brevisima historia de un diario nonato€¦ · hace mucho la historia y tribulaciones de mi diario...

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Los Cuadernos de Arte BREVISIMA HISTORIA DE UN DIARIO NONATO Orlando Pelayo «En su Polemo y Soledades parece que vence a lo que pinta y que no es posible que ejecute otro pincel lo que dibuja su pluma.» (Carducho) «La influencia de Góngora alcanza a más... se extiende, aunque parezca extraño a primera vista, a los dominios de la pintura. En la prosa y en la pintura moderna es donde hay que estudiar, sobre todo, la influencia del gran poeta.» (Azorín) e uando a petición de Jaime Quindós deci- dí ilustrar un libro para su colección «Retablo», el poeta Antonio Gampneda, director de ésta, me sugirió la idea de escribir un texto que podría ser una especie de ensayo o bien, algo más divertido, un diario de taller en el que yo iría consignando las reflexiones de mi trabajo de ilustrador. La segunda idea me pareció más cómoda y llevadera, pues ir escri- biendo unos renglones cada día no es cosa que requiera mayores eserzos de pluma y daa, a la postre, un buen número de lios con que llenar las páginas que se me destinaban. Antonio Gamoneda ignoraba -yo no- que jamás había tenido la menor vocación de memorialista ni se me hubiera pasado por la imaginación llevar un diario. Me imagino que tal menester requiere, si no mucha dedicación, sí una buena dosis de disci- plina y regularidad, virtudes de las que carezco, ꜷnque no me lte -todo hay que decirlo- una cierta capacidad de reflexión. Dicen que en el pecado se lleva la penitencia y el mío e el de aceptar cosa tan lejana a mis gustos, como es la de pasar diariamente del caba- llete al pupitre para ir contando mis labores y reflexiones. La penitencia empezó enseguida y ha durado casi un año, pues si no dé ni una cha de trabar en el proyecto de ir acumulando notas en mi cabeza, lo de pasarlas al papel ya era otro cantar y ahí yo padecía de onía crónica. Diré en mi descargo que se me olvidó lo principal, comprar la agenda o libreta sin las cuales no hay diio o dietario posible. Casi un año después aún no he pasado por la papelería. Cada día lo iba dejando para «mañana» y cada «mañana» -por la noche- enjendraba talmente otro. Los «mañana» eron proliferando y tragán- dose los números del calendario uno detrás de otro, sin dejar ni los rabos. Acabé desistiendo y me he consolado pensando que si a nadie hay que 2 pedirle lo imposible, no va uno a pedírselo a sí mismo. Mi amigo Juan Cueto, a quien yo contaba no hace mucho la historia y tribulaciones de mi diario nonato, me brindó la estupenda idea de que me inventase un falso diario y estuve a punto de ha- cerlo. Me faltaron los ánimos para remontar, aun- que ese apócramente, el túnel del tiempo. Lo malo es que no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague y el mío se cumplió ya. Se aproxima la hora de pagar la deuda -el texto pro- metido- y he tenido que ponerme a escribir a toda prisa estos cuantos retazos textuales, bastante desparejados y a su aire, pero a los que nadie podrá negar un cierto parentesco, pues todos tra- tan del arte de ilustrar libros, de Góngora, de su Polifemo y gunas otras cosas afines. Si no pude emular a Amiel, tampoco creo haber batido por puntos a «El Tostado» y eso simos ganando todos. EL RETRATO DE GONGORA Góngora tuvo la suerte de ser retratado por Velázquez. Esta liz conjunción ha sido abundan- temente comentada, estudiada y alabada. Rubén Darlo la celebra en tres sonetos. En los dos prime- ros, retratado y retratista se elogian mutuamente. Góngora dirigiéndose a Velázquez: jugando de luz con la armonía, con la alma luz, de tu pincel el juego el alma duplicó de la faz mía. y el sevillano le dice al cordobés: y yo las telas con mis luces gemo, para don Luis de Góngora y Argote traerá una nueva palma Polemo. Rubén en el último soneto, empieza su canto a los dos con estos versos: En tanto «pace estrellas» el Pegaso divino y vela tu hipógr, Velázquez, la Fortuna, en los celestes parques al Cisne gongorino desha sus sutiles margaritas de Luna. La efigie que de don Luis de Góngora nos dó Velázquez pertenece a lo que, sin menoscabo de su maestría, yo me atrevería a llamar sus retratos «detenidos» y que son los que pintó en su juven- tud. En ellos el pincel de don Diego da a los volúmenes una lisura mineral que parece proteger- los de la erosión del tiempo y hacerlos invulnera- bles al cambio y a la mutabilidad. Otra cosa bien distinta sucede, a mi entender, con los de su madurez, en los que la imppable, etérea y levísima materia depositada sobre el lienzo les confiere, por virtud de ese toque impre- sionista que inventa Velázquez, dos cualidades antinómicas aunque inseparables: gacidad y eternidad. La sane parece no haberse coagulado bajo la piel pintada, tiñéndola de gaces irisaciones que son como instantes del devenir biológico de esos

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Los Cuadernos de Arte

BREVISIMA HISTORIA

DE UN DIARIO

NONATO

Orlando Pelayo

«En su Polifemo y Soledades parece que vence a lo que pinta y que no es posible que ejecute otro pincel lo que dibuja su pluma.»

(Carducho)

«La influencia de Góngora alcanza a más ... se extiende, aunque parezca extraño a primera vista, a los dominios de la pintura. En la prosa y en la pintura moderna es donde hay que estudiar, sobre todo, la influencia del gran poeta.»

(Azorín)

e uando a petición de Jaime Quindós deci­dí ilustrar un libro para su colección «Retablo», el poeta Antonio Gampneda, director de ésta, me sugirió la idea de

escribir un texto que podría ser una especie de ensayo o bien, algo más divertido, un diario de taller en el que yo iría consignando las reflexiones de mi trabajo de ilustrador. La segunda idea me pareció más cómoda y llevadera, pues ir escri­biendo unos renglones cada día no es cosa que requiera mayores esfuerzos de pluma y daría, a la postre, un buen número de folios con que llenar las páginas que se me destinaban.

Antonio Gamoneda ignoraba -yo no- que jamás había tenido la menor vocación de memorialista ni se me hubiera pasado por la imaginación llevar un diario.

Me imagino que tal menester requiere, si no mucha dedicación, sí una buena dosis de disci­plina y regularidad, virtudes de las que carezco, aunque no me falte -todo hay que decirlo- una cierta capacidad de reflexión.

Dicen que en el pecado se lleva la penitencia y el mío fue el de aceptar cosa tan lejana a mis gustos, como es la de pasar diariamente del caba­llete al pupitre para ir contando mis labores y reflexiones. La penitencia empezó enseguida y ha durado casi un año, pues si no dejé ni una fecha de trabajar en el proyecto de ir acumulando notas en mi cabeza, lo de pasarlas al papel ya era otro cantar y ahí yo padecía de afonía crónica. Diré en mi descargo que se me olvidó lo principal, comprar la agenda o libreta sin las cuales no hay diario o dietario posible. Casi un año después aún no he pasado por la papelería.

Cada día lo iba dejando para «mañana» y cada «mañana» -por la noche- enjendraba fatalmente otro. Los «mañana» fueron proliferando y tragán­dose los números del calendario uno detrás de otro, sin dejar ni los rabos. Acabé desistiendo y me he consolado pensando que si a nadie hay que

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pedirle lo imposible, no va uno a pedírselo a sí mismo.

Mi amigo Juan Cueto, a quien yo contaba no hace mucho la historia y tribulaciones de mi diario nonato, me brindó la estupenda idea de que me inventase un falso diario y estuve a punto de ha­cerlo. Me faltaron los ánimos para remontar, aun­que fuese apócrifamente, el túnel del tiempo. Lo malo es que no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague y el mío se cumplió ya. Se aproxima la hora de pagar la deuda -el texto pro­metido- y he tenido que ponerme a escribir a toda prisa estos cuantos retazos textuales, bastante desparejados y a su aire, pero a los que nadie podrá negar un cierto parentesco, pues todos tra­tan del arte de ilustrar libros, de Góngora, de su Polifemo y algunas otras cosas afines.

Si no pude emular a Amiel, tampoco creo haber batido por puntos a «El Tostado» y eso salimos ganando todos.

EL RETRATO DE GONGORA

Góngora tuvo la suerte de ser retratado por Velázquez. Esta feliz conjunción ha sido abundan­temente comentada, estudiada y alabada. Rubén Darlo la celebra en tres sonetos. En los dos prime­ros, retratado y retratista se elogian mutuamente.

Góngora dirigiéndose a V elázquez:

jugando de luz con la armonía, con la alma luz, de tu pincel el juego el alma duplicó de la faz mía.

y el sevillano le dice al cordobés: y yo las telas con mis luces gemo, para don Luis de Góngora y Argote traerá una nueva palma Polifemo.

Rubén en el último soneto, empieza su canto a los dos con estos versos:

En tanto «pace estrellas» el Pegaso divino y vela tu hipógrifo, Velázquez, la Fortuna, en los celestes parques al Cisne gongorino deshoja sus sutiles margaritas de Luna.

La efigie que de don Luis de Góngora nos dejó Velázquez pertenece a lo que, sin menoscabo de su maestría, yo me atrevería a llamar sus retratos «detenidos» y que son los que pintó en su juven­tud. En ellos el pincel de don Diego da a los volúmenes una lisura mineral que parece proteger­los de la erosión del tiempo y hacerlos invulnera­bles al cambio y a la mutabilidad.

Otra cosa bien distinta sucede, a mi entender, con los de su madurez, en los que la impalpable, etérea y levísima materia depositada sobre el lienzo les confiere, por virtud de ese toque impre­sionista que inventa Velázquez, dos cualidades antinómicas aunque inseparables: fugacidad y eternidad.

La sangre parece no haberse coagulado bajo la piel pintada, tiñéndola de fugaces irisaciones que son como instantes del devenir biológico de esos

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retratos, que el profano suele decir certeramente que están «como sin acabar» y lo están, en efecto y por fortuna, pues no solamente viven y pervi­ven, sino que se desviven hacia su consecución y acabamiento.

A propósito del retrato que comentamos, Carl Justi, en su libro sobre Velázquez nos dice: «Por encargo de su suegro pintó el retrato del poeta Luis de Góngora, que, probablemente faltaba en su colección. Fue muy celebrado en la capital. .. Góngora tenía entonces sesenta años ... El cuadro, bien que seco y delgado en su pintura, es una cabeza de carácter de primer orden que hace pen­sar más bien en un casuista o un penitenciario que en un poeta. Una cabeza larga con la calavera llena de estilo; la boca es grave, cerrada, con las comisuras caídas, amargas; bigote fino, larga bar­billa prominente, que avanza en busca de la nariz; rasgos severos, serios, herméticos, con una mi­rada inquisidora y desconfiada.»

A este acertado análisis de Justi añadiría yo que Góngora con su oblicuo, penetrante, inquisitivo y escéptico mirar de soslayo, parece estar contem­plando las vanidades de la Corte y los desengaños del mundo. Y su boca amarga, apretada y algo torcida, a punto de soltar el improperio; la flecha mordaz o la frase raez y despiadada que nunca regateó a sus muchos enemigos. La frente in-

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mensa -«el orbe de su frente» que dijo él de la de su Polifemo- es un mundo en el que se pueden albergar todas las mitologías.

Este hermoso retrato es, además de una obra maestra, el único al que puede referirse un artista que quiera volver a trazar -con respetuosa modes­tia- la vera efigie del cordobés. Hay algunos otros que ni tienen la belleza del que comentamos ni son muy de fiar.

Los que sí abundan son los literarios, empe­zando por su irónico autorretrato:

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Porque no os movéis, él mismo os envía de su misma mano su persona misma, digo su aguileña filomocosía, ya que no pintada al menos escrita.

En los años, mozo, viejo en las desdichas, abierto de sienes, cerrado de encías; no es grande de cuerpo, pero bien podría de cualquier higuera alcanzaros higas; la cabeza, al uso, muy bien repartida, el cogote atrás, la corona encima; la frente espaciosa, escombrada y limpia, aunque con rincones, cual plaza de villa; las cejas en arcos como ballestillas de sangrar a aquellos que con el pie firman; los ojos son grandes, y mayor la vista, pues conoce un gallo entre cien gallinas; la nariz es corva, tal que bien podría servir de alquitara en una botica; la boca no es buena, pero a mediodía le da ella más gusto que la de su ninfa; la barba, ni corta ni mucho crecida, porque así se ahorra cuellos de camisas: fue un tiempo castaña, pero ya es morcilla volveránla penas en rucia o tordilla;

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los hombros y espaldas son tales, que habría, a ser él San Bias, para mil reliquias.»

A quien, como yo, se propone grabar para este«Polifemo» un retrato de Góngora, se le ofrecenen principio dos posibilidades: inspirarse y ampa­rarse en el de V elázquez o bien hacerlo al dictadode los testimonios literarios, construyendo algoparecido a lo que hoy se llama retrato-robot, conlo que esto conlleva de segura inexactitud aunquetambién de divertido juego. Como se verá no headopta<;Io ninguna de las soluciones citadas sinouna tercera, también caprichosa y arbitraria, perocon una evidente intención simbólica.

El arte del retrato es, según los clásicos, divino-yo diría más bien diabólico- y por ello difícil yarriesgado.

Requiere esta modalidad de las artes plásticas, entre otras cualidades, la de la objetividad y yasabemos que la objetividad no puede existir sinocomo aspiración y utopía. Cada individuo es uno ymúltiple según el momento y hasta dentro de éstediferente según el ojo de quien lo mire.

Desde Niepce, cuando se quiere dar testimoniofehaciente de las señas de identidad de una per­s_ona, se recurre al que parece el medio más obje­tivo y veraz: la fotografía; y no hay, si lo pensa­�os bien, nada menos objetivo que lo que el obje­tivo nos da. Los retratos de una misma personahechos en el mismo momento y con el mismoaparato fotográfico, producen a veces la sorpresade imágenes tan disímiles que lo más que les en­contramos entre sí es un aire de familia.

El hombre más honrado, el prócer más ilustre,f�tografiado en un servicio antropométrico poli­cial, nos aparecerá con el rostro del más lombro­siano de los facinerosos.

Sobre esto del parecido recuerdo haber oídouna anécdota, quizá apócrifa, atribuida a Picasso en la que una señora ante un retrato que de ell�había hecho el malagueño le dijo: «Maestro no meparezco nada» , y don Pablo, con su peculiar re­tranca, le contestó: «No se preocupe señora, es­pere unos años y se parecerá» . . Para seguir con Picasso, que fue un genial retra­

tista, recuerdo que entre los que hizo de Sabartésa lo largo de los años, muchos de ellos clásica­mente «respetuosos» con la arquitectura conven­cional de un rostro, ninguno he visto tan parecidocomo el que representa a su tristón y pálido secre­tario vestido con golilla y sombrero de la época deFelipe II, en el que Picasso le ha dinamitado lacara con la más teratológica de las deformaciones.

«EL CATECISMO» DE FRAY PEDRO DE GANTE

Desde la invención del libro, el hombre ha sen- 0

tido a veces la necesidad de acompañarlo de ver- !siones o comentarios dibujados o pintados que son ºlo que llamamos ilustraciones. )

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El Diccionario de la Real Academia dice queilustrar es «dar luz al entendimiento. -Aclarar unpunto o materia con palabras -imágenes u otromodo-. -Adornar un impreso con láminas o gra­bados alusivos al texto. » Sebastián de Covarru­bias en su curiosísimo Tesoro de la Lengua Caste­llana dice de la imagen: «Llamamos imágenes lasfiguras que nos representan a Christo Nuestro Se­ñor, a su Benditíssima Madre y Virgen María, asus apóstoles y demás santos y los misterios denuestra Fe, en cuanto pueden ser imitados y re­presentados, para que refresquemos en ellos lamemoria y que la gente ruda, que no sabe letras,les sirven de libro, como al que las sabe la histo­ria; y de aquí viene que los libros que tienenfiguras, que significan lo que contienen cada uno ycada capítulo, se llaman libros historiados» .

Covarrubias señala como primera y, por su­puesto, más alta función de la imagen la de larepresentación de los seres de esencia divina,atribuyendo así al imaginero -pintor, escultor,ilustrador- el nobilísimo e insigne cometido, perotambién la aplastante responsabilidad, de pintar­nos la vera efigie, el retrato de aquellos etereosseres nada menos que «del sobrenatural» . Otrasreligiones evitan el arduo problema; la puntillosaortodoxia mosaica con una prohibición sin paliati­vos. Maimónides, en uno de sus trece artículos deFe dice: «Dios es espíritu y no puede ser repre­sentado por ninguna forma corporal. La religiónmusulmana, quizá más pragmática, no hace lamenor referencia al asunto en las suratas del Co­rán, aunque, consuetudinariamente, no admiteimágenes en sus lugares de culto.

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Otro de los cometidos que Covarrubias atri­buye a la imagen es el educativo y adoctrinador, destinado a los que «no saben letras», a los anal­fabetos. El catecismo de Pedro de Gante, en el que para enseñar la doctrina cristiana a los indios de Nueva España, el frailecito catequista se sirve de figuras inspiradas en los códices pre-cor­tesianos -inventando, de paso, uno de los prime­ros comics sin palabras de la historia- es un her­mosísimo ejemplo de ello. Me atrevería a decir que los ya desaparecidos cartelones de ciego tam­bién pueden incluirse entre estos metalenguajes ágrafos.

Explicar doctrina sagrada, vidas de santos o crímenes tremebundos son, al fin y al cabo, dos formas ejemplarizadoras de instruir al pueblo ig­norante.

Señalemos el hecho insólito, pero evidente, de que la imagen, que empezó siendo en la historia un medio de aclarar, explicar e instruir a los anal­fabetos, está produciendo con el tiempo el efecto contrario. La paulatina pauperización del lenguaje escrito y la proliferación del gráfico -tebeos, co­mics, fotonovelas- van haciendo a la gente cada vez más perezosa ante la lectura y acabarán, sin la menor duda, por desalfabetizarla.

Mi propósito es hablar aquí sobre todo de la imagen como medio de «adornar un impreso con láminas o grabados alusivos al texto».

Las maneras de concebir la ilustración de un libro pueden ser infinitas o, por lo menos, tantas como ilustradores pueden emprenderla y todas ellas válidas y respetables en principio. Lo que sí parece evidente es que cada texto requerirá solu-

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ciones específicas y no podrán ilustrarse del mismo modo la novela, la poesía o el libro de viajes. Este último, por ejemplo, obligará al posi­ble ilustrador de nuestros días a una escrupulosa objetividad. La televisión -otro desalfabetizador por la imagen- nos ha hecho visitar ya hasta los más apartados lugares del planeta y nadie admiti­ría una Groenlandia o unas Islas de la Sonda que no fuesen copia fidedigna de las que la «pequeña pantalla» le metió en su saloncito con tresillo. Es una verdadera lástima. Los antiguos libros de via­jes y exploraciones eran mucho más bonitos, poé­ticos y suscitadores de la fantasía y la ensoñación. Sus ilustradores solían trabajar «de oídas» y los paisajes, hombres y animales que nos ofrecían eran mucho más exóticos, fabulosos y anacróni­cos que los que había visitado y visto el viajero o el explorador. Frecuentemente se atrevían a en­mendarle la plana a Dios, poniendo en sus bestia­rios unos toques de solidario y fraternal antropo­morfismo y hasta inventándose especies zoológi­cas que jamás habían pisado el Arca de Noé.

La novela es el género literario que, a primera vista, parece prestarse más a la ilustración y los millones de ellas que van acompañadas de imáge­nes parecerían venir a confirmarlo. Mi particular idea de lo que debe ser la ilustración -y sobre todo, de lo que no debe ser- me hace dudar oe ello y hasta estar convencido de lo contrario.

El ilustrador de relatos novelescos suele adop­tar la misma fórmula que emplean los malos tra­ductores: ser fieles a la letra, al «argumento», traicionando así el espíritu, el ritmo y la.«música» de la obra. El alicorto concepto de su misión le

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lleva casi siempre a seguir al pie de la letra lo que el autor cuenta, poniendo todo su empeño en re­producir situaciones, episodios, escenarios y atrezzo sin que falte un botón y lo único que consigue, es levantar una barrera entre autor y lector que coarta o anula la capacidad de éste para imaginar -convertir en imágenes, ilustrar mental­mente- lo que está leyendo.

«LA CELESTINA» DE PICASSO

Creo que no son muy numerosos, desde finales del siglo pasado, los casos de feliz encuentro entre novelista e ilustrador. Citaré aquí dos verdaderas obras maestras del género por tener ambas -y por razones totalmente opuestas- virtudes de ejempla­ridad: «La Celestina» de Picasso y el «Quijote» de Gustavo Doré.

Quien haya tenido la suerte de admirar «La Celestina» de Picasso, habrá visto afanarse, reñir, aparearse, amar y morir a los personajes de la célebre Tragicomedia. Sin embargo Picasso no ha pintado a Calixto, Melibea, Pleberio o Areusa, sino a unos anónimos seres de nuestra raza y de nuestro tiempo que bullen y se agitan por las en­treluces de sus admirables aguatintas.

A Picasso no le preocupa lo más mínimo la vana y falaz fidelidad al relato. El no es Fernando de Rojas, es Pablo Picasso, y su misión no es rees­cribir «La Celestina», sino decirnos cómo esa Tragicomedia resuena en él, y cómo la misteriosa alquimia que transita por los vasos comunicantes del arte, puede transmutar en pura belleza plástica la pura belleza literaria.

«EL QUUOTE» DE GUSTAVO DORE

El Quijote es uno - de los libros que más ha inspirado a los ártistas plásticos -pintores, dibu­jantes- y que mayor número de ediciones ilustra­das ha suscitado desde el momento de su apari­ción.

Las exégesis y comentarios gráficos de la no­vela cervantina son casi tan numerosos como los literarios, con ser estos incontables.

Hasta Doré, don Quijote no tiene más efigie, rostro o silueta que la que Cervantes hace nacer en la imaginación de cada lector o de cada ilustra­dor. Otros célebres personajes de la ficción litera­ria (Hamlet, Don Juan, La Celestina) cambian de fisonomía a cada nueva plasmación gráfica y po­demos ver don juanes rubios o morenos; barbudos o barbilampiños, sin que se nos ocurra poner enduda la veracidad de tan diversas y hasta disímilesimágenes atribuidas a una misma persona.

No ocurrirá esto con Don Quijote a partir de Gustavo Doré quien con el magistral acierto de sus ilustraciones, le da a Don Quijote sus señas de identidad plástica definitivas e inmutables. Todos los ilustradores que vengan después no harán sino copiar, más o menos acertadamente, el arquetipo que él creó.

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El barón Davilliers en su célebre y clásico «Viaje por España», ilustrado por Doré, dice a propósito de los apuntes del natural que éste hizo durante dicho viaje: «Ni un árbol, ni una flor, pero en cambio cardos en abundancia. Cardos gigan­tescos... Doré hizo algunos croquis de ellos y los utilizó de maravilla en los primeros dibujos de las ilustraciones a Don Quijote».

Efectivamente, una de las primeras imágenes que con más fuerza se nos impone, cuando ojea­mos esos admirables grabados, es la del cardo en su proliferante y avasalladora omnipresencia. Con esas grandes perspectivas de tobas y carden­chas, tan características del paisaje manchego, Doré nos sitúa de entrada en el verídico ámbito de la aventura quijotesca.

Todas las láminas están impregnadas de esa sensación de realidad vivida, que conservan hasta aquellas que ilustran pasajes fantásticos u oníri­cos.

Señalábamos antes la ejemplaridad del Quijote cuando se habla de ilustración de textos literarios y yo diría que esa ejemplaridad, en el sentido de lección y escarmiento, nos la procura el admirable ejemplo de Doré que con su acierto definitivo obstruye la imaginación del lector o del ilustrador, incapaz ya, de imaginar otros Don Quijotes que no sean el del ilustrador francés.

Hace mucho tiempo que vengo pensando que sería necesario liberar a Don Quijote de Doré -y sobre todo de sus epígonos- para permitir al caba­llero manchego volver a ser un personaje gráfico «abierto», como ya dijimos que siguen siéndolo, Hamlet, Don Juan, etc ... Para esto haría falta un ilustrador iconoclasta que diseñase las figuras de un Don Quijote rechoncho y bajito y un Sancho larguirucho y flaco, contradiciendo a Doré y si es necesario a Cervantes -y que me perdone don Miguel-. Ese día podría romperse el ensalmo y Don Quijote volvería a tener la posibilidad de reencarnarse gráficamente en imagen plural, abierta y universal, al gusto y fantasía de cada lector, que es sin duda lo que deseó Cervantes cuando parió a ese personaje con el que todos hemos soñado identificarnos en algún momento de nuestra vida.

«EL QUUOTE» DE LOS PRESOS DE OCAÑA

Viajando hace unos años por La Mancha, llegué con unos amigos franceses a El Toboso. Paramos en una placita. Nada más salir del coche se nos acercó una pobre retrasada mental balbuciendo sonidos incomprensibles. Parecía pedirnos algo, posiblemente unas monedas. Nosotros íbamos, naturalmente, hablando del Quijote. Al oírnos nombrar a Dulcinea su rostro, triste y cerrado, se iluminó con una sonrisa de alegría y felicidad y nos dirigió unas palabras que en aquel su pobre y mutilado lenguaje, rugoso de muñones fonéticos, nos sonaron a algo así como «el jojote, el jojote», señalando al mismo tiempo con el brazo hacia una

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casa de esas en las que el prepotente y preten­cioso cemento adquiere su más triste y agresiva fealdad al hacerse aldeano. Nos dirigimos hacia aquel edificio que, si mal no recuerdo, resultó ser el juzgado o alguna otra oficina municipal. Alguien en la puerta, acaso un guardia o un alguacil, nos preguntó si íbamos a visitar la colección de Quijo­tes «de todos los países y lenguas» que allí se guardaban y de cuya existencia nosotros no te­níamos ni la menor idea. Nos hizo entrar en una habitación en la que había un modesto armario lleno de libros que eran, efectivamente, ediciones políglotas, algunas de ellas ilustradas, de la céle­bre novela. Habían llegado allí, quizá a petición de algún obstinado cervantista local, desde diversos países y ostentaban la mayoría de ellos, las más curiosas e inesperadas dedicatorias autógrafas. Recuerdo que entre otros había uno dedicado por «Monsieur le Président de la Republique Frans:ai­se» y firmado Vincent Auriol o, quizá, Pierre Coti, que ahora no recuerdo bien cual de los dos «Monsieur le Président» era el «dedicatario» del ejemplar. No faltaban algunos de exótica y lejana procedencia: China, Japón, y hasta uno que lle­vaba de puño y letra la orgullosa firma del Sha de Persia. Anduve hurgando un momento en los ana­queles de aquella especie de alacena y ya creía haber agotado el repaso de sus riquezas bibliográ­ficas, cuando en un rincón apareció un viejo cua­derno de tapas de cartón que iba a resultar el más original de todos los quijotes que allí se conserva­ban y para mí el más conmovedor de los que sin duda veré en mi vida.

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Cada capítulo de la obra cervantina estaba co­piado en aquel cuaderno por una mano distinta que remataba su trabajo de amanuense con un ingenuo dibujo alusivo a lo escrito y una firma. La torpeza o la aplicación de trazo de aquellas diver­sas caligrafías, propias de manos poco acostum­bradas a la escritura, y el encanto «naif» de las ilustraciones, impregnaban aquél singular manus­crito de una humilde y patética belleza. Quisimos saber quienes eran los autores y supimos que lo habían hecho los presos del penal de Ocaña, allá por lo años veinte.

Me sentí hondamente removido ante aquel insó­lito homenaje de unos pobres hombres privados de libertad -«el bien más preciado», según el liberta­dor de los galeotes- a don Miguel de Cervantes, que tanto supo de infortunios, cárceles y cautive­rios y hasta el que habíamos llegado conducidos por una boba de pueblo que sólo pareció despertar y liberarse por un instante de su oscuro limbo, al oír a unos forasteros pronunciar el hermoso nom­bre de Dulcinea.

EL «POLIFEMO» DE GONGORA

La poesía es terreno sumamente tentador para el artista plástico aficionado a ilustrar libros. La proximidad de pintura y poesía, su común empleo de ciertos procedimientos y recursos -visuales en un caso y verbales en otro- como la analogía y el tropo: imagen, metáfora, propician su mutuo en­tendimiento.

Si la pintura ha sido frecuente tema de inspira-

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ción de los poetas, la poesía ha inspirado también a muchos pintores, produciendo fructuosos en­cuentros y afortunadas simbiosis.

U na de las revoluciones estéticas más profun­das y transcendentales de nuestro siglo, el surrea­lismo, es, de consuno, hija de pintores y poetas.

La amistad entre unos y otros fue en todas las épocas frecuente y entre los poetas suelen encon­trarse los mejores y más esclarecedores comenta­ristas de la pintura. Y hasta sus más lúcidos y acertados definidores:

Este, que ves, engaño colorido, que del arte ostentando los primores, con falsos silogismos de colores es cauteloso engaño del sentido.

dice certeramente Sor Juana Inés de la Cruz ha­blando de un retrato pintado.

Y el antequerano, y también barroco, Pedro Espinosa dirigiéndose a un amigo pintor:

Pues son vuestros pinceles, Mohedano, ministro del más vivo entendimiento, almas que le dan vida al pensamiento y lenguas con que habla vuestra mano.

Bien es verdad que los barrocos son, entre los poetas, los que más cerca se encuentran de una visión pictórica del mundo. Parece que pintan con palabras y su universo, es un universo de colores, formas, luminosidades y brillos, que hablan tanto a la vista como al entendimiento.

El más grande de todos ellos, Góngora, cons­truye sus asombrosas y bellísimas arquitecturas verbales como verdaderos cuadros de pintura, por ejemplo éste de cacería en el que estamos viendo piafar al caballo y rebullir al perro de impaciencia en un cuadro de Velázquez o de Rubens:

Templado, pula en la maestra mano el generoso pájaro su pluma, o tan mudo en la alcándara, que en vanoaun desmentir al cascabel presuma;tascando haga el freno de oro, cano,del caballo andaluz la ociosa espuma;gima el lebrel en el cordón de seda.Y al cuerno, al fin, la cítara suceda.

O nos pinta este soberbio bodegón campestre digno de Sánchez Cotán o de Zurbarán:

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Cercado es (cuanto más capaz, más llano) de la fruta, el zurrón, casi abortada, que el tardo otoño deja al blando seno de la piadosa hierba, encomendada: la serba, a quien le da rugas el heno; la pera, de quien fue cuna dorada la rubia paja, y -pálida tutora-· la niega avara, y pródiga la dora.

Algunos celajes de sus portentosas perspectivas mentales tienen la luminosa diafanidad de los cua­dros de Patinir y ningún pintor impresionista hu­biera acertado a hacernos visibles más plástica­mente que nuestro poeta, ese crepuscular instante fugacísimo en el «que es rosa la alba y rosicler el día» cuando «pisando la dudosa luz del día» ve­mos amanecer.

O su instante contrario y complementario, que los franceses definen con la frase que parece ins­pirada en los versos de Góngora «entre chien et loup», en que el paulatino oscurecimiento de la naturaleza va corroyendo y difuminando las for­mas y haciendo crecer angustias ancestrales en el corazón del hombre:

Mudo la noche el can, el día dormido, de cerro en cerro y sombra en sombra yace. Bala el ganado; al mísero balido, nocturno el lobo de las sombras nace.

En solo cuatro versos, Góngora consigue pin­tarnos admirablemente dos cuadros de la noche.

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Primero con la imagen «día dormido» y después con la palabra «lobo» hijo de ella y que de ella surge con su doble y simbólica tenebrosidad.

Cuando hablando de Polifemo dice: « Un monte era de miembros eminente» -que siempre me trae a la memoria al personaje central y derrumbado del Laoconte del Greco- nos hace visible y hasta tangible la gigantesca, nudosa y atormentada ana­tomía del cíclope, acentuando por medio de la imagen su imponente mole, al convertirlo en pura y apabullante geología.

La tersa luminosidad de un fresco pompeyano tienen estos versos:

No a las palomas concedió Cupido juntar de sus dos picos los rubíes, cuando al clavel el joven atrevido las dos hojas le chupa carmesíes.

tan próximos que no me resisto a citarlos, de los de Sem Tob de Carrión:

En sueños una fermosa besaba una vegada Estando muy medrosa de los de su posada Fallé boca sabrosa, saliva muy temporada Non vi tan dulce cosa, más agra a la dexada.

La presencia del sentimiento y hasta del len­guaje pictórico es evidente y constante en la poe­sía de Góngora y ha sido ya señalado multitud de veces. La nomenclatura de colores, tonos y mati­ces es numerosa y reiterativa, como subraya Dá­maso Alonso.

Mas no acaban con esto, a mi entender, las concomitancias y coincidencias del cordobés con el mundo de la pintura. Don Luis es, ya se sabe, el genial creador de una nueva manera de construir y expresar el universo poético y para llegar a ello destruye el lenguaje y la sintaxis, poniéndolos pa­tas arriba con cósmica genialidad y anticipándose en siglos a las formas más avanzadas de lo que hoy llamamos modernidad. Su empleo reiterado del hipérbaton, por ejemplo, le permite sacar de quic�o las palabras y los conceptos y barajarlos, mampularlos y reestructurarlos en un orden to­talmente nuevo en el que los planos, las imágenes los volúmenes se entrechocan, encabalgan e im�brican dándonos una visión multiangular y totali­zadora que yo me atrevería a llamar cubista, que si al principio nos sorprende, desazona y nos obliga a un considerable esfuerzo de comprensiónacaba imponiéndonos su lógica e inexcusable ve�rosimilitud y por supuesto su indecible belleza.

Lo que dije hasta ahora parecería hablar en favor de la facilidad de ilustrar la poesía -en este caso la de Góngora- pero disiento de esa idea y creo que su misma proximidad hace más difícil y resbaladizo el trabajo de ilustrar un poema que el hacerlo de cualquier otro texto literario.

Anteriormente me refería al común recurso -con diferente código de señales o alfabeto, natu­ralmente- de imágenes, analogías y metáforas y lamejor forma de destruir la misteriosa belleza deese mensaje cifrado que es la metáfora, es regre­sándola a la idea o palabra que la hicieron nacer.

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El ilustrador debe evitar los dos peligros más inmediatos que le acechan. Así cuando el poeta llama clavel a la boca femenina no deberá caer en la tentación de pintar la boca que originó y de la que partió para su lírico y errético vuelo, la metá­fora «clavel». Pero igualmente, deberá huir como de la peste de la solución contraria, trasladando literalmente al lenguaje plástico la figura del «cla­vel», pues caería así en un inútil y tonto pleo­nasmo, denotador, por añadidura, de una notable falta de imaginación.

Podría seguir enumerando las dificultades que encierra la ilustración de la poesía, pero -serían tantas que quizá acabaría, para ser conseé•uente con mis palabras, teniendo que renunciar a hacer las del «Polifemo» y hay dos razones poderosísi­ma� que se oponen a ello: mi gusto por el trabajo de ilustración y mi admiración por don Luis de Góngora.

PRONTUARIO DE GRABADOR

Pintar es encarnar; grabar es descarnar. * * *

El grabado exige probidad. Ante una plancha de cobre enseguida «se le ve el plumero» al frívolo o al simulador.

* * *Para ser burilista hay que empezar por aprender

el oficio de afilador. * * *

Al buril hay que llevarlo por donde uno quiere, no por donde quiere él. Todo lo contrario que al pincel.

* * *

I

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El buril se resiste a ser dominado y a veces se venga saliéndose por la tangente y metiéndole «un viaje» a la mano izquierda. En estos menesteres no es aconsejable que ésta ignore lo que hace la derecha. Al menos que el grabador sea zurdo. Naturalmente.

* * *

El cobre siente simpatía por la tinta de estam­pación; el cinc se trata con ella, pero con distan­ciado despego; el acero la tolera con sequedad.

* * *

Grabar sobre cinc es como pintar sobre arpi­llera: la textura y el grano del uno y de la otra, son bastos y carecen de nobleza.

* * *

En el difícil y -ya vimos- peligroso arte del buril, como en el del toreo, hay que saber «man­dar, templar y parar».

* * *

Creo que hay que rescatar al buril de los burilis- f tas profesionales. Con todo mi respeto y admira- .g ción por los grabadores de la Casa de la Moneda. !

* * *

La entrada del buril en el cobre tiene algo de penetración sexual: el cobre empieza por resistir pero acaba cediendo dulcemente agradecido.

Aunque se debatirá obstinadamente ante un bu­ril mal afilado -provocándose feos desgarrones­como si rechazara a un brutal y grosero violador.

* * *

El buril no admite carreras, y menos, en ángulo recto. Cuando se le obliga a ello, o se sale de madre o se rompe la crisma.

* * *

Raimundo Lulio grabó en acero. Hay que añadir que también hizo alquimia. El grabado con ácido tiene algo de Gran Obra.

* * *

Una broma que oí en un taller de estampación viendo los sudores que pasaba un grabador ante sus reiteradas y fallidas mordidas de ácido: «Como decía Rembrandt, mientras hay cobre hay esperanza.»

* * *

La primera imagen que devuelve una plancha de cobre bien pulida es la perpleja cara del grabador, que no sabe cómo va a meterle el diente.

* * *

El ácido nítrico es brutal, traicionero y peli­groso. El percloruro de hierro es suave e inofen­sivo. Con los dos se obtienen los mismos resulta­dos ...

* * *

Solana, el gran Solana, no sabía grabar, pero hizo un aguafuerte magistral: aquel de una pareja desnuda en una cama.

Un cobre castigado y cansado por excesivas mordeduras de ácido es irrecuperable. Como un quemado en cuarto grado. No tiene salvación.

* * *

Observar las diferentes coloraciones por las que va pasando el ácido al morder en el cobre -del verde cardenillo más luminoso, al marrón más do­rado y profundo- es un espectáculo «toutes pro­portions gardées» tan hermoso como una erupción volcánica.

* * *

El ídolo de Peña Tú entintado y pasado por un tórculo, daría una gigantesca y maravillosa es­tampa.

* * *

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* * *

Goya, que aprendió litografía en los últimos años de su vida, se alzó desde el primer ensayo con el santo y la limosna, creando una obra maes­tra de este procedimiento: el retrato de Gaulon.

* * *

Mientras mucha de la gente que compra gra­bado, no se compre también un cuentahilos, le seguirán dando gato por liebre.

* * *

Para «cocer» bien un grano de resina sobre la plancha de cobre hay que conocer a la perfección los matices que van de la miel al betún.

* * *

La aguatinta es uno de los procedimientos más

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laboriosos y complejos de grabar con ácido. Pero también uno de los más agradecidos.

* * *

Ningún procedimiento de grabado en talla dulce procura las aterciopeladas luces y sombras de la manera negra. Pero tampoco hay procedimiento más trabajoso que preparar un cobre con el mece­dor. Al parecer, este fatigoso y fastidioso trabajo preliminar lo hacían en otros tiempos los presidia­rios.

* * *

En grabado se llama «arrepentimiento» a la hue­lla que perdura después de haber hecho desapare­cer con el bruñidor algo que se ha querido supri­mir.

Los grabados de Rembrandt dejan traslucir a veces unas bellas formas fantasmales que parecen surgir del fondo de la estampa.

Afortunadamente para nuestro goce, en los «arrepentimientos» de Rembrandt el «propósito de enmienda» no fue hasta el final.

* * *

En la lengua del oficio se llaman «calvas» a zonas mal grabadas, en las que no adhiere bien la tinta.

Picasso las ha prodigado adrede en muchas de sus planchas con resultados bellísimos. En su «Celestina» por ejemplo.

* * *

Me contaba, hace años, un estampador de los conocidos talleres litográficos Mourlot, de París, que un día llegó Picas so a hacer unas litografías. No había en ese momento ninguna piedra disponi­ble y en espera de que le granearan una le ofrecie­ron un cinc que especialmente preparado puede sustituirla, aunque no admite raspados, cosa que se hace frecuentemente sobre la piedra para obte­ner ciertos efectos. Al advertir de ello a Picasso, éste contestó: «Conque no se puede raspar, ¿dónde hay un clavo?» Agarró la primera _herramienta con filo que le vino a -mano y empezó a rascar como un condenado. Con gran sorpresa del estampador, Picasso obtuvo unos resultados soberbios y total­mente nuevos.

Los obreros estampadores son, por lo general, bastante conservadores y se echan las manos a la cabeza a la menor innovación o heterodoxia en el oficio. Luego son los primeros en admirar y aplaudir.

* * *

Gaya fue un fabuloso y genial grabador, pero no un purista del oficio. En un mismo grabado mez­cla y emplea todos los procedimientos: aguatinta, aguafuerte, punta seca, buril. Y hasta el clavo de Picasso si lo llega a tener a mano.

Dei libro de próxima publicación «Poli- efemo» de Góngora. Edición «Retablo» 83. León.

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A la venta en quiosc·os y librerías

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EXTRAORDINARIO V Núms. 21-22, 1983

INDICE

La magna dinámica: tres grandes economistas ante el futuro del capitalismo

Gabriel Tortella

Marx, Schumpeter, Keynes y la Gran Depresión Luis Angel Rojo

Karl Marx: un legado ambivalente David McLellan

¿Era Marx un marxista? Manuel Jesús González

Orígenes sociales de los marxismos Alvin W. Gouldner

Marx y la historia de la revolución industrial Pedro Tedde de Lorca

Marx, Schumpeter y la teoría del empresario Marck Blaug

Keynes y el liberalismo económico Lucas Beltrán

Keynes, el futuro y la política Donald E. Moggridge

Keynes y los problemas de la política económica de nuestro tiempo

lgnazio Musu

Bloomsbury y la originalidad del pensamiento de Keynes

Pablo Martín Aceña

Keynes y la política Ignacio Sote/o

Joseph Schumpeter y la teoría del desarrollo económico

Juan M. Guisado

Schumpeter y el socialismo Kurt W. Rothschild.

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