camisa blanca, corbata...
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Camisa blanca, corbata negra
Juan C. Pérez Gómez
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Hace bastantes años, el Instituto donde cursé bachillerato me regaló como
premio a una redacción, las obras completas de José Antonio Primo de Rivera.
Entonces no le di más importancia. Años después, cayó en mis manos sin
saber cómo, El hombre al que Kipling dijo sí, otro libro sobre el fundador de la
Falange. Su lectura me aclaró mucho: no era el que historiadores, políticos o
periodistas decían que era, adulterando muchas veces su verdadero talante
político. Me encontré con un José Antonio culto y conocedor de la historia de
España de quien Rosa Chacel, dijo: "Ayer, al pasar por los puestos de libros del
Cabildo, vi unos cuantos libros españoles, de la España actual… ¡Lagarto,
lagarto!… Sin embargo, me compré nada menos que las Obras Completas de
José Antonio. Hacía mucho tiempo que quería leerlas y ayer me leí de golpe
trescientas páginas. Es increíble. Dos cosas son increíbles; una que todo eso
haya podido pasarme inadvertido a mí, en España, y otra que España y el
mundo hayan logrado ocultarlo tan bien. No me extraña que llegaran a matarle:
estaba hecho para eso, para que después de muerto se haya hecho el silencio
sobre su caso… Por el contrario, los gitanillos, las faldas de volantes, los toritos
bravos y todo el puterío sublimado extendiendo por el mundo una España
histriónica era vivificante para la cosecha de turismo. Es cierto que su simpatía
por los fascismos europeos, tan macabros, le salpicó con el cieno en que ellos
se enfangaron, pero leyéndole con honradez se encuentra el fondo básico de
su pensamiento, que es enteramente otra cosa. Fenómeno español por los
cuatro costados".
Recopilé mucha información. Llené cuadernos y cuadernos, recortes de
prensa... hasta que un buen día comencé a escribir tratando de ver el lado
humano de José Antonio, de aquella persona de carne y hueso, de aquél
hombre que luchó contra sí mismo y se dio cuenta de que era vital no guardar
rencor a las personas pese a las diferencias políticas o religiosas; alguien que
perdonó a sus verdugos en el momento de la muerte.
Su fusilamiento fue uno de los episodios más deleznables de nuestra historia y
de no haberse producido, sin duda el rumbo de la misma hubiera sido otro.
Vistos los "expedientes perdidos" del pelotón de ejecución, del director de la
cárcel y del auditor del Ministerio de la Guerra que denegó su indulto
presionado por Largo Caballero, reflejé en mi obra la carnicería perpetrada en
aquel patio de la cárcel de Alicante.
Una noche, tres figuras vestidas de negro y amparadas en la oscuridad de la
estación del norte de Valencia, aguardaban junto a un Simca 1000, mientras yo
pretendía sacar un billete para Madrid.
-Buenas noches _saludó uno de ellos, aproximándose a la taquilla de billetes.
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Era un hombre alto, repeinado y pulcro. Parecía salido de otra época. Me sentí
intrigado por la sola existencia de aquel tipo.
-¿Nos conocemos? _pregunté.
-Estoy convencido de que ha oído hablar de mí. Yo, en cambio, sé muy bien
quién es usted. ¿Un cigarrillo señor López?...
Me conocía. Acepté la invitación y encendimos sendos pitillos dejando flotar el
silencio.
-¿Y de qué me conoce, si puede saberse?
-Es mi pasión indagar, buscar y examinar; siempre lo hice.
-¿Y qué quiere de mi? _pregunté.
-Estuve en una librería especializada en libros descatalogados y difíciles de
encontrar. Y adivine... le vi buscar libros relacionados con el suyo. Escuché su
conversación con el librero. Creo que podemos ayudarle.
Mis ojos brillaron por primera vez en muchos días. Aquél hombre parecía
ilusionado con la posibilidad de defender mi proyecto.
-No sé, no me parece buena idea: mi libro está acabado.
-Por favor... No compre el billete
_me pidió.
-Faltan cinco minutos para que
salga el tren. Mañana presento el
libro en una importante librería.
_expuse mientras lo anunciaban por
megafonía.
-¿Y bien?
-Dígame quién es usted y porqué este repentino interés por mi novela.
-No hay problema. Salgamos fuera... Esta estación es muy hermosa pero no el
lugar adecuado para hablar de su libro. Y... no se preocupe por el tren, mañana
estará en Madrid a su hora. ¿De acuerdo?
-¿Qué pasa con mi libro? _pregunté, sin obtener respuesta.
La temperatura comenzaba a bajar y la humedad de Valencia calaba los
huesos. El ulular de un búho de la estación, hizo que se helara mi sangre.
-Permita que me presente, me llamo Francisco y los compañeros que esperan
en el coche, Julián y Mariano. Ahora, salgamos de aquí, por favor.
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Saludé con la cabeza a los caballeros que esperaban en el vehículo mientras
Francisco se quitaba el abrigo, los guantes, el sombrero y subía al auto.
-¡Al hotel! _ordenó.
El coche olía a lavanda. Mirando atónito por la ventanilla, llegamos al hotel.
Reparé en su aspecto neoclásico, como de un palacete con columnas de
mármol jalonando la entrada. Era un céntrico establecimiento de renombre.
Como era tarde, abrieron por dentro la pesada puerta de nogal. Un empleado,
a petición de Francisco, nos condujo a un pequeño gabinete que en su tiempo
pudo ser la biblioteca. Los cuatro tomamos asiento en unas cómodas butacas
dispuestas junto a una chimenea, cuyo calor se agradecía.
-Tomaremos unos bizcochos con jerez... ¿quiere acompañarnos? _invitó muy
solícito, Francisco.
-Preferiría un té caliente con limón, si no les importa.
Mientras yo mismo me servía el té en un precioso servicio de porcelana de
Limoges, mencionaron que habían pasado más tiempo en la cárcel que fuera
de ella. El que había conducido el Simca, comentó que al final de la guerra civil
se había refugiado en Francia y allí fue encarcelado.
-A pesar de eso pasé a Suiza y luego a Londres. Más tarde marché a vivir a
Biarritz; desde allí colaboré con el Gobierno de la República en el exilio. Tras la
muerte de Negrín, tomé parte en la entrega de la documentación sobre el "oro
de Moscú" a las autoridades franquistas. Gracias a eso regresé a España no
como exiliado sino como residente en el extranjero. Finalmente, abandoné la
política. No se preocupe, no ponga esa cara... Hemos conseguido ponerlo
nervioso _comentó Mariano sonriente_
-Únicamente les agradecería que me ayudaran a entender quiénes son ustedes
y a qué estamos jugando.
-Tenga paciencia, López _añadió Mariano_. Todo esto es muy complejo. Para
empezar tiene que saber que tanto yo como mis compañeros, no somos
personas humanas aunque usted nos vea así, somos espíritus que nos hemos
quedado “vagando” por aquí, por este mundo. No somos almas perdidas, ni
tampoco nos han obligado a quedarnos, sino más bien lo contrario. La causa
por las que estamos pegados a este mundo no sigue su curso natural hacia
otro plano, es meramente voluntaria.
-Así es _Intervino de nuevo Francisco_. Al fallecer decidimos voluntariamente
no continuar nuestro proceso y quisimos quedarnos donde se desarrolló
nuestra vida, quizá por el poder que tuvimos. Cuando fallecí supe que el juego
había terminado, que había cumplido mi papel y que debía proseguir, pero
estaba encariñado con el que fui y con lo que yo creía que iba a suceder
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después de mi muerte, con mis bienes, mis afectos... y ha sido peor
precisamente por haber sido alguien influyente, porque eso alimentó mi ego
gigante. No he sido capaz de ir debilitándolo hasta perder la memoria de "quién
soy", porque todos somos lo mismo, y la percepción de individualidad es
ficticia.
Increíble. ¡Entre quienes estaba sentado! Era evidente que estos hombres le
dieron un alto valor al momento histórico que vivieron y eso, les había
provocado que al fallecer no quisieran desprenderse de aquello. Siempre he
dicho que los sentimientos no deben ser cuantificados ni valorados, deben ser
un regalo y debemos dar gracias a diario por su disfrute y una vez se terminan
dejarlos fluir. No sabía si ellos pensaban igual. Mariano, dirigiéndose de nuevo
a mí, añadió:
-De entrada, estás aquí porque mucho de lo que has escrito en tu librito, dista
mucho de ser cierto aunque satisfaga a muchos lectores. Parte de lo que has
consultado sobre el fundador de Falange adolece de graves "corruptelas" que
acaban por desvirtuar al partido -aunque él lo llamaba “antipartido”, pues
pretendía la abolición de todos los demás- muy influido y financiado por el
fascismo italiano de Mussolini, aunque inspirado en el tradicionalismo español y
la filosofía de José Ortega y Gasset, a quien admiraba.
-Un bon vivant de exacerbado nacionalismo _ afirmó Francisco_. A pesar de su
aparente frivolidad señoritil, era inteligente. Le conocí en Madrid cuando
estudiábamos derecho; coincidíamos mucho en la Residencia de Estudiantes.
Cuando terminé derecho, ingresé en las juventudes socialistas y, en más de
una ocasión, me encontré con él como defensor. Y también nos veíamos en los
casos contrarios, cuando yo actuaba de defensor y él de acusador privado. El
trato profesional nos permitía cambiar impresiones y hablar de política. Un día
le pregunté si la Falange se aliaría con los monárquicos para luchar por la
restauración. Me contestó que él era republicano y sólo guardaba malos
recuerdos de quienes,
injustamente, hicieron caer a su
padre sin valorar sus servicios y
sus méritos, no permitiendo que
el pueblo rindiera homenaje al
cadáver, cuando le trajeron de
París.
-Pienso _intervine_, que si su
antimonarquismo engendrado
por la ingratitud de Alfonso XIII para con su padre, se hubiese aprovechado con
habilidad en los momentos en que la República era todavía una gran ilusión
nacional para comprender lo que encerraba en su cerebro José Antonio de
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positivo, algo bueno se podía haber obtenido para el nuevo régimen, falto de
cooperaciones españolistas.
Era sabido que don Alfonso hirió un día tan profundamente a José Antonio que
nunca le perdonó. Fue el día en que Abd-el Krim se entregó al ejército francés.
En su despacho, el rey recibió un telegrama con la noticia. A los allí presentes,
les leyó el comunicado y luego, en son de burla, dirigiéndose a él, le dijo: Qué
suerte tiene el cochino de tu padre. Y es por esto por lo que no pudo
perdonarle. En mi novela, dejé claro que José Antonio no tuvo respeto ni
consideración por el monarca. Me basé en una intervención parlamentaria,
donde elogiaba las gestiones realizadas por su padre durante la dictadura y
culpaba del fracaso de éste a los intelectuales que le volvieron la espalda. Lo
seguían personas de formación y creencias muy heterogéneas.
-Gil Robles, dijo que a José Antonio le faltaba ambición y vocación política.
Alguna vez, insinuó que "Cuando un padre ama la política, sus hijos suelen
aborrecerla". _exclamó Francisco_. Creo que no le interesó mucho la cosa
pública en los años en que gobernó su padre. Lo hizo movido por un noble afán
de reivindicar, frente a la ingratitud humana, el nombre y la obra de su padre.
Entre jerez y jerez, comentaron que el marqués de Eliseda, monárquico y
fanático religioso, no aceptó nunca el criterio tolerante y liberal que José
Antonio exponía en sus discursos, rodeado de aristócratas y de jóvenes que
carecían de formación intelectual y política.
-¿Puedo decir una cosa? _preguntó Mariano con una vocecilla que apenas le
salía del cuerpo_. José Antonio quería convencer, como ocurría con muchos de
sus correligionarios y seguidores. Él creía en la dialéctica del puño y las
pistolas como recurso supremo, pero estas bravuconadas hay que entenderlas
como concesiones a la época y no como manifestaciones esenciales de un
modo de ser. La violencia y el pistolerismo eran un instrumento común
empleado por todos los partidos radicales, no sólo por Falange. Se opuso a la
violencia que en España introdujeron las bandas del Sindicato Libre, los
pistoleros anarcosindicalistas y los Albiñanistas.
-José María Albiñana era paisano mío. En Enguera se le conoce como el
doctor Albiñana, fundador del Partido Nacionalista Español. Hay una calle que
lleva su nombre. Pese a ser más conocido fuera de la población, todo el mundo
sabía que no era buen negocio meterse con él, pese a su dócil porte.
-Tenía un cierto aire de cuentista que resultaba inquietante. _repuso Mariano
como el que comenta una obviedad. Recordad cuando decía que solo habían
dos formas políticas: el comunismo y el nacionalismo. Acordaos cuando
escribía en gacetas y pasquines que los burgueses estaban dormidos,
diciéndoles que despertaran si no querían verse ahogados en sangre. Les
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decía que podían perderlo todo y aprovechaba para pedirles dinero para su
organización. También recuerdo su emblema: una Cruz de Santiago sobre
fondo celeste... Y el himno, con letra suya.
-Yo en cambio _reveló Julián, el compañero que había permanecido callado
hasta entonces_ recuerdo cuando tuvo que disfrazarse de ciego para moverse
por Madrid y no ser reconocido, refugiándose en casa de un cura amigo suyo.
Como no era lugar seguro y era
diputado, vino al Palacio de las
Cortes disfrazado de ciego,
buscando asilo en calidad de
diputado, paradójicamente, de un
sistema en el que no creía. Allí
dormía en una habitación del
botiquín, y le llevaban la comida de
un bar cercano hasta que un día se
presentó el vicepresidente de la
Cámara, señor Fernández Clérigo, quien en nombre del presidente Martínez
Barrio le dijo que abandonara el edifico. Albiñana le dijo que eso era como
pedirle que muriera, ya que sabía que estaba perseguido y acorralado. Como
Fernández Clérigo temía un asalto al Congreso, le exigió que se marchara. En
el coche oficial del Vicepresidente, y acompañado de éste, se fue a la Cárcel
Modelo, con la promesa de que su vida sería respetada como las de todos los
presos.
-¡Extraña manera de llevar a la muerte a un Diputado en coche oficial! _dije
muy serio.
Realmente así fue; como lo contaron estos hombres. Los milicianos asaltaron
la Modelo y querían fusilar a todos los detenidos. Albiñana estuvo desde el
principio entre los elegidos. Le sometieron a una parodia de juicio, le golpearon
con saña, simularon varias veces su fusilamiento con balas de fogueo y
terminaron matándole con dos balazos, uno en el antebrazo izquierdo y otro en
el tórax con entrada por la axila derecha en los sótanos de la quinta galería de
la cárcel. Luego, le separaron la cabeza del tronco y la colocaron entre sus
piernas. Así fue enterrado en una fosa común. Ahora sus restos descansan en
el cementerio de Enguera.
-Indalecio Prieto, en menos que dura un Padrenuestro, se presentó allí con su
escolta _no sin tener que sortear algunos conatos de violencia- y dijo al jefe de
la cárcel: "La brutalidad de lo que aquí acaba de ocurrir significa, nada menos,
que con esto hemos perdido ya la guerra".
-En fin, amigo López _manifestó Francisco_, dejemos a un lado a su paisano
que sin duda fue un político chispeante, aunque sin la suficiente visión de
Estado como para moderarse. No quiero que me malinterprete. Créame, los
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aquí presentes conocimos bien a su doctor Albiñana y a los albiñantistas;
demasiado bien. Su secreto muere en este momento con nuestro absoluto
compromiso de no revelarlo a nadie.
-Yo no lo hubiera expresado mejor, Paco _afirmó Mariano mirándole a los ojos.
Por mi parte, poco podía añadir, bastante hacía con nadar en aquellas aguas
plenas de conocimiento. Sencillamente estaba impresionado de verme entre
estos hombres que ya no lo eran, hablando de lo que fueron y de lo que ya no
lo eran, adoptando un aire de lo más hábil en sus observaciones. En ocasiones
parecían, los tres, hasta excitados.
Mariano me pareció un hombre inquieto que, en vida, por su insaciable afán de
poder había abandonado su condición de desconfiado para convertirse en
alguien con un brillante futuro por delante, pero un pensamiento le asaltaba de
continuo, algo en su mente que le hacía sentirse culpable por haber traicionado
a quienes le habían considerado un amigo. Como representante de Izquierda
Republicana en las comisiones de actas y de Guerra, tras el estallido de la
Guerra Civil salió de Madrid a San Sebastián por Francia para poner a salvo a
su familia que se encontraba en Zarauz, y llevarla a San Juan de Luz.
-Tome nota si quiere _me indicó_ que, tras la caída de Guipúzcoa en manos de
las tropas de Mola, volví a Madrid, donde recibí por encargo de mi amigo
Azaña trasladar mucha documentación a Ginebra donde su cuñado, Cipriano
Rivas, era cónsul. Y... escriba también, que un día paseando con Negrín lo
noté muy preocupado. Estaba convencido de que algo grave estaba pasando:
"¿Qué? ¿Malas noticias de la guerra?", "¡Peor!" –me contestó– "Tengo
necesidad de hablarle de algo que me angustia, pero necesito su promesa de
silencio absoluto sobre lo que le voy a decir. ¡Han fusilado a José Antonio
Primo de Rivera!
Mientras hablaba, en su cara pálida, redonda, deslucida, comenzaban a
destacar colores más naturales.
"En medio de la oscuridad _prosiguió_, seguimos caminando; estábamos
descolocados por el crimen cometido en la persona del fundador de Falange.
Me hablaba indignado por lo que consideraba un error de gobierno. Por eso,
amigo mío, quiero que corrija su novela y diga que Juan Negrín, Indalecio
Prieto y Julián Besteiro pudieron haberse entendido perfectamente con José
Antonio. La simpatía entre ellos era innegable a pesar de que no compartían su
ideario, pero sí el amor a España por encima de toda contingencia política.
Era cerca de las tres de la madrugada cuando Francisco tomó la palabra:
-Yo _dijo Francisco_ también quiero que quite y ponga algunas cosillas sin
importancia porque no fueron como las cuenta. Y, si me permite, a estas
alturas de la noche quiero presentarme como el que fui: Francisco Largo
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Caballero. Ahora soy un alma desencarnada apegada a la realidad por muchos
motivos.
-¡El Lenin español de mi novela! Político, dirigente obrero... Muchos de los
apegados fuisteis personas de posición destacada y ahora os negáis a soltarla,
quedándoos pegados viviendo una ilusión.
-Bueno, bueno... _dijo cortante_, dejemos eso para otro momento. Primo de
Rivera quería perpetuar un régimen que había nacido con vocación de
provisionalidad. Eso es lo que me llevó a distanciarme de él y apoyar la tesis de
Indalecio Prieto de integrar al PSOE en el pacto de San Sebastián, cuyo
objetivo era derrocar a Alfonso XIII. Tras la proclamación de la Segunda
República, el rey abandonó España. Los firmantes del pacto de San Sebastián
constituimos un gobierno provisional, presidido por Alcalá Zamora, en el que
me hice cargo de la cartera de Trabajo. Aprobada la Constitución de 1931, me
mantuve al frente del mismo ministerio con Manuel Azaña. Un año después era
presidente del PSOE, hasta que dimití en 1935.
Era obvio que este hombre estuvo demasiado implicado. Mientras describía
aquellos históricos momentos, los otros dos salieron a un patio por la puerta
trasera del hotel. Bajando unos peldaños se accedía a una zona llena de
macetas, a reventar de geranios. Mientras, Francisco continuó diciendo:
-Como veo que pone cara de interés, continuaré. Por todo eso fui procesado y
llevado a prisión, donde leí por primera vez a Carlos Marx. ¿Qué le parece,
amigo López?, ese dato faltaba en su libro. Tampoco dice en él nada de otro
paisano suyo: Manuel Sarrión...
-Es verdad, Manuel Sarrión Sanmartín, pasante de José Antonio que al
producirse la sublevación fascista se incorporó al Cuartel de la Montaña frente
a quienes defendían la legalidad republicana y sus principios.
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-Justamente. Le conocí cuando José Antonio abrió su bufete en Madrid y no le
volví a ver en años. La última vez estaba con otros falangistas en el Cuartel de
la Montaña, como bien dices. Supe, claro está, que le fusilaron y enterraron en
las fosas comunes que se excavaron por encargo del ministro de Gobernación.
Tras una pausa, dio un trago y continuó apesadumbrado:
-Luego me notificaron que, ignorante de su muerte, José Antonio le nombró
albacea en su testamento.
-Lo sé, lo sé _concluí_. Pero, ahora quiero preguntarle sobre aquella propuesta
que se hizo para canjear a su hijo por José Antonio. Dígame lo que de verdad
sucedió.
-Como dice en su libro, mi hijo Paco estaba preso en Sevilla. En el momento
del alzamiento hacía el servicio militar en Ingenieros de El Pardo; cuando el
levantamiento fracasó en la capital, el regimiento entero marchó a Segovia y
con él, mi hijo, entonces soldado. Por su filiación acabó en la cárcel de Sevilla.
-¿Para qué lo querían en Sevilla?
-Para canjearlo en caso de necesidad. Y esa fue la baza que usaron los
falangistas: Paco a cambio de José Antonio. A Franco le pareció bien. La
propuesta llegó al consejo de ministros del Frente Popular y yo, entonces jefe
del gobierno, la vi y la dejé en manos de mis ministros... “No me obliguen a
asumir el papel de Guzmán el Bueno”, les dije. Así que no hubo canje aunque
intentaron otros trueques y otros planes para excarcelarlo.
-Y a todo esto, ¿qué fue de su hijo?
-Sobrevivió aunque dijeron que lo habían eliminado los fascistas, pero era pura
propaganda. Paco no fue ejecutado aunque, eso sí, recorrió varias cárceles. Le
sacaron de prisión para desterrarlo en Monforte de Lemos, donde vivía mi hijo
Ricardo, con libertad vigilada. Cuando salió de España, marchó a México y allí
vivió hasta su muerte. Tarde o temprano nos acabamos encontrando.
Este hombre, de porte aristocrático, dijo con maneras pausadas: "Esta es la
pura verdad, amigo López". Yo exponía en mi libro que cuando llegó al Consejo
de ministros la causa de Primo de Rivera y la pena de muerte impuesta en
Alicante, Largo Caballero, dijo: "Queden ustedes enterados. Si hay alguna
objeción, háganla ahora. Con silencio, firmó el "enterado". También explico en
el libro que el dictador no hizo todo lo que pudo para salvarle la vida. Muy hábil,
no quería enfadar a los falangistas y puso a disposición de la Falange algunos
medios para intentar rescatar a José Antonio en la cárcel de Alicante en las
primeras semanas de la guerra. Luego retiró su respaldo porque algunas
misiones tenían grandes inconvenientes.
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-¿Y bien? _dijo con aire divertido, sacándome de mi bloqueo mental_. ¿No va
usted a decirme nada?
-Ahora que no están sus amigos... ¿Podríamos decir que a Franco le benefició
la ejecución de José Antonio?
-Objetivamente, al margen de las voluntades personales, puede decirse que sí.
Y si me pregunta si Franco propició aquél desenlace, le diré que nunca defendí
semejante cosa. Rotundamente no, Franco no dejó que mataran a José
Antonio. Aquél fusilamiento, aunque usted no me crea, me afectó. Como en
todas las condenas a muerte provenientes de un Consejo de Guerra –y José
Antonio fue juzgado por uno de ellos– la sentencia pasó al Consejo Supremo;
éste la confirmó, y cumplido el trámite debió pasar al Consejo de Ministros para
ser o no aprobada, según costumbre de mi Gobierno. Estando en sesión con el
expediente sobre la mesa, recibí un telegrama comunicando que ya había sido
fusilado. El Consejo no quiso tratar algo ya ejecutado, y yo me negué a firmar
el enterado para no legalizar algo realizado a falta de un trámite impuesto por
mí a fin de evitar fusilamientos ejecutados por la pasión política. Retire, de su
libro, por favor, que firmé el
"enterado". En Alicante
sospechaban que le conmutaríamos
la pena. Quizá hubiera sido así, pero
no hubo lugar. No es como dice su
libro, amigo López.
Acabó diciendo:
"José Antonio y Franco se
profesaban mutua antipatía, y
resultaba un incordio para Stalin, quien tenía fotos tomadas durante la
ejecución y de las que nunca se sabrá nada. La influencia soviética era enorme
en la zona republicana durante la Guerra Civil; mi gobierno estaba hipotecado
por la URSS por el envío de las reservas de oro del Banco de España a cambio
de material bélico. La NKVD, antecesora del KGB, campaba a sus anchas por
la zona republicana a las órdenes de Alexander Orlov".
Me levanté de la butaca y comencé a pasear nerviosamente sobre la mullida
alfombra de aquél salón. Poco después entraron Julián y Mariano. El primero
parecía pensativo. Julián era alto, más que alto, estirado; de nariz afilada, lucía
cabello plateado. Con traje de color gris, elegante corbata de rayas azules y
rojas _muy audaz quizá_, sujeta por un alfiler, este caballero había sido
diputado a Cortes, ministro de Gobernación con Negrín, etc. Su influencia en el
socialismo declinó siempre frente a la de Francisco. Hoy, en cambio,
comparten aquí y ahora, este espacio sutil. Dirigiéndome a él, le pregunté:
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-¿No tiene nada que decir?, al menos dígame qué personaje ocupó en este
negocio que, a decir verdad, empieza a resultarme divertido.
Aunque hubo momentos en que él y Francisco, rehusaron mirarse, algo cortado
por las miradas de los demás, expuso:
-Hombre, López, en su momento también apunté que fue un error consentir
aquél fusilamiento. José Antonio quería soluciones para el país. Españoles de
esa talla, patriotas como él, no eran peligrosos ni siquiera en las filas enemigas.
¡Cuánto hubiera cambiado el destino de España! Creo que todos coincidimos:
su ejecución fue precipitada.
-El sufrimiento y la preocupación de José Antonio aumentaba a medida que la
guerra se prolongaba _añadí.
Julián, con su acento andaluz tan característico, se dirigió a Francisco:
-Paco, tu sabes que las cosas no eran como queríamos; en realidad, te hice
muchos favores y tú lo sabes. A pesar de ello, hoy quiero pedirte disculpas por
aquellas discrepancias. Y respecto a José Antonio, decirte que en la cárcel
nunca habló mal de ti. Tenía buenos sentimientos y eso le honrará siempre.
-¡Por Dios, Julián! Sabes que nunca lo he negado.
La puerta corredera de la biblioteca se abrió y en el umbral de la misma
apareció un hombre alto, severo, imponente... ¡Aquello parecía un sueño! ¿O
sólo era una sensación mía? Vestía una austera sotana y sus zapatos brillaban
con la luz de la lámpara. Tenía los ojos marrones, pequeños y semiocultos por
las bolsas que delataban su estado físico. Parecía cansado pese a su altivez.
-¡No, no, no es posible! ¡No es posible! _comenzó a gritar aquél sacerdote
fuera de sí_. ¡Dios nos ha castigado! ¡La maldición se ha hecho realidad! ¡La
maldición vendrá...!.
Julián se puso en pie y se encaró directamente al visitante preguntándole de
muy malos modos:
-¿Quién es usted, yendo de esa manera y a estas horas por el hotel? ¿No se
da cuenta que puede estar molestando?
-¡Son ustedes unos miserables! _gritó furioso el cura_. ¡Ustedes no van a
pasar...!
-Eso lo veremos y... por favor, no sea tan impertinente. _repuso Francisco.
En ese momento, Mariano alzó la mano para atajar la discusión, opinando:
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-¡Mire lo que le voy a decir! Tiene un minuto para abandonar esta sala; si
transcurrido ese tiempo le veo por aquí, estos caballeros y yo mismo no
responderemos de nuestros actos. ¿Entendido?
-Puede decirnos al menos, quién es usted. _pregunté muy serio.
-Cuando José Antonio entró en capilla antes de su fusilamiento, solicitó un
sacerdote. Yo, José Planelles Marco fui su confesor.
-¡Vaya, hombre, el cura!, ¡No puedo creerlo! Ahora aparece por aquí el cura...
Vamos, lo que nos faltaba...
Después de leída la sentencia, el
Jurado se opuso a la revisión de la
Causa y a la petición formulada por
José Antonio sobre la conmutación
de la pena. A las tres de la mañana
le comunicaron el fallo. Tan pronto
se supo condenado a muerte,
solicitó un confesor. Para obtenerlo
era necesaria una autorización del
Comité Popular Provincial de
Defensa de Alicante, que la otorgó mediante oficio. El sacerdote elegido fue
este hombre recién llegado a escena, por decirlo de alguna manera. Se
encontraba encarcelado por su condición de sacerdote.
-¡Silencio compañeros! _gritó Francisco.
Todos callaron. Hizo sonar una campanilla y compareció un camarero al que
nada más entrar le pidieron varios cafés con "chispazo" porque el frío,
verdaderamente, comenzaba a atacar.
-Considérese bien recibido, señor cura _vaciló Francisco, dejando a un lado su
cigarro_. Tome asiento y explíquenos a qué ha venido.
-Ya..., bueno... _dijo el cura semiparalizado por el miedo_. Verán... de ustedes
nada, no necesito nada. Acudo a detallarle a este joven cómo fueron los
últimos momentos de Primo de Rivera. Les puede parecer extraño... pero va a
ser como yo diga. A eso me han enviado.
Agradecí a estos "espíritus de la República", que dejaran al Padre Planelles
expresarse como debiera y reconocí de éste el cumplimiento de su cometido.
Él sabía que tanto a Julián como a Francisco o a Mariano se les había dado la
opción de continuar su camino, pero eligieron seguir aquí hasta que ellos
mismos tomaran conciencia y decidieran reemprender la marcha. Sabía que
era bueno llegar al fin de la etapa carnal, conscientes de que sea cual sea la
situación que dejemos atrás, hay que abandonarla, que el juego se ha
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terminado y si lo creemos necesario, empezar otra partida, en un tiempo
distinto y en un espacio diferente.
-Fui un sacerdote sin cargo político alguno. A finales del año en el que empezó
la Guerra Civil, ser cura y estar encarcelado era un pasaporte seguro al
paredón. Sin embargo, estuve a punto de evitar ese destino. Con la carta de
libertad en mano, no quise salir de prisión. Por dos veces. Por dos veces fui fiel
a mi vocación sacerdotal: llevar los sacramentos a los que iban a morir.
Efectivamente, lo arrestaron y encarcelaron en la prisión de Benalúa. Allí
desempeñaba entre los detenidos, comunes y políticos, su labor pastoral en
condiciones muy duras. Sus hermanas le enviaron una colchoneta para paliar
sus problemas de espalda, que no le fue entregada por los carceleros. Su salud
no era buena. José Antonio, en una de sus últimas cartas, le describe como "un
sacerdote viejecito y simpático". A los dos meses, como no había cargos contra
él, el Tribunal le absolvió, ordenando su libertad. Cuando su familia acudió a
recogerle, se negó a salir; era el día que se confirmó la sentencia de muerte
contra José Antonio.
-Así fue, como lo cuentas, hermano en Cristo. Cuando José Antonio pidió un
confesor, me eligieron a mí. Aquella confesión duró unos cuarenta y cinco
minutos, en presencia del director de la prisión, aunque a cierta distancia.
Después de escucharle, extendí sobre su cabeza, arrodillado ante mí, la
absolución. Ya incorporado, antes de volver a nuestras celdas, nos dimos un
abrazo. Acto seguido, en su testamento escribió que quería ser enterrado
conforme al rito de la Religión Católica, Apostólica y Romana, en tierra bendita
y bajo el amparo de la Santa Cruz. Tranquilizó a sus familiares cuando leyeron:
"Todos los días he hecho oración y rezado el rosario".
Noté que este buen hombre se estremecía. A pesar de eso, prosiguió:
-Hacia las 6 de la mañana despertaron a su hermano Miguel, también preso,
para comunicarle que José Antonio iba a ser fusilado. Quería verle. Cuando
entró en la celda lo encontró con el director de la prisión y varios milicianos
armados. Se abrazaron y despidieron en inglés «Help me to die with dignity».
José Antonio llevaba una chaqueta gris sobre un mono azul y un abrigo claro. A
las seis y media salió al patio con los otros reos. José Antonio se dirigió al
sargento del pelotón, y le dijo: «Como siempre que se fusila se derrama
sangre, yo quisiera que se hiciera desaparecer la que yo vierta para que mi
hermano no la viera». A continuación se dirigió al pelotón de ejecución y les
preguntó: «¿Son ustedes buenos tiradores?», le respondieron afirmativamente.
La muerte le encontró mientras rezaba por él. ¡Está muerto! ¡Está muerto!,
repetía llevándome las manos a la cabeza. Los cadáveres fueron trasladados
en ambulancia al cementerio de Alicante. Se enterraron en una fosa común sin
mortaja ni ataúd.
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Tratando de aquietar el malestar de este hombre, le pregunté.
-¿Fue usted Padre Planelles quien le dio a José Antonio para que rezase en
sus últimas horas un librito de oraciones?
-En efecto, así fue.
José Antonio recibió la descarga en las piernas, no le tiraron ni al corazón ni a
la cabeza: lo querían revolcándose de dolor. Cayó en silencio con los ojos
abiertos. Desde su dolor, miraba a todos sin lanzar un quejido, pero cuando el
miliciano que mandaba el pelotón avanzó lentamente, pistola en mano y
encañonándolo en la sien
izquierda le ordenó que
gritase ¡Viva la República!,
recibió por respuesta ¡Arriba
España! Otro de los
fusilados, herido de muerte,
se fue arrastrando
lentamente hacia la puerta
de la enfermería. Allí,
tendido sobre los dos
primeros escalones, lo
remataron. Amanecía.
Tras el fusilamiento de
Primo de Rivera, el comandante militar de Alicante, coronel Sicardo, se hizo
cargo de todos los efectos que había en la celda, y se los envió a Indalecio
Prieto al Palacio del Canto del Pico, en Torrelodones. Los objetos estaban en
una maleta que contenía ropa interior, un mono, unas gafas, recortes de
periódico y varios manuscritos que incluían el testamento de José Antonio. Una
copia del mismo fue remitida a Serrano Suñer, cuñado de Franco.
-Reconozco que éramos entonces muy influyentes, _murmuró Francisco
rascándose la barbilla con aire pensativo_. Aunque...
-Nueve días más tarde, entraron en mi celda y me obligaron a salir al patio
junto a otros falangistas que iban a ser asesinados ante la tapia del cementerio
de Alicante. Nos subieron a un camión confiscado al Hércules club de futbol y
fui con ellos para darles la absolución. En el bolsillo llevaba la sentencia con mi
libertad. Pedí permiso para acompañarles, y me lo concedieron. Pero... alguien
me delató: "¡Es el cura que confesó a José Antonio!, convirtiéndome en pieza
codiciada ante la orgía de sangre que iba a desatarse. Me asesinaron y el
secreto de confesión, murió conmigo.
-Venga, vamos, acabemos con esto. Personalmente no me agrada recordar
aquellos incidentes. Ya tuve bastante con lo mío siendo: si para unos fui un
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político que renegó del horror y buscó la paz por encima de todo y de todos,
para otros fui un traidor a la causa republicana y ahora no tengo porqué
escuchar esta ristra de sucesos cargados de desconsuelo y aflicción. Tenga
cuidado con lo que dice, señor cura, y piense muy bien con quién se está
metiendo _añadió Francisco, tras bufar como un gato.
-Lo siento señor Largo Caballero _dije en defensa del sacerdote_, pero no
tengo más remedio que recordarle que a Primo de Rivera lo mató un pelotón de
milicianos, por veredicto de un Tribunal Popular y con la aprobación de su
gobierno. Inventaron un cargo falso y le detuvieron por tenencia ilícita de
armas. Detenido lo trasladaron a la cárcel de Alicante para alejarle lo más
posible del centro de la actividad política. Si, don Francisco, si, estalló la guerra
y José Antonio que hasta entonces había sido un preso político de categoría B,
se convirtió en categoría A, porque la Falange ya se perfilaba como uno de los
principales motores políticos del bando sublevado. La vida de Primo de Rivera
empezó a peligrar. Unos militantes de Alicante intentaron sacarlo, pero la
Guardia de Asalto los repelió a tiros. Usted sabe mejor que nadie que José
Antonio, intentó ofrecerse al gobierno del Frente Popular como mediador en el
conflicto. Su fórmula consistía en restaurar la legalidad republicana, formar un
gobierno de concentración compuesto por republicanos de talante moderado
pero sin militares, promulgar una amnistía y permitir la reincorporación de los
militares sublevados a sus unidades. Ni que decir tiene que la propuesta cayó
en saco roto.
-¡Ándense con cuidado con lo que escribe! _dijo Francisco con una falsa
sonrisa en los labios.
-¿De qué, señor Largo?... _replicó el sacerdote_ Yo nunca tuve miedo, en
cambio usted no está tranquilo. No es necesario que cuente como fue su huida
a Francia donde le detuvo el gobierno colaboracionista de Vichy. Tampoco es
necesario que cuente aquí, delante de todos, el miedo que pasó cuando fue
entregado a los alemanes e internado en el campo de concentración de
Sachsenhausen. ¿No es cierto que le liberaron poco antes de su muerte?...
Aunque eso era lo que ocurrió. Los tres políticos se pusieron nerviosos. A
Francisco le sudaban las manos.
-Aterrador, hermanos. Aquello fue aterrador. Es evidente, aunque no quieran
escucharme, que aquello fue una escabechina. Estremece, señores _continuó
diciendo el sacerdote_, sólo pensar en el tremendo impacto de las ráfagas de
disparos a escasos tres metros de separación de aquellos cuerpos, cuando el
alcance eficaz del Mauser modelo Oviedo 1916 como el que emplearon aquel
día los fusileros era de 2.000 metros nada menos. Ni los forenses quisieron
presenciar el fusilamiento y desde luego, ninguno quiso firmar la autopsia de
los cinco cadáveres.
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Julián que contestó asintiendo con la cabeza, acabó diciendo:
-Ese final está cargado de leyendas y falsas informaciones. Yo pisé la cárcel de
Porlier, una prisión muy dura en Madrid de la que salían los condenados a
morir fusilados. Al entrar las tropas franquistas en Madrid, fui detenido y
obligado por los falangistas a hacer el saludo "brazo en alto", me negué
respondiéndoles que a mi edad me iba a costar mucho aprenderlo. A petición
de mi abogado, me trasladaron a la prisión del Cisne por mi estado de salud.
Llegué al juicio físicamente mal pero seguro en mis convicciones. El fiscal
informó que mi delito había sido "adhesión a la rebelión": pidió la pena de
muerte. ¿Qué le parece Padre Planelles? Mi influencia política era nula desde
el 18 de julio. Además, ¿de qué sirvieron mis esfuerzos por la paz, y los
informes de los servicios secretos franquistas, el S.I.P.M, sobre mi conducta en
la guerra, calificados como correctos. De nada, créame, de nada. Agradecí
tanto al fiscal como a mi abogado, haber puesto de manifiesto mi honradez
pública y privada. Al final me condenaron a cadena perpetua, sustituida por
treinta años de reclusión mayor. Me llevaron al Monasterio de Dueñas en
Palencia, habilitado como
prisión. Luego a la cárcel de
Carmona donde viví mis
últimos meses con otros
presos políticos. Allí me corté
accidentalmente la mano y se
infectó la herida. La infección
se complicó, derivando en
septicemia. Tuve una dura y
larga agonía. Me enterraron
en Carmona y años más
tarde llevaron mis despojos al cementerio civil de Madrid, cerca de Pablo
Iglesias y de Francisco Giner de los Ríos.
El Padre Planelles y Julián Besteiro, se miraron con firmeza a los ojos por unos
instantes, que se hicieron eternos. La situación resultaba apretada. Demasiado.
Las sienes me latían con fuerza.
–¿Es cierto que José Antonio tuvo una premonición de lo que iba a ocurrirle?
¿Sabe usted algo? Haga un esfuerzo y cuente... _preguntó Julián.
–Se lo mismo que usted, señor Besteiro. Murmuraron que en la Modelo tuvo
una pesadilla en la que vivió su fusilamiento. A alguien le comentó que estaba
contento porque había sabido morir con dignidad, con alegría casi infantil. De
hecho, cuando entró en la prisión de Alicante, le dijo a su hermano Miguel que
tenía la impresión de que nunca saldría de ahí.
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El ruido de algún que otro coche les hizo mirar hacia la oscuridad de la calle.
Francisco, con un intenso brillo en los ojos quería intervenir. Incluso parecía
que fuera a echarse a llorar.
-Lo sabía _dijo. Sabía que esto iba a pasar. Cuando apareció este cura supe
que esto me estallaría en las manos, era inevitable que mis actos salieran a la
luz. Por fortuna, estamos muertos...
-Desencarnados _rectificó el cura.
-Vosotros que me conocisteis aquellos años _dijo Julián a sus amigos con una
entonación afectiva_, sabéis que siempre encontré en el pensamiento de la
Falange, un mensaje socialista combinado con un patriotismo muy alejado del
internacionalismo marxista. Lo hablamos muchas veces...
-Ya lo sé _bufó Francisco_. Igual que otros movimientos fascistas, el
pensamiento falangista era anticomunista pero también anticapitalista. A veces
eran tan radicales como la ultraizquierda, defendiendo la nacionalización de la
banca y los grandes servicios públicos y al mismo tiempo, reconociendo la
propiedad privada...
-Por eso muchos anarquistas y comunistas acabaron en la Falange antes de la
Guerra Civil, porque en ello encontraron lo que acabas de decir. Sin embargo,
el franquismo no aplicó ni una pequeña parte de aquél programa _contestó
Julián.
Yo estaba azorado. Pasaba la noche y seguía sentado en la butaca de aquél
salón tomando notas y reflexionando acerca de aquellos acontecimientos y de
los últimos momentos de José Antonio.
-¿Qué piensa? _Me preguntó Julián.
-No lo creerán pero me ha venido a la mente una copla de la escritora Carmen
Martín Gaite: Échale amargura al vino / y tristeza a la guitarra, / camarada, que
se ha muerto / el mejor hombre de España. A partir de aquí, señores, todo es
historia _concluí_. En un alarde de falsa amistad Franco mandó recuperar el
cadáver de José Antonio y fue conducido a pie y en silencio hasta Madrid,
dónde fue enterrado en El Escorial y posteriormente en aquel Campo de
Concentración para "rojos" llamado "El Valle de los Caídos".
-Entre ambos líderes existía una tensa relación de desprecio mutuo _añadió
Mariano Ansó_.Todo lo que en la noche de hoy estamos tratado, no va a caer
en saco roto. No se preocupe señor López, su libro saldrá adelante. Nosotros
vamos a poner empeño.
-Aunque me siento distante de la forma de pensar del Jefe de la Falange, me
conmovió leer al preso de Alicante; al joven que repasaba su vida desde su
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celda, afrontando las reflexiones que no le permitió su actividad política. Su
testamento, ese libro que dio origen a mi novela, es uno de los documentos
más conmovedores de la Guerra Civil. En esas hojas, José Antonio, sabiendo
próxima su muerte, dejó lugar al arrepentimiento: “Que esa sangre vertida me
perdone la parte que he tenido en provocarla”, dice sobre sus camaradas
asesinados, pero también reflexiona sobre la matanza que tenía lugar en
pueblos, ciudades y campos de batalla, a propósito de las reacciones que
observó durante la farsa judicial que le condenó a muerte: “observé que
muchísimas caras, al principio hostiles, se iluminaban, primero con el asombro
y luego con la simpatía. En sus rasgos me parecía leer esta frase: “¡Si
hubiésemos sabido que era esto, no estaríamos aquí!” Y, ciertamente, ni
hubiéramos estado allí, ni yo ante un Tribunal popular, ni otros matándose por
los campos de España.“ Desde la discrepancia, me emocionó leer de un reo de
muerte palabras como las que escribió él al final de su testamento: “En cuanto
a mi próxima muerte, la espero sin jactancia, porque nunca es alegre morir a mi
edad, pero sin protesta. Acéptela Dios Nuestro Señor en lo que tenga de
sacrificio para
compensar en
parte lo que ha
habido de
egoísta y vano
en mucho de mi
vida. Perdono
con toda el alma
a cuantos me
hayan podido
dañar u ofender,
sin ninguna
excepción, y ruego que me perdonen todos aquellos a quienes deba la
reparación de algún agravio grande o chico." Y a todos vosotros os digo que
creasteis vuestra propia realidad alrededor de muchos apegos y habéis
formado a vuestro alrededor las rutinas que teníais en vida. Vuestros apegos
son muy posesivos; dejadlo ya. Debéis entender que llegado el momento del fin
de la vida carnal, continuar en el entorno que ocupasteis carece de sentido y
continuar día tras día, año tras año, pegados a esa existencia, os perjudica.
Interrumpir el proceso natural de evolución del espíritu tiene consecuencias
graves, por lo pronto estáis posponiendo indefinidamente vuestra capacidad de
superación, de experimentación, de conocimiento y de evolución, estáis
obstaculizando vuestro camino hacia la fuente.
Quedaron mudos.
A la mañana siguiente, Francisco salió del salón para respirar un poco de aire.
Al rato, regresó con aspecto mejorado con un impecable traje del sastre Utrilla,
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que según se decía, cortaba los mejores trajes de Madrid. En eso que doy un
brinco que me despierta. Estoy en el tren, temprano, llegando a Madrid. Miro a
través de los cristales y reconozco el horizonte. Cierro de nuevo los ojos y
pienso qué me ha ocurrido, así, sin pedirme permiso, sin previo aviso; sin
sábanas. Esto ya me ha ocurrido alguna vez: me despierto y, tras unos
instantes de “aparente normalidad”, me percato de que no puedo mover ni un
sólo músculo. Sigo como dentro de un sueño… pero a la vez estoy despierto.
Ahora oigo perfectamente a los pasajeros moverse por el vagón, noto que
están a mi alrededor, intento hablar pero no sale sonido alguno de mi garganta.
Me cuesta respirar. El pánico se apodera de mí… trato de tranquilizarme, pero
es en vano. Mi corazón late a mil por hora. Cuando finalmente logro despertar
lo recuerdo todo perfectamente… no como un sueño, sino como algo que ha
sucedido de verdad… pero, ¿qué me ha ocurrido realmente?.
Estas vivencias, muchas veces ocasionan que mezcle sensaciones reales del
entorno que me rodea con fantasías producidas por un sueño. Puedo oír, oler o
percibir sensaciones táctiles... es así. Hoy al despertarme pensé, esto no ha
sido un sueño.
Saliendo de Atocha, se intuían las primeras luces de la ciudad.