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BREVE HISTORIA DE LA SEGUNDA REPÚBLICA ESPAÑOLA Luis E. Íñigo Fernández

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BREVE HISTORIA DE LA

SEGUNDA REPÚBLICA

ESPAÑOLA

Luis E. Íñigo Fernández

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Colección: Breve Historiawww.brevehistoria.com

Título: Breve historia de la Segunda República españolaAutor: © Luis E. Íñigo FernándezDirector de colección: José Luis IbáñezEditores: Graciela de Oyarzábal

José Luis Torres Vitolas

Copyright de la presente edición: © 2010 Ediciones Nowtilus, S.L. Doña Juana I de Castilla 44, 3º C, 28027 Madridwww.nowtilus.com

Diseño y realización de cubiertas: Onoff Imagen y ComunicaciónDiseño del interior de la colección: JLTVImagen de cubierta: © Biblioteca Nacional de España

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está prote-gido por la Ley, que establece pena de prisión y/o multas, además delas corres pondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, paraquienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públi-camente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, osu transformación, interpretación o ejecución artística fijada encualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio,sin la preceptiva autorización.

ISBN-13: 978-84-9763-965-1Fecha de edición: octubre 2010

Printed in SpainImprime: GraphycemsDepósito legal: NA-2470-10

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A aquellos esforzados españoles que, tras probar las mieles de la libertad,

hubieron de sufrir la hiel de la tiranía.

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Índice

Prólogo: ¿Por qué?................................................ 13

Capítulo 1: España en la encrucijada. Los difíciles comienzos del siglo XX .................... 19

Una calma aparente ..................................... 19Jaque a un régimen...................................... 26La monarquía no responde ......................... 34La dictadura pintoresca ............................... 40

Capítulo 2: Del mito a la razón.Breve historia de los republicanos españoles...... 49

Los viejos republicanos ............................... 49Una larga travesía del desierto.................... 58La ilusoria desaparición de los obstáculos tradicionales .................... 64No hay mal que por bien no venga ............ 69

Capítulo 3: Nos regalaron el poder. La caída de la monarquía ..................................... 79

El error Berenguer ...................................... 79

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El Pacto de San Sebastián............................ 86Mártires de la República ............................. 92España en el arroyo ..................................... 98La batalla decisiva........................................ 102

Capítulo 4: Una efímera luna de miel. El Gobierno Provisional de la República ............ 111

Una tarea difícil ........................................... 111Las primeras decisiones............................... 122Las elecciones............................................... 130Los debates constitucionales ....................... 136

Capítulo 5: Azaña. El bienio reformista (1931-1933) ....................... 149

La nueva alianza .......................................... 149Las reformas ................................................ 154La reforma agraria....................................... 165El Estatuto de Cataluña............................... 170Balance ......................................................... 176

Capítulo 6: La izquierda se divide. Las contradicciones de una alianza ..................... 179

La economía................................................. 180Los anarquistas ............................................ 184Las derechas................................................. 190La crisis del azañismo.................................. 197

Capítulo 7: Lerroux. El centro en el poder.......... 203La hora de los radicales ............................... 203De nuevo a las urnas ................................... 206Los gobiernos de predominio radical.......... 215La reacción de las izquierdas ....................... 221

Capítulo 8: Asturias. La revolución fallida ......... 229¿Revolución o farol?.................................... 229Los preparativos .......................................... 234Un fiasco revolucionario ............................. 236

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La rebelión de la Generalitat ...................... 241 Una herencia envenenada ........................... 245

Capítulo 9: Gil-Robles. La reacción desmedida .. 249La estrategia de Gil-Robles ......................... 249La reacción desbocada.................................. 259Hacia una nueva Constitución.................... 265La regeneración de la izquierda .................. 267

Capítulo 10: El final de un sueño. La quiebra de la democracia ................................ 273

De nuevo a las urnas ................................... 273El retorno de Azaña..................................... 280La República en guerra ............................... 289La República exiliada................................... 297

Epílogo: ¿Por qué? ............................................... 303

Bibliografía........................................................... 313

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Prólogo:¿Por qué?

¿El libro empieza como acabará? No exactamente,¿o sí?

Luis Íñigo, el autor de esta ya indispensablereflexión al alcance de todos, de casi todos, se formulala misma pregunta al final del volumen que te propo-nes leer. «¿Por qué?». Y esa misma cuestión la lanzoal aire antes de que comiences tu singular aventurapara que no pierdas de vista cuál es el objeto de estelibro... Para que reflexiones, con la imprescindibleayuda de un experto, a tu lado siempre, para que note dejes llevar por las emociones que muy probable-mente te impulsaron a leer un libro que trate sobre laSegunda República española. Mejor dicho, para queno te abandones únicamente a ellas.

Pero antes otra pregunta, también planteada porel autor, en este caso al final del primer e introducto-rio capítulo: ¿estarían los republicanos a la altura dela oportunidad que la Historia les regalaba? ¿Lo estu-vieron? No es que los libros de Historia hayan deenjuiciar el pasado, pero hay asuntos del pasado quese prestan, se prestaron desde siempre quizás, a ello.

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Y el infeliz paréntesis que representa este periodohistórico en la peripecia vital de los que vivieron yvivimos en España ha sido desde hace décadas eso:pasto del juicio de unos y otros, no siempre de histo-riadores, peor aún, casi nunca de historiadores. Y Luislo es. Luis Íñigo es un historiador, señores, palabrasmayores. No un burdo acomodador de palabras a losintereses de los poderosos o de los tenidos a símismos por progresistas. Ni un adulador, ni un ferozcrítico ajeno a la razón y al sentido común de loseruditos verdaderos.

No hay en este libro un solo grupo, o partido, osector, y menos aún persona, tenidos por culpables;pero tampoco aquí hallarás el irrelevante e inclusoperverso reparto de culpas que pretende mostrar unabonhomía realmente alejada de los buenos usoshistoriográficos e incluso de los buenos usos mera-mente literarios. No, el autor no reparte ni certifica-dos de calidad española o de calidad histórica; nitampoco raciona bofetadas inculpatorias a diestro ysiniestro. No hay buenos ni malos, pero tampoco hayerrores sin sus protagonistas ni provocativos dislatessin sus promotores.

Aunque sabes desde el principio que te encuen-tras frente a un relato que acaba mal —y de hecho lohace, pero un poco menos, porque el autor trae lahistoria de la Segunda República hasta la democraciaque disfrutamos los españoles y, con ello, no permiteque termine con un final tan desdichado—; aunquesepas cuál es el desenlace de lo iniciado aquel ya tanlejano mes de abril del año 1931, no te preocupes: elautor te mantendrá en el vilo con el que las buenaslecturas suelen mecer a los que sentimos la irresisti-ble atracción por los escritores buenos, por los escri-tores como Luis Íñigo.

Y ahora me permito pedirle prestadas al autoralgunas de las palabras con las que nos convenció de

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lo pertinente de incluir su Breve historia de laSegunda República española en esta colección. Ahívan.

Esta obra analiza con rigor y amenidad elperiodo más emocionante e intenso de la histo-ria de España. Explica cómo y por qué, sin solu-ción alguna de continuidad, pero también sinun solo disparo, sin un solo acto de violencia, unmonarca dejó su trono y, como luego se repeti-ría una y otra vez, el país se acostó monárquicoy se levantó republicano, abriendo, por vezprimera, la posibilidad de regir los destinos de lanación a un gobierno que iba a enfrentarse condecisión, aunque no siempre con acierto, a losgraves problemas que los españoles veníansufriendo desde los orígenes mismos de lamonarquía liberal, más de un siglo atrás. Y esque, la República fue, para muchos españoles unsueño que se hacía realidad y una esperanzacierta de que el país podría al fin salir de suatraso secular y ponerse a la altura de los másavanzados de Occidente. [...]

Por desgracia, aquellas políticas no llega-rían a consolidarse, y la obra explica con clari-dad el motivo de que así fuera. [...]

[Luego], el centro y la derecha, reorgani-zados tras la sorpresa inicial que para ellossupuso la proclamación de la República, gana-rán las elecciones en noviembre de 1933. [...]

Pero, una vez más, se trató de una espe-ranza vana. Las contradicciones de la nuevacoalición gobernante, que el libro expone entoda su crudeza, no serán menores que las de laanterior [y,] tras una revolución frustrada enAsturias y Cataluña, que fue reprimida coninusitada dureza, [la derecha menos republicana

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y menos monárquica] impuso su dirección alnuevo gobierno y no solo frenó las reformas,sino que desmontó en unos meses casi toda laobra de los gabinetes [del primer bienio].

[A] finales de 1935, y en una Europa en laque el choque entre fascismo y comunismo seveía cada vez más cercano, España se hallabadividida. Izquierda y derecha, organizadas enbloques antagónicos, no parecían tener nada encomún. Para muchos ciudadanos, lo que sejugaba en las elecciones que habían de cele-brarse era a vida o muerte. En las urnas se deci-día solo entre dos opciones: la revolución o lareacción. El país votó y, por un escaso margen,dio la victoria a la izquierda, pero el problemano parecía ya tener solución en el terreno de lapolítica. Como tantas veces en la historia deEspaña, los españoles volverían a decidir susdiferencias en el campo de batalla. En julio de1936, un golpe de Estado fallido llevó al país auna nueva guerra civil. El análisis de estos últi-mos meses del régimen, a la vez minucioso ysugerente, no dejará sin responder la preguntaclave de la historia contemporánea española:¿por qué fracasó nuestra primera democracia?

Y volvemos al principio de este prólogo: ¿porqué?

Pero será mejor que leas ya sin más distraccio-nes el libro de Luis Íñigo, uno de los pocos en los quese aborda en tan escasas páginas tan espinoso, polé-mico, abigarrado y poderosamente atrayente periodo;y más aun, sin duda el único que, además, lo hace conla intención divulgativa y de fácil pero rigurosa expo-sición que es tan cara a esta colección.

Es, sin duda, este volumen el único que dedica elespacio suficiente a la gran pregunta: ¿por qué fracasó

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el que es sin duda el verdadero primer experimentodemocrático español?

Ya acabo. Vuelvo a las palabras de nuestro autor,esta vez a aquellas con las que condensó en sumomento lo que quería lograr, y finalmente halogrado, con este volumen: «contar qué pasó, explicarcómo pasó, descubrir por qué un régimen que nacióacompañado de la mayor oleada de entusiasmo popu-lar de nuestra historia pudo terminar en los horroresde una guerra civil».

Espero, y estoy convencido de ello, que cuandotermines la lectura de este libro tendrás la respuesta,tu respuesta. Para eso, en última instancia, sirve lahistoria.

José Luis Ibáñez Director de la colección Breve historia

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1España en la encrucijada.Los difíciles comienzos

del siglo XX

La política es el arte de aplicar en cada época dela historia aquella parte del ideal que las cir -cunstancias hacen posible; nosotros venimosante todo con la realidad; nosotros no hemos dehacer ni pretender todo lo que quisiéramos, sinotodo lo que en este instante puede aplicarse sinpeligro.

Antonio Cánovas del Castillo: Discurso parlamentario.

UNA CALMA APARENTE

A lo largo del espasmódico siglo XIX, pródigo enrevoluciones y guerras civiles, en el que cada partidotrataba de elevar a rango de constitución su propioprograma político, muchos observadores pudieronconsiderar cierto el famoso adagio en virtud del cuallos españoles eran un pueblo ingobernable, tan entre-gado a sus querellas intestinas que parecía incapaz de

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progresar. Sin embargo, las cosas parecieron cambiaren el último cuarto de la centuria. Un estadista de pri -mer orden, espécimen bien escaso hasta entonces enla arena política del país, arrostró al fin la tarea deofrecer a sus compatriotas un régimen capaz de hacercompatibles el orden y el progreso, sirviendo a untiempo de marco jurídico en el que pudiera desarro-llarse sin violencia el juego de los partidos. Esehombre fue Antonio Cánovas del Castillo, y el régi-men que diseñó, una monarquía basada en el turnopacífico entre dos formaciones moderadas de signocontrario, sería conocido como la Restauración.

Durante veinte años, España figuró haber en -contrado al fin su propio camino hacia la modernidad.Los problemas más urgentes parecían resueltos. En1876, una nueva Carta Magna, conservadora, peroflexible, se ofrecía como instrumento capaz de permi-tir, por vez primera en la agitada historia constitucio-nal del país, que izquierdas y derechas se alternaranen el poder sin necesidad de cambiarla. Ese mismoaño, el carlismo, fuerza reaccionaria empeñada endevolver a la sociedad española a su pasado agrario yteocrático, fue derrotado por la fuerza de las armas.Dos años después, la paz del Zanjón, que prometía alos rebeldes la autonomía, el indulto y la abolición de laesclavitud, puso también fin a diez largos años deguerra en Cuba, la más importante de las provinciasultramarinas que aún conservaba el país tras la inde-pendencia del grueso de sus territorios americanossesenta años atrás. El Ejército, apartado al fin de lapolítica, regresó a sus cuarteles y archivó en los ates-tados cajones de sus despachos de burócrata sus viejasprácticas golpistas. La estabilidad que otras nacionesde Europa occidental habían alcanzado tiempo atrásparecía llegar por fin a España.

Los años fueron pasando y en el horizonte noaparecían las negras nubes que anuncian la tormenta.

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El imponente edificio diseñado por Cánovas nodescubría fisuras aparentes. Un sector de la opiniónhabía quedado fuera de sus muros, pero, a juzgar porsu atonía, no debía de ser muy numeroso. Las disi-dencias internas de los partidos fueron reabsorbidassin problemas. Los intentos de crear fuerzas políticasnuevas dentro del régimen fracasaron, y no porqueeste lo impidiera, sino por su propia insolvencia. Elcarlismo languidecía sin el apoyo de la Iglesia, queparecía haber aceptado al fin el liberalismo al que contanta fuerza se había opuesto. Los republicanos, esca-sos en número, débiles en organización, divididos ycarentes de una estrategia definida, exhibían unatotal impotencia para constituirse en alternativa realal canovismo. Incluso el propio movimiento obrero,enemigo natural del orden liberal, se mostraba ende-ble, pues ni los socialistas eran aún lo bastante fuer-tes para enfrentarse al régimen, ni los anarquistashabían sido subyugados por el culto a la propagandapor el hecho, eufemismo que ocultaba la más puraviolencia terrorista, que más tarde deslumbraría a susdirigentes.

Con todo ello, España pudo por fin concentrarsus energías en la tarea de impulsar su hasta entoncespostergada modernización. La población se incre-mentó. En 1900 el número de habitantes se acercabaya a los diecinueve millones, dos más que en 1876.Algunas ciudades dejaron atrás por fin su tristeaspecto medieval. Madrid, la capital política, yBarcelona, la metrópoli económica, mostraron unnotable impulso. Desbordaron sus viejas murallas,proyectaron ensanches y se engalanaron con edificiossingulares. Las nuevas fuerzas económicas parecían ala postre instalarse en el país. Aunque la actividadagraria continuaba lastrada por propietarios poco onada interesados en su mejora, y sus rendimientos,víctimas del escaso progreso de la técnica, no conse-

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guían elevarse, la superficie cultivada se incrementó yalgunos productos, en especial el vino, el aceite y los cí -tricos, empezaron a hallar cierto acomodo en losmercados internacionales. La misma industria exhibiópor primera vez un notable ímpetu. La introducciónde fuentes de energía nuevas y más baratas, como elpetróleo y la electricidad, la liberaron en parte de sudependencia del carbón, que en España era escaso yde mala calidad. Los costes de producción bajaron,arrastrando los precios, lo que favoreció el aumentode la demanda y el consiguiente crecimiento de laindustria. El textil catalán y la siderurgia vascafueron los sectores más beneficiados, aunque otrasprovincias como Madrid o Valencia mostrarontambién un cierto despegue industrial. Mientras, enamplias comarcas de Asturias, León, Santander oCiudad Real, las ayudas públicas y la liberalización dela entrada de capital extranjero daban un impulsodecisivo a la extracción de hierro, plomo, cobre, cinc omercurio. España parecía, al fin, zambullirse con deci-sión en la corriente del progreso.

Pero el notable crecimiento de la economía, elmoderado dinamismo de la vida social y cultural, y laestabilidad política del régimen no eran sino unapantalla que ocultaba la auténtica realidad del país.Los partidos que sostenían la monarquía restaurada,el Liberal, presidido por Práxedes Mateo Sagasta, y elConservador, liderado por el propio Cánovas, funcio-naban como verdaderos cenáculos de notables a losque unían más sus intereses que sus ideas. Y lo queera mucho más importante: la relación entre ellos ycon los electores no se desarrollaba en absoluto deacuerdo con los usos y principios propios del parla-mentarismo liberal. El cuerpo electoral, escaso alprincipio, pero mucho más numeroso a partir de1890, fecha en la que se introdujo el sufragio univer-sal masculino, en ningún momento pudo ejercer su

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prerrogativa natural de decidir acerca de la formaciónque había de disfrutar el poder. Bien al contrario, erael monarca, entonces Alfonso XII, quien escogía elmomento de cambiar el gobierno y la personallamada a presidirlo, y su decisión obedecía a razonestan poco democráticas como su propia opinión o la desu camarilla, el excesivo desgaste de un gabinete o elsimple acuerdo entre los líderes de los partidos.

Sin embargo, lo verdaderamente definitorio delsistema de la Restauración eran los resortes de losque tales gobiernos, ajenos a la voluntad popular, sevalían para asegurarse la mayoría parlamentaria queles sostuviera en el poder una vez nombrados por elrey. Dado que el Parlamento heredado no les resul-taba propicio, pues había respaldado al gabinete sa -liente, su primera tarea había de ser convocar nuevaselecciones con el fin de asegurarse unas Cortes favo-rables. Para lograrlo, el ministro de la Gobernación,responsable de los procesos electorales, fabricaba lite-ralmente el resultado deseado. Bajo su dirección seadjudicaban, uno por uno, según se pactara con laoposición, todos los escaños en juego en una prácticaconocida como encasillado. Luego se telegrafiaba algobernador civil de cada provincia, informándole delcontenido del acuerdo, y este contactaba enseguidacon los personajes que poseían influencias en ella envirtud de las clientelas que les otorgaba su posiciónsocial y económica, y les comunicaba el nombre delos diputados que tenían que salir elegidos en susrespectivos distritos. A cambio, aquellas gentes, losllamados caciques —de los que deriva la prácticaconocida con el famoso nombre de caciquismo—,obtenían favores y prebendas para sí mismos, parasus amigos y sus regiones.

El régimen no era, en consecuencia, una demo-cracia en construcción, como aparentaba, sino unaoligarquía disfrazada. Grandes propietarios de tierras,

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El cuestión del encasillado, una caricatura de Felipe Pérez y Ramón Cilla publicada en la revista semanal Blanco y Negro.

Aquí se satiriza sin merced el sistema electoral de la Restauración. Como puede verse, las viñetas realizan una

descripción precisa de sus mecanismos ocultos, de sobra conocidos por la escasa opinión culta de la época.

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Mordaz viñeta del semanario La Flaca que ironiza sobre elescaso beneficio que obtuvo el pueblo del establecimiento

del sufragio universal masculino por Sagasta, representadosobre el embudo que hace las veces de locomotora.

En el cortejo aparecen caciques, jaulas a modo de urnas, esbirros con garrotes, fuerzas de orden público,

ayuntamientos sometidos al rodillo centralista, campesinosy obreros prisioneros del caciquismo y, finalmente,

el pucherazo electoral mediante el voto de los muertos, al que alude el carricoche con el rótulo

«Depósito de votos para Lázaros».

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financieros, aristócratas, generales y obispos, que sesentaban en el Senado y en el Congreso, las doscámaras con que contaba el Parlamento, rodeaban almonarca en la corte y copaban las carteras del go -bierno y los altos cargos de la Administración, eranlos verdaderos amos del país. Poco importaba, portanto, que el sufragio fuera censitario o universal. Noson los electores los que deciden; solo hay un granelector, el ministro de la Gobernación. En nombre delpueblo no habla voz alguna.

Y lo peor es que al pueblo no parecía importarle.Antes bien, los españoles sesteaban, despreocupados,al suave calorcillo de aquella suerte de verano que lahistoria graciosamente les concedía, tranquilos consus corridas de toros y sus procesiones, sus novelitascostumbristas y sus cuadros de paisajes. El destino, otal vez la mismísima Clío, empero, se muestrandespiadados con las naciones que duermen y habríande tardar poco en procurarle a España un contun-dente despertar. Por desgracia, como un torero des -cuidado de los avisos del presidente, el país no fuecapaz de reaccionar a tiempo.

JAQUE A UN RÉGIMEN

A mediados de la década de 1890, las brasas de laguerra se reavivaron en Cuba. Los intereses encon-trados, las promesas incumplidas y la cerril intransi-gencia de los peninsulares, cerrados a aceptar la másmínima autonomía para la isla, despertaron, conmayor intensidad ahora, el frenesí independentista delos cubanos. Una nueva insurrección, dirigida porJosé Martí y Antonio Maceo, estallaba en febrero de1895. Año y medio después, Filipinas seguía su ejem-plo. España, aquella nación dormida, despertaba de susueño en medio de una guerra.

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El esfuerzo realizado fue titánico. En los mo men -tos más arduos del conflicto, se acercaron a trescientosmil los hombres en armas que el go bier no manteníaen ultramar. Pero la decidida in tervención de losEstados Unidos hizo imposible la victoria de los espa-ñoles. En 1898, la Paz de París daba a Cuba una inde-pendencia tutelada por los norteamericanos y lesentregaba sin disfraces Fili pinas, Puerto Rico y otrospequeños archipiélagos del Pacífico. La historia deEspaña como potencia colonial llegaba a su fin. Ya nocabía alimentarse de recuerdos de un pasado glorioso.La realidad del presente se había impuesto con todacrudeza. No existía manera alguna de rehuirla. To -caba enfrentarse a ella con decisión.

Un aldabonazo terrible sacudió la conciencia colec-tiva. Y lo hizo con tanta fuerza que su eco retumbódurante un tiempo en cada rincón del país, haciendo

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El U. S. S. Maine entrando a la bahía de La Habana, 25 de enero de 1898. Tres semanas más tarde, el barco sufriría la explosión que sirvió de pretexto al gobierno

estadounidense para declarar la guerra a España. El buque,botado en 1889, era un acorazado de segunda clase de

6.682 toneladas y 97 metros de eslora, el cual, por lo queparece, presentaba errores en el diseño de su santabárbara,lo que pudo provocar una deflagración de carácter fortuito.

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brotar una catarata de críticas y propuestas de regene-ración nacional. Luego, todo volvió a la nor malidad. Elturno entre los partidos dinásticos se reanudó sin exce-sivo trastorno. El nuevo rey, Alfonso XIII, alcanzó lamayoría de edad, y, concluida la regencia de su madre,se aprestó a desempeñar las tareas que le reservaba laCons titución. En apariencia, nada había pasado; enla práctica, el mal llamado Desastre tendría repercu-siones mucho más profundas que la simple amputa-ción territorial de las últimas colonias patrias. Noderribó al régimen de inmediato, pero actuó por de -bajo de él, minando sus cimientos, carcomiendo susapoyos, acelerando la gestación de unas fuerzas yaexistentes que, fortalecidas y enfrentadas a la incapa-cidad del sistema para dar respuesta eficaz al reto quele planteaban, terminarían por derribarlo. El año 1898fue tan solo un jaque a la monarquía restaurada; 1931sería el jaque mate.

Las primeras repercusiones se manifestaron enel terreno de las ideas. Las voces críticas contra elrégimen, que apenas habían logrado hacerse oír hastaentonces, retumbaron ahora con fuerza muchomayor. Y toda una generación de intelectuales, quetoma su nombre de aquel fatídico año de 1898, entre-gará sus energías a reflexionar sobre el ser de España,regalando a esta algunas de las mejores páginas de suliteratura y su pensamiento. Pero no fue la literaturala piqueta que abatió las instituciones ideadas porCánovas, sino, paradójicamente, el progreso. Porquela pérdida de las colonias no resultó un desastre paraEspaña, sino un revulsivo que tuvo como efectoacelerar el crecimiento de su economía y la moderni-zación de su sociedad. Los capitales huidos de Cuba,ávidos de mercados sucedáneos, desembarcaron en lametrópoli, reavivando su industria, multiplicando susbancos, fundiendo ambos mundos, el de la produccióny el del dinero, con la argamasa del capital financiero.

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La población empezó a crecer a un ritmo muchomayor. Frente a un incremento de dos millones dealmas en los veinte años anteriores, entre 1898 y 1930el crecimiento fue de cinco millones, y ello a pesar deuna terrible epidemia de gripe, la de 1918-1919—incorrectamente llamada, y con muy mala inten-ción, española—, que se llevó por delante más dedoscientas mil víctimas, y una masiva emigraciónhacia las Américas, que superó con creces todas susmarcas anteriores. Además, España iniciaba al fin unaverdadera revolución demográfica. No solo descendíacon intensidad la mortalidad; la natalidad empezaba aaumentar, se elevaba la esperanza de vida y mejorabanla higiene y la sanidad, mientras nuevas actitudes,mucho más modernas, hacia la familia y la descen den-cia se aprestaban a abrir brecha en la mentalidadtradicional. Las urbes españolas, que habían comen-zado a cambiar su faz en las décadas precedentes,sufren ahora una auténtica metamorfosis. Madrid yBarcelona alcanzan el millón de habitantes. Bilbao,San Sebastián, Valencia y Oviedo duplican su pobla-ción. El sector secundario crece a un ritmo acelerado,que se revoluciona aún más cuando el estallido de laprimera guerra mundial abre mercados inmensos alas manufacturas españolas y las fuerza a multiplicarsu pro ducción para sustituir a las ahora imposiblesimportaciones. La industria se diversifica; sus hori-zontes se ensanchan. Junto a la minería, el textil y lasiderurgia, se desarrollan la producción de electrici-dad, la química, la fabricación de maquinaria y lasindustrias de bienes de consumo. Junto a Barcelona,Bilbao y Madrid, Santander, Sevilla o Valencia seincorporan a la senda del progreso de las manufactu-ras. Luego, en los años veinte, con la vuelta de lospaíses antes beligerantes a los mercados mundiales,muchas empresas cierran sus puertas, incapaces deresistir una competencia para la que no habían sabido

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prepararse. Pero el paso está dado. Aunque con menosvigor que sus vecinos más avanzados, España haentrado ya en la era del capital financiero.

Es cierto que queda aún mucho camino porrecorrer. Junto a la España industrial, la España diná-mica y moderna, existe todavía un país agrario,pasivo, tradicional. Los desequilibrios no se atenúancon el crecimiento; se acentúan, se agravan. Ni larepatriación de capitales ni la primera guerra mundialhan liberado al campo español del peso muerto del la -tifundismo absentista, que ejerce todavía sobre el paíssu dictadura de bajos rendimientos, pan caro y pro -

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La plaza madrileña de Puerta Cerrada a comienzos del siglo XX. Aunque la fisonomía de la capital había

experimentado un notable cambio en las últimas décadasdel siglo XIX, su aspecto era todavía, en buena medida, el de

una ciudad de provincias. Las cosas habrían de cambiarmucho, sin embargo, en las primeras décadas de la nueva

centuria. Hacia 1931, el escritor catalán Josep Pla dijohaber encontrado, once años después de su anterior visita,

un Madrid «desconocido» y «transformado».

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tección arancelaria, que limita su demanda y lastra eldesarrollo de su industria. Y esta, superada la coyun-tura excepcional de la Gran Guerra, es incapaz desobrevivir al margen del férreo proteccionismo delEstado, cada vez más intenso entre 1900 y 1923. Perolas nuevas fuerzas son imparables y su irrupciónarrastra un sinfín de cambios. Ni la sociedad es lamisma ni lo es su mentalidad, ni lo son sus aspira -ciones.

Los nuevos actores sociales que habían visto laluz en las últimas décadas de la centuria anteriorexperimentan ahora un crecimiento sin precedentes.Junto a la oligarquía tradicional, alianza interesada deterratenientes, generales, obispos, aristócratas y fi -nan cieros, nace ahora una gran burguesía industrial,en especial en Cataluña y el País Vasco. Junto a lasclases medias de siempre, abúlicas y silenciosas, hancrecido con el tiempo unas pequeñas burguesías másdinámicas y críticas que no se sienten representadaspor el tinglado caciquil del régimen. Junto al campesi-nado sufriente, que trabaja con desgana en las tierrasde otros o se empeña sin éxito en arrancar a la suyauna cosecha miserable, ha surgido al fin el proleta-riado industrial que se afana con tesón en mover lasruedas de esa industria que hacia 1930 iguala ya a laagricultura en peso respecto al total de la producciónnacional. Ninguno de ellos tiene ya bastante con elsufragio adulterado; ninguno está contento con susuerte ni considera imposible mejorarla; ninguno, enfin, contempla con simpatía a unos partidos decrépi-tos que se hunden poco a poco, víctimas de la muertede sus fundadores, las querellas de quienes aspiran asucederles y la quiebra progresiva e inexorable de losmecanismos sobre los que habían asentado su hege-monía, solo posible en aquella España rural y atra-sada que se batía ahora en retirada frente a las fuer-zas de la historia.

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Por ello, mientras liberales y conservadores sesumen en el descrédito y la impotencia, nuevas for -maciones políticas nacidas en los márgenes del sis -tema despliegan una actividad que crece por momen-tos. El desarrollo imparable de las economías vasca ycatalana, la herencia carlista, nunca extinguida deltodo, la frustración de sus burguesías con los fracasosdel proyecto nacional español, y el despertar culturalde sus lenguas vernáculas alimentan la aparición decorrientes nacionalistas que terminan por cristalizaren forma de partidos políticos nuevos y distintos a losdinásticos. Más aptas para vehicular los intereses y laopinión de las burguesías y clases medias emergentes,sus flamantes organizaciones plantean un proyectonacional alternativo, bien con intención de romperpor completo con España, como es el caso del PartidoNacionalista Vasco de Sabino Arana, que ve la luz en1895, bien con la de redefinir e incluso dirigir elproyecto común desde nuevos postulados, menoscentralistas y más respetuosos con las peculiaridadeshistóricas y culturales de algunas regiones del país,como es el caso de la Lliga Regionalista Catalana,fundada por Enric Prat de la Riba en 1901. Mientras,las clases medias, mucho más numerosas ahora, elsector más cualificado del proletariado industrial y ungrupo nada despreciable de intelectuales críticos conel régimen alimentan con su fuerza creciente unrepublicanismo que empieza a salir por fin de lastinieblas del personalismo para mirar al futuro conmayor confianza. Y a la izquierda, las fuerzas organi-zadas del proletariado industrial plantean al sistemaun envite renovado y cada vez más enérgico. Violentoen el caso del anarquismo, que se desliza a velocidadcreciente por el resbaladizo terreno de la huelgageneral revolucionaria y la propaganda por el hecho,siempre planeando sobre la estrategia de la nuevacentral sindical anarquista, la Confederación Nacional

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del Trabajo (CNT), fundada en 1910. Cada vez máspolítico en el caso del Partido Socialista ObreroEspañol (PSOE), que va dejando de lado su inicialaislacionismo para acercarse a los republicanos yformar con ellos un frente capaz de fortalecer el pesoparlamentario de la oposición al régimen y minar susbases desde dentro para, llegado el momento, susti-tuirlo por una república.

Ante estos retos, el sistema careció de respuestaeficaz. El entramado constitucional diseñado porCánovas, quizá adecuado para dar cabida política a laEspaña de 1876, no lo era ya para representar a la delprimer tercio de la nueva centuria. Cada vez másdespegado de la realidad social del país, se reveló inca-paz de reformarse a sí mismo para dar entrada a lasnuevas fuerzas sociales y asumir sus demandas de -mo cratizadoras.

Las personas fallaron tanto como las institucio-nes. El propio rey no supo estar a la altura de lascircunstancias. Alfonso XIII se implicó en exceso en losproblemas políticos y tomó decisiones en función de supropia percepción de la opinión del país, distorsionadapor la formación que había recibido, que no le capaci-taba para asumir las crecientes demandas de democra-cia de los obreros y las clases medias, y por la influen-cia reaccionaria de su entorno palatino y militar. Lospartidos dinásticos, uno de los pilares fundamentalesdel régimen, no supieron tampoco renovarse paraconvertirse en vehículos capaces de re presentar a unaopinión pública creciente en nú mero e interés por lapolítica. Anclados en sus redes caciquiles, cada vezmás inoperantes en aquella España más industrial,más urbana y más culta, entraron en un proceso dedesarticulación interna. La muerte de sus lídereshistóricos, Cánovas y Sagasta, no dio paso a la apari-ción de nuevos jefes incontestables, sino a la luchaentre un número creciente de facciones incapaces de

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construir en las Cortes mayorías suficientes y esta-bles. Por último, la respuesta miope e intransigentede los grupos sociales dominantes, que se atrinchera-ron en la defensa a ultranza del régimen, llegandoincluso a boicotear cualquier intento de reformadesde dentro del mismo, terminó por convertirse enun factor más de su descomposición. La actitud máscerril la protagonizaron dos instituciones, la Iglesia yel Ejército, que se consideraban depositarias de lasesencias de la nación, y cuya postura contribuyó aradicalizar las posiciones de las fuerzas contrarias alrégimen, lo que terminó por condenarlo a muerte.

LA MONARQUÍA NO RESPONDE

La crisis del sistema se manifestó desde losprimeros años del reinado de Alfonso XIII. Con laexcepción del llamado gobierno largo del conservadorAntonio Maura, entre 1907 y 1909, los gabinetes sesucedían a un ritmo acelerado sin que los grandesproblemas alcanzaran solución alguna. La conflictivi-dad social iba en aumento; las huelgas crecían añotras año en número e intensidad, y los sindicatos sefortalecían. Nunca apaciguada del todo, la cuestiónreligiosa recobró toda su vigencia al sumarse al anti-clericalismo tradicional de la izquierda republicana ysocialista la actitud de un sector de los liberales queexigía la reducción de la influencia de la Iglesia en lasociedad por medio de expedientes como el matrimo-nio civil o la limitación del número de órdenes reli-giosas. El problema militar, dormido en la época deCánovas, despertó como resultado de la pervivenciaentre jefes y oficiales de la mentalidad tradicional,agraviada por el Desastre de 1898, que avivó lavoluntad intervencionista del Ejército en la vidapública. Y los nacionalismos catalán y vasco, huérfa-

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nas las clases medias periféricas de representación enel seno del régimen, iban ya conquistando sus primerosbastiones de poder en ayuntamientos y diputaciones,lo que les animaba a ir más lejos en unas reivindica-ciones que encontraban escasa comprensión en lossucesivos gobiernos del régimen.

Es verdad que liberales y conservadores nopermanecieron con los brazos cruzados, presenciandoel deterioro imparable del sistema. Lo que sucedió esque sus intentos de reforma, tímidos, contradictoriosy, sobre todo, fruto del empeño solitario de poderosasy clarividentes individualidades antes que de los par -tidos como tales, hubieron de enfrentarse a fuerzasdemasiado poderosas e intransigentes.

El primero de esos intentos reformistas se debe aAntonio Maura, jefe del partido conservador quepresidió el gobierno en el ya citado periodo transcu-rrido entre 1907 y 1909. Hombre enérgico y decidido,impulsó un amplio programa de regeneración conser-vadora que se concretó en un verdadero torrente dedisposiciones legales. Proteccionista en lo económico,aprobó leyes de defensa de la industria nacional, derearme naval y de colonización y mejora agrícola.Paternalista en lo social, intervino en las relacioneslaborales y dio su primer impulso a los seguros devejez e invalidez. Convencido de la necesidad de afron-tar con urgencia el problema de la representatividad delas instituciones, trató de movilizar a la opiniónpública, descuajando las bases del caciquismo medianteuna ley de Administración local que establecía la auto-nomía municipal e introducía una autonomía regionallimitada mediante la creación de mancomunidades.Pero esta ley que, al revolucionar los fundamentos delsistema, quizá habría podido salvarlo, no llegó a apro-barse porque se rebelaron contra ella los mismos caci-ques que sostenían al partido conservador.

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Insuficientes unas reformas, bloqueadas otras, lasi tuación del régimen siguió agravándose. En julio de1909 estallaba en Barcelona un gravísimo conflictode orden público. La conocida luego como SemanaTrá gica se inició cuando el gobierno decretó la movi-lización de reservistas para defender los interesesespañoles en Melilla, amenazados por las tribus ma -rroquíes próximas. Esta decisión provocó una huelgageneral en Barcelona que se saldó con la muerte deciento dieciséis personas, trescientos heridos y dece-nas de edificios destruidos. Tras ella, el gobiernoMaura se entregó a una represión indiscriminada enla que resultó significativa la ejecución el 13 de octu-bre de Francesc Ferrer i Guàrdia, maestro anarquistaconvertido por las autoridades en símbolo del escar-miento que quería practicarse. El escándalo subsi-guiente y la oleada de protestas dentro y fuera deEspaña hicieron que el rey retirase su confianza aAntonio Maura.

Tras un breve paréntesis, llegó al poder el líderliberal José Canalejas, que protagonizó el segundogran intento de regeneración del régimen. Creyente,como Maura, en la revolución desde arriba, entrefebrero de 1910 y noviembre de 1912 trató de intro-ducir una serie de reformas que ampliaran sus basesy lo adaptaran a la realidad social, aunque desde unaperspectiva más progresista que la del jefe conserva-dor. El odiado arbitrio sobre consumos, que gravabaen exceso a las clases populares, dejó paso a un nuevoimpuesto sobre las rentas urbanas. Lo injusto delservicio militar, que pesaba casi en exclusiva sobreobreros y campesinos incapaces de reunir la cantidadque permitía su redención en metálico, quedóatenuado por una disposición que lo hacía obligatorioen tiempos de guerra y elevaba las cuotas de reden-ción en tiempos de paz. Los privilegios de la Iglesiafueron también recortados. En diciembre de 1910, la

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llamada ley del Candado prohibió la entrada denuevas órdenes religiosas en España, mientras seavanzaba un paso más hacia la libertad de cultos alpermitirse a otras religiones los símbolos externos ensus templos. Y, comprendida al fin la conveniencia deintegrar en el régimen al nacionalismo catalán mode-rado, el gobierno liberal hizo aprobar en el Congresola ley de Mancomunidades de Maura, que abría lapuerta de una tímida autonomía regional.

Por desgracia, la que llevaba camino de convertirseen una reforma global del régimen, que quizá hubieseculminado con su democratización, quedó bruscamente

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Manifestación en Barcelona para reclamar la libertad de lospresos detenidos tras los sucesos de la Semana Trágica.

La ejecución de Ferrer i Guàrdia, unos días después, el 13 de octubre de 1909, provocó una ola de protestas que se

extendió incluso más allá de la frontera española. El rotativo londinense The Times, por ejemplo, publicó:

«Por negligencia o estupidez, el gobierno ha confundido lalibertad de instrucción y conciencia, el derecho innato a razonar y expresar su pensamiento, con el derecho de oposición, asimilándolo a una agitación criminal».

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interrumpida en noviembre de 1912 al morir asesinadoCanalejas en la madrileña Puerta del Sol. Fue unaauténtica hecatombe, porque desde ese instante elsistema, atenazado por la parálisis, empezó a despeñarsehacia su fin. A ello contribuyó la actitud de Maura, querechazó la legitimidad de los liberales para gobernarcon la monarquía argumentando que habían apoyadola campaña orquestada contra él por la izquierda conmotivo de la Semana Trágica. Tan irresponsable posturarompió el Partido Conservador, pues una parte de él,liderada por Eduardo Dato, se negó a secundarla. Perono fue menos importante la fragmentación del PartidoLiberal a la muerte de Canalejas, que abrió una pugnapor su sucesión de la que salieron diversas faccionescuyos líderes no estaban ya dispuestos a obedecer másdisciplina que la suya. Durante nueve años, entre 1914y 1923, ni siquiera la más escandalosa manipulaciónelectoral bastaba ya para garantizar a ningún grupo lamayoría suficiente para gobernar.

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Lugar donde fue asesinado José Canalejas el día 12 de noviembre de 1912, el escaparate de una librería

próxima a la Puerta del Sol de Madrid. La muerte del líderliberal privaba al régimen de la Restauración

de su mejor baza reformista.

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Mientras, el país sufría y disfrutaba a un tiempolas consecuencias de la primera guerra mundial. Laangustiosa necesidad de los países beligerantes deadquirir en otros lugares los bienes de todo tipo queno producían ya sus industrias, volcadas hacia elesfuerzo bélico, regalaba a los empresarios españolesbeneficios tan ingentes que en poco tiempo se amasa-ron inmensas fortunas. Pero, siendo más rentableexportar que vender en España, iba quedando de -sabastecido el mercado nacional, los precios crecíansin cesar y caía el salario real de los obreros, situacióntanto más peligrosa en cuanto que la disminución enel nivel de vida de los pobres coincidía con elaumento escandaloso en el nivel de vida de los ricos.Rechazados por la oligarquía miope proyectos comolos del liberal Santiago Alba, que pretendía aliviar lasmiserias de los trabajadores mediante un impuestoextraordinario sobre los beneficios generados por laguerra, la situación derivó hacia una tensión socialcada vez más insoportable que terminó por estallar enforma de una nueva crisis en 1917.

Entonces vinieron a superponerse por un mo -mento todos los descontentos y concertaron su oposi-ción por un instante todos sus protagonistas. El régi-men pareció hallarse al borde del fin cuando, por vezprimera, republicanos, socialistas, regionalistas ymilitares exigieron una reforma profunda de lasinstituciones y una democratización efectiva del régi-men. Pero la misma incoherencia de aquella alianzacontra natura quedó enseguida de manifiesto. Eltemor de militares y nacionalistas catalanes, conser-vadores ambos por la propia dinámica de sus intere-ses y su extracción social, a que sus aliados en aquellaaventura la aprovecharan para derribar a un tiempomonarquía y orden social, forzó su retirada y recons-truyó al poco, en forma de gobierno de concentraciónnacional, el frente natural de la oligarquía que, toda-

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vía por entonces, continuaba decidiendo los destinosdel país.

Todo continuó como estaba. Y seguir como seestaba solo podía significar ir a peor, pues las heridassin curar del cuerpo nacional habían por fuerza deemponzoñarse. No resuelto el problema de la repre-sentatividad, las clases medias continuaban pasándosea mayor ritmo a las filas republicanas o nacionalistas.No resuelto el problema regional, el nacionalismo seradicalizaba y los partidos más moderados empezabana ceder terreno ante opciones más exigentes. No re -suelto el problema social, las demandas de los trabaja-dores se hacían más extremas y ganaban terrenoentre ellos las opciones más violentas. Y los gobier-nos, efímeros e inoperantes, se mostraban incapacesde frenar la deriva del régimen hacia su fin. En susestertores, un último intento de reforma, el queprotagonizaría a partir de diciembre de 1922 el líderliberal Manuel García Prieto, en coalición con losreformistas del antiguo republicano MelquíadesÁlvarez, pareció por un momento abrir una pequeñapuerta a la esperanza. Quizá la monarquía liberalpodía por fin apostar por una reforma pacífica que lacondujera hacia la democracia y, de su mano, permi-tiera por fin afrontar con legitimidad y energía lascuestiones pendientes. Fue un espejismo. El experi-mento, más bien timorato por otra parte, fue boico tea -do una vez más por la oligarquía. El golpe militar deMiguel Primo de Rivera, en septiembre de 1923, diola puntilla a un sistema en el que ya no creían ni suspropios dirigentes.

LA DICTADURA PINTORESCA

En apariencia, el disparador del golpe de Estadoque colocó en el poder al capitán general de Cataluña

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no fue otro que las posibles repercusiones del llamadoExpediente Picasso, que se había abierto en elCongreso de los Diputados con el fin de depurar lasresponsabilidades por un nuevo desastre, el sufridoen julio de 1921 por el Ejército español en Annual, enel norte de África, donde las tropas trataban conescaso éxito de someter a las tribus rifeñas rebeldes ala ocupación colonial hispano-francesa del territoriomarroquí. El contenido del expediente, que revelabano solo la imprevisión e incompetencia de buenaparte de las autoridades civiles y militares implicadas,sino que llegaba a salpicar también al propio rey,habría explicado así un golpe que el mismo AlfonsoXIII sin duda conocía de antemano y que no tardó enlegitimar llamando a su principal jefe a formargobierno. Pero debajo de estos hechos subyace la ver -dadera cuestión. El golpe significaba el fracaso de lavía reformista a la democracia, la confesión de impo-tencia del régimen para renovarse, para cambiar en ladirección que le marcaba el signo de los tiempos.

Por el contrario, la dictadura a la que daba paso,tan pintoresca como la campechana personalidad deldictador, suponía una apuesta de las clases dirigentesdel país, amparadas por la Iglesia y el Ejército, por lavía autoritaria de preservación de sus intereses y, encierto sentido, por una fórmula propia y distinta deregeneracionismo, desde arriba, como el intentadopor Maura o Canalejas, pero, una vez más, sin alterarlo esencial del orden económico, social y político quetanto les beneficiaba. Por ello, Primo de Rivera seidentificaba con aquel cirujano de hierro que, segúnhabía escrito Joaquín Costa, debía operar el cuerponacional para prepararlo para la democracia. Pero solohasta cierto punto y solo en los primeros momentosde su ejecutoria. Hasta 1925, el régimen careció deinstituciones propias. Su gobierno no era otra cosaque un directorio militar que mantenía suspendida la

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Constitución y clausuradas las instituciones repre-sentativas; que reprimía, con escasa dureza, todaoposición, y se entregaba con cierta energía a la laborde dar solución urgente a lo que, desde su punto devista, eran los problemas del país. Naturalmente,ninguno de los verdaderos problemas de fondo reci-bió la atención que merecía. El de la representatividadde las instituciones ni se planteó ni podía plantearse.La cuestión social se abordó desde una óptica repre-siva, como un mero problema de orden público, eidéntica perspectiva se adoptó respecto a los naciona-lismos catalán y vasco, que sufrieron humillacionesinnecesarias de las que no podía derivar sino su radi-calización. Solo el problema marroquí recibió res -pues ta cumplida y eficaz, gracias a una acción mi litarconcertada con Francia que permitió un nutridodesembarco de tropas en la bahía de Alhucemas, aloeste de Melilla y, tras caer derrotado su principalinstigador, el caudillo rifeño Abd-el-Krim, terminóprácticamente con los disturbios en el protectorado.

Si en la mente del dictador y de quienes lo am -paraban hubiera estado actuar como el cirujano dehierro se habría retirado entonces. Pero había algomás. Se trataba de ensayar una vía alternativa demodernización del país, una vía segura, que nopusiera en peligro el orden establecido. Por ello,Primo de Rivera no solo permaneció en el poder, sinoque trató de dotar a lo que hasta entonces no habíasido más que una situación de hecho de un entra-mado jurídico que hiciera de su gobierno un verda-dero régimen. En 1925 dio comienzo la institucionali-zación de la dictadura. Se concretó en la formación deun Directorio Civil, integrado ya por verdaderosministros; la creación de un partido único, la UniónPatriótica, concebido para nutrir al régimen decuadros políticos y administrativos; la introducciónde un órgano representativo, la Asamblea Nacional

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Imagen de la operación militar de Alhucemas, 8 de septiembre de 1925. La maniobra consistió en el desembarco de un contingente de diez mil soldados

españoles transportados desde Ceuta y Melilla por unaflota combinada hispano-francesa. Tuvo como comandante

de las fuerzas de tierra al general José Sanjurjo, futuro golpista contra la República, y entre los jefes participantesen ella se encontraba el entonces coronel Francisco Franco,quien, por su actuación al frente de las tropas de la Legión,

fue ascendido a general de brigada. El general estadounidense Dwight David Eisenhower estudió a fondo

la operación, entonces por completo novedosa, cuando preparaba el plan del desembarco de Normandía.

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Consultiva, que habría de dar a España una nuevaConstitución, y la puesta en marcha de una políticaeconómica declaradamente intervencionista con elobjetivo de acelerar, bajo la tutela efectiva del Estado,el desarrollo económico del país.

Pero casi nada era lo que parecía o pretendía ser.Si el Directorio sí fue un verdadero gobierno y contócon algunos ministros de gran valía personal, comoJosé Calvo Sotelo, Eduardo Aunós o Rafael Ben -jumea, conde de Guadalhorce, no sucedió así con lasdemás instituciones. La Unión Patriótica no fue nun -ca un partido, sino, en todo caso, un movimiento,precario en ideas, deficiente en organización y muypobre en talento en el que se integraron tan solo arri-bistas sin escrúpulos y gentes menos dispuestas ainnovar que a conservar. La Asamblea era, como nopodía ser de otro modo, consultiva, pues en ningúnmomento se comprometió el dictador a seguir sus in -dicaciones, pero tenía poco de nacional, pues susmiem bros no representaban a la nación, sino al mis -mo sector que militaba en el partido oficial, del queprovenían casi todos sus integrantes. Y la Cons ti -tución que redactó nunca pasó del papel, pues se tra -ta ba de un documento tan conservador que inclusodesagradó al propio dictador. Solo la política econó-mica y, con matices, la obra social del régimen pare-cían apuntarse un éxito tras otro.

En efecto, en aquellos años España cambió su fazcon una rapidez desconocida. Las ConfederacionesHidrográficas iniciaron la racionalización y la explo-tación de los recursos hídricos del país, tantas vecessugerida por los regeneracionistas como panacea delos males del campo. Los ferrocarriles, las carreteras,las líneas telefónicas y las emisoras de radio se multi-plicaron, acortando las distancias físicas y espiritualesentre los españoles. La industria recibió un impulsoenorme, alimentada por la creación de monopolios y

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bancos públicos, el aumento impresionante de lasinversiones del Estado y la intensificación del proteccio -nismo arancelario, hasta alcanzar al sector primarioen importancia dentro del PIB, que creció a ritmodesconocido hasta entonces. Las relaciones socialesparecieron disfrutar de un periodo de relativa calma,beneficiadas por la bonanza económica y la intro- ducción de pensiones de maternidad, subsidios paralas familias numerosas e instituciones de arbitraje ymediación entre empresarios y trabajadores quefuncionaban bajo la tutela del Estado y que contaronincluso con la participación del PSOE y su sindicatohermano, la Unión General de Trabajadores (UGT).Durante un tiempo, el gobierno parecía seguir al piede la letra el programa regeneracionista, sembrandoel país de escuelas, llenando de pan las despensas yllevando la paz a los campos y las calles.

Pero se trataba de un panorama engañoso. Laoposición existía y se fortalecía con el paso del tiempoy a cada error del dictador. La economía era boyante,pero dependía para serlo de un presupuesto extraordi-nario que cargaba con ingentes deudas las arcaspúblicas. La crisis mundial de 1929 pondría al descu-bierto sus limitaciones y daría al traste con la mejorbaza del régimen para preservar su existencia. Lasrelaciones sociales eran, desde luego, menos tensasque en la década precedente, pero distaban mucho deser idílicas. La organización corporativa del trabajo,en virtud de la cual empresarios y obreros contabancon órganos de representación no clasistas en cuyoseno se negociaban, al menos en teoría, acuerdosbeneficiosos para ambos, tenía frente a sí enemigostan poderosos como las organizaciones patronales,que recelaban de la presencia del socialismo en lasinstituciones, y los sindicatos anarquistas, que laconsideraban un monopolio inadmisible y una trai-ción a sus intereses de clase. La educación avanzaba,

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pero al precio de cerrar la boca de los disidentes yconculcar sin tapujos la libertad de cátedra en escuelas,institutos y universidades, que pronto se convirtieronen activos nidos de oposición contra la dictadura. ElEjército, en apariencia institución pri vi legiada de unrégimen que parecía obra suya, terminó por volversecontra su criatura, cansado de las arbitrariedades dePrimo de Rivera en materia de ascensos. Y el nacio-nalismo catalán, agraviado por la suspensión de la yaescasa autonomía de la región y la prohibición detodos los símbolos externos de su identidad, desde elcatalán a su bandera, la senyera, se embarcó en unaderiva radical que sobrepasó a la moderada y monár-quica Lliga en beneficio de opciones extremistascomo Estat Catalá, embrión de la futura EsquerraRepublicana de Catalunya. Las clases medias, en fin,no solo iban apartándose de un régimen que parecíadispuesto a internarse por la senda del autoritarismosin ánimo alguno de implantar la democracia, sinoque terminaron por detestar a la monarquía que loamparaba. Los partidos republicanos, que se embarca-ron por fin en estos años en un proceso de reorgani-zación del que saldrían las principales fuerzas de lafutura República, recogían cada día un poco deldesencanto, del hartazgo y del cansancio que se ibaapoderando de los españoles.

Cuando todos estos procesos coincidieron en eltiempo con la crisis económica, el régimen perdiótoda posibilidad de consolidarse a largo plazo. Lainflación desbocada, la alarmante depreciación de lapeseta y el desmesurado déficit de las cuentas públi-cas privaron al dictador de la única arma que lequedaba. Descorazonado, perdido el apoyo del propiorey, no se le ocurrió a Primo de Rivera otra salida queconsultar a quienes le habían colocado en el poder.Los jefes militares se pronunciaron contra su conti-nuidad y forzaron su dimisión, que se produjo en

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enero de 1930. Nuevos horizontes se abrían paraEspaña. La reforma había fracasado; la dictadurahabía caído. Tan solo la república parecía ahora ofre-cer alguna esperanza de respuesta a los graves proble-mas del país. Pero, ¿qué haría el rey? ¿Se batiría enretirada la monarquía sin disparar un solo tiro en sudefensa o la imprescindible democratización deEspaña exigiría el precio de una nueva guerra civil? Y,sobre todo, ¿estarían los republicanos a la altura de laoportunidad que la historia les regalaba?

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