box varela, zira (2009) - la fundación de un régimen la construcción simbólica del franquismo

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UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID FACULTAD DE CIENCIAS POLÍTICAS Y SOCIOLOGÍA Departamento de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos LA FUNDACIÓN DE UN RÉGIMEN. LA CONSTRUCCIÓN SIMBÓLICA DEL FRANQUISMO MEMORIA PARA OPTAR AL GRADO DE DOCTOR PRESENTADA POR Zira Box Varela Bajo la dirección del doctor Fernando del Rey Reguillo Madrid, 2008 ISBN: 978-84-692-0998-1

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UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRIDFACULTAD DE CIENCIAS POLTICAS Y SOCIOLOGA Departamento de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Polticos

LA FUNDACIN DE UN RGIMEN. LA CONSTRUCCIN SIMBLICA DEL FRANQUISMO

MEMORIA PARA OPTAR AL GRADO DE DOCTOR PRESENTADA PORZira Box Varela

Bajo la direccin del doctor Fernando del Rey Reguillo

Madrid, 2008

ISBN: 978-84-692-0998-1

Universidad Complutense de Madrid. Facultad de Ciencias Polticas y Sociologa. Departamento de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Polticos.

Tesis doctoral:

La fundacin de un rgimen. La construccin simblica del franquismo.

Doctoranda: Zira Box Varela.Director: Fernando del Rey Reguillo. Profesor Titular del departamento de Historia del Pensamiento y de los movimientos Sociales y Polticos.

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ndice

AGRADECIMIENTOS .................................................................................................................. 5

INTRODUCCIN...........................................................................................................................8 La hora de Espaa: un territorio de lucha ......................................................................... 14

CAPTULO 1. LA VICTORIA ................................................................................................. 34 De las puertas de la ciudad a la agona de Madrid: la mitificacin de la guerra .................... 45 La Pascua de Espaa ......................................................................................................... 58 La Paz, esa inmensa tarea ................................................................................................. 69 La aparente unidad del rgimen: la gran secuencia ritual de la Victoria .......................... 85

CAPTULO 2. TEODICEAS FRANQUISTAS: MRTIRES Y CADOS ........................ 110 Cados por Dios y por Espaa o cados por Espaa (y por Dios): hacia la compleja sntesis franquista .................................................................................................. 117

Los otros mrtires del rgimen: Mrtires de la Tradicin para un partido unificado... y un Caudillo ............................................................................................... 146 Mitificacin y glorificacin de Jos Antonio Primo de Rivera ...................................... 156 El perenne recuerdo de los cados: monumentos, cruces y consagracin de los lugares del martirio ................................................................................................... 174 Monumentos a los cados .................................................................................... 176 La consagracin de los lugares del martirio ...................................................... 186

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CAPTULO 3. EL CALENDARIO FESTIVO FRANQUISTA: LOS VALORES DEL NUEVO RGIMEN ........................................................................................ 193 Fiestas religiosas y nacionales: la Inmaculada Concepcin y Santiago Apstol .......... 196 Da de la Inmaculada (8 de diciembre) .............................................................. 197 Santiago Apstol (25 de julio) ............................................................................ 205 Fiestas nacionales ........................................................................................................... 210 La primera fiesta nacional: el Dos de Mayo ...................................................... 210 El 18 de julio: Fiesta de Exaltacin del Trabajo ................................................ 220 El 1 de octubre: Da del Caudillo ....................................................................... 232 El 12 de octubre: Da de la Raza ........................................................................ 243 19 de abril: Da de la Unificacin ...................................................................... 260 13 de julio y 20 de noviembre. Los das de luto nacional: una pugna de memorias ....................................................................................................... 268

CAPTULO 4. LOS SMBOLOS DEL NUEVO ESTADO.................................................. 282 Los smbolos nacionales del Nuevo Estado .................................................................... 285 La bandera .......................................................................................................... 285 El himno .............................................................................................................. 298 El escudo ............................................................................................................. 307 La omnipresencia del Movimiento y su Caudillo: un denso magma de imgenes y smbolos ................................................................................................ 312 El partido de FET y de las JONS: un terreno abonado para la lucha simblica ............. 336

CAPTULO 5. EL CUERPO DE LA NACIN: MADRID, LA CAPITAL IMPERIAL DEL NUEVO ESTADO ................................................................................. 353 La arquitectura y el urbanismo al servicio del Nuevo Estado ........................................ 360 La arquitectura ................................................................................................... 360

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El urbanismo ....................................................................................................... 368 Madrid, una capital para un Imperio ............................................................................... 374 La ciudad que no pudo ser: el fracaso de la fachada representativa ............................... 401 Proyectos para una fachada representativa: Religin, Patria y Jerarqua ....... 408 Enclaves de Capitalidad: la Ciudad Universitaria y la Plaza de la Moncloa ... 415

CONCLUSIONES .................................................................................................................... 437

BIBLIOGRAFA.......................................................................................................................444

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AgradecimientosCuando un trabajo de aos llega a su fin, resulta indispensable comenzar agradeciendo a todos aquellos que, a lo largo del tiempo, han contribuido a hacerlo viable y a mejorarlo. En primer lugar, debo comenzar por el departamento de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Polticos, de la Facultad de Ciencias Polticas y Sociologa de la Universidad Complutense de Madrid, donde se ha realizado la presente tesis doctoral. Cuando entr en l, su director era Rafael Cruz, y es a l a quien debe dirigirse mi primer agradecimiento, por su buena acogida y su disposicin para echarme siempre una mano en todo lo que he necesitado desde entonces. Los profesores y compaeros con los que he convivido todo este tiempo han contribuido a hacer del departamento de Historia un sitio estupendo para trabajar y un sitio muy agradable en el que estar. Todos ellos merecen un reconocimiento sincero, especialmente los junior, Diego Palacios, Javier Muoz Soro, Hugo Garca y Noelia Adnez, as como Nigel Townson. Marcela Garca Sebastiani ha sido durante todos estos aos mucho ms que una simple compaera. Su capacidad de trabajo, su seriedad, su vocacin y su tica han sido y son para m un ejemplo reconfortante. Nere Basabe y Scheherezade Pinilla son, tambin, mucho ms; amigas y confidentes, han compartido todo este tiempo dentro y fuera de la universidad. Y lo mejor, aparte de los devenires de esta tesis, han estado conmigo en casi todo lo dems. Por ltimo, el departamento no sera lo mismo sin Susana Fernndez, cuya eficacia ha hecho que todo haya resultado ms fcil, y cuya amabilidad y comprensin han sido siempre de una enorme ayuda. El trabajo que he realizado en Madrid ha sido productivo, en gran medida, gracias a los profesionales con los que me he encontrado. Quiero mencionar a Cristina Antn Barrero, la bibliotecaria de la Hemeroteca Municipal, y a Pedro Berrocal Sols y Jos Gmez del Pino, los cmplices ordenanzas que durante aos han recogido mis peticiones y me han facilitado el tiempo que he pasado entre peridicos. Dos estancias realizadas en Estados Unidos resultaron muy tiles para conseguir bibliografa y para abrirme hacia otras cosas. La primera de ellas fue en la Universidad de California, en San Diego, siendo esencial para mi traslado all la diligencia de Carol Larkin y Hermila Torres y, una vez en la universidad, la ayuda de Pamela Radcliff y del departamento de Historia, que me hicieron sentir como en casa. La segunda fue en la New School for Social Research de Nueva York. Esta vez fue Jos Casanova quien ejerci de anfitrin y

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quien se tom la molestia de dedicarme parte de su escaso tiempo y de ponerme bajo el cuidado de Claudio Lomnitz. Segn he ido elaborando este trabajo, he tenido la suerte de contar con algunos lectores de excepcin quienes, por pura generosidad, han tenido a bien leer textos embrionarios de esta investigacin y hacerme llegar sus crticas y opiniones. Jess Casquete ha sido uno de ellos, generoso como nadie a la hora de meterse entre pecho y espalda las mltiples pginas mas que han cado en sus manos. Paloma Aguilar ha sido tambin una excelente y animosa crtica, lo mismo que Javier Moreno Luzn, cuyo dinamismo es contagioso, y quien debe figurar entre los que han estado continuamente preparados para alentarme, ayudarme y discutir conmigo. Finalmente, Gonzalo lvarez Chillida me ha hecho contraer con l una deuda difcil de pagar, porque no slo ha puesto a mi disposicin sus consejos sino, tambin, su inestimable lectura crtica y sus detallados y acertados comentarios. Mi paso por algunos seminarios ha permitido que sometiera a autocrtica determinados aspectos de este trabajo, ayudndome a reflexionar sobre l y a salir de callejones peliagudos. En primer lugar, tengo que destacar el Seminario de Historia Contempornea del Instituto Ortega y Gasset, donde nunca he dejado de aprender, y donde tuve la suerte de sufrir el revolcn que le peg Santos Juli a algunos de mis planteamientos as como de poder escuchar pistas para recomponerlo. Fue en aquella ocasin cuando Jess de Andrs me hizo ver que lo que yo estudiaba era la construccin simblica del franquismo y, finalmente, as ha sido. En la Universitat de Valncia me vi en el aprieto de tener que responder a bocajarro a las preguntas que me hicieron los becarios y algunos de los profesores del Departamento de Histria Contempornia, muchos de ellos especialistas en franquismo y fascismo. Toni Morant no ha dejado desde entonces de hacerme llegar sus propuestas en clave comparada entre Espaa y Alemania, ni de darme chivatazos sobre textos y artculos, e Ismael Saz, cercano como nadie al marco temporal de esta investigacin y a algunos de sus argumentos, ha estado dispuesto a transmitirme hasta el final sus nimos y su seguridad de que el tema que yo estudiaba, si no una misa, s vala, al menos, una tesis doctoral. Por ltimo, en el Centro de Estudios Polticos y Constitucionales recib muchas sugerencias tiles por parte de los asistentes al II Coloquio de Historia Poltica, especialmente de Alfonso Botti, cuyas preguntas inteligentes y divertidas me han hecho tener que pensar dos veces la respuesta en ms de una ocasin.

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En un plano ms personal, no voy a mencionar aqu a todos aquellos que me han hecho la vida mucho ms agradable y sencilla, ni a todos los que han estado conmigo durante este tiempo. S me gustara agradecer, no obstante, la incondicionalidad de Camino Calle y Blanca Agust, testigos presenciales de casi todo y dotadas de una asombrosa capacidad para hacerme feliz; la intransigencia de Vicen Mateu ante los lloriqueos de una doctoranda a veces rebasada por las circunstancias y su complicidad para todo lo dems; los nimos y los consejos de Chusa Snchez, cuya tesis doctoral nos ha servido de excusa para entender mutuamente los vrtigos y las satisfacciones de este tipo de trabajo; la atenta escucha de Cristina lvarez de mis mltiples monlogos sobre lo que iba encontrando; y la generosidad y creatividad de Carlos Moya, a quien tengo tanto que agradecerle que no podra resumirlo aqu; no obstante, estoy segura de que l lo sabe. Mi familia, fuente continua de cario, apoyo y seguridad, debe figurar en un lugar destacado. No caigo en un lugar comn si aseguro que sin mis padres nada de esto habra sido posible, porque habra desistido, me habra estrellado, o no habra podido reponerme de las complicaciones. Nuevamente tengo que decir que me resultara imposible resumir aqu todo lo que ellos suponen. Y nuevamente estoy segura de que lo saben. Finalmente, quiero agradecer a quien ha influido de manera ms directa en que esta tesis haya llegado a su fin: Fernando del Rey Reguillo, director de este trabajo, profesor, compaero y amigo. Sin su apoyo, su confianza y su implacable lpiz rojo todo habra sido ms difcil.

No puedo terminar estas pginas sin citar a la personita que, desde hace un ao y medio, rige la totalidad de mi vida y que le ha dado un sentido nuevo a todo: mi hija Lluna, que se gest, naci y ha pasado todos estos meses envuelta -sin quererlo- en las redes simblicas del primer franquismo. Aunque todava no puede darse cuenta ni de las excentricidades profesionales de su madre, ni de sus neuras, slo me cabe esperar que algn da entienda todo esto y le guste ver lo que -a veces, en situaciones muy difcileshemos hecho juntas, pudiendo entre las dos combinar a la perfeccin fotocopias de Arriba con cuentos de Barrio Ssamo, y la presencia de Franco y Jos Antonio con la de la familia Barbapap.

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IntroduccinEn uno de sus ensayos polticos sobre el concepto y la naturaleza de la autoridad, Hannah Arendt seal cmo resultaba necesario, para llegar a entender con profundidad el trmino, situar tanto la expresin como el concepto dentro del contexto de la antigua poltica romana, el escenario original en el que haba nacido. Desde el comienzo de la poca republicana hasta el final de la era imperial, se alzaba en el verdadero corazn de la vieja poltica de Roma la conviccin del carcter sacro de la fundacin, en el sentido de que una vez que algo haba sido fundado, conservaba su validez para las generaciones futuras. As, continuaba Arendt, para los romanos la fundacin de una nueva institucin poltica se haba convertido en el hecho angular y decisivo de toda su historia. En ese contexto haba nacido y haba adquirido su plena significacin la palabra patria. Y tambin el concepto de la autoridad. Etimolgicamente, la auctoritas aluda al hecho de crear, y el auctor resultaba, entonces, el autor -tal y como ha permanecido en las lenguas modernas- como sinnimo del fundador. El opuesto complementario de este ltimo era el artifices, entendido como el constructor. En ningn caso se trataba de lo mismo: el matiz fundamental estribaba en el que autor era el inspirador de toda la empresa cuyo espritu, mucho ms que el del constructor concreto, estaba representado en el edificio mismo. Entendido y considerado el trmino de esta forma, la cualidad de estar revestido de autoridad recaa, fundamentalmente, en el primero, en aquel que haba fundado una nueva institucin poltica. De forma concisa, Arendt explicaba que en el concepto poltico que los romanos tenan de la autoridad la base inevitable era un comienzo. Si la fundacin, a su vez, posea un carcter sacro -en ningn otro campo la excelencia humana se acerca tanto a la virtud del numen como lo hace en la fundacin de comunidades nuevas y en la conservacin de las ya fundadas, haba escrito Cicern-,1 la autoridad conllevaba, tambin, una cierta dosis de sacralidad. De esta imbricacin se derivaba la autoridad poltica en Roma: de ese acontecimiento primigenio que relacionaba cada acto con el comienzo sagrado de la historia romana, y que aada, por decirlo as, a cada momento todo el peso del pasado. Tambin se derivaba de ah la importancia y el poder esencial de la tradicin, que impulsaba a transmitir de generacin

Arendt apunta que la nocin que tenan los romanos de religin -y en la que se inserta el enunciado de Cicern- era, literalmente, su significado etimolgico: religare, estar atado o unido a algo por una determinada fuerza vinculante.

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en generacin el testimonio legado por los antepasados, testigos y protagonistas del momento excepcional fundacional. De esta forma, conclua Arendt, exista una trinidad bsica en la poltica romana formada a base de la religin, la autoridad y la tradicin. El vigor de esa trinidad resida en la fuerza vinculante de un principio investido de autoridad, al que los hombres estn atados por lazos religiosos a travs de la tradicin. Uno de los legados polticos fundamentales que haba dejado la vieja Roma a la historia poltica occidental -especialmente visible en el papel poltico jugado por la Iglesia catlica en la Antigedad tarda y en la Edad Media- haba sido, precisamente, la extraordinaria vigencia del principio de fundacin para la creacin de entidades polticas. Desde entonces, la historia haba demostrado que cada vez que uno de los elementos de esta trinidad desapareca o se exclua, los dos restantes ya no estaban firmes.2 La historia que se cuenta en estas pginas es una historia de fundacin: la de un rgimen poltico llegado al poder que, tras un golpe insurreccional y una guerra civil, supo permanecer al frente del Estado durante ms de tres dcadas. Hace ya mucho tiempo que Max Weber apunt el mecanismo interno de la dominacin, constatando que ninguna forma de poder sucedida a lo largo de los siglos se haba contentado nunca -al menos de forma voluntaria- con motivos puramente materiales, afectivos o racionales como elementos de probabilidad para su persistencia en l. En ltima instancia, toda relacin de dominacin que quisiera perpetuarse como tal aspiraba a despertar y a fomentar entre las gentes la creencia en su legitimidad, esa transformacin del descarnado poder a secas que, revestido con variados y diversos ropajes, se envolva con el prestigio de lo obligatorio y lo ideal.3 El rgimen franquista iniciado con el fallido levantamiento y la consecuente guerra civil no fue una excepcin. Desde el mismo comienzo de la contienda, la futura dictadura hizo frente a la necesaria configuracin de un entramado simblico con el que poder conformar su legitimidad, es decir, con el que poder convertir -nuevamente segn la definicin clsica que estableci Weber- el poder en autoridad. Los elementos que iban a entrar en juego eran mltiples y complejos. Ceremonias y ritos, fiestas y celebraciones, necesidades providenciales y reelaboraciones de la historia, martirios yHannah Arendt, Qu es la autoridad?, en Hannah Arendt, Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexin poltica, Barcelona, Pennsula, 2003, pp. 145-227. 3 Max Weber, Economa y Sociedad, Madrid, F.C.E., 1993, pp. 170 y ss. Robert Nisbet seal que el poder y la autoridad eran los problemas bsicos y recurrentes de las Ciencias Sociales. Se puede ver Robert Nisbet, La formacin del pensamiento sociolgico, Vol. 1, Buenos Aires, Amorrortu, 1996, especialmente el captulo 4.2

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epopeyas, smbolos y emblemas, discursos y narraciones, cadas y redenciones, ciudades y monumentos. El fin de todo aquello era claro: establecer una nueva realidad ideal en la que la totalidad de la vida de la Nueva Espaa cobrase sentido subjetivo.4 El objetivo de estas pginas tiene que ver con esto ltimo: abordar distintos ngulos de ese proceso por el que un rgimen impuesto, dictatorial y represivo qued insertado dentro de una nueva visin del mundo coherente y sistematizada.5 Gracias a ello, las posibles discontinuidades, la violencia que durante todo el franquismo se ejerci, y el origen fratricida que, escindiendo al pas en dos, dio nacimiento al Nuevo Estado cobraron razn, obligatoriedad y legitimacin. La intencin es, por tanto, la de ahondar en la construccin simblica del franquismo a lo largo de su andadura fundacional, analizando los diferentes elementos que dieron expresin tangible -ya fuera de forma discursiva, ritual o material- a la Nueva Espaa que acotaba los lmites de la realidad creada e impuesta tras la victoria. Durkheim escribi hace casi un siglo que una sociedad no estaba constituida tan solo por la masa de individuos que la componan, por el territorio que ocupaban, por las cosas que utilizaban, o por los actos que realizaban, sino que estaba formada, ante todo, por la idea que tena sobre s misma.6 Se sintetizaba, as, uno de los ms recurrentes interrogantes de la elucubracin sociolgica posterior: el

La idea de realidad ideal conformada a travs de un complejo y variado entramado simblico se entiende aqu en el sentido durkheimiano de los ideales sociales, es decir, esos sobreaadidos al mundo real en que se desarrolla la vida profana y que, aun siendo producto y no existiendo ms all del pensamiento colectivo, atribuyen al mundo y a sus instituciones una dignidad ms elevada. Para Durkheim, esta facultad de idealizar no tena nada de misterioso: no es una especie de lujo del que el hombre pudiera prescindir, sino una condicin de su existencia. No sera un ser social, es decir, no sera un hombre si no la hubiera adquirido. Tampoco tenan nada de extrao; esta creacin de ideales a partir de los cuales se constitua la sociedad eran, expresado en su modo ms simple, las ideas en las que viene a pintarse y a resumirse la vida social. Tampoco eran meras abstracciones o conceptos creados por el socilogo observador: eran esencialmente motores, pues detrs de ellos hay fuerzas reales y activas. As, los ideales deban entenderse como elementos de la realidad social. La sociedad ideal no est por fuera de la sociedad real, sino que forma parte de sta. Lejos de que estemos repartidos entre ellas como se est entre dos polos que se rechazan, no se puede pertenecer a la una sin pertenecer a la otra . Ver mile Durkheim, Las formas elementales de la vida religiosa, Madrid, Akal, 1992. Tambin, mile Durkheim, Juicios de valor y juicios de realidad, en mile Durkheim, Sociologa y Filosofa, Madrid, Mio y Dvila, 2000. 5 Con visin del mundo -traduccin castellana del concepto de Weltanschauung elaborado por el historicismo alemn del siglo XIX y desarrollado posteriormente por la sociologa del conocimiento de Karl Mannheim- me refiero a la ms amplia concepcin del mundo de un grupo social definido. A pesar de que su contenido pueda ser amplio o difuso, ste abarcara el conjunto de creencias bsicas acerca del cosmos, el mundo o el hombre, incorporando conjuntamente elementos cognitivos (qu es el mundo) y valorativos (cmo debe uno comportarse en l). Se tratara del sustrato ms bsico de una cultura determinada y del que participaran todos aquellos que formen parte de ella. En este sentido, se utiliza en estas pginas como sinnimo de cosmovisin. Ver la voz escrita por Emilio Lamo de Espinosa en el Diccionario de Sociologa (editado por Salvador Giner, Emilio Lamo de Espinosa y Cristbal Torres), Madrid, Alianza, 1998. 6 mile Durkheim, Las formas elementales de la vida religiosa..., op. cit., p. 394. Apuntes previos de esta idea se pueden encontrar en mile Durkheim, Sociologa y Filosofa..., op. cit.

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misterio del orden social que, dentro de colectividades necesariamente formadas con dosis de violencia, imposicin y coercin, surga para unir a los diversos individuos suscitando sentimientos positivos sobre esta arbitraria unin.7 Otro clsico imbuido de pleno en la estela durkheimiana proporcion una metfora til para estas disquisiciones: en toda sociedad, explicaba Edward Shils, se encontrara un centro sagrado formado por los smbolos, las creencias y los valores que gobernaran a esa sociedad.8 El papel fundamental que cumplira este potente arsenal simblico -situado en el centro social y promovido, principalmente, por la lite gobernante- sera el de justificar la existencia y las acciones del poder a travs de una coleccin de historias, ceremonias, insignias y formalidades de todo tipo que, o bien podan haberse heredado o, en situaciones ms revolucionarias, inventado. No importaba cuan democrticamente hubiese llegado esta lite al poder. La construccin de justificaciones y su consiguiente elevacin a suprema realidad pareceran ser un imperativo que se colocara en el corazn de lo social.9 El anlisis que se emprende aqu es, por tanto -y recurriendo al enunciado de Durkheim- el de la idea que el franquismo conform sobre s mismo, es decir, la nueva cosmovisin que construy como requerimiento intrnseco de su llegada e implantacin en el poder. Los protagonistas de esta historia sern, fundamentalmente, la retrica empleada y los discursos creados con los que los vencedores en la guerra justificaron, difundieron y propagaron la significacin que para ellos tenan la coyuntura de la queTambin Weber parti de este interrogante. En sus trabajos sobre el concepto de legitimidad, el maestro alemn parta de un anlisis de las categoras sociolgicas fundamentales. Entre ellas, destacaba los tres pilares de su nocin bsica de la poltica: el poder, la dominacin y el establecimiento del Estado. El primero era el verdadero ncleo de su concepto poltico; para Weber, toda cuestin poltica aluda siempre a los intereses en torno a la distribucin, conservacin o transferencia del poder, y todo aquel dedicado a hacer poltica aspiraba, por uno u otro motivo, a detentarlo. As, toda asociacin poltica se constitua como una asociacin de dominacin en la que, dentro de un mbito geogrfico definido, su existencia y la validez de sus ordenaciones quedaban garantizadas de un modo continuo por la amenaza y aplicacin de la fuerza fsica por parte de su cuadro administrativo. Si la moderna asociacin poltica por excelencia era el Estado, ste quedaba definido, por tanto, como un instituto poltico de actividad continuada cuando y en la medida de que su cuadro administrativo mantenga con xito la pretensin al monopolio legtimo de la coaccin fsica para el mantenimiento del orden vigente. Teniendo en cuenta que todo Estado tendra como medio especfico del que valerse el ejercicio en monopolio de la violencia legtima para ejercer la dominacin de unos hombres sobre otros hombres, la pregunta que Weber encaraba a continuacin era la de tratar de esclarecer los motivos internos de justificacin y los medios externos sobre los que se apoyaba esta dominacin poltica. Fue a partir de su inters por los motivos internos en funcin de los cuales la masa dominada justificaba y acataba este ejercicio del poder sobre ellos como Weber desarroll sus anlisis sobre la legitimidad y los diferentes tipos que sta poda adoptar. Ver especialmente Max Weber, Economa y Sociedad..., op. cit., pp. 43-44, y Max Weber, El poltico y el cientfico, Madrid Alianza, 1997, pp. 84-85. 8 Edward Shils, The Constitution of Society, Chicago, The University of Chicago Press, 1982. Del mismo autor, Center and Periphery: Essays in Macrosociology, Chicago, The University of Chicago Press, 1975. 9 Clifford Geertz, Centers, Kings and Charisma: reflections on the symbolics of power, en Joseph BenDavid y Terry Cichlos Clark (eds.), Culture and its creators: Essays in honor of Edward Shils, Chicago, The University of Chicago Press, 1975.7

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surgan y las intenciones precisas con las que arribaban a los puestos de mando: las circunstancias de la guerra, las consecuencias de la lucha, la consecucin de la victoria y, sobre todo, la carta blanca que, a partir de abril de 1939, encontraron -y ejercieronpara hacer realidad sus propios sueos. El resultado de buena parte de lo que aqu se trabaja conduce a la idea que los vencedores tuvieron de lo que deba ser la Nueva Espaa y a las acciones concretas que realizaron para conformarla, un extremado nacionalismo que pareci englobar y agotar la totalidad del universo simblico franquista.10 En este sentido, hay mucho de estudio del nacionalismo de guerra y de la inmediata posguerra, ya que gran parte de la cosmovisin elaborada tuvo que ver con las definiciones de lo que era Espaa, aunque no se trata de un estudio centrado exclusivamente en la construccin de la nacin o en la elaboracin de las distintas narrativas nacionales. Hay tambin mucho, como se ha sealado ya, de inters por los discursos, las ideas y los relatos, pero no slo. A lo largo de estas pginas, van mano a mano con ellos las diversas acciones expresivas que dieron realidad material a lo primero. Se abre, entonces, un amplio abanico que comprende, desde distintivos y smbolos concretos que intentaron dar forma a estas ideas, hasta monumentos, lugares emblemticos y representaciones constructivas destinados a condensar los valores de todo aquello. Hay tambin, por supuesto, ritos, ceremonias y celebraciones, es decir, actos rituales especficos con los que se reactualizaron y pautaron las ideas que sostenan al rgimen impuesto. En ningn caso se trata de dimensiones disociadas; a estas alturas ya sabemos que si no lograran inscribirse en formas duraderas, o reiterarse ritualmente en liturgias colectivas, los sentimientos sociales vehiculados a travs de las ideas terminaran muriendo.11 Desde este punto de vista, la perspectiva de anlisis es necesariamente limitada: todo lo que aqu se estudia tiene que ver con la accin ejercida

Con universo simblico me refiero a la creacin de cuerpos de tradicin terica que integran zonas de significado diferentes y abarcan el orden institucional en una totalidad simblica, y que constituyen uno de los niveles ms elaborados y completos del proceso de legitimacin. Los universos simblicos tendran un carcter omniabarcante y omnicomprensivo, pues el universo simblico se concibe como la matriz de todos los significados objetivados socialmente y subjetivamente reales; toda la sociedad histrica y la biografa de un individuo se ven como hechos que ocurren dentro de ese universo. Ver Peter L. Berger y Thomas Luckmann, La construccin social de la realidad, Buenos Aires, Amorrortu, 1998, pp. 120-164. 11 Uno de los pioneros en analizar la dimensin simblica de la poltica fue el politlogo norteamericano Murray Edelman, The symbolic uses of Politics, Chicago, University of Illinois Press, 1967. En Espaa, Manuel Garca Pelayo ha dedicado buena parte de sus trabajos a estas cuestiones. Se puede ver su Mitos y smbolos polticos, Madrid, Taurus, 1964. Tambin, David I. Kertzer, Ritual, Politics and power, Londres, Yale University Press, 1988. Igualmente, para rituales laicos y polticos resulta muy til Claude Rivire, Les liturgies politiques, Pars, PUF, 1988.

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desde el poder y con las intenciones y las medidas que tomaron quienes tuvieron las riendas del Nuevo Estado. Clifford Geertz denomin descripcin densa al mtodo interpretativo por el que el investigador se adentra en el desciframiento de la significacin subjetiva que los actores dan a su accin.12 Definiendo la cultura como la compleja urdimbre simblica formada por las tramas de significacin tejidas por el hombre y en las que ste se inserta, Geertz explicaba que la tarea del analista consistira en realizar una interpretacin de la interpretacin que estos hombres dan a la realidad de su mundo simblico. A este respecto, independientemente de la distancia entre el mtodo etnogrfico postulado por el antroplogo norteamericano y sus aplicaciones, y la realidad de la fundacin y de la construccin simblica del primer franquismo, cabe apuntar que el anlisis que se plantea aqu pretende incidir en las particulares interpretaciones que los diferentes grupos polticos que coincidieron en el rgimen franquista realizaron sobre la nueva realidad que, desde el inicio de la guerra, crearon a travs de una rica y variada estructura simblica.13 La historia que aqu se analiza no es, en cualquier caso, una historia nica. Es el proceso de asentamiento en el poder y de la consecuente construccin simblica que un rgimen poltico altamente heterogneo en su composicin interna llev a cabo desde el estallido de la contienda. Desde este punto de vista, es una historia de conflictos, de pugnas vividas en el interior del franquismo a travs de las cuales los distintos grupos que lo conformaron intentaron imponer su propia idea de lo que deba ser Espaa. Se trata, como se ver a lo largo de todas estas pginas, del anlisis de una constante lucha simblica -entendida en su ms amplio sentido- vivida entre las distintas fuerzas polticas confluyentes en el seno del mismo rgimen en la que se dirimi la realidad nacional que deba construirse y los medios especficos para lograrlo. Antes de empezar este largo recorrido, parece necesario, por tanto, hacer un breve inciso para recordar quines fueron los protagonistas que coincidieron el 18 de julio de 1936 y cules fueron las circunstancias que dieron comienzo a la futura dictadura.

Geertz se sita dentro de la sociologa comprensiva weberiana, de quien toma la definicin bsica de accin social elaborada por Weber y segn la cual lo importante para el analista sera descifrar el sentido subjetivo que el actor da a su accin concreta. 13 Clifford Geertz, Descripcin densa: hacia una teora interpretativa de la cultura, en Clifford Geertz, La interpretacin de las culturas, Barcelona, Gedisa, 2000, pp. 17-41.

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La hora de Espaa: un territorio de lucha

En la preparacin y apoyo al golpe de estado del 18 de julio de 1936 confluyeron, como se sabe, grupos polticos e instituciones altamente diferentes entre s. Las circunstancias de la guerra -en ningn caso prevista y resultado del fracaso insurreccional- abocaron a aquel diverso conjunto inicial a una andadura comn en la que la disparidad originaria impuso desde el principio una considerable dosis de lucha interna y de tensin.14 Como es conocido, la pluralidad de los principales generales conspiradores condujo a que el levantamiento careciese de un perfil poltico definido. La idea era hacerse de forma rpida con el control del Estado e instaurar un directorio militar similar al establecido por Miguel Primo de Rivera desde el que pensar qu hacer con la compleja situacin poltica del pas. Aunque la heterogeneidad de los militares impidi que la sublevacin tuviera un objetivo poltico claro haba, sin embargo, dos ideas bsicas que, de forma general, eran compartidas por el conjunto de los rebeldes: el nacionalismo espaol historicista y unitarista ferozmente opuesto a la descentralizacin autonomista o secesionista; y un anticomunismo genrico que repudiaba tanto el comunismo stricto sensu como el liberalismo democrtico, el socialismo y el anarquismo.15 A pesar de que el proyecto poltico que saldra del alzamiento era en aquellos primeros momentos una incgnita an no perfilada, un feroz nacionalismo mesinico plagado de mitos y smbolos comn a todos los sublevados comenzaba a configurar desde el principio una retrica salvacionista en la que el recurso al rescate de la patria apareca reiteradamente como el motivo ltimo desde el que legitimar el golpe que se llevaba a cabo.16La confluencia en el apoyo al golpe de estado que llev a cabo el Ejrcito tampoco se produjo de la misma forma en todas las fuerzas polticas que lo terminaron secundando. Mientras los monrquicos alfonsinos de Renovacin Espaola y Accin Espaola -cercanos a las lites econmicas y militares del pas y carentes de masas propias a las que movilizar- parecan tener claro desde un principio que cualquier levantamiento deba pasar necesariamente por el Ejrcito, Falange y la Comunin tenan planes insurreccionales propios que no pudieron llegar a culminar. Fue a partir de esta obligada asuncin de la necesidad de contar con el Ejrcito como se termin asegurando el apoyo de carlistas y falangistas. La Iglesia, por su parte, mantuvo al comienzo de la sublevacin una prudente distancia motivada por la falta de perfil religioso del golpe y por la carencia de alusiones a la confesionalidad del Estado y a la recatolizacin del pas, una distancia que se vencera pronto y que dara comienzo a una dinmica de intercambios mutuos entre el futuro rgimen poltico y las jerarquas eclesisticas. 15 Entre otros, Enrique Moradiellos, La Espaa de Franco (1939-1975). Poltica y Sociedad, Madrid, Sntesis, 2000, p. 40. Para un anlisis del nacionalismo providencialista del Ejrcito ver Juan Carlos Losada, Ideologa del Ejrcito franquista (1939-1959), Madrid, Istmo, 1990, pp. 25-35. 16 Para los primeros discursos y proclamas del general Mola y de Franco donde aparece este recurso sistemtico a la salvacin de Espaa se puede ver Julio Gonzalo Soto, Esbozo de una sntesis del ideario14

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Si la heterogeneidad y la discrepancia de opiniones reinaban dentro de las lites militares, algo similar ocurra entre las diferentes fuerzas polticas y sociales que lo apoyaban. Tradicionalistas carlistas, monrquicos alfonsinos, la CEDA y Falange, en tanto fuerzas polticas confluyentes, y la Iglesia, en tanto institucin, tenan exclusivamente en comn las definiciones establecidas en trminos negativos: todos eran antidemocrticos, antiliberales, antifrentepopulistas y anticomunistas. Las definiciones positivas sobre lo que se esperaba del rgimen poltico que saldra del golpe de estado y, una vez fracasado ste, de la guerra eran, sin embargo, altamente diferentes entre s. Nuevamente, el mnimo comn denominador entre todos ellos se encontraba en el profundo nacionalismo que determinaba, en aquel variado conjunto y en la coyuntura precisa de la guerra, la necesidad de redimir a la patria.17 Para unos y para otros haba llegado la hora de Espaa, la hora histrica y decisiva en la que el pas poda salvarse. El mito redentorista segn el cual lo que se jugaba en la guerra era la propia existencia de la nacin, mortalmente amenazada y presta a ser rescatada, estructuraba las posiciones y los discursos de los distintos sectores que apoyaban el golpe y se adentraban juntos en la guerra. Pero ah terminaban las confluencias. La discrepancia esencial parta de una concepcin nacional diferente: Espaa no era lo mismo para los distintos grupos que formaran el rgimen vencedor. Las esencias de la nacin -esencias en funcin de las cuales se interpretaba la particular historia nacional que ahora conduca al momento blico y que deban asegurarse- eran distintas. Y la ansiada redencin de la patria que traera la prevista victoria tampoco se conceba de forma igual. Poco tenan que ver en su sentido ltimo la guerra santa y la cruzada en la que luchaban los carlistas18 o a la que alentaban los obispos desde losde Mola en relacin con el Movimiento Nacional, Burgos, Editorial Hijos de Santiago Rodrguez, 1937. Tambin, Flix Maz, Mola, aquel hombre. Diario de la conspiracin. 1936, Barcelona, Planeta, 1976. Los primeros comunicados de Franco pueden encontrarse en Joaqun Arrars, Historia de la Cruzada espaola, Madrid, Ediciones Espaolas, 1940, Vol. III. 17 Aunque aqu slo se trabaja con el discurso del bando sublevado, la retrica nacionalista protagoniz, tambin, el discurso de guerra republicano, como han puesto de manifiesto diversos autores. Para la dimensin nacionalista de la guerra civil se puede ver Xos-Manoel Nez Seixas, Nations in arms against the invader: on nationalist discourses during the Spanish civil war, en Chris Ealham y Michael Richards, The Splintering of Spain, Nueva York, Cambridge University Press, 2005, pp. 45-68. Tambin, Xos-Manoel Nez Seixas, Fuera el invasor! Nacionalismo y movilizacin en la guerra civil espaola (1936-39), Madrid, Marcial Pons, 2006. Igualmente, Jos lvarez Junco, Mitos de la nacin en guerra, en Santos Juli (coord.), Repblica y Guerra civil. Historia de Espaa Menndez Pidal, vol. XL, Madrid, Espasa Calpe, 2004, pp. 635-682. Del mismo autor,El nacionalismo espaol como mito movilizador: cuatro guerras, en Rafael Cruz y Manuel Prez Ledesma (eds.), Cultura y movilizacin en la Espaa contempornea, Madrid, Alianza, 1997, pp. 35-67. 18 Javier Ugarte da cuenta de las muestras de religiosidad espontnea y de las explicaciones de viejos requets sobre la significacin religiosa que para ellos tenan el alzamiento fallido y la guerra que se iniciaba. Javier Ugarte Tellera, La Nueva Covadonga insurgente. Orgenes sociales y culturales de la

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plpitos de las iglesias,19 con aquella otra cruzada secular de la que hablaba Falange o a la que el mismo Franco se haba referido en sus comunicados iniciales.20 Considrate soldado de una cruzada que pone a Dios como fin y en l confa el triunfo, haba escrito Fal Conde en el Devocionario para uso de los requets.21 Falange Espaola cree resueltamente en Espaa, haba sentenciado por su parte Jos Antonio apuntando hacia otra ltima deidad. Para conseguirlo, llama a una cruzada a cuantos espaoles quieran el resurgimiento de una Espaa grande, libre, justa y genuina, haba postulado el lder falangista aludiendo a la conducta requerida para la salvacin nacional.22 Lo que para unos conllevaba una definicin en trminos religiosos de la guerra que se iniciaba, para otros resultaba una eficaz metfora sin contenidos de catolicidad. En definitiva, el profundo nacionalismo que impregnaba la retrica de aquella guerra salvadora y redentora que librara a la nacin de las fuerzas del mal era plural: nacionalismos enfrentados con proyectos polticos distintos sobre lo que era y deba ser Espaa en el futuro rgimen vencedor.23sublevacin de 1936 en Navarra y el Pas Vasco, Madrid, Biblioteca Nueva, 1998, pp. 156-158. Por su parte, Martin Blinkhorn seala que ms que ningn otro elemento del bando nacionalista, los carlistas consideraban la guerra como un acontecimiento que trascenda el conflicto civil o hasta ideolgico: en resumen, que se trataba de una cruzada religiosa. Martin Blinkhorn, Carlismo y contrarrevolucin en Espaa, 1931-1939, Barcelona, Crtica, 1979, p. 362. Sobre esta cuestin tambin se puede ver Francisco Javier Capistegui, Spains Vende: Carlist Identity in Navarre as a mobilising model, en Chris Ealham y Michael Richards, The Splintering of Spain..., op. cit., pp. 177-196. 19 Para la justificacin de la guerra como cruzada religiosa se puede ver el detallado anlisis y la genealoga que realiza Alfonso lvarez Bolado, Para ganar la guerra, para ganar la paz: Iglesia y guerra civil: 1936-1939, Madrid, UPCO, 1995, especialmente el captulo 1. 20 En la alocucin dirigida por Franco el 22 de julio de 1936 desde el micrfono de la emisora de radio de Tetun a la Guardia Civil, el futuro Caudillo denominaba al alzamiento Cruzada en defensa de Espaa. Un par de das despus, el 24 de julio, dirigindose esta vez a todos los espaoles, el general denominaba al golpe de estado Cruzada patritica. A este respecto, Luis Surez apunt -en su ideologizada biografa poltica de Franco- que en estos primeros comunicados, en los que no se mencionaba ni a izquierdas ni a derechas, y que no contenan ninguna alusin al perfil poltico del golpe, lo que impregnaba la retrica de Franco era el amor devocional a Espaa en funcin del cual sta deba ser salvada. As, la guerra sin tregua que deba declararse a los enemigos de la patria se planteaba como una nueva cruzada, una cruzada con minsculas y sin connotaciones religiosas, cuyo mximo principio, todava en aquel momento inicial, era Espaa. Ver Luis Surez, Francisco Franco y su tiempo, Madrid, Fundacin Nacional Francisco Franco, 1984, Tomo 2, pp. 53 y 70. Los dos comunicados a los que se ha aludido se pueden ver en Joaqun Arrars, Historia de la Cruzada espaola, op. cit...., p. 84. 21 El apunte completo que se poda leer en la primera pgina del Devocionario era el siguiente: La causa que defiendes es la Causa de Dios. Considrate soldado de una cruzada que pone a Dios como fin y en El confa el triunfo. Piensa que pretendes devolver a Cristo la Nacin de sus predilecciones que las sectas Le haban arrebatado, en Devocionario del Requet, Soller, Tipografa Salvador Calatayud, 1937 (sin numeracin). Igualmente, Jordi Canal, El carlismo: dos siglos de contrarrevolucin en Espaa, Madrid, Alianza, 2000, pp. 329 y ss. 22 Puntos iniciales, en F.E., nm. 1, 7 de diciembre de 1933. Recogido en Jos Antonio Primo de Rivera, Obras, Madrid, Editorial Almena, 1971, p. 93. 23 Para una reflexin sobre los distintos contenidos del trmino Cruzada utilizado por los militares, las jerarquas eclesisticas y los diversos grupos polticos en los primeros meses de la guerra se puede ver Jos Andrs-Gallego, Fascismo o Estado catlico? Ideologa, religin y censura en la Espaa de Franco, 1937-1941, Madrid, Ediciones Encuentro, 1997, especialmente el captulo 1.

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En el primer informe que el cardenal Gom envi al cardenal Pacelli, secretario de Estado de Pio XI, el 13 de agosto de 1936 ponindole al corriente sobre el levantamiento de julio, el Primado aluda a esta variedad ideolgica que exista dentro del grupo de quienes apoyaban el golpe: en el alzamiento confluan, desde aquellos que aspiraban a una Repblica laizante, pero de orden, hasta quienes combatan con la imagen del Sagrado Corazn de Jess en el pecho y que quisieran una monarqua con unidad catlica, como en los mejores tiempos de los Austrias. Aunque no parecan existir dudas sobre la convergencia de todos ellos en asegurar en el futuro espaol las bases fundamentales de la civilizacin cristiana, y a pesar de que en el bando rebelde se daban continuas muestras de religiosidad, no eran lo mismo los unos que los otros. Junto a los requets tradicionalistas, convencidos de estar luchando en una guerra santa por Dios y por Espaa, y salidos a la batalla confesados y comulgados, los representantes alfonsinos de Renovacin Espaola y, sobre todo, las milicias falangistas se movan puramente por motivos patriticos, observaba el cardenal: omitiendo a Dios, luchaban exclusivamente por Espaa. A pesar de que Gom se mostraba seguro de que la victoria supondra una era de franca libertad para la Iglesia, en ningn momento descartaba que pudieran surgir tensiones entre los distintos grupos en virtud de sus discrepancias ideolgicas. En opinin del Primado, estas tensiones podran manifestarse en dos cuestiones principales: por un lado, en lo referente al futuro poltico del pas y, por otro, en lo tocante al papel que jugara la Iglesia en el Estado de la Victoria.24 En realidad, no eran preocupaciones nuevas; todos los grupos que coincidan en el bando nacional parecan tener clara esta disparidad de pretensiones. sta haba sido la razn de que no hubiese habido un pronunciamiento poltico en el golpe militar. Pero sta era tambin la clave de que los distintos grupos tratasen de asegurarse unas mnimas garantas de imposicin de sus proyectos en el futuro rgimen vencedor, tratando de mantener el mximo grado de independencia dentro de unas circunstancias excepcionales en las que todos se necesitaban mutuamente.25 Ciertamente, en el contexto de la guerra cada uno estaba condicionado por la suma mayor que formaba el conjunto resultante. Por un lado, los generales sublevados requeran de las ingentes masas de voluntarios combatientes alistados en las milicias24

Isidro Gom, Informe acerca del levantamiento cvico-militar de Espaa en julio de 1936, en Jos Andrs-Gallego y Antn M. Pazos (eds.), Archivo Gom. Documentos de la Guerra Civil, Madrid, CSIC, 2001, Vol. I, pp. 80-89. 25 Ismael Saz, Salamanca, 1937: los fundamentos de un rgimen, en Ismael Saz, Fascismo y franquismo, Valencia, PUV, 2004, p. 129.

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carlista y falangista para poder afrontar la lucha. Por otro, la nica posibilidad que tenan las distintas fuerzas polticas de llevar a cabo sus proyectos ideolgicos en el futuro Estado pareca residir en el contexto blico y en los mrgenes de accin que ste abra. Para Falange, partido minoritario durante los aos republicanos y fracasado en su intento de penetrar y movilizar a la sociedad en el periodo anterior al 18 de julio, la guerra supona un aluvin de nuevos alistados que convertan al partido en la fuerza mayoritaria de la zona nacional.26 Para el carlismo, de escasa cabida en el espacio poltico del siglo XX e incapaz de desencadenar la cuarta guerra carlista, la coalicin sublevada conllevaba la posibilidad de apoyar a un futuro rgimen autoritario que recogiera su ultracatolicismo y su antiliberalismo, aunque para ello tuviera que ceder algunas de sus esencias ideolgicas.27 Para el grupo de monrquicos alfonsinos aglutinados en torno a la revista Accin Espaola y al partido Renovacin Espaola, su necesidad del conjunto estribaba en su carcter elitista y en su escaso calado entre las masas, necesitando, por tanto, del apoyo de los dems grupos polticos una vez que la guerra adquira proporciones de una lucha civil de duracin desconocida.28 Para la CEDA, que terminara disolvindose dentro del conglomerado franquista y que estaba fuertemente desprestigiada por su poltica posibilista durante la Repblica y por su

Teniendo en cuenta que en las elecciones de febrero de 1936 Falange sac el 0,7% del voto popular, que no consigui ningn escao, y que a su candidatura se opusieron las fuerzas de la derecha por considerar que divida el voto antiizquierdista, Ismael Saz recurre a la expresin la guerra que gener el partido fascista para referirse a esta cuestin. Ver Ismael Saz El primer franquismo, en Ismael Saz, Fascismo y franquismo..., op. cit., p. 158. No obstante, hay que tener en cuenta que el aluvin de nuevos voluntarios que durante los primeros meses de guerra se sumaron a sus filas imposibilit un mnimo adoctrinamiento de estos dispares neofalangistas que se vestan la camisa azul y que salan a luchar luciendo los emblemas de Falange. Al mismo tiempo, la multiplicacin de jefaturas locales y provinciales, fruto del vertiginoso crecimiento del partido, y la carencia de suficientes camisas viejas que pudieran garantizar una mnima formacin previa, condujo a que muchas de estas jefaturas recayesen en gente mal formada y poco preparada para la asuncin de los cargos que detentaba. Maximiano Garca Venero, La Falange en la guerra de Espaa: la Unificacin y Hedilla, Madrid, Ruedo Ibrico, 1967, pp. 229-230. Tambin se apunta en Ricardo Chueca, El fascismo en los comienzos del rgimen de Franco: un estudio sobre FET-JONS, Madrid, CIS, 1983. Igualmente, se pueden consultar historias sobre Falange, como la clsica de Stanley Payne, Falange. Historia del fascismo espaol, Madrid, Ruedo Ibrico, 1986, o la de Sheelagh Ellwood, Prietas las filas! Historia de Falange Espaola, Barcelona, Crtica, 1984. Para Falange antes de la guerra, Javier Jimnez Campo, El fascismo en la crisis de la II Repblica, Madrid, C.I.S., 1979. 27 Ismael Saz, Salamanca, 1937: los fundamentos de un rgimen ..., op. cit., pp. 127-128. Como se ir poniendo de manifiesto en algunos aspectos de este trabajo, dentro de carlismo hubo dos posturas fundamentales representadas por dos de sus principales lderes: la que tuvo Manuel Fal Conde, defensor de la ortodoxia carlista y progresivamente crtico con el franquismo, y la sostenida por el conde de Rodezno, representante principal del colaboracionismo con el rgimen, aunque esto implicase ceder en cuestiones ideolgicas y someterse a la heterogeneidad del rgimen. 28 Ismael Saz, El primer franquismo..., op. cit., p. 158. Para el monarquismo alfonsino, Pedro Carlos Gonzlez Cuevas, Accin Espaola: teologa poltica y nacionalismo autoritario en Espaa (1913-1936), Madrid, Tecnos, 1998. Del mismo autor y para una perspectiva general, Historia de las derechas espaolas: de la Ilustracin a nuestros das, Madrid, Biblioteca Nueva, 2000.

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fracaso electoral, su participacin dentro del bando insurrecto pareca ser la nica va de imponer su programa poltico catlico y contrarrevolucionario.29 Y, finalmente, para la Iglesia, que haba mantenido una prudente distancia al comienzo del alzamiento, su apoyo a los sublevados resultaba ser la garanta de que en el futuro Estado la defensa y, en gran medida, imposicin de la religin quedasen asegurados.30 Fracasado el golpe e iniciada la contienda, por tanto, todos dependan de esa resultante global que constitua el conglomerado de fuerzas franquista. Sin embargo, esto no quera decir que los distintos grupos forzosamente reunidos no tratasen de encontrar un lugar preeminente en el bando nacional o que no aspirasen a implantar su particular proyecto poltico en el futuro Estado vencedor. Sera ah, precisamente, donde surgiran buena parte de los conflictos que se estudiarn a lo largo de los prximos captulos. En el informe enviado por Gom a Pacelli el 13 de agosto, nuevamente el cardenal pareca consciente de las complicaciones que se podran desencadenar a este respecto. Como apuntaba con claridad el Primado, otro problema que se podra plantear en el futuro era el de la valorizacin del esfuerzo que en la lucha actual aportan los diversos sectores de militantes -de ideologa tan diversa- en orden a su participacin en el rgimen poltico del pas.31 Los recelos eran mutuos, y las ideas o expectativas polticas para el futuro de Espaa de ninguna manera iguales. Lo que para unos deba conllevar la restauracin monrquica -no existiendo, ni siquiera acuerdo dinstico entre carlistas y alfonsinospara otros implicaba la instauracin de un Estado fascista. La confesionalidad estatal como esencia nacional indiscutida a la que exhortaban los primeros -y que apoyaban con firmeza las jerarquas eclesisticas- se contrapona a la separacin entre la Iglesia y el Estado que pregonaban los falangistas. El catolicismo como ltima definicin de lo que era la nacin que una parte importante del conglomerado de fuerzas defenda, se converta para el partido en una asuncin subordinada a otra deificacin: la nacin

Para la historia y la ideologa de la CEDA, Jos Ramn Montero Gibert, La CEDA: el catolicismo social y poltico en la II Repblica, Madrid, Ediciones de la Revista del Trabajo, 1977, 2 Vol. Para la radicalizacin de la CEDA, situada en el contexto de la derecha autoritaria de entreguerras, ver Julio Gil Pecharromn, Conservadores subversivos. La derecha autoritaria alfonsina (1913-1936), Madrid, Eudema 1994. 30 De entre las mltiples historias de la Iglesia y su participacin en la guerra civil, se pueden ver Hilari Raguer, La espada y la cruz: (la Iglesia, 1936-1939), Barcelona, Bruguera, 1977. Del mismo autor, ms reciente, La plvora y el incienso: la Iglesia y la Guerra Civil Espaola (1936-1939), Barcelona, Pennsula, 2001. Tambin, Guy Hermet, Les catoliques dans lEspagne franquiste, Presses de la Fondation National de Sciences Politiques, 1980, Vol. I. 31 Isidro Gom, Informe acerca del levantamiento cvico-militar de Espaa en julio de 1936..., op. cit., p. 88.

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palingensica que, a modo de absoluto, estructuraba el discurso del Imperio y de la revolucin. Las discrepancias, como se puede deducir, no eran simples: apuntaban al mismo corazn de la definicin de Espaa y, si las discordancias eran mltiples, en ltima instancia, parecan resumirse en la profunda dicotoma entre restauracin o revolucin. O, como se argumentar a lo largo de estas pginas, entre una politizacin de la religin que abanderaban los sectores monrquicos, la derecha conservadora y la Iglesia, frente a un proyecto de religin poltica falangista estructurada en torno a la sacralizacin de la nacin. No se puede perder de vista, en cualquier caso, que el estallido de la guerra y la formacin del Movimiento Nacional iban a cambiar, en cierta medida, las posturas mantenidas por los distintos grupos a lo largo de los aos previos de la Repblica. De este modo, como se ver a lo largo de este trabajo, el fascismo falangista perdera parte de su radicalismo para asumir el ingrediente catlico que resultaba imprescindible dentro del bando de los insurrectos y el resto de grupos contrarrevolucionarios sufriran un paralelo proceso de fascistizacin impuesto por su participacin en el conjunto sublevado. Pero esto ocurrira segn se fuera formando el rgimen, como se ir comprobando; en julio de 1936, las tendencias manifiestas hasta el golpe del 18 de julio se presentaban de una forma mucho ms notoria y radical de lo que lo podran hacer en los meses posteriores. A pesar de los desacuerdos que, en mayor o menor medida, implicaron y salpicaron a cada uno de los actores al comienzo de la guerra, las mayores diferencias, peligros y suspicacias parecan ser las suscitadas por el conjunto falangista.32 El estupor ante su radicalismo fascista -tan distinto de los presupuestos catlicos,

contrarrevolucionarios y tradicionalistas del resto de fuerzas del conglomerado-, ante su estilo revolucionario y violento, y ante un estatismo que lindaba a cada paso con el paganismo, era compartido por todos los grupos del conjunto franquista. Las advertencias de este peligro haban sido abundantes. Lo supieron ver desde muy temprano los carlistas, colaboradores obligados de Falange a partir de la unificacin de los partidos de abril de 1937.33 Y lo vieron tambin desde los aos de anteguerra losComo apunt Saz, en ltima instancia, sus pretensiones totalitarias encontraban la resistencia de todos los dems integrantes de la coalicin contrarrevolucionaria: el Ejrcito y su jefe, Franco, la Iglesia, los medios econmicos, catlicos, monrquicos alfonsinos y tradicionalistas. Ver Ismael Saz, El primer franquismo..., op. cit., p. 159. Ver tambin lvaro Ferrary, El franquismo: minoras polticas y conflictos ideolgicos, 1936-1956, Pamplona, EUNSA, 1993, especialmente pp. 35-48. 33 Pocos das antes del ascenso de Franco al poder en octubre de 1936, los tradicionalistas navarros enviaron una reclamacin oficial a la Junta de Defensa Nacional alertando de los peligros y de la32

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monrquicos alfonsinos, defensores de una idea de Espaa distinta a la de los recin formados falangistas y difundida con eficacia desde la plataforma doctrinal de Accin Espaola.34 Por supuesto, la amenaza la sinti tambin la Iglesia, y a pesar de que el partido siempre haba sido catlico, era el propio Gom quien adverta que, aunque no pareca necesario dudar del sincero espritu cristiano que les animaba, Falange pareca ser el nico grupo poltico susceptible de sufrir nefastas y peligrosas desviaciones. No en vano, el cardenal recomendaba la intensificacin del apostolado en los frentes de batalla para evitar la desviacin de Falange en un sentido aconfesional u hostil a la religin.35 La postura falangista con respecto a quienes, desde el 18 de julio de 1936, iban a ser sus nuevos compaeros de viaje tambin haba quedado clara a lo largo de los aos previos a la guerra y en los primeros momentos de sta, a pesar de que luego se viera abocada a la matizacin. En uno de los escritos que Jos Antonio dej en la crcel de Alicante en la que sera fusilado, el lder falangista manifestaba su temor de que una victoria militar se limitara simplemente a consolidar el pasado:

Qu va a ocurrir si ganan los sublevados? Un grupo de generales de honrada intencin; pero de desoladora mediocridad poltica. Puros tpicos elementales (orden, pacificacin de los espritus...). 1) El viejo carlismo intransigente, cerril, antiptico. 2) Las clases conservadoras, interesadas, cortas de vista, perezosas.desconfianza que suscitaba Falange. Su dinamismo reclutador, sus formas agresivas y violentas, las divergencias en los procedimientos de actuacin y las diferencias en el programa poltico parecan preocupar a los carlistas pensando en las nefastas desviaciones que poda sufrir el conjunto sublevado si Falange descompensaba a su favor el sistema de contrapesos. Ver Javier Tusell, Franco en la guerra civil. Una biografa poltica, Barcelona, Tusquets, 1992, pp. 69-70. 34 Con respecto a los alfonsinos ya en el contexto de la incipiente organizacin del rgimen una vez estallada la guerra, resulta significativa la hostilidad con que fue recibida la aparicin dentro del crculo ntimo de Franco de Ramn Serrano Suer, amigo personal de Jos Antonio y declarado admirador de las ideas fascistas. Tanto a militares monrquicos como Alfredo Kindeln, a polticos como Goicoechea, o a intelectuales provenientes del grupo de Accin Espaola, como Eugenio Vegas Latapi o Pedro Sainz Rodrguez, pareca preocuparles la influencia que un hombre de ideas fascistas en apariencia tan radicales pudiera tener sobre Franco. En ltima instancia, tal y como apunt Paul Preston, todos ellos parecan agriamente sorprendidos ante el hecho de que Falange, a quien consideraban ms o menos maleable mxime si se produca la unificacin en una coalicin ms amplia, tuviera ahora un serio defensor en la figura del ntimo e influyente colaborador de Franco. Paul Preston, Franco, Caudillo de Espaa, Barcelona, DeBolsillo, 2004, p. 290. No obstante, Serrano Suer haba estado vinculado, durante los aos republicanos, a partidos conservadores y catlicos. Primero, a Accin Nacional, partido fundado por ngel Herrera Oria, y, posteriormente, a la CEDA. Ver Jess I. Bueno Madurga, Zaragoza, 1917-1936. De la movilizacin popular y obrera a la reaccin conservadora, Zaragoza, Institucin Fernando el Catlico-CSIC, 2000, especialmente pp. 197 y ss. 35 Isidro Gom, Tercer informe acerca del levantamiento cvico-militar de Espaa en julio de 1936 (enviado a la Secretara de Estado del Vaticano el 24 de octubre de 1936), en Jos Andrs-Gallego y Antn M. Pazos (eds.), Archivo Gom..., op. cit., pp. 244-252. Ver tambin Guy Hermet, Les catholiques dans lEspagne franquiste, Paris, Presses de la Fondation Nationale des Sciences Politiques, 1981, Vol. II, pp. 112-122.

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3) El capitalismo agrario y financiero, es decir: la clausura en unos aos de toda posibilidad de edificacin de la Espaa moderna. La falta de todo sentido nacional de largo alcance. Y a la vuelta de unos aos, como reaccin, otra vez la revolucin negativa.36

Este miedo tambin haba sido expresado por Jos Antonio en una carta enviada a Gimnez Caballero a escasos seis das del alzamiento. En ella comentaba que, si tema cualquier dictadura nacional republicana como la que postulaban algunos liberales moderados, lo que por encima de todo le asustaba era la experiencia malograda de la implantacin por va violenta de un falso fascismo conservador, sin valenta revolucionaria ni sangre joven.37 Estallada la guerra, el temor de que no se aprovechase la coyuntura blica para implantar un Estado moderno y revolucionario y a que se llevase a cabo una mera contrarrevolucin conservadora fue expuesto de forma contundente por el jefe de Falange en la entrevista que concedi al periodista norteamericano Jay Allen. Rompiendo la incomunicacin a la que haba sido sometido el lder falangista junto a su hermano Miguel desde el mes de agosto, Allen, curtido reportero, conocedor excepcional de la situacin poltica espaola y de pblicas tendencias republicanas, realiz la inslita entrevista en la crcel de Alicante el 3 de octubre de 1936. sta consisti en una serie de preguntas hipotticas que Primo de Rivera poda responder o no. Que dira usted si le dijese que, a mi juicio, el movimiento del general Franco se hubiera desmandado y que, fuera cual fuera su propsito inicial, representa ahora sencillamente a la Vieja Espaa que lucha por sus privilegios perdidos?, pregunt Allen al inicio de la conversacin. Yo no s nada. Espero que no sea verdad, pero si lo es, es un error, respondi Jos Antonio:Si lo que hacen es simplemente para retrasar el reloj, estn equivocados. No podrn controlar a Espaa (...). Yo representaba otra cosa, algo positivo. Usted ha ledo mi programa de sindicalismo nacional, reforma agraria y todo aquello. Yo si s que, si este movimiento gana y resulta que no es ms que reaccin, entonces retirar a mi Falange y yo... volver probablemente a estar aqu, o en otra crcel, dentro de pocos meses!.

Los comentarios que anot Allen ante las respuestas proporcionadas por Jos Antonio fueron que ste pareca esplndidamente seguro de s mismo y que, si se tratabaAnlisis de Jos Antonio sobre los orgenes de la guerra y su idea para solucionar la situacin creada, en Miguel Primo de Rivera y Urquijo, Papeles pstumos de Jos Antonio, Barcelona, Plaza & Jans, 1996, pp. 142-145. 37 Carta fechada el 12 de julio de 1936. Citada en Stanley Payne, Franco y Jos Antonio, el extrao caso del fascismo espaol: historia de la Falange y del Movimiento Nacional (1923-1977), Barcelona, Planeta, 1997, p. 334.36

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de un farol, era un farol magnfico. Esta gente lucha por recobrarse, no por reformarse, continu el periodista. Si eso es as, estn equivocados. Provocarn una reaccin an peor. Precipitarn a Espaa en ms horrores, respondi el detenido. La entrevista se interrumpi poco despus. La ltima cuestin que Allen plante a Jos Antonio aluda a la relacin de la Falange con la Iglesia: Franco me dijo que el fascismo espaol no se puede comparar con otros fascismos y que es simplemente una defensa de la Iglesia. La respuesta que dio Jos Antonio no lleg a terminarse: el problema con todos los espaoles es que no dedicarn diez minutos de su tiempo a hacer una estimacin objetiva de las personas o de las cosas. Yo probar.... Acto seguido, antes de que Primo de Rivera terminase de responder y ante la atenta mirada de los milicianos que le custodiaban, Allen prefiri dar por finalizada la entrevista. La atmsfera se estaba cargando demasiado, declar el periodista, y la suerte del joven reo pareca estar echada. Alegando que deba tomar un avin urgente, el entrevistador se despidi de Jos Antonio y abandon la crcel alicantina donde Primo de Rivera sera fusilado un mes y medio despus.38 La opinin que haba mantenido Falange sobre la cuestin religiosa a lo largo de los aos republicanos era de sobra conocida.39 En el mismo discurso fundacional de la Comedia, Jos Antonio haba declarado que la Falange quera que el espritu religioso, clave de los mejores arcos de la historia espaola, fuera respetado y amparado como mereca. Sin embargo, esto no quera decir que el Estado tuviera que inmiscuirse en tareas que no le fueran propias o que tuviera que compartir las que slo a l competan.40 Esta misma idea la reiteraba el jefe nacional falangista pocos meses despus en el primer nmero del semanario F.E.:Toda reconstruccin de Espaa ha de tener un sentido catlico. Esto no quiere decir que vayan a renacer las persecuciones contra quienes no lo sean. Los tiempos de las persecuciones religiosas han pasado. Tampoco quiere decir que el Estado vaya a asumirIan Gibson, En busca de Jos Antonio, Barcelona, Planeta, 1980, pp. 149-175. La entrevista se public el 9 de octubre de 1936 en el Chicago Daily Tribune y el 24 de octubre de 1936 en el News Chronicle. Segn el anlisis de Gibson, las dos versiones no coinciden exactamente. En Espaa slo se conoci la versin del News Chronicle. 39 Ramn Serrano Suer, Memorias; entre el silencio y la propaganda, la historia como fu, Barcelona, Planeta, 1978, pp. 278-279. Serrano Suer apunt en sus memorias que la formulacin de una doctrina poltica que abogase por la separacin de la Iglesia y el Estado estuvo presente desde el principio en todos los lderes de Falange. Esta postura se mantuvo e, incluso, se exacerb durante los primeros meses de la guerra, entre otros motivos, por oposicin al confesionalismo de los grupos rivales monrquicos, tanto alfonsinos como carlistas. 40 Jos Antonio Primo de Rivera, Discurso de la fundacin de la Falange (pronunciado en el Teatro de la Comedia de Madrid, 29 de octubre de 1933), en Jos Antonio Primo de Rivera, Obras..., op. cit., pp. 61-69. La cita es de la p. 67.38

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directamente funciones religiosas que correspondan a la Iglesia. Ni menos que vaya a tolerar intromisiones o maquinaciones de la Iglesia, con dao posible para la dignidad del Estado o para la integridad nacional. Quiere decir que el Estado nuevo se inspirar en el espritu religioso catlico tradicional en Espaa y concordar con la Iglesia las 41 consideraciones y el amparo que le son debidos.

De una forma casi literal a lo expresado por Jos Antonio, los 27 puntos programticos de Falange Espaola y de las JONS recogeran en el punto 25 esta separacin entre la Iglesia y el Estado.42 La cuestin de la religin y de su relacin con el Estado tambin haba sido claramente expuesta por los distintos padres fundadores del fascismo espaol desde el inicio de la dcada de los aos 30. Para todos ellos, Espaa era catlica, la religin haba jugado un papel clave en la pasada grandeza patria y en ningn caso se cuestionaba la compatibilidad de sta con las nuevas ideas fascistas.43 La especificidad falangista radicaba, ms bien, en el espacio que se otorgaba a la religin y en las dimensiones que sta deba ocupar en el futuro Nuevo Estado que se pregonaba. A este respecto, frente a la totalidad religiosa postulada por la Iglesia, los tradicionalistas carlistas o los tericos monrquicos de Accin Espaola que deba manifestarse en todos los mbitos de la vida e impregnar la organizacin del Estado en funcin de su indisolubilidad con la esencia nacional, los fundadores de Falange situaban la religin en la esfera de lo privado y de lo personal. Poco importaba que las masas espaolas fueran catlicas o no, pareca desprenderse de la afirmacin de Jos Antonio de que el tiempo de las persecuciones religiosas haba terminado; la reconstruccin de Espaa s deba tener un carcter catlico general que tendra que ser acatado por todos -de la misma forma que cualquier atropello contra la religin no se podra admitir. Sin embargo, la comunin activa con su credo era una cuestin puramente particular que resultaba secundaria mientras se garantizase un mnimo respeto hacia el catolicismo.

Jos Antonio Primo de Rivera, Puntos iniciales..., op, cit., pp. 92-93. Punto 25: nuestro Movimiento incorpora el sentido catlico -de gloriosa tradicin y predominante en Espaa- a la reconstruccin nacional. La Iglesia y el Estado concordarn sus facultades respectivas, sin que se admita intromisin o actividad alguna que menoscabe la dignidad del Estado o la integridad nacional. Este punto fue criticado pblicamente por el Marqus de la Eliseda, hombre cercano a Accin Espaola. Jos Antonio le respondi desde las pginas del ABC acusndole de querer sobresaltar la conciencia religiosa de innumerables catlicos alistados en la Falange. Ver a este respecto Jos Antonio Primo de Rivera, Sobre el punto 25, ABC, 1 de diciembre de 1934. Recogido en Jos Antonio Primo de Rivera, Obras..., op. cit., p. 393. 43 A este respecto, Ismael Saz seala que, incluso Ramiro Ledesma Ramos, el ms radical de los lderes falangistas, reconoca el valor positivo de la religin catlica y el papel que haba jugado en el pasado, presente y futuro de la historia espaola. Ver Ismael Saz, Espaa contra Espaa. Los nacionalismos franquistas, Madrid, Marcial Pons, 2003, pp. 120-121.42

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Mucho ms preciso se haba manifestado Ramiro Ledesma Ramos sobre esta cuestin. Para el lder jonsista, la moral catlica remita al mbito de lo humano y de lo privado. Frente a ella, Ledesma contrapona la moral nacional, el elemento esencial a travs del cual Espaa poda encontrar su salvacin:

Espaa tiene que aposentar su unidad y su vigor sobre las anchas espaldas de una moral nacional, optimista y rgida (...). El servicio a Espaa y el sacrificio por Espaa es un valor moral superior a cualquier otro, y su vigencia popular, su aceptacin por todo el pueblo es la nica garanta que los espaoles tenemos de una existencia moralmente profunda (...). En nombre de esa moral y de lo que nos obliga, desarrollamos una accin revolucionaria, una lucha de liberacin.44

Ambas morales no deban confundirse. Si, en el pasado, la unidad moral de los espaoles haba sido la unidad en torno a la moral catlica, en pleno siglo XX aquella vieja unanimidad con respecto a los valores religiosos haba dejado de existir. Quien siguiese pensando en la posibilidad de tal equivalencia entre ambas morales demostraba, segn las contundentes afirmaciones de Ledesma, tener el juicio nublado por sus propios deseos:45

La moral catlica? No se trata de eso, camaradas, pues nos estamos refiriendo a una moral de conservacin y de engrandecimiento de lo espaol, y no simplemente de lo humano. Nos importa ms salvar a Espaa que salvar al mundo. Nos importan ms los espaoles que los hombres. Y todo ello, porque tanto el mundo como los hombres son cosas a las que slo podemos acercarnos en plan de salvadores si disponemos de una plenitud nacional, si hemos logrado previamente salvarnos como espaoles (...). No, camaradas, la moral nacional, la idea nacional como deber, ni equivale a la moral religiosa ni es contraria a ella. Es simplemente distinta.46

La clave resida, ahora, en la nacin como unidad moral, en su capacidad para integrar a los espaoles en el autntico patriotismo popular de masas que el patriotismo religioso no haba sabido lograr. En ltima instancia, lo que Ledesma contrapona de forma radical era la religin poltica fascista, la religin de la Nacin, a la religin individual, al catolicismo. Ambos planos no deban mezclarse: por un lado, estaba el de los espaoles en tanto espaoles; por otro, el de los hombres y las almas. Segn esta divisin, lo importante estribaba, segn la propia frmula de Ledesma, en la fe y credo

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Ramiro Ledesma Ramos, Discurso a las Juventudes de Espaa, Madrid, Biblioteca Nueva, 2003, p. 69. Id., p. 95. 46 Id., p. 70.

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nacional que conducira a los espaoles a su necesaria y redentora revolucin nacional como nico camino posible de salvacin:47

La revolucin nacional es empresa a realizar como espaoles, y la vida catlica es cosa a cumplir como hombres, para salvar el alma. Nadie saque, pues, las cosas de quicio ni las entrecruce y confunda, porque son en extremo distintas. Sera angustiosamente lamentable que se confundieran las consignas, y en esta coyuntura de Espaa que hoy vivimos se resolviera como en el siglo XIX, en luchas de categora estril. Espaa, camaradas, necesita patriotas que no le pongan apellidos. Hay muchas sospechas -y ms que sospechas- de que el patriotismo al calor de las Iglesias se adultera, debilita y carcome. El yugo y las saetas, como emblema de lucha, sustituye con ventaja a la cruz para presidir las jornadas de la revolucin nacional.48

Significativo sobre la postura de Ledesma es el recibimiento que tuvo su Discurso a las Juventudes de Espaa tras su publicacin en 1935, donde el lder jonsista haba desarrollado estas ideas. El monrquico Luis de Galisonga, por ejemplo, censur su anticlericalismo, mientras que Ramiro de Maeztu critic la disociacin que el fundador falangista estableca entre moral catlica y moral nacional.49 Ya en el contexto de la guerra, el jesuita Teodoro Toni -en la coyuntura especfica de finales de 1938, momento en el que Falange ejerca con mano dura su poder censor desde la Delegacin de Prensa y Propaganda- envi a Gom su denuncia de que semejante texto no hubiese sido retirado en un pas que se denominaba catlico y al amparo de un gobierno que se rasgaba las vestiduras cuando cree que se le dan lecciones de catolicismo. Los motivos que esgrima Toni para su queja eran claros: el libro de Ledesma era perfectamente laico y denotaba un desconocimiento absoluto del verdadero pensamiento catlico y una verdadera afrenta para cuantos virilmente se levantaron a luchar por Dios y por Espaa.50 Si bien es cierto que Ledesma postul la forma ms radical, revolucionaria y secular del nacionalismo fascista, la elaboracin de una idea de religin poltica que se articulase alrededor de la deificacin de la nacin no supuso una excepcin exclusivaIsmael Saz, Espaa contra Espaa..., op.cit., p. 136. Una reciente biografa poltica de Ledesma es la realizada por Ferran Gallego, Ramiro Ledesma Ramos y el fascismo espaol, Madrid, Sntesis, 2005. Esta cuestin que se apunta est tratada en las pp. 371 y ss. Del mismo autor sobre Ledesma, La realidad y el deseo. Ramiro Ledesma en la genealoga del franquismo, en Ferran Gallego y Francisco Morente (eds.), Fascismo en Espaa. Ensayo sobre los orgenes sociales y culturales del franquismo, Madrid, El Viejo Topo, 1995, pp. 253-447. Se puede ver tambin el sinttico trabajo de Miguel Moreno Hernndez, El nacional-sindicalismo de Ramiro Ledesma Ramos, Madrid, Delegacin Nacional de Organizaciones del Movimiento, 1963. 48 Ramiro Ledesma Ramos, Discurso a las Juventudes de Espaa..., op. cit., p. 88. 49 Pedro Carlos Gonzlez Cuevas, Ramiro Ledesma Ramos o el imposible fascismo espaol, Introduccin al Discurso a las Juventudes de Espaa, Madrid, Biblioteca Nueva, 2003, p. 31. 50 Jos Andrs-Gallego, Fascismo o Estado catlico?..., op. cit., p. 180.47

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del lder de las JONS. Expresndolo de una forma ms o menos radicalizada, los principales lderes del fascismo espaol ahondaran en la construccin de una religin poltica secularizada erigindose en torno a la sacralizacin de la patria.51 A este respecto, resulta significativo que incluso Onsimo Redondo, el ms cercano a la derecha tradicional y reaccionaria de entre los lderes falangistas, defendiese de forma similar a Ledesma la necesidad de un nacionalismo revolucionario que no fuera ni confesional ni catlico, sino totalitario -es decir, capaz de dominar por completo en la nacin; popular -lo cual implicaba tener en cuenta que parte de las masas espaolas no se identificaban con el catolicismo militante o que, incluso, eran ajenas a l; y luchador, estando siempre dispuesto al combate violento contra los enemigos de Espaa.52 No haba duda, por tanto, para los principales constructores del fascismo espaol: Espaa era catlica y su historia tambin. La religin y la Iglesia deban ser respetadas y defendidas en el futuro Estado frente a cualquier posible ataque. La cuestin no radicaba, por tanto, en un enfrentamiento entre catolicismo y anticatolicismo o entre posturas confesionales frente a posturas aconfensionales, sino en el papel que la religin deba tener en el futuro Estado que se proyectaba o en el establecimiento de los principios absolutos en torno a los cuales construirlo y establecerlo.53 Ah resida la diferencia esencial entre los diferentes grupos polticos e intelectuales que saltaban a la escena pblica durante los aos republicanos y que estaban abocados a coincidir en el bando nacional durante la guerra y el posterior rgimen franquista. Frente al catolicismo que deba definir el establecimiento del orden poltico, social y cultural que reclamaban los distintos sectores de la derecha contrarrevolucionaria y la Iglesia, Falange recurra al principio absoluto de la Nacin,Ismael Saz apunta que, a este respecto, Ledesma no era tan distinto de Jos Antonio o de Onsimo Redondo. Ismael Saz, Espaa contra Espaa..., op. cit., pp. 137-138. 52 Para Onsimo Redondo, Id. Ramn Serrano Suer apunt en sus memorias que Redondo, el ms ligado de entre los falangistas a las organizaciones catlicas, fue quien neg con mayor vehemencia la confesionalidad del Estado. En su libro El Estado nacional, el lder jonsista abog por un nacionalismo totalitario que no fuera confesional ni que defendiera a la religin. Ramn Serrano Suer, Memorias..., op. cit., p. 279. 53 A este respecto, resulta muy til el artculo de Ismael Saz, Religin poltica y religin catlica en el fascismo espaol, en Carolyn P. Boyd (ed.), Religin y poltica en la Espaa contempornea, Madrid, CEPC, 2007, pp. 33-57. Es fundamental tener en cuenta que el hecho de que un determinado movimiento o ideologa poltica se constituya como una forma de religin poltica no implica que tenga que negar o entrar en confrontacin con la religin tradicional. A este respecto, Emilio Gentile apunt que las religiones polticas podan ser sincrticas, es decir, que podan tomar elementos mticos, simblicos y rituales de las religiones tradicionales, adaptndolo a su propio credo poltico. Para estas cuestiones ver Emilio Gentile, Le religioni della politica. Fra democrazie e totalitarismi, Roma- Bari, Laterza, 2001, pp. 210-211. Esta cuestin tambin fue apuntada por otros autores anteriores a Gentile, especialmente Ernest B. Koenker, Secular Salvations. The rites and symbols of political religions, Filadelfia, Fortress Press, 1965.51

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una nacin compatible con el componente catlico y abocada a exhibir esta compatibilidad de manera creciente segn se fuera configurando el rgimen, como se ver, pero una nacin que estaba deificada y sacralizada y que habra de resurgir en el futuro. Como postulaba Jos Antonio en el teatro de la Comedia el 29 de octubre de 1933:La Patria es una unidad total, en que se integran todos los individuos y todas las clases; la Patria no puede estar en manos de la clase ms fuerte ni del partido mejor organizado. La Patria es una sntesis trascendente, una sntesis indivisible, con fines propios que cumplir; y nosotros lo que queremos es que el movimiento de este da, y el Estado que cree, sea el instrumento eficaz, autoritario, al servicio de una unidad indiscutible, de esa 54 unidad permanente, de esa unidad irrevocable que se llama Patria.

Los sustantivos y adjetivos utilizados resultaban suficientemente elocuentes: unidad total, sntesis trascendente, sntesis indivisible, unidad indiscutible, unidad permanente, unidad irrevocable. Nombres y eptetos para definir a la nacin convertida en un principio deificado alrededor del cual organizar el futuro Estado puesto al servicio de los destinos supremos de la patria. A partir de aquel discurso fundacional, lderes e intelectuales falangistas predicaran la buena nueva nacional de la religin poltica falangista que salvara a Espaa, como expres el propio Jos Antonio en Valladolid a principios de marzo de 1934.55 Mientras los jvenes fascistas radicalizaban de forma paulatina su particular religin poltica de la patria, otra de las grandes elaboraciones doctrinales nacionalistas que terminara confluyendo en el franquismo, la realizada por los monrquicos del grupo Accin Espaola, reivindicaba el tradicionalismo nacionalcatlico de Menndez Pelayo, Donoso Corts o Balmes, un discurso en el que el resto de fuerzas contrarrevolucionarias que formaran parte del conglomerado franquista encajaban a la perfeccin. No podan ser ms distintos ambos discursos.Falange Espaola cree resueltamente en Espaa. Espaa No Es un territorio. NI un agregado de hombres y mujeres. Espaa es, ante todo, UNA UNIDAD DE DESTINO. Una realidad histrica.

Jos Antonio Primo de Rivera, Discurso de la fundacin de la Falange..., op. cit. Porque si nosotros nos hemos lanzado por los campos y por las ciudades de Espaa con mucho trabajo y con algn peligro, que esto no nos importa, a predicar esta buena nueva, es porque, como os han dicho ya todos los camaradas que hablaron antes que yo, estamos sin Espaa. Jos Antonio Primo de Rivera, Discurso de proclamacin de Falange Espaola de la JONS, pronunciado en al Teatro Caldern de Valladolid el 4 de marzo de 1934. Recogido en Jos Antonio Primo de Rivera, Obras..., op. cit., pp. 189197. La cita es de la p. 190.55

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Una entidad verdadera en s misma, que supo cumplir -y an tendr que cumplirmisiones universales. Por tanto, Espaa existe: 1. Como algo DISTINTO a cada uno de los individuos y de las clases y de los grupos que la integran. 2. Como algo SUPERIOR a cada uno de esos individuos, clases y grupos, y aun al conjunto de todos ellos.

Con esta contundencia comenzaban los puntos iniciales de la Falange Espaola postulados a finales de 1933.56 Un ao despus, fusionados ya con las JONS de Ledesma y Redondo, el primero de los 27 puntos programticos ahondaba en la divinizacin de la patria: Creemos en la suprema realidad de Espaa. Fortalecerla, elevarla y engrandecerla es la apremiante tarea colectiva de todos los espaoles. A la realizacin de esta tarea habrn de plegarse inexorablemente los intereses de los individuos, de los grupos y de las clases.57 Si para los fascistas espaoles esa nacin irrevocable a la que haba que prestar servicio, ofrecer cualquier tipo de sacrificio y conquistarla para s misma con aire de milicia, con amor encendido y con seguridad de una fe58 se iba perfilando de acuerdo al ambiguo concepto joseantoniano de unidad de destino en lo universal y en funcin de un nacionalismo inequvocamente secular, desde Accin Espaola Eugenio Montes pareca hacer caso omiso de las proclamas falangistas para afirmar lo contrario:Toda historia espaola es, en el ms ambicioso sentido del vocablo, historia eclesistica. El idioma castellano, dijo Carlos V, ha sido hecho para hablar con Dios. En verdad, la historia de Espaa es la historia de ese coloquio infinito. Quizs, gracias al cielo, sea Espaa donde nunca ha habido ni asomos de un nacionalismo rebelde, anticatlico o 59 antirromano.

A pesar de su claridad, a Montes pareca pasrsele por alto algo esencial: el nacionalismo que esgrima Falange era, precisamente, aquello que l pareca no encontrar: un nacionalismo rebelde y no catlico, entendido esto ltimo como un nacionalismo que, aun reconociendo el valor de la religin, se entenda y se representaba a s mismo como una ideologa secular.Puntos iniciales..., op. cit., p. 85. Norma programtica de la Falange, en Jos Antonio Primo de Rivera, Obras..., op. cit., pp. 339-344. 58 Puntos iniciales..., op. cit., p. 93. 59 Eugenio Montes, Discurso a la catolicidad espaola, en Accin Espaola, nm. 50, 1934. Citado en Ral Morodo, Los orgenes ideolgicos del franquismo: Accin Espaola, Madrid, Alianza, 1985, pp. 143-144. A pesar de la claridad del enunciado escrito en 1934, Montes representara a lo largo de la formacin del rgimen la permeabilidad y el intercambio de discursos que convivan dentro del franquismo, esgrimiendo en otras ocasiones un discurso fascistizado a tono con el correr de los aos 30.57 56

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Otra diferencia que distingua a los falangistas de los grupos tradicionalistas era la concepcin del Estado. Si para Falange el fin del Estado era ser un instrumento al servicio de aquella Unidad de la patria que deba garantizar que a tan entraable trascendencia nada se opusiera,60 los tradicionalistas monrquicos de Accin Espaola abogaban por la identificacin entre Iglesia y Estado, entre unidad catlica y unidad nacional. Es que en la historia de Espaa no es posible divorciar a los dos poderes, eclesistico y civil. Iglesia y Estado han de cooperar al cumplimiento del destino hispano, apuntaba a este respecto Zacaras Garca Villada, unos de los colaboradores habituales de la revista monrquica.61 Como se puede ver, el conflicto entre dos proyectos nacionalistas distintos -el proyecto de religin poltica que, al estilo de los fascismos europeos, defendan los falangistas, frente al proyecto de politizacin de la religin que postulaban el resto de las fuerzas catlicas, tradicionalistas y contrarrevolucionarias destinadas a coincidir en el mismo rgimen poltico- se perfilaba. Lo primero supona la deificacin de la nacin espaola y la estructuracin de una doctrina poltica, de un sistema ritual y de un cdigo tico y legal a su alrededor.62 Lo segundo recurra a la utilizacin del catolicismo para fines polticos y a la estrecha imbricacin entre poltica y religin,63Jos Antonio Primo de Rivera, Orientaciones hacia el Nuevo Estado, en Jos Antonio Primo de Rivera, Obras..., op. cit., p. 40. 61 Zacaras Garca Villada, El destino de Espaa en la Historia Universal, Madrid, Editorial Cultura Espaola, 1936. Citado en Ral Morodo, Los orgenes ideolgicos del franquismo..., op. cit., p. 145. 62 A la hora de definir religin poltica resulta imprescindible recurrir a los trabajos tericos de Emilio Gentile, de quien se toma y se asume la definicin del trmino. Para Gentile, la religin poltica sera una de las formas especficas que podra adquirir el fenmeno de la sacralizacin de la poltica, un fenmeno que formara parte de las religiones laicas o seculares surgidas en el mundo occidental secularizado a partir de la Revolucin francesa y que supondra la metamorfosis de lo sagrado propia de este mundo secular. En concreto, la sacralizacin de la poltica sera la adquisicin por parte del mbito poltico de una dimensin sagrada propia una vez conquistada su autonoma institucional. La religin poltica sera la versin totalizante de esta sacralizacin de la poltica tpica de sociedades cerradas y de regmenes totalitarios, cuyo ejemplo principal sera el fascismo. Para Gentile, se podra considerar que un determinado rgimen poltico es una forma de religin poltica siempre que este rgimen poltico (o movimiento) sacralice una entidad propia del mundo secular (nacin, clase, partido, Estado, lder, raza...), estructure su universo simblico en torno a la entidad secular sacralizada, logre suscitar el mismo entusiasmo y devocin que las religiones tradicionales (ayudado por un programado y constante sistema ritual) y defina alrededor de la entidad sacralizada el sentido ltimo de la vida, tanto individual como colectiva. El trabajo ms til de Gentile para las cuestiones tericas es su libro Le religioni della politica..., op. cit.. El trmino, como se sabe, ha suscitado un acalorado debate historiogrfico desde comienzos de la dcada de los 90. Para un balance de este debate y una visin crtica de la religin poltica ver Zira Box, Las tesis de la religin poltica y sus crticos: aproximacin a un debate actual, en Ayer, nm. 62/2, 2006, pp. 195-230. 63 La politizacin de la religin supondra la utilizacin de la religin tradicional para fines polticos, no tratndose ni de un proceso sustitutivo, ni de una religin secularizada, sino de la imbricacin de la esfera poltica y la esfera religiosa. Un anlisis terico de este concepto puede verse en Juan Jos Linz, The Religious use of Politics and/or the Political use of Religion, en Hans Maier (ed.), Totalitarianism and Political Religions: Concepts for the Comparison of Dictatorships, Londres, Routledge, 2005, pp. 107125. Tambin, Renato Moro, Religion and Politics in the Time of Secularisation: The Sacralisation of60

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algo que en la historia de Espaa distaba de ser una novedad y que haba dado como resultado el recurrente nacionalcatolicismo, aquella particular definicin de Espaa de acuerdo a su consustancialidad con el catolicismo y su tradicin.64 Esta diferencia de lealtades, aquella profesada a la nacin santificada y la profesada a Dios y a su unin con la nacin catlica, que pareca resumir e