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CANCIÓN DE NAVIDAD

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Canción de Navidad

Charles Dickens

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CHARLES DICKENS

El fantasma de Marley

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CANCIÓN DE NAVIDAD

Facsímil de la página titular original

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CHARLES DICKENS

A Christmas CarolA Ghost Story of ChristmasCharles DickensIllustrations by John LeecheBook by Alexandria Library Incorporated

Los fantasmas de los usureros

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CANCIÓN DE NAVIDAD

ÍNDICE

ILUSTRACIÓN: El fantasma de Marley ..................2

ILUSTRACIÓN: Los fantasmas de los usureros ...........4

ILUSTRACIÓN: La fiesta del Señor Mr. Fezziwig ..6PREFACIO .....................................................7

ILUSTRACIÓN: Scrooge extinguel al primero de los tres espectros ..........................................................8PRIMERA ESTROFA .........................................9

EL FANTASMA DE MARLEY ............................10

ILUSTRACIÓN: El tercer visitante de Scrooge’s ........36

SEGUNDA ESTROFA .....................................37

EL PRIMERO DE LOS TRES ESPECTROS ..........38

ILUSTRACIÓN: Ignorancia y deseo .....................66

TERCERA ESTROFA .......................................67

EL SEGUNDO DE LOS TRES ESPECTROS .........65

ILUSTRACIÓN: El último de los tres espectros .......106

CUARTA ESTROFA ......................................107

EL ÚLTIMO DE LOS ESPECTROS ...................108

ILUSTRACIÓN: Scrooge y Bob Cratchit .............132

QUINTA ESTROFA .......................................133

FIN ...........................................................134

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CHARLES DICKENS

La fiesta del Señor Mr. Fezziwig

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CANCIÓN DE NAVIDAD

PREFACIO

Me he esforzado en este pequeño libro para levantar el fantasma de una Idea que no pondrá a mis lectores de mal humor consigo mismos, con otros, con la estación invernal ni conmigo. Entonces los fantasmas podrán frecuentar sus casas agradablemente y nadie deseará abandonarlas.

Su fi el Amigo y Sirviente,

C. D.Diciembre, 1843.

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Scrooge extingue al primero de los tres espectros

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CANCIÓN DE NAVIDAD

PRIMERA ESTROFA

EL FANTASMA DE MARLEY

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CHARLES DICKENS

Marley estaba muerto, dicho sea para empezar. Sobre esto no podía haber duda de ninguna clase. El registro de su defunción fue fi rmado por el capellán, el escribano, el director de la funeraria y el encargado del cementerio. Scrooge también lo fi rmó. Y el nombre de Scrooge era digno de crédito en cualquier documento en que se viera estampado.

El viejo Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta, como se dice vulgarmente.

¡Alto ahí! No quiero decir que sepa, por propia experiencia, que exista una muerte especial para el clavo de una puerta. Antes me inclinaría a creer que un clavo de ataúd es la pieza de ferretería más muerta que existe en el comercio. Pero la sabiduría de nuestros antecesores gustaba de los símiles y mis profanas manos no intervendrán en ello, ni el país lo haría. Por lo tanto, me permitiréis que repita enfáticamente que Marley estaba muerto como el clavo de una puerta.

¿Sabía Scrooge que Marley estaba muerto? Claro que sí. ¿Cómo podía ser de otra manera? Scrooge y él habían sido socios no sé cuántos años. Scrooge fue su único albacea testamentario, su solo administrador, su exclusivo benefi ciario a título universal, su íntimo amigo y el único que lo lloró. Y que no sólo se sintió sumamente afl igido por acontecimiento tan desgraciado, sino que dio pruebas de ser un excelente hombre de negocios el mismo día de su entierro, solemnizándolo con la conclusión de un negocio seguro.

El hecho de mencionar el entierro de Marley me obliga a retroceder al punto de partida. No había ninguna clase de duda de que Marley estaba muerto. Esto debe

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CANCIÓN DE NAVIDAD

quedar absolutamente sentado, pues de lo contrario nada maravilloso podría desprenderse de la historia que voy a relatar. Si no estuviésemos perfectamente convencidos de que el padre de Hamlet había muerto antes de que comenzara el drama, no hallaríamos nada excepcional en que aquél se diera un paseo, en medio de la tempestad, por su propia fortaleza, como no lo hubiera sido que cualquier otro caballero de mediana edad diera unas vueltas temerariamente, después de la caída de la noche, por un lugar azotado por el viento con el simple motivo de atemorizar la débil mente de su hijo.

Scrooge no borró nunca del negocio de ambos el nombre del viejo Marley. Allí estaba, años más tarde, sobre la puerta de la tienda: “Scrooge y Marley”. La sociedad era conocida así y algunas gentes nuevas en el negocio lo llamaban Scrooge y, a veces, Marley, pero él respondía indistintamente por ambos nombres. Para él, daba lo mismo.

¡Oh! ¡Pero era muy exigente e infl exible en el trabajo de cada día, el tal Scrooge! Estrujaba, retorcía, avasallaba, agarrotaba fuertemente a las personas con quienes trataba. Duro y áspero como un pedernal del que ningún acero había sacado nunca una llama generosa; reservado, introvertido y solitario como una ostra. Un frío interior helaba su viejo semblante, escarchaba su nariz puntiaguda, arrugaba sus mejillas, atiesaba su paso; enrojecía sus ojos, daba un tinte azul a sus delgados labios y le hacía hablar chirriante con una voz aguda. Había una canosa escarcha en su cabeza, en las cejas y en la rígida barbilla; helaba en su trastienda,

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CHARLES DICKENS

en los fríos días de invierno, y no se deshelaba ni un grado por Navidad.

El calor o el frío exterior tenían poca infl uencia en Scrooge. Ningún calor podía calentarlo, ni ningún tiempo invernal aterirlo. Ninguno de los vientos que soplaban era más cortante que él, ninguna nevada más tenaz en su propósito, ni lluvia torrencial menos dispuesta a la clemencia. El mal tiempo no podía nunca dominarlo. La lluvia más densa, y la nieve, y el granizo, y la nevisca, sólo podían jactarse de aventajarle en un solo aspecto: a menudo caían dulcemente y Scrooge, jamás.

Nadie le había detenido nunca en la calle para decirle, con alegría: “Mi querido Scrooge, ¿cómo anda el negocio? ¿Cuándo vendréis a verme?” Ningún pordiosero se le acercaba para pedirle una limosna, ningún niño se hubiera atrevido a preguntarle la hora, ningún hombre ni mujer, ni una vez en su vida, lo habían abordado para que les indicara el camino hacia tal o cual lugar. Hasta los perros de los ciegos parecían conocerle; y cuando lo veían acercarse, arrastraban a sus propietarios hacia portales o callejuelas, y entonces meneaban sus colas como si dijesen: “¡Que no te vea nadie es mejor a que te vea el diablo, amo que discurres en la sombra!”

Pero, a él, ¿qué podía importarle? Era precisamente lo que le gustaba: abrirse paso a través de los senderos de la vida, advirtiendo, a todo intento de expresión de simpatía humana, que debía guardar las distancias; y era por eso que quienes lo conocían consideraban a Scrooge como un estrafalario.

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CANCIÓN DE NAVIDAD

Érase una vez el mejor de todos los días del año, la víspera de Navidad... El viejo Scrooge estaba sentado, atareado, en su despacho. Hacía un tiempo frío y sombrío que se metía en los huesos, y además neblinoso, y podía oír cómo la gente circulaba de un lado a otro del patio exterior resollando, golpeándose los sobacos con las manos y dando patadas sobre las piedras del pavimento para calentarse los pies. Las campanas de la ciudad habían acabado de tocar las tres, pero ya estaba muy oscuro —durante todo el día había habido poca luz— y se veían velas encendidas en las ventanas de las ofi cinas vecinas, como manchas rojizas en el denso aire negruzco. La niebla se fi ltraba por cada grieta y cada cerradura, y era tan densa en el exterior, que, aunque el patio era estrechísimo, las casas de enfrente aparecían como desdibujados fantasmas. Viendo caer la neblina sucia que lo oscurecía todo, se hubiera creído que la naturaleza vivía muy cerca y se dedicaba a fabricar cerveza en gran escala.

La puerta del despacho de Scrooge estaba abierta para permitirle vigilar a su dependiente, quien a poca distancia, en un cuartucho oscuro, una especie de almacén, estaba copiando cartas. Scrooge tenía un pequeño fuego, pero el del dependiente era tan minúsculo, que parecía un residuo de brasa. Pero no podía poner más carbón porque Scrooge guardaba la caja del carbón en su propio cuarto, y con toda seguridad, si el dependiente hubiese entrado en el cuarto, el dueño le hubiera indicado que no tenía nada que hacer allí. Por lo cual prefería ponerse su bufanda blanca y procurar calentarse a la débil luz de una vela,

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CHARLES DICKENS

en cuyo esfuerzo, no tratándose de un hombre de gran imaginación, fracasaba.

—¡Felices Navidades, tío! ¡Que Dios os guarde! —gritó una voz alegre. Era la del sobrino de Scrooge, el cual se había introducido tan rápidamente en la casa, que estas voces eran la primera noticia de su presencia.

—¡Bah! —dijo Scrooge—. ¡Farsante!Se había acalorado tanto con su rápida carrera

a través de la niebla y la escarcha, que su fi gura resplandecía; su rostro aparecía sonrosado y hermoso, sus ojos centelleaban y su aliento humeaba.

—¿La Navidad una farsa, tío? —respondió el sobrino de Scrooge—. Seguro que no habéis querido decir eso.

—¡Claro que sí! —replicó Scrooge—. ¡Felices Navidades! ¿Qué derecho tienes tú a estar alegre? Eres demasiado pobre.

—¡Vaya, vaya! —repuso el sobrino jovialmente—. ¿Y qué derecho tenéis vos a sentiros desgraciado? ¿Qué razón para estar malhumorado? Sois bastante rico como para albergar sentimientos totalmente diferentes.

Scrooge, como que no tenía una respuesta a punto con que replicar en aquel momento dijo: “¡Bah!” otra vez y añadió simplemente: como un homenaje a la Navidad, y conservaré mi buen humor navideño hasta el fi nal. Por tanto, ¡felices Navidades, tío!

—Buenas tardes —respondió Scrooge.—¡Y próspero Año Nuevo!—¡Buenas tardes! —insistió Scrooge.A pesar de todo, su sobrino abandonó la casa

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CANCIÓN DE NAVIDAD

sin una sola palabra de enojo. Se detuvo en la puerta de entrada para desear felices fi estas al escribiente, quien, tan frío como estaba, todavía se sentía más cálido que Scrooge, puesto que devolvió el saludo cordialmente.

—Este es otro que tal anda —murmuró Scrooge, que le había oído por casualidad—; mi escribiente, con quince chelines semanales, una esposa y familia, hablando de felices Pascuas. ¡Prefi ero que me encierren en una casa de locos!

Este pobre necio, al despedir al sobrino de Scrooge, había hecho entrar a dos caballeros. Su porte era elegante, de buen ver, y entraron en el despacho de Scrooge quitándose los sombreros. En sus manos llevaban libros y papeles, y saludaron ceremoniosamente.

—Estamos en la casa “Scrooge y Marley”, por supuesto —dijo uno de los caballeros, refi riéndose a la lista que consultaba—. ¿Tengo el gusto de dirigirme al señor Scrooge o al señor Marley?

—El señor Marley hace siete años que falleció —replicó Scrooge—. Hace siete años, esta misma noche.

—No dudamos de que su liberalidad estará bien representada por su socio superviviente —dijo el caballero, mostrando sus credenciales.

¡Ni que decir tiene que estaba bien representada en este aspecto pues ambos eran espíritus gemelos! Al oír la ominosa palabra “liberalidad”, Scrooge, frunciendo el entrecejo, movió rápidamente la cabeza y devolvió los papeles que acababan de darle.

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—En estos festivos días de cada año, señor Scrooge —dijo el caballero, sacando una pluma—, es una costumbre inveterada y deseable que nos propongamos crear una pequeña provisión para los pobres y los abandonados, que tanto sufren en estos duros tiempos. Existen muchos miles que se encuentran faltos de lo más necesario; centenares de miles carecen de lo más elemental para subsistir, caballero.

—Pero ¿es que no hay prisiones?—Multitud de cárceles —dijo el caballero,

volviendo a guardar su pluma en el bolsillo.—Y los asilos sindicales, ¿continúan

funcionando? —preguntó Scrooge.—Efectivamente; no obstante —insistió el

caballero—, preferiría poder decir que han sido cerrados.

—El molino de disciplina y la ley de pobres, ¿están todavía en vigor, no es cierto?

—Ambos trabajan de lo lindo, señor.—¡Oh!, mucho temía, con lo que habéis dicho

en un principio, que algo hubiera ocurrido que interrumpiese su empleo —dijo Scrooge—. Me place que no sea así.

—Bajo la impresión de que ambas prácticas no dan a la multitud la necesaria tranquilidad de espíritu y el reposo físico que anhela todo cristiano —explicó de nuevo el caballero—, algunos de nosotros hemos emprendido la tarea de levantar un fondo para comprar a los pobres alimentos, bebidas y medios de calentarse. Hemos escogido estos días porque ofrecen una ocasión, como otras muchas, en que la necesidad se deja sentir

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más crudamente y la abundancia aumenta el regocijo. ¿Con cuánto os apunto?

—Con nada —replicó Scrooge.—¡Ah! ¿Deseáis guardar el anónimo?—Lo que deseo es que me dejéis solo —gruñó

Scrooge—. Puesto que me preguntáis qué es lo que deseo, he ahí mi respuesta: No me siento alegre en Navidad y no puedo permitirme alegrar a los holgazanes. Ya ayudo a sostener a los dos organismos que he mencionado... ya cuestan bastante; y aquellos que se encuentren en difi cultades deben ir allí.

—Pero muchos no pueden ir allí, y otros morirían si fuesen.

—Si muriesen —contestó Scrooge—, sería mejor para ellos, y disminuirían así el exceso de población. Por otra parte, excusadme, pero no estoy al corriente de estas cosas.

—Pero debéis conocerlas —observó el caballero.

—No son problemas que me incumban —insistió Scrooge—. Ya es sufi ciente, para un hombre, que conozca su negocio y no interfi era en los de los demás. Los míos me tienen ocupado constantemente. ¡Buenas tardes, señores!

Viendo con toda claridad que era inútil proseguir sus razonamientos, los caballeros se retiraron. Scrooge terminó sus trabajos con mejor opinión de sí mismo y un humor juguetón poco corriente en él.

Mientras tanto, la niebla y la oscuridad se hicieron tan densas, que la gente transitaba con resplandecientes hachones, prefi riéndolos a caminar

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CHARLES DICKENS

delante de los caballos de los coches para guiarlos en su camino. La antigua torre de una iglesia, cuya vieja y ronca campana estaba constantemente atisbando a Scrooge a través de una ventana gótica, se hizo invisible, pero continuaban sonando las horas y los cuartos entre la neblina, con trémulas vibraciones prolongadas, como si sus dientes rechinasen en su helada cabeza, allí, en las alturas. El frío se hizo intenso. En la calle mayor, en el rincón del patio, algunos obreros estaban reparando las conducciones de gas y habían encendido un gran fuego en un brasero alrededor del cual un grupo de hombres y niños harapientos se había reunido, calentándose las manos y pestañeando sus ojos con éxtasis ante las llamas. La boca de agua, que habían dejado sola, se derramaba con triste resentimiento y se convertía en misantrópicos carámbanos. La brillantez de las tiendas, donde ramitos de acebo y de hayas chispeaban al calor de las lámparas de los escaparates, daba un color rosado a las caras de los transeúntes cuando pasaban ante ellas. Los comercios de pollería y comestibles constituían un juego alegre, un espléndido espectáculo, ante el cual era casi imposible creer que actividades tan insípidas como los tratos de compra y venta tuviesen algo que ver con ello. El alcalde en la fortaleza de su magnífi co palacio, daba órdenes a sus cincuenta cocineros y mayordomos para que las Navidades fuesen tales como correspondían al hogar de un alcalde; e incluso el sastrecillo, que había sido multado con cinco chelines el lunes pasado por embriaguez y actos de crueldad en la calle, se ocupaba de revolver el budín de las

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próximas fi estas en su desván, mientras su fl aca mujer y su pequeñuelo salivaban a la calle para comprar la carne.

¡La neblina era cada vez más espesa y helada! Un frío punzante, agudo, penetraba hasta los huesos. Si el bueno de San Dunstan hubiese mordido la nariz del diablo con un poco de aquel tiempo inclemente, en vez de servirse de sus armas familiares, a buen seguro se hubiera regocijado con tan despiadada ocurrencia. Un hombre con nariz corta, mordida y roída por el frío como los perros roen los huesos, se había detenido ante la puerta de Scrooge para obsequiarle con un villancico; pero, a los primeros sonidos de

¡Que Dios les premie, señores, con gozo y les libre de penas!

Scrooge tomó una regla con tal energía de movimientos, que el cantante huyó aterrorizado, dejando abierta la puerta al paso de la niebla y su inherente escarcha.

Al fi n llegó la hora de cerrar el despacho. De mala gana, Scrooge bajó de su escabel y, tácitamente, admitió el hecho de la festividad ante el expectante dependiente retirado en el almacén, quien al instante sopló la vela y se puso el sombrero.

—Supongo que mañana querrás disponer de todo el día —le dijo Scrooge.

—Es lo más corriente, señor.—Ni es corriente —replicó Scrooge—, ni está

bien. Si yo te quitara media corona por tu día de fi esta, considerarías que abuso de ti. ¿Me equivoco?

El escribiente sonrió levemente.

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—Y, en cambio —continuó Scrooge—, no crees abusar de mí cuando recibes un día de paga por no hacer nada.

El dependiente le hizo observar que era sólo una vez al año.

—Una pobre excusa para desplumar el bolsillo de un ciudadano cada veinticinco de diciembre —exclamó Scrooge, abotonándose el abrigo hasta la barbilla—. Supongo que querrás todo el día, ¡claro! Procura estar aquí tan pronto como puedas, a la mañana siguiente.

El dependiente prometió que así lo haría y Scrooge salió refunfuñando. El despacho quedó cerrado en un instante, y el escribiente, con los largos extremos de su bufanda de lana saliéndole por debajo de la chaqueta (porque no llevaba abrigo), se fue a dar una vuelta por Cornhill, al fi n de una callejuela donde jugaban unos muchachos, en honor a que era la víspera de Navidad, y luego volvió a casa por Camden Town tan apresuradamente como pudo, para poder jugar a la gallina ciega.

Scrooge comió su melancólica cena en su acostumbrada melancólica taberna y, una vez que hubo leído todos los periódicos y engañado el resto de la noche con su libreta de cuentas, se marchó a la cama. Habitaba las habitaciones que antaño habían pertenecido a su difunto socio, las cuales constituían una lúgubre serie de salas y formaban una imponente mole construida sobre un patio. Estaba esta vivienda tan abandonada, que únicamente podía creerse que había sido habitada cuando era una casa nueva; y parecía estar jugando al escondite con los otros edifi cios y

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haber olvidado el camino de salida. Había llegado a ser lo sufi ciente vieja y triste para que nadie viviera en ella, excepto Scrooge, y por ello el resto de las habitaciones se habían destinado a despachos. El patio estaba tan oscuro, que hasta Scrooge, que conocía una a una todas las piedras, se veía obligado a tentarlas con las manos. La niebla y la escarcha se habían pegado de tal manera a la vieja y negruzca entrada de la casa, que parecía que los espíritus del tiempo se habían quedado en el umbral, sumidos en una lúgubre meditación.

Fuera de esto, nada había allí de particular, excepto que el llamador de la puerta era muy grande. También hay que puntualizar que Scrooge lo había visto en aquel mismo sitio, día y noche, durante todo el tiempo que residió en aquel lugar; y hay que añadir que Scrooge le tenía tan poca afi ción como cualquier otro hombre de la ciudad de Londres, incluyendo —lo que resulta ser un concepto atrevido— el Ayuntamiento, los concejales y los maceros. Téngase presente que Scrooge no había destinado ningún pensamiento más a Marley desde aquella tarde, hacía ahora siete años, en que dedicó a su difunto asociado el último homenaje. Y, a pesar de ello, que me explique quien pueda, si alguien puede, cómo es que Scrooge, teniendo su llave en la cerradura de la puerta, vio en la aldaba, sin que mediara ningún proceso de mutación, no a la aldaba, sino al propio rostro de Marley.

El rostro de Marley. No se hallaba envuelto en una sombra impenetrable, como los demás objetos de la callejuela, sino que lo cubría una luz lúgubre, como una langosta mala en un sótano tenebroso. Su

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expresión no era enojada ni furiosa, sino que miraba a Scrooge como Marley acostumbraba a hacerlo en vida: con unas gafas fantasmales montadas sobre su frente espectral. El cabello se movía curiosamente, como si lo agitara un aliento o aire caliente; y, aunque sus ojos estaban abiertos por completo, permanecían inmóviles. Esto y su color lívido le daban un aspecto horrible; pero su horror parecía imponerse a pesar de su cara y más allá de su control, más que formando parte de su propia expresión.

Pero cuando Scrooge miraba fi jamente tal fenómeno, volvía a aparecerle la aldaba.

Si dijésemos que no se sentía sobrecogido, o que su sangre no estaba oprimida por una terrible sensación que no había experimentado desde la infancia, sería mentir. Pero puso su mano sobre la llave que había soltado, le dio la vuelta con fi rmeza, entró en la casa y encendió su vela.

Se quedó parado, en un momento de indecisión, antes de cerrar la puerta; y miró cautelosamente ante sí como si medio esperase verse aterrorizado por la visión de la coleta de Marley asomando por la parte trasera de la puerta de entrada. Pero no había nada detrás de ella, a excepción de los clavos y tornillos que sostenían el picaporte. De manera que exclamó: “¡Bah! ¡Bah!” y la cerró de un golpe.

El ruido resonó por la casa como un trueno. Cada una de las habitaciones de arriba y cada bóveda de las bodegas del comerciante de vinos de abajo, parecían poseer un juego de ecos separados. Scrooge no era hombre que se dejara atemorizar por los ecos.

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Apretó la puerta, avanzó a través del zaguán y subió por la escalera; esto sí, despacio; despabilando la vela a medida que avanzaba.

Podéis imaginaros vagamente que tenéis que conducir una carroza de seis caballos subiendo por un tramo de escalones, o capear una reciente ley del Parlamento; pero yo quiero solamente hablaros de subir por dicha escalera a un coche fúnebre tomándolo con precaución, es decir, poniendo la lanza cerca de la pared y la portezuela hacia las balaustradas; y hubierais podido efectuarlo fácilmente. Había sufi ciente anchura para ello, y espacio sobrante; lo que constituía quizás la razón de que Scrooge creyera que veía una carroza fúnebre avanzando ante él hacia las tinieblas. Ni media docena de lámparas de gas en la calle hubieran bastado para iluminar bien el vestíbulo, de manera que podéis suponer que, con la sola vela de sebo de Scrooge, éste estaba totalmente a oscuras.

Scrooge siguió adelante sin importarle un pepino la situación. La oscuridad es barata, y a Scrooge le gustaba esta circunstancia. Pero cerró la pesada puerta y se dio un paseo por sus habitaciones para cerciorarse de que todo estaba en orden. Tenía sufi cientes razones para hacerlo.

El cuarto de estar, el dormitorio, el trastero... Todos cuantos había para inspeccionar. Nadie bajo la mesa; nadie debajo del sofá; un pequeño hogar en su parrilla; la jarra y una jofaina estaban a punto, y la pequeña cacerola de avenate (Scrooge sufría de un resfriado de cabeza), en la repisa de la chimenea. Nadie debajo de la cama; nadie en la alacena; nada dentro de

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CHARLES DICKENS

la bata, que estaba colgada en una sospechosa actitud contra la pared. Un trastero, como es costumbre. Un guarda-fuego, viejos zapatos, dos cestos para pescado, una palangana sobre tres pies y un hurgón para el fuego.

Muy satisfecho, cerró la puerta y se encerró por dentro dando doble vuelta a la llave, lo que no era costumbre en él. Así se sentía a cubierto de sorpresas. Se quitó la corbata, se puso la bata, las zapatillas y el gorro de noche, y se acomodó ante el fuego para tomar su avenate.

Se trataba de un fuego más bien escaso, que no llegaba a calentar en una noche tan cruda.

Se vio obligado a sentarse muy cerca del hogar, casi como si lo encorvara, antes de poder extraer la mínima sensación de calor de tal puñado de combustible. La chimenea era muy vieja, construida por algún comerciante holandés hacía muchísimo tiempo, y estaba pavimentada con curiosas baldosas holandesas, adornadas con dibujos de escenas bíblicas. Había Caínes y Abeles, hijas de Faraón, reinas de Saba, mensajeros celestes descendiendo por los aires sobre nubes como colchones de plumas, Abrahames, Baltasares, apóstoles haciéndose a la mar en barcas... en fi n, centenares de fi guras puestas allí para hacerlo pensar; y, aun así, el rostro de Marley, muerto hacía siete años y aparecido como la varita del antiguo profeta, desvaneció todo lo demás. Si cada baldosa hubiese estado en blanco en un principio, con el poder de imprimir en su superfi cie algún dibujo aprovechando fragmentos separados de sus pensamientos, en cada una de ellas hubiera habido

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una copia de la cabeza de Marley.—¡Pura farsa! —se dijo Scrooge, y comenzó a

pasearse por la habitación.Después de varias vueltas, se volvió a sentar. Al

inclinar la cabeza en el respaldo del sillón, su mirada se detuvo en una campana, una campana en desuso que pendía en la sala y comunicaba, con algún propósito olvidado, con otra habitación, en la primitiva estructura del edifi cio. Fue con gran sorpresa y un pavor terrible, inexplicable, que, al mirarla, vio que la campana empezaba a balancearse. Se movió tan suavemente al principio, que casi no producía ningún ruido; pero de pronto repicó fuertemente, y lo mismo hicieron todas las campanas de la casa.

Esto pudo durar medio minuto, o un minuto, pero pareció una hora. Las campanas cesaron tal como habían empezado, juntas. Fueron seguidas de un ruido metálico en las profundidades del caserón, como si alguna persona estuviera arrastrando una pesada cadena sobre los toneles de la bodega del comerciante en vinos. Scrooge recordó entonces haber oído decir que los fantasmas, en las casas encantadas, manifestaban su presencia arrastrando cadenas.

La puerta de la bodega se abrió de repente con estruendo, y luego oyó un ruido mucho mayor en las plantas inferiores, que empezó a subir por las escaleras y se dirigió directamente hacia su puerta.

—¡La farsa continúa todavía! —se dijo Scrooge—. No puedo creer en ello.

No obstante, su rostro palideció cuando, sin ninguna pausa, el ruido atravesó la pesada puerta

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y penetró en la habitación ante sus ojos. Al penetrar en ella, la moribunda llama dio un salto, como si exclamase: “¡Lo conozco; es el espectro de Marley!”, y languideció de nuevo.

La misma cara, idéntica. Marley, con la coleta de su peluca, su acostumbrado chaleco, su calzón ceñido, de malla, y sus botas; las hilachas de las borlas de éstas se erizaban, como las de su coleta, y las de los faldones de su vestido, y el pelo de su cabeza. La cadena que arrastraba estaba atada en su mitad. Era larga y enrollada a su cuerpo como una cola; y estaba hecha (pues Scrooge la observó de cerca) de cajas metálicas, llaves, candados, libros mayores, escrituras y pesadas bolsas forjadas de acero. Su cuerpo era transparente, de manera que

Scrooge, al observarlo, mirándolo a través de su chaleco, podía ver los dos botones de la espalda de su traje.

Scrooge había oído decir a menudo que Marley no tenía entrañas, pero nunca, hasta entonces, lo había creído.

No, no lo creía ni aun entonces. Aunque miraba al fantasma una y otra vez, y lo veía de pie ante él, aunque sufría la infl uencia escalofriante de la frialdad mortal de sus ojos y distinguía hasta el tejido de su pañuelo, doblado en torno a la cabeza y la barbilla, envoltura que no había advertido antes, todavía se sentía incrédulo y luchaba con sus propios sentidos.

—.Cómo? —dijo Scrooge, cáustico e inmutable como siempre—. ¿Qué queréis de mí?

—¡Mucho!

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Era la voz de Marley, sin duda alguna.— ¿Quién sois?—Preguntadme mejor quién era.—Bien, pues decidme quién erais —exclamó

Scrooge, levantando la voz—. Sois bastante quisquilloso para una sombra.

Iba a decir: “para ser una sombra”, pero omitió el verbo, por considerarlo más apropiado.

—En vida era vuestro asociado, Jacob Marley.—¿Podéis... podéis sentaros? —preguntó

Scrooge, mirándole dudoso.—Puedo.—Entonces, hacedlo.Scrooge formuló la pregunta porque no sabía

si un fantasma tan transparente se encontraba en situación de tomar asiento, y suponía que, si no podía hacerlo, provocaría la necesidad de una explicación enojosa. Pero el espectro se sentó en el lado opuesto de la chimenea como si estuviera muy acostumbrado a hacerlo.

—¿No creéis en mí? —observó el fantasma.—No —respondió Scrooge.—¿Qué evidencia queréis tener de mi realidad,

además de la que os dan vuestros sentidos?— No sé —le contestó Scrooge.—¿Por qué dudáis de vuestros sentidos?—Porque —dijo Scrooge— cualquier cosa los

afecta. Un ligero desorden en el estómago infl uye en ellos. Vos mismo podéis ser un trozo de buey indigestado, un poco de mostaza, una miga de queso, un pedazo de patata a medio asar. ¡Hay más salsa que

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sepultura en vos, quienquiera que seáis!Scrooge no estaba acostumbrado a decir chistes;

por lo tanto, en lo profundo de su corazón no se sentía nunca chistoso. La verdad era que ahora procuraba ser agudo como una manera de distraer su propia atención y reprimir su terror, porque la voz del espectro perturbaba hasta la misma médula de sus huesos.

Sentarse y mirar fi jamente aquellos ojos helados e inmóviles, en silencio por un momento, sería tratarlo, al menos así lo creía Scrooge, con las mismas artes diabólicas. Había notado algo muy impresionante, también, en el hecho de que el espectro se presentaba rodeado de una atmósfera infernal que lo envolvía. Scrooge podía no creer en ella, pero era indudable que estaba allí, ante él; porque aunque el fantasma estaba sentado perfectamente inmóvil, sus cabellos, los faldones e hilachas de sus vestidos continuaban agitados como por el vapor caliente de un horno.

—¿Veis este mondadientes? —dijo Scrooge, volviendo a la carga al instante, por la razón que acaba de manifestarse, y deseando, aunque fuera sólo por un segundo, apartar de sí la visión pétrea de aquella mirada helada.

—Lo veo —replicó el fantasma.—No lo estáis mirando —añadió Scrooge.—Sin embargo, lo veo —dijo el espectro.—Bien; pues, si quisiese hacerlo —insistió

Scrooge—, no tendría más que tragarme eso y por el resto de mis días me vería perseguido por una legión de duendecillos, todos ellos de mi propia creación. ¡Es una farsa, os lo digo yo, una mera farsa!

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En aquel momento el espíritu exhaló un grito espantoso y movió la cadena con un ruido tan lúgubre y aterrador, que Scrooge tuvo que sujetarse con fuerza a la silla para no caer desmayado. Pero mayor fue aun su horror cuando el fantasma quitóse la venda que rodeaba su cabeza, como si fuera demasiado calurosa para llevarla puertas adentro, y Scrooge vio que su mandíbula inferior caía sobre su pecho.

Scrooge se dejó caer de rodillas con las manos sobre el rostro.

—¡Piedad! —gimió—. Terrible aparición, ¿por qué me estáis torturando?

—Hombre de mente terrenal —replicó el espectro—, ¿creéis en mí o no?

—Sí, creo —confesó Scrooge—. Debo hacerlo. Pero ¿cómo ocurre eso de que los espíritus se paseen por la tierra y vengan a mí?

—Es obligatorio, para cada hombre —replicó el fantasma—, que el espíritu que hay en él pueda pasearse entre los demás hombres y viajar mucho y lejos, y si este espíritu no sale en vida, está condenado a hacerlo después de la muerte. Está condenado a vagar por el mundo, ¡ay de mí!, y testimoniar lo que no puede compartir, pero hubiera podido compartir en la tierra y participar en la felicidad.

Nuevamente el espectro lanzó un gemido y removió sus cadenas, retorciendo sus fantasmales manos.

—Estáis encadenado —dijo Scrooge, temblando—. ¡Decidme por qué!

—Llevo las cadenas que me forjé en vida

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—replicó el fantasma—, eslabón a eslabón, yarda a yarda las ajusté según mi propia voluntad y por mi voluntad las llevo ahora. ¿Os choca su modelo?

Scrooge temblaba más y más.—¿O conocéis —prosiguió el fantasma— el

peso y la longitud de la fuerte cadena que lleváis vos mismo? Era tan pesada y larga como ésta, hace siete vísperas de Navidad. Desde entonces, ¡cuánto habéis trabajado en ella! Es una cadena fuerte y maciza.

Scrooge miró a su alrededor, por el suelo, en espera de encontrarse rodeado de cincuenta o sesenta fantasmas de cable de hierro, pero no pudo ver nada.

—Jacob —dijo, implorante—, mi buen Jacob, ¡habladme más! ¡Habladme para animarme, Jacob!

—No tengo nada que proporcionaros —replicó el espectro—. Y lo que podría viene de otros mundos, Ebenezer Scrooge, y es distribuido por otros ministros a otras clases de hombres. Tampoco puedo deciros lo que querría. Un poquito más, sólo un poquito, me está permitido. No puedo detenerme, no puedo descansar, no puedo demorarme en ninguna parte. Mi espíritu nunca fue más allá de nuestra tienda. ¡Oíd lo que digo! En vida, mi espíritu no vagó nunca más allá de los estrechos límites del cuchitril donde trabajábamos; y largos y agotadores días se extendían ante mí.

Era costumbre en Scrooge, cuando estaba preocupado, poner las manos en los bolsillos de sus pantalones. Refl exionando sobre cuanto había dicho el fantasma, esto es lo que hizo entonces, pero sin levantar los ojos ni levantarse.

—Os habéis demorado mucho en manifestaros,

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Jacob —hizo observar Scrooge en un tono comercial, si bien con humildad y deferencia.

—¡Demorado! —repitió el fantasma.—Siete años muerto —musitó Scrooge—. ¡Y

viajando todo el tiempo!—Todo el tiempo —confi rmó el fantasma—.

Sin descanso, sin sosiego. Bajo la incesante tortura del remordimiento.

—¿Viajabais a prisa? —preguntó Scrooge.—En las alas del viento —respondió el

espectro.—Debéis de haber atravesado una gran extensión

de tierras, en siete años —dijo Scrooge.El fantasma, al oír esto, exhaló otro gemido e hizo

sonar sus cadenas tan espantosamente en el silencio de muerte de la noche, que habría estado justifi cado que el guarda callejero le hubiese impuesto una multa por alboroto.

—¡Oh!, cautivo, sujeto, doblemente aherrojado —gritó el fantasma—, sin tener ni idea de que se han necesitado siglos del incesante trabajo de seres inmortales que han pasado por este mundo hacia la eternidad, antes de que lo bueno de aquella labor fuese susceptible de ser desarrollado totalmente. Sin saber que todo espíritu cristiano, trabajando buenamente en su pequeña órbita, cualquiera que sea, puede encontrar su vida mortal demasiado corta al relacionarla con los grandes medios de acción de que dispone. Ignorando que ningún remordimiento, por intenso que sea, puede reparar el daño que se causa malgastando las propias oportunidades. ¡Pues así he sido yo! ¡Tal era yo!

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—Pero siempre fuisteis un buen comerciante, Jacob —balbuceó Scrooge, que comenzaba a aplicarse a sí mismo cuanto le estaba diciendo el fantasma.

—¿De qué comercio habláis? —gritó el espectro, retorciéndose las manos de nuevo—. La humanidad era mi negocio; el bienestar común era mi negocio; la caridad, la misericordia, la paciencia y la benevolencia eran, todas ellas, mi negocio. ¡Los tratos, en mi comercio, no eran más que una gota de agua en el inmenso océano de mi negocio!

Levantó un buen trozo de la cadena como si ella fuese la causa de todo su inútil pesar, y luego lo arrojó pesadamente al suelo de nuevo.

—En esta época de cada año —explicó el espectro—, sufro más. ¿Por qué anduve yo, a través de las multitudes de mis semejantes, con los ojos vueltos hacia abajo, sin levantarlos nunca a la sagrada estrella que conduce a los hombres de buena voluntad hacia una humilde morada? ¿Es que no existían hogares pobres a los que me podía haber dirigido aquella divina luz?

Scrooge se sentía consternado al oír al espectro continuar de este modo, y comenzó a temblar sobremanera.

—¡Escuchadme! —le gritó el fantasma—. El tiempo de que dispongo está a punto de terminar.

—Sí, os escucho —dijo Scrooge—. ¡Pero no seáis conmigo demasiado duro! No me habléis con rodeos, Jacob. ¡Os lo ruego!

—De qué manera ha sido posible que aparezca ahora ante vos y podáis verme, cuando he estado

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invisible a vuestro lado muchos, muchísimos días, no sabría decíroslo.

No era una idea agradable. Scrooge se estremeció y limpió el sudor que corría por su frente.

—No existe en mi penitencia ninguna parte agradable —prosiguió el fantasma—. Me hallo aquí esta noche para avisaros que tenéis todavía una oportunidad y una esperanza de escapar a esta suerte mía. Una oportunidad y una esperanza de lograrlo, Ebenezer.

—Siempre habéis sido un buen amigo mío —dijo Scrooge—. ¡Muchas gracias!

—Estáis perseguido por tres Espíritus —resumió el espectro.

La turbación de Scrooge fue tan grande como había sido la del fantasma.

—¿Son éstas la oportunidad y la esperanza que me habéis ofrecido, Jacob? —le preguntó con voz vacilante.

—Éstas son.—Pues... pues no me gustan nada —comentó

Scrooge.—Sin sus visitas —explicó el fantasma—, no

podréis ahorraros el camino que yo he debido recorrer. Esperad la primera visita mañana, cuando la campana dé la una.

—¿No puedo recibirla ahora y acabar de una vez, Jacob? —insinuó Scrooge.

—Esperad la segunda visita en la noche siguiente a la misma hora. La tercera, en la noche inmediata, cuando la última campanada de las doce haya acabado

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de vibrar. No penséis ya más en mí, y sí en vuestro provecho, en cuanto ha pasado entre nosotros.

Cuando hubo terminado estas palabras, el espíritu tomó su envoltura de encima de la mesa, con la que se cubrió la cabeza como antes la llevaba. Scrooge lo notó por el sonido agudo que hicieron sus dientes, cuando sus quijadas fueron unidas de nuevo por la venda. Se atrevió a levantar los ojos otra vez y halló a su sobrenatural visitante ante él en una actitud rígida, con la cadena dando vueltas en su brazo y a su alrededor. La aparición retrocedía ante él y, a cada uno de sus pasos, el balcón se abría un poco, de manera que, cuando el espectro tuvo que atravesarlo, estaba abierto de par en par.

Hizo señas a Scrooge para que se le acercara, lo que al instante hizo. Cuando se encontraron a dos pasos el uno del otro, el fantasma de Marley levantó su mano para prohibirle que se le acercara más. Scrooge se detuvo. No tanto por obediencia, como por miedo y sorpresa: porque al levantar la mano se hizo sensible en el aire un ruido confuso como de lamentos inexpresados y arrepentimiento. El espectro, después de haberlos escuchado por un momento, se unió al fúnebre cántico y fl otó, desapareciendo en la noche sombría y oscura.

Scrooge se precipitó al balcón, desesperado en su curiosidad, y miró afuera. El aire estaba lleno de fantasmas que corrían de una parte a otra apresuradamente, sin descanso y gimiendo mientras se movían. Cada uno de ellos arrastraba cadenas como las del fantasma de Marley; algunos de ellos (debían

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de ser gobiernos culpables) estaban atados unos a otros; ninguno estaba libre. Varios de ellos habían sido en vida conocidos por Scrooge personalmente. En particular, había tenido amistad íntima con un viejo fantasma, de blanco abrigo, con una monstruosa caja de caudales de hierro atada en el tobillo, que gritaba lastimosamente porque sentíase incapaz de socorrer a una mujer harapienta, con un niño en brazos, que estaba sentada en el escalón de una puerta. La amargura de todos ellos consistía, claro está, en que hubieran querido intervenir, para bien, en los asuntos humanos pero habían perdido la facultad de hacerlo.

No hubiera podido decir si aquellos seres se habían desvanecido en la niebla o si ésta los acogió cariñosamente. Pero ellos y sus voces fantasmales desaparecieron, y la noche continuó con el mismo aspecto que tenía cuando llegó a su casa Scrooge cerró la ventana y examinó la puerta por la cual había entrado el fantasma. Estaba cerrada con doble llave, tal como él mismo la había cerrado con sus propias manos, y el cerrojo permanecía igual. Iba a pronunciar la frase: “¡Una farsa!”, pero se detuvo a la primera sílaba. Y, fuese por la emoción que había sufrido, o por las fatigas del día, o por la ojeada lanzada al mundo invisible, o por la lúgubre conversación con el fantasma, o por lo avanzado de la hora, el caso es que sintió necesidad de reposo; así que se acostó sin desnudarse y cayó al instante en un profundo sueño.

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El tercer visitante de Scrooge

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SEGUNDA ESTROFA

EL PRIMERO DE LOS TRES ESPECTROS

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Cuando Scrooge se despertó estaba tan oscuro todavía, que apenas pudo distinguir la ventana transparente de las paredes opacas de la habitación. Estaba preocupado en penetrar las tinieblas con sus ojos hurones, cuando las campanadas de una iglesia cercana dieron los cuatro cuartos. Luego oyó la hora.

Con gran sorpresa suya, la pesada campana hizo sonar las seis, y luego las siete, y siguió de siete a ocho, y normalmente hasta las doce; entonces se detuvo. ¡Las doce! Eran pasadas las dos cuando se fue a la cama. El reloj estaba descompuesto. Un carámbano debía haber caído en su mecanismo. ¡Las doce!

Pulsó el resorte de su repetidor para comprobar aquel absurdo reloj. Su pequeño y rápido pulso dio las doce y se detuvo.

“¡Vaya!, no es posible —se dijo Scrooge— que haya dormido durante un día entero y entrada la noche siguiente. ¡No es posible que le haya ocurrido algo al sol y ahora sean las doce del mediodía!”

Como sus propios razonamientos comenzaban a alarmarle, saltó de la cama y anduvo a tientas hacia la ventana. Se vio obligado a restregar la escarcha con la manga de su bata antes de poder ver algo, y lo que pudo ver no fue mucho. Todo cuanto dedujo es que todavía estaba la atmósfera muy neblinosa y extremadamente fría, y que no se oía ningún rumor de gente que transitara por la calle e hiciese gran bullicio, como indudablemente hubiera sucedido si la noche hubiese vencido al brillante día, tomando posesión del mundo. Esto era un gran alivio, porque la fórmula “a tres días vista de esta primera de cambio pagará al

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señor Ebenezer Scrooge o a su orden”, etc., se habría transformado en un simple valor bursátil y le hubiesen faltado estos días.

Scrooge se volvió a meter en la cama y pensó, pensó y pensó una y otra vez, y de nuevo, y no pudo, a la postre, sacar nada en claro. Cuanto más pensaba, más perplejo se sentía; y cuanto más se esforzaba en no pensar, más y más pensaba.

El fantasma de Marley lo había molestado muchísimo. Cada vez que decidía en su mente, después de madura refl exión, que todo ello no había sido más que un sueño, aparecía de nuevo la pesadilla como un fuerte resorte que volvía a su primera posición y le prestaba el mismo problema para ser examinado otra vez: ¿había sido un sueño, o no?

Scrooge se quedó en este estado hasta que el carillón tocó tres cuartos más, y en aquel momento recordó súbitamente que el fantasma le había anunciado una visita. Se dispuso a permanecer despierto hasta que hubiese pasado la hora; y, considerando que volver a dormirse era tan imposible como ir al cielo, ésta era quizás la mejor resolución que podía tomar.

El cuarto de hora fue tan largo, que más de una vez se le ocurrió que quizá había caído inconscientemente en un sueño ligero y se había distraído del reloj. Al fi n se dejó sentir, en su atento oído: “¡Din, dan!” “Ha pasado un cuarto”, se dijo Scrooge, contando. “¡Din, dan!” “Media hora ha pasado”, pensó Scrooge. “¡Din, dan!” “Falta un cuarto de hora”, refl exionó Scrooge. “¡Din, dan!”

—¡La hora, la una —exclamó Scrooge, triunfalmente—, y no pasa nada más!

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Lo dijo antes de que la campana diese la hora, y cuando lo hizo fue la una más profunda, hueca, triste y melancólica que jamás se haya oído. Una claridad se hizo en la habitación por un instante y las cortinas de la cama se corrieron.

Las cortinas de la cama fueron movidas a un lado, os lo digo yo, por una mano. No las cortinas de sus pies, ni las de un lado, sino las que estaban delante de él, frente a su cara. Las cortinas se apartaron y Scrooge, empezando a ponerse en una actitud medio reclinada, se encontró cara a cara con el visitante espectral que las separaba: tan cercano a él como yo lo estoy en este momento de vosotros, y yo os tengo, espiritualmente, al alcance de la mano.

Era una fi gura extraña —como un niño, aunque no muy semejante a un niño, sino mejor a un anciano visto por algún médium que le daba la apariencia de haber retrocedido a las proporciones de un muchacho. Sus cabellos, que colgaban en torno al cuello y más abajo hasta la espalda, eran blancos como debidos a la edad; y, sin embargo, el rostro no tenía ni una arruga, y la más tierna lozanía brillaba en su piel. Los brazos eran muy largos y musculosos igual que las manos, como si su asimiento fuese de una fuerza excepcional. Llevaba las piernas y los pies, que estaban muy delicadamente formados, como los miembros superiores, al descubierto. Vestía una túnica de la más nítida blancura, y su cintura estaba ceñida por un refulgente cinturón de gran belleza. Llevaba en la mano una rama de acebo fresco, y, como una singular contradicción con este invernal emblema, su vestido se

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adornaba de fl ores estivales. Pero lo más extraño de todo ello era que de la corona de su cabeza emergía un rayo de luz brillante, iluminando todo su atavío; y le daba indudablemente la ocasión de utilizar, en sus momentos de melancolía, un gran matacandelas que en aquel instante sostenía bajo el brazo.

Tampoco esto, sin embargo, cuando Scrooge lo miraba atentamente, correspondía a su extraña condición. Porque,

dado que su cinturón resplandecía y centelleaba unas veces a un lado y otras a otro, y como lo que estaba iluminado un instante aparecía oscuro en otro, la fi gura entera, más que precisa, era fl uctuante, pareciendo a veces una cosa con un brazo, ahora con una pierna, luego con veinte piernas, ahora un par de piernas sin cabeza, y luego una cabeza sin cuerpo, de cuyas partes separadas no se veían los contornos por la lobreguez con que estaban mezcladas; y lo más extraño de toda aquella visión era que en cualquier momento todo volvía a tomar una apariencia, clara y precisa, como antes la había tenido.

—-¿Sois vos acaso el espíritu cuya visita se me ha anunciado, señor?

—-Yo soy.La voz era suave y apacible. Singularmente

baja, como si, en vez de estar cerca, se hallase a cierta distancia. —¡Quién sois y qué sois? —preguntó Scrooge. —Soy el fantasma de las Navidades pasadas.

—¿Pasadas desde hace tiempo? —inquirió Scrooge, observando su diminuta estatura.

—No. Las de vuestro pasado.

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Quizás Scrooge no hubiera dicho a nadie por qué, si alguien se lo hubiese preguntado, pero tenía un especial deseo de ver al espectro tocado con su gorro, por lo que le rogó que se cubriera.

—¡Cómo! —exclamó el fantasma—, ¿vais a querer apagar tan pronto la luz que irradio? ¿No os basta ser uno de aquellos cuyas pasiones han hecho este gorro y me obligan a través de una serie de años a que me lo ponga metido hasta la ceja?

Scrooge se defendió de toda intención de ofender o de haber “calado” voluntariamente ningún gorro al espectro en ningún período de su vida. Entonces se tomó la libertad de preguntarle qué clase de asunto lo llevaba allí.

—Vuestro bienestar —respondió el fantasma. Scrooge expresó su agradecimiento, pero no pudo evitar el pensamiento que una noche de descanso ininterrumpido hubiera conducido mucho mejor a este fi n. El espíritu debió de darse cuenta de lo que estaba pensando, porque le dijo inmediatamente:

—¡Y ahora venís con reclamaciones! ¡Id con cuidado! Extendió su fuerte mano mientras hablaba y le agarró el brazo suavemente.

—¡Levantaos y venid conmigo!Hubiera sido en vano que Scrooge protestara de

que la rudeza del tiempo y la hora no eran las más a propósito para actividades pedestres, de que la cama estaba caliente y el termómetro muy por debajo de cero, de que estaba vestido más que ligeramente con sus zapatillas, su bata y su gorro de dormir, y de que sufría un serio resfriado en aquellos momentos. El

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apretón, aunque suave como si fuese de una mano de mujer, no era para resistirlo. Se levantó, pero, viendo que el fantasma se dirigía ya a la ventana, recogió su ropa, suplicante.

—Soy un mortal —refunfuñó Scrooge—, y estoy sujeto a la caída.

—Pasa, aunque sea un instante, mi mano por ahí —dijo el espectro, poniéndosela sobre el corazón— y te sentirás sostenido en tus acciones.

Mientras estas palabras se pronunciaban, pasaron a través de la pared y salieron a un camino rural, con campos a cada lado. La ciudad se había desvanecido por completo. Ni un vestigio de ella podía apreciarse en ninguna parte. La oscuridad y la niebla habían desaparecido con ella, porque se gozaba de un día claro, frío, con nieve sobre la tierra.

—¡Santo cielo! —exclamó Scrooge, restregándose las manos y mirando a su alrededor—. Yo me crié en este lugar. Era un chico cuando vivía aquí.

El fantasma lo miró dulcemente. Su toque suave, aunque había sido ligero e instantáneo, estaba todavía presente en los sentimientos del anciano. Se daba cuenta de que miles de olores fl otaban en el aire, relacionado cada uno de ellos con miles de pensamientos, y esperanzas, y alegrías, y cuidados, por mucho, mucho tiempo olvidados.

—Vuestro labio está temblando —dijo el fantasma—. ¿Y qué es eso que tenéis en la mejilla?

Scrooge murmuró, con un tono atractivo en su voz, que era un grano y rogó al espectro que lo llevara a donde quisiera.

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—¿Reconocéis este camino? —inquirió el fantasma.

—¡Si lo reconozco! —gritó Scrooge, con fervor—. Podría pasearme por él a ciegas.

—¡Qué raro que lo hayáis olvidado tantos años! —observó el espectro—. ¡Sigamos adelante!

Pasearon a lo largo del camino y Scrooge reconoció cada puerta, cada poste, cada árbol; hasta que una pequeña ciudad de provincia apareció a cierta distancia, con su puente, su iglesia y su río tortuoso. Algunos caballitos peludos trotaban hacia ellos montados por chiquillos que llamaban a otros muchachos que iban en calesas rurales y carretas conducidas por campesinos. Todos aquellos chicos estaban de buen humor y se llamaban y gritaban unos a otros, de tal manera que los vastos campos se llenaban de tan alegres músicas, que el aire refrescante se reía al oírlas.

—Estas no son más que las sombras de escenas que han sido —dijo el fantasma—. No tienen conocimiento de nuestra presencia.

Los alegres transeúntes se iban acercando y, a medida que se cruzaban con ellos, Scrooge los reconocía y nombraba. ¡Se sentía regocijado más allá de todos los límites al verlos! ¡Cómo centelleaban sus fríos ojos! ¡Y cómo saltaba su corazón al verlos pasar! ¿Por qué se sentía lleno de satisfacción cuando los oía desearse unos a otros felices Pascuas, cuando se separaban en las encrucijadas y los senderos para dirigirse a sus hogares? ¿Qué signifi caban para Scrooge las felices Pascuas? ¡A paseo con las felices Pascuas! ¿Con qué le habían benefi ciado?

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—La escuela no está totalmente desierta -dijo el fantasma—: ha quedado un solo niño, olvidado por sus amigos.

Scrooge dijo que lo conocía. Y se puso a sollozar.

Dejaron la carretera, por un caminillo estrecho bien recordado por Scrooge, y pronto se acercaron a una mansión de deslucidos ladrillos rojos, con una pequeña cúpula coronada por una veleta en el tejado de la que pendía una campana. Era un edifi cio espacioso, pero con diversa fortuna; por un lado, la parte dedicada a dependencias era poco utilizada, y las paredes estaban húmedas y musgosas, las ventanas rotas y las puertas medio podridas. Varias aves cloqueaban y se pavoneaban en los establos; las cocheras y los cobertizos estaban invadidos por la hierba. Nadie se había preocupado de conservar el edifi cio principal en su antiguo estado, pues, al entrar en el triste vestíbulo y mirando a través de las puertas abiertas de varias habitaciones, se veía que estaban pobremente amuebladas, frías e inhóspitas. Un olor a tierra y una fría desnudez dominaban aquel interior, lo que indicaba mucha preocupación por levantarse a la luz de la vela y poca por la comida.

El fantasma y Scrooge atravesaron el vestíbulo y se dirigieron a una puerta en la parte posterior de la casa. La abrieron ante ellos y descubrieron una larga, desnuda y melancólica habitación que daba la impresión de mayor desnudez todavía debido a las líneas de un feo mobiliario comercial compuesto de bancos y pupitres. En uno de éstos, un muchacho

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solitario estaba leyendo a la débil luz de un hogar, y Scrooge se sentó en un banco, llorando, al verse a sí mismo tal como había sido antaño.

No había en el caserón ni un solo chillido, ni el rascar de ratones detrás del artesonado, ni ningún goteo del canalón que se deshelaba en el abandonado huerto posterior, ni un aliento entre las ramas sin hojas de un álamo poco animoso, ni la perezosa oscilación de la puerta de un vacío almacén; no, ni un solo chasquido en el fuego, sin embargo, aquel ambiente se abatía sobre el corazón de Scrooge con una suave infl uencia y proporcionaba libre acceso a sus lágrimas. El espectro le tocó el brazo y le señaló a su ser tal como era en su juventud, atento a la lectura. Súbitamente, un hombre vestido de un modo extraño y maravillosamente real, y que impresionaba al mirar, se puso frente a la ventana; llevaba un hacha colgada de su cinturón y conducía por la brida a un asno cargado de leña.

—¡Toma! Es Alí Babá —exclamó Scrooge, en éxtasis— ¡Es el bueno y querido Alí Babá! Sí, sí; lo conozco. Una vez, por Navidad, cuando a aquel solitario muchacho lo dejaron aquí solo, vino por primera vez, así vestido exactamente. ¡Pobre muchacho! Y Valentine —añadió Scrooge—, y su travieso hermano, Orson. ¡Allí se fueron! Y ¿cuál es el nombre de aquel que dejaron en calzoncillos, mientras estaba durmiendo, en la puerta de Damasco? ¡No lo miréis! Y el lacayo del Sultán, vuelto al revés por los Genios; aquí está, responsable de todo. Servidle bien. Estoy contento de él. ¡Qué trabajo tuvo para casarse con una princesa!

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Oír a Scrooge empleando toda la seriedad de su carácter en tales temas, con una voz extraordinaria, entre la risa y el llanto, y ver su expresiva y excitada cara, hubiera sido una sorpresa para sus amigos de negocios de la ciudad.

—Aquí está el loro —lloriqueó Scrooge—. Cuerpo verde y cola amarilla, con una cosa como una lechuga creciéndole en lo alto de la cabeza. ¡Aquí le tenéis! “Pobre Robinson Crusoe”, le llamaba, cuando volvía a casa después de haber navegado alrededor de la isla. “¡Pobre Robinson Crusoe! ¿Dónde has estado, Robinson Crusoe?” El hombre pensó que estaba soñando, pero no era cierto. Era el loro, ¿sabéis? Allí llegó también Viernes, corriendo a la pequeña ensenada para salvar su vida. ¡Hola! ¡Eh! ¡Hola!

Entonces, con una rapidez de transición muy extraña para su carácter normal, dijo, en un sentimiento de piedad hacia sí mismo:

“¡Pobre muchacho!”, y lloró de nuevo.”—Yo querría... —musitó Scrooge, poniendo

su mano en el bolsillo, mirando a su alrededor y secándose los ojos con la manga—, pero es demasiado tarde ahora.

—¿Qué os pasa? —preguntó el espectro.—Nada —respondió Scrooge—, nada. Había un

muchacho cantando un villancico en mi puerta, ayer por la noche. Me gustaría haberle dado algo. Esto es todo.

El fantasma sonrió pensativo, moviendo la mano, mientras decía:

—Veamos otras Navidades.

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El primitivo ser de Scrooge creció de talla al ser pronunciadas estas palabras y la habitación se volvió un poco más oscura y más sucia. Los artesonados se encogieron, las ventanas crujieron; fragmentos de escayola cayeron del techo, dejando ver los envigados desnudos; pero cómo se había realizado todo ello, Scrooge no lo sabía mejor que vos. Él sólo sabía que todo se había desarrollado muy correctamente, que todo había sucedido así, que él estaba allí, solo otra vez, cuando todos los demás chicos se habían ido a sus hogares para celebrar las gozosas fi estas.

Ahora no estaba leyendo, sino paseándose arriba y abajo con desesperación. Scrooge buscó al fantasma y, con un lúgubre movimiento de cabeza, miró ansiosamente hacia la puerta.

Ésta se abrió, y una niña, mucho más joven que el chico, se precipitó adentro y, rodeándole el cuello con sus brazos y besándole repetidamente, se dirigió a él llamándole. “Querido, querido hermano.”

—He venido para llevarte a casa, querido hermano —dijo la niña, batiendo palmas con sus diminutas manos e inclinándose al reír—. ¡Para llevarte a casa, a casa, a casa!

—¿A casa, pequeña Fan? —repitió él interrogativo.

—Sí —dijo la muchacha, con el mayor regocijo—. De una vez para siempre. A casa, para siempre, para siempre. Padre está mucho más amable que de costumbre, y por esto nuestro hogar es como un cielo. Me habló tan dulcemente una tranquila noche, que no me dio miedo preguntarle una vez más si podías volver

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a casa; y contestó que sí, que podías; me ha mandado en un coche para llevarte. Y has de comportarte como todo un hombre —siguió la niña, abriendo sus ojos—, y no volverás nunca aquí; pero primero vamos a pasar juntos todas las Navidades y disfrutar las horas más alegres del mundo.

—¡Eres toda una mujer, pequeña Fan! —exclamó el muchacho.

Ella dio una palmada y se rió, intentando acariciar la cabeza de su hermano; pero, como era demasiado pequeña para ello, rió de nuevo y se alzó sobre la punta de los pies para abrazarle. Y entonces comenzó a empujarle, con su infantil ardor, hacia la puerta; él, no demasiado convencido, la acompañaba.

Una voz terrible se dejó oír en el vestíbulo, gritando:

“¡Deja la caja del señor Scrooge ahí!”, y en la entrada apareció el mismo maestro de escuela, con un feroz aire protector, y lo sumió en un espantoso estado de ánimo para osar estrecharle la mano. Entonces los condujo, a él y a su hermana, al interior de la sala más fría que jamás se había visto, donde los mapas en la pared, y los globos celestes y terrestres, en las ventanas, estaban cerosos por el frío. Ahí sacó una garrafa de un vino curiosamente claro y un pedazo de un pastel curiosamente compacto, y distribuyó esas golosinas que gustan a la gente menuda; al mismo tiempo, ordenaba a un sirviente delgaducho que ofreciese un vaso de “algo” al postillón, quien contestó que daba las gracias al señor, pero, si era de la misma clase que había probado antes, más bien prefería no repetir.

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El equipaje del señor Scrooge había sido, durante este tiempo, colocado y atado en lo alto de la calesa y los muchachos se despidieron de buena gana del maestro de la escuela; y, subiendo al carruaje, rodaron gozosamente por el sendero del jardín, mientras las veloces ruedas arrancaban la escarcha y la nieve de aquella hojarasca oscura, como si fuesen espuma.

—Siempre fue una criatura delicada, a quien un suspiro ha. avergonzado —dijo el fantasma—. Pero tenía un gran corazón.

—Sí lo tenía —lloriqueó Scrooge—. Tenéis razón. No lo puedo negar, espectro. ¡Dios me libre!

— Murió siendo toda una mujer —explicó el fantasma— y tuvo hijos, creo yo.

—Un hijo —aclaró Scrooge.—¡Cierto! —asintió el fantasma—. ¡Vuestro

sobrino! Scrooge pareció sentirse incómodo y respondió brevemente:

—Sí.Aunque hacía sólo un instante que habían

dejado la escuela tras de ellos, se encontraban ya en los barrios más concurridos de la ciudad, donde imprecisos transeúntes pasaban y volvían a pasar, donde vagos carruajes y carros luchaban por avanzar, y donde se agitaba el barullo y el tumulto de una ciudad real. Era evidente, por los adornos que lucían las tiendas y los edifi cios, que allí también estaban otra vez en Navidad, pero era por la noche, y las calles aparecían profusamente iluminadas.

El fantasma se detuvo ante la puerta de un almacén y preguntó a Scrooge si lo conocía.

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—¡Sí, lo conozco! —dijo Scrooge—. ¡Como que es ahí donde hice mi aprendizaje!

Entraron. En cuanto vio a un anciano caballero tocado con una peluca galesa, sentado en un pupitre tan alto que, si hubiese tenido dos pulgadas más, habría dado con la cabeza en el techo, Scrooge gritó con gran excitación:

—¡Cómo! ¡Si es el viejo Fezziwig! ¡Que Dios le bendiga! Es el propio Fezziwig, vivo otra vez.

El viejo Fezziwig dejó a un lado su pluma y miró el reloj, que marcaba las siete. Se frotó las manos, se ajustó su chaqueta, demasiado holgada, soltó una estrepitosa carcajada y exclamó con una voz jovial, gruesa, untuosa, afable:

—¡Venid aquí! ¡Ebenezer! ¡Dick!El Scrooge de los primeros años, ahora ya

transformado en un jovencito, entró alegremente, acompañado de su camarada aprendiz.

—¡Dick Wilkins, claro está! —dijo Scrooge al espectro—. ¡Que Dios me bendiga, vaya si lo es! Me tenía mucho cariño. Y yo también lo quería. ¡Pobre Dick! ¡Pobrecito!

—¡Oíd, muchachos! —dijo Fezziwig—. Basta de trabajar por esta noche. ¡Es la víspera de Navidad, Dick! ¡Navidad. Ebenezer! Cerremos las puertas —gritó el viejo Fezziwig, dando una palmada— antes de que nos vengan a importunar.

¡No podéis formaros una idea del entusiasmo con que los dos camaradas se dispusieron a cumplimentar la indicación del dueño! Salieron a la calle cargados con las puertas —una, dos, tres—, las pusieron en su lugar

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—cuatro, cinco, seis—, las fi jaron con barra y tornillos —siete, ocho, nueve— y volvieron a entrar antes de que pudierais contar hasta doce, jadeantes como caballos de carreras.

—¡Ea! —gritó el viejo Fezziwig, saltando del alto taburete con prodigiosa agilidad—. ¡Quitad estorbos de delante, muchachos, para que podamos disponer de buen espacio! ¡Ea, Dick! ¡Al ataque, Ebenezer!

¡Quitar estorbos! No había nada que no quisieran hacer, o que no pudieran hacer, si el viejo Fezziwig estaba mirando. Todo fue hecho en una exhalación. Todo cuanto podía ser trasladado, lo fue como si ya no tuviera que utilizarse jamás; el suelo fue barrido y fregado, las lámparas adornadas, se añadió cantidad de combustible al fuego, y el almacén quedó tan bien arreglado, caliente, seco y brillante como una sala de fi estas, tal como hubierais querido encontrarlo en una noche de invierno.

Llegó un violinista con sus cuadernos de música y se fue a sentar ante el alto pupitre, del que se sirvió como si fuese un facistol, y comenzó a afi nar el violín como si sintiera cien atroces dolores de estómago. Llegó la señora Fezziwig con su espléndida sonrisa. También llegaron las tres señoritas Fezziwig, sonrientes y encantadoras. Llegaron sus seis galanteadores, a quienes habían destrozado los correspondientes corazones. Llegaron los jóvenes, hombres y mujeres, empleados en el negocio. Llegó la asistenta acompañada por su primo, el panadero. Llegó el cocinero con el amigo personal de su hermano, el lechero. Llegó el mozo de la tienda de enfrente, de quien se chismeaba que el amo le daba

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poco de comer, y que procuraba esconderse detrás de la chica de la puerta, no la de al lado, sino la siguiente, que mostraba sin lugar a dudas que su ama le había tirado de las orejas. Todos entraron, todos, unos después de otros, tímidos o decididos, algunos garbosos y otros torpes, empujando unos y siendo empujados los de más allá; en fi n, entraban de cualquier manera y como podían. Todos ellos empezaron, a la vez, la danza, y veinte parejas, a un tiempo, se lanzaron, con las manos unidas, formando un círculo, a dar media vuelta a la izquierda y luego al lado opuesto, avanzando medio cuerpo y retrocediendo después, poniéndose casi en cuclillas y levantándose en seguida otra vez, para empezar a dar vueltas y a reunirse a un mismo tiempo en amorosas parejas. Como que las parejas mayores siempre equivocaban el paso o giraban en sentido contrario, la nueva pareja principal procuraba volver a componer la danza, sin poder lograrlo, hasta que la cadena se rompió y nadie pudo ya recomponerla. Cuando llegaron a este punto de la danza, el buen Fezziwig, dando una palmada para detenerla, gritó: “¡Lo habéis hecho muy bien!” y el violinista metió su rostro acalorado dentro de un recipiente preparado al efecto. Pero, una vez se hubo refrescado y reposado un poco, reanudó al momento su trabajo, aunque todavía no había parejas en el centro de la sala, como si el otro violinista hubiese sido llevado a su domicilio exhausto sobre un fuste de postigo y él, reaparecido, fuese un fl amante individuo decidido a triunfar sobre el anterior de forma nunca vista, o perecer.

Hubo más bailes y juegos de prendas y otras danzas, dulces y un refresco a base de una bebida

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compuesta de vino, agua, azúcar y especias, y un gran pedazo de carne asada, fría, y un buen trozo de carne hervida fría también. Había picadillo de carne con frutas y abundancia de cerveza. Pero la gran sensación de la velada tuvo lugar después del asado y la carne hervida, cuando el violinista (un redomado tunante y consumado artista, podéis creerlo, de esa clase de hombres que saben su obligación mejor de lo que vos o yo podríamos enseñarle) atacó la romanza de “Sir Roger de Coverley”. Entonces el viejo Fezziwig salió a bailar con la señora Fezziwig en calidad de parejas principales, con una pieza difícil escogida especialmente para ellos, y veintitrés o veinticuatro parejas más con las cuales no era posible andarse con chiquitas, pues eran gentes que querían bailar y no tenían noción ni de las fi guras más conocidas.

Pero, aunque esas parejas escogidas hubieran sido el doble, o cuatro veces más, el buen Fezziwig no se hubiera dejado dominar por ellas, y lo mismo hubiera ocurrido con la señora Fezziwig.

En cuanto a ella, era el ejemplo vivo de la excelente compañera, en cualquier sentido de la palabra. Si esto no es un elogio completo, absoluto, sugeridme otro, que lo utilizaré gustoso. Una nueva ligereza pareció electrizar las pantorrillas de Fezziwig. Brillaban en cada fi gura del baile con fulgencias estelares. No hubierais podido predecir, en un momento dado, qué espléndida fi gura sucedería a la que acababan de dibujar, y cuando el bueno de Fezziwig y la señora Fezziwig hubieron bordado todos sus pasos y fi guras, avanzando y retrocediendo, extendiendo las dos manos a su pareja,

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haciendo un saludo y una reverencia, marcando una voltereta, enhebrada de aguja y paso adelante, y volvieron a su sitio, Fezziwig remató tanto primor, con un brío tan refi nado, que pareció como si sus piernas parpadearan, y se quedó fi rmemente quieto sin la menor vacilación.

Cuando el reloj dio las once, aquel baile familiar se disolvió. El señor Fezziwig y la señora Fezziwig se colocaron en su lugar de ceremonia, uno a cada lado de la puerta, y dieron la mano a los invitados personalmente a medida que se despedían, deseando a cada uno felices Pascuas. Cuando todos se hubieron retirado, a excepción de los dos aprendices, hicieron lo mismo con ellos dos, y así fueron apagándose las voces, y los muchachos fueron a acostarse en sus camas que estaban situadas debajo de un mostrador en la trastienda.

Durante todo este tiempo, Scrooge había actuado como un hombre fuera de sí. Su corazón y su mente estaban representados en la escena, pero con su antigua alma. Se acordaba de todo, confi rmaba hasta el menor detalle, disfrutaba de aquellos recuerdos y dejaba traslucir la más extraña agitación.

No fue hasta entonces, al girarse hacia ellos los brillantes rostros de su propio yo y de Dick, cuando volvió a acordarse del fantasma y recobró la conciencia de que estaba contemplándose a sí mismo y que la luz encima de su cabeza lo iluminaba todo claramente.

—Bien poquita cosa —dijo el fantasma—, para poner a esas necias gentes tan exaltadas de gratitud.

—¡Poquita cosa! —repitió Scrooge, como un eco.

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El espectro le hizo una señal para que escuchara a los dos aprendices, cuyos corazones exultaban a borbotones alabanzas a Fezziwig; y cuando Scrooge lo hubo hecho, dijo él:

—¡Qué! ¿Tienen razón, acaso? Han gastado sólo unas pocas libras de vuestra moneda mortal; tres o cuatro, quizás, Gy es esto tan gran cosa como para merecer este elogio desproporcionado?

—No es eso —respondió Scrooge, indignado por la observación y hablando inconscientemente como si lo hiciera, no su ser presente, sino el antiguo—. No; no es eso, espíritu. El dinero tiene el poder de hacernos felices o desgraciados, hacer que nuestro trabajo sea ligero o pesado, un placer o un fastidio. Podéis decir que su poder reside en palabras y miradas, en cosas tan ligeras e insignifi cantes, que es imposible reunirlas para contarlas. Pero eso, ¿qué importa? La felicidad que otorga es tan grande como si costara una gran fortuna.

Sintió fi ja en sí la mirada del espectro y calló. —¿Qué os sucede? —preguntó el fantasma.

—Nada de particular —le contestó Scrooge.—¡Me parece que algo os pasa! —insistió el

espectro. —¡No! —repitió Scrooge—. No; sólo que me agradaría poder decirle una o dos palabras a mi dependiente ahora mismo. Esto es todo.

Su antiguo ser apagó las lámparas en cuanto manifestó este deseo, y Scrooge y el espectro volvieron a encontrarse juntos, uno al otro, al aire libre.

—Mi tiempo se está terminando —observó el fantasma— ¡la prisa!

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Esto no iba dirigido a Scrooge o a alguien que él pudiese ver, pero se produjo un efecto inmediato, porque Scrooge se vio a sí mismo en aquel momento. Aparentaba más edad, era ya un hombre en la fl or de la vida. Su rostro no mostraba aún los rasgos rígidos y crueles de los últimos años, pero ya empezaban a aparecer las señales de avaricia y preocupación. Tenía una mirada ardiente, codiciosa, intranquila, que delataba la pasión que había enraizado en sus ojos y hacia qué lado caería la sombra del árbol que estaba ya creciendo rozagante.

No estaba solo, sino sentado al lado de una deliciosa joven vestida de luto en cuyo rostro brillaban unas lágrimas a la luz que despedía el fantasma de las Navidades pasadas.—Poco importa —decía ella suavemente—. Para vos, muy poco. Otro ídolo me desplazó; y si puede animaros y confortaros en los tiempos futuros, como yo hubiera intentado hacer, no tengo motivo válido para sentirme afl igida.

—¿Qué ídolo os ha desplazado? —preguntó Scrooge. —Uno de oro.

—¡Esta es la constante y principal preocupación del mundo! —dijo él—. Con nada se es tan duro como con la pobreza, y nada se condena con tanta severidad como el afán de riquezas.

—Teméis demasiado al mundo —contestó ella, gentilmente—. El resto de vuestras esperanzas se ha fundido en el deseo de que no se os pueda hacer ese sórdido reproche. He contemplado cómo caían una a una vuestras nobles aspiraciones, hasta que la pasión cumbre, la ganancia, os absorbió. ¿No es eso cierto?

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—Bien, ¿y qué si así fuese? —replicó con viveza—.

Os duele que me haya vuelto tan juicioso y sensato. ¿Qué queréis, entonces? Yo no he cambiado con respecto a vos. —Ella movió la cabeza—. ¿He cambiado yo acaso?

—Nuestro contrato es viejo ya. Fue convenido cuando ambos éramos pobres y estábamos resignados a ello; incluso, en buenas temporadas, pudimos mejorar de posición por medio de nuestro paciente trabajo. Vos cambiasteis. Cuando lo convenimos, erais otro hombre.

—Era un muchacho —dijo él, impaciente.—Vuestros propios sentimientos os dicen que

no erais lo que ahora sois —insistió ella—. Yo sí soy la misma. Lo que prometimos que sería felicidad cuando nuestros corazones no eran más que uno solo, se ha convertido en miseria ahora que somos dos. No puedo ni decir cuán a menudo y cuán profundamente he pensado en esto. Basta que haya pensado en ello y os haya dado la libertad.

—¿Acaso traté realmente alguna vez de recobrar esa libertad?

—¿Con palabras? ¡No, nunca!— ¿De qué manera, pues?—Cambiando de modo de ser, volviéndoos

diferente, creando alrededor vuestro otro ambiente de vida, imponiéndoos otra esperanza como ingente meta en todo cuanto daba, a vuestros ojos, valor y riqueza a mi amor. Si éste no hubiera existido nunca entre nosotros —prosiguió la joven, mirándole suavemente,

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pero con tesón—, decidme: ¿hubierais ahora intentado convencerme para que os amara? ¡Oh, no!

Parecía que él rendía justicia a esta suposición, a pesar de sí mismo. Pero dijo, como si demostrara una gran violencia:

—No pensáis lo que decís.—¿Creéis que no querría poder pensar de otra

manera? ¡Ah, si pudiera hacerlo! —contestó ella—. ¡Dios lo sabe! Cuando yo he llegado a comprender una verdad como ésta, estoy convencida de lo fuerte e irresistible que debe ser. Pero, si os encontrarais libre hoy, mañana o ayer, ¿cómo podría creer que escogeríais a una muchacha sin dote, vos que en vuestras confi dencias habéis confesado que todo lo apreciáis según la ganancia que os rinde? O, aunque la escogierais, por azar, en un momento en que os mostrarais tan infi el con el principio que rige vuestras acciones como para hacer tal cosa, ¿es que puedo dudar un instante de qué arrepentimiento y pesar seguirían a vuestra decisión? No puedo dudar de ello, y por esto os devuelvo la libertad. Con todo mi corazón, en recuerdo del amor que una vez fuisteis para mí.

Scrooge se disponía a hablar, pero ella, con la mirada fi ja en él, continuó:

—Podéis sentir, y os aseguro que el recuerdo de lo que pasó casi me inclina a esperar que así sea, podéis sentir pena, cierta pena, por todo esto. Pero dejemos transcurrir algún tiempo, muy poco, y veréis cómo este recuerdo se desvanece, con satisfacción por vuestra parte, como si de un sueño improductivo se tratara, del cual estuvierais contento de haber despertado. ¡Dios

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quiera que, por lo menos, encontréis la felicidad en ese camino que habéis escogido!

Ella se apartó de él, y se separaron.—¡Espectro —exclamó Scrooge—, no me

mostréis nada más! Conducidme a casa. ¿Por qué gozáis torturándome?

—¡Sólo una visión más! —replicó el fantasma.—¡No, no, nada más! —gritó casi Scrooge—.

Nada más.; no quiero verla. ¡No me mostréis nada más!

Pero el irreductible fantasma le sujetó ambos brazos y lo obligó a que mirase lo que iba a suceder.

Se encontraban en otro ambiente y lugar; una habitación ni demasiado espaciosa ni bonita, pero sí llena de comodidades. Cerca del fuego de la chimenea estaba sentada una bella muchacha, tan parecida a la última con la que había hablado Scrooge, que éste pensó que se trataba de la misma persona, hasta que la vio mejor, y entonces, la reconoció, en efecto, bajo la apariencia de una mujer madura, sentada frente a su hija. El bullicio, en aquella estancia, era tremendo, porque había allí más niños de los que a

Scrooge, en su agitado estado mental, le era posible contar; y, al revés de lo que sucedía con la banda del célebre poema, no eran cuarenta niños que se conducían como si fueran uno solo, sino que cada muchacho se comportaba como si fueran cuarenta.

La consecuencia era un barullo estruendoso más allá de toda imaginación, pero nadie allí parecía darse cuenta de ello; al contrario, la madre y la hija reían de todo corazón y gozaban sinceramente del espectáculo;

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tanto, que la última empezó pronto a mezclarse en los juegos y se vio zarandeada por los jóvenes bandidos más atrevidos, sin ningún miramiento. ¿Qué es lo que no hubiéramos dado por ser uno de ellos? Aunque jamás me hubiera atrevido a emplear modales tan zafi os. ¡Oh, no; eso no! Por ninguna de las riquezas del mundo hubiera osado embrollar y destrenzar aquel precioso cabello; y, en cuanto a su hermoso zapatito, no me hubiera atrevido, fi que ¡Dios me bendiga!, arrancarlo de su lindo pie ni para salvar mi vida. Y, por lo que respecta a tomar la medida de su cintura por simple retozo, como hacían ellos, audaces y descarados cachorros, yo no hubiera podido hacerlo nunca: me hubiera retenido el temor de que mi brazo creciese encorvado como justo castigo, sin jamás poder enderezarse. Y, además, yo mismo hubiera sentido un placer muy grande al poder rozar sus labios, al preguntarle cualquier bagatela con la sola intención de verlos entreabiertos; hubiera contemplado las pestañas de sus ojos abatidos sin provocar ni el más ligero sonrojo; y dejando que ondulasen las ondas sueltas de sus cabellos, una pulgada de los cuales hubieran sido para mí de un valor inapreciable; en fi n, me hubiera gustado, lo confi eso, gozar de la más leve de las libertades que se consienten a un niño, pero sintiéndome a la vez hombre para apreciar su valor.

Pero en aquel instante se oyó un golpe en la puerta que promovió de pronto el amontonamiento, hacia la entrada, de un alborozado grupo que arrastraba a la joven, la cual, riendo y con el vestido magullado, llegó en el instante preciso para recibir al padre, que venía

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acompañado de un hombre cargado de regalos y juguetes de Navidad. Luego, ¡qué griterío, qué forcejeo! ¡Y qué embestida se proyectó sobre el indefenso portador! El pobre hombre fue escalado, con la ayuda de sillas, para meterle las manos en los bolsillos, y lo despojaron de sus paquetes de papel oscuro. Se colgaban con fuerza de su corbata, abrazándolo alrededor del cuello, aporreándolo por la espalda y dándole puntapiés en las piernas con incontenible entusiasmo. ¡Con qué exclamaciones de admiración y alegría fue recibido el desenvolvimiento de cada paquete! ¡El terrible anuncio de que un rapazuelo había sido sorprendido en el momento de ponerse la sartén de una muñeca en la boca, y de que se tenían más que sospechas respecto a que se había tragado un pavo de guardarropía, pegado a una fuente de madera, consternó a la multitud! ¡Qué inmenso alivio al saberse que todo ello había sido una falsa alarma! ¡Alegría, gratitud, éxtasis!... ¡Todo igualmente indescriptible! Baste decir que, por grupos, los muchachos y sus emociones salieron de la sala y, por la escalera, subieron hasta el piso alto de la casa, donde se acostaron, y así se calmaron al fi n.

Y entonces Scrooge observó con mayor atención que nunca, cuando el señor de la casa, teniendo a su hija reclinada amorosamente sobre él, permaneció sentado con ella y la madre en su sitio en el hogar; y cuando pensó que una criatura así, tan plena de gracia y dotada de promesas, hubiera podido llamarle padre y ser como una primavera en la preocupada estación invernal de su vida, su mirada ciertamente se oscureció.

—Belle —dijo el esposo, volviéndose hacia ella

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con una sonrisa—, he visto a un viejo amigo vuestro esta tarde.

—¿Quién era?—¡Adivinadlo!—¿Cómo queréis que lo adivine? ¡Bah! Pero... ¿a

que sí? —añadió, con el mismo aliento y riendo con la misma risa—: el señor Scrooge.

—El mismo, exactamente. Yo pasaba por delante de la ventana de su ofi cina, que no estaba cerrada, y ardía una vela en el interior, pero apenas pude distinguirlo. Oíle decir que su socio estaba a punto de morir, y allí permanecía él, solo, sentado ante una mesa. Completamente solo en el mundo, creo yo.

—¡Espíritu! —exclamó Scrooge, con voz entrecortada por la emoción—. ¡Sacadme de aquí!

—Ya os he repetido que todo esto no son más que sombras de lo que ya ha sucedido —le contestó el fantasma—. De que se os aparezcan tal como fueron, yo no soy responsable.

—¡Sacadme de aquí! —repitió Scrooge—. ¡No lo puedo soportar!

Se volvió hacia el fantasma y, viendo que éste lo miraba con una cara en que, de manera extraña, se refl ejaban fragmentos de todos los rostros que le había mostrado, se puso a luchar con él.

—¡Dejadme! ¡Volvedme a donde estaba! ¡No me impongáis esta pesadilla por más tiempo!

En la lucha —si puede llamarse lucha, pues el fantasma, sin ninguna resistencia por su parte, permanecía imperturbable ante cualquier esfuerzo que hiciese su adversario—, Scrooge observó la brillante

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luz que irradiaba de la cabeza de aquél, y, relacionando confusamente esto con la infl uencia del espectro sobre él, tomó su gorro de dormir y, con un rápido gesto, se lo hundió en la cabeza, utilizándolo como apagaluz.

El espectro se sometió de tal modo a la fuerza de Scrooge, que el gorro le cubrió totalmente el rostro; pero, aunque Scrooge lo apretaba con todas sus fuerzas, no podía neutralizar la luz que salía por debajo del gorro, en un incontenible chorro, hacia el suelo.

Tuvo conciencia de estar exhausto y de que cedía a una modorra irresistible; además, dio se cuenta de que se encontraba en su propia habitación. Estrujó su gorro a modo de despedida, con lo que su mano se relajó, y apenas tuvo tiempo de caer, tambaleándose, sobre la cama antes de sumirse en un pesado sueño.

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Ignorancia y deseo

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TERCERA ESTROFA

EL SEGUNDO DE LOS TRES ESPECTROS

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Despertado en la mitad de un ronquido prodigiosamente retumbante y sentado en la cama para reunir sus pensamientos, Scrooge no necesitó que le advirtieran que la campana estaba otra vez a punto de dar la una. Había vuelto a recuperar la conciencia en el momento adecuado para dedicarse al especial propósito de sostener una conferencia con el segundo mensajero que recibiría por mediación de Jacob Marley. Pero, observando que se sentía inconfortablemente frío, comenzó a preguntarse detrás de cuál de las cortinas aparecería el nuevo espectro, las colocó todas a un lado con sus propias manos y, echándose de nuevo sobre la cama, dio una rápida y escrutadora mirada alrededor de ella. Quería enfrentarse con el espectro en el momento preciso de su aparición, pues no deseaba que lo tomara por sorpresa y lo pusiera nervioso.

Los caballeros de carácter libre y despreocupado, que se enorgullecen de servir lo mismo para un fregado que para un barrido, habitualmente alardean de ser capaces de ejecutar cualquier acción, desde jugar a la cara o cruz hasta cometer un asesinato, a pesar de que entre ambos extremos opuestos quepa, sin duda alguna, una gama bastante extensa de objetivos. Sin llegar a incluir a Scrooge en esta tan osada manera de ser, no me importa haceros notar que estaba preparado para acoger con serenidad las más absurdas apariciones y que nada, desde un niño hasta un rinoceronte, lograría asustarlo en demasía.

Ahora bien, estando preparado para toda contingencia, no lo estaba en realidad para nada, y, por consiguiente, cuando la campana dio la una y no

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apareció sombra alguna, se sintió dominado por un violento temblor. Cinco minutos, diez minutos, un cuarto de hora transcurrieron sin que nada sucediera. Durante todo este tiempo, Scrooge estuvo tendido en la cama, verdadero núcleo y centro de un resplandor de luz intensa que se desparramó a su alrededor cuando el reloj dio la hora; y que, por ser sólo una luz, era más alarmante que una docena de fantasmas, ya que él no se veía con fuerzas sufi cientes para oponerse a lo que el fantasma pudiese hacer, ni sabía qué fi nalidad tenía aquello; de manera que en algún momento llegó a sentir la aprensión de que quizás era sólo un caso interesante de combustión espontánea, sin tener el consuelo de saberlo con seguridad. No obstante, por fi n pensó —como vos y yo mismo hubiéramos hecho ya en un principio, porque es siempre la persona que no se encuentra en el trance apurado la que sabe lo que se debe hacer para solventarlo, y sin lugar a dudas lo hace—, por fi n pensó que el origen y el secreto de aquella luz fantasmagórica podían estar en la habitación contigua, desde donde parecía brillar realmente. Esta idea se apoderó por completo de su imaginación, por lo que se levantó de pronto y se calzó aturrulladamente las zapatillas mientras se dirigía a la puerta.

En el momento en que la mano de Scrooge se puso en el asidero de la puerta, una voz extraña lo llamó por su nombre y le ordenó que entrara. Él obedeció.

Era su propia habitación. De esto no cabía duda alguna. Pero había experimentado una sorprendente transformación. Las paredes y el techo estaban tan cubiertos de verdes ramas, que daban la impresión de un

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perfecto bosquecillo, en el que por todas partes relucían brillantes y diminutos puntos. Las hojas encrespadas de los acebos, los muérdagos y la hiedra devolvían el refl ejo de la luz como si se hubiesen colocado allí infi nitos pequeños espejos, y en la chimenea rugía furiosamente una llamarada tan grande como si aquella triste petrifi cación de un hogar no se hubiera conocido en los tiempos de Scrooge, ni de Marley, ni por muchos y muchos de los inviernos pretéritos. Amontonados en el suelo como formando una especie de trono, había pavos, gansos, piezas de caza, aves de corral, carne adobada de verraco, grandes tajadas de vianda, lechones, largas guirnaldas de salchichas, pasteles de carne picada con frutas, budín con pasas de Corinto y piel de limón, barriles de ostras, castañas al rojo vivo, tersas manzanas sonrosadas, zumos de naranja, dulces y sabrosas peras, inmensos pasteles de Epifanía y jarras llenas de ponche hirviendo que oscurecían la habitación con sus deliciosas emanaciones. Echado cómodamente sobre esta yacija, había un gigante jovial, de aspecto soberbio, que sostenía una radiante antorcha de forma bastante parecida a la del cuerno de la abundancia, y la levantaba muy en alto para proyectar su luz sobre Scrooge cuando éste asomó por la puerta.

—¡Adelante! —exclamó el fantasma—. ¡Adelante! Y ved si me reconocéis.

Scrooge entró tímidamente e inclinó la cabeza hacia el espíritu. No era ya el Scrooge obstinado y terco que había sido, pero, a pesar de que los ojos del fantasma eran claros y amables, no le agradaba encontrarlos.

—¡Soy el espíritu de la Navidades actuales!

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—explicó el espectro—. ¡Miradme fi jamente!Scrooge lo hizo así con reverencia. Iba ataviado

con un vestido sencillo, verde, orlado de piel blanca. Este adorno colgaba tan holgado de su cuerpo, que su ancho pecho se podía ver desnudo como si desdeñase cubrirse o esconderse con ningún artifi cio. Sus pies, visibles debajo de los anchos pliegues del vestido, también estaban descalzos; y sobre su cabeza no llevaba más tocado que una guirnalda de acebo; aquí y allá aparecían relucientes carámbanos. Sus tirabuzones eran de color castaño oscuro, sueltos y abundantes, generosos como su amable rostro; sus ojos, centelleantes; su mano, extendida; su voz, alegre; su incontenida franqueza, y su comportamiento todo, jovial. Ceñida alrededor de su cintura llevaba una antigua faja, pero no había en ella ninguna espada, y la vieja vaina estaba roída por el orín.

—¿No habéis visto antes a nadie que se me pareciera? —preguntó el espectro.

—Nunca —le respondió Scrooge.¿No habéis salido de paseo con los miembros

más jóvenes de mi familia, quiero decir (porque yo soy muy joven), mis hermanos nacidos en estos últimos años? —continuó el espíritu.

—No recuerdo haberlo hecho —dijo Scrooge—; creo que no, vaya. ¿Habéis tenido muchos hermanos, espíritu?

Más de ochocientos —respondió el espectro. —¡Vaya familia numerosa para poder atenderla! —musitó Scrooge.

El espíritu de la Navidad presente se levantó.

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Espíritu —inició Scrooge con sumisión—, llevadme a donde os plazca. Ayer por la noche fui obligado a dar un paseo que signifi có para mí una provechosa lección que ahora está dando sus resultados. Esta noche, si debéis enseñarme algo, podéis hacerlo para que pueda benefi ciarme de ello.

—¡Tocad mi ropa!Scrooge hizo lo que se le ordenaba y se agarró

rápidamente a ella.Acebo, muérdago, frambuesas rojas, hiedra,

pavos, gansos, piezas de caza, aves de corral, carne de verraco adobada, pedazos de carne, cerdos, salchichas, ostras, pasteles, budines, frutas y ponche, todo desvanecióse al instante. Lo mismo le sucedió a la habitación, al fuego y su rojizo resplandor, a la hora de la noche; y se encontraron en las calles de la ciudad en la mañana navideña, donde, a causa de la crudeza del tiempo, la gente hacia una especie de música tosca, pero de ningún modo desagradable, al rascar la nieve del suelo, delante de los edifi cios, y al quitarla de los tejados de las casas, lo que provocaba la loca delicia de los muchachos, que contemplaban cómo se desplomaba desde las azoteas a la calle y se desmenuzaba en pequeñas y artifi ciales tempestades de nieve.

Las fachadas de las casas estaban bastante ennegrecidas, y las ventanas más negras todavía, contrastando con la suave capa de nieve blanca sobre los tejados y la otra, más sucia, que cubría el suelo. Esta última había sido apisonada en profundos surcos por las pesadas ruedas de los carros y carretas, carros que

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se cruzaban y entrecruzaban unos a otros centenares de veces allí donde las grandes avenidas se bifurcaban, y formaban canales intrincados, difíciles de distinguir, en el espeso barro amarillo y el agua helada. El cielo aparecía oscuro y las calles más cortas estaban enteramente cubiertas de un sedimento sucio, medio derretido, medio helado, cuyas partículas más densas descendían como un chaparrón de minúsculas briznas de hollín, como si todas las chimeneas de Gran Bretaña se hubiesen encendido por mutuo acuerdo y estuviesen echando el contenido de sus queridos corazones. No había demasiados estímulos para la alegría ni en el clima ni en la ciudad, y sin embargo latía en el exterior una especie de gozo que el aire más claro del verano y el sol más brillante del estío se hubieran empeñado vanamente en dispersar.

Pues los hombres que estaban traspalando en los tejados de las casas se sentían joviales y regocijados; se llamaban unos a otros desde los parapetos de las azoteas y una y otra vez cambiábanse, juguetones, una bola de nieve, proyectil mejor intencionado que muchas bromas expresadas con palabras, riendo de buena gana si daban en el blanco y con no menos gana si fallaban. Las tiendas de los polleros estaban todavía medio abiertas, y las de los fruteros, radiantes en su propia gloria. Había grandes, redondos y barrigudos cestos repletos de castañas que asemejaban henchidos chalecos de picarones caballeros echados holgadamente afuera y volcados en la calle con toda su apoplética opulencia. Había rubicundas cebollas españolas de cara oscura, resplandecientes en la gordura de su desarrollo

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como frailes españoles, que guiñaban el ojo desde sus anaqueles, con retozona malicia, a las muchachas que transitaban ante los estantes, pero simulando echar una mirada gazmoña a los muérdagos colgados. Había allí peras y manzanas apiñadas en lozanas pirámides; había también racimos de uvas que la amabilidad del tendero había colgado con ganchos para hacerlos visibles y con el perverso fi n de que a los transeúntes se les hiciera agua la boca al contemplarlos; podían admirarse pilas de avellanas, pulposas y morenas, que recordaban con su fragancia pretéritos paseos por los bosques y agradables hundimientos de los pies, hasta los tobillos, en las hojas marchitas; asimismo se veían manzanas de Norfolk, regordetas y carinegras, haciendo resaltar el amarillo de las naranjas y los limones, que por la gran capacidad de sus jugosos cuerpos, parecían suplicar y rogar que urgentemente las llevaran a casa en cartuchos y las saborearan después de comer.

Hasta los peces de oro y plata, que se exponían mezclados con estos frutos exquisitos en una ponchera, aunque eran miembros de una raza melancólica y de sangre poco agitada, parecían presentir que algo estaba sucediendo; y, como peces que eran, iban dando boqueadas de asombro y vueltas y más vueltas por su pequeño mundo, con una excitación lenta y desapasionada.

¡Los tenderos! ¡Oh, los tenderos!, a punto de cerrar, quizás ya con las dos puertas bajadas, o una tan sólo; pero, a través de los boquetes que dejaban entreabiertos, ¡cuántas ojeadas se deslizaban! No era sólo que las balanzas, al descender, hicieran un ruido

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alegre al chocar contra la base, o que el bramante y el papel de envolver deshicieran las compañías tan vivamente, o que los botes se traquetearan de un lado para otro como si fueran objetos para trucos de prestidigitación, sino que también eran deliciosos los aromas mezclados del té y el café, y las pasas despedían un perfume tan intenso y raro, las almendras eran tan extremadamente blancas, las varitas de canela tan largas y rectas, las diversas especias tan deliciosas, las frutas almibaradas tan gordas y tan cubiertas de azúcar molido, que, al darse cuenta de ello, los más indiferentes se sentían desmayados y, por consiguiente, biliosos. No era sólo que los higos fueran jugosos y pulposos, o que las ciruelas francesas se sonrojaran con modesta acidez desde sus cajas cargadas de adornos, o que todo estuviera a punto para comer y con sus atuendos navideños, sino que también los dientes discurrían tan apresurados y ansiosos, en la esperanzadora promesa de la festividad, que se atropellaban los unos a los otros en la puerta, magullando salvajemente sus cestos de mimbre, dejando olvidadas sus compras sobre el mostrador, retrocediendo para ir a buscarlas. Y cometiendo centenares de tales equivocaciones con el mejor de los humores. Mientras tanto, el tendero y su gente se mostraban tan francos y lozanos, que los pulidos corazones con que sujetaban sus mandiles hubieran podido muy bien ser los suyos en carne y hueso, colocados a la vista de todos para que pudiesen ser inspeccionados en general y para que las cornejas de Navidad los picotearan si les venía la gana.

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Pero pronto los campanarios llamaron a los buenos feligreses a las iglesias y las capillas, y allí se fueron en tropel a través de las calles, vistiendo sus mejores ropas y con sus más alegres semblantes, y al unísono salieron, de veintenas de callejas apartadas y encrucijadas sin nombre, innumerables gentes que llevaban sus cenas hacia los hornos de pan. El espectáculo de aquellos pobres verbeneros pareció interesar al espíritu en gran manera, porque se estuvo al lado de Scrooge, a la puerta de entrada de una panadería, y, levantando las tapaderas de los guisados a medida que entraban los que los llevaban, esparcía incienso en sus cenas con la antorcha que llevaba en la mano. Y era, en efecto, una rara antorcha, pues cuando se cruzaban algunas palabras ásperas entre los que llevaban la comida, por haberse empujado unos a otros, lo aprovechaba para derramar unas pocas gotas de agua sobre ellos y el buen humor volvía a imperar nuevamente. Porque decían que era una vergüenza querellarse en el día de Navidad. ¡Y así era! ¡Dios lo quería así, y así debía ser!

Cuando llegó su hora, las campanas enmudecieron y los panaderos cerraron; y desde entonces se practicó el complaciente cuidado de todas aquellas cenas y del progreso de su guisado, con el manchón mojado del derretimiento debajo de cada horno de pan, donde el pavimento humeaba como si sus piedras estuvieran también cociéndose.

¿Hay algún perfume especial en lo que estáis rociando con vuestra antorcha? —preguntó Scrooge.

—Sí lo hay. Es el mío.

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¿Puede aplicarse a cualquier clase de comida en este día de hoy? —preguntó Scrooge.

A cualquiera que se dé bondadosamente. Y más todavía a una comida pobre.

¿Por qué más a una pobre? —preguntó Scrooge.

Porque lo necesita más.—Espectro —continuó Scrooge, después de

pensar un instante—, me extraña que, entre todos los seres que pueblan los numerosos mundos que nos rodean, deseéis entrometeros con las oportunidades de inocente solaz de que gozan esas gentes.

—¿Yo? —exclamó el espíritu.Queréis privarlos de sus medios de cenar

cada séptimo día, cuando precisamente es a menudo el único en que puede decirse que realmente comen —dijo Scrooge—. ¿No es eso cierto?

¿Yo? —gritó el fantasma.—Sois vos quien procuráis cerrar estos lugares

los séptimos días —afi rmó Scrooge—. Lo que resulta lo mismo.

¿Que yo procuro cerrarlos?... —exclamó extrañado el espectro.

Perdonadme si estoy equivocado. Todo ha sido hecho en vuestro nombre o, por lo menos, en el de vuestra familia —le contestó Scrooge.

—Hay algunos que habitan en esta tierra vuestra —replicó a su vez el espíritu— que pretenden conocernos y que realizan sus actos de pasión, de orgullo, de malas voluntades, de odio, de envidia, de fanatismo y de egoísmo en nuestro nombre, pero que

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nada tienen que ver con nosotros ni con ninguno de nuestros deudos y amigos. Recordadlo y cargadles a ellos sus hechos, no a nosotros.

Scrooge prometió hacerlo así en adelante; y siguieron avanzando, invisibles como lo habían sido antes, por los suburbios de la ciudad. El espectro tenía una cualidad notable (que Scrooge había observado ya en casa del panadero), la de que, a pesar de sus gigantescas dimensiones, le era fácil acomodarse a cualquier espacio sin difi cultad; y debajo de un techo de poca altura se sentía tan cómodo como en una sala de altura elevada.

Y quizás fuese éste uno de los placeres que el buen espectro sentía, mostrando este poder suyo; o, mejor todavía, quizá eran su propia bondad, generosidad y naturaleza cordial, así como su simpatía para con todas las gentes, lo que lo había llevado directamente hacia el empleado de Scrooge; porque hacia él se fue, llevándose consigo a Scrooge pegado a su ropa; y en el umbral de la puerta el fantasma sonrió y se detuvo para bendecir la casa de Bob Cratchit con la rociadura de su antorcha. ¡Pensad en esto un instante! Bob no tenía más que quince años —como se llamaba popularmente a los chelines— por semana; por tanto, no embolsaba los sábados más que quince ejemplares de este su propio nombre de pila; y, sin embargo, ¡el espectro de la Navidad presente bendecía su casa de cuatro habitaciones!

Entonces se levantó la señora Cratchit, la esposa de Cratchit, ataviada con un vestido vuelto al revés dos veces, pero de buen ver todavía gracias a las cintas

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que lo cubrían, que eran baratas y de las cuales podía adquirirse un buen lote por seis peniques; y se vistió ayudada por Belinda Cratchit, la segunda de sus hijas, también adornada con cintas, mientras el señorito Peter Cratchit hundía un tenedor en una cacerola de patatas y se ponía los enormes extremos del cuello de la camisa (propiedad privada de Bob concedida a su hijo y heredero en honor de la festividad) en la boca, satisfecho de encontrarse tan elegantemente ataviado y suspirando por mostrar su ropa en los parques y jardines en boga. Y he ahí que los dos pequeños Cratchit, un muchacho y una chica, llegaron atolondradamente diciendo a grandes gritos que, al pasar ante la panadería, habían reconocido, por el olor, el ganso que habían llevado a cocer, y lo habían identifi cado como el suyo propio, y, abandonándose a lujuriantes sueños de salvia y cebolla, aquellos jóvenes Cratchit bailaban alrededor de la mesa y ensalzaban al señorito Peter Cratchit hasta los cielos, mientras el elogiado (no por vanidad, a pesar de que el cuello de la camisa casi le ahogaba) soplaba el fuego hasta que las ronceras patatas hirvieron y golpearon con fuerza, desde el interior, la cobertura de la cacerola, apremiando así para que se las sacara de ella y se las pelara al fi n.

—¡Qué será lo que demora a vuestro querido padre, en estos momentos —dijo la señora Cratchit—, y a vuestro hermanito Tim? Y, en cuanto a Martha, en la última Navidad, ¿no hacía ya media hora que estaba aquí?

—¡Aquí llega Martha, madre! —dijo la

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muchacha, apareciendo mientras estaban todavía hablando de ella.

—¡Aquí está Martha, madre! —gritaron los dos jóvenes Cratchit—. ¡Hurra! Tenemos ganso, Martha. ¡Y qué ganso! —¿Cómo es eso, querida?, ¿por qué llegas tan tarde? —preguntó la señora Cratchit, besándola una docena de veces y quitándole el chal y el sombrero con el mayor cariño.

—Teníamos mucho trabajo por terminar, ayer por la noche —replicó la muchacha—, y hemos tenido que quitárnoslo de delante esta mañana, madre.

—¡Bien, bien! No te preocupes, ahora ya estás aquí —dijo la señora Cratchit—. Siéntate ante el fuego, querida, y caliéntate. ¡Que Dios te bendiga!

—¡No, no! Padre está llegando —gritaron los dos jóvenes Cratchit, que estaban a la vez en todas partes—. ¡Escóndete, Martha, escóndete!

Martha corrió a esconderse y al momento entraron Bob, el padre, con tres pies por lo menos de tapabocas colgándole por delante y sus raídos vestidos gastados hasta la trama, pero perfectamente zurcidos para que pareciesen llevaderos, y el pequeño Tim sobre sus hombros. ¡Ay de mí!

El pobre Tim llevaba una pequeña muleta y tenía las piernas sostenidas por un aparato ortopédico.

—Oye, ¿dónde está nuestra Martha? —exclamó Bob Cratchit, mirando a su alrededor.

—No ha llegado aún —dijo la señora Cratchit.—¿Que no ha llegado todavía? —preguntó de

nuevo, con una súbita decepción en su ánimo, porque había sido el caballo de carreras de Tim durante

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el camino desde la iglesia y había llegado a casa a galope tendido—. ¡Mira que no estar en casa el día de Navidad!

A Martha no le agradaba ver desanimado a su padre, aunque sólo fuese para bromear, y por esta razón salió antes de lo pertinente de su escondite tras la puerta del trascuarto y corrió a sus brazos, mientras los dos jóvenes Cratchit empujaban al pequeño Tim al lavadero a fi n de que pudiera escuchar cómo cantaba el budín en el caldero.

—Y ¿cómo se ha portado nuestro pequeño Tim? —preguntó la señora Cratchit, después de haber hecho chacota de Bob por su credulidad, y Bob haber apretado a su hija sobre su corazón hasta saciarse.

—Tan bien como el oro —dijo Bob—, y quizás mejor. A veces se enfurruña, por estar demasiado tiempo tan quieto, y para matar el tiempo se pone a pensar en aquellas cosas raras que le oís a menudo. Me decía hoy, mientras volvíamos a casa, que presumía que despertaría la curiosidad de la gente en la iglesia porque era un lisiado, y a todos ellos les sería agradable recordar, en el día de Navidad, a aquel que hizo andar a los pordioseros cojos y ver a los ciegos.

La voz de Bob, que era trémula al decirles aquellas palabras, tembló más aún cuando añadió que el pequeño Tim estaba creciendo robusto y fuerte.

Se oía su muleta, pequeña y activa, golpeando el suelo, y el pequeño Tim entró en la habitación antes de que se pronunciara otra palabra, escoltado por su hermano y su hermana, quienes lo acompañaron a su escabel al lado del fuego; mientras tanto, Bob,

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doblándose los puños de la chaqueta —como si, ¡pobre hombre!, pudiesen llegar a ser todavía más raídos—, preparó un ponche caliente de ginebra y limón, dándole vueltas y más vueltas, y poniéndolo en la repisa interior de la chimenea a cocer a fuego lento. El señorito Peter y los dos jovencísimos y ubicuos Cratchit fueron a buscar el ganso y pronto regresaron con él en solemne procesión.

El alboroto que se armó con su llegada podría hacer sospechar que se consideraba a un ganso como el más raro de todos los pájaros; un fenómeno cubierto de plumas ante el cual un cisne negro sería una cosa corriente; y, a decir verdad, en aquella casa se creía algo así. La señora Cratchit preparaba la salsa (que tenía lista de antemano en una pequeña cacerola) a punto de hervir; el señorito Peter machacaba las patatas con vigor increíble, Martha quitaba el polvo de los platos calientes y la señorita Belinda azucaraba a punto la salsa de manzanas. Bob colocó al pequeño Tim a su lado en un diminuto rincón de la mesa; los dos jóvenes Cratchit pusieron sillas para todos, sin olvidarse a sí mismos, y, montando guardia en sus sitios, se metieron las cucharas en la boca para no ponerse a chillar, reclamando el ganso antes de que llegase su turno en el reparto. Al fi n, los platos fueron puestos en la mesa y se procedió a su bendición. Ésta fue precedida por un silencio emocionado, durante el cual la señora Cratchit miró lentamente alrededor de la mesa buscando el cuchillo trinchante, y se dispuso a clavarlo en el pecho del ave; y cuando lo hizo, y la tan esperada masa de relleno se vertió por la fuente, un murmullo de placer

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se levantó en torno de la mesa e incluso el pequeño Tim, excitado por los dos jóvenes Cratchit, golpeó el tablón con el mango del cuchillo y, dando rienda suelta a su entusiasmo, exclamó: “¡Hurra!”

Jamás se había visto un ganso semejante. Bob dijo que no podía creer que en ninguna época se hubiera asado un ave de aquella calidad. Su blandura y su fragancia, sus dimensiones y baratura, fueron temas de universal admiración. Mejorado todavía con la salsa de manzana y el puré de patatas, representaba una comida más que sufi ciente para la familia entera; la verdad: como la señora Cratchit había dicho con gran satisfacción (descubriendo un pequeño átomo de hueso en la fuente), no habían podido concluirlo. Por lo tanto, cada uno había tenido lo sufi ciente y los más jóvenes de los Cratchit, en particular, se habían hartado hasta las cejas de salvia y cebolla. Y entonces la señorita Belinda cambió los platos. Y la señora Cratchit abandonó sola la habitación —demasiado nerviosa para tolerar testigos— a fi n de sacar el budín del molde y llevarlo a la mesa.

¡Suponed que no hubiese levado lo sufi ciente! ¡Suponed que se hubiese partido a trozos al sacarlo del molde! ¡Suponed que alguien hubiese franqueado la pared del patio del fondo y lo hubiese robado mientras ellos estaban exultantes con el ganso! Esta última y simple suposición hacia volver lívidos a los dos jóvenes Cratchit. ¡Toda suerte de horrores parecían posibles!

¡Qué maravilla! Apareció una gran masa de vapor. El budín ya estaba fuera del caldero. Se percibió un olor parecido al de un día de colada. Lo producía

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la servilleta que lo envolvía. Un olor como de casa de comida o como si tuviesen una pastelería en la puerta de al lado y una lavandería en la siguiente. ¡Esto era el budín! Medio minuto después la señora Cratchit entró de nuevo —sonrojada, pero sonriendo con orgullo— con el budín, parecido a una bala de cañón moteada, tan duro y fi rme estaba, llameando entre medio cuarto de aguardiente encendido y guarnecido con un ramito de acebo en lo alto del pastel.

¡Oh, en verdad era un maravilloso budín! Bob Cratchit dijo, con profundo convencimiento, que lo consideraba como el mayor éxito alcanzado por la señora Cratchit desde la fecha de su matrimonio. La señora Cratchit confesó entonces que había olvidado el peso de la harina necesaria y había tenido sus dudas respecto a la cantidad adecuada. Todos hicieron algún comentario con que ensalzar el acontecimiento, pero a nadie se le ocurrió que había resultado un budín más bien escaso para una familia tan numerosa. Hacer la menor alusión a ello hubiera sido cometer una herejía completamente desentonada. Cualquier Cratchit se hubiera sonrojado de dar a entender que había notado semejante cosa.

Al fi n terminó la cena, se quitó la mesa, se barrió la chimenea y se reavivó el fuego. La composición del ponche fue sometida a catadura y considerada perfecta; se pusieron manzanas y naranjas encima de la mesa, así como una palada de castañas sobre las brasas. Luego toda la familia se situó en torno del fuego, formando lo que Bob Cratchit llamaba un círculo, queriendo signifi car un semicírculo; y cerca del codo de Bob

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Cratchit fi guraba la colección de vasos de la familia: dos vasos y una taza, sin asa, para la crema.

Estos recipientes fueron, sin embargo, tan útiles para contener el ponche como si hubiesen sido copas de oro; y Bob lo sirvió lanzando miradas radiantes, mientras las castañas chisporroteaban en el fuego y crujían ruidosamente. Entonces Bob se levantó para brindar:

—¡Una feliz Navidad para todos nosotros, queridos míos ¡Que Dios nos bendiga!

Al oír estas emotivas palabras, toda la familia formuló un unánime eco.

—¡Que Dios bendiga a cada uno de nosotros! —dijo el pequeño Tim, el último de todos.

Estaba sentado muy cerca del lugar ocupado por su padre, sobre un pequeño escabel. Bob tenía cogida su pequeña mano en la suya, porque amaba al muchacho y deseaba guardarlo a su lado, temiendo instintivamente que pudieran separarlo de él.

—¡Espíritu —exclamó entonces Scrooge, con un interés que no había sentido nunca antes—, decidme si el pequeño Tim vivirá!

—Veo un sitio vacante —replicó el fantasma—, en el pobre rincón de la chimenea, una muleta sin dueño amorosamente conservada. Si estas sombras permanecen inalteradas en el futuro, el muchacho morirá.

—No, no —dijo Scrooge—. ¡Oh, no, espíritu bondadoso! Decidme que será exonerado.

—Si estas sombras subsisten inalteradas en el futuro, nadie de mi raza —explicó el fantasma—

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lo encontrará aquí. Pero esto ¿qué importa? Si le corresponde morir, más vale que así sea, para que disminuya el excedente de población.

Scrooge bajó la cabeza al oír sus propias palabras repetidas por el espectro y se sintió abatido por la penitencia y la pena.

—¡Oh, hombre! —dijo el espíritu—, si lo sois en realidad de corazón y no un ser insensible, absteneos de esas expresiones gazmoñas hasta que hayáis descubierto qué es el excedente y dónde está. ¿Os atreveríais a decidir cuáles han de ser los hombres que deben vivir y cuáles los que tienen que morir? Puede ser que, según apreciación del Cielo, seáis considerado con menos disposición y menos adecuado para la vida que millones de seres como el hijo de ese pobre hombre. ¡Oh, Dios, escuchad al insecto sobre la hoja, discurriendo respecto al exceso de vida entre sus hermanos hambrientos, sepultados en el polvo!

Scrooge se inclinó ante la repulsa del fantasma y, tembloroso, volvió los ojos hacia el suelo. Pero los levantó súbitamente al oír pronunciar su nombre.

—¡El señor Scrooge! —dijo Bob—. ¡Os propongo levantar el vaso en honor del señor Scrooge, el patrón de la fi esta!

—¡Sí, el patrón, a buen seguro! —gritó la señora Cratchit, enrojeciendo—. Me gustaría que estuviese aquí con nosotros. Sin duda se las hubiera cantado claras; y sin duda lo que pienso de él no le hubiera abierto el apetito.

—¡Queridita mía, por favor! —advirtió Bob—. ¡Los niños! ¡Estamos en Navidad!

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—¡Oh, no lo dudo —dijo ella—; tiene que ser realmente el día de Navidad, el de la comprensión y el perdón, para ocurrírsenos brindar a la salud de un hombre tan odioso, mezquino, duro y sin sentimientos como el señor Scrooge!

Vos sabéis bien cómo es, Robert. ¡Nadie lo conoce mejor que vos, pobre amigo mío!

—Querida mía —fue la suave contestación de Bob—, ¡hoy es Navidad!

—Beberé a su salud por vos y por la santidad del día que celebramos —dijo la señora Cratchit—, pero no por él. ¡Que Dios le conceda larga vida! ¡Unas alegres Pascuas y un feliz Año Nuevo! Estoy segura de que las tendrá alegres y felices, ¡no lo dudo!

Los niños brindaron también después de ella. Fue la primera de sus acciones, en aquel día, que no gozó del beneplácito de los que la realizaban. El pequeño Tim bebió el último, pero lo hizo sin ningún entusiasmo. Scrooge era el ogro de la familia. La sola mención de su nombre extendió una ancha sombra en la reunión, que no tardó en disiparse menos de cinco buenos minutos.

Cuando hubo pasado aquel incidente, se sintieron diez veces más alegres que antes, por el mero hecho de haberse quitado de delante al funesto Scrooge. Bob Cratchit les dijo que creía tener un empleo a la vista para el primogénito, que le permitiría traer a casa, si lo obtenía, cinco buenos chelines y seis peniques por semana. Los dos jóvenes Cratchit se rieron a grandes carcajadas al representarse a Peter convertido en todo un hombre de negocios; y

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el propio Peter se mostró profundamente pensativo, mirando el fuego a través de su cuello de puntillas, como si estuviera refl exionando por qué inversión particular se decidiría cuando llegase el momento de recibir un sueldo tan impresionante. Martha, que trabajaba de humilde aprendiza en un taller de modista de sombreros, les explicó la clase de trabajos que le encomendaban y cuántas horas tenía que trabajar de un tirón, y cómo proyectaba quedarse en cama un buen rato a la mañana siguiente, para tomarse un largo descanso, puesto que era fi esta y no saldría de casa. También les relató que había visto a una condesa y a un lord unos días antes, y que el lord “era mucho más alto que Peter”; y éste, al oír tal aserto, estiró el cuello de su vestido tanto como pudo, de manera que, si hubieseis estado allí, no le habríais visto la cabeza. Durante este tiempo, las castañas y el ponche dieron vueltas y más vueltas, y de cuando en cuando se escuchaba una canción referida a un niño que andaba perdido por la nieve, que el pequeño Tim, con su voz plañidera, cantaba de veras muy bien.

No hubo, en realidad, en todo aquello nada de gran calidad. No eran una familia de bellezas, ni vestían bien; sus zapatos estaban muy lejos de ser a prueba de lluvia, la ropa era ligera y escasa, y Peter debía de conocer, seguro que lo conocía, el interior de la casa de algún prestamista. Pero eran felices, agradables, amables unos con otros y estaban contentos con su ambiente y por poder gozar de una festividad; y cuando desaparecieron, parecían todavía más felices a la luz de los brillantes destellos de la antorcha del fantasma.

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Scrooge tenía su mirada fi ja en ellos y especialmente en el pequeño Tim, hasta que dejó de verlos.

En aquellos momentos estaba oscureciendo y nevaba densamente. Scrooge y el fantasma deambulaban por las calles y el resplandor de los fuegos crepitando en las cocinas, salones y toda suerte de aposentos, era maravilloso. Aquí, la trémula llamarada descubría los preparativos de una cena confortable, con platos cociéndose por todos lados en el hogar; y densas cortinas rojas dispuestas para dejar fuera el frío y la oscuridad. Más allá, todos los niños de la casa estaban corriendo por la nieve para reunirse con sus hermanas casadas, hermanos, primos, tíos y tías, y ser los primeros en saludarlos. Un poco más lejos todavía, se proyectaban en las ventanas, cegadas por los cortinajes, las sombras de los comensales reunidos; y un grupo de bellas muchachas, todas ellas con sus capirotes y calzados de piel, charlando todas a un tiempo, pasaban raudamente a una mansión vecina, donde ¡pobre del soltero que las viera entrar —demasiado lo sabían las pícaras hechiceras—, envueltas en su esplendor!

Pero, si hubierais juzgado por el volumen de gente que se dirigía hacia reuniones íntimas, hubieseis podido suponer que no hallarían a nadie en casa para darle la bienvenida cuando llegasen y no obstante en cada mansión se encontraban grupos de gente en espera de los invitados y manteniendo los fuegos a media altura de las chimeneas. ¡Almas benditas! ¡Qué entusiasmo embargaba al fantasma! ¡Cómo mostraba la desnudez de su ancho pecho y abría la palma generosa, y fl otaba, derramando, con abundante mano,

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su brillante e inofensivo regocijo sobre todo cuanto podía alcanzar! El propio farolero, que corría hace un instante salpicando la calle oscura con manchitas de luz y se había acicalado para pasar la alegre noche en alguna parte, rió sonoramente cuando pasó el espectro, ¡aunque el buen farolero ignoraba que no tenía más compañía que la festividad navideña!

Y de súbito, sin que mediara ninguna advertencia por parte del espectro, se encontraron en un solitario y desierto páramo donde monstruosas masas de rudas piedras yacían por todas partes, como si se tratara de un lugar de enterramiento de gigantes; y el agua se escurría por cualquier fi sura, o lo hubiera hecho si la helada no la retuviera prisionera. Nada crecía allí más que el musgo, la retama y la hierba común y exuberante. Allá abajo, hacia el oeste, el sol, al ponerse, dejaba un trazo de rojo ardiente que deslumbraba aquella desolación, por un instante, como un ojo ceñudo que, frunciendo el cejo cada vez más bajo, más bajo, más bajo todavía, se perdía en lo profundo de las espesas tinieblas de una noche oscura.

—¿Qué lugar es ése? —preguntó Scrooge.—Un sitio donde viven los mineros que trabajan

en las entrañas de la tierra —respondió el fantasma—. Pero me conocen: ¡mirad!

Una luz emanó de la ventana de una cabaña, por lo que, rápidos, avanzaron hacia ella. Pasando a través del muro de fango y piedras, encontraron una gozosa compañía reunida en torno a un fuego resplandeciente: un hombre y una mujer muy viejos, con sus hijos y los hijos de sus hijos, y otra generación

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más allá de ésta, todos ellos vestidos alegremente con sus atavíos festivos. El anciano, con una voz que apenas lograba dominar el aullido del viento sobre la extensa desolación, cantaba un villancico que era ya una vieja canción cuando él era sólo un muchacho, y uno por uno todos los asistentes se unían al coro. A medida que alzaban sus voces, el tono del anciano se volvía más gozoso y el volumen de su voz más fuerte, y cuando se callaban, su vigor decaía.

El espectro no se detuvo en aquel lugar, sino que ordenó a Scrooge asirse a sus ropas, y de este modo atravesaron el páramo apresuradamente. ¿Hacia dónde? ¿No hacia el mar? Pues sí, hacia el mar. Con terror vio Scrooge, al volver la vista atrás, el último trozo de tierra y una horrorosa sucesión le rocas detrás de él. Sus oídos fueron ensordecidos por el atronador ruido del agua al agitarse, rugir y enfurecerse entre las terrorífi cas cavernas que había abierto por desgaste y parecían querer mirar ferozmente la tierra.

Construido sobre un lúgubre arrecife de rocas hundidas, a eso de una legua de la playa, contra el cual las olas arremetían y se estrellaban durante todo el año, había un faro solitario. Grandes masas de algas marinas estaban pegadas a su base, y aves de tormenta —que podían suponerse nacidas del viento, lo mismo que las algas lo parecían de las aguas—, emergían y se deslizaban a su alrededor, como las olas que ellas rozaban ligeramente.

Pero allí también dos hombres que vigilaban el faro habían encendido un fuego que, a través de la aspillera del muro de piedra gruesa, derramaba un

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rayo de resplandor sobre el tétrico mar. Juntando sus callosas manos sobre la tosca mesa ante la que estaban sentados, se desearon uno al otro felices Pascuas alzando su lata de grog, y uno de ellos —el más viejo, también, con toda la cara marcada y dañada por el tiempo duro y cruel, como el mascarón de proa de una vieja nave podía estarlo—, púsose a cantar una ruda canción que sonaba como un verdadero temporal.

De nuevo el fantasma se apresuró sobre la negra y gruesa mar, avanzando y avanzando sin parar hasta que, como dijo a Scrooge, encontrándose lejos de toda playa, subieron a un barco. Se pusieron al lado del timonel que estaba en la rueda, en el pescante de la serviola, y cerca de los ofi ciales que hacían la guardia, oscuras fi guras fantasmales en sus diferentes puestos, pero cada uno de ellos tarareaba una tonada de Navidad o anidaba un pensamiento navideño, o hablaba por lo bajo con su compañero de alguna Navidad pretérita con la esperanza del regreso al hogar. Y cada hombre a bordo, despierto o dormido, bueno o truhán, había tenido una palabra más amable aquel día que en cualquier otro del año, y había participado de alguna manera en sus festividades, y había recordado a los seres queridos que se hallaban alejados, y sabía que ellos gozaban también recordándolo.

Fue para Scrooge una gran sorpresa, mientras estaba escuchando los gemidos del viento, y pensando qué solemne cosa era discurrir por las solitarias tinieblas, sobre un abismo desconocido, cuyas honduras eran secretos tan profundos como la muerte, fue una gran sorpresa para Scrooge, mientras pensaba en todo esto,

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oír una cordial carcajada. Y fue otra mucho mayor, para él, reconocer en la risa la de su propio sobrino y encontrar a éste en una brillante, cálida y fulgurante habitación, con el espíritu sonriendo a su lado y mirándolo con afabilidad y aprobación.

—¡Ja, ja! —reía el sobrino de Scrooge—. ¡Ja, ja, ja!Si os acaeciera, por alguna rara suerte, conocer un

hombre más feliz, riéndose, que el sobrino de Scrooge, todo lo que se me ocurre deciros es que me gustaría conocerlo. Presentádmelo y cultivaré su amistad.

Es un oportuno, equitativo y noble ajuste de las cosas que, así como existen infecciones de enfermedades y penas, no exista nada en el mundo tan irresistiblemente contagioso como la risa y el buen humor. Cuando el sobrino de Scrooge reía de esta manera, sosteniéndose los costados, haciendo rodar la cabeza y retorciendo el rostro con las más extravagantes contorsiones, la sobrina de Scrooge —sobrina por matrimonio— se desternillaba, como él, de risa. Y, de todos sus amigos, ninguno se quedaba atrás, gimiendo y riéndose desordenadamente a carcajadas.

—¡Ja, ja! ¡Ja, ja, ja!—¡Decía que la Navidad es una farsa, voto a

Dios! —gritaba el sobrino de Scrooge—. ¡Y de veras lo creía!

—¡Peor para él, Fred! —dijo la sobrina de Scrooge, indignada ahora.

Que Dios nos conserve a las mujeres; ellas nunca hacen las cosas a medias, siempre actúan seriamente.

Era muy hermosa, excesivamente hermosa. Tenía un rostro magnífi co, cubierto de hoyuelos y como

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sorprendido; una boquita colorada, de bella forma, como hecha para ser besada (y no cabía duda de que lo era); una barbilla rodeada de toda suerte de pequeñas y graciosas pecas que se mezclaban unas con otras cuando reía; y el par de ojos más brillantes que hayáis visto jamás en la cara de ningún ser humano. A la vez, era lo que hubierais llamado provocativa, aunque su virtud era digna de toda confi anza. ¡Oh, sí! ¡Os lo aseguro: era perfecta y satisfacía completamente!

—Es un tipo muy cómico —decía el sobrino de Scrooge, refi riéndose a su tío—. Ésta es la verdad; y no resulta tan simpático como pudiera serlo. No obstante, sus pecados llevan consigo la penitencia, y no tengo nada que decir contra él.

—Estoy seguro de que es un hombre muy rico, Fred —insinuó la sobrina de Scrooge—. Por lo menos, siempre me habéis dicho esto.

—¿Y esto qué importa, querida? —respondió el sobrino de Scrooge—. Su fortuna no le sirve para nada. No hace con ella nada bueno. No la utiliza para vivir bien. No le queda ni la satisfacción de pensar, ¡ja, ja, ja!, que seremos nosotros quienes vamos a benefi ciarnos con ella.

—Yo no tengo paciencia con él —confesó la sobrina de Scrooge.

Las hermanas de Scrooge y todas las otras señoras compartieron la opinión.

—¡Pues yo sí la tengo! —dijo el sobrino de Scrooge—. Lo siento por él. No puedo incomodarme con él, aunque me lo proponga. ¿Quién sufre con sus extravagantes ideas? Él mismo, siempre él. Ya veis: se

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ha puesto en la cabeza fastidiarnos, no queriendo venir a cenar con nosotros. ¿Cuál ha sido la consecuencia? Que se ha perdido una excelente comida.

—Ciertamente, creo que se ha perdido una buena cena —interrumpió la sobrina de Scrooge—. Todos han dicho lo mismo, y hay que creer que se trata de jueces competentes, porque, en cuanto han terminado la cena y con los postres en la mesa todavía, se han amontonado en torno al fuego, a la luz de la lámpara.

—¡Bien! Me satisface oír esto —dijo el sobrino de Scrooge—, porque no acabo de tener demasiada confi anza en esas jovenzuelas amas de casa. ¿Qué me decís de ello, Topper?

Topper, que no había dejado ni un momento de mirar a una de las hermanas de la sobrina de Scrooge, contestó que un soltero era un miserable desgraciado y no tenía derecho a expresar ninguna opinión sobre este tema. Con lo cual, la hermana de la sobrina de Scrooge —la regordeta, con el escote de blonda; no la que llevaba las rosas— se ruborizó.

—¡Continuad, Fred! —dijo la sobrina de Scrooge, dando palmadas—. ¡No acaba nunca de decir lo que empieza! Vaya tipo ridículo.

El sobrino de Scrooge respondió con otra explosión de risa y, como era imposible resistirse al contagio —la hermana regordeta lo procuró por todos los medios—, todos se vieron obligados a sumarse a la hilaridad general.

—Iba a decir —prosiguió el sobrino de Scrooge— que el hecho de no tenernos simpatía y no venir a

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divertirse con nosotros lleva como consecuencia, presumo yo, que se pierde pasar unos momentos agradables que no podrían causarle ningún perjuicio. Estoy convencido de que se pierde la compañía de camaradas más simpáticos de lo que pueden resultar sus propios pensamientos, o los que encuentra corporalmente, ya sea en su mohoso despacho o en sus polvorientas habitaciones. Yo me esfuerzo en procurarle cada año la misma oportunidad, tanto si le agrada como si no, por la piedad que siento por él. Puede burlarse de la Navidad hasta que muera, pero por lo menos tendrá que pensar mejor de ella —y lo reto a que no lo haga— si me encuentra allí año tras año, con amable talante, diciéndole: “Tío Scrooge, ¿cómo os va la vida?” Aunque esto le sugiriese sólo dar a su pobre dependiente cincuenta libras, ya sería algo; me parece que ayer logré conmoverlo.

Había llegado el momento de la carcajada general, al oírle decir que era posible conmover a Scrooge. Pero, como estaba de buen talante y no le importaba gran cosa que pudieran reírse, los estimuló en su diversión, pasándoles la botella gozosamente.

Después del té, hubo un poco de música. Porque formaban una familia melómana y sabían desenvolverse muy bien cuando cantaban una canción o un rondó, os lo aseguro. Esencialmente Topper, que gruñía tan bien como un bajo y a quien nunca se le infl aban las anchas venas de la frente o se le enrojecía la cara por ello. La sobrina de Scrooge tocaba muy bien el arpa e interpretó una fácil cancioncilla (una tonada sin importancia que podríais aprender a silbar en dos minutos), que había

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llegado a ser familiar a la niña cuando ésta iba a buscar a Scrooge al pensionado del que era alumno, como le había recordado por el espectro de la Navidad pasada. Cuando oyó la melodía, todas las cosas que el espectro le había mostrado acudieron a la mente de Scrooge; lo ablandaron más y más, y pensó que, si la hubiese podido escuchar a menudo durante años, seguramente le hubiera sido posible cultivar la dulzura de la vida y su felicidad con sus propias manos, sin tener que recurrir a la zapa del sepulturero que había enterrado a Jacob Marley.

Pero no dedicaron toda la tarde a la música. Pasado un tiempo jugaron a prendas, porque es sano sentirse niño de cuando en cuando, y nunca en mejor ocasión que en Navidad, ya que su poderoso Fundador fue un niño, él también. Pero vayamos por partes. Primero jugaron a la gallina ciega, que no podía, en verdad, faltar. Y he de confesar que yo no creo que Topper fuese realmente ciego, como no puedo tampoco creer que tuviera ojos en sus zapatos. Mi opinión es que entre él y la sobrina de Scrooge había algo concertado y que el espectro de la Navidad presente lo sabía muy requetebién. Aquella manera de ir detrás del escote de blonda de la hermana regordeta era un ultraje a la credulidad de la naturaleza humana. Echando al suelo el badil y las tenazas de la lumbre, tropezando con las sillas, chocando con el piano, enredándose hasta el ahogo con los cortinajes, siguiéndola a donde ella fuera, la perseguía sin cesar. Siempre sabía dónde estaba la hermana regordeta. No atrapaba nunca a nadie. Si le hubieseis caído encima (como hizo adrede alguno de

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los presentes), habría simulado que hacía lo posible por apresaros, lo que hubiera signifi cado una afrenta a vuestra perspicacia, e inmediatamente se habría desviado con habilidad hacia el lugar donde estaba la muchacha.

A menudo ella protestaba de que el juego no se llevaba con las debidas reglas, como realmente sucedía, pero cuando al fi n la atrapó, cuando, a pesar de los crujidos de seda y sus rápidos desplazamientos por detrás de él, la llevó a un rincón de donde no había salida posible, entonces la conducta del muchacho fue de lo más reprobable. Porque fi ngir que no la reconocía, intentando hacer creer que necesitaba para ello, manosear su tocado y, por último, exigiendo asegurarse de su identidad mediante la osadía de estrechar un anillo determinado que llevaba en un dedo, así como cierta cadena que lucía alrededor del cuello, eso, era sencillamente vil, monstruoso. No dudéis de que ella dijo con claridad la opinión que le merecía todo este asunto, cuando entró en juego otro gallináceo invidente, y así tuvieron ocasión de quedarse ambos mucho tiempo juntos, en confi anza, detrás de los cortinajes.

La sobrina de Scrooge no era de las que formaban parte del juego de la gallina ciega, sino que estaba cómodamente instalada en una ancha silla con un escabel a sus pies en un discreto rincón del que el fantasma y Scrooge se encontraban precisamente muy cerca. Pero intervenía en los juegos de prendas, y le agradaba jugar al “¿Cómo me quieres?”, con todas las letras del alfabeto, o al “¿Cómo, cuándo y dónde?”, en

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el cual era insuperable, y, con la satisfacción secreta del sobrino de Scrooge, vencía completamente a sus hermanas, aunque todas ellas eran muchachas inteligentes, como Topper podría explicaros.

Estaban allí reunidas unas veinte personas jóvenes y mayores, pero todas jugaban, y esto es lo que también hacía Scrooge; porque, olvidando por completo, a causa de su interés por todo cuanto allí sucedía, que su voz no producía efecto en los oídos de los demás, en ocasiones levantaba la voz bastante alto para proclamar sus soluciones, y muchas veces incluso acertaba; porque la aguja más afi lada, de tipo fi nísimo, no era más aguda que Scrooge, por más obtuso que se propusiera parecer.

El fantasma estaba muy satisfecho de encontrarlo de aquel talante, y lo contemplaba con tal favor que Scrooge se creyó autorizado a suplicarle, como si fuese un mozalbete, que le permitiera quedarse hasta que los invitados se hubiesen retirado. Pero, a eso, el espectro le dijo que no podía acceder.

—Van a jugar a un nuevo juego —explicó Scrooge—. ¡Sólo media hora, espíritu, sólo eso!

Se trataba de un juego, llamado “Sí y no”, en que el sobrino de Scrooge debía pensar una cosa y los restantes adivinar de qué se trataba, limitándose aquél a contestar “sí” o “no” a sus preguntas, según correspondiera. El vivo fuego de preguntas a que se veía sometido lo obligaba a descubrir si estaba pensando en un animal, un animal vivo o, mejor, un animal desagradable, un animal salvaje, un animal que a voces gruñía y otras refunfuñaba, e incluso hablaba,

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en ciertas circunstancias, vivía en Londres y se paseaba por las calles, y no se exhibía, ni era conducido por nadie, ni vivía en ningún parque zoológico, ni podía vérsele nunca colgado muerto en un mercado, y que no era un caballo, ni un asno, ni una vaca, ni un toro, ni un tigre, ni un perro, ni un cerdo, ni un oso.

A cada nueva pregunta que le formulaban el sobrino explotaba en una sonora carcajada o una risa incontenida, y le acometía una especie de cosquilleo inexpresable, tan violento, que se veía impulsado a precipitarse sobre el sofá y patalear. Por último, la hermana regordeta se abandonó a un estado semejante y vociferó:

—¡Ya lo he encontrado! ¡Ya sé lo que es, Fred! ¡Ya lo sé! —¿Qué es? —preguntó Fred.

—¡Es vuestro tío Scrooge!Lo que era evidentemente cierto. La admiración

fue general, aunque algunos objetaron que la contestación a “¿Es un oso?” hubiera tenido que ser “Sí”, puesto que una contestación negativa había despistado las refl exiones de todos respecto del señor Scrooge, dando a suponer que jamás había aparentado una semejanza en ese sentido.

—Hay que confesar que adivinarlo nos ha dado motivo para mucha diversión —dijo Fred—, por lo que sería injusto mostrarse desagradecido no bebiendo a su salud. Aquí tenemos preparado un vaso de vino caldeado con especias para beberlo en este momento; y yo brindo: ¡Por el tío Scrooge!

—¡Bien! ¡Por el tío Scrooge! —gritaron todos.—¡Unas alegres Pascuas y un feliz Año Nuevo

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para el anciano, sea como sea! —gritó el sobrino de Scrooge—. No lo haría él por mí, pero, a pesar de todo, hay que brindar por él. ¡Por el tío Scrooge!

El señor Scrooge, de un modo imperceptible, se había vuelto tan alegre y cordialmente afable, que habría correspondido a la concurrencia inconscientemente y le habría dado las gracias en un discurso audible, si el fantasma le hubiese concedido tiempo para ello. Pero la escena se dio por terminada con la última palabra pronunciada por su sobrino, y él y el espíritu reanudaron sus viajes.

Mucho fue lo que vieron, y lejos adonde fueron, así corno varios los hogares que visitaron, pero todo acabó felizmente. El espíritu se quedaba algún tiempo en la cabecera del lecho de los enfermos y ellos se sentían alegres; a los que estaban en tierras extrañas, él los acercaba a la patria; a los que combatían, les daba confi anza en un mejor futuro; a los pobres, les concedía la ilusión de la riqueza. En los asilos, hospitales, prisiones, en todo refugio de la miseria donde el hombre, envanecido con su brevísima autoridad, no hubiese hecho cerrar la puerta y dejado fuera al espíritu, dejó su bendición y enseñó a Scrooge sus preceptos.

Fue una larga noche, si es que realmente sólo fue una noche, pues Scrooge tuvo sus dudas a este respecto; porque las fi estas de Navidad aparecían como condensadas en el espacio de tiempo transcurrido mientras estuvieron juntos. Era raro también que, mientras Scrooge continuaba inalterable en su forma externa, el espíritu envejecía visiblemente. Scrooge se dio cuenta de esta transformación, pero no habló de ello

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ni una palabra, hasta que, al abandonar una reunión infantil en la noche de Reyes, mirando al espíritu, cuando se hallaban juntos al aire libre, observó que su cabello era gris.

—¿Tan cortas son las vidas de los espíritus? —preguntó Scrooge.

—Mi vida en esta tierra es muy breve —replicó el fantasma—. Termina esta noche.

—¿Esta noche?—Esta misma noche, a medianoche. ¡Tenedlo en

cuenta! La hora se acerca.Los carillones se pusieron a dar los tres cuartos

de la hora en aquel mismo momento.—Perdonadme si os formulo una pregunta —dijo

Scrooge, mirando intencionadamente el atuendo del espíritu—, pero encuentro algo extraño, no perteneciente a vuestra persona, que sobresale de vuestra túnica. ¿Es un pie o una pezuña?

—Puede que sea una garra, por la carne que lleva encima —fue la amarga respuesta del espectro—. Mirad.

De los pliegues de su túnica sacó dos niños míseros, abyectos, repugnantes, horribles, espantosos. Ambos se arrodillaron a sus pies y se pegaron a la parte exterior de su vestido.

—¡Oh, hombre! ¡Mira ahí! ¡Mira, mira esto! —exclamó el fantasma.

Eran un niño y una niña. Amarillos, enjutos, andrajosos, de mirada ceñuda, de aspecto lobuno, pero postrados, asimismo, en su humildad. Donde la gracia de la juventud hubiera perfi lado sus rasgos y tocado con

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sus tintes más lozanos, una mano vetusta y marchita, como la del tiempo, los había contraído y retorcido, convirtiéndolas en trizas. Allí donde los ángeles hubieran debido estar sentados en un trono real, los diablos estaban agazapados y miraban amenazadores. En ningún cambio, en ninguna degradación, en ninguna perversión de la humanidad, en cualquiera de sus grados, ni entre todos los maravillosos misterios de la creación, existen monstruos ni la mitad de horribles y terrorífi cos que aquéllos.

Scrooge retrocedió, amedrentado. Habiéndole sido mostrados de esta guisa, intentó decir que eran unos bonitos muchachos, pero las palabras se le trabaron antes de prestarse a formar parte de una mentira tan enorme.

—Espíritu, ¿son vuestros? —es todo cuanto pudo decir Scrooge.

—Son del hombre —declaró el espíritu, bajando hacia ellos su mirada—. Y ya veis cómo se aferran a mí, apelando contra sus padres. Este muchacho es el Ignorante. Esta chica es la Necesidad. Guardaos de ambos y de todos los de su casta, pero más que nada guardaos del muchacho, porque en su frente veo que está escrita la palabra Condenación, a menos que lo escrito sea borrado. ¡Negadlo! —gritó el espectro, extendiendo su mano hacia la ciudad—. ¡Difamad a los que os lo digan! Aceptadlos para serviros de ellos en vuestros proyectos facciosos y empeoradlos aún, ¡pero poned atención a las consecuencias!

—¿Es que carecen de refugio o de recursos? —lloriqueó Scrooge.

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—¿Es que no hay prisiones? —dijo el espectro, replicándole por última vez con sus propias palabras—. ¿Es que, por ventura, no existan cárceles donde se redime la pena con el trabajo?

La campana dio las doce.Scrooge se volvió para mirar al espectro y no

lo vio. Cuando la última campanada cesó de vibrar, recordó la predicción del viejo Jacob Marley y, levantando sus ojos, contempló a un solemne fantasma, cubierto y encapirotado, avanzando hacia él como una niebla a ras de tierra.

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El último de los espíritus

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CUARTA ESTROFA

EL ÚLTIMO ESPECTRO

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Gravemente, el fantasma, silencioso y lento, se aproximaba. Cuando llegó cerca de él, Scrooge se arrodilló, inducido por aquel ambiente en que el espíritu parecía esparcir tinieblas y misterio.

Estaba cubierto con una holgada vestidura o mortaja, de un negro intenso, que escondía su rostro y todo su cuerpo, dejando solamente visible una mano extendida. Si no hubiera sido por esta circunstancia, habría sido difícil destacar su fi gura de la oscuridad de la noche y que resaltara en la penumbra que la rodeaba.

Cuando estuvo a su lado, Scrooge se dio cuenta de que era alto e imponente, y su misteriosa presencia lo inundó de un pavor indescriptible. Nada más pudo investigar respecto a él, porque el espíritu no habló ni se movió de sitio.

—¿Estoy en presencia del espíritu de la Navidad futura? —preguntó Scrooge.

El espectro no respondió, pero señaló hacia delante con la mano.

—Vais a mostrarme apariciones de cosas que no han sucedido todavía, pero que acontecerán en el tiempo que tenemos ante nosotros —prosiguió Scrooge—. ¿Estoy en lo cierto, espíritu?

La parte superior de su vestidura se contrajo un instante formando pliegues, como si el fantasma hubiera inclinado la cabeza. Ésta fue la única respuesta que recibió.

Aunque en aquella época estaba ya acostumbrado a la compañía de fantasmas, Scrooge temió la forma silenciosa en que éste se presentaba; tanto, que sus

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piernas empezaron a temblar, y observó que a duras penas podía ponerse en pie cuando se dispuso a seguirle. El fantasma hizo un momento de pausa al observar su estado, a fi n de darle el tiempo necesario para que se reanimase.

Pero Scrooge estaba demasiado azorado para ello. Le espeluznaba, con un vago e incierto temor, saber que detrás de la lúgubre mortaja existían unos ojos fantasmales que lo miraban atentamente, mientras él, aunque agudizaba los suyos tanto como le era posible, no podía ver más que una mano espectral y un gran amontonamiento de negrura.

—¡Fantasma del futuro! —exclamó—, os temo más a vos que a cualquiera de los espectros que os han precedido. Pero como sé que vuestro propósito es hacerme bien, y como espero vivir, en adelante, siendo otro hombre distinto del que he sido, me hallo preparado a aceptar vuestra compañía y a hacerlo con un corazón agradecido. ¿No queréis hablarme?

No dio respuesta alguna. La mano continuaba extendida entre ambos.

—¡Indicadme el camino! —continuó Scrooge—. ¡Indicádmelo! La noche está declinando a prisa y el tiempo es precioso para mí, lo sé. ¡Indicadme adónde vamos, espíritu!

El fantasma se movió hacia adelante tal como se había dirigido hacia él. Scrooge lo siguió en la sombra de su vestidura, que lo levantó, a su juicio, y se lo llevó lejos.

Mejor que entrar en la ciudad, pareció que la ciudad surgía de súbito alrededor de ellos y los encuadraba con

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su propia acción. Pero allí estaban, en el corazón de ella; en la Bolsa, entre los hombres de negocios, que corrían de una a otra parte y hacían tintinear las monedas en sus bolsillos, y conversaban en corros, miraban ávidamente sus relojes y manoseaban pensativamente sus grandes sellos de oro; y todo así, siempre, como Scrooge había podido contemplar muchas veces.

El fantasma se detuvo al lado de un pequeño grupo de gente. Observando que la mano los estaba señalando, Scrooge se adelantó para oír su conversación.

—No —decía un hombre gordo, con un mentón monstruoso—; además, no conozco gran cosa de todo este asunto. Yo sólo sé que está muerto.

—Y ¿cuándo murió? —inquirió otro.—Anoche, creo.—Y ¿qué le sucedió? —preguntó un tercero,

tomándose una buena cantidad de rapé de una gran tabaquera—. Yo creía que no moriría nunca.

—¡Esto sí que sólo Dios lo sabe! —intervino de nuevo el primero, con un bostezo.

—Y ¿qué ha hecho del dinero? —preguntó un caballero de rostro encendido, con una excrecencia pendular en la punta de la nariz, que se movía como las barbas de los pavos.

—No lo he oído decir —afi rmó el hombre del gran mentón, bostezando de nuevo—. Quizá lo ha dejado a sus socios. Lo que sí puedo aseguraros es que no me lo ha dejado a mí. Es todo lo que sé.

La broma fue aceptada por todos con una risotada general.

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—Es de esperar que tenga un entierro modesto —dijo el mismo orador—, pues, a fe mía, no sé de nadie que se proponga asistir. ¿Qué os parecería si nos reuniésemos un grupo y fuésemos a acompañarlo?

—No me importaría ir a una comida, si la celebraran —observó el caballero de la excrecencia en la nariz—; desde luego, tienen que alimentarme si he de ser uno de los acompañantes.

Otra risotada se oyó de nuevo.—Bien, yo, al fi n y al cabo, soy el menos interesado

de todos vosotros —observó el primer orador—, porque no me he puesto nunca guantes negros y nunca me ocurre que me inviten a un ágape. Pero me ofrezco a ir, si alguien más se lo propone. Cuando pienso en ello, no se me ocurre que fuese su amigo íntimo, pero acostumbrábamos detenernos y charlar un rato cuando nos encontrábamos. Bien, ¡adiós, adiós!

Oradores y oyentes se separaron paseando y se mezclaron con otros grupos. Scrooge reconoció a aquellos hombres y dirigió una mirada hacia el fantasma buscando una explicación.

El espectro se deslizó por una calle. Ahora sus dedos apuntaban hacia dos personas que estaban reunidas. Scrooge continuó escuchando, creyendo que allí estaba realmente la explicación.

Él conocía también perfectamente a esas gentes. Eran hombres de negocios, muy ricos y de gran importancia. Siempre se había preocupado de que lo tuvieran en gran estima, desde un punto de vista comercial; así es: desde un punto de vista estrictamente comercial.

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—¿Qué tal os va? —preguntó uno de ellos.—¿Qué tal? —dijo el otro, devolviendo el saludo.

—¡Vaya! —continuó el primero—. Me han dicho que el viejo tacaño ha rendido al fi n sus cuentas a Dios.

—Eso he oído decir —corroboró el otro—. Hace un frío intenso, ¿verdad?

—Apropiado para Navidad. ¿Supongo que no os gusta patinar?

—No, no. Tengo otras cosas en qué pensar. ¡Buenos días!

Ninguna otra palabra. Éstos fueron su encuentro, su conversación y su despedida.

Scrooge se sintió al principio como sorprendido de que el espíritu diese importancia a conversaciones aparentemente triviales, pero como estaba convencido de que su actitud debía tener algún propósito oculto, se dedicó a meditar cuál podía ser. No le era dado, ciertamente, suponer que guardaban relación con la muerte de Jacob, su viejo socio, porque éste era un acontecimiento pasado, y el tiempo propio del fantasma era el futuro. Tampoco se le ocurrió de momento pensar en alguien inmediatamente relacionado con él, a quien pudieran referirse. Pero, no dudando de que, enlazándolo con quién fuese, tenían algún valor moral para su propia persona, se resolvió a atesorar toda palabra que oyese y toda cosa que viese; y especialmente la sombra de sí mismo, cuando ésta se presentase. Porque tenía la convicción de que la conducta de su ser futuro le daría el indicio que le faltaba y le facilitaría la solución de aquellos enigmas.

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En aquel ambiente procuró encontrar a su propia imagen, pero halló otro hombre que precisamente ocupaba el rincón donde él acostumbraba colocarse, y, a pesar de que el reloj señalaba la hora en que habitualmente estaba allí durante el día, no encontró ninguna clase de parecido consigo entre las multitudes que entraban a través del pórtico. A pesar de ello, no sintió gran sorpresa, porque había estado revolviendo su cabeza por la preocupación de un cambio de vida y pensaba y esperaba que estos cambios le harían notar la realidad de las transformaciones operadas en su existencia.

Tranquilo y oscuro a su lado, el fantasma permanecía con la mano extendida, cuando Scrooge se despabiló de su preocupada búsqueda y se imaginó, por el movimiento que había hecho la mano y su nueva posición, que aquellos ojos invisibles le estaban mirando intensamente. Esta mirada lo hizo estremecerse y quedó como helado.

Dejaron pronto la preocupante escena y se fueron a una parte oscura de la ciudad que Scrooge jamás había visitado antes, aunque reconoció su emplazamiento y su mala reputación. Las calles eran asquerosas y estrechas; las tiendas y los edifi cios, miserables; las gentes, medio desnudas, ebrias, desaliñadas, horribles. Avenidas y callejas, como cloacas, vomitaban sus ofensivas pestilencias, suciedad de la vida, sobre las calles inmundas, y todo el barrio olía a crimen, inmundicia y miseria.

En el interior de aquella madriguera de frecuentaciones infames, existía una tienda para

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gente ignorante, emplazada bajo un alero, donde se compraba hierro, trapos viejos, botellas, huesos y carniza grasienta. Por el suelo, en el interior, se veían amontonadas pilas de llaves herrumbrosas, clavos, cadenas, goznes, limas, platillos de balanzas y pesos, así como desechos de metales de todas clases.

Secretos que a pocos agradaría indagar eran dónde, cómo y por qué habían sido recogidos y escondidos en montañas de andrajos indecorosos, masas de grasa corrompida y sepulcros de huesos. Sentado entre los géneros que allí almacenaba, cerca de una estufa de carbón de leña construida con viejos ladrillos, se hallaba un perillán de cabello gris, de unos setenta años, quien se abrigaba del aire frío exterior por medio de sucios colgajos, guiñapos heterogéneos colgados de una cuerda; esto sí, fumando su pipa con toda la comodidad de un retiro tranquilo.

Scrooge y el fantasma quedaron en presencia de ese hombre en el mismo instante en que una mujer, con un pesado fardo, penetraba en la tienda. Pero apenas había entrado cuando otra mujer, igualmente cargada, se escurrió adentro también seguida muy de cerca por un hombre, ataviado con un traje negro ajado, que no se sintió menos sorprendido a la vista de ellas, que ellas al reconocerse. Después de un breve instante de turbación y estupor, en el cual el viejo de la pipa se unió a ellos, los tres prorrumpieron en una carcajada.

—¡Dejad que la asistenta pase primero! —exclamó la que había entrado antes—. ¡Dejad que la lavandera sea la segunda y el hombre de la funeraria el tercero! Ya os dais cuenta, querido Joe, de que ha sido

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una suerte que nos hayamos encontrado aquí los tres sin habernos puesto de acuerdo.

—No podíais haberos reunido en un sitio mejor —dijo el viejo Joe, sacándose la pipa de la boca—. Pasad a la trastienda. Hace tiempo que frecuentáis esta casa como la vuestra, y los otros dos no son tampoco forasteros. Esperad a que haya cerrado la puerta de la tienda. ¡Uf, cómo chirría! No creo, a fe mía, que haya ningún trozo de metal más oxidado, en estos andurriales, que esos malditos goznes; y tampoco creo que haya aquí unos huesos tan duros como los míos. ¡Ah, ah! Somos unos tipos muy apropiados al trabajo a que nos dedicamos; nos complementamos perfectamente. Vayamos a la trastienda. ¡Hala!

La trastienda era el espacio que quedaba protegido por la mampara de guiñapos. El viejo atizó el fuego con un barrote de baranda y, habiendo despabilado la lámpara humeante (porque era de noche) con el tubo de su pipa, volvió a ponérsela a la boca.

Mientras hacía esto, la mujer que había hablado ya colocó su fardo en el suelo y se sentó de una forma ostensible en un escabel, colocando los codos sobre las rodillas y mirando con cierto aire de desafío a los otros dos.

—Y bien, ¿qué sucede? ¿Qué hay de enojoso, señora Dilber? —preguntó la otra mujer—. Cada cual tiene derecho a ocuparse de lo que le viene en gana. Él lo hizo siempre así.

—¡Esto es verdad! —afi rmó la lavandera—. Nadie lo cumplió tan exactamente como él.

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—¿Por qué, entonces, os quedáis mirando como si estuviérais asustada, mujer? Querría que me dijeseis quién tiene más cordura. No vamos a disputar por eso, supongo.

—¡No, ciertamente! —dijeron a la vez la señora Dilber y el hombre—. Hemos de suponer que no.

—Así pues, estamos de acuerdo —exclamó la mujer—. ¿Quién sale perjudicado con la pérdida de unos pequeños objetos como ésos? ¿Supongo que no será un hombre muerto?

—No, es verdad.—Si quería quedárselos una vez fallecido,

ese maldito bribón y avaro —prosiguió la mujer—, ¿por qué no se comportaba como un hombre normal mientras vivió? De haberlo hecho, hubiera contado con alguien que se preocupase por él al golpearlo la muerte con su implacable guadaña, en vez de quedarse solo y abandonado para dar el último suspiro, como ha sucedido.

—Son las palabras más justas que he oído en mi vida —dijo la señora Dilber—. Y responden a un juicio muy sensato sobre el difunto.

—Me hubiera gustado un juicio un poco más duro —replicó la mujer—; y lo hubiera tenido, podéis estar seguros, si hubiera podido poner las manos sobre algo más. Abrid ese fardo, viejo Joe, y dejadme apreciar el valor de todo ello. Hablad lo más francamente posible. No me atemoriza ser la primera en abrirlo ni me asusta ver lo que contiene. Ya sabíamos por descontado, antes de reunirnos aquí, que cada cual se preocupa de lo suyo, sin duda alguna. Esto no es pecado. Abrid ese bulto, Joe.

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Pero la galantería de sus amigos no permitió tal cosa, y el hombre vestido de negro desteñido abrió la brecha y mostró su botín. No era muy abundante. Un sello o dos, un portalápiz, un par de gemelos para camisa y un alfiler de pecho de poco valor: esto era todo. Estos objetos fueron severamente examinados y tasados por el viejo Joe, quien apuntó con yeso, en la pared, la cantidad que estaba dispuesto a dar por cada uno de ellos. Y los reunió todos cuando comprendió que ya no había nada más que mostrar.

—Ésa es vuestra cuenta —dijo Joe—, y no querría dar ni seis peniques más aunque me quemaran vivo. ¿Quién es el siguiente?

La siguiente era la señora Dilber. Sábanas y toallas, unas modestas prendas de vestir, dos viejas cucharas de plata para té, un par de tenacillas para azúcar y unas cuantas botas. Su cuenta fue escrita en la pared de igual manera.

—Siempre doy más a las señoras. Es una de mis debilidades, y por esa razón me estoy arruinando —explicó el viejo Joe—. Ésta es vuestra cuenta. Si me pedís un solo penique más y hacéis de ello una decisión defi nitiva, me arrepentiré de ser tan despilfarrador y os rebajaré media corona.

—Y ahora deshagamos mi bulto, Joe —dijo la primera mujer.

Joe se puso en cuclillas para abrirlo más cómodamente y, habiendo desatado una gran cantidad de nudos, arrastró un grande y pesado paquete de paños de color pardo.

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—¿Cómo llamáis a eso? —preguntó Joe—. ¿Cortinajes de cama?

—¡Ah! —replicó la mujer, riéndose y apoyándose en sus brazos cruzados—. ¡Cortinajes de cama!

—No me vais a contar que los habéis tomado, junto con las anillas, mientras él estaba todavía en su lecho de muerte, ¿verdad?

—¡Claro que sí! ¿Y por qué no iba a hacerlo? ¿Qué mal hay en ello?

—Habéis nacido para labrar vuestra fortuna —concedió Joe—, y no dudo de que en verdad lo lograréis.

—Podéis estar seguro de que no cierro la mano cuando puedo recoger algo en ella, y menos cuando se trata de un sujeto como él; tenedlo por cierto, Joe —continuó la mujer, fríamente—. Poned atención a que no os caigan gotas de aceite sobre las sábanas.

—¿Sus sábanas? —preguntó Joe.—¿De quién queríais que fuesen? —replicó

la mujer—. No se va a enfriar sin ellas, tenedlo por seguro.

—Espero que no habrá muerto de alguna enfermedad infecciosa, ¿verdad? —quiso saber Joe haciendo un alto en su trabajo y mirando hacia arriba.

—No os preocupéis por eso —contestó la mujer—. No estoy tan deseosa de su compañía como para discutir por tales fruslerías, si hubiese habido necesidad. ¡Diablo de hombre! Podéis examinar esta camisa hasta que os duelan los ojos: no hallaréis en ella ni un roto ni un zurcido. Es la mejor que tenía; y bien bonita es. La hubiera desperdiciado, a no ser por mí.

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—¿A qué llamáis desperdiciar una camisa? —preguntó el viejo Joe.

—Habérsela puesto para enterrarle, ¡claro está! —respondió la mujer, con una risotada—. Alguien hubiera sido lo bastante estúpido para pensarlo, pero yo no la dejé escapar. Si un algodón como éste no es lo sufi cientemente bueno para ella, no lo es para nada. Es la que correspondía a su cuerpo. No podía estar más horrible de lo que estaba.

Scrooge escuchaba este diálogo con horror. Como estaban sentados en grupo en torno al botín y a la escasa luz que proyectaba la lámpara del viejo, los pudo ver con todo el desprecio y la repugnancia que provocaban, los cuales difícilmente hubieran sido peores tratándose de demonios obscenos que mercadeasen con el mismo cadáver.

—¡Ja, ja! —sonrió la mujer, cuando el viejo Joe, sacando una bolsa de franela con dinero en ella, expuso las respectivas ganancias sobre el suelo—. Éste ha sido su fi n, ya lo veis. En vida aterrorizaba a la gente que se le acercaba, para que le huyeran, y benefi ciarnos así a nosotros una vez muerto. ¡Ja, ja, ja!

—¡Espíritu! —dijo entonces Scrooge, estremeciéndose de pies a cabeza—. ¡Ya lo comprendo! ¡Ahora lo comprendo! El caso de este hombre desgraciado puede todavía ser el mío. Mi vida se dirigía a ese fi n. ¡Dios sea loado! ¿Qué signifi ca todo eso?

Retrocedió aterrorizado, pero la escena había cambiado, y ahora casi tocaba una cama. Era un lecho desnudo, sin cortinajes, en el cual, debajo de una sábana harapienta, yacía algo envuelto que, si bien

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estaba mudo, denunciaba su presencia en un lenguaje horrendo.

La habitación estaba muy oscura, demasiado oscura para poder observarla con cierto detalle, aunque Scrooge miraba a su alrededor obedeciendo a un impulso secreto, ansioso por saber en qué clase de aposento se encontraba. Una pálida luz entraba del exterior y caía directamente sobre la cama; encima de ella, despojado de todo, saqueado, por nadie atendido, sin un ser viviente que lo llorara, abandonado, yacía el cuerpo de un hombre.

Scrooge dirigió una profunda mirada al fantasma. La mano extendida de éste señaló entonces la cabeza. La sábana estaba tan descuidadamente tendida que el menor gesto, el movimiento de un simple dedo por parte de Scrooge, hubiera dejado la cara al descubierto. Pensó en ello, consideró cuán fácil sería y se dispuso a hacerlo, pero no encontró fuerzas para levantar la tela ni para echar al espectro de su lado.

¡Oh, fría, fría, rígida, espantosa muerte, eleva tu altar aquí y aderézalo con todos cuantos terrores tienes a tu disposición, porque éste es tu dominio! Pero de una cabeza amada, honrada y respetada no puedes tocar ni un solo cabello para tus fi nes terrorífi cos, si no quieres hacer de ella una visión horripilante. No es que la mano no sea pesada y no volvería a caer si se la soltara; no es que el corazón y el pulso no estén silenciosos; pero sí, su mano estuvo abierta, generosa y sincera y el corazón fue bravo, cálido y tierno; y el pulso, el de un hombre. ¡Golpea, entonces, sombra, golpea! Y contempla cómo sus buenas obras

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CANCIÓN DE NAVIDAD

emergen de la herida para sembrar el mundo con vida inmortal.

Ninguna voz pronunció estas palabras en los oídos de Scrooge, pero éste las oyó cuando miró la cama. Pensó: si este hombre fuese capaz de levantarse, ¿cuáles serían sus principales pensamientos? ¿La avaricia, el trato duro con sus semejantes, la crueldad sin piedad? ¡A buen fi n le ha llevado la crueldad sin piedad, a fe de Dios!

Permanecía tendido en la casa oscura y vacía, sin un hombre, una mujer o un niño que recordara en qué había sido bueno con ellos o en qué caso les había dirigido una palabra amable. Un gato estaba rascando a la puerta y había un rumor de roedura de ratas debajo de la parrilla del hogar. ¿Qué era lo que buscaban allí, en el aposento de la muerte? ¿Por qué estaban tan inquietas y agitadas? Scrooge no se atrevía a pensarlo.

—¡Espíritu! —dijo—. En realidad, éste es un lugar horroroso. Al abandonarlo, no olvidaré su lección, podéis creerme. ¡Vayámonos!

Todavía el fantasma señalaba la cabeza con un dedo inmóvil.

—Ya os comprendo —continuó Scrooge—, y querría hacerlo, si pudiese. Pero no tengo fuerza sufi ciente, espíritu —repitió—, no la tengo.

De nuevo pareció mirar por encima de él.—Si existe en la ciudad una persona que se

sienta conmovida por la muerte de este hombre —dijo Scrooge, como si se hallara en la angustia de la agonía—, mostrádmela, espíritu, os lo suplico.

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CHARLES DICKENS

El fantasma extendió ante sí, por un momento, su lúgubre vestidura como si fuese un ala y, apartándola luego, dejó al descubierto una habitación a la luz del día, donde estaba una madre con sus hijos. Se veía que ella estaba esperando a alguien con ansioso afán, porque se paseaba arriba y abajo por la habitación, se estremecía a cada ruido, miraba por la ventana, echaba ojeadas al reloj y distraídamente procuraba, aunque en vano, dar algunas puntadas con la aguja, y trataba de soportar con sosiego el griterío de los niños en sus juegos.

Al fi n se oyó el tan esperado aldabonazo. Voló más que corrió a la puerta y se reunió con su marido; un hombre cuya cara estaba agobiada y deprimida por la angustia, aunque era joven. En aquel momento había en su rostro una marcada expresión, una especie de seria complacencia de la cual se sentía avergonzado y que se esforzaba en reprimir.

Se sentó a comer lo que le guardaban a la vera del fuego, y cuando ella le preguntó débilmente qué nuevas traía (lo que no sucedió hasta después de un largo silencio), pareció preocupado por la forma en que debía contestar.

—¿Está bien o mal? —preguntó ella, para ayudarle. —Mal —contestó.

—¿Estamos, pues, totalmente perdidos?—No; todavía hay esperanza, Caroline.—Si se calma —dijo ella, pasmada—, es natural

que la haya. Toda esperanza es posible, si ha sucedido tal milagro.

—No hay nada que pueda calmarlo —dijo el marido—: ha muerto.

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Era ella un ser paciente y afable, a juzgar por su rostro, pero sintió gratitud en su alma al oír lo que él decía, y así lo expresó, juntando sus manos. Imploró perdón al instante, y lamentó haber manifestado tan duramente su sentimiento, pero lo primero había sido el impulso emotivo de su corazón.

—Lo que os dije ayer por la noche que aquella mujer, medio ebria, me había comunicado cuando traté de verla para pedirle otra semana de plazo, y que yo tomé como una excusa para evitar que la viera, se ha demostrado que era la pura realidad. No es que estuviese solamente muy enfermo en aquel instante, sino que se estaba muriendo.

—¿Y a quién será transferida nuestra deuda?—No lo sé. Pero, antes de que llegue el

momento, hemos de tener preparado el dinero; pues, si no podemos tenerlo, sería mala suerte, en verdad, que encontráramos un acreedor despiadado en su sucesor. Por esta noche, querida Caroline, podemos dormir con el corazón tranquilo.

Sí. Interpretadlo tan literalmente como queráis; era cierto que sus corazones se sentían aliviados, casi regocijados. Los rostros de los hijos, apaciguados, reunidos en torno a sus padres para escuchar lo que tan raramente oían, brillaban con un júbilo extraño. Era un hogar feliz a causa de la muerte de aquel hombre. La única emoción que el espectro pudo mostrarle, causada por el luctuoso acontecimiento, era de placer.

—Hacedme ver alguna ternura relacionada con una muerte —dijo Scrooge—; de no ser así, esta

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CHARLES DICKENS

habitación oscura que acabamos de abandonar ahora, no desaparecerá jamás de mi mente.

El espectro lo condujo por varias calles familiares a sus pies y, mientras andaban, Scrooge miraba a una y otra parte para encontrarse a sí mismo, pero no se veía en ninguna. Entraron en el pobre hogar de Bob Cratchit, la morada que había visitado antes, y hallaron a la madre y los niños sentados en torno al fuego.

Quietos, muy quietos. Los pequeños alborotadores estaban ahora inmóviles y silenciosos como estatuas, sentados en un rincón y mirando a Peter, que tenía un libro ante sí. La madre y las hijas se ocupaban de sus labores, pero también guardaban un gran silencio y permanecían muy quietas.

Y él tomó a un niño y lo sentó en medio de ellos.¿Dónde había oído Scrooge aquellas palabras?

No las había soñado, a buen seguro. El muchacho debía haberlas leído cuando él y el fantasma cruzaban el umbral. ¿Por qué no proseguía?

La madre dejó la labor encima de la mesa y con las manos se cubrió el rostro.

—La luz me hiere los ojos —dijo ella.¿La luz? ¡Ah, el pobrecito Tim!—Ahora los siento mejor otra vez —añadió

la señora Cratchit—. Los debilita la luz de la vela, y no querría por nada del mundo que vuestro padre advirtiera la fl aqueza de mis ojos, cuando llegara. Está por llegar de un momento a otro.

—Más bien ha pasado ya la hora —comentó Peter, cerrando el libro—. Pero creo que estas últimas noches anda un poco más despacio que de costumbre, madre.

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Estaban, en verdad, muy tranquilos otra vez. Por último, exclamaron con una voz aguda y alegre, que sólo una vez vaciló:

—Yo le había visto andar con... con el pequeño Tim sobre los hombros, y realmente muy a prisa.

—Y yo también —exclamó Peter—, muy a menudo. —Y yo lo mismo —gritó otro—. Todos lo habíamos visto así.

—Pero era poco pesado de llevar —resumió ella, atenta a su labor—; y su padre lo quería tanto, que no advertía su peso, ni poco ni mucho. ¡Ahí tenéis a vuestro padre llamando a la puerta!

Se levantó presurosa para correr a su encuentro, y el viejo Bob, con su bufanda —la necesitaba, el pobre hombre—, hizo su entrada en la casa. Ya tenían preparado el té en el anaquel interior de la chimenea y todos se deshicieron en cuidados para servirle lo más amablemente posible. Entonces los dos jóvenes Cratchit saltaron sobre sus rodillas y cada uno de ellas apoyó la pequeña mejilla contra su cara, como si quisieran decirle: “No te apenes tanto, padre. No te afl ijas”.

Bob estaba con ellos muy alegre y hablaba placenteramente con toda la familia. Miró hacia la labor de encima de la mesa e hizo elogios de la pericia y rapidez con que trabajaban la señora Cratchit y las muchachas.

—Debería estar terminado mucho antes del domingo —dijo.

—¡Domingo! Habéis ido hoy, Robert? —preguntó su mujer.

—Sí, querida —respondió Bob—; me habría

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gustado que hubieseis podido ir vos también. Os hubiera alentado ver qué lugar tan verde es. Pero lo veréis a menudo. Le he prometido que iré por allá un domingo. ¡Mi pobrecito!, ¡mi pequeñín! —gimió Bob—, ¡mi pobrecito!

Prorrumpió en llanto, de pronto. No pudo evitarlo. Hubiese podido contenerse, si él y su hijo no hubieran estado tan unidos como lo habían estado en realidad.

Salió de la sala y subió a la habitación de arriba, que estaba alegremente iluminada y adornada, como para Navidad. Había una silla junto al lecho del niño y se notaban señales de que alguien había estado en ella últimamente. El pobre Bob se sentó en la silla y, cuando se hubo apaciguado y meditado un poco, besó el pequeño rostro. Estaba ya resignado con lo que había sucedido y volvió abajo completamente feliz.

Se reunieron alrededor del fuego y conversaron. Las muchachas y la madre continuaron trabajando todavía. Bob les habló de la extraordinaria amabilidad del sobrino del señor Scrooge, a quien apenas había visto una vez, y quien, al encontrarle aquel día en la calle, observando que parecía “un poco afectado”, explicó Bob, le había preguntado qué le había sucedido, a continuación de lo cual, continuó Bob, “porque es el hombre de más amable conversación que habéis escuchado jamás, se lo expliqué. `Lo siento de todo corazón, señor Cratchit’, me dijo él, `y también lo lamento por vuestra buena esposa.’ Incidentalmente, no sé cómo pudo saberlo”.

—¿Saber qué, querido?

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—Pues que sois una buena esposa —replicó Bob.—Todo el mundo sabe esto —dijo Peter.—¡Muy bien observado, hijo mío! —exclamó

Bob—. Creo que me dijo: “Lo lamento de todo corazón por vuestra buena esposa; y si os puedo prestar algún servicio”, me dijo luego, dándome su tarjeta, “ahí es donde vivo. Os ruego que vayáis a verme”. Ahora ya se comprende —gimió Bob— que sus palabras no son emotivas por lo que de veras pueda hacer por nosotros, sino por la amabilidad de su carácter, que es todo bondad. Parecía, en efecto, que hubiese querido a nuestro pequeño Tim y sintiese nuestra pena.

—Creo que es un hombre de buen corazón —dijo la señora Cratchit.

—Estaríais convencida de ello, querida —replicó Bob—, si lo vieseis y le hablarais. No me sorprendería, y tened presente lo que os digo, que procurase para nuestro hijo Peter una mejor situación.

—¿Has oído esto, Peter? —preguntó la señora Cratchit.

—Y entonces —exclamó una de las chicas— Peter se buscará una compañera y formará una familia aparte.

—¡Vaya! ¡Sí que vais a prisa! —comentó Peter, regodeándose.— Tanto puede ser que suceda uno de estos días, como que no —dijo Bob—; aunque todavía tienes mucho tiempo para decidirte, querido. No obstante, cuando sea y como sea que nos separemos, creo que ninguno de nosotros olvidará a nuestro pobrecito Tim, ¿verdad?, ni esta primera separación que ha habido entre nosotros.

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—¡Nunca, padre! —lloriquearon todos.—Y yo sé —dijo Bob—, yo sé, queridos míos,

que cuando recordemos lo paciente y cariñoso que era, aun siendo sólo un muchachito, no reñiremos fácilmente entre nosotros ni olvidaremos, haciendo tal cosa, a nuestro pobrecito Tim.

—¡No, padre, nunca! —gimieron todos ellos.—Ahora soy dichoso —musitó el viejo Bob—,

soy muy dichoso...La señora Cratchit lo besó, sus hijas lo besaron,

los dos jóvenes Cratchit lo besaron también, y Peter le dio la mano. ¡Oh, espíritu del pequeño Tim, tu infantil esencia procedía de Dios!

—Espectro —dijo entonces Scrooge—, algo me dice que el momento de separarnos está cercano. Lo sé positivamente pero no sé cómo. Decidme qué hombre era ese que he visto ahí, tendido y muerto.

El espectro de las Navidades futuras le hablaba y lo conducía como antes había hecho, aunque ahora en un tiempo diferente, según su opinión: ciertamente, no se notaba un orden en esas últimas visiones, excepto que se desarrollaban en el futuro, en los lugares de reunión de los hombres de negocios, pero en las cuales él no aparecía. Ciertamente, el espíritu no se detuvo por nada, sino que siguió adelante, como si fuera hacia el fi n apetecido, hasta que Scrooge le suplicó que se detuviera un momento.

—Esta callejuela —dijo Scrooge—, por la que discurrimos ahora tan a prisa, es donde está mi despacho, desde hace ya mucho tiempo. Veo la casa. Dejadme contemplar lo que será en días venideros.

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El espectro se detuvo, pero su mano estaba señalando hacia otra parte.

—La casa es la de allá —aclaró Scrooge—. ¿Por qué señaláis más lejos?

El dedo, inexorable, no cambió de dirección.Scrooge se precipitó entonces a la ventana de

su despacho y miró al interior. Era una ofi cina, pero no la misma; el mobiliario tampoco era el mismo, y la persona que estaba sentada en la silla no era la que él esperaba ver. El fantasma seguía señalando en la misma dirección de antes.

Se unió a él en seguida y, preguntándose hacia dónde iban y por qué, lo acompañó hasta que llegaron a una reja de hierro. Hizo una pausa antes de entrar, mirando a su alrededor.

Era un cementerio. Allí el hombre miserable cuyo nombre tenía ahora que saber, yacía bajo tierra. Era un lugar importante. Rodeado por edifi cios, cubierto por el césped y las malas hierbas, allí crecía la vegetación de la muerte, no la de la vida, obstruida como estaba por demasiados enterramientos. ¡Un digno lugar!

El espíritu se entretuvo entre las tumbas y señaló una de ellas, hacia la cual Scrooge avanzó temblando. El fantasma seguía mostrándose exactamente como hasta ahora, pero Scrooge temía ver en su solemne apariencia una nueva signifi cación.

—Antes de que me acerque más a esa piedra que estáis señalando —dijo Scrooge—, contestadme a una pregunta: ¿son éstas las visiones de las cosas que serán, o son únicamente sombras de las cosas que pueden ser?

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Una vez más el fantasma indicó más allá: cierta tumba cerca de la cual se hallaban.

—Los caminos de los hombres permiten augurar ciertos fi nales a los que, si perseveráis, os conducirán —dijo Scrooge—. Pero, si abandonáis los caminos, los fi nales serán otros. Decidme, pues, qué es lo que realmente sucederá en todo lo que estáis mostrando.

Li espectro permanecía inmóvil, como siempre.

Scrooge se arrastró hasta él temblando mientras avanzaba; y, siguiendo la dirección que marcaba el dedo inmutable, leyó sobre la piedra de la descuidada tumba su propio nombre: Ebenezer Scrooge.

—¿Soy yo el hombre que vacía sobre la cama? —dijo, llorando y de rodillas.

El dedo señaló la tumba una y otra vez.—¡No, espectro! ¡Oh, no, no!El dedo continuaba señalando en la misma

dirección.—¡Espíritu! —gritó fi nalmente, agarrado a sus

ropas—, ¡escuchadme! No soy ahora el mismo hombre que antes era. No quiero ser el hombre que hubiera sido de faltarme vuestra ayuda. ¿Por qué me enseñáis todo esto, si para mí ya no existe ninguna esperanza?

Por vez primera, la mano del espectro pareció moverse.

—¡Buen espíritu —prosiguió, poniéndose de rodillas en el suelo, ante él—, que vuestra natural bondad interceda en mi favor y se apiade de mí! Aseguradme que todavía es tiempo de cambiar esas

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visiones que me habéis mostrado, si procuro cambiar mi forma de vida.

La mano, ahora, temblaba.—Quiero honrar la Navidad en mi corazón

y procuraré guardar su espíritu durante todo el año. Quiero vivir en el pasado, el presente y el futuro. Los espectros de los tres se esforzarán por lograrlo dentro de mí. No olvidaré las lecciones que me han enseñado. ¡Oh!, decidme que puedo borrar lo que hay escrito en esa piedra.

En su agonía, tomó la mano espectral. Procuró ésta desasirse del apretón, pero Scrooge era fuerte y la retuvo. El espíritu, más fuerte todavía, lo rechazó al fi n.

Scrooge, levantando juntas las manos en una última súplica para que cambiara su suerte, advirtió una alteración en la capucha y la indumentaria del fantasma. Éste se encogió, se desplomó y se contrajo hasta convertirse en el pilar de una cama.

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Scrooge y Bob Cratchit

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QUINTA ESTROFA

EL FINAL DE TODO

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¡Sí! El pilar era el suyo. La cama era la suya, la habitación, su propia alcoba. Pero lo mejor y más feliz era que todo le pertenecía: el tiempo que tenía ante sí era suyo, y podía introducir en él las enmiendas que le apetecieran.

—¡Viviré en el pasado, en el presente y en el futuro! —repetía Scrooge, bajando de la cama—. Los espíritus de los tres han hecho todos los esfuerzos posibles dentro de mí. ¡Oh, Jacob Marley! ¡El cielo y las Navidades sean benditas por ello! ¡Lo digo postrado de rodillas, querido Jacob, sobre mis rodillas!

Estaba tan excitado y resplandeciente con sus buenas intenciones, que su voz, quebrada, apenas podía emitir su llamada. Había sollozado tan violentamente en su lucha con el espíritu, que su rostro estaba cubierto de lágrimas.

—No están arrancados —gritó Scrooge, tomando uno de los cortinajes de la cama en sus brazos—, no están arrancados, ni las anillas tampoco. Están aquí... yo estoy aquí; las visiones de las cosas que sucedieron han sido dispersadas. Lo serán, sé que lo serán.

Sus manos, durante este tiempo, estaban ocupadas con las prendas de vestir; les daba vueltas, de fuera hacia dentro, las volvía a colocar de dentro hacia afuera, las desgarraba, las desordenaba y hacía con ellas toda clase de extravagancias.

—¡No sé qué hacer! —gritó Scrooge, riendo y llorando a la vez, y convirtiéndose a sí mismo, con sus medias, en un Laocoonte—. Me siento tan ágil como una pluma, soy tan feliz como un ángel, me invade la alegría como si fuese un escolar; me siento tan ligero

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de cascos como si estuviera ebrio. ¡Alegres Navidades a todos! ¡Feliz Año Nuevo a todo el mundo! ¡Hola! ¡Córcholis! ¡Adelante!

Fue jugueteando por la sala y perdiendo casi el resuello.

—¡Ahí está la cacerola que contenía la papilla! —gritó, saliendo de nuevo de la sala y dirigiéndose a la chimenea—.

¡Ahí está la puerta por la que el fantasma de Jacob Marley entró! ¡Éste es el rincón donde se sentó! ¡Ahí está la ventana donde vi a los fantasmas errantes! ¡Todo está como es debido, todo es verdad, todo ha sucedido! ¡Ja, ja ja!

Realmente, para un hombre que había dejado de practicarla durante tantos años, aquella risa era espléndida, una risa de la más alta estirpe; el origen de una larga, larguísima serie de brillantes risas.

—No sé en qué día del mes estamos —murmuró Scrooge—. No sé cuánto tiempo he permanecido entre los espíritus. No sé nada. Me siento como un chiquillo. Pero no importa. No quiero preocuparme. No me disgustaría ser un muchacho. ¡Hala! ¡Adelante! ¡Siempre adelante!

Las iglesias lo sorprendieron, en su entusiasmo, con un repiqueteo de campanas que jamás había oído tan alegre. ¡Tin-tan!, golpeaba el badajo; ¡din-don!, la campana. La campana, ¡din-don!; el badajo, ¡tin-tan! ¡Oh, magnífi co!

Corriendo a la ventana, la abrió de par en par y asomó la cabeza al exterior: ningún rastro de niebla; una atmósfera clara, jovial, animosa, que estimulaba

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la sangre a danzar; una luz solar resplandeciente, un cielo glorioso, un aire agradablemente frío, alegres campanas... ¡Oh, triunfal, verdaderamente triunfal!

—¿En qué día estamos hoy? —gritó Scrooge, llamando a un muchacho que pasaba por la calle en traje de fi esta y que holgazaneaba curiosamente por allí.

—¿Qué decís? —contestó el muchacho, con toda la sorpresa que pudo demostrar.

—Te pregunto en qué día estamos hoy, mi buen muchacho.

—¿Hoy? —replicó el muchacho—. Pues es el día de Navidad.

—¡El día de Navidad! —se dijo Scrooge a sí mismo—. No lo he perdido, pues, por fortuna. Los espíritus lo han hecho todo en una noche. ¡Claro! ¡Oye, buen muchacho!

—¡Hola! —contestó el chico.—¿Sabes dónde está la pollería, no la de la

esquina de la próxima calle, sino la de la segunda? —inquirió Scrooge.

—Creo que sí —replicó el jovencito.—¡Vaya muchacho éste! —comentó Scrooge—.

¡Un chico inteligente de veras! ¿Sabes, por casualidad, si han vendido un pavo extraordinario que tenían colgado? No el pequeño, sino el mayor.

—¿Cuál? ¿Uno que es tan grande como yo? —preguntó el jovencito.

—¡Qué muchacho más delicioso! —se dijo Scrooge—. Da gusto hablar con él. ¡Sí, precisamente aquél, mi simpático corzo!

—Pues no; allí está colgado todavía.

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—¿De veras? —dijo Scrooge—. Pues anda, ve y cómpralo.

—¡Estáis bromeando!—No, no —continuó Scrooge—; lo digo de

veras. Anda, ve; diles que lo traiga aquí y les diré a qué dirección han de llevarlo. Vuelve con el pollero y te daré un chelín. Y, si vuelves antes de cinco minutos, te daré media corona.

El muchacho salió disparado como una bala.Se lo mandaré a Bob Cratchit —murmuró

Scrooge, frotándose las manos y soltando una carcajada—. No sabrá quién se lo manda. Es el doble de grande que el pequeño Tim. El cómico Joe Miller nunca ha tenido una ocurrencia como ésta, de mandar un pavo a casa de Bob.

La mano con que escribió la dirección no era muy fi rme, pero la letra era bastante clara, sin embargo; luego bajó para abrir la puerta de entrada y estar preparado cuando volviera el chico con el pollero. Mientras permanecía allí, esperando su llegada, su vista se fi jó en la aldaba.

—Me gusta, la querré mientras viva —exclamó Scrooge, acariciándola con la mano—. Apenas me había dado cuenta de lo bonita que es. ¡Qué expresión más pura de bondad tiene su cara! Es un precioso llamador. ¡Bravo! Ahí llega el pavo. ¡Hola! ¡Bienvenido! ¿Qué tal vamos? ¡Felices Pascuas!

Era, realmente, un señor pavo. Seguro que no había podido sostenerse sobre sus patas, aquella magnífi ca y enorme ave. Se las hubiese roto en un momento, como si fuesen varitas de lacre.

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—Bien, pero es imposible trajinar esta pieza hasta Camden Town —dijo Scrooge—. Tendréis que alquilar un carruaje.

La risa ahogada con que dijo eso, y la carcajada suelta con que pagó el pavo, y la que acompañó el pago del coche, y la alegre satisfacción con que recompensó al muchacho, sólo fueron superadas por la risotada que soltó al sentarse de nuevo, casi sin aliento, en la silla, llorando y riendo a un tiempo.

Afeitarse no fue precisamente un trabajo fácil, porque su mano continuaba temblando bastante, y afeitarse requiere atención, incluso cuando uno no se pone a bailar cuando lo hace. Pero, aun cuando se hubiera cortado la punta de la nariz, se hubiese aplicado un trozo de esparadrapo en la herida y... tan satisfecho.

Se vistió con las mejores prendas que poseía y salió a la calle. La gente estaba deambulando por ella tal como había visto en compañía del espíritu de la Navidad presente. Paseando con las manos detrás de la espalda, Scrooge contemplaba a cada uno con una sonriente complacencia. En una palabra: tenía un talante tan irresistible, que sólo os diré que tres o cuatro personas conocidas y de buen humor le dijeron: “¡Buenos días, caballero! ¡Felices Pascuas!” Y Scrooge contestó inmediatamente al saludo, porque, de todos los gozosos sonidos que había oído en su vida, aquellos eran los que resonaron más alegres en su oído.

No había andado mucho cuando, dirigiéndose hacia él, vio al grave caballero que lo había visitado en su despacho el día anterior y le había dicho: “Scrooge y

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Marley, ¿verdad?” Sintió un dolor agudo en el corazón al pensar cómo lo miraría el caballero cuando se cruzase con él, pero sabía cuál había de ser su comportamiento, y obró en consecuencia.

—Mi querido señor —dijo Scrooge, apresurando el paso y tomando al viejo caballero con ambas manos—, ¿cómo os encontráis? Estoy convencido de que ayer tuvisteis éxito en vuestra colecta. Fuisteis muy amable conmigo. ¡Os deseo una feliz Navidad!

—¿Sois el señor Scrooge?—El mismo —dijo éste—. Tal es mi nombre; y,

sinceramente, temía que no os fuese muy agradable. Permitidme que os pida perdón. Tened la bondad de... —y aquí le susurró algo al oído.

—¡Dios me ampare! —exclamó el caballero, como si le faltara el aliento—. Mi querido señor Scrooge, ¿habláis en serio?

—Muy en serio —respondió él—, y no rebajo ni un maravedí. Varios atrasos van comprendidos en esta cifra, os lo aseguro. ¿Queréis tener la amabilidad de aceptarla?

—Pero, mi querido señor —dijo su atónito interlocutor, con un fuerte apretón de manos—, no sé, en efecto, qué decir ante tal muni...

—No digáis nada, por favor —replicó Scrooge—. Venid a verme. ¿Querréis venir a verme?

—Ya lo creo que quiero —exclamó el viejo caballero, y era indudable que lo quería.

—¡Muchas gracias! —le respondió Scrooge—. Os estoy muy agradecido. ¡Gracias mil veces! ¡Y que Dios os bendiga!

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CHARLES DICKENS

Se fue a la iglesia y luego paseó por las calles, complaciéndose en observar a la gente, que iba apresurada de una parte a otra, dando palmaditas a la cabeza de los niños, haciendo preguntas a los mendigos y mirando al interior de las cocinas de las casas, a través de las ventanas, considerando que toda aquella actividad podía procurarle satisfacción. Nunca había pensado que un paseo, ninguno de ellos, pudiera darle tanta felicidad. Y por la tarde volvió sus pasos hacia la casa de su sobrino.

Pasó por delante de la casa una docena de veces antes de armarse de valor y tomar la decisión de acercarse y llamar. Pero la tomó repentinamente y lo hizo.

—¿Está en casa el señor, simpática jovencita? —preguntó Scrooge a la sirvienta—. Bonita muchacha. ¡Preciosa! —Sí, señor.

— ¿Dónde está, cariño? —le preguntó Scrooge.—En el comedor, señor, con la señora. Os

indicaré el camino, en el primer piso, si os place.—¡Gracias! Me conocen —explicó Scrooge con

la mano ya en el pomo de la puerta del comedor—: ya me introduciré yo mismo.

Dio vuelta al pomo con suavidad y asomó la cabeza por la puerta entreabierta. Sus sobrinos estaban examinando la mesa puesta con gran solemnidad, porque las jóvenes amas de casa están siempre nerviosas en estas ocasiones y les gusta ver que cada cosa esté en su lugar.

—¡Fred! —gritó Scrooge.¡Qué vivacidad desplegó el animoso corazón

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de la bondadosa esposa de su sobrino! Scrooge olvidó por el momento las circunstancias en que la había contemplado en sus visiones, cuando ella estaba sentada en el rincón, con los pies en el escabel; o quizás no los había puesto nunca, a fi n de cuentas.

—¡Válgame Dios! —exclamó Fred—. ¿Qué es lo que veo?

—Soy yo: vuestro tío Scrooge. He venido a cenar. ¿Permitís que me quede, Fred?

¡Si lo dejaban quedar! Por poco no le arranca un brazo con sus efusiones. Pasados cinco minutos, se encontraba ya a sus anchas. Nada podía ser más acogedor. Su sobrina lo abrazó con la misma afabilidad. Idéntica fue la recepción de Topper, cuando llegó, y lo mismo expresó la hermana regordeta, al verle en casa. Y nada hay que decir de los demás, a medida que fueron entrando en la habitación. ¡Qué maravillosa reunión, qué divertidos juegos, qué unanimidad más encantadora! ¡Qué extraordinaria felicidad!

Pero a la mañana siguiente llegó a la ofi cina muy pronto. ¡Oh, sí!, estuvo allí a primera hora. Únicamente para entrar primero en el despacho y atrapar a Bob Cratchit llegando con retraso, pues, a decir verdad, esto era una cosa que le hacía mucha ilusión.

Y lo consiguió, ¡vaya si lo consiguió! El reloj dio las nueve, y Bob no llegaba; pasó un cuarto de hora, y Bob no aparecía; pasaron dieciocho minutos... y Bob tardó en llegar media hora completa. Scrooge se sentó, con la puerta abierta de par en par, para poder verle entrar por el lavadero.

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Ante todo, Bob se quitó el sombrero, lo mismo que la bufanda. En un santiamén estuvo sentado en el taburete y se dispuso a dar una gran actividad a su pluma, como si quisiera atrapar contra reloj las nueve horas.

—¡Hola! —gruñó Scrooge, con su voz acostumbrada, así que pudo fi ngirla—. ¿Qué os proponéis llegando aquí a estas horas del día?

—Lo lamento, lo lamento mucho, señor —dijo Bob—. Me he retrasado.

—¿Ah, sí? —se preguntó a sí mismo Scrooge—. Sí: me parece que vais un poco retrasado. Acercaos, caballero, si gustáis.

—Es sólo una vez al año, señor —se disculpó Bob, desde el lavadero—. Os aseguro que no se repetirá. Nos sentíamos todos muy alegres ayer, señor.

—Pues ahora, amigo mío, os voy a decir algo —explicó Scrooge—: no creáis que estoy dispuesto a soportar esta clase de comportamiento por más tiempo. Por lo tanto —continuó, levantándose de un salto de su escabel, tomando a Bob por el chaleco y dándole tal empujón que lo hizo retroceder de nuevo hasta el lavadero—, por lo tanto, ¡os voy a subir el sueldo!

Bob tembló y se acercó un poco más a la regla que estaba encima de la mesa. Tuvo la repentina idea de servirse de ella para golpear a Scrooge, retenerle y llamar a la gente que había en el patio para que fueran a socorrerlo y trajeran una camisa de fuerza para su amo.

—¡Felices Navidades, Bob! —dijo entonces Scrooge, con una entonación muy seria que no podía

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interpretarse de otra manera cuando fue confi rmada con una fuerte palmada en la espalda—. ¡Felices Navidades, Bob, mi buen amigo; más felices que las que os he dado durante muchos años! Quiero subiros el sueldo y preocuparme por el bienestar de vuestra valerosa familia; y quiero discutir con vos vuestros asuntos esta misma tarde, ante un buen vaso de Navidad, lleno de vino caldeado y especiado. ¡Y ahora atizad el fuego y comprad otro cubo de carbón antes de que pongáis ni un solo punto sobre otra i, Bob Cratchit!

Scrooge fue mejor de lo que se había propuesto. Lo realizó todo e infi nitamente más. En cuanto al pequeño Tim, que no murió, fue su segundo padre. Se transformó en tan buen amigo, tan buen señor, tan buen hombre, que fue el mejor que en toda aquella buena y vieja ciudad se había conocido, o en cualquier otra buena y vieja ciudad, pueblo o barrio de este bueno y viejo mundo.

Algunas gentes se reían al advertir el cambio, pero él las dejaba reír y les hacía poco caso, porque era lo sufi cientemente listo para saber que nada ha sucedido nunca en este globo, para bien, que algunas gentes no hayan tomado con una tempestad de risas; y, sabiendo que tales gentes no tienen más remedio que ser ciegas, pensaba que mejor era que hiciesen muecas, al entornar los ojos por no poder reprimir la risa, que manifestar su enfermedad en formas menos atractivas. Su propio corazón reía, y esto era algo que le satisfacía sobradamente.

No tuvo otros tratos con espíritus, pero de entonces en adelante, y siempre más, vivió en el

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principio de la abstinencia total, e incluso se dijo de él, después, que sabía cómo celebrar la Navidad de la mejor manera, si es que algún hombre posee en vida este conocimiento.

¡Que se pueda decir esto con razón de nosotros, de todos nosotros! Y también, como decía el pequeño Tim, ¡que Dios bendiga a todos y a cada uno de nosotros!

- FIN -

Charles Dickens nación Portsmouth, Inglaterra, el 7 de febrero de 1812. Murió en Gadshill, Kent, el 9 de junio de 1870.

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