boletín pastoral - mayo - junio 2011 - num. 204

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Boletín de la Vicaría de Pastoral de la Diócesis de Guadalajara.

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La voz deL PaPa

Publicamos la «lectio divina», meditación sobre la Palabra de Dios, que ofreció Benedicto XVI el 10 de marzo en el encuentro que mantuvo

con los párrocos y sacerdotes de la diócesis de Roma.

Eminencia, excelencias y queridos hermanos:

Para mí es una gran alegría estar con vosotros cada año, al inicio de la Cuaresma, y comenzar con vosotros el camino pascual de la Iglesia. Quiero dar las gracias a todos el trabajo que realizáis por esta

Iglesia de Roma que -según san Ignacio- preside en la caridad y debería ser siempre también ejemplar en su fe. Hagamos juntos todo lo posible para que esta Iglesia de Roma responda a su vocación y para que nosotros,

en esta «viña del Señor», seamos obreros fieles.Hemos escuchado el pasaje de los Hechos de los Apóstoles (20, 17-38) en

el que san Pablo habla a los presbíteros de Éfeso, narrado expresamente por san Lucas como testamento del Apóstol, como discurso destinado no sólo a los presbíteros

de Éfeso sino también a los presbíteros de todos los tiempos. Comienzo: «Vosotros habéis comprobado cómo he procedido con vosotros todo el tiempo que he

estado aquí» (v. 18); y sobre su comportamiento durante todo el tiempo san Pablo dice, al final: «De día y de noche, no he cesado de aconsejar (...) a cada uno» (v. 31). Esto quiere decir que durante todo ese tiempo era anunciador, mensajero y embajador de Cristo para ellos; era sacerdote para ellos. En cierto sentido, se podría decir que era un sacerdote trabajador, porque -como dice también en este pasaje- trabajó con sus manos como tejedor de tiendas para no pesar sobre sus bienes, para ser libre, para dejarlos libres. Pero aunque trabajaba con las manos, durante todo este tiempo fue sacerdote, todo el tiempo aconsejó. En otras palabras, aunque exteriormente no estuvo todo el tiempo a disposición de la predicación, su corazón y su alma estuvieron siempre presentes para ellos; estaba animado por la Palabra de Dios, por su misión. Me parece que este es un aspecto muy importante: no se es sacerdote sólo por un tiempo; se es siempre, con toda el alma, con todo el corazón. Este ser con Cristo y ser embajador de Cristo, este ser para los demás, es una misión que penetra nuestro ser y debe penetrar cada vez más en la totalidad de nuestro ser.

San Pablo, además, dice: «He servido al Señor con toda humildad» (v. 19). «Servido» es una palabra clave de todo el Evangelio. Cristo mismo dice: «No he venido a ser servido sino a servir» (cf. Mt 20, 28). Él es el Servidor de Dios, y Pablo y los Apóstoles son también «servidores»; no señores de la fe, sino servidores de vuestra alegría, dice san Pablo en la segunda carta a los Corintios (cf. 1, 24). «Servir» debe ser determinante también para nosotros: somos servidores. Y «servir» quiere decir no hacer lo que yo me propongo, lo que para mí sería más agradable; «servir» quiere decir dejarme imponer el peso del Señor, el yugo del Señor; «servir» quiere decir no buscar mis preferencias, mis prioridades, sino realmente «ponerme al servicio del otro». Esto quiere decir que también nosotros a menudo debemos hacer cosas que no parecen inmediatamente espirituales y no responden siempre a nuestras elecciones. Todos, desde el Papa hasta el último vicario parroquial, debemos realizar trabajos de administración, trabajos temporales; sin embargo, los hacemos como servicio, como parte de lo que el Señor nos impone en la Iglesia, y hacemos lo que la Iglesia nos dice y espera de nosotros.

«He servido al Señor con toda humildad». También «humildad» es una palabra clave del Evangelio, de todo el Nuevo Testamento. «Humildad» no quiere decir falsa modestia -agradecemos los dones que el Señor nos ha concedido-, sino que indica que somos conscientes de que todo lo que podemos hacer es don de Dios, se nos concede para el reino de Dios. Trabajamos con esta «humildad», sin tratar de aparecer. No buscamos alabanzas, no buscamos que nos vean; para nosotros no es un criterio decisivo pensar qué dirán de nosotros en los diarios o en otros sitios, sino qué dice Dios. Esta es la verdadera humildad: no aparecer ante los hombres, sino estar en la presencia de Dios y trabajar con humildad por Dios, y de esta manera servir realmente también a la humanidad y a los hombres.

«No he omitido por miedo nada de cuanto os pudiera aprovechar, predicando y enseñando» (v. 20). San Pablo, después de algunas frases, vuelve sobre este aspecto y afirma: «No tuve miedo de anunciaros enteramente el plan de Dios» (v. 27). Esto es importante: el Apóstol no predica un cristianismo «a la carta», según sus gustos; no predica un Evangelio según sus ideas teológicas preferidas; no se sustrae al compromiso de anunciar toda la voluntad de Dios, también la voluntad incómoda, incluidos los temas que personalmente no le agradan tanto.

Después, el Apóstol afirma: «He predicado en público y en privado, dando solemne testimonio tanto a judíos como a griegos, para que se convirtieran a Dios y creyeran en nuestro Señor Jesucristo» (v. 20-21). Aquí hay una síntesis de lo esencial: conversión a Dios, fe en Jesús. Pero fijemos por un momento

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1la atención en la palabra «conversión», que es la palabra central o una de las palabras centrales del Nuevo Testamento. Aquí, para conocer las dimensiones de esta palabra, es interesante estar atentos a las diversas palabras bíblicas: en hebreo, «šub» quiere decir «invertir la ruta», comenzar con una nueva dirección de vida; en griego, «metánoia», «cambio de manera de pensar»; en latín, «poenitentia», «acción mía para dejarme transformar»; en italiano, «conversione», que coincide más bien con la palabra hebrea que significa «nueva dirección de la vida». Tal vez podemos ver de manera particular el por qué de la palabra del Nuevo Testamento, la palabra griega «metánoia», «cambio de manera de pensar».

En un primer momento, el pensamiento parece típicamente griego, pero, profundizando, vemos que expresa realmente lo esencial de lo que dicen también las otras lenguas: cambio de pensamiento, o sea, cambio real de nuestra visión de la realidad. Como hemos nacido en el pecado original, para nosotros «realidad» son las cosas que podemos tocar, el dinero, mi posición; son las cosas de todos los días que vemos en el telediario: esta es la realidad. Y las cosas espirituales se encuentran «detrás» de la realidad: «Metánoia», cambio de manera de pensar, quiere decir invertir esta impresión. Lo esencial, la realidad, no son las cosas materiales, ni el dinero, ni el edificio, ni lo que puedo tener. La realidad de las realidades es Dios.

Esta realidad invisible, aparentemente lejana de nosotros, es la realidad. Aprender esto, y así invertir nuestro pensamiento, juzgar verdaderamente que lo real que debe orientar todo es Dios, son las palabras, la Palabra de Dios. Este es el criterio, el criterio de todo lo que hago: Dios. Esto es realmente conversión, si mi concepto de realidad ha cambiado, si mi pensamiento ha cambiado. Y esto debe impregnar luego todos los ámbitos de mi vida: en el juicio sobre cada cosa debo tener como criterio lo que Dios dice sobre eso.

Me parece que en la Cuaresma, que es camino de conversión, debemos volver a realizar cada año esta inversión del concepto de realidad, es decir, que Dios es la realidad, Cristo es la realidad y el criterio de mi acción y de mi pensamiento; realizar esta nueva orientación de nuestra vida.

San Pablo continúa: «Y ahora, mirad, me dirijo a Jerusalén, encadenado por el Espíritu. No sé lo que me pasará allí, salvo que el Espíritu Santo, de ciudad en ciudad, me da testimonio de que me aguardan cadenas y tribulaciones. Pero a mí no me importa la vida, sino completar mi carrera y consumar el ministerio que recibí del Señor Jesús: ser testigo del Evangelio de la gracia de Dios» (vv. 22-24). San Pablo sabe que probablemente este viaje a Jerusalén le costará la vida: será un viaje hacia el martirio. Aquí debemos tener presente el por qué de su viaje. Va a Jerusalén para entregar a esa comunidad, a la Iglesia de Jerusalén, la suma de dinero recogida para los pobres en el mundo de los gentiles. Por tanto, es un viaje de caridad, pero es algo más: es una expresión del reconocimiento de la unidad de la Iglesia entre judíos y gentiles, un reconocimiento formal del primado de Jerusalén en ese tiempo, del primado de los primeros Apóstoles, un reconocimiento de la unidad y de la universalidad de la Iglesia. En este sentido, el viaje tiene un significado eclesiológico y también cristológico, porque así tiene mucho valor para él este reconocimiento, esta expresión visible de la unicidad y de la universalidad de la Iglesia, que tiene en cuenta también el martirio. La unidad de la Iglesia vale el martirio.

Aunque perdiera la vida biológica, no perdería la verdadera vida. En cambio, si perdiera la comunión con Cristo para conservar la vida biológica, perdería precisamente la vida misma, lo esencial de su ser. También esto me parece importante: tener las prioridades justas. Ciertamente debemos estar atentos a nuestra salud, a trabajar con racionabilidad, pero también debemos saber que el valor último es estar en comunión con Cristo; vivir nuestro servicio y perfeccionarlo lleva a completar la carrera.

Tal vez podemos reflexionar un poco más sobre esta expresión: «completar mi carrera». Hasta el final el Apóstol quiere ser servidor de Jesús, embajador de Jesús para el Evangelio de Dios. Es importante que también en la vejez, aunque pasen los años, no perdamos el celo, la alegría de haber sido llamados por el Señor. Yo diría que, en cierto sentido, al inicio del camino sacerdotal es fácil estar llenos de celo, de esperanza, de valor, de actividad, pero al ver cómo van las cosas, al ver que el mundo sigue igual, al ver que el servicio se hace pesado, se puede perder fácilmente un poco este entusiasmo. Volvamos siempre a la Palabra de Dios, a la oración, a la comunión con Cristo en el Sacramento -esta intimidad con Cristo- y dejémonos renovar nuestra juventud espiritual, renovar el celo, la alegría de poder ir con Cristo hasta el final, de «completar la carrera», siempre con el entusiasmo de haber sido llamados por Cristo para este gran servicio, para el Evangelio de la gracia de Dios.

A continuación viene el pasaje sobre el martirio inminente. Aquí hay una frase muy importante, que quiero meditar un poco con vosotros: «Velad por vosotros mismos y por todo el rebaño sobre el que el Espíritu Santo os ha puesto como guardianes para pastorear la Iglesia de Dios, que Él se adquirió con la sangre de su propio Hijo» (v. 28). Comienzo por la palabra «Velad». Hace algunos días tuve la catequesis sobre san Pedro Canisio, apóstol de Alemania en la época de la Reforma, y se me quedó grabada una palabra de este santo, una palabra que era para él un grito de angustia en su momento histórico. Dice: «Ved, Pedro duerme; Judas, en cambio, está despierto». Esto nos hace pensar: la somnolencia de los buenos. El Papa Pío XI dijo: «El gran problema de nuestro tiempo no son las fuerzas negativas, sino la somnolencia de los buenos». «Velad»: meditemos esto, y pensemos que el Señor en el Huerto de los Olivos repite dos veces a sus discípulos: «Velad», y ellos duermen. «Velad», nos dice a nosotros; tratemos de no dormir en este tiempo, sino

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de estar realmente dispuestos para la voluntad de Dios y para la presencia de su Palabra, de su Reino.«Velad por vosotros mismos» (v. 28): estas palabras también valen para los presbíteros de todos los

tiempos. Hay un activismo con buenas intenciones, pero en el que uno descuida la propia alma, la propia vida espiritual, el propio estar con Cristo. San Carlos Borromeo, en la lectura del breviario de su memoria litúrgica, nos dice cada año: no puedes ser un buen servidor de los demás si descuidas tu alma. «Velad por vosotros mismos»: estemos atentos también a nuestra vida espiritual, a nuestro ser con Cristo.

Nos ha constituido el Espíritu Santo. Sólo Dios nos puede hacer sacerdotes; sólo Dios puede elegir a sus sacerdotes; y, si somos elegidos, somos elegidos por Él. Aquí aparece claramente el carácter sacramental del presbiterado y del sacerdocio, que no es una profesión que debe desempeñarse porque alguien debe administrar las cosas, y también debe predicar. No es algo que hagamos nosotros solamente. Es una elección del Espíritu Santo, y en esta voluntad del Espíritu Santo, voluntad de Dios, vivimos y buscamos cada vez más dejarnos llevar de la mano por el Espíritu Santo, por el Señor mismo.

En segundo lugar: «Os ha puesto como guardianes para pastorear». La palabra que el texto español traduce por «guardianes» en griego es «epískopos». San Pablo habla a los presbíteros, pero aquí los llama «epískopoi». La palabra «epískopoi» se identificó de inmediato con la palabra «pastores». O sea, vigilar es «apacentar», desempeñar la misión de pastor.

Y no olvidemos que en el antiguo Oriente, «pastor» era el título de los reyes. Es el Pastor que se hace cordero, el pastor que se deja matar por los demás, para defenderlos del lobo; el pastor cuyo primer significado es amar a este rebaño y así dar vida, alimentar, proteger. Tal vez estos son los dos conceptos centrales para este oficio del «pastor»: alimentar dando a conocer la Palabra de Dios, no sólo con las palabras, sino testimoniándola por voluntad de Dios; y proteger con la oración, con todo el compromiso de la propia vida. Pastores, el otro significado que percibieron los Padres en la palabra cristiana «epískopoi», es: quien vigila no como un burócrata, sino como quien ve desde el punto de vista de Dios, camina hacia la altura de Dios y a la luz de Dios ve a esta pequeña comunidad de la Iglesia. Para un pastor de la Iglesia, para un sacerdote, un «epískopos», es importante también que vea desde el punto de vista de Dios, que trate de ver desde lo alto, con el criterio de Dios y no según sus propias preferencias, sino como juzga Dios. Ver desde esta altura de Dios y así amar con Dios y por Dios.

«Pastorear la Iglesia de Dios, que Él se adquirió con la sangre de su propio Hijo» (v. 28). Aquí encontramos una palabra central sobre la Iglesia. La Iglesia no es una organización que se ha formado poco a poco; la Iglesia nació en la cruz. El Hijo adquirió la Iglesia en la cruz y no sólo la Iglesia de ese momento, sino la Iglesia de todos los tiempos. Con su sangre adquirió esta porción del pueblo, del mundo, para Dios. Y creo que esto nos debe hacer pensar. Cristo, Dios, creó la Iglesia, la nueva Eva, con su sangre. Así nos ama y nos ha amado, y esto es verdad en todo momento. Y esto nos debe llevar también a comprender que la Iglesia es un don, a sentirnos felices por haber sido llamados a ser Iglesia de Dios, a alegrarnos de pertenecer a la Iglesia. Ciertamente, siempre hay aspectos negativos, difíciles. El miedo al triunfalismo tal vez nos ha hecho olvidar un poco que es hermoso estar en la Iglesia y que esto no es triunfalismo, sino humildad, agradecer el don del Señor.

Sigue inmediatamente que esta Iglesia no siempre es sólo don de Dios y divina, sino también muy humana: «Se meterán entre vosotros lobos feroces» (v. 29). La Iglesia siempre está amenazada; siempre existe el peligro, la oposición del diablo, que no acepta que en la humanidad se encuentre presente este nuevo pueblo de Dios, que esté la presencia de Dios en una comunidad viva. Así pues, no debe sorprendernos que siempre haya dificultades, que siempre haya hierba mala en el campo de la Iglesia. Siempre ha sido así y siempre será así. Pero debemos ser conscientes, con alegría, de que la verdad es más fuerte que la mentira, de que el amor es más fuerte que el odio, de que Dios es más fuerte que todas las fuerzas contrarias a Él.

Y ahora el penúltimo versículo. En este punto no deseo entrar en detalles: al final aparece un elemento importante de la Iglesia, del ser cristianos. «Siempre os he enseñado que es trabajando como se debe socorrer a los necesitados, recordando las palabras del Señor Jesús, que dijo: ‘Hay más dicha en dar que en recibir’» (v. 35). La opción preferencial por los pobres, el amor por los débiles es fundamental para la Iglesia, es fundamental para el servicio de cada uno de nosotros: estar atentos con gran amor a los débiles, aunque tal vez no sean simpáticos, sino difíciles. Pero ellos esperan nuestra caridad, nuestro amor, y Dios espera este amor nuestro.

Y el último versículo: «Cuando terminó de hablar, se puso de rodillas y oró con todos ellos» (v. 36). Al final, el discurso se transforma en oración y san Pablo se arrodilla. San Lucas nos recuerda que también el Señor en el Huerto de los Olivos oró de rodillas, y nos dice que del mismo modo san Esteban, en el momento del martirio, se arrodilló para orar. Orar de rodillas quiere decir adorar la grandeza de Dios en nuestra debilidad, dando gracias al Señor porque nos ama precisamente en nuestra debilidad.

El discurso de san Pablo termina con la oración. También nuestros discursos deben terminar con la oración. Oremos al Señor para que nos ayude a estar cada vez más impregnados de su Palabra, a ser cada vez más testigos y no sólo maestros, a ser cada vez más sacerdotes, pastores, «epískopoi», es decir, los que ven con Dios y desempeñan el servicio del Evangelio de Dios, el servicio del Evangelio de la gracia.

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1La voz deL Pastor

Estimados lectores:

La Resurrección de Cristo Nuestro Señor es la clave de nuestra fe. Es la prueba máxima que el mismo Señor ofreció. Cuando le reclamaron con qué derecho arrojaba a los vendedores del templo, Él habló sobre su

Resurrección: “Destruyan este templo y en tres días lo reedificaré”, aunque se refería al templo de su Cuerpo, lo cual no entendieron los judíos.

La Resurrección de Cristo es la prueba de su divinidad y de su misión redentora. Si no hubiera resucitado, hubiera quedado al nivel de un gran Profeta, de un hombre extremadamente sabio y santo, de una pureza moral excelsa, etcétera, pero no de Dios. Al resucitar, comprobó su divinidad.

Sus apariciones fueron muchas, comenzando en el mismo día de la Resurrección, primero fue la aparición a las santas mujeres: en la mañana del Domingo de Resurrección fueron ellas al sepulcro con la intención de terminar de embalsamar el Cuerpo del Señor, ya que había sido sepultado el

viernes con mucha prisa, pues se iniciaba la gran fiesta de la pascua de los judíos esa tarde al caer el sol. Mas las piadosas mujeres encontraron con sorpresa que el sepulcro estaba vacío, pero al poco tiempo vieron que el Señor se les aparecía y les hablaba en un huerto adjunto al sepulcro, premiando así su fidelidad.

Y es que ellas le habían acompañado durante tres años de su vida pública, asistiéndole junto con los discípulos; pero, sobre todo, habían estado con Él durante su Pasión, y fueron ellas las que valientemente permanecieron al pie de la Cruz, pese al abandono de los apóstoles y discípulos, excepto San Juan, que se quedó ahí junto con la Virgen María y las piadosas mujeres. Por ello, el Señor las recompensó siendo las primeras a las cuales se manifestó tras su Resurrección.

Por la tarde de ese mismo día, se apareció el Señor a los discípulos de Emaús, aquellos dos que caminaban descorazonados rumbo a una casa de campo con la intención de olvidarse de tan tristes sucesos y su desenlace; mas ahí, el Señor, invitado a la cena, al partir el pan y bendecirlo, se les manifestó. Lo reconocieron y volvieron corriendo a Jerusalén a dar la noticia a los demás discípulos, pero cuando llegaron se percataron de que también se había aparecido a los apóstoles, ese mismo día.

Y ese domingo de la Resurrección, por la noche, estando los apóstoles en el Cenáculo a puerta cerrada por miedo a los judíos, el Señor se apareció en medio de ellos. Se asustaron tremendamente, pero el Señor los saludó diciendo: “La paz esté con ustedes; no tengan miedo, yo soy, mírenme, no soy un fantasma, toquen mis manos”. Y como no acababan de salir de su sorpresa, el Señor les preguntó si tenían algo para cenar y cenó con ellos, aunque su cuerpo glorioso y resucitado no necesitara alimento. Y ese mismo día les dio el Espíritu Santo y el poder de perdonar los pecados.

Nuestra fe en la Resurrección de Cristo descansa, pues, en el testimonio de la Iglesia que, a su vez, se fundamenta en el testimonio de los Apóstoles y que se viene proclamando como una verdad irrefutable desde hace dos mil años, pues aquéllos lo vieron, estuvieron con Él y por espacio de 40 días, convencidos absolutamente de que el Señor, después de haber muerto, vivía. Por esa convicción dieron su vida y murieron Mártires. Ese es el mayor argumento, el mayor testimonio que puede ofrecerse sobre una verdad y creencia que alguien profesa, entregar su vida, aceptar la muerte para corroborar aquello que se dice y se profesa. Ellos testimoniaron que Cristo es el Señor de la vida y de la muerte, y que es nuestro Salvador.

Así, el tiempo que hoy comenzamos con el Domingo de Resurrección es un tiempo de alegría. Es la alegría del creyente que sabe que su Señor vive, que ha vencido a la muerte y al pecado, que son los enemigos del cristiano. Gracias a esa Resurrección, nosotros tendremos la misericordia, el perdón y la esperanza de vida eterna. Esa es la alegría que canta la Iglesia en la Pascua y la que quiere que nosotros también cantemos. Dios los bendiga.

Juan Card. sandovaL Íñiguez

arzobisPo de guadaLaJara

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PresentaCión:CONVERSIÓN PASTORAL

PARA UNA IGLESIA MÁS DISCÍPULA Y MISIONERA

Nuestra Iglesia Local de Guadalajara está llamada a repensar profundamente y relanzar con fidelidad y audacia su misión en las nuevas circunstancias regionales y mundiales. Se trata de confirmar, renovar y revitalizar la novedad del Evangelio arraigada en nuestra

historia, desde el encuentro personal y comunitario con Jesucristo, que suscite discípulos y misioneros.

Ello no depende tanto de grandes programas y estructuras, sino de obispos, sacerdotes, religiosos y laicos nuevos que encarnen dicha tradición y novedad, como discípulos de Jesucristo y misioneros de su Reino, protagonistas de vida nueva con la luz y la fuerza del Espíritu (DA 11).

A todos nos toca recomenzar desde Cristo, reconociendo que no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva (DA 12), (DA 243).

En orden a impulsar la Misión Continental, hemos de reforzar en nuestra Iglesia Diocesana de Guadalajara cuatro ejes:

a) La experiencia religiosa. En nuestra Iglesia debemos ofrecer a todos nuestros fieles un “encuentro personal con Jesucristo”, una experiencia religiosa profunda e intensa, un anuncio kerigmático y el testimonio personal de los evangelizadores, que lleve a una conversión personal y a un cambio de vida integral. La participación activa en la celebración eucarística dominical y en las fiestas de precepto, forjarán discípulos misioneros adultos. Es importante, por esto, promover la “pastoral del domingo” y darle “prioridad en los programas pastorales” (DI 4) para un nuevo impulso en la evangelización del pueblo de Dios en el Continente latinoamericano (DA 252).

La piedad popular es otro elemento “imprescindible punto de partida para conseguir que la fe del pueblo madure y se haga más fecunda”. Por eso, el discípulo misionero tiene que ser “sensible a ella, saber percibir sus dimensiones interiores y sus valores innegables”(EN 48) (DA 262).

b) La vivencia comunitaria. Signo de conversión es hacer de nuestras comunidades cristianas lugares de encuentro en donde los fieles sean acogidos fraternalmente y se sientan valorados, visibles y eclesialmente incluidos. Es necesario que nuestros fieles se sientan realmente miembros de una comunidad eclesial y corresponsable en su desarrollo. Eso permitirá un mayor compromiso y entrega en y por la Iglesia.

c) La formación bíblico-doctrinal. Junto con una fuerte experiencia religiosa y una destacada convivencia comunitaria, nuestros fieles necesitan profundizar el conocimiento de la Palabra de Dios y los contenidos de la fe, ya que es la única manera de madurar su experiencia religiosa. Por esto, la importancia de una “pastoral bíblica”, entendida como animación bíblica de la pastoral, que sea escuela de interpretación o conocimiento de la Palabra, de comunión con Jesús u oración con la Palabra, y de evangelización inculturada o de proclamación de la Palabra. Esto exige, por parte de obispos, presbíteros, diáconos y ministros laicos de la Palabra, un acercamiento a la Sagrada Escritura que no sea sólo intelectual e instrumental, sino con un corazón “hambriento de oír la Palabra del Señor” (DA 248).

d) El compromiso misionero de toda la comunidad. La Diócesis de Guadalajara, con todas sus comunidades y estructuras, está llamada a ser una “comunidad misionera” ( Cf. ChL 32). Debemos de robustecer nuestra conciencia misionera, saliendo al encuentro de quienes aún no creen en Cristo en el ámbito de su propio territorio. Pero también, con espíritu materno, está llamada a salir en búsqueda de todos los bautizados que no participan en la vida de las comunidades cristianas (DA 168).

En nuestra diócesis hemos de impulsar y conducir una acción pastoral orgánica renovada y vigorosa, de manera que la pastoral territorial y funcional se orienten en un mismo proyecto misionero para comunicar vida en el propio territorio.

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1Recordemos algunas motivaciones que los obispos en Aparecida acordaron:

Porque un proyecto sólo es eficiente si cada comunidad cristiana, cada parroquia, a) cada comunidad educativa, cada comunidad de vida consagrada, cada asociación o movimiento y cada pequeña comunidad se insertan activamente en la pastoral orgánica de cada diócesis. Cada uno está llamado a evangelizar de un modo armónico e integrado en el proyecto pastoral de la Diócesis (DA 169).

La conversión pastoral requiere que las comunidades eclesiales sean comunidades b) de discípulos misioneros en torno a Jesucristo, Maestro y Pastor (DA 368).

La conversión de los pastores nos lleva también a vivir y promover una espiritualidad c) de comunión y participación. De allí, nace la actitud de apertura, de diálogo y disponibilidad para promover la corresponsabilidad y participación efectiva de todos los fieles en la vida de las comunidades cristianas (DA 368).

La conversión pastoral de nuestras comunidades exige que se pase de una pastoral d) de mera conservación a una pastoral decididamente misionera (DA 370).

Esta firme decisión misionera debe impregnar todas las estructuras eclesiales y todos los e) planes pastorales de diócesis, parroquias, comunidades religiosas, movimientos y de cualquier institución de la Iglesia. Ninguna comunidad debe excusarse de entrar decididamente, con todas sus fuerzas, en los procesos constantes de renovación misionera, y de abandonar las estructuras caducas que ya no favorezcan la transmisión de la fe (DA 365).

e) Una pastoral social renovada. La misión de promover renovados esfuerzos para fortalecer una Pastoral Social estructurada, orgánica e integral que, con la asistencia, la promoción humana (EA 58) se haga presente en las nuevas realidades de exclusión y marginación que viven los grupos más vulnerables, donde la vida está más amenazada (DA 401).

f) Pastoral familiar intensa y vigorosa. Dado que la familia es el valor más querido por nuestros pueblos, creemos que se debe asumir la preocupación por ella como uno de los ejes transversales de toda la acción evangelizadora de la Iglesia. En toda diócesis se requiere una pastoral familiar “intensa y vigorosa” (DI 5) para proclamar el evangelio de la familia, promover la cultura de la vida, y trabajar para que los derechos de las familias sean reconocidos y respetados (DA 435).

Para animar el Itinerario de la Misión Continental en la Arquidiócesis de Guadalajara, hemos ofrecido 10 apoyos que enriquecen la COLECCIÓN SUBSIDIOS PASTORALES “EL V PLAN DE PASTORAL AL SERVICIO DE LA MISIÓN CONTINENTAL”, del Boletín de Información Pastoral.

En esta edición destacamos la centralidad de la CONVERSIÓN PERSONAL Y PASTORAL como actitud inicial del discípulo misionero. Agradecemos la colaboración del Sr. Cura José Marcos Castellón.

El Boletín 204 corresponde al bimestre mayo-junio y al subsidio «11. LA CONVERSIÓN PERSONAL Y PASTORAL».

Recordemos: La COLECCIÓN SUBSIDIOS PASTORALES “EL V PLAN DE PASTORAL AL SERVICIO DE LA MISIÓN CONTINENTAL” tiene como finalidad:

I) Fortalecer el proceso diocesano pastoral de Renovación Parroquial a partir de la comprensión de la parroquia como comunidad de comunidades misioneras.

II) Desarrollar itinerarios formativos para los discípulos misioneros.

sr. Cura Juan CarLos viteri saLinas

direCtor deL boLetÍn de informaCión PastoraL

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iLuminados Por Cristo Para ConvertirnosJosé Marcos Castellón Pérez, Pbro.

OBJETIVO

Reflexionar, desde el encuentro con Cristo, sobre nuestra situación de pecado, mediante un acercamiento al relato lucano de Zaqueo, a fin de vernos y experimentarnos pecadores, pero amados por Dios, llamados a la conversión y a emprender un nuevo estilo de vida conforme al

seguimiento evangélico de Jesús.

VER CON LOS OJOS DEL PADRE

Se puede comenzar el tema con una breve dinámica. Es necesario prever una vela y un cántaro que pueda tapar la luz de la vela sin apagarla. En un primer momento se apaga la luz eléctrica y se enciende la vela, haciendo la siguiente oración:

Después de hacer la oración, el que coordina la sesión tapa la luz de la vela con el cántaro por unos minutos, repitiendo esta acción algunas veces. Mientras tapa la luz se puede hacer una pequeña reflexión espontánea sobre la experiencia de oscuridad que nos viene por el pecado y la experiencia de la luz que nos viene de la presencia luminosa de Jesús y de su gracia. Si se quiere, cuando el cántaro tape la vela se pueden ir diciendo los pecados capitales; cuando se destapa la vela y la luz nos ilumina podemos decir las virtudes.

Una vez terminada la dinámica es conveniente incitar al diálogo entre los participantes con las siguientes preguntas u otras parecidas: ¿Qué experimentamos cuando hay luz? ¿Cuál es nuestra experiencia de la oscuridad? ¿Qué puede representar la luz? ¿Qué representa la oscuridad? ¿Somos capaces de vernos en medio de la oscuridad? ¿Nos gusta vivir en la oscuridad? ¿Qué podemos hacer para vivir en la luz?

Hemos de reconocer que la luz es esencial para nuestra existencia, pues nos permite ver y conocer. También hemos de reconocer que la oscuridad nos habla siempre de una situación penosa e, incluso muchas veces, inhumana. Desde la fe podemos identificar la oscuridad con el pecado, que va extendiendo su nebulosa presencia sobre nosotros. La desgracia más grande es que el pecado nos acostumbra al pecado; va quitando de nosotros esa santa sensibilidad que nos alerta de la presencia de la oscuridad malvada; el pecado nos aletarga en una pesada somnolencia, a fin de no quitar de nosotros, con la ayuda de la gracia, su maligna presencia.

Sólo desde la luz podemos ver quiénes somos y cuál es nuestra situación; necesitamos la luz para ver nuestro rostro reflejado en el espejo; sin la luz no nos podemos ver ni podemos ver nada ni a nadie. La luz es alegría, es vida, es renovación, es canto, etc. La luz del día viene a despertarnos; entra sutilmente, aprovecha cualquier rendijita, cualquier oportunidad para bañarnos con su claridad y para disipar cualquier oscuridad. ¡Qué hermosa es la luz! ¡Cuánta seguridad y certeza nos da! Igualmente podemos expresar la fealdad, lo horrendo, la incertidumbre y la duda de la oscuridad. Cristo es la luz que nos ilumina y nos purifica de todos nuestros pecados.

El tema de este día nos ayuda a comprender la importancia que tiene en nuestra vida el encuentro con Cristo como inicio de conversión, al reconocer que, ante la luz tan hermosa del Señor, podemos ver lo dramático y triste de nuestro pecado, como Zaqueo, el pecador que dejándose encontrar por Jesucristo, cambió radicalmente su vida, se convirtió. La conversión es pues fruto del encuentro con Cristo como nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica en el número 385: «El misterio de la iniquidad sólo se esclarece a la luz del misterio de la piedad. La revelación del amor divino en Cristo ha manifestado a la vez la extensión del mal y la sobreabundancia de la gracia».

Condúceme Tú, luz amable.Condúceme en la obscuridad que me invade.La noche es oscura y la casa está lejos.Condúceme Tú, luz amable.

Guía Tú mis pasos, luz amable.No te pido ver a la lejanía, sino que me basta un paso, sólo el primer paso.Condúceme hacia adelante, luz amable.

No siempre ha sido así, no siempre he oradopara que Tú me guiaras y me condujeras;muchas veces yo solo he querido seguir mi camino. Ahora Tú me guias, luz amable.

Por mí mismo busqué certezas; olvida aquellos días para que tu amor no me abandone jamás.Hasta que la noche pase, Tú me guiarás,seguramente a Ti, luz amable.

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1JUZGAR CON LOS CRITERIOS DEL HIJO

El evangelista san Lucas narra un bellísimo episodio de encuentro con Jesús de un pequeño hombre llamado Zaqueo. Podemos leer el texto de Lc 19, 1-10. Antes de ver a Zaqueo, Jesús cura a un ciego que estaba pidiendo limosna a la entrada de la ciudad de Jericó. El milagro de dar vista a un ciego representa un gesto luminoso de Jesús, pues Él es la luz del mundo que ilumina a todo hombre (Jn 8, 12). El milagro de dar vista al ciego anticipa otro no menos impresionante: dar luz a un hombre que vivía en tinieblas. Aquel ciego, Bartimeo, no podía ver bien porque tenía sus ojos enfermos, pero tenía una luz interior por la que pudo reconocer y confesar que quien pasaba por el camino, en el que pedía limosna, era Jesús, el mismísimo Hijo de David, el Mesías; Zaqueo no tenía enfermos los ojos, pero no podía ver la luz de la verdad ni del bien; vivía en las tinieblas, sufría una ceguera mucho más tremenda que la de Bartimeo, el ciego al que muchas veces vio y pasó de largo sin darse cuenta de su necesidad. Zaqueo era jefe de publicanos, considerados pecadores públicos por sus constantes actos fraudulentos y corruptos, y por sus influencias con los soldados romanos, dispuestos a todo para mantener el régimen de injusticia. Un judío piadoso no podía convivir con los publicanos para no contaminarse, eran personas detestables, como cualquier ladrón de cuello blanco que se aprovecha de su poder para enriquecerse ilícitamente, quitando a los pobres lo que es de ellos. Además, nos dice Lucas, era de baja estatura y no podía ver a Jesús que pasaba por su ciudad; quizá no sólo se refería a una característica física sino incluso moral, era de poca talla ética, incapaz de ver, ciego de ceguera espiritual.

A pesar de su calidad moral, de su situación de pecado, Zaqueo no pierde su sentido religioso, pues busca ver a Jesús. Es interesante constatar cómo el ciego Bartimeo y Zaqueo tienen deseos de ver al Señor y cómo los dos logran ver, aunque en plano diferente: uno recobrando la vista física y el otro la luz espiritual. Hay algo, incluso en los pecadores más empedernidos, que mueve el corazón a buscar a Dios, a no conformarse con la vida de maldad. Alguien ha dicho: «No hay hombre tan bueno que no tenga algo de malo, y no hay hombre tan malo que no tenga algo de bueno». Nadie puede considerarse ni considerar a otro como un caso perdido, incluso cuando se lleve una vida totalmente deshonesta, pues el corazón está formado a imagen de Dios, que no abandona al hombre al poder de la muerte, sino que compadecido tiende la mano a quien lo busca. Nadie en vida está condenado, porque mientras estamos en vida podemos cambiar de forma de pensar y de conducta. Eso nos debe ayudar a pensar que el pecado no vence, que no es algo definitivo ni debemos desalentarnos en nuestra lucha contra él; no debemos perder la guerra contra el pecado, aunque perdamos muchas batallas. Al respecto, nos dicen los padres conciliares: «A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final. Enzarzado en esta pelea, el hombre ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo» (GS 37).

El evangelista Lucas sigue narrando que Zaqueo subió a un árbol de sicómoro para poder ver a Jesús a su paso. El jefe de publicanos era un hombre de mundo, sabía la importancia de los medios para conseguir el fin que se propone; había defraudado a muchos con astucia. Era de una moral pragmática, utilitarista, siempre con la mira en las ganancias monetarias; el dinero era el fin que justificaba todos los medios. Sin embargo, ese día pone los medios para un fin más grande, tiene que subir para alcanza ver a Alguien. No le importa perder su apariencia de señor importante, incluso de ser juzgado como un inmaduro al subir a un árbol; comienza a despojarse de su falsa dignidad y aparente poder. Ha dado un giro importante en su búsqueda: ahora no había que defraudar ni engañar, sino dejarse ver por quien es la Luz del mundo, para poder adquirir una visión luminosa de sí mismo. Un corazón inquieto busca los medios necesarios para lograr aquello que desea sin importar las dificultades que entrañen ni los comentarios de otros. Es importante en la vida cristiana considerar los medios que ponemos para combatir el pecado y para acercarnos a Dios. El Señor pone a nuestro alcance tantos medios para nuestra conversión, para erradicar el pecado y para que seamos fieles en su seguimiento.

Jesús, a su paso, vio a Zaqueo. Se entrecruzaron las miradas; una mirada de misericordia y otra de estupor. Jesús miró a Zaqueo, el gran pecador, con ojos de perdón, misericordia y amor, como me mira a mí, pecador, y mira a todo pecador que desea encontrarse con Él. Dice el Evangelio que Jesús le ordena bajar del árbol porque «es necesario que hoy me quede en tu casa». La conversión del pecador es necesaria, es la misión que viene a cumplir el Salvador: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca, conviértanse y crean en el Evangelio» (Mc 1, 15). Para eso ha entrado a Jericó, para que Zaqueo se convierta, para eso ha entrado en nuestro mundo, para que le aceptemos, nos convirtamos a Él y le sigamos. La conversión es urgente, es hoy; Zaqueo no puede darle más largas al asunto más importante de su vida. Por tanto, la conversión, que nace del encuentro con Cristo, es pues simultáneamente una gracia que hay que pedir, y una tarea de nuestra parte que es necesaria, urgente y permanente para todos

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los que quieran seguir a Jesús. Es necesaria porque no se puede entrar en el Reino de Dios sin conversión, si no nos convertimos perecemos, quedamos anquilosados en formas viejas de vida, sumergidos en la oscuridad del pecado, sin poder participar de la fiesta de la salvación. Igualmente es urgente porque es en el hoy de nuestra historia personal, no se puede aplazar; san Agustín reconoce que dar largas a la conversión es no convertirse, sino sumirse más en el pecado porque es querer seguir “gozando” de las falsas alegrías del pecado: «Joven ignorante que era, deseaba ser casto, y decía: Dame la castidad, la continencia, pero no ahora –pues temía que Dios me escuchase muy deprisa, y que me curase luego de la concupiscencia, siendo que lo que yo quería era satisfacerme, y no parar» (Confesiones 8,7).

Y Zaqueo bajó del árbol deprisa y recibió a Jesús, lleno de gozo, en su casa. Este hombre responde rápidamente a la llamada de Jesús. ¿Qué tenía Zaqueo que recibe esta llamada? ¿Era un hombre con alguna característica especial que mereciera recibir al Mesías? Zaqueo no tenía nada especial, la llamada de Jesús es simplemente gratuidad, libre amor de Dios sin mérito del hombre. Sin embargo, requiere la respuesta libre del llamado a la vida de Dios. Así actúa Dios, con mucha libertad, y su llamamiento al encuentro con Cristo y a la conversión tienen su origen en el amor gratuito de Dios, que quiere comunicarse a través de su Hijo amado. Zaqueo pudo darse la vuelta e irse sin invitar a Jesús a su casa, sin convertirse, pudo regresar a su vida ordinaria habiendo visto lo que quería como un espectador más sin ningún compromiso. Pero respondió afirmativamente y lo hospedó. Dios llama pero no obliga a nadie, con un respeto absoluto a la libertad del ser humano se vuelve para llamarlo. Aquí está el drama más grande de la humanidad: poder decirle a Dios, que lo creó, lo ama y lo llama, un rotundo “no”. Pero cuando la libertad del hombre dice que sí, entonces hay una gran fiesta, un gozo y una alegría indescriptibles. ¡Qué intercambio tan desigual! Zaqueo le abre las puertas de su casa y Jesús lo llena de gozo, de alegría. Un gozo que Zaqueo, con todo el dinero que tenía, no podría haberlo comprado. La alegría es el fruto del encuentro con Cristo, que lleva necesariamente a la conversión del corazón. Es la capacidad de «someterlo todo al servicio de la instauración del Reino de vida» (DA 366), como nos lo dicen nuestros obispos en el Documento de Aparecida, cuando se experimenta que ante Jesús no hay tesoro más grande (Mt 13, 44-46).

Ante la riqueza del encuentro con Cristo y la luminosidad de su presencia, ya nada puede ser igual; todo queda opacado, todo relativizado por Cristo, que es el Señor. Zaqueo ve que sus posesiones ya no están al centro de su vida, sino Jesús que se ha hospedado en su casa, a pesar de la murmuración de los hipócritas. Por eso puede restituir a quienes ha defraudado y repartir la mitad de sus bienes entre los pobres. El hombre avaro, deseoso de cada vez más dinero, hoy dispone de sus bienes para otros, porque ya tiene lo más valioso: Jesucristo. Ha encontrado el verdadero Tesoro, por el que vale la pena deshacerse de todo e incluso dar la vida por Él. Es ese sometimiento de todo al servicio del Reino de la vida. Por eso Zaqueo ha podido experimentar la salvación, aunque sus obras hayan sido malas anteriormente.

ACTUAR ECLESIALMENTE BAJO EL IMPULSO DEL ESPÍRITU SANTO

La conversión, que nace del encuentro con Cristo, es don y tarea: don de Dios y tarea del hombre. Como don hay que pedirla, como tarea hay que ponerla en práctica dando frutos de esa conversión. En este tiempo de la Misión Continental, podemos pedir al Señor que nos conceda experimentar su salvífica presencia para que nos lleve a la auténtica conversión. Sin duda, la oración para pedir la conversión es de suma importancia. Un compromiso que puede surgir de la reflexión de este tema es la oración para que Dios nos conceda la conversión personal a nosotros, a los miembros de nuestra familia, a las personas de nuestra comunidad, tanto a los que se acercan frecuentemente a la Iglesia como a los alejados, es decir, aquellos cristianos que viven sin interés por su fe. Creo que podemos hacer una semana intensa de oración para que el Señor nos conceda a todos la gracia de la conversión.

Como tarea, la conversión nos lleva a cambiar aquellas actitudes que nos indisponen a someterlo todo al servicio del Reino. Estas actitudes pueden ser pecados, vicios, posesiones, afectos desordenados, etc. Zaqueo, cuyo pecado capital dominante era la avaricia, sometió sus riquezas al servicio del Reino. Nosotros nos hemos de preguntar, partiendo del vicio dominante que nos esclaviza: ¿qué es lo que yo debo quitar en mi vida que me estorba para vivir el Reino de Dios? Decía un famoso director espiritual: «Si cada año trabajara por dejar un vicio y por conseguir una virtud, a lo largo de mi vida sería un hombre muy virtuoso».

Terminamos nuestra reflexión con el siguiente canto:

Coro: (C)TE DOY GRACIAS JESÚSPOR HABERME ENCONTRADO,POR HABERME SALVADO.TE DOY GRACIAS JESÚS.

1u Mi amor era pequeño, pero ya lo he encontrado, y ese pequeño amor hoy se ha agigantado. (C)2u Hoy ya sé el camino y hacia él me dirijo,es la senda bendita que representa el hijo. (C)3u Hoy Jesús es mi guía, Él controla mi vida,y no hay ser terreno que mi cariño mida. (C)

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1Conversión:

La aLegrÍa de voLver aL Padre

José Marcos Castellón Pérez, Pbro.

OBJETIVO

Reflexionar sobre la conversión como camino personal de abandono del propio pecado y de alegre retorno a Dios, meditando la parábola del hijo pródigo que nos narra el Evangelio de san Lucas, a fin de descubrir en nosotros el llamado de Dios al gozo de la comunión con Él y con

nuestros hermanos por medio de su Hijo Jesucristo.

VER CON LOS OJOS DEL PADRE

Para comenzar la reflexión, podemos rezar juntos el Salmo 16.

Después de la recitación pausada del Salmo 16, es conveniente hacer un brevísimo examen de conciencia. Podemos hacer preguntas generales, por ejemplo: ¿Cómo es mi relación con Dios? ¿Cómo es la relación que tengo con las demás personas, especialmente con las que convivo más? ¿Cómo me relaciono con mis cosas y las cosas de los demás?

Cuando tomamos conciencia de nuestros pecados nos sucede, muchas veces, que probamos una especie de disgusto: sentimos que hemos defraudado a Dios y nos hemos defraudado a nosotros mismos; hay personas que sufren muchísimo, por sus escrúpulos, ante una caída. Nos sentimos como si Dios estuviera enojado o poco contento con nosotros y con nuestra vida; incluso nos sentimos con una especie de miedo de aparecer delante de Él, de abrirle nuestro corazón en intimidad, de vernos desnudos ante su presencia, como Adán después de su desobediencia, que no quería ver a Dios porque estaba desnudo y se avergonzaba delante de Él (Gn 3, 8-11). En muchas ocasiones, este disgusto nos empuja a dejar de pensar en Dios y a no andar más adelante en nuestra vida espiritual, a no interrogarnos más sobre cuál es la voluntad de Dios y, desgraciadamente, a acostumbrarnos más a nuestro pecado y dejar de lado nuestra conversión. Podemos preguntarnos ahora: ¿Qué experimento cuando cometo un pecado: tristeza, remordimiento, temor, miedo? Cuando he caído en el pecado, ¿abandono la oración porque siento que Dios no me escucha o que soy indigno de hablarle? Cuando cometo un pecado, ¿ese pecado me lleva a cometer otro igual u otros más graves? Con mucha discreción y respeto podemos compartir, sin decir nuestros pecados, las respuestas a estas preguntas.

¿Por qué encontramos esa especie de disgusto e incluso de escrúpulo cuando cometemos un pecado? En realidad, creo que el problema está en nuestra imagen de Dios. Nosotros nos hemos formado, especialmente cuando nos han dicho y repetimos tantas veces: «Dios te va a castigar», una imagen de Dios justiciero y vengativo. Sin embargo, debemos dejarnos sorprender por la verdad de Dios que Él mismo nos revela a través de su Hijo Jesucristo. Entonces, y sólo entonces, esta mirada interior

Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti; yo digo al Señor: «Tú eres mi bien». Los dioses y señores de la tierra no me satisfacen. Multiplican las estatuas de dioses extraños; no derramaré sus libaciones con mis manos, ni tomaré sus nombres en mis labios. El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano: me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad.

Bendeciré al Señor, que me aconseja, hasta de noche me instruye internamente. Tengo siempre presente al Señor, con Él a mi derecha no vacilaré. Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena. Porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha.

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de nuestro corazón pecador puede cambiar. Cuando comprendemos que Dios es misericordia, amor, que nos ama con entrañas maternas a pesar de nuestros pecados, es cuando verdaderamente podemos comenzar un camino de conversión. ¡Cómo nos cuesta entender y experimentar que Dios nos ama, a pesar de que somos pecadores!

JUZGAR CON LOS CRITERIOS DEL HIJO

Podemos reflexionar sobre la misericordia y bondad de nuestro Padre Dios, a partir de la meditación de la parábola que Jesús relata en el Evangelio de Lucas 15, 11-32, que conocemos como la parábola «del hijo pródigo», y que se debería mejor llamar «del amor misericordioso del Padre». El capítulo 15 de san Lucas es el corazón de la narración de la misericordia de Dios, ahí llegamos al verdadero conocimiento que Jesús nos da del Padre celestial. El pecado, que es nuestra mayor desgracia, nos ha obscurecido el rostro de Dios; el hombre pecador tiene una imagen de un dios celoso, que le impide ser libre y feliz, que no quiere ver contento y realizado al hombre. Algunas personas prefieren tener lejos a Dios de su vida porque tienen una imagen distorsionada de Él.

La parábola también nos enseña que hay dos clases de pecadores: aquellos que comúnmente se entiende que lo sean: ladrones, prostitutas, asesinos, aquellos que hacen el mal, que confían sólo en las riquezas, las personas que se abandonan en sus propias pasiones, que se enojan, que se emborrachan, que golpean, etc. Nos dice san Lucas que estos pecadores quieren convivir con Jesús, escucharlo, tocarlo, verlo, y que Él no los rechaza. Estos pecadores conocen la oscuridad y la fealdad del mal, la soledad y la profunda humillación que provoca el pecado en el hombre. Los pecadores de este género pueden llegar a estar consumidos por su propio pecado, a no soportarse ni a sí mismos. Si un pecado, al inicio, puede ser atrayente, termina por ser sofocante y esclavizante. Cada vez, después del pecado, el corazón se empequeñece, por eso mismo se comprende el por qué a ellos les emociona escuchar a Cristo y estar con Él: porque quien experimenta la noche del pecado puede disfrutar con mayor radicalidad la esperanza de la aurora de la gracia. Cristo fue llamado «amigo de pecadores», pues los acogía en su soledad, iluminaba su oscuridad, comía con ellos y decía que había venido especialmente por ellos. Hay otro grupo de pecadores, aquellos que están convencidos de no serlo, que se creen justos y que no experimentan en su corazón la necesidad vital de convertirse. Son las personas que se sienten seguras, incluso, aquellas que se han adueñado de Dios y de sus cosas, que lo han reducido a sus leyes, a sus rituales, a sus costumbres. Estando en regla, viviendo según los clichés establecidos, se creen justificados y se consideran autorizados para juzgar a todos según su presunta perfección. Son las personas que piensan ser buenas, estar en comunión con todos, también con Dios, pero que en realidad están solas, cerradas en su propia mentalidad y en su narcisismo. Estas personas piensan gobernar a Dios con sus muchas capacidades espirituales, sobre todo, cuando observan las leyes con la convicción que Dios se identifica con éstas. En realidad, han hecho de su egoísmo un ídolo con etiqueta religiosa. Na hay peor cerrazón en el hombre que aquella de hacerse de una falsa religiosidad, que persigue la propia voluntad convencidos de seguir a Dios, cuando se observa la ley hecha por sí mismo, sosteniendo quizá su hipocresía con justificaciones racionales, amistades influyentes y hasta con pensamientos devotos. Son este tipo de pecadores que encontramos también al inicio del capítulo 15 de Lucas y que, de lejos, murmuran acusando a Jesús de recibir a los pecadores y comer con ellos. Y es precisamente a ellos a los que les dirige esta parábola de la misericordia.

La parábola comienza diciendo que un padre tenía dos hijos. La relación más importante es la de ser hijos del Padre, y cuando se es hijo se es también hermano. La parábola quiere muy pronto poner en evidencia que la mirada sobre la propia vida depende de la percepción que se tiene del Padre, es decir, de Dios, y del otro como hermano. Descubrir al otro como hermano es posible sólo en el descubrirse como hijos del Padre común. Quien no conoce al Padre, no conoce al hermano; quien no reconoce al hermano no descubre al Padre y no sabe ser hijo. El hijo más joven es aquí el principio de la rebelión, que consiste en el deseo de poseer lo que pertenece al Padre. «Seréis como dioses» (Gn 3, 5), afirmación de la propia voluntad. El hijo quiere separarse del Padre, al que considera más un patrón que un padre, pensando que pueda olvidar ser hijo para ser «patrón». El pecado es esta realidad de alejarnos de Dios porque imaginamos que su presencia nos estorba, nos intimida, nos obliga a hacer su voluntad caprichosa. En el fondo, el pecado nace de una distorsión de nuestra imagen de Dios y de su voluntad. El hijo menor toma sus cosas y se va lejos, signo de la realización de la vida según la propia voluntad lejana del Padre. Pero el hijo sólo puede realizarse como hijo en cuanto que es hijo, es decir, siempre en referencia al Padre. Realizarse según la propia voluntad, en la lejanía del Padre, es la misma realidad del pecado. Afirmar la propia voluntad fuera del amor del Padre es pecar y la consecuencia es la muerte. La riqueza que se apropia no le servirá, no reforzará su persona, no se podrá realizar con ella, sino que malgastándola se perderá. Fuera de la relación con Dios, nuestro Padre, toda riqueza termina por empobrecernos. El uso que hace de su hacienda, es el

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1reflejo del uso que hace de sí mismo: de la misma manera que malgasta su dinero se malgasta a sí mismo.

El hijo menor se va de casa porque siente a su padre como a un patrón, mientras él quiere ser el señor y patrón de sí y de sus cosas; sin embargo, el deseo incontrolable de ser señor de sí mismo y de su hacienda lo ha llevado a perderlo todo. No siendo más dueño de sí mismo, termina siendo esclavo de otro en una tierra extranjera y lejano de su padre. En casa se sentía esclavo, ahora verdaderamente lo es: tiene que cuidar cerdos, animales impuros, y hasta desea alimentarse de su alimento. Se nota aquí toda la paradoja del pecado. Más allá del alimento, entre los puercos, el hijo puede percibir su pobre realidad y toda su humillación. La humillación es un estado que hace constatar en modo irrevocable que aquello que el hombre ha querido hacer solo, según su propia voluntad, se vuelve contra de él. Es en la humillación donde experimenta la nostalgia de los bienes de la casa paterna y del mismo padre. El vacío que le ha dejado la riqueza favorece el movimiento de tornar sobre sí mismo. Entrando en su corazón se encontrará de frente a la significativa presencia del padre; de hecho, el recuerdo le hace presente al padre, su casa y las cosas que en ella se encuentran, y él ahí, en compañía del padre, contemplando su casa, así es como constata que ha pecado contra el padre. Pero reconocer los pecados y encontrarse solo frente a la propia voluntad errada, puede ser fatal si no viene a la memoria la nostalgia de Dios. El escrúpulo es la humillación del pecador egoísta que no piensa en Dios, sino sólo en sí mismo. El pecador arrepentido con auténtica contrición entra en sí mismo y se encuentra delante del Otro, del Espíritu, que con gemidos inenarrables grita: «Abbá, Padre». El Espíritu Santo hace más nítida la imagen de Dios Padre, quien ama al pecador profundamente.

El hijo menor se había alejado de su padre, pero el amor del padre nunca se había alejado del hijo, por eso puede verlo a la lejanía. La mirada de amor penetra la profundidad de la noche y ve en el fondo del mar y en lo alto del cielo. No es una mirada severa de juez, ni siquiera una mirada de quien espía; es la mirada del que se conmueve de amor hasta experimentar que las vísceras se agitan de emoción. El padre corre hacia el hijo, lo abraza y lo besa. Todas las páginas de la Biblia nos narran la historia del Padre amoroso que busca a su hijo perdido, desde el Génesis cuando busca a Adán pecador: «¿Dónde estás?». Se ha pensado que es el hombre el que busca a Dios, pero esta parábola echa por tierra este cliché y nos revela que es Dios Padre el que busca al hombre para atraerlo con el amor. No puede usar la fuerza de los argumentos convincentes, sino solo una mirada misericordiosa, el gesto gratuito de un amor puro y eterno. El hijo caminó hacia la casa bajo las huellas del amor del padre que tantas veces éste había recorrido en el tiempo de la ausencia de su hijo. El hijo todavía no ha descubierto que es hijo y ahora, por primera vez, sus pasos han sintonizado con los del amor del padre. Por primera vez puede experimentarse como hijo de su padre y no como su esclavo. El padre abraza al hijo revistiéndolo con su paternidad. Invadido del amor del padre, el hijo descubre una luz absolutamente nueva. Cambia radicalmente su mentalidad en el momento en el que el padre se echó sobre su cuello, pues es el amor el que cambia a una persona, que modifica su mente, sus sentimientos, su querer y su misma identidad. Se tiene miedo de subrayar mucho la bondad y la misericordia de Dios; nos apresuramos a reclamar su justica, su severidad, como si tuviésemos miedo que, poniendo mucho el acento en el amor y la misericordia, el hombre no sintiera la premura de la conversión. Sin embargo, el Evangelio nos enseña que el hombre cambia su vida, su mentalidad, y se convierte al bien no porque viene regañado, reprobado, castigado, sino porque se descubre amado no obstante sea un pecador. Es un momento intenso de amor cuando la persona ve toda la gravedad de su pecado, reconociendo que ha obrado mal y que merece el castigo y, en vez de eso, experimenta el entusiasmante abrazo de Quien lo ama. Nace entonces el llanto, las lágrimas surgen de lo más íntimo del corazón porque se recibe un amor gratuito; el pecador ignoraba este amor, lo interpretaba mal, lo juzgaba como algo oprimente.

El padre viste al hijo con la dignidad de su vestido de filiación; el anillo, con el que se endosa el sello del poder, significa el amor que deja su poderosa huella de misericordia en el corazón arrepentido; las sandalias son el símbolo de la nobleza del hijo que ha retornado, garantía del amor fiel del padre que no abandonará jamás a su hijo. El novillo gordo y la fiesta que se prepara son una explícita imagen del banquete que sellará el tiempo mesiánico, el tiempo en el que abundará la misericordia, el amor y la gracia del Señor. Donde una vez era el vacío, la tristeza, la muerte del pecado, ahora abunda la alegría y la fiesta de la salvación. Había un lugar vacío en la mesa de la casa, pero hoy, en ese lugar, abunda la fiesta, con viandas riquísimas, vinos excelentes, alimentos suculentos y, sobre todo, el hijo revestido de hijo, en fiesta con el padre. Cualquiera que experimenta el amor del Padre y se deja conducir sobre las hormas de este amor, regresa de los abismos de la muerte y de la mendicidad, a la vida y a la memoria perenne del amor infalible e indestructible de Dios.

El hijo mayor regresaba del campo cuando escuchó la fiesta. El campo es el lugar del trabajo, pero también de la violencia y de la muerte. El hermano mayor, como Caín, regresa a la casa con celos y deseos de venganza. El campo le absorbe completamente en su mundo, en sus pensamientos, donde se consolida el sentimiento de estar bien, de ser justo, de merecer el reconocimiento, lo mismo que buscaba Caín de Dios. Es una actitud que es síntoma de aislamiento y cerrazón. Quien ha experimentado el perdón y ha sentido

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el gesto de la misericordia, quien ha recibido un bien que llega sin merecerlo, comprende el bien del otro, comprende el retorno del pecador y toma parte en la fiesta que ha preparado el Padre. Una persona que no se percibe a sí mismo como ser fundado en el amor gratuito, no tiene la posibilidad de ver el bien y gustarlo: es el ejemplo del hijo mayor, que considera más importante las muchas cosas que ha hecho, que el amor de su padre y de su hermano. El hijo mayor, que aparece como un hombre de trabajo, sumiso a las normas, a la fatiga cotidiana, se revela ahora también como un «hijo pródigo», disoluto, es decir, desordenado, porque ante la fiesta del padre que ha encontrado a su hijo menor, no quiere entrar, no quiere tomar parte en la alegría que debería ser su propia alegría, porque le ha revelado a un padre lleno de amor y misericordia que es capaz de perdonar. Su razonamiento es equivocado porque está lleno de celos y egoísmo, que deja entrever que su buen comportamiento no era según el orden de la salvación, sino de su presunción arrogante. Paradójicamente, el hijo que parecía bueno, permanece fuera de la casa, no quiere participar de la fiesta de la que él mismo podría tomar parte con todo derecho. Se revela el hecho de que el padre, en la doble desobediencia, no tenía un verdadero hijo: uno se había ido y el otro ha vivido en la casa como un siervo, extraño a los sentimientos del padre. El hijo menor ha sido siervo también, porque se ha revelado contra el padre, identificándolo sólo como un patrón que coarta la libertad; el hijo mayor se ha considerado siempre un buen muchacho, pero el regreso de su hermano ha desenmascarado su actitud de esclavo. No puede llegar a ver más allá del horizonte del propio yo, enclaustrado al interno de los esquemas de su mentalidad de una relación del mérito, de presuntuosa observancia y de sentirse un modelo de vida para el hermano menor.

El padre hace un gesto extraordinario, intenta hasta lo imposible para incluir a su hijo testarudo en la fiesta y hacerlo salir de su cerrazón. De nuevo el padre es presentado por Jesús con una imagen de amor y misericordia: el amor sufre siempre por el que está ausente, por el que está lejos de él, sea el hijo menor o el mayor. Es el padre que sale de su casa, que deja la fiesta y va hacia el hijo que hasta ahora no se ha reconocido como tal. Aquí encontramos una cátedra de teología de la paternidad de Dios: la revelación del Padre que sufre por la insistencia del hijo mayor por permanecer en su actitud servil y de aislamiento, sin participar en la abundancia festiva del amor. El hijo mayor es una imagen sumamente contradictoria, es, en efecto, un «creyente ateo». Parece un hombre religioso, pero en realidad no cree, no ha tenido una actitud de reconocimiento del otro; no es capaz de salir de sus propios esquemas mentales aunque sean muy religiosos. El riesgo de la fe es el de mistificar a Dios al punto de perderlo de vista por estar ocupado sólo con las doctrinas y los ritos. Es esclavo de las propias reglas, incluso las más santas, fuera de una relación con el Dios de amor y misericordia, reflejo de una religión servilista y farisaica que no considera para sí mismo la conversión. La identidad del hijo mayor es la misma que la del hijo rebelde, pero ésta está camuflada; es el hijo estúpido que quiere hacer lo que ha hecho su hermano, pero que, encerrado en su egoísmo idólatra, es incapaz de hacerlo para no perder la imagen de sí mismo. El hermano mayor está lleno de sueños reprimidos, de deseos no realizados y, por ello, siente que el padre está en deuda con él; manifiesta así que tiene una mentalidad mercantil, que es la antípoda de la mentalidad del amor.

El deseo fundamental del padre es de gozar con sus hijos y no de tener esclavos en casa; ser reconocido como padre por ambos hijos, pero también que sus hijos se reconozcan entre sí con fraterno amor. Sólo en el reconocimiento de su filiación y su fraternidad la casa es una verdadera casa. La parábola no dice que el hijo mayor entró. No dice si la conmoción misericordiosa del padre logró convencer al hijo a reconocerse como tal de frente al padre y de reconocer a su hermano como hermano. En este sentido, la parábola termina de forma muy parca. Dios no puede forzar al hombre a tornar hacia Él ni a vivir con Él; no puede forzar tampoco a amar a los otros. Esta es, más bien, una tentación de la mente humana: definir el bien e imponerlo a todos, exigir a todos hacer lo mismo que se cree que es bueno. Así no actúa Dios porque la dictadura del bien es una negación al amor. El bien supremo es el amor y el amor existe sólo al interno de la libertad.

ACTUAR ECLESIALMENTE BAJO EL IMPULSO DEL ESPÍRITU SANTO

Hemos ya reflexionado sobre la parábola del «hijo pródigo» muchas veces y, seguramente, nos hemos sentido interpelados a la conversión, llamados por un Dios tan bueno y misericordioso que nos espera con los brazos abiertos para justificarnos y hacernos entrar en la fiesta de su perdón. Es comprometedora la imagen de Dios que Jesús nos presenta en el Evangelio, pues como pensamos en Dios, así es como actuamos entre nosotros. Frente a la misericordia de Dios debemos ser misericordiosos, frente al amor de Dios sólo nos toca corresponder con amor.

Se puede terminar esta sesión cantando «un mandamiento nuevo» y haciendo un pequeño gesto de perdón y de fraternidad. Incluso, sería muy buena idea preparar la charla pidiendo a las personas que traigan algo “de traje”, para al final compartirlo en signo de reconocimiento del otro como hermano, de la alegría del perdón y de acción de gracias al Padre que, perdonándonos, nos permite entrar en su fiesta de salvación.

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1Conversión PersonaL

José Marcos Castellón Pérez, Pbro.

OBJETIVO

Considerar y vivir la conversión personal como una llamada constante de parte de Dios a ser, pensar y actuar como Cristo, mediante la reflexión de lo que Dios nos ha revelado, para que podamos responder a esta llamada del Señor y ser verdaderamente discípulos misioneros.

VER CON LOS OJOS DEL PADRE

Para comenzar esta sesión, hacemos la oración para pedir al Señor la gracia de la conversión:

Señor Jesús, Tú eres Dios y has querido ser mi Salvador. Mira mi interior, donde hay tanto egoísmo, odio, indiferencia, impaciencia y desconfianza. Tú, buen Jesús, en este santo tiempo de la Misión Continental, regálame un sincero y profundo dolor de haber pecado, de haberte ofendido.

Quiero ser distinto y mejor, pero me cuesta mucho. Ayúdame con tu poder y no me niegues tu gracia. Reconozco que he dañado con mis palabras, con mis acciones y con mi falta de amabilidad, pero estoy arrepentido y deseoso de ver con bondad, de hablar con la verdad y de tratar a todos con amabilidad. Ayúdame a ver a todos con ojos comprensivos, líbrame de condenar a los demás, apártame de la envidia, la ambición y la calumnia.

Quiero, viéndote crucificado por mí, ser un hombre nuevo, con el firme propósito de recibir los sacramentos y practicar los mandamientos. Concédeme amarte mucho y siempre, siendo fiel a la Santa Iglesia.

Cristo Jesús, por la oración de tu Madre Santísima, la Virgen María, san José y los santos mártires mexicanos, otórgame un vivo deseo de no pecar más, de siempre ser como Tú, de pensar como Tú y actuar como Tú. Amén.

Hace unos cuantos años salió a la pantalla grande una trilogía que fue elogiada por la crítica y galardonada con dieciséis Óscares, que otorga la academia de cine de los Estados Unidos. La cinta cinematográfica está inspirada en la famosísima novela, titulada El Señor de los anillos, de un escritor y filólogo inglés llamado John Ronald Reuel Tolkien. Esta bien aclamada novela, refleja los sentimientos religiosos más profundos de su autor, así como algunas verdades fundamentales de la fe cristiana como la lucha del bien contra el mal, la acción de la gracia de Dios sobre el hombre, la salvación, la resurrección, la capacidad de sacrificio y de renuncia personal por el bien común, el arrepentimiento, la fraternidad, etc. Si bien no hay una mención explícita a todos estos temas ni a Cristo, están de forma simbólica en las tres partes de la novela.

El hecho de que J. R. R. Tolkien expresara su fe católica por medio de sus novelas, nos refleja la profundidad de su vida cristiana y cómo en cada cosa que realizaba encontraba los medios para transmitirla. En este autor podemos encontrar a un auténtico discípulo misionero de Cristo. Nació en Bloemfontein, Sudáfrica en 1892 y murió en Bournemouth, Inglaterra en 1973. Muy pronto, apenas unos días de su nacimiento, fue bautizado en la Iglesia bautista. Su familia debió regresar a Inglaterra a causa de una terrible enfermedad que padecía su padre, que murió cuando John Ronald Reuel apenas tenía 4 años, dejándolos en una situación de mucha pobreza. Junto con su madre, llamada Mabel, Tolkien se convirtió al catolicismo en 1900, a pesar de la oposición de toda su familia y de las consecuencias que traía en su vida familiar y económica. El heroísmo de la fe de su madre caló profundamente en el joven, que durante su formación académica y después, siendo un exitoso escritor, conservó, desarrolló, defendió y difundió a través de los medios que estaban a su alcance. La vida de

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este famoso novelista nos hace pensar en la profundidad de nuestra fe y si se refleja en nuestras acciones cotidianas. Podemos hacernos las siguientes preguntas: ¿Estoy convencido de mi fe cristiana católica? ¿Este convencimiento me hace capaz de vivir con heroísmo mi vida? ¿Soy firme en mis convicciones creyentes, a pesar de que me traigan persecución o dificultades? ¿Reflejo mi fe en mi forma de ser, de pensar y de actuar? ¿Mis obras reflejan mi fe?

Muchas veces, cuando se habla de conversión, pensamos en los paganos que se convierten al cristianismo o de los grandes pecadores que dejan su vida perversa, pero se nos olvida que todos estamos necesitados de conversión, a fin de ser auténticos discípulos misioneros de Cristo Jesús y que nuestra fe cale profundamente en lo que somos, lo que pensamos y lo que hacemos.

JUZGAR CON LOS CRITERIOS DEL HIJO

La conversión es tanto un don de Dios, que hemos de pedir siempre y sin desfallecer, como tarea humana de respuesta a Dios, que implica renuncia al pecado y la decisión de seguir al Señor hasta las últimas consecuencias. La conversión es un don porque nace del encuentro con el Resucitado vivo, presente y actuante en nuestra historia. Cristo se hace presente en su Palabra, en los Sacramentos, en la Liturgia de la Iglesia, en la oración personal y comunitaria, en la comunidad de fe y amor que es la Iglesia, en los pobres, en la familia y un «infinito etcétera», como nos dicen nuestros obispos latinoamericanos en el capítulo seis del Documento de Aparecida. Jesús, el Buen Pastor, está siempre buscándonos para invitarnos a tener una experiencia de intimidad y de profundo amor con Él: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré a su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3, 20). Así llamó a sus discípulos: «a los que Él quiso; y vinieron junto a Él. Instituyó doce para que estuvieran con Él» (Mc 3, 13). ¡Cuántas experiencias vivieron los apóstoles con Jesús! ¡Cuántas cosas de Jesús debieron admirarles, arrebatarles el corazón!

El encuentro con Cristo produce siempre estupor, que es un estado mental de aturdimiento o sorpresa por un evento extraordinario. El primer impacto que produce Cristo provoca en las personas un sentimiento ambivalente, de profunda alegría y plenitud, junto con la sensación de ser indigno y pecador. Por ejemplo, Pedro, después de la pesca milagrosa, estupefacto, asombrado, fuera de sí, se arrodilla ante Jesús y le dice: «Aléjate de mí porque soy un pecador» (Lc 5, 8). Este sentimiento frente a la grandeza de Dios es algo que también se daba ya en el AT. Isaías, frente al misterio de Dios que se le revelaba en toda su gloria, dice: «Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros» (Is 6, 5). La grandeza de Dios y de su gloria también nos hace ver nuestra pequeñez. La sombra puede percibirse sólo cuando hay luz, sin luz todo es tinieblas y las tinieblas no pueden percibirse sino cuando la luz comienza a disiparlas. Cristo es la luz y quien le sigue camina en la luz: «Yo soy la luz del mundo, el que me siga no caminará en la obscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8, 12). Quien se encuentra con Cristo, Luz del mundo, comienza a percibir sus sombras. La bondad y la misericordia de Dios nos hacen ver lo malvado e injustos que somos delante de Él. Por ello, el encuentro con el Señor nos permite ver lo trágico, lo horrible, de nuestro pecado. Los santos, que han podido ver a Dios, pueden ver también su corazón lleno de podredumbre que necesita ser sanado por el Mesías Salvador. Al respecto, escribía la Madre Teresa de Calcuta unas estremecedoras palabras: «Todo el tiempo sonriendo. Las hermanas y la gente hacen comentarios de este tipo. Ellos piensan que mi fe, mi confianza y mi amor llenan todo mi ser y que la intimidad con Dios y la unión a su Voluntad impregnan mi corazón. Si supiesen cómo mi alegría es el manto bajo el que cubro el vacío y la miseria».

No es que el Señor reproche con gesto amenazador al pecador con el que se encuentra, sino que cuando una persona encuentra a Jesús, el gran Tesoro, se perciben las propias sombras a la fulgurante luz de un amor que acoge, perdona y trata con benevolencia. Jesús, lleno de amor misericordioso, convive con los pecadores no para reprochar su pecado pasado, sino para, bajo la mirada de perdón, ofrecer un proyecto de futuro en libertad; un proyecto de conversión. Quien se encuentra con el Señor comienza o potencia este proceso de conversión, por ello, el encuentro con Cristo es transformador, nada vuelve a ser igual. Al encuentro con Cristo cambian los apóstoles, la Magdalena, la Samaritana, Zaqueo, etc. En este mismo sentido, dicen nuestros obispos latinoamericanos: «En el encuentro de fe con el inaudito realismo de su Encarnación, hemos podido oír, ver, con nuestros ojos, contemplar y palpar con nuestras manos la Palabra de vida, experimentamos que el propio Dios va tras la oveja perdida, la humanidad doliente y extraviada. Cuando Jesús habla en sus parábolas del pastor que va tras la oveja descarriada, de la mujer que busca el dracma, del padre que sale al encuentro de su hijo pródigo y lo abraza, no se trata sólo de meras palabras, sino de la explicación de su propio ser y actuar» (DA 242).

Tras el encuentro con el Señor, somos llamados a la conversión, pero ¿qué es la conversión? En cuanto al significado de la palabra, se ha de decir que es un sustantivo que indica un movimiento de retorno, de

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1regreso. En un sentido meramente teológico, señala la vuelta a Dios, lo que supone un antes, donde hay movimiento de alejamiento, al que llamamos pecado. El pecado es una experiencia universal, todos somos pecadores, aunque sólo nos podemos experimentar pecadores en el encuentro con Cristo. Si todos somos pecadores, la conversión es también una invitación universal, para todos.

El pecado es, en primer lugar, una desobediencia, y como tal, una ofensa a Dios, que ha sido tan bueno y que con su ley sólo quiere nuestro bien. En segundo lugar, el pecado es una negación y ruptura de aquello que debemos ser, en cuanto imagen y semejanza de Dios, lo que lleva a la muerte espiritual. La Sagrada Escritura recoge estos dos sentidos del pecado: ofensa y desobediencia a Dios, y errar, no dar en el blanco de parte del hombre. San Agustín definía el pecado como «aversión a Dios y conversión a las criaturas». El pecado es la acción del apetito desordenado que, debiendo tender a la Verdad y al Bien supremos, se goza y deleita en los bienes pasajeros y se olvida del fin último, que es Dios, es decir, lo mismo que decía la Escritura como un no dar en el blanco, no atinar. La conversión, entonces, es llegar hasta la Verdad y al Bien supremos, es decir, a Dios. Volver a Dios como fin último y definitivo, y no quedarnos en las cosas buenas, pero que lejos de su Fin, de Dios, nos hacen mucho daño.

La conversión personal, llamada de Dios y respuesta del hombre, tiene tres niveles que se realizan desde nuestra opción por Cristo en el día de nuestro bautismo, y que ratificamos todos los días, renovando nuestro compromiso bautismal. Por el bautismo comenzamos un proceso de asimilación de Cristo, hasta poder decir con san Pablo: «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gal 2, 20). Por ello, la conversión consiste en cambiar nuestro ser pecador por el ser de Cristo y como Cristo; nuestro pensar pecador por el pensar de Cristo, y nuestro actuar pecador por el actuar de Cristo. Generalmente pensamos que la conversión sólo es cambiar alguna cosita mala que anda por ahí, o incluso el cambio de algunas actitudes; pero sería prácticamente imposible e inútil si sólo quisiéramos cambiar el exterior, nuestros comportamientos y actitudes, sin llegar al fondo de nuestro ser. Sería querer sacar frutos buenos del un árbol malo, sin tener que transformar el árbol malo en árbol bueno.

La conversión, entendida como el ser de Cristo y ser como Cristo, es la transformación del ser humano de ser pecador a ser hombre justificado por la gracia del bautismo. Una gracia inmerecida que nos purifica del pecado verdaderamente y nos hace uno en Cristo Jesús. No es sólo un revestirse exteriormente de Cristo, sino una auténtica transformación en nuestro ser. En realidad, nuestra naturaleza pecadora se transforma por los méritos de Cristo en una nueva criatura en relación filial con el Padre celestial por la acción del Espíritu Santo. De ahí que se pueda decir que la conversión es abrazar la fe cristiana por medio del bautismo; cuando un pagano, una persona adulta que no es cristiana, se hace bautizar dejando su vida pagana y esclavizada a los ídolos y falsos dioses, se dice que se “convirtió”. Igualmente, cuando los ya cristianos toman conciencia del compromiso bautismal y tratan de vivir su vida de fe como un constante catecumenado, redescubriendo y renovando la gracia del bautismo, también podemos decir que se trata de una auténtica conversión. Esta conversión será el punto de partida de los siguientes niveles, en cuanto que desde el bautismo el horizonte existencial y ético del cristiano se configura por la opción fundamental por Cristo, es decir, pensar y actuar como Cristo.

La conversión, entendida como pensar como Cristo, es el cambio de mentalidad a través de un proceso de asimilación de la Verdad, que es Cristo. Cuando tenemos un nuevo conocimiento verdadero, el que sea, se nos abre un nuevo horizonte; solamente para dar un ejemplo, se puede pensar cuánta amplitud de miras se tiene cuando se sabe leer y escribir, y qué limitado se tiene cuando no sabemos algo que es importante y necesario. El conocer la Verdad de Cristo nos abre a un nuevo horizonte, de tal manera que vemos con mayor amplitud, porque se ve toda la realidad y nuestra propia realidad desde los ojos de Cristo, «Camino, Verdad y Vida» (Jn 14, 6). A este cambio de miras desde Cristo, le llamamos también conversión. Jesús, al inicio de su ministerio llama a la conversión: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca, conviértanse y crean en la Buena Nueva» (Mc 1, 15). El evangelista san Marcos utiliza la palabra metaneo, cuyo sustantivo es metanoia, palabra compuesta por otras dos palabras: meta, que significa ir más allá, y noüs, que significa pensamiento o mentalidad. La conversión, por tanto, es ir más allá de nuestros pensamientos, de nuestros criterios personales, de nuestra mentalidad, para asumir como propios los pensamientos, los criterios, la mentalidad de Dios y de su Reino. El profeta Isaías, en nombre de Dios, invitaba a cambiar la forma de pensar; los propios criterios por los de Dios: «Deje el malo su camino, el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Yahvé, que tendrá compasión de él… porque no son mis pensamientos sus pensamientos, ni mis caminos son sus caminos» (Is 55, 7-8). Cuando Jesús invita a la conversión, es decir, al cambio de mentalidad porque el Reino está cerca, indica cuál es el nuevo criterio a seguir, cuál es el eje sobre el cual debemos hacer todo discernimiento: La Buena Nueva, el Evangelio. Al pedir la fe en el Evangelio afirma, con una confianza total, de que es en el Evangelio donde se pueden encontrar los criterios de Verdad y de Bien que corresponden a la voluntad de Dios, y que conducen a la plenitud humana. De

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ahí, el Documento de Aparecida dice: «La conversión personal despierta la capacidad de someterlo todo a la instauración del Reino de la vida» (DA 366). La conversión es la capacidad de discernir la propia vida y la realidad con los ojos de Jesús y con el deseo de pertenecer a su Reino.

La conversión moral, entendida como actuar como Cristo, es el punto de llegada, y nunca de partida, de la conversión personal. Se trata de asumir con toda radicalidad, en las actitudes y en las acciones, la opción fundamental de someterlo todo a los intereses del Reino. No podría haber cambio de actitudes sin antes cambiar los criterios y la mentalidad por los del Reino de Dios. Sólo podemos dejar nuestras acciones pecaminosas cuando, siendo criaturas nuevas en Cristo, dejamos nuestros criterios por los del Señor. De la misma manera, nos mantenemos en la virtud gracias a que somos de Cristo y pensamos como Él.

Ahora, brevemente, se han de mencionar cuatro pasos en el largo proceso de la conversión personal:

El reconocimiento de la gratuidad del llamamiento de Dios Padre, para participar 1. por pura gracia de su vida divina, por medio de su Hijo Jesucristo y por la acción del Espíritu Santo.

La vida cristiana lleva a un mejor conocimiento personal, a una nueva visión sobre 2. uno mismo: el reconocerse pecador, pero llamado a la alta dignidad de ser hijo en Hijo de Dios. Adquisición de la visión amorosa de Dios sobre uno y sobre la realidad, a pesar del pecado y de las múltiples negatividades del pecado del mundo, misterio de iniquidad.

La ascesis -también llamada penitencia- es esencial en el proceso de conversión, y 3. hemos de entenderla como la elección de todo aquello que nos favorece para corresponder a la llamada divina a la vida cristiana y, consecuentemente, la renuncia de todo aquello que nos desfavorece para vivir en la libertad de los hijos de Dios. «Hacer penitencia quiere decir, sobre todo, restablecer el equilibrio y la armonía rotos por el pecado, cambiar dirección incluso a costa de sacrificio» (RP 26).

El sometimiento de todo a los intereses del Reino.4.

ACTUAR ECLESIALMENTE BAJO LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO

La conversión personal es someter todo a los intereses del Reino. Podemos terminar nuestra charla con las siguientes preguntas u otras parecidas: ¿Hay algunos pensamientos escleróticos (inmovibles) que haya percibido en mí? ¿Qué elementos he potenciado para poder ver con los ojos de Dios mi realidad personal y comunitaria? ¿Tiendo al escrúpulo o al laxismo? ¿Tomo como criterio único el Evangelio para juzgarme y juzgar la realidad? ¿Impongo a mi comunidad criterios personales y no los del Evangelio o los de la Iglesia? Será muy conveniente dejar unos momentos para compartir, dentro de la sana discreción, las preguntas que se han hecho.

Igualmente podríamos repartir una hoja en blanco doblada por mitad a fin de poner en un lado las ideas más fijas que tengo, las cosas que más me quitan el sueño o más me preocupan, las acciones libres y conscientes que realizo con más frecuencia, sean buenas o malas. En el otro lado puedo poner si estas ideas, las preocupaciones y las acciones corresponden a la voluntad de Dios o no. En qué sí y en qué no.

Podemos terminar la sesión con el siguiente canto:

Re Sol La Re Re Sol MIm La Re Sol Renuévame Señor Jesús. Renuévame, ya no quiero ser igual. Renuévame.

La Re RE Sol Mim La Señor Jesús, renuévame, pon en mí tu corazón.

Re Fa# RE Fa#-Sol Mim La Porque todo lo que hay, dentro de mí, necesita ser cambiado, Señor.

Re Fa# Sol Re-Mim La Porque todo lo que hay, dentro de mi corazón, necesita más de ti. (BIS)

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José Marcos Castellón Pérez, Pbro.

OBJETIVO

Reflexionar sobre la conversión pastoral como una tarea de todos los miembros de la Iglesia, especialmente los agentes de pastoral, mediante la meditación de la Palabra de Dios y de algunos documentos del Magisterio, a fin de suscitar en todos el deseo de cambiar nuestras

actitudes que oscurecen el rostro limpio y puro de la Iglesia, esposa de Cristo.

VER CON LOS OJOS DEL PADRE

Comenzar la sesión con la oración por la Iglesia, cuya autoría es del beato Cardenal Newman:

Que no olvide yo ni un instanteque Tú has establecido en la tierra un reino que te pertenece; que la Iglesia es tu obra, tu institución, tu instrumento; que nosotros estamos bajo tu dirección, tus leyes y tu mirada; que cuando la Iglesia habla, Tú eres el que hablas. Que la familiaridad que tengo con esta verdad maravillosa no me haga insensible a esto; que la debilidad de tus representantes humanosno me lleve a olvidar que eres Tú quien hablas y obras por medio de ellos. Amén.

Para esta charla conviene que tengamos como material didáctico un póster con la imagen de Nuestro Señor Jesucristo, además algunos recortes de periódico o de revistas donde vengan algunas noticias sobre la Iglesia, sobre todo si éstas son negativas. El póster se recorta en pedazos y se reparte entre los participantes, colocando el recorte con las noticias en la parte trasera del pedazo del póster. Al momento de repartir los trozos es conveniente que el que dirige la sesión haga equipos, para que cada equipo tenga uno o más recortes. En cada equipo se analizará la noticia que está pegada al reverso, y se añadirá alguna otra situación de la parroquia que sea negativa y que provoque división o confusión en los miembros de la comunidad parroquial. Después de unos minutos de compartir estas situaciones y anotarlas al reverso del trozo del póster, cada equipo hará una oración de petición de perdón al Señor.

Una vez terminada la primera parte, se reúnen de nuevo todos, y después cada equipo hará su petición de perdón, que puede ser respondida por todos los participantes con un «Kyrie eleison» o «Señor ten piedad», o incluso se puede cantar el estribillo de «Perdona a tu pueblo, Señor». Se irá armando de nuevo el póster como si fuera un rompecabezas hasta que quede completo y al centro de la asamblea.

JUZGAR CON LOS CRITERIOS DEL HIJO

El momento de la conversión, dentro del itinerario del discípulo misionero propuesto como el modo de ser cristiano, se bifurca en la conversión personal y la conversión pastoral. Nos dicen nuestros obispos latinoamericanos: «La conversión personal despierta la capacidad de someterlo todo al servicio del Reino de la vida. Obispos, presbíteros, diáconos permanentes, consagrados y consagradas, laicos y laicas, estamos llamados a asumir una actitud de permanente conversión pastoral, que implica escuchar con atención y discernir ‘lo que el Espíritu está diciendo a las Iglesias’ (Ap 2,29) a través de los signos de los tiempos en los que Dios se manifiesta» (DA 366).

Antes de entrar de lleno en la reflexión sobre algunos aspectos de la conversión pastoral, conviene tener muy claro que la conversión y, por ende, el pecado, son algo estrictamente personal. «El pecado, en sentido verdadero y propio, es siempre un acto de la persona, porque es un acto libre de la persona

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individual, y no precisamente de un grupo o una comunidad», nos dijo el Papa Juan Pablo II en la exhortación postsinodal Reconciliatio et Poenitentia 16. Por tanto, el pecado, teológicamente hablando, puede ser sólo pecado personal. Cuando se habla de pecado social, nos seguía diciendo el Papa, se trata de «una solidaridad humana tan misteriosa e imperceptible como real y concreta, el pecado de cada uno repercute en cierta manera en los demás… [Porque] no existe pecado alguno, aun el más íntimo y secreto, el más estrictamente individual, que afecte exclusivamente a aquel que lo comete… Es social el pecado contra el amor del prójimo… todo pecado cometido contra la justicia en las relaciones tanto interpersonales como en las de la persona con la sociedad, y aun de la comunidad con la persona. Es social todo pecado cometido contra los derechos de la persona humana, comenzando por el derecho a la vida, sin excluir la del que está por nacer, o contra la integridad física de alguno; todo pecado contra la libertad ajena, especialmente contra la suprema libertad de creer en Dios y de adorarlo; todo pecado contra la dignidad y el honor del prójimo. Es social todo pecado contra el bien común y sus exigencias». Sólo desde esta solidaridad en el mal, de las consecuencias negativas de cada acto malo personal que se realiza, y del mal que se provoca cuando se agrede a un prójimo, se puede hablar de pecado social.

El pecado exige una decisión personal, que no puede ser atribuida a una estructura o a una sociedad. Se puede hablar, pues, de pecado original, de pecado social o pecado estructural, sólo de forma análoga, es decir, por comparación y por el mal que provocan en el hombre y en el mundo, acrecentando el misterio de la iniquidad. El pecado personal afecta a las estructuras y condiciona a otros en una situación pecaminosa. Por tanto, hablando con precisión sólo puede haber pecado personal y conversión personal, que exige una renovación de la persona y, consiguientemente, puede tener repercusiones benéficas en la comunidad y sus estructuras. Así, estrictamente hablando, podemos decir que sólo existe la conversión personal.

Como hablamos analógicamente de pecado social y de conversión personal que repercute en la sociedad, podemos también hablar de conversión pastoral; es decir, la conversión de los agentes de pastoral que repercutiría en la acción pastoral de la Iglesia. Hablar de conversión pastoral nos lleva a hacernos también una pregunta: ¿Hay pecados pastorales? Analógicamente podríamos también hablar de pecados pastorales. Se podría hablar de pecado pastoral a todas las acciones u omisiones de los agentes de pastoral: obispos, sacerdotes, religiosos (as) y seglares comprometidos, que desdicen la esencia de la misión de la Iglesia en el mundo: ser sacramento de salvación. Podemos decir, entonces, que hay pecado pastoral cuando los miembros de la Iglesia, especialmente los agentes de pastoral, ensombrecen su misión, o cuando la misión de la Iglesia la hace: identificarse con el mundo, colocarse frente al mundo, disolverse en el mundo o no transformar el mundo.

La Iglesia es el sacramento universal de salvación en el mundo, ésta es la identidad de la Iglesia: «La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). En cuanto tal, es instrumento del Reino; no se identifica con él, sino que está a su servicio. En la Iglesia católica que peregrina en el mundo, subsiste la Iglesia de Cristo: la Iglesia católica la hace presente en la confesión de una sola fe, en la celebración de los sacramentos instituidos por Cristo y bajo la comunión con los legítimos pastores. En cuanto que no se identifica la Iglesia católica con la del Reino, todas las estructuras, las instituciones eclesiásticas, los modelos pastorales, no son definitivos; pueden cambiar a fin de que la Iglesia sea un signo más claro del Reino, que anuncia y hace presente. En el misterio mismo de la Iglesia, como sacramento, es decir, como instrumento del Reino, está la posibilidad y la necesidad de renovación para que como signo sea más prístino, más puro de Reino de los cielos.

Quizá nos venga la pregunta sobre cómo debe ser la Iglesia y cuál es el modelo que debe seguir. El único modelo de la Iglesia está expresado en Hechos 2, 42-47: «Se mantenían constantes en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones… Todos los creyentes estaban de acuerdo y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes, y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno. Acudían diariamente al Templo con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan en las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios y gozando de la simpatía de todo el pueblo. Por lo demás, el Señor agregaba al grupo a los que cada día se iban salvando». Como se constata en la Palabra de Dios, la Iglesia debe siempre hacerse presente en el mundo teniendo como punto de referencia la Comunidad primitiva que se caracterizaba por tener un mismo corazón; serán las características antes señaladas de la Comunidad primitiva, el criterio de discernimiento de la sacramentalidad de la Iglesia en el mundo. En cuanto a la acción pastoral, podemos hablar de diversos modelos, pero de Iglesia, solamente uno: el del libro de los Hechos de los Apóstoles.

La Iglesia es sacramento de salvación para el mundo cuando se hace eco de la Buena Nueva: cuando hace presente a Cristo, su Esposo, en el mundo con la predicación del Evangelio, cuando

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1santifica al mundo con la celebración pascual de los sacramentos, cuando transforma el mundo por la caridad. La predicación, la celebración y la caridad se realizan porque la Iglesia es misterio de comunión y participación. Misterio de comunión que se sella en la reconciliación, por la sangre redentora de Cristo, la cual destruye las barreras de separación entre Dios y los hombres, y de los hombres entre ellos. Misterio de participación porque entre Dios y los hombres por Cristo y en su Espíritu hay un intercambio en el que el hombre es enriquecido con el don de la gracia; participación de los bienes espirituales y materiales, que manifiestan la comunión entre los miembros de la Iglesia.

Las imágenes eclesiológicas de la Sagrada Escritura: Viña del Señor, Cuerpo de Cristo, Pueblo de Dios, etc., remarcan este doble misterio de comunión y participación que se realiza sacramentalmente en la Eucaristía, pues la Iglesia se hace tal, Iglesia sacramento, en la Eucaristía. Ahí se puede ver la Iglesia, oír a la Iglesia, tocar a la Iglesia. La Eucaristía es el sacramento de la comunión. Dios en Cristo se comunica con los hombres, los hombres en Cristo se comunican con Dios. En italiano, comulgar es comunicare, comunión: comunicación entre los miembros de la Iglesia con Dios y con ellos, en una sóla asamblea convocada por el Padre Eterno, presidida por Cristo y santificada por Espíritu Santo. Por ello, la Eucaristía es el sacramento de la comunión y la participación. Participación porque también en ella se ejercen diversos ministerios y diversos carismas, manifestando la infinita riqueza que el Espíritu suscita en ella.

Desde siempre se ha confesado el misterio de la Iglesia como servidora del Reino, y desde siempre la Iglesia se está reformando, mejorando, convirtiéndose: «Ecclesia Semper reformanda». Las constantes reformas de la Iglesia consisten en quitar todo aquello que ofusca u oscurece su sacramentalidad en el mundo; todas aquellas manchas, arrugas, fealdades que no dejan ver el rostro alegre y puro de la Esposa de Cristo. Ejemplo de esta constante reforma es la petición de perdón del Papa Juan Pablo II, en el año 2000, por los errores que han ensombrecido el rostro de la Iglesia: «Pidamos perdón por las divisiones que han surgido entre los cristianos, por el uso de la violencia que algunos de ellos hicieron al servicio de la verdad, y por las actitudes de desconfianza y hostilidad adoptadas a veces con respecto a los seguidores de otras religiones». También el Papa Benedicto XVI ha pedido perdón por los abusos de los niños de parte de algunos cuantos sacerdotes que han ensuciado las vestiduras de la Iglesia: «Es un pecado especialmente grave de alguien que, en realidad, debe ayudar a los hombres a llegar a Dios… en lugar de ello… lo aleja del Señor. De este modo, la fe en cuanto tal pierde credibilidad, la Iglesia no puede presentarse más de forma creíble como mensajera del Señor».

El reconocimiento de los pecados de la Iglesia y la petición de perdón es también la hermosa oportunidad de recordar al mundo los valiosísimos aportes que la Iglesia le ha dado, ofreciendo la luminosidad que proviene de la santidad de su divino fundador. Al respecto dice el Papa Benedicto XVI: «La situación pecaminosa del ser humano… está presente también en la Iglesia católica… Sin embargo, también es importante no perder de vista, al mismo tiempo, todo lo bueno que acontece a través de la Iglesia: no dejar de ver a cuántos seres humanos se está ayudando en el sufrimiento, a cuántos enfermos, a cuántos niños se les acompaña, cuánta ayuda se presta. Pienso que, así como no debemos minimizar lo malo, en igual medida tenemos que estar agradecidos y poner a la vista cuánta luz se difunde desde la Iglesia católica. Si la Iglesia dejara de estar presente, significaría un colapso de espacios vitales enteros».

Los obispos latinoamericanos ven con urgencia la conversión pastoral, volver a la Iglesia su esplendor de ser presencia sacramental del Reino de Dios en el mundo. Para que se suscite la conversión pastoral en la Iglesia, debemos, como san Pablo invita a los filipenses, tener los mismos sentimientos de Cristo: «el cual, siendo de condición divina, no codició ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo» (Fil 2, 5-11). La conversión pastoral nos debe llevar a vivir y pensar en y como Cristo, asumiendo el misterio de la Encarnación hasta las últimas consecuencias. La Iglesia está en el mundo, encarnada en el mundo, sin confundirse con él, pero sí santificándolo y transformándolo. Para transformar debe ver, escuchar y conocer como Dios vio y escuchó el sufrimiento de su pueblo: «He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, he escuchado el clamor ante sus opresores y conozco sus sufrimientos» (Ex 3, 7). En este texto paradigmático podemos entrever el inicio de la kenosis de la Encarnación de Dios, que ve, escucha y conoce a su pueblo. Como Cristo que ve, escucha y conoce a su pueblo, a sus ovejas: «Yo soy el buen Pastor y conozco a mis ovejas» (Jn 10, 14).

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En el último documento del Episcopado Mexicano, “Que en Cristo, nuestra paz, México tenga vida digna”, la conversión pastoral está muy bien descrita en el número 3, a través de cuatro pasos:

Acercarse a la realidad con los ojos y con el corazón del Buen Pastor. El mundo y sus problemas 1. no nos puede ser indiferente; tampoco podemos tener una actitud de permanente condena a todo lo que hace el mundo. Estamos en el mundo, como el Verbo encarnado, para transformarlo con la fuerza del amor.

Acompañar a los hombres en el camino de la vida. El misterio de la Encarnación, como 2. paradigma de toda acción de la Iglesia, nos invita a acompañar a cada persona y a cada pueblo en los procesos de su historia, sea personal, sea social. El hombre, como los discípulos de Emaús, tiene el deseo de Dios, y la Iglesia cumple su misión enseñando las Escrituras y partiendo el Pan en el contexto de cada pueblo y comunidad.

Compartir la esperanza, los logros y desafíos del Pueblo de Dios. La Iglesia desde Pentecostés 3. es también una presencia gozosa en el mundo que potencia lo mejor del ser humano. La Iglesia puede ofrecer la Buena Noticia, que suscita un nuevo Pentecostés, que hace salir las mejores cualidades de cada persona y pueblo al servicio de los demás, e impulsa al heroísmo frente a las circunstancias más desafiantes. ¡Gracias a Dios tenemos el ejemplo de verdaderos héroes que han legado a la humanidad lo mejor que tenían!: mártires, pensadores, artistas, humanistas, etc.

Ser intérpretes y confidentes de los anhelos de los que más sufren. Sin duda, el gesto más 4. elocuente de la veracidad de la Iglesia y de su misión, son las grandes obras de caridad frente al mundo del dolor y del sufrimiento. La opción por el doliente, el pobre, el moribundo, el marginado, etc., ha dado a la Iglesia credibilidad y autoridad moral para llevar la verdad del Evangelio.

La conversión pastoral es, pues, asumir el método de Cristo Jesús que llamó, formó y envió a sus discípulos como misioneros. Él es el primer misionero que, enviado por el Padre, atrae a todos hacia el Padre; Él formó una pequeña comunidad de discípulos misioneros bajo el impulso del Espíritu, que suscita la comunión y la participación. Él envió para que los apóstoles fueran, a su vez, fundadores de comunidades de discípulos misioneros. La acción misionera de Jesús no fue espectacular; no ofrecía pan y circo, ni prometía riquezas ni éxito. Exigía el seguimiento hasta la renuncia y el caminar por el viacrucis hasta el Gólgota. La formación de sus discípulos fue permanente, progresiva y flexible (católica). Así debe ser la acción pastoral de la Iglesia. Partiendo de la identidad de la Iglesia, del método de Jesús y de su acción pastoral, la conversión pastoral supone: en cuanto sacramento de salvación, una pastoral descentralizada-misionera. En cuanto Cuerpo de Cristo, una pastoral orgánica y de comunión. En cuanto Pueblo de Dios, una pastoral ministerial y participativa. En cuanto comunidad escatológica, una pastoral de procesos y planificada.

ACTUAR ECLESIALMENTE BAJO EL IMPULSO DEL ESPÍRITU SANTO

El momento del actuar es de suma importancia, porque es el de asumir los compromisos que hagan realidad la misión de la Iglesia en el mundo como sacramento de salvación. Por eso conviene que cada uno, en su cuaderno, escriba una tarea a realizar en la comunidad, y que esté dirigida a la renovación, a la conversión pastoral de la comunidad. En un primer momento se deja un espacio de silencio para que cada uno asuma sus compromisos.

En un segundo momento, conviene que los miembros de un movimiento, grupo o asociación se junten en equipo para que juntos asuman también un compromiso delante de todos los participantes. Creo que si todos nos comprometemos en el trabajo eclesial de conjunto, de forma planificada, en comunión con el párroco, asumiendo responsablemente los acuerdos del Equipo Coordinador Básico, y de más, estamos respondiendo a la llamada a la conversión pastoral. Conviene remarcar que no puede haber francotiradores en la Iglesia, que somos una comunidad y que todos debemos actuar siempre eclesialmente, sin buscar beneficios personales para mi grupo o movimiento. Después de los compromisos por grupo, movimiento o asociación, se hace el plenario.

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Se puede terminar con el siguiente canto:

Somos un pueblo que camina,y juntos caminando podremos alcanzarotra ciudad que no se acaba,sin penas ni tristezas, ciudad de eternidad. Somos un pueblo que camina,que marcha por el mundobuscando otra ciudad;somos errantes peregrinosen busca de un destino, destino de unidad.

Siempre seremos caminantes,pues sólo caminando podremos alcanzarotra ciudad que no se acaba,sin penas ni tristezas, ciudad de eternidad. Danos valor siempre constante,valor en las tristezas,valor en nuestro afán.Danos la luz de tu Palabraque guía nuestros pasos en este caminar.

Marcha, Señor, junto a nosotros,pues sólo en tu presencia podremos alcanzar otra ciudad que no se acaba,sin penas ni tristezas, ciudad de eternidad. Dura se hace nuestra marcha,andando entre las sombrasde tanta oscuridad,todos los cuerpos desgastadosya sienten el cansancio de tanto caminar.

Pero tenemos la esperanzade que nuestras fatigas al fin alcanzaránotra ciudad que no se acaba,sin penas ni tristeza, ciudad de eternidad.

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disCernimiento:Herramienta de Conversión

José Marcos Castellón Pérez, Pbro.

OBJETIVO

Reflexionar sobre el discernimiento como herramienta de conversión personal y pastoral, mediante la escucha atenta de lo que Dios nos dice por medio de su Espíritu sobre lo que debemos siempre elegir, a fin de dejarnos llevar por los criterios del Evangelio y no por los

criterios personales.

VER CON LOS OJOS DEL PADRE

Comenzamos nuestra sesión con la siguiente oración:

Dios omnipotente y misericordioso,abre mis ojos para que descubra el mal que he hecho;toca mi corazón, para que,con sinceridad me convierta a ti.Restaura en mí tu amor,para que resplandezca en mi vida la imagen de tu Hijo.

Padre misericordioso y consolador,Tú, que dijiste: «Yo quiero la conversión del pecadory no su muerte»,ayúdame a escuchar tu Palabra,confesar mis pecados,darte gracias por el perdón que me otorgas.Ayúdame a comportarme con sinceridaden el camino del amor,y a crecer en Cristo a través de todos los acontecimientos.

Señor, que eres justo y clemente con todos los que te invocan,Tú conoces mi pecado y mi injusticia.Tú sabes también mis buenos deseos.Escucha mi oración,y dame la gracia de volver a ti,por una conversión y reconciliación sinceras.

Oh Dios, que me llamas de las tinieblas a tu luz,de la mentira a la verdad,de la muerte a la vida;infunde tu Espíritu Santo que abre el oído yfortalece el corazón,para que perciba mi vocación cristianay avance decididamente por el caminoque me conduce a la verdadera vida cristiana.

Señor Dios, Tú conoces todo.conoces también mi sincera voluntadde servirte mejor a ti y a todos mis hermanos.

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1Mírame y escucha mis súplicas.Concédeme la gracia de una verdadera conversión.Suscita en mí el espíritu de penitenciay confirma mis propósitos.Perdona mis pecados y sé indulgente con mis defectos.Llena mi corazón de espíritu de confianza y generosidad.Hazme discípulo fiel de tu Hijoy miembro vivo de su Iglesia. Amén.

Después de la oración se puede leer el siguiente cuentito:

«Era una noche oscura y fría. Jorge bebía su café sentado en su sillón favorito en la sala de su casa. Su familia dormía y él reflexionaba tantas cosas, que perdió la noción del tiempo. Eran las tres de la mañana, llevó su taza vacía al lavaplatos y abrió el refrigerador para prepararse un refrigerio. Cuando cerró la puerta, vio junto a él a una figura muy conocida, pero en nada apreciada. La espectacular imagen le arrebató el sueño en un instante, y lo miró fijamente y le dijo con voz tenue:- ¿Sabes bien a qué he venido?Él asintió con la cabeza y le dijo:- Sí, lo sé. Ya es hora.La muerte confundida le preguntó a su víctima.- ¿No vas a llorar? Todos lo hacen, se arrodillan y suplican, juran que serán mejores, ruegan por una oportunidad. ¿Tú, por qué no?Temeroso aún, y con un nudo en la garganta, Jorge le respondió:- ¿De qué me sirve? Nunca me darás otra oportunidad. Tú sólo haces tu trabajo.- Claro, solo hago mi trabajo.- ¿Puedo despedirme de mi familia? -cuestionó Jorge con ligera esperanza de recibir un sí.- Tú has dicho que sólo hago mi trabajo, yo no decido la hora ni el lugar, mucho menos los detalles. Lo siento. Poca gente piensa en su FAMILIA en vida, pero al llegar este momento, todos piden lo mismo.- No lo entiendes -dijo Jorge con tono de reproche. -Yo perdí a mi padre cuando tenía 17 años y mi sufrimiento fue grande, pero mi hija menor tiene tan sólo 7, déjame decirle que la amo.- Tuviste 7 años para decírselo, tuviste muchos días libres, muchos cumpleaños, fiestas y momentos en que pudiste decirle a tu hija que la amas. ¿Por qué sólo pensaste en tu hija?- Mi hijo mayor no me creería, y mi esposa, a ella no creo que le interese si la amo o no. Nos hemos distanciado mucho, es una gran mujer y excelente madre, no la supe valorar, ¡cómo me arrepiento! Pero mi niña, no hay día que entre yo por la puerta y no esté ahí para recibirme con un beso.- Deja de hablar, ya se hace tarde.- Está bien. - ¿Sabes? Este momento hace que mucha gente haga conciencia de su vida. LÁSTIMA QUE SEA DEMASIADO TARDE.

Salieron ambos al patio; un extraño tren aguardaba en la calle y lo abordaron.- No todo es aburrido en la muerte, no te puedo decir lo que pasará, pero te propongo que juguemos ajedrez para matar el tiempo.

Con una sonrisa y una lágrima, Jorge dijo:- Qué curioso, creí que no tenías sentido del humor.

El juego se inició. Jorge no se calmaba, aunque comenzó ganando, consiguió un alfil y un caballo. Pero era obvio que eso no le alegraba. La muerte le preguntó:- ¿A qué te dedicabas en vida?– Soy, es decir, era un empleado en una fábrica de calzado.- ¿Obrero? - No, trabajaba en la administración.- Ah, supongo que tú te encargabas de ver si algo faltaba en producto o dinero. - Si, en parte era así. No entiendo por qué a mí.

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- No entiendes que ustedes, teniendo tantas cosas que hacer se encierran en el trabajo, y olvidan los sentimientos, no les importan los demás, se vuelven egoístas y violentos, para que al visitarlos yo, demuestren ternura, humildad, tristeza, miedo e incluso lloren. ¿Por qué esperar a que llegue yo, si ya nada podré hacer?- No lo sé… No lo entiendo.- En cambio yo, soy como un simple peón, haciendo lo que debo hacer y nada más. Mientras ustedes, son dueños de su propia vida, capaces de decidir qué harán con ella, ¿y para qué? Si su peor decisión es desperdiciar su vida.- Te creí más cruel -comentó Jorge.

El silencio reinó por unos instantes, mientras Jorge ponía en jaque a la muerte.- Dime, ¿qué pensabas cuando te casaste?- Pensaba en ser feliz, formar una linda familia, en formar parte de la sociedad.- ¿Y lo lograste?- ¿Es broma, verdad? Me encontraste solo en mi cocina, durante la madrugada, y te pedí despedirme de mi familia y pedirles perdón. Es obvio que no lo hice. Si hubiese mostrado más amor a mi familia, la despedida no hubiera sido necesaria.

Ya las lágrimas se habían secado del rostro de Jorge, y de pronto exclamó suavemente ¡Jaque mate! La muerte sonrió y dijo:- ¡Felicidades!

Suspiró Jorge y respondió: - Es una pena que no sirva de nada. No me importaba ganar, de todos modos ya estoy aquí.Un simple juego de ajedrez no aleja mi mente de la familia, de mis hijos, mi esposa.

Las lágrimas brotaron de nuevo en el rostro de Jorge, quien se cubrió el rostro con ambas manos. Y mientras él sollozaba, la muerte exclamó:- ¡Llegamos!

Jorge intentó calmarse, y al abrir los ojos estaba de nuevo en su viejo sillón, se secó las lágrimas, eran las 6 con 45 de la mañana. Y en lugar de gritar ¡Estoy vivo! como lo haría cualquier otro, salió al patio y dijo con voz tenue:- Gracias DIOS mío.

Caminó de vuelta a su casa, entró a la habitación de su hija, la tomó en brazos y fue donde su hijo dormía, le hizo cosquillas en los pies, y le dijo:- Hijo, despierta, es domingo.- ¿Me despiertas para decirme que es domingo?- No hijo, los desperté para decirles que los amo».

Después de la narración de este pequeño cuento, podemos comentar la experiencia de los asistentes sobre cuántas veces se eligen las cosas que no son tan importantes, dejando de lado las cosas que sí lo son.

JUZGAR CON LOS CRITERIOS DEL HIJO

El discernimiento es un juicio que nos ayuda a clarificar y distinguir las cosas, que se realiza por medio de un criterio, es decir, por un esquema de valores, a fin de distinguir la bondad o maldad, la conveniencia o la inconveniencia, la importancia o no de estas cosas. La Palabra de Dios nos invita a discernir a través del entendimiento y decidirnos siempre por lo bueno o por lo mejor. Así, Dios con sus mandamientos nos ayuda a tener un criterio para el recto obrar. Pero hay situaciones en las que es difícil tomar una decisión, pues el corazón del hombre puede engañarse fácilmente, tener juicios equivocados, creer como verdadero lo que es mentira, etc. Por ejemplo, Samuel que no sabe si es voluntad de Dios elegir un rey o seguir con el régimen de los jueces (1Sam 8,1-10.19-22); Salomón tuvo que discernir entre quién de las dos mujeres era la verdadera madre del niño (1Re 3,16-28); los apóstoles deben discernir si la entrada de los paganos a la Iglesia debe pasar antes por la circuncisión (Hech 15,1-15.19-31). Ante todo, la persona que discierne debe tener como criterio la Voluntad divina y el deseo sincero de obedecerla sobre sus propios gustos e intereses.

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1Aunque no es un legado original de san Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios Espirituales, y en toda

la espiritualidad ignaciana, se remarca la importancia del discernimiento. Éste es un camino correcto para la constante conversión y el compromiso de seguir a Cristo.

San Ignacio de Loyola, en la segunda semana de los Ejercicios Espirituales, propone la meditación que él llama de los “Tres Binarios”, es decir, de los tres tipos diferentes de personas, en la que expone la experiencia espiritual de quienes, ya entrados en la vida cristiana, siguen auténticamente los criterios del Evangelio, o bien, les cuesta trabajo seguir el impulso del Espíritu Santo, sintiéndose muy seguros en sus esquemas personales y pastorales sin propiciar la conversión personal ni la conversión pastoral de su comunidad. San Ignacio imagina la actitud que toma cada uno de estos tipos de personas, que han recibido una cantidad muy considerable de dinero por medios meramente humanos. Frente a este dinero las personas experimentan un sentimiento ambivalente, pues por una parte quisieran estar dispuestos a darlo todo por Dios, pero también sienten gusto, atracción, seguridad y afecto en la posesión de ese dinero: ¿Qué hará cada binario frente al dinero y frente a Dios? La historia de estos personajes ficticios es la historia de cada uno de nosotros en la relación que tenemos con los bienes materiales, pero más en la relación que tenemos con el Señor. Lo importante de las meditaciones de estos Ejercicios Espirituales es ponerse uno en el lugar del personaje con la finalidad de pedir a Dios la gracia de la conversión, para darle mayor gloria y así poder alcanzar la salvación.

El primer binario o el primer tipo de personas, dice san Ignacio, son los que buscan la paz interior y su salvación eterna, queriendo quitar sus apegos a esa riqueza, pero nunca ponen un medio adecuado para hacerlo; así los encuentra la muerte: con el puro deseo. El segundo binario son aquellos que quieren quitar su afecto desordenado, su apego a la riqueza, pero quieren que se haga de forma milagrosa, que Dios venga y les quite de tajo ese apego; éstos piensan así, porque es más fácil querer que Dios quite los afectos desordenados sin el compromiso del esfuerzo constante por quitarlos personalmente, claro, con la ayuda de la gracia divina. El tercer binario o tipo de personas son aquellos que quieren quitar su afecto desordenado, pero no lo quieren por rechazar el bien material ni por la carencia de ese bien, sino sólo por el amor de Dios y para estar más libres para servirlo; es decir, si Dios lo quiere, ellos lo quieren; si Dios no lo quiere, ellos no lo quieren. Este tercer tipo de personas son los que están dispuestos no a la riqueza ni a la pobreza por sí mismas, sino a la libertad interior para estar totalmente disponible a la voluntad del Señor. Es evidente que este tercer tipo de personas son las que andan por buen camino.

En este sentido, san Ignacio retoma la meditación inicial que sirve como gozne de todos los Ejercicios Espirituales, que la titula “Principio y Fundamento”. El tercer binario son aquellos que viven ese desapego, que podemos identificar con la conversión, y pueden estar dispuestos al seguimiento radical de Jesús, cuyo misterio, vida, pasión, muerte y resurrección se meditan a lo largo de los Ejercicios. Ahora se transcribe textualmente:

El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor, y mediante esto salvar su alma; y las cosas sobre la faz de la tierra son creadas para el hombre y para que le ayuden a conseguir el fin para el que es creado. De donde se sigue que el hombre tanto ha de usar de ellas cuanto le ayuden para su fin, y tanto debe privarse de ellas cuanto para ello le impiden. Por lo cual es menester hacernos indiferentes a todas las cosas creadas, en todo lo que cae bajo la libre determinación de nuestra libertad y no le está prohibido; en tal manera que no queramos, de nuestra parte, más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y así en todo lo demás, solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce al fin para el que hemos sido creados.

La meditación de los “Tres Binarios” lleva a pensar, sobre todo a los agentes de pastoral: sacerdotes y seglares comprometidos que más participan en la Iglesia, que a veces se pueden sentir muy seguros pensando que son buenos, que hacen la voluntad de Dios, y que están dispuestos a cualquier cosa por el Señor, pero en realidad no. La meditación ignaciana nos habla no sólo de la relación que podamos tener con los bienes materiales, sino en nuestra relación con Dios. En la vida espiritual es muy fácil engañarse a sí mismo. Por ello debemos discernir para ver si lo que somos, pensamos, actuamos y sentimos viene de Dios, del maligno o de nuestro refinado egoísmo. Podemos engañarnos a nosotros mismos y engañar a los demás, pero a Dios no se le puede engañar, porque Él conoce y penetra hasta las más secretas de las intenciones. El discernimiento de la conciencia y el discernimiento pastoral nos ayudarán a confrontar nuestra voluntad con la Voluntad divina. Para ello es necesario un mínimo

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deseo de conversión y la sinceridad para llevar a cabo una autocrítica a través del discernimiento. También hay que reconocer que el mero hecho de ser sacerdotes, catequistas, ministros extraordinarios, miembros de algún grupo parroquial, e incluso gozar de la amistad de algún obispo, no nos hace cristianos. Podemos tener una encomienda de muchísimo prestigio o responsabilidad en la Iglesia y ser paganos en nuestros criterios personales o, incluso, actuar en contra del Evangelio.

Hay agentes de pastoral, como la primera clase de personas, que tienen deseos de santidad y de ser mejores, pero no ponen los medios suficientes para responder generosamente a la llamada divina. Dan largas a la conversión y ante las primeras dificultades desisten en sus buenos propósitos o se justifican de no poderlos poner en práctica. En sus buenos deseos les agarra la muerte, pues siempre dejan para el futuro lo que pueden hacer en el presente. Reza un dicho: «El camino del infierno está empedrado de buenas intenciones»; intenciones que nunca se llevaron a cabo. La falta de perseverancia y de disciplina, la debilidad en la voluntad, la inconstancia frente a los problemas... todo esto lleva a la desilusión y al paulatino abandono de los mejores propósitos. El juicio tan negativo que algunas personas tienen sobre los sacerdotes y, en general, con todos los agentes de pastoral, debería llevarnos a la autocrítica sana, sin descalificar de entrada esos juicios, a fin de que nuestras acciones nunca den motivo a que se hable mal del Evangelio. No basta con el deseo de ser buenos, debemos serlo. No bastan los planes pastorales escritos de forma impecable, hay que ejecutarlos llevándolos a la práctica.

También puede haber agentes de pastoral que son como la segunda clase de personas, es decir, aquellos que sí son muy buenos para rezar, hacer mandas y largas horas de oración pidiéndole a Dios aquello que ellos mismos no están decididos a hacer. Dice el dicho: «A Dios rogando y con el mazo dando», dando a entender que las cosas que pedimos a Dios hay que comenzar a realizarlas nosotros. La conversión hay que pedirla, pero también se ha de aplicar con esmero en hacerla una realidad en la vida. La imagen de Dios como un “tapagujeros”, “aspirina” o “bonachón”, como un técnico multiusos para solucionar lo que se nos va atorando, es una grave deformación teológica. Quizá este tipo de personas son las que buscan lo fácil, lo que no complique la existencia ni comprometa en un proyecto personal o pastoral de transformación. Cuantos pastores no se exigen a sí mismos poniendo como pretexto a la gente humilde, como si la pobreza o la humildad fuera estupidez. Agentes conformistas con mantener, algunas veces ni eso, el culto y la piedad del Pueblo de Dios, hambriento de la verdad del Evangelio. De alguna manera, en este segundo binario ignaciano, cabrían aquellos que no quieren cambiar su estilo de vida porque ya se han acomodado a él. No sólo eso, sino que además buscan justificaciones racionalizando aquello que es evidentemente contrario al Evangelio. Es sumamente triste que algún agente de pastoral, especialmente los sacerdotes, justifiquen sus pecados y sus vicios con razones de una moral de mínimos y farisaica. Pastoralmente hablando, también cabrían los que se casan con un modelo de pastoral y se cierran al soplo siempre novedoso del Espíritu Santo.

La invitación de san Ignacio de Loyola es que los seguidores de Jesús estén dispuestos a todo, a fin de hacer la voluntad de Dios, como los del tercer tipo de personas. El discípulo no debe elegir la pobreza o la riqueza, la salud o la enfermedad, sino sólo, y sobre todo, la Voluntad divina. El discípulo de Cristo, a través de un proceso de conversión, debe estar dispuesto a renunciar a todo por el Señor. Renunciar a sus gustos, a sus preferencias, a sus proyectos personales, a sus esquemas pastorales. La buena disposición en acatar las indicaciones pastorales del obispo o de la autoridad correspondiente, la generosidad pastoral para estar en el lugar en que se le envía sin anhelar otro, el abandono del carrerismo, la santa indiferencia frente a cargos prestigiosos o títulos rimbombantes, la participación activa y fraterna en las instancias pastorales como el decanato, la vicaría o la misma diócesis, nos hablan de agentes de pastoral que van en el camino del seguimiento de Cristo. Muchos agentes de pastoral son verdaderos discípulos del Señor, y lo manifiestan en sus criterios y en sus actitudes. Gracias a Dios tenemos el ejemplo de muchísimas personas abnegadas que, enamoradas de Cristo y de su Reino, son capaces de dar la vida a fin de atraer a otros hacia el Señor.

Esta meditación no debe ser entendida como una clasificación de otras personas en uno u otro binario. Es muy fácil pensar en otro que se acomoda muy bien en un binario, según el juicio subjetivo de cada persona. Pero juzgar a otro sería lo más contrario a la intención de san Ignacio y, en última instancia, a la voluntad de Dios. Se trata del juicio personal del lugar que ocupo yo, y solamente yo, en esta clasificación.

Por otra parte, el objetivo último del discernimiento personal o pastoral es la conversión, que es un proceso de abandono de los propios criterios para adquirir los de Jesucristo y de su Evangelio. La conversión es una matanoia, un cambio de mentalidad. Si caminamos en la sinceridad, creo que uno mismo puede discernir su vida, a la luz de la meditación ignaciana de los “Tres Binarios”, dentro de los tres tipos de personas. Yo mismo soy en muchas ocasiones un iluso soñador, que se conforma con

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1propósitos sin llevarlos nunca a la práctica. También soy yo mismo el que le pide a Dios lo que no estoy totalmente convencido de comprometerme; soy yo el que se cierra a las mociones del Espíritu para no ver la novedad de su presencia en las personas, en los acontecimientos, en la vida. Soy yo mismo el que con egoísmo pienso más en mis criterios que en los del Señor, que mi intención no siempre es íntegra ni limpia; que junto a la predicación de su Evangelio también he deseado predicarme a mí mismo, adquirir fama y prestigio. Soy yo mismo el que mira con envidia el éxito pastoral de mi hermano y compañero; soy celoso y, si me toca suplirlo en alguna tarea, me molesta que mencionen su nombre o que digan sus aciertos, mientras que me gozo internamente de las críticas hacia él y de sus fracasos. Pero también soy yo el que le ha respondido al Señor con generosidad, que ha sido fiel a su Voluntad y he sido obediente a sus mociones. El discernimiento personal o pastoral es como un verbo que debe conjugarse siempre en primera persona y nunca en segunda o tercera persona.

El discernimiento es el ejercicio espiritual que hace cotejarse con el Evangelio; como el espejo que no deja mentirse sobre la propia figura. Gracias a la capacidad autocrítica del discernimiento, el agente de pastoral puede verse como seguidor de sí mismo o del Señor, como misionero de sus intereses o de los del Reino de Dios. Reconociendo las intenciones más profundas se podrá llegar a comenzar, retomar o potenciar la conversión personal y la conversión pastoral.

ACTUAR ECLESIALMENTE BAJO LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO

La conversión es una tarea donde entra en juego el discernimiento, a fin de privilegiar la voluntad de Dios sobre la nuestra, elegir el camino y los criterios del Señor antes que los nuestros. El discernimiento es un ejercicio espiritual necesario, y lo podemos hacer todos los días cuando experimentemos la necesidad de hacer elecciones. Se pueden hacer tres equipos voluntarios dentro de los participantes. Cada equipo hará una representación improvisada. El primer equipo sobre un problema familiar en el que la violencia casi llega a los golpes. El segundo equipo representará la visita de un hermano separado agresivo, ofensivo y fundamentalista, a una casa católica muy tradicional; el hermano separado muestra, además, mucho cansancio y hambre, pero si lo pasa a su casa la mujer que lo está escuchando, puede confundir a su hijo menor que tiene serias dudas de fe. El tercer equipo representará una comunidad cristiana que está dividida por el sacerdote que lleva una vida escandalosa, y ya toda la comunidad sabe de su doble vida. Los de los equipos deben preguntar a los participantes qué es lo que se debe hacer en ese caso conforme a la voluntad de Dios; son algunos casos en los que debemos aprender a discernir.

Terminamos la sesión con el siguiente canto:

En Jesús puse toda mi esperanza,Él se inclinó hacia mí,y escuchó mi clamor,y escuchó mi clamor...

Me sacó de la fosa fatal,del fango cenagoso;acentó mis pies sobre la roca,mis pasos consolidó...

Puso en mi boca un canto nuevo,una alabanza a nuestro Dios,muchos verán y creerán,y en Jesús confiarán...

En ti se gozan y se alegrantodos los que te buscan;repitan sin cesar:¡qué grande es nuestro Dios!

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marÍa, eJemPLo de muJer reConCiLiada.CeLebraCión de La PaLabra

OBJETIVO

Contemplar con confianza filial el ejemplo de María, limpia de pecado, como imagen de la Iglesia pura y santa, por medio de la celebración de la Palabra de Dios, para que sintamos el impulso maternal de la Virgen a propiciar la conversión personal y la

conversión pastoral.

NOTA PEDAGÓGICA: Esta celebración corona las reflexiones precedentes, y no quieren ser un tema sobre María, sino una contemplación de su disposición y generosa respuesta a través de la escucha de la Palabra que nos habla de ella. Conviene tener una vela encendida, una imagen de Cristo crucificado y otra de la Virgen María con un ramito de flores.

CELEBRACIÓN

Lector (L): En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Todos (T): Amén.

L: Los invito a dirigirse conmigo al Corazón Inmaculado de María, Madre de Jesús, en la que «se realizó la reconciliación de Dios con la humanidad..., se realizó verdaderamente la obra de la reconciliación, porque recibió de Dios la plenitud de la gracia en virtud del sacrificio redentor de Cristo». Verdaderamente, María se ha convertido en la «aliada de Dios» en virtud de su maternidad divina, en la obra de la reconciliación (Juan Pablo II).

T: Virgen, hija de Adán por nacimiento, hija de Abrahám por la fe, planta de la raíz de Jesé y de la que brotó la flor, Cristo Jesús, a ti nos dirigimos. Tú eres la voz del antiguo Israel, exultación del pequeño resto fiel, seno sagrado que engendró a Aquel en quien se han cumplido todas las antiguas promesas. Danos tu corazón de pobre para que lleguemos a ser capaces de una conversión sincera. Danos tu escucha atenta dirigida al Dios de las Escrituras, a fin de que también pueda germinar en nosotros la semilla de la Palabra depositada en las profundidades de nuestro ser. Te damos gracias, Virgen bendita, madre del Fruto bendito.

L: Nos hemos reunido en este día para venerar a María, la madre de Dios hecho hombre, para que nos ayude a todos a aceptar a su Hijo Jesucristo en su Palabra y así poder responder con amor a su llamada de conversión.

T: Estamos dispuestos a escuchar la Palabra de Dios, como María.

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1LITURGIA DE LA PALABRA

(Fiesta de la Anunciación: 25 de marzo)

PRIMERA LECTURA [He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo.] Lectura del libro del profeta Isaías 7, 10-14

En aquellos tiempos, el Señor le habló a Ajaz diciendo: “Pide al Señor, tu Dios, una señal de abajo, en lo profundo, o de arriba, en lo alto”. Contestó Ajaz: “No la pediré. No tentaré al Señor”. Entonces dijo Isaías: “Oye, pues, casa de David: ¿No satisfechos con cansar a los hombres, quieren cansar también a mi Dios? Pues bien, el Señor mismo les dará por eso una señal: He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán el nombre de Emmanuel, que quiere decir Dios-con-nosotros”. Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL del Salmo 39

R. Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad. Sacrificios, Señor, Tú no quisiste, abriste, en cambio, mis oídos a tu voz. No exigiste holocaustos por la culpa, así que dije: “Aquí estoy”. R.En tus libros se me ordena hacer tu voluntad; esto es, Señor, lo que deseo: tu ley en medio de mi corazón. R. He anunciado tu justicia en la gran asamblea; no he cerrado mis labios, Tú lo sabes, Señor. R. No callé tu justicia, antes bien, proclamé tu lealtad y tu auxilio. Tu amor y tu lealtad no los he ocultado a la gran asamblea. R.

SEGUNDA LECTURA [En tu libro se me ordena cumplir tu voluntad.] Lectura de la carta a los hebreos 10, 4-10

Hermanos: Es imposible que la sangre de toros y machos cabríos pueda borrar los pecados. Por eso, al entrar al mundo, Cristo dijo conforme al salmo: No quisiste víctimas ni ofrendas; en cambio, me has dado un cuerpo. No te agradaron los holocaustos ni los sacrificios por el pecado; entonces dije –porque a mí se refiere la Escritura–: “Aquí estoy, Dios mío; vengo para cumplir tu voluntad”. Comienza por decir: No quisiste víctimas ni ofrendas, no te agradaron los holocaustos ni los sacrificios por el pecado –siendo así que es lo que pedía la ley–; y luego añade: Aquí estoy, Dios mío; vengo para cumplir tu voluntad. Con esto, Cristo suprime los antiguos sacrificios, para establecer el nuevo. Y en virtud de esta voluntad, todos quedamos santificados por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo, hecha de una vez por todas. Palabra de Dios.

EVANGELIO [Concebirás y darás a luz un hijo.] Lectura del santo Evangelio según san Lucas 1, 26-38 En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada

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Nazaret, a una virgen desposada con un varón de la estirpe de David, llamado José. La virgen se llamaba María. Entró el ángel a donde ella estaba y le dijo: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”. Al oír estas palabras, ella se preocupó mucho y se preguntaba qué querría decir semejante saludo. El ángel le dijo: “No temas, María, porque has hallado gracia ante Dios. Vas a concebir y a dar a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y Él reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reinado no tendrá fin”. María le dijo entonces al ángel: “¿Cómo podrá ser esto, puesto que yo permanezco virgen?”. El ángel le contestó: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso, el Santo, que va a nacer de ti, será llamado Hijo de Dios. Ahí tienes a tu parienta Isabel, que a pesar de su vejez, ha concebido un hijo y ya va en el sexto mes la que llamaban estéril, porque no hay nada imposible para Dios”. María contestó: “Yo soy la esclava del Señor; cúmplase en mí lo que me has dicho”. Y el ángel se retiró de su presencia. Palabra del Señor.

Nota: Quien dirige la celebración puede hacer una reflexión personal después de un momento de silencio, e invitar a los participantes a que libremente también comenten el eco que la Palabra ha dejado en ellos.

ORACIONES A LA VIRGEN MARÍA

L: No me desampare tu amparo, no me falte tu piedad, no me olvide tu memoria. Si tú, Señora, me dejas, ¿quién me sostendrá? Si tú me olvidas, ¿quién se acordará de mí? Si tú, que eres Estrella de la mar y guía de los errados, no me alumbras, ¿dónde iré a parar? No me dejes tentar del enemigo, y si me tentare, no me dejes caer, y si cayere, ayúdame a levantar. ¿Quién te llamó, Señora, que no le oyeses? ¿Quién te pidió, que no le otorgases?

T: Madre querida, acógeme en tu regazo, cúbreme con tu manto protector y con ese dulce cariño que nos tienes a tus hijos, aleja de mí las trampas del enemigo, e intercede intensamente para impedir que sus astucias me hagan caer. A Ti me confío y en tu intercesión espero. Amén.

L: Santa María, Madre de Dios, consérvame un corazón de niño, puro y cristalino como una fuente. Dame un corazón sencillo que no saboree las tristezas; un corazón grande para entregarse, tierno en la compasión; un corazón fiel y generoso que no olvide ningún bien ni guarde rencor por ningún mal. Fórmame un corazón manso y humilde, amante sin pedir retorno, gozoso al desaparecer en otro corazón ante tu divino Hijo; un corazón grande e indomable que con ninguna ingratitud se cierre, que con ninguna indiferencia se canse; un corazón atormentado por la gloria de Jesucristo, herido de su amor, con herida que sólo se cure en el cielo.

T: Santísima Señora, Madre de Dios; tú eres la más pura de alma y cuerpo, que vives más allá de toda pureza, de toda castidad, de toda virginidad; la única morada de toda la gracia del Espíritu Santo; que sobrepasas incomparablemente a las potencias espirituales en pureza, en santidad de alma y cuerpo; mírame culpable, impuro,

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1manchado en el alma y en el cuerpo por los vicios de mi vida impura y llena de pecado; purifica mi espíritu de sus pasiones; santifica y encamina mis pensamientos errantes y ciegos; regula y dirige mis sentidos; líbrame de la detestable e infame tiranía de las inclinaciones y pasiones impuras; anula en mí el imperio de mi pecado; da la sabiduría y el discernimiento a mi espíritu en tinieblas, miserable, para que me corrija de mis faltas y de mis caídas, y así, libre de las tinieblas del pecado, sea hallado digno de glorificarte, de cantarte libremente, verdadera madre de la verdadera Luz, Cristo Dios nuestro. Pues sólo con Él y por Él eres bendita y glorificada por toda criatura, invisible y visible, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Nota: La celebración puede terminar con el rezo del Santo Rosario o con un misterio de éste.

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