capitulo 08. la calle de san luster
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Capítulo 08. La calle de San Luster.
“Papá y mamá están muertos cariño. Acéptalo, luego descarga todo tu odio contra
el mundo...”
A pesar de toda su habilidad Morea se encontraba en un aprieto, un mes
después de que hubiese aceptado el encargo aún no había hecho ningún progreso y
eso la enfurecía. Supuso que no habría problema en matar a un funcionario de la
Iglesia, hombre de relativa poca importancia en el escalafón de la ciudad
seguramente no echarían mucho en falta su presencia. Sin embargo el maldito
sacerdote no dejaba la santidad de la Catedral en ningún momento, tenía a varios
subordinados que hacían el trabajo fuera del edificio por él y, como muchos otros
clérigos, hacía su vida dentro del mismo.
Morea se impacientaba, era un defecto y lo sabía, pero no podía evitarlo.
Estaba decidida a hacer sufrir a aquel hombre sólo por el mero hecho de no
habérselo puesto más fácil. En algunos momentos tenía la tentación de entrar en la
Catedral disfrazada de mendiga para poder clavarle una daga en las tripas al hombre
que le estaba dando tantos problemas. Si quería acercarse al objetivo tendría que
replantearse lo que estaba haciendo y, llegado el caso, cambiar su línea de acción.
El hermano Pratt se encontraba haciendo sus labores matutinas, tras haber
rezado en la capilla junto al resto de sacerdotes lo habían mandado a llevar unos
papeles de poca importancia al tesorero. Luego tendría que volver con la respuesta
al hermano Hanz, que se encargaba de administrar el dinero para comprar los
alimentos con los que dar de comer a los integrantes de la Iglesia en Blakcgate.
A Pratt no le gustaba la vida ascética que llevaba, él había nacido en una de
las casas venidas a menos en los últimos años y su padre, no pudiendo mantener a
tantos hijos derrochadores, empezó a colocarlos en distintos sitios que les
permitiesen ganarse la vida por su cuenta. A él le hubiera encantado entrar en la
escuela militar, aprender el uso de las armas y a dirigir hombres, sin embargo ese
puesto se le había otorgado a su hermano mayor, el segundo en la línea de
sucesión.
Quizá él pudiera algún día convertirse en uno de los custodios armados de la
Iglesia, pero dudaba que lograse conseguirlo si no tenía una mentalidad algo más
espiritual. Y desde luego no iba por buen camino, cada vez que podía se quitaba los
hábitos y se hacía con un poco del dinero que había ido guardando antes de entrar
en el santo oficio para dirigirse a barrios de dudosa reputación.
Si bien Pratt había puesto cuidado en no dar su verdadero nombre su cara
era de sobra conocida en más de un prostíbulo de la ciudad. Era realmente
conveniente que las personas que frecuentaban los sitios a los que él iba no fuesen
a confesarse o podrían haberle causado algún problema.
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Por lo tanto no ponía mucho cuidado cuando se encontraba con los hábitos
puestos, era improbable que su doble vida saliese a flote en aquella parte de la
ciudad. Iba entonces despreocupadamente al encargo que el hermano Hanz le
había impuesto, para lo cual tenía que salir del amparo de la Catedral pues el
tesorero se encontraba en un edificio separado. Se había hecho así porque el
anterior obispo había decretado, en un alarde de inusitada santidad, que los asuntos
económicos no debían tratarse dentro de un lugar sagrado.
No podía quejarse, al menos podía salir al exterior, no envidiaba a los
escribas que se dejaban la vista en esos polvorientos e inacabables libros. Iba
cavilando cuando al girar una esquina se encontró a una joven, si no fuera porque
era imposible le habría parecido que lo estaba esperando.
-Disculpe padre... –susurró ella con recato. Pratt se fijó en la raída ropa que
llevaba la muchacha y en su pelo rubio que formaba una melena alborotada y sucia.
–Quizá pueda usted ayudarme.
-No soy padre de nadie mi buena mujer. –replicó él. –Dime que te ocurre y
veré que puedo hacer, si está en mi mano.
La joven hizo una pausa, parecía estar pensándoselo mejor si debía pedirle
ayuda al hermano Pratt, incluso llegó a morderse el labio ante la duda. Dirigió sus
ojos azules para encontrar los suyos.
-Verá, estoy buscando a un sacerdote, su nombre es Hanz Peter
Leuenberger. Es un hombre de unos cuarenta años, rubio... poco más puedo decirle
aparte de que soy su sobrina.
Pratt la miró y creyó ver cierto parecido familiar. No recordaba sin embargo
que el hermano Hanz le hubiese hablado alguna vez de si tenía familia, aunque
tampoco le parecía raro.
-Menuda casualidad, pues sí que conozco al hermano Hanz. De hecho tengo
que ir a verlo, pero primero he de llevar esta carta a un sitio. –replicó Pratt.
-¿De verdad? ¿Podría acompañaros? llevo varios días intentando encontrarlo.
–dijo ella con una mirada de súplica. –He de darle un mensaje importante de mi
padre.
-Esperadme en la calle de San Luster, pero no sé cuánto tardaré. –le
contestó.
-Muchas gracias padre, muchísimas gracias. –dijo la muchacha con lágrimas
en los ojos al tiempo que le cogía una mano para besársela.
Pratt compuso una mueca ante el gesto pero no se apartó por miedo a
ofenderla. Se despidió de ella asegurándole que haría todo lo posible y se encaminó
de nuevo para proseguir con su recado.
Tardó bastante en llevar el mensaje al tesorero pues este decía estar muy
ocupado y no lo recibió hasta pasada la hora de la comida. Luego se dirigió todo lo
deprisa que pudo a llevar la respuesta al hermano Hanz y para hablarle de la
muchacha que le estaba buscando con tanto ahínco.
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Pratt entró en la estancia que usaba el hermano Hanz como despacho, un
lugar lleno de libros de cuentas y listas que siempre olía a moho y pergamino. El
hermano se hallaba sentado en el escritorio, como siempre, concentrado en sus
quehaceres cuando lo encontró. Pratt observó al hombre y sin embargo, ahora que
lo tenía delante, no apreciaba tanto parecido con la muchacha, sin embargo se
encogió de hombros ante la idea.
Esperó pacientemente a que el hermano Hanz tuviera a bien darse por
enterado de su entrada. Estuvo un buen rato, meciéndose lentamente en un gesto
de aburrimiento, mientras su superior seguía garabateando números en el
pergamino. Sin darse cuenta silbó una melodía más propia de una taberna que de
un lugar santo con lo que consiguió que Hanz le lanzase una mirada de reproche.
Pratt paró de inmediato.
Un rato después y con un último floreo de la pluma, que Pratt dedujo que se
trataba de la firma del sacerdote, terminó de anotar en el pergamino. Enrolló la hoja
y a continuación derritió algo de lacre con el que sellarlo.
-Toma esto hermano Pratt y guárdalo en las anotaciones diarias. –le ordenó
el sacerdote. – ¿Tienes la respuesta del tesorero?
-Sí, hermano. Aquí la tengo. –dijo tendiéndole una pequeña carta que el
hermano Hanz cogió y se dispuso a leer. Al ver que Pratt no se movía del sitio
levantó la vista del sobre.
-Ya es todo por hoy, puedes retirarte. –le dijo Hanz.
-Verá hermano Hanz, esta mañana, de camino a la tesorería, me he topado
con una muchacha que afirmaba ser vuestra sobrina. –dijo Pratt al tiempo que su
interlocutor enarcaba una ceja. –Decía que tenía un mensaje importante para usted
de su padre.
-Debes de haberte confundido con otro, hermano Pratt. Yo no tengo
sobrinos, de hecho no tengo hermanos más allá de los que visten el hábito. –le dijo.
-Pero... fue muy específica hermano, me dio vuestro nombre completo. –
respondió Pratt con extrañeza. –Quizás no me enteré bien de vuestro parentesco,
pero desde luego dijo claramente que buscaba al hermano Hanz Peter Leuenberger.
El sacerdote lo miró con gesto de sospecha durante un momento, pero se
levantó y lo invitó a salir de la habitación.
-¿Dónde se encuentra la muchacha ahora? –le preguntó el hermano Hanz.
-Le dije que esperase en la calle de San Luster, pero eso ha sido esta mañana,
no sé si seguirá allí ahora. –contestó Pratt mientras lo acompañaba en la dirección
de la salida de la Catedral.
Al pasar por el puesto de guardia el hermano Hanz le hizo una seña a uno de
los custodios, el cual se levantó con premura y lo siguió. Pratt, extrañado no dijo
nada sobre la solicitud de escolta de su superior, sin embargo no pudo más que
sentirse súbitamente inquieto ante tal precaución.
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Cuando salieron de la Catedral las luces del día se estaban escondiendo ya
por el horizonte y las calles empezaban a verse iluminadas por las lámparas que los
serenos iban encendiendo. El custodio iba primero, abriendo el paso, mientras que
los dos sacerdotes andaban en paralelo tras él.
Pratt se encontró pensando que quizás debería haberse ido inmediatamente
después de haber dado el recado de la muchacha, pues no sabía por qué tenía él
que estar allí y así se lo hizo saber al hermano Hanz.
-Necesito que me digas con certeza quién te ha dicho tal cosa. –le respondió
escuetamente su superior, como si con esa explicación hubiese acabado con las
dudas de Pratt. Así que este decidió callarse para no molestar más al hermano Hanz.
Llegaron a la calle de San Luster con el anochecer pisándole los talones al
trío. Extrañamente no había nadie allí, aún a pesar de ser una calle muy céntrica de
la ciudad. Siguieron recorriéndola sin cruzarse con nadie, a Pratt los nervios le
jugaban malas pasadas y veía sombras moverse cuando claramente no había nada ni
nadie allí.
-¿Estás seguro de que era esta calle? –preguntó el hermano Hanz.
-Sí... sí, hermano. Fui yo quién le sugirió que esperase aquí. –dijo él con un
hilo de voz.
-Pues parece ser que no está aquí. ¿No te dijo sobre qué versaba ese
mensaje?
-No mencionó nada más, hermano. –Pratt miró hacia delante, por encima del
hombro del custodio y luego al hermano Hanz, pero él ya no se encontraba allí.
Con los pelos de punta por la impresión Pratt miró atrás, por si su superior se
había quedado rezagado y lo que vio le heló la sangre en las venas.
El hermano Hanz se encontraba flotando a un metro del suelo presa de
extraños espasmos mientras lo miraba con los ojos desorbitados y hacía un extraño
ruido, como si no pudiese respirar. Entonces una de las luces incidió en algo que se
hallaba por encima de la cabeza del sacerdote flotante, arrancando un destello de
una fina tanza metálica.
Pratt se dio la vuelta inmediatamente con la intención de alertar al custodio
que había seguido andando unos cuantos pasos más sin percatarse de que los
monjes ya no le seguían.
-¡Custodio! –lo llamó. – ¡Ayúdame!
El hombre armado se dio la vuelta y sus ojos se abrieron por la sorpresa
detrás del yelmo. Pratt lo estaba viendo cuando de repente una sombra se movió
detrás del custodio. Un largo caño de sangre brotó del cuello de este y salpicó al
estupefacto monje, manchándole de arriba abajo con la sangre arterial expulsada a
presión.
Con un gorgoteo el custodio se desplomó hacia adelante al tiempo que se
llevaba las manos a la herida mortal. Mudo por lo terrible y rápido de los
acontecimientos Pratt vio a la muchacha de esa mañana surgir de las sombras
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detrás del hombre degollado, portaba una larga daga de aspecto cruel en la mano
derecha. La chica se pasó la mano libre por el largo cabello rubio que se tornó negro
al contacto con esta al tiempo que esbozaba una sonrisa pícara, como aquellas que
le solían dedicar las prostitutas en los burdeles. No, pensó de improviso, más bien
parecía la sonrisa de un loco.
La mujer se acercó dando sinuosas zancadas por encima del cuerpo del
custodio y pasó de largo cuando llegó hasta Pratt, que no podía moverse del sitio,
incapaz de reaccionar.
Se plantó delante del hermano Hanz, que se debatía con la tanza y le dedicó
otra amplia sonrisa al agonizante monje.
-Me has dado muchos problemas, sacerdote. Karl Van Heist os envía su más
sentido pésame. –le dijo con una voz como el arrullo de una madre. Asió la daga con
la hoja hacia abajo y asestó una puñalada al monje en el corazón que dejó de
moverse de inmediato.
Pratt notó como un grito surgía de su garganta, pero se cortó cuando la
mujer se adelantó con dos pasos rápidos y le estampó el canto de la mano en la
nuez.
-Contigo me voy a divertir un rato... –dijo la mujer, Pratt observó muerto de
miedo como los ojos azules de la asesina se volvían de un color morado brillante.
Entonces sí que deseó no haber entrado en la vida monástica.
A la mañana siguiente, con las primeras luces del alba, los custodios
encontraron el cuerpo del hermano Hanz clavado en las puertas de la Catedral, sólo
que en diferentes pedazos. Su cabeza, separada cincuenta centímetros por encima
del torso, se hallaba con la boca abierta y de esta asomaban flores de malva.
Varias horas más tarde se encontraron otros dos cadáveres, el de un
custodio y el del hermano Pratt que habían sido arrojados a un oscuro callejón cerca
de la calle de San Luster.