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C. L. Cuevas

www.adaliz-ediciones.com

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Primera edición, abril de 2017© Derechos de la primera edición reservados© adaliz ediciones

www.adaliz-ediciones.com [email protected] facebook.com/adalizediciones twitter.com/adalizedic

Colección: Novela

© Carmen Luisa CuevasEdición, maquetación, cubierta y diseño: © adaliz ediciones

Impresión: CimapressImpreso en España / Printed in SpainISBN: 978-84-945173-9-6Depósito Legal: SE 668-2017

Reservados todos los derechos. «No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea mecánico, electrónico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright».

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A mi familia, ellos lo hicieron posible.

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Quiero dar las gracias a todos los amigos que pacientemente leyeron estas páginas y

me fueron ayudando a desenredar la madeja cuando a veces parecía imposible hacerlo.

Gracias a Sandra Bruna por haber creído en el libro y no haberse dado por vencida.

Gracias también a Jesús Viadero por haber corregido los pequeños (y a veces no tan pequeños)

detalles y haberme dedicado esas horas de su tiempo. Espero ser capaz de hacer justicia, en los libros que vendrán, a la enorme labor que desarrolla

el Cuerpo Nacional de Policía.

Y gracias también a adaliz ediciones por hacer que el sueño se haga realidad.

Santander, 24 de marzo de 2.017

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Índice

Capítulo 1 - Un ajuste de cuentas ................................................................ 15Capítulo 2 - Un intruso .................................................................................... 29Capítulo 3 - La escena del crimen ............................................................... 45Capítulo 4 - La casera ....................................................................................... 59Capítulo 5 - La caja fuerte ............................................................................... 69Capítulo 6 - Una tarjeta con carmín ........................................................... 83Capítulo 7 - Adolfo Galán ................................................................................ 95Capítulo 8 - El Parnaso ..................................................................................107Capítulo 9 - Una comida en el puerto ......................................................125Capítulo 10 - El periódico .............................................................................141Capítulo 11 - Otra vez en la calle del Carmen ......................................153Capítulo 12 - Asunción Menéndez ............................................................163Capítulo 13 - La primera confesión ..........................................................171Capítulo 14 - La socia del muerto .............................................................183Capítulo 15 - Lo que les cuenta la Narda ...............................................195Capítulo 16 - La comisaría ...........................................................................207Capítulo 17 - César ..........................................................................................223Capítulo 18 - Culpable ....................................................................................237Epílogo ..................................................................................................................251

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-¿Qué quieres? –le dijo asustado a la serpiente.-Sólo quiero escuchar tus pasos, lo demás puedo coger-

lo cuando quiera.

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Capítulo 1

Un ajuste de cuentas

Era jueves, quince de agosto. Un día festivo en el que, sin embargo, el despertador había sonado muy de mañana para esos chicos. Ninguno imaginaba entonces que pocas horas después estarían bajando, por las estrechas escaleras de un cuarto piso sin ascensor, un cadáver de ciento cuarenta kilos.

El joven inspector Rodríguez permanecía de pie, un par de pasos por detrás, apoyado contra el alfeizar de la ventana a un costado de la cama. Aquello era un viejo piso de un mal barrio y no daba para más. Y el hedor era espantoso. Se notaba demasiado impaciente por salir de allí y miró sin disimulo a los tres ocupantes de la ambulancia de la Cruz Roja, al tiempo que elevaba el labio superior en una mueca con poco parecido a una sonrisa. Permanecían de pie, inertes como estatuas, con los brazos caídos y los músculos de la cara contraídos en un gesto a medio camino entre el espanto y la aprensión. Y sin embar-go, eran los únicos que parecían no sentirse abrumados por el pestilente olor que lo invadía todo. El médico forense trató de hacerles reaccionar, extendiéndose demasiado en las indicacio-nes sobre la mejor manera de levantar el cuerpo de la cama y meterlo en la caja. Debían extremar el cuidado para intentar no mover el enorme cuchillo que tenía clavado en el pecho.

Rodríguez ya había coincidido con ese forense en otras ocasiones, pero esta vez la lentitud de sus maneras le esta-ba exasperando. Era evidente el avanzado estado de descom-

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posición del cadáver, pero lo había supervisado con la mis-ma pulcritud que un cirujano habría empleado en salvarle la vida. Después se había tomado su tiempo en las pertinentes anotaciones y, sólo al final, había constatado en voz alta que el cuchillo había penetrado directamente en el corazón y que, por el tamaño, era probable que lo hubiera seccionado por completo. A una pregunta del inspector, pareció salir de sus pensamientos para confirmar que, dada la corpulencia del cuerpo y a la vista del cuchillo, había sido necesario aplicar una fuerza nada despreciable para hundirlo de aquella mane-ra. Si la autopsia confirmaba que la muerte había sido por esa causa, podía decirse que fue fulminante. En cualquier caso, los resultados acabarían por resolver las dudas.

Procurando no perder más tiempo, Rodríguez asintió tratando de evitar cualquier tipo de aclaraciones innecesa-rias. El cadáver respondía al nombre de Francisco Fernández. Era un hombre de mediana edad, natural de aquella población y que por único atuendo en el momento de la muerte llevaba unas medias negras de mujer con una peculiar abertura de-lantera. El grosor mientras estuvo vivo debió ser considerable pero, estaba tan hinchado, que el cuerpo había alcanzado un tamaño descomunal. Por improbable que pareciera, las me-dias no se habían roto y la goma superior se había incrustado bajo el estómago de tal modo, que le confería el aspecto de un monstruoso embutido. Rodríguez levantó el bolígrafo del cuaderno y pensó que nunca acabaría de acostumbrarse a ese tipo de cosas, por mucho tiempo que estuviera en la policía.

Miró el reloj que llevaba en la muñeca. Todavía no le ha-bían dicho nada sobre su petición de traslado y su relación con Patricia no pasaba por un buen momento. Esta vez ella se iría de todas formas, aunque volvieran a denegárselo, y no podía evitar un cierto nerviosismo. La sola idea de perder otro año más en aquel sitio le desanimaba. Habían planeado una esca-pada para ese fin de semana de puente hacía bastante tiempo, y tener que anularlo todo ahora no mejoraba las cosas.

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UN AJUSTE DE CUENTAS

Apuntó en su cuaderno que la cama sobre la que ha-bían encontrado el cadáver estaba desecha y cubierta por sábanas negras de tela brillante. En comisaría le confirma-ron que el muerto no era el propietario del piso, pero a la vista de los objetos personales encontrados, todo apuntaba a que vivía allí. Al menos en aquella habitación, se corrigió, porque el resto de los dormitorios estaban vacíos. Y por el espesor de la capa de polvo que había en el suelo, nadie ha-bía entrado en ellos en bastante tiempo.

No le habían dicho nada sobre los antecedentes, pero Rodríguez apostaría cualquier cosa a que tenía un historial cargadito. Levantó la vista del cuaderno y al toparse con uno de la científica agachado junto a la cama, su mirada quedó fija en un punto frente a él. Tras unos segundos dio la vuelta a la hoja y escribió la palabra “alfombra” en el centro de la primera línea. Después la subrayó. La alfombra sobre la que se apoyaba la cama era nueva, negra, brillante y bastante cara. Había sido tejida con un diseño extravagante de piel de cebra y un material sintético con nudos en espiral que la ele-vaba varios centímetros del suelo. Demasiado fuera de lugar en un piso viejo y mal cuidado que destilaba decrepitud por todas partes. Seguramente no era otra cosa que la excentrici-dad de un pervertido, la reminiscencia de una película o algo por el estilo, pero sin duda, ese objeto por sí solo era más caro que todo lo que había en la habitación. Eso sin contar los fajos de billetes sobre la mesita de noche, volvió a corre-girse. Una pasta. No se habían contado todavía, pero por el tamaño calculó unos cuantos miles de euros.

Rodríguez cada vez estaba más seguro de que lo que allí había tenido lugar no era otra cosa que un ajuste de cuentas de algún tipo. El juez llegó en ese momento quejándose del exceso de personas que se habían acumulado en las escaleras del edificio y del alboroto que estaban causando, y Rodríguez hubo de salir al descansillo para solucionarlo. Mientras cami-naba por el pasillo estrecho y oscuro del piso, sus pensamien-

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tos de nuevo volvieron a Patricia. Ella ya había renunciado el año anterior a una buena oportunidad en su trabajo y a él las cosas no le estaban saliendo como quería.

Cuando volvió al dormitorio, el forense parecía haber acabado y conversaba con el juez. Confirmó que la víctima llevaba muerta menos de una semana. Con mucha probabi-lidad la fecha podría situarse en el intervalo comprendido entre los cuatro y los seis días anteriores. Debían esperar a los resultados de la autopsia para saber algo más. Después hizo una inclinación de cabeza a modo de saludo, echó un último vistazo a los miembros de la ambulancia mientras cerraba el portafolios, y se marchó dando por terminado su trabajo en el lugar del crimen.

Rodríguez le miró y una vez más volvió a fastidiarle la manera de moverse de aquel hombre enjuto y encorvado, tan concienzudo y aplicado en su trabajo que, sin embargo, parecía transformarse en alguien nervioso y siempre con prisa una vez acabado. El juez también finalizó su trabajo y ordenó el levantamiento del cadáver. A Rodríguez y sus compañeros de la científica aún les quedaba un buen rato en aquel pestilente lugar. El calor y la humedad del verano habían condensado el hedor de muerto en aquel cuartucho ordinario y soez, destilando una pútrida mezcla de sangre, fluidos y madera podrida. Un olor que parecía suspenderse en el aire con una consistencia sólida. Estaba empezando a tener la sensación de que si respiraba ese aire mucho más tiempo iba a acabar por asfixiarse.

Mientras los responsables del traslado en ambulancia empezaban a mover el cuerpo, Rodríguez volvió la vista al cuaderno y la palabra alfombra destacó desde el centro de la primera línea. La tenía frente a él y no pudo evitar la ten-tación de poner un pie sobre ella. Pero cuando estaba a un palmo de tocarla, un grito a su espalda le sobresaltó y dio un mal paso hacia delante que estuvo a punto de hacerle caer. La sensación fue la misma que si hubiera sido pillado en una

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UN AJUSTE DE CUENTAS

travesura infantil y su mal humor aumentó. Y volvió a hacerlo de nuevo cuando, sin tiempo para comprobar de dónde había salido el grito, a los jóvenes que hacían la prestación social en la Cruz Roja se les resbaló el cuerpo a su lado, cayendo a plomo entre la cama y el féretro. Tres era mal número y las fuerzas se habían descompensado al tratar de moverlo asién-dolo por los costados. Como resultado el cuchillo abrió una hendidura transversal en el pecho y cayó al suelo, la goma de las medias se rompió con violencia, las pústulas de la espalda y los costados se reventaron y, cuando el cadáver dio contra la alfombra, chapoteó en sus propios fluidos. Por imposible que hubiera parecido segundos antes, el hedor se agudizó, y las moscas se multiplicaron lanzándose a una irracional y frenética carrera alrededor del cadáver.

Rodríguez soltó un exabrupto pero se vio empujado des-de atrás por un hombre que hacía fotos de la habitación como si le fuera la vida en ello. Estuvo más cerca de caer esta vez. Apenas se había agarrado a uno de los auxiliares sanitarios, cuando éste vomitó a su lado. Esta vez Rodríguez sacó su re-pertorio de blasfemias mientras su ropa y sus zapatos que-daban salpicados del líquido viscoso. El fotógrafo aprovechó el caos para escabullirse por el otro lado de la cama y no ser interceptado. Comprobar que era uno de los habituales del periódico local no sirvió para calmarle. Pero tuvo un instante para observar que había una mujer con él, justo antes de que un policía entrara en la habitación y les echara a empujones.

Rodríguez se echó hacia un lado tratando de frotar los zapatos contra la alfombra, pero la textura del material se asemejaba demasiado al plástico como para conseguir algo aceptable. Un miembro de la científica se acercó, recogió el cuchillo del suelo y lo puso junto al resto de material. Y como si hubiera sido la señal de que debían ponerse de nuevo en marcha, los auxiliares sanitarios volvieron a agacharse y ti-raron del cuerpo hacia arriba, las moscas fueron retomando su habitual movimiento, sosegado e inmutable; y Rodríguez

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volvió a mirar con asco su alrededor. Todo parecía seguir ahí, casi igual. El sudor le rodaba por el pecho y la espalda, y te-nía un dolor de cabeza que no iba a abandonarle en todo el día. Cerró el cuaderno y lo guardó. Estaba de mal humor. El peor que recordaba desde hacía bastante tiempo. Hizo un esfuerzo por no mirar los zapatos y se apartó del trío de la ambulancia, que habían empezado a levantar como podían el féretro con el cadáver dentro.

-Aquí no hay quien coño pare —se dirigió al de la cientí-fica con evidente gesto de contrariedad, ya no se sacaría el olor a vómito de encima hasta llegar a casa—. ¿Os queda mucho?

El perito era un hombre de edad madura, tirando a grueso, que en ese momento estaba agachado buscando algo en la parte baja de un armario anticuado y en mal estado de conservación, pero que en su época debió de ser un mueble noble, con puertas macizas y sofisticados adornos tallados con minuciosidad.

-Ya casi hemos acabado —dijo incorporándose con evidente esfuerzo—. Aquí hay una caja fuerte que no hemos podido abrir.

Rodríguez se arrodilló mientras escuchaba la explica-ción del experto:

-Está sujeta a la pared, han cortado un trozo de ma-dera en el fondo del armario para poder anclarla. Si alguien quisiera sacarla de aquí, le sería más fácil tirar la pared. ¡Ah! y no está forzada.

-Pediré que venga un cerrajero —el de la científica asin-tió y después señaló la cama-. El juez ha ordenado también que se limpie esto, el colchón está empapado y va a seguir apestando y si no se quita los vecinos van a quejarse.

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Rodríguez hizo un gesto afirmativo con la cabeza y el de la científica abrió una de las puertas del otro módulo del armario.

-Mira, hacía tiempo que no veía una colección tan com-pleta —dijo mientras dejaba al descubierto toda una estante-ría llena de artículos de sex shop.

Sobre ellos colgaba una nueva y moderna pantalla plana de televisión de treinta y dos pulgadas y una caja llena de películas pornográficas. Para ser justos, Rodríguez debería haber escrito “Pantalla” en mayúsculas en el centro de la segunda línea de su cuaderno, pero no estaba del mejor humor para hacerlo.

Buscando más por instinto que por convicción un poco de aire, se volvió hacia la ventana del dormitorio y se asomó por ella hacia la estrecha calle del Carmen que daba acceso al edificio. Su vista recorrió fachadas planas de otra época, avejentadas por años de intemperie y salpicadas por oscuros regueros de lluvia. Su aburrida geometría rectangular se in-terrumpía a tramos por aleros torcidos y bajantes ennegre-cidas, en su mayoría obstruidas por excrementos de palomas y vegetación. El lugar era lo bastante antiguo como para que los viejos cables de la luz y el teléfono cruzaran sobre el pavi-mento, corriendo de un edificio a otro hasta el final de la calle. Pensó que era extraño no haber encontrado restos de drogas en alguna parte. Después salió del cuarto.

Avanzó por el estrecho y largo pasillo sin ventanas, que tenía los techos altos y las paredes cubiertas de papel grueso y acartonado, levantado a tramos por la humedad. La precaria iluminación de una bombilla solitaria colgada en la parte cen-tral, le confería un aspecto siniestro, y la ausencia de mobiliario en todo el recorrido incrementaba esa sensación. Trató de re-correrlo en el mínimo tiempo posible, pero tuvo que parar en el recibidor, frenado por la caja del muerto que aún no habían conseguido sacar del piso, atascado en el recodo del pasillo.

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El pequeño cubículo en el que estaba tenía un mueble de madera con varias figuritas encima, y estaba iluminado por una lámpara de varios brazos que colgaba del techo. Sin embargo, la luz que emitían las cuatro bombillas era pobre y amarillenta y las paredes continuaban cubiertas por el mis-mo papel oscuro y lleno de humedad, que hacía mantener el aspecto tétrico y lúgubre de toda la casa. Los miembros de la ambulancia no estaban acostumbrados a semejante esfuer-zo físico. A una señal de Rodríguez, el policía que controla-ba la entrada le informó que ya se había registrado el resto del piso. Señaló hacia el pasillo, indicando las puertas de los otros dos dormitorios.

-Esas de ahí están vacías, ya las has visto antes.

Rodríguez asintió.

-Aunque en la madera del suelo pueden distinguirse contornos de muebles y alfombras por debajo de la capa de polvo -continuó.

Después se volvió hacia las dos puertas que tenían a su es-palda e informó que se trataban del salón y la cocina. Rodríguez volvió a asentir, pero no abrió la boca, tratando de controlar su mal humor. Miró el reloj y pensó que Patricia estaba a punto de llamarle en el peor momento. Con excesiva fuerza abrió la puerta del salón y después la de la cocina, comprobando que la primera estaba amueblada con profusión y bastante mal gusto; y la segunda estaba sucia, y llena de restos de comida y platos sin fregar. Cada vez estaba más seguro de que, en cuanto llegara a comisaría, le confirmarían para la víctima un expediente con estancias en la cárcel y delitos por pornografía o similares. Lo más probable era que el mundo estuviera mejor sin él.

-¿Algo más que haya que ver aquí? —dijo casi a punto de salir al descansillo de la escalera.

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-Hemos encontrado una tarjeta de El Parnaso en uno de los cajones de la mesita, y encima de la mesa del salón había anónimos con amenazas —dijo.

Y la curiosidad brotó al rostro de Rodríguez aunque eso venía a confirmar lo que ya sabía, un muerto que se había me-tido en asuntos que no había podido controlar.

-¿Tienen fecha? —preguntó mientras sacaba una caje-tilla del bolsillo del pantalón y encendía un cigarrillo. A fin de cuentas estaba en el mismo umbral de la puerta, y eso no podía considerarse la escena del crimen.

Tendió la mano al otro policía para ver los papeles.

-No tienen fecha –siguió su compañero-. Están hechos con letras y palabras recortadas de revistas, pegadas después sobre hojas en blanco.

-¿Son todos iguales? —dijo mientras pasaba las hojas.

La presencia de los chicos de la Cruz Roja que no acababan de sacar el féretro y que lo miraban todo como si fueran marcia-nos que acabaran de hacer un aterrizaje, no mejoraban su humor.

-En todos se reclama dinero, pero no hablan de canti-dades concretas.

Rodríguez asintió y dio una calada apresurada al ciga-rrillo antes de tirarlo a medio fumar. Con aquella peste ni el tabaco le sabía bien. Pero no pudo evitar una sonrisa irónica al ver que uno de los papeles comenzaba con el saludo “hola”, recortado del nombre de la revista del corazón. Llevaba ya el suficiente tiempo en la policía, como para que no le sorpren-dieran ese tipo de cosas, que más parecían propias de un jue-go infantil, que de algo hecho por personas adultas. Echó un

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vistazo por encima de la gente que se amontonaba en las es-caleras del edificio, más allá del límite que les habían marcado sus compañeros y con un gesto indicó a uno de los policías que ayudase a los chicos con el féretro. No quería que perma-necieran ahí más tiempo del necesario.

-La cerradura de la calle estaba forzada, eso ya lo dijo la casera cuando telefoneó a la policía, y...

-¿La casera? —volvió a interrumpir Rodríguez con una voz que cada vez reflejaba más su mal humor, no podía evitarlo.

Aunque lo cierto era que algo de aquel caso había empe-zado a captar su atención, más allá del mero ajuste de cuentas entre delincuentes. Porque no era sensato pensar que en un lugar como aquel, alguien cometiera un asesinato y luego de-jara esa cantidad de dinero al lado del cadáver, y que a pesar de haber encontrado algo tan extravagante como un muerto con el corazón seccionado por un cuchillo, desnudo y embuti-do en unas medias negras, no hubiera otros signos de tortura, violencia o restos de algún rito extraño de esos que les gus-tan a los masoquistas. Y ahora resultaba que la cerradura de la calle estaba rota, que había una caja fuerte anclada de una manera peculiar a la pared, que estaba cerrada y que nadie había intentado forzar, y al mismo tiempo habían encontra-do anónimos infantiles pidiendo dinero. Pero el mal olor y el jaleo de fuera no le permitían pensar con claridad, y estaba nervioso, porque si no le habían dicho nada sobre el traslado, probablemente fuera porque no se lo iban a dar tampoco ese año. Y los pensamientos se le escabulleron tras la mirada per-dida entre el barullo de curiosos.

-Hemos hablado con la dueña del piso —el otro policía le hizo volver a lo que sucedía en el descansillo, estaba sudan-do demasiado y también estaba incómodo.

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Rodríguez cogió el teléfono y marcó un número de me-moria, aunque no descolgó. Después hizo gesto afirmativo con la cabeza, indicando al policía que podía seguir.

-Habéis hablado entonces con la dueña del piso. -Sí, por lo visto vive en el bajo de este mismo inmueble

—comenzó a leer de su cuaderno—. Según lo que dijo cuan-do nos llamó, estaba preocupada porque su inquilino llevaba más de una semana sin recoger las cartas del buzón, y subió a comprobar si estaba bien.

Rodríguez miró el teléfono que tenía en la mano, aunque siguió sin iniciar la llamada.

-No habría cobrado el alquiler todavía -dijo, y compro-bó lo que ya sabía, estaba entrando en el terreno sarcástico.

Lo mejor era que se airease un poco al salir de allí, por-que de lo contrario iba a discutir otra vez con Patricia. Últi-mamente ella estaba demasiado susceptible. Pero Rodríguez pensaba que sólo estaban pasando una mala racha y no que-ría romper con ella ahora.

-Por lo visto al subir se encontró la cerradura rota —continuó el policía, quien con cada nueva intervención inte-rrumpía a Rodríguez de sus pensamientos.

-Te refieres a la casera —dijo Rodríguez.

El otro contestó afirmativamente y siguió leyendo.

-Al abrir la puerta le llegó el olor a podrido y se asustó, así que bajó a su casa y llamó a la policía. Asegura que no ha tocado nada y que tampoco ha entrado.

Rodríguez tuvo el impulso de decir que al menos había tocado la puerta, pero los del féretro acababan de desapare-

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cer por las escaleras seguidos por el enjambre de vecinos, y el teléfono que estaba en su mano se adelantó a sonar. Aún no he acabado, dijo al descolgar. Acababa de confirmarse a sí mismo que el fin de semana de vacaciones para ellos dos ya no iba a ser. Tardarían unos días en tener los resultados de las huellas, la autopsia y todo lo demás, pero mientras tanto, había mucho trabajo por hacer. Con el teléfono en la mano miró la cerradura rota y salió del piso.

-Precintad la puerta cuando acaben -ordenó con el pie en el primer escalón.

Lo más probable era que el muerto no tuviera parientes que se interesasen por el asunto. Y si le quedaba alguno, que-rría olvidarse de todo cuanto antes.

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UN AJUSTE DE CUENTAS

I

La calle por la que deambula el chico es demasiado gran-de para lo que busca. Hay mucho tráfico. Demasiadas perso-nas. Lleva las manos metidas en los vaqueros y los hombros inclinados un poco hacia delante. Tiene el pelo oscuro, la tez blanca, los ojos grandes y un bonito cuerpo de adolescente. Por mucho que camina no acaba de verlo y el tiempo ya ha empezado a acelerarse. Dentro de poco le acabará jodiendo, si antes no es capaz de evitarlo. Esa certeza le crea demasiada ansiedad para lo que ha salido a hacer, por eso trata de dejar la mente en blanco y se cuela sin mirar por el primer agujero lo bastante estrecho que encuentra.

Sólo hay una acera sucia y una fila de coches. Una pareja de adolescentes que camina al final de la calle. Paredes y ven-tanas con rejas. Una anciana que sale de un portal con un pe-queño monedero en la mano. Sólo son las ventanas cerradas de un local de garajes y la parte de atrás de un gimnasio; un bar y el escaparate vacío de una antigua carnicería. El espacio es tan apretado, que los edificios parecen abalanzarse sobre la calle, y al chico el tiempo le presiona sin descanso. Apoya la espalda contra la pared del bar. Sube el pie derecho. Escupe hacia un costado. Debe decidir. Sus grandes ojos color avellana se mue-ven de un lado a otro con obstinación. Es evidente que la pareja no va a ninguna parte, pero la mujer se inclina sobre su bastón y comienza a empujar con terquedad un pie detrás del otro. Ellos desperdician su tiempo, malgastan su energía en absurdos mo-vimientos que tratan de rozarse sin que parezca que lo han he-cho, en un desplazamiento errático que les hace moverse sobre si mismos. La anciana economiza sus pasos, dosifica su fuerza con movimientos precisos que han de llevarla a alguna parte, en un avance hacia adelante que debe ser capaz de completar.

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No se iban a dar cuenta de nada hasta que casi le tuvie-ran encima, pero no quiere correr riesgos. Pasa un coche y es-pera. Duda. Si algo fallara, el tiempo se ensañaría con él. Hace ya mucho que decidió escapar a su tiranía y, desde entonces, para él solo discurre de dos formas desmedidas y opuestas. Pa-rece que tratara de vengarse de los momentos en que consigue evadirse, oprimiéndole, haciéndole sentir cada segundo sobre cada nervio de su cuerpo. El portal vuelve a abrirse y descubre su señal. Hace su apuesta. Salta con rapidez y alcanza a aga-rrar la puerta antes de que se cierre del todo. Rastrea el lugar. Un ascensor al fondo y escaleras oscuras. Sube hacia la oscuri-dad. La pareja se detiene frente al portal, él le susurra al oído y ella se mueve y sonríe, los labios de él peligrosamente cerca del cuello. La anciana de nuevo en el portal de su casa, ella jugando a alejarse sin moverse, la anciana que entra despacio con una pequeña bolsa y su monedero bajo el brazo. Él llega a rozarla con sus labios, ella protesta. De la bolsa sobresale una pequeña barra de pan, el chico la golpea con la fuerza sufi-ciente para que no pueda salir detrás de él y gritar. La anciana cae, choca contra el suelo y pierde el conocimiento.

Nadie se ha dado cuenta de nada y el chico está a pun-to de hacer un nuevo corte de mangas al tiempo que le jode la vida. Camina rápido sin correr y, cuando llega al final de la calle, abre el monedero y saca con impaciencia lo que hay en su interior. Sólo unas monedas.

-¡Joder!, no es suficiente.

Pero, cuando está a punto de maldecir y salir a buscar otro agujero lo bastante estrecho, alguien le llama a su espalda.

-¡Jesús!

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Capítulo 2

Un intruso

La prensa, satisfecha, mostró su enorme cadáver putre-facto embutido en medias negras de sex shop. Si tenían suerte, podría dar juego por un tiempo.

Ese año la escasez de noticias durante las vacaciones estivales fue tan acuciante como de costumbre. Quizá por ello, la foto del enorme cuerpo de Francisco Fernández sa-lió en todas las ediciones de los telediarios nacionales, y el cuchillo de cocina clavado sobre su torso desnudo fue por-tada de muchos de los periódicos de gran tirada. La radio se limitó a una enumeración de lo encontrado por la policía, pero también repitió la noticia en las retransmisiones de la mañana y la tarde y, para cuando llegó la noche, casi todo el mundo había oído y comentado con su compañero de tra-bajo, de ascensor o de paseo, lo extraño y desagradable que resultaba todo el asunto. Pero lo que pocos llegarían a saber era que, la noche siguiente a que la dueña de la vivienda en-contrara el cadáver descomunal y putrefacto en el número veintiuno de la calle del Carmen, y la policía registrara y pre-cintara el inmueble, alguien volvió a caminar por la penum-bra del cuarto piso que apestaba a descomposición.

Casi al mismo tiempo, a una hora demasiado inoportuna para resultar bienvenida, el responsable de la comisaría del distrito, el comisario Herrero, recibía una llamada urgente de delegado del gobierno. Nadie vio ni oyó nada en el cuarto piso,

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y el comisario hubo de dejar su cómodo y caro sofá de napa marrón y responder al teléfono. Su interlocutor había tenido que interrumpir las cortas vacaciones estivales por culpa del grave suceso ocurrido el día anterior en la ciudad, algo que podía dar una idea del apremio que tenía el requerimiento.

“No debemos caer en el pánico”, respondió el comisario Herrero apelando a sus impecables maneras y a su saber es-tar, “todos los indicios que tenemos hasta el momento apun-tan a que en unos días el caso puede quedar resuelto satisfac-toriamente”. Palabras adecuadas para zanjar con diligencia el asunto. Pero la impaciencia del otro le llevó a extenderse en detalles secundarios de los que aún no sabía lo suficiente. Lo cierto era que había pasado muy poco tiempo desde que se encontró el cadáver, y sus chicos hacían lo que podían, tenien-do en cuenta las fechas del año en que estaban y la casualidad de que hubiera ocurrido al inicio del largo fin de semana de la fiesta local. Y sin embargo, esos detalles extras aportados fueron el detonante para que el delegado del gobierno, lejos de tranquilizarse, estallara en un ataque de cólera.

El cuerpo del comisario Herrero se tensó. No le gustaba aquella manera de interferir en asuntos policiales y, menos aún, ser gritado por un mequetrefe que no había alcanzado la cuarentena. Por muy delegado que fuera. “Quizá unos días pueda parecer optimista a un profano”, dijo tratando de impo-ner a su voz la autoridad que la furia del otro anulaba, “pero estoy en condiciones de garantizar que la situación está bajo control. Se trata de un ajuste de cuentas entre delincuentes en un barrio de bajo nivel. No hay nada que contradiga esta hipótesis, una muerte violenta, la cerradura del piso forzada y grandes cantidades de dinero”. Su voz sonaba firme y serena, había hecho acopio de todo su aplomo. Sin embargo, las expli-caciones volvieron a producir el efecto contrario al deseado, y el tono del delegado del gobierno acabó por hacerle perder el control sobre el discurso y sobre la lógica del mismo.

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-Sí, es correcto, el dinero aún estaba allí cuando llegó la policía, y para eso sólo cabe una explicación: el objetivo del asalto no era económico —contradijo tajante tratando de acallar cualquier réplica—. Así que no estoy en absoluto de acuerdo con que eso sea una soberana tontería. El armario estaba lleno de aparatos de sex shop, no de instrumentos ma-soquistas, y eso no tiene por qué significar nada a priori. Mu-cha gente los usa y no por ello son víctimas de un asesinato y, no, claro que no, un cuchillo de cocina no es el arma que uno cabría esperar en un ajuste de cuentas entre criminales.

Acabó por decir el comisario. Trató de imponer a sus pa-labras un toque condescendiente que, sin embargo, tampoco tuvo el menor resultado en la violencia de la discusión.

-Barajamos una serie de hipótesis, pero entenderá que en estos momentos no pueda comentar más sobre el asunto —dijo—. Una persona de su posición debe entender que la necesaria reserva policial no nos permite facilitar datos de las investigaciones en curso. Y esto no puede admitir ningún tipo de excepción.

Pretendió el comisario Herrero concluir la conversación marcando con su tono de voz los límites de la corrección. Pero lo malo de establecer límites, es que se hace más evidente el bochorno cuando han de sobrepasarse. La agresividad del otro obligó al comisario a dejar a un lado el lenguaje apocado y timorato de las buenas maneras.

-No se trata de que no tengamos ni puta idea de qué cojones ha podido pasar, sino que estamos hablando de infor-mación confidencial y no podemos permitir que haya ninguna filtración que nos joda el caso.

-¿El telediario le parece poca filtración? —se oyó al otro lado del teléfono.

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Pero, de forma repentina, el grito provocó el silencio y con él apareció la calma. La tregua había llegado de la única forma en que puede hacerlo en situaciones de ese tipo: sin transición alguna. Los dos lo aceptaron y los límites volvie-ron a hacerse nítidos, aunque ahora mostraban mucho más su verdadera naturaleza artificial. Fue el comisario Herrero el primero que tomó la palabra.

-Este crimen no tiene ninguna relación con otros suce-sos ocurridos aquí —aseguró— no tiene ninguna similitud con el violador que tantos problemas causó hace un par de años, y la idea de que pueda ser otra vez el comienzo de un conjunto de crímenes en serie, es sólo fruto de la imaginación de una prensa sensacionalista, interesada únicamente en ha-cer dinero a cualquier precio.

El comisario Herrero tuvo que escuchar los inconve-nientes que le planteaban al otro lado de la línea, pero ahora se movían dentro de los márgenes del diálogo.

-Por supuesto que comprendo la preocupación que le ha transmitido el alcalde de la ciudad y la gravedad que supone que este asunto haya tomado un cariz nacional. Y puedo entender lo perjudicial que algo así sería para el tu-rismo de una pequeña ciudad, pero reitero que no hay de qué preocuparse, y le aseguro que la investigación se lle-va a cabo con la misma profesionalidad con que hacemos todo- resolvió dispuesto a colgar, dándose el gusto, al me-nos, de hacerlo con la última palabra.

No podía imaginar que el delegado de gobierno le tuvie-ra preparada una sorpresa final.

-Por suerte —dijo el político en sustitución de lo que debería haber sido una despedida— se encuentra en estos

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momentos en la ciudad un especialista en crímenes de este tipo. Y estoy seguro de que, cuando mañana se lo pida, con-sentirá en ayudarnos a encauzar convenientemente, y a la mayor brevedad, el caso.

Y tras concederse una pequeña pausa, concluyó con un: “estoy seguro también de que usted le ayudará en todo lo que necesite”.

Lo inesperado del requerimiento hizo dudar a Herrero quien, con el fin de ganar un poco de tiempo para sopesar las implicaciones que pudiera acarrearle una respuesta en un sentido u otro, devolvió al delegado del gobierno la ambigüe-dad de la corrección política.

-Ciertamente las colaboraciones son siempre positivas.

Aunque en seguida tuvo claro que la idea de que esa iniciativa pudiera prosperar no encajaba en su comisaría. Él era perfectamente capaz de resolver sus asuntos sin la intromisión de nadie. Por supuesto, las implicaciones no le permitían admitirlo de forma explícita, pero no pudo dejar de expresar su opinión en el asunto.

-Debo advertirle, sin embargo, que los medios con que cuenta nuestra comisaría no estarán al nivel de lo que su ex-perto debe estar acostumbrado, y eso probablemente difi-culte su eficaz manera de proceder, de la misma manera que entorpece la nuestra.

De esta forma fue como el comisario Cabarga, pertene-ciente a la Unidad de Inteligencia Criminal de la Comisaría Ge-neral de la Policía Judicial de Madrid, que se encontraba en la ciudad de vacaciones, se vio envuelto en la investigación del crimen de la calle del Carmen. Fue a petición del delegado del gobierno, y a título personal.

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-Tuve el placer de conocer a su jefe, el comisario gene-ral Sigüenza, el pasado verano —comentó el delegado del go-bierno a modo de presentación formal—, durante una charla en los cursos que organizan el ayuntamiento y la universidad.

Y el comisario Cabarga sintió, una vez más, que por mu-cho que se alejara de su trabajo, no podía librarse de él.

-Ha sido él quien precisamente, ha alabado su gran pro-fesionalidad y ha sugerido la posibilidad de que nos echara una mano, ya que la casualidad ha hecho que usted estuviera por aquí de vacaciones.

Cuando recibió la llamada, Cabarga estaba sentado en uno de los dos sillones de cuero negro que incluía el mobiliario de la habitación del hotel en que se hospedaba. Era temprano, había retirado las cortinas y abierto la ventana lo imprescindi-ble para leer el periódico del viernes y sentir la primera brisa del mar. Estaba disfrutando de la intimidad de esa penumbra, en la que los ruidos de la calle se mezclaban con la leve respira-ción de su mujer dormida, cuando el pitido agudo del teléfono rompió la suavidad del momento. Se levantó de forma precipi-tada para evitar un despertar que de todas formas se produjo, lo que le dejó una sensación de malestar, antes incluso de saber quién y por qué le llamaba. Quizá por ello el prestigio puesto en boca de aquel hombre le pareció una broma de mal gusto, y la perfecta dicción, lenta y controlada, con que el delegado del gobierno se regodeó en su propio discurso, le sentó peor de lo habitual y le predispuso en contra de lo que iba a proponer-le. Las palabras de su interlocutor estaban marcadas por una verborrea tan fluida y vacua, que Cabarga hubo de reprimir en varias ocasiones el impulso de colgar.

-Como hace un momento comentaba con su superior, el comisario general Sigüenza, sería todo un honor que un pro-

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fesional de su reputación pudiera ayudarnos en este caso, que tan preocupado tiene a nuestra ciudadanía.

La conversación apenas duró unos minutos y, al levan-tar la vista, se dio cuenta de que se había puesto de pie y que estaba junto a la puerta interior que comunicaba con la habi-tación de su hija. La misma penumbra que conservaba la es-tancia le devolvió su imagen reflejada en el pequeño espejo que colgaba sobre la cómoda. Sin darse cuenta se había hecho viejo y Mónica se había convertido en una adolescente. En los últimos meses las conversaciones con Silvia siempre giraban en torno a ella, e inevitablemente acababan en una discusión. Quince años nunca había sido una edad fácil y menos ahora. Retrocedió hasta el sillón y lo giró hacia la terraza. No quería dar la sensación de estar controlándola. Se sentó mientras las cortinas se agitaban bajo el influjo de la brisa. Estaban lo bas-tante cerca del mar como para que pudiera percibir el aroma de su salitre. Sin una sola nube en el cielo, las predicciones daban una temperatura superior a los treinta grados para el resto del día, y él se había levantado dispuesto a disfrutar de un agradable día de playa con su familia.

Y lo hubiera hecho, de no ser por ese sentido absurdo y anticuado de responsabilidad que tenía, y que con cincuenta y cinco años ya no podía cambiar. Pero también porque el perió-dico de la mañana ya le había enseñado el cadáver, desnudo y putrefacto de la víctima, con un cuchillo de cocina demasiado grande clavado en el pecho, en una habitación excesivamente absurda y cutre, y con una cantidad incongruente de dinero ol-vidada sobre la mesilla de noche. Nada casaba. Era imposible aceptar una explicación usual. Sin embargo, no pudo soportar la adulación falsa en la que, por distintos motivos, ninguno de los dos creía, y decidió cortar la llamada con brusquedad sin aclarar si se encargaría o no de ayudar en el caso.

Nunca había sido tan consciente como en ese momen-to de que no debía anteponer, una vez más, el trabajo a su

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familia. Los tres necesitaban esas vacaciones. Se sentó en el sillón y dejó que la brisa del mar se colara en sus pulmones. Hacía años que había dejado de fumar, pero cuando estaba nervioso aspiraba como si lo hiciera. Pensó una vez más en el enorme cadáver tendido sobre la cama, deforme y em-butido en unas medias negras de mujer. La información del periódico aseguraba que durante una semana nadie le echó en falta, y probablemente nada hubiera cambiado, de no ser porque el olor a putrefacción alertó a los vecinos. Nadie re-criminaría a Cabarga que siguiera con sus vacaciones, pero ahí estaba su irracional manía de velar por la justicia que no importaba a nadie. Era el poso que le habían dejado todos esos años en homicidios. Un hábito que hacía que su trabajo fuese lo único en lo que pensaba, que hacía desde el alba hasta el anochecer y que le daba algo de sentido a continuar. De espaldas a Silvia, permaneció quieto hasta que oyó un murmullo de sábanas en la habitación.

-Tengo que salir —dijo entonces girándose un poco en la silla, pero sin llegar a mirarla.

Lo dijo como si alguien distinto de sí mismo hubiera tomado la decisión por él. Las palabras sonaron demasiado frías. La miró y la vio levantarse y desplazarse en sentido contrario. Se movía como si no le hubiera escuchado, aun-que era evidente que sí lo había hecho, y a Cabarga algo se le encogió dentro. Un nuevo soplo de brisa entró por la venta-na y Silvia se detuvo, como paralizada por un escalofrío. Per-manecía callada, pero Cabarga sabía de sobra que sólo era el comienzo de una discusión que no debía haberse producido, y que no sería fácil resolver.

-¿Te das cuenta de que estamos de vacaciones? —Silvia rompió el silencio con brusquedad.

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Para ella el problema era demasiado antiguo como para pensar en ser razonable. Eran muchas veces como para con-formarse con una solución a medio camino entre lo que debía ser y lo que Cabarga se empeñaba que fuera. Y era además demasiado temprano para mantener la calma.

-¿Te das cuenta de que es viernes? —gritó.

Pero la voz adormecida durante la noche sólo estaba preparada para los susurros del despertar, y no respondía a su indignación con la fuerza suficiente. Así que Silvia dio un manotazo contra la pared, seguido de otro. Fue como si, al darse cuenta de lo evidente de las frases, le molestara más la importancia de lo que de verdad estaba diciendo: el hecho de que para Cabarga fuera más importante cualquier muerto desconocido que su propia familia. Y sin embargo, cuando vol-vió a hablar sólo consiguió repetirse.

-¿Qué vas a hacer un viernes?

La incapacidad para decir lo que realmente pensaba, le pre-cipitó la voz, lo mismo que los pensamientos. Y los sentimientos.

-Sólo vamos a estar aquí cuatro días, ¿qué crees que puedes hacer en cuatro días?

Y sin quererlo, en su voz apareció la impotencia de otras veces. Cabarga trató de tranquilizarla, pero en sus palabras no había convicción.

-Sólo serán un par de horas por la mañana.

Frases parecidas se habían convertido en falsas prome-sas tantas veces, que ya no había modo alguno de decirlo me-jor. Silvia no quiso decir nada más. Levantó la vista hacia él

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con la respiración entrecortada y Cabarga maldijo su propia obstinación. Sabía que tenía que hablar, pero se sintió torpe. No le gustaban las palabras vacías, y cualquier cosa dicha a Silvia en ese momento lo era.

Silvia en seguida se dio cuenta de que no iba a conseguir nada más de él y continuó hacia el baño, que tenía la puerta entreabierta. La empujó con demasiada fuerza y rebotó con-tra la pared. Se detuvo en el umbral.

-Te empeñas en abrir la ventana cuando duermo, cuan-do sabes que me molesta —dijo sin volverse.

Pero tampoco acabó de entrar en el baño. Esa sensa-ción de que estaba esperando un milagro que no iba a pro-ducirse, hizo que Cabarga intentara justificarse señalando el periódico en un gesto vano.

-El cadáver llevaba una semana en el piso y en ese tiem-po nadie lo echó en falta —dijo.

-No me expliques eso otra vez por favor —aunque no que-ría mirarle, Silvia se volvió hacia él mostrando una expresión en su rostro en la que no había lugar para la comprensión—. Todos los días encuentran cadáveres y en todas partes quedan casos sin resolver. No eres el único maldito policía de este país.

Todo era tan condenadamente cierto, como que Cabarga iba a ir a esa comisaría.

-Solo quiero comprobar quién se encarga del caso.

Silvia levantó los brazos en un gesto imposible, pero en ese momento Mónica abrió la puerta que comunicaba con su habitación y les miró con cara de reproche.

-¿Ya estáis otra vez?

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Los tres se miraron un instante. Silvia entró en el baño y cerró la puerta de un portazo. Mónica chasqueó la lengua y dejó deslizar un “joder” antes de volver a su habitación. Ca-barga quedó solo en el dormitorio. Sabía de sobra que no te-nía por qué hacerlo, pero se levantó y sacó del armario una ca-misa azul y una americana y se cambió de ropa. Le resultaba imposible hacer otra cosa cuando ya había tomado una deci-sión. Debía ir a comisaría. Estaría de vuelta para el mediodía. Se acercó a la mesilla de noche y cogió un pequeño cuaderno y un bolígrafo con propaganda del hotel. Se rió de la mente brillante que le llevaba a hacer aquellas cosas.

-Sólo quiero ir a ver lo que hay —dijo a modo de despe-dida, alzando la voz para que Silvia pudiera oírle a través de la puerta cerrada.

Pero no obtuvo respuesta. Después entró en la habita-ción de su hija. Ya casi era tan alta como él. Se acercó a ella y le dio un beso en la mejilla. Se despidió con una breve frase: “os llamaré para comer juntos”. Lo dijo tratando de aparen-tar normalidad, aunque era una promesa que a ninguno de los dos le valía para mucho.

Estaba tenso. Cuando llegó a recepción y pidió un taxi, pensó que ese día las cosas no podían ir bien. Lo confirmó cuando el mismo recepcionista que le había pasado la lla-mada, se empeñó en acompañarle hasta la calle y abrirle la puerta del vehículo.

En comisaría no tardó en ser recibido por el comisario Herrero, que lo hizo desde detrás del escritorio de su despacho. Sin entretenerse en demasiadas presentaciones, le certificó que todo estaba bajo control, y que lo sucedido no era más que el resultado del alarmismo creado el día anterior por la prensa. Ese era uno de los grandes problemas del país: “el poder ha quedado en manos de los periodistas, más ocupados en crear espectáculos bochornosos, que en informar a los ciudadanos”.

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-Ésta —continuó— es una comisaría pequeña, con me-dios limitados, pero a pesar de ello disponemos de personal perfectamente cualificado y competente para resolver ese tipo de incidentes, cuya proliferación, desgraciadamente, se ha multiplicado en los últimos tiempos. Pero ya se sabe que los políticos se ponen nerviosos cuando lo que está en juego es su imagen pública. Nunca se preocupan de dotar a sus ins-tituciones de los medios necesarios, eso no les reporta votos y, por tanto, no les interesa. Pero cuando la prensa comienza a airear trapos sucios, los demás tenemos que perder el culo para limpiarlos y hacer que ellos queden bien.

Habló con demasiada indiferencia. Un contraste in-tenso con la complacencia con que encendió uno de los ci-garrillos de la cajetilla que había sobre la mesa. Aún volvió a cambiar de registro un segundo después, para acabar con un comentario condescendiente, en el que incluso la expre-sión de su cara fue lo suficientemente dúctil como para re-flejar un tipo de compresión hacia sí mismo, bastante ale-jada de Cabarga.

-Llevo en este puesto muchos años y todos son iguales, da igual del color que sean, basta con que se aproximen las elecciones para que empiecen a ponerse nerviosos.

Cabarga había controlado la reacción instintiva al re-cibimiento de Herrero haciendo uso de sus muchos años de profesión y, cuando la verborrea del otro acabó, se limitó a ex-poner sus necesidades básicas para tomar parte en la investi-gación. El tono fue neutro, pero sus palabras fueron acogidas con un mal disimulado desinterés por parte de su homólogo.

-Claro, comisario Cabarga, no hay inconveniente —dijo mientras daba una calada larga al cigarrillo—, puede acercar-se al lugar del crimen.

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Después, mientras lo apagaba sobre el cenicero, pare-ció sopesar sus siguientes palabras, que llegaron en un anó-malo tono elevado.

-Si tiene usted la intención de emplear sus vacaciones de ese modo, no voy a ser yo quien se lo impida. Lamento comunicarle, sin embargo, que el inspector Rodríguez se en-cuentra en estos momentos ocupado.

Resultaba evidente que no le había gustado la intromi-sión de Cabarga.

-Daré instrucciones a un agente para que le acompañe ahora al piso y retire el precinto -continuó-, pero no puedo ha-cer mucho más por usted, puesto que, lamentablemente, los medios con que contamos son limitados.

Sentenció. Y, aunque hubiera sido más conveniente no hacerlo, tampoco pudo callarse esta vez la opinión que le merecía todo el asunto.

-Habida cuenta de su amplia experiencia en asuntos de este tipo —puntualizó no sin cierta descortesía que no hizo esfuerzo por ocultar—, estoy seguro de que no necesi-tará demasiados recursos. Y ahora, si me disculpa, tengo un par de asuntos urgentes que resolver —concluyó mientras estiraba el brazo hacia el auricular del teléfono.

Pero cuando estaba a punto de llevárselo a la oreja, Ca-barga comenzó a hablar con un tono tan duro y tajante, que paralizó a su interlocutor por unos instantes.

-Comisario Herrero —tenía la mirada fija en él—, com-prendo lo inusual que resulta mi participación en esta inves-tigación, pero el caso es que ésta es la situación y sólo espero

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que no sea necesario recurrir a la jerarquía policial para tra-bajar aquí. Porque no dude ni por un momento que si debo llegar a esos extremos lo haré.

Dejó que el silencio afianzara sus palabras.

-Voy a ir ahora al lugar del crimen, para lo que le pido tenga preparado un coche patrulla en la puerta dentro de diez minutos.

Nada se movía en la habitación, salvo los labios de Ca-barga que no había dado por terminada la petición.

-Con el inspector Rodríguez dentro -apostilló con una voz tan imperturbable, como serena—. En función de lo que encuentre, decidiré si es más conveniente seguir con la inves-tigación en otro lugar, o si por el contrario, voy a volver a esta comisaría para actuar desde aquí. En ese caso dispone usted de un par de horas para acondicionarme un despacho donde pueda trabajar en las condiciones adecuadas.

Hizo de nuevo otra pausa que Herrero tampoco inte-rrumpió y que Cabarga utilizó para levantarse, al tiempo que remataba la conversación.

-A pesar de sus limitados medios.

El comisario Herrero entonces sí le observó y, tras man-tenerle la mirada, esbozó una sonrisa y se recostó en su sillón.

-Creo que debería tratar de relajarse usted un poco, co-misario Cabarga. Todos estamos de acuerdo en que la cola-boración entre comisarías es algo que debería hacerse más a menudo. Pero entienda que no podemos darle más de lo que nosotros mismos tenemos.

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Cabarga se acercó a la mesa e, inclinándose hacia delan-te, puso una mano en el hombro de su colega.

-Estoy seguro de que, con un poco de esfuerzo, todos podemos tener más de lo que pensamos, comisario —insinuó mientras se permitía darle una ligera palmada en el hombro—. Piense que a todo el mundo le gustará oír que usted ha puesto todo cuanto se encuentra en su mano para resolver este caso.

Después se irguió y se dirigió a la puerta. Le deseó un buen día antes salir del despacho. Nada más hacerlo maldijo en voz alta. Casi sin haber empezado, las circunstancias le es-taban llevando a una situación en la que volvería a romper su promesa a Silvia. Avanzó por el pasillo y salió de la comisaría.

Pasados unos minutos, menos de los diez que había pe-dido, un policía le indicó que tenía un coche preparado, y el inspector Rodríguez no se hizo esperar antes de aparecer jun-to al mismo. Vestía zapatillas deportivas, pantalones vaqueros y una camiseta blanca con la palabra “Texas” sobre el perfil de una testa de toro. A pesar del pendiente que lucía en el lóbulo derecho, Cabarga adivinó quien era nada más le vio torcer la esquina de la calle. Andaba con tanta arrogancia que, al igual que el toro que llevaba sobre el pecho, sólo le faltaba algo de-lante para embestir. Sin embargo, de pie al lado del coche, los dos se identificaron con las fórmulas de cortesía y, sin más preámbulos, entraron en la parte trasera.

No habían hecho más que sentarse, cuando un móvil comenzó a sonar en el bolsillo del inspector Rodríguez. Éste lo sacó y, para desconcierto de Cabarga, sin decir palabra descolgó y volvió a salir del coche. Se alejó unos pasos por la acera buscando la sombra de los edificios y se imbuyó du-rante más de diez minutos en lo que parecía una fructífera conversación, en la que aún le dio tiempo de fumar un ciga-rrillo. El policía que estaba al volante abrió la ventanilla y puso la radio a un volumen demasiado alto para lo que Ca-

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barga consideraba oportuno. Después de cuatro canciones y varias intervenciones del locutor, el inspector Rodríguez vol-vió al coche sin dar ningún tipo de disculpa ni explicación, y de la misma manera le tendió a Cabarga una carpeta con lo que debía ser el dossier del caso.

Ahora Cabarga sí estaba molesto y no tenía la menor in-tención de controlar el enfado.

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