, prima perché s’ella è maritata, col suo proprio macchia l’honore del marito; secondariamente, perchè send’ella (come afferma il Filosofo) soggetta di ragione all’huomo, essa fa maggiore ingiuria: con ciò sia che maggiore è l’ingiuria dell’inferiore verso il suo maggiore, che non quella del superiore verso l’inferiore. Terza perch’ella può portar nella casa del marito figlioli d’altri, levando la facoltà a’ propri figlioli del marito. Quarto, perché la Donna pecca estremamente contra la sua propria principal virtù, ch’è l’honestà. Non potrà dunque congiungersi donna con altri che col marito, salvo l’honoresuo; e facendolo cade nell’infamia”[4]. E con l’affermazione della virtù per eccellenza della donna, l’honestà (ossia la

verginità se nubile, e l’esclusiva appartenenza al marito se sposata) siamo alla definizione per eccellenza dell’identità femminile: l’ipostasi del corpo e, di riflesso dei sentimenti, che appartengono all’uomo che ha la signoria su di lei. Signoria che segue l’altra su di lei esercitata dal padre, dal fratello, o che essa esercita come madre, entrambe nelle pareti domestiche.

Se mai dovessero esservi dubbi, tali temi sono sviluppati poi nella parte che riguarda “l’honor della donna dove consista”, nell’“honor della donna come si conservi”, ed infine se la donna colla sua infamia macchi l’honor del marito”[5]. A dialogare stavolta con il cavaliere Gualengo è non casualmente una donna: la letterata, poetessa, compositrice, suonatrice, danzatrice, regista Tarquinia Molza, una delle figure femminili più squisite che abbia avuto il Rinascimento ferrarese e italiano. Se non vi è posto per le donne per le virtù e i valori decantati per gli uomini (amor di patria, gloria, coraggio, ecc.), a cosa può mai aspirare una donna? Tarquinia può porre tutte le domande che vuole, scavare nelle contraddizioni del filosofo Annibale Romei, offrire quello la sua vita stessa rappresenta, ma neanche la sua straordinarietàdi intellettuale e la sua autonomia bastano: l’essenza della virtù e dell’onore femminile non risiedono in altro se non nell’honestà:

 “Anchora che nelle donne, gentilissima Signora, tutte le virtù si trovino,

che proportionatamente alle virtù deglihuomini rispondono, nientedimeno pare che nel conservarsi l’honore, elle siano d’assai miglior conditione degli huomini;perciochè l’honore Donnesco si conserva col non mancar ad una lor propria particolar virtù; e questa è l’Honestà.”

Dunque – replicò la signora Tarquinia, se una Donna facesse furto, homicidio, o mancasse in qualch’altra parte a giustitia, ella non si farebbe per tal atto infame?”

Et il Gualengo: “Anchora che tali peccati negli huomini e nelle donne, dalle leggi siano egualmente puniti, nondimeno ogni volta che nella donna non siano accompagnati da atto dishonesto, non la rendono del tutto infame. Però non era lecito agli Hebrei, né appresso i Romani repudiar la moglie, si come ancho adesso non è lecito far laseparatione del toro se non per la dishonestà: con ciò sia che tal peccato sia così grave nella donna, che col suo macchia anco l’honor del marito”[6].

 

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[1] A. Romei, Discorsi del conte Annibale Romei gentil’huomo ferrarese divisi in sette giornate, Per Vittorio Baldini stampatroreducale, Ferrara 1586.

[2] Cfr. ivi, Terza [giornata], Dell’onore, “Se l’dultero sia infame”, e “Se la donna colla sua infamia macchi l’honore del marito”, rispettivamente pp. 71-72, 93-94.

[3] Ivi, p. 71.[4] Ivi.[5] Ivi, pp.92-94.[6] Ivi, p. 92-93.

Potrebbe esservi ancora un dubbio residuo, che si affida alle parole di Tarquinia Molza: non vi può essere anche qualche responsabilità del marito se la donna commette adulterio? Perchè ella sola allora dovrebbe portare il peso dell’infamia? E qui interviene qualche concessione da parte di Romei:

 Sendo la moglie in potere del marito e sotto il suo governo, pare ch’egli non possa peccare senza qualche colpa del marito, come quello che o per proprio consenso, o per mal governo sia stato di tal mancamento cagione[1]. 

Ma il riconoscimento di una qualche possibile corresponsabilità è solo la premessa, a ben guardare, per affermare ancora una volta la signoria dell’uomo e per ritornare alle premesse, e negare con ancora maggiore forza qualsiasi relazione della donna diversa dal codice familiare: 

Non potendo - rispose il Gualengo - l’uomo sempre guardarsi dalle insidie, né provvedere a quelle cose ch’egli non sa, questo tale non perderebbe l’honore, se ben non potrebbe fare che in qualche modo non restasse tocco, e non scemasse di reputatione presso coloro che della moglie sapessero l’adulterio: nondimeno questo tale non potrebbe essere ricusato in parangon d’honore, se non si facesse fare prova ch’egli tolerasse la dishonestà della moglie per utile che ne traesse, o per semplicità, o per sciocchezza, lasciandola andar a luoghi dishonesti, o praticar con donne di cattiva fama, o dove fosse pericolo che havesse a commettere adulterio[2]. [...] Per tornar dunque al proposito nostro, volendo la Donna conservar l’honore, bisogna che habbi l’occhio a conservarsi l’honestà; e non solo a mancar di colpa, ma ancho della sospicione della colpa; il che si verrà fatto s’ella accompagnarà le parole, il riso, i sguardi, et i portamenti della persona con quella grave e reverenda maestà che a casta et honesta matrona familiare si conviene; e sopra tutto si guarderà dalla intrinseca conversatione di qualsivoglia contition d’huomo, fuori che padre, figliolo, e fratello; perché havendo l’honore il suo fondamento e la sua propria essenza nella opinion del mondo, non tanto si perde per il peccato, quanto per versimili inditij di peccato[3].

 Certo, i toni non sono gli stessi del regno di Napoli, non fosse altro per quel che riguarda la punizione dell’adulterio, fermo restando il diritto al ripudio della moglie. La vita ha una sua sacralità, e il risarcimento dell’onore offeso per adulterio, pur non affrontato direttamente e surrogato nella questione più generale della liceità del duello, non è affidato alla vendetta privata: il ricorso al magistrato resta la sola strada per chiedere giustizia, sia in nome della legge di natura e di quella divina che contemplano la vita e non la morte, e sia in nome dell’appartenenza ad un Principe cui si è sottoposti.E certamente siamo lontani da quel costume diffuso di altri stati, che contempla ancora un altro terribile dovere: i fratelli dell’adultera sono obbligati a partecipare al suo assassinio. Costume che lo scavo magistrale storico-letterario (spesso equivocato) di Stendhal ha consegnato alle Cronache romane. L’uccisione della sorella ha una ulteriore funzione catartica se non lasciata al solo marito: ripristina l’onore e lo status compromesso del casato di provenienza. Nel caso diMaria, se pure complicità

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violenta fosse mai potuta venire da casa d’Avalos (fratello e padre), certamente le ragioni delsangue non avrebbero potuto, almeno a freddo e a distanza, essere superiori a quelle dell’onore.Nel secolo di Carlo, l’onore ha altresì un’altra variante: chi uccide chi, ossia l’appartenenza sociale di chi uccide e dell’ucciso decide della legittimità dell’atto. E’ un costume aristocratico che Pierre de Bourdeille, un nobile di provincia dell’ancien régime, comincia a dissolvere inchiodandolo alle sue eclatanti contraddizioni. E tanto più significativa è la sua posizione, per essere egli interno alla mentalità che comincia a mostrare crepe. Egli è un uomo di lettere e di spada, abate secolare, terzogenito del visconte di Brantôme, che partecipa come protagonista diretto, se pure secondario, a tutte le vicende delle lotte religiose e civili in Francia della seconda metà del Cinquecento. Se l’omicidio fosse stato compiuto direttamente da Carlo, i familiari dei due uccisi ne avrebbero potuto e dovuto accettare la difesa dei valori di casta; ma, poiché la violenza omicida è stata “quella di servi e schiavi che si sono sporcate le mani di un così nobile e bel sangue” (Pierre de Bourdeilles, noto più semplicemente come Brantôme ), essi avrebbero avuto buon diritto a pareggiare i conti con il mandante che l’ha scatenata: è la tesi che circola non solo nel regno di Napoli, ma anche oltralpe, come attesta l’eco della discussione di cui si fa carico il nostro abate, quasi coevo (1540-1614) di Carlo Gesualdo. Ma anche in questo caso quale valore affermerebbe questo costume? E’ da considerare più importante la vita di una persona amata o il modo con cui essa è privata?, conclude il nostro, dileggiando giuristi e sapienti. E se fossero mutati gli attori, sarebbe cambiato qualcosa?, incalza l’abbate: “Questa signora [Maria d’Avalos] era figlia di don Carlo, secondo figlio del marchese di Pescara, al quale se qualcuno avesse fatto un simile scherzo per le sue amicizie coniugali che io ben conosco, sarebbe già morto da molto tempo”[4].

E Brantôme ci è prezioso ancora per la prospettiva in cui l’episodio di Maria è collocato nella sua produzione letteraria: l’incanto e lo stupore espressi nel riconoscimento di un mondo femminile aristocratico non subalterno a mariti, re o signori feudali che fossero. Brantôme si occupa sì di vite scandalose di dames galantes (espressione impossibile anche da tradurre già nella cultura romantica dell’Ottocento), ma si occupa anche di Vies de dames illustres del suo secolo.Galantes e illustres non sono d’altronde parole che gli appartengono, ma sono scelte dal suo editore postumo per ragioni commerciali [5]: egli è interessato ad affrescare una galleria di personaggi femminili che nel suo tempo giocano un ruolo decisivo, comprimario se non superiore a quello degli uomini nei grandi eventi (Caterina dei Medici, Margherita diValois, Margherita di Navarra, la regina Anna di Bretagna, Maria Stuart). E’ ancora la sua una visione da cortigiano, che è schiacciato da una doppia morale o forse da una debole morale: “è lecito alle belle e grandi dame di prodigare le loro buone grazie, per le quali l’incostanza sarà addirittura una virtù. Ma le dame medie, nobili e borghesi, sono tenute ad essere costanti e ferme nei loro affetti, come le stelle fisse e del tutte immobili. Come dire? La trasgressione è assorbita dalla grandezza del dovere da assolvere o dalla missione da compiere delle singole eroine. L’approccio di Brantômeindica, nella cultura rinascimentale avvolta dall’ancien règime, un’altra strada, certamente tortuosa ma non secondaria, per affermare il valore della vita e del singolo, pur all’interno dello stesso mondo gerarchizzato e aristocratico. E’ una via diversa, lontana anni luce dal coevo giusnaturalismo di stampo anglosassone, che, espressione culturale della borghesia nascente, sia nella variante hobbesiana che lockiana, afferma la centralità della vita fra i diritti naturali, inalienabili,universali dell’uomo (per entrambi i generi). Ma non è meno interessante sul piano storico. Figlio del suo tempo, prigioniero di una morale

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ambivalente, impossibilitata ad esercitare incontrastata una egemonia su un mondo in cambiamento, Brantôme esprime il suo disagio per una morale maschile contraddittoria per i due generi, e riconosce, sulle ragioni tradizionali del genere maschile e del casato, l’autonomia femminile, sia pure circoscritta alle grandi dame. Loro sì possono vivere le loro affezioni, che diverranno poi, qualche secolo dopo, affetti e sentimenti riconosciuti almeno nelle affermazioni giuridiche del diritto positivo e nelle testimonianze di vita di una minoranza colta. Sono le prime crepe di un dominio millenario, argomentate in modo del tutto diverse dalla celebrazione cinquecentesca del furore divino delle eroine d’amore, indistinte come singole persone.

 Ma siamo andati troppo oltre; lo scorcio di un’apertura non deve farci perdere di

vista la cultura dominante del tempo. “L’adulterio si giudica dalla Curia ecclesiastica, quando non vi sia violenza” recita il 5° comma. Non è il nostro caso: un padre gesuita molto noto ed una chiesa celebre si adoperano per la pietas e una eccelsiastica sepoltura, all’indomani del duplice omicidio d’Avalos-Carafa, ma solo perché chiamati e solo dopo il ripristino dell’equilibrio operato dall’ira legittima del principe.

“L’adulterio si punisce non più colla morte, ma colla confiscazione de’ beni, se non vi sono figli”, recita il 7° comma, forse la sola nota moderata di una legislazione che resta inalterata sino a fine Settecento nel regno di Napoli e altrove in Europa. Nel caso di Maria d’Avalos, a fine ‘500, vi è il piccolo Emanuele, di pochi anni, dormiente nella stanza attigua a quella materna, ancora a balia, che sarà per il padre, sette anni dopo, ragione giuridica per intentare un processo a Carlo d’Avalos, padre di Maria per la quota non corrisposta di dote, obbligo cui lo stesso principe di Montesarchio, almeno sino a due anni dalla morte di Maria. E non di venalità si tratta qui, né di puro accanimento per rivendicare la legittimità di un atto; ma di un istituto giuridico e culturale da preservare: la continuità del casato attraverso il figlio. La liquidazione della dote, unitamente alla purificazione del sangue attraverso altro sangue versato, costituisce la via maestra per dare dignità senza macchia all’erede di due casati illustri che non debbono estinguersi.

“Ne’ delitti di stupri e adulteri non si procede ex officio”, recita infine l’8° comma. La Gran Corte della Vicaria non deve inquisire dunque, semplicemente perché non è tenuta a sapere quanto non le compete: la tutela dalla trasgressionerelativa alla prattica dei rapporti fra i sessi appartiene ai maschi che hanno di fatto il mundio sulle loro donne. La Gran Corte della Vicaria è tenuta tutt’al più a registrare nel nostro caso, quasi fosse un atto notarile, l’adulterio punito, e l’avvenuta morte di Maria d’Avalos e Fabrizio Carafa, trasgressori della legge. La sua azione si deve limitare al solo accertamento dell’adulterio consumato e alla constatazione della morte degli adulteri. Più tardi, a chiarire definitivamente la natura privata dell’offesa e della eventuale querela, una prammatica dell’imperatore d’Austria Carlo VI, del 1731 (data alla quale il viceregno di Napoli è passato di mano) stabilirà: “Per togliere gli vari inconvenienti [che] nascono con disdoro delle famiglie dall’abuso [che] si fa procedere ex officio ne’ delitti di stupri e di adulteri, proibiamo a tutti gli officiali e subalterni delle Corti regie e Baronali del Regno, di procedere ex officio, e senza querela della parte offesa, ad atto alcuno ne’ delitti di stupri e adulteri, sotto pena di privazione ed inabilitazione alli stessi, e ad altri offici, oltre d’altra pena riservata a real arbitrio”. Ma già il 17° comma, sulla scorta del precedente, aveva tentato di eliminare ancora un possibile equivoco sui soggetti titolari di diritto nel punire, denunciare o rilevare l’adulterio: “La querela di adulterio compete al marito solo, e a niun altro benché stretto congiunto”. 

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[1] Ivi, p. 93.[2] Ivi.[3] Ivi.[4] Ivi. Il marchese del Vasto era stato conosciuto direttamente dal giovane abbate, una prima volta

nel 1559, quando era stato in viaggio in Italia ed era stato calorosamente ospitato da sua moglie, Maria d’Aragona, ed una seconda volta quando, nel 1565, si era fermato a Napoli in prosieguo di avventure con altri cavalieri francesi per combattere i turchi che assediavano l’isola di Malta,  cfr. il breve ma denso profilo biografico tracciato da L. Moland nell’introduzione a Vies des Dames illustres, Paris, edizione ottocentesca senza data.

[5] “Era il momento della grande moda di queste parole, illustres et galantes, e l’éditore se ne servì per richiamare l’attenzione sulle sue pubblicazioni”, scriverà due secoli dopo Louis Moland nell’introduzione a Vies des Dames illustres, cit., p.I.