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Günter Blöcker
Líneas y perfiles
de la
literatura moderna
http://ntc-narrativa.blogspot.com/2013_04_21_archive.html
EDICIONES GUADARRAMA
Lope de Rueda, 13
M A D R I D
Este libro fue publicado por
ARGON VERLAG, Berlín, 1961
con el título
DIE NEUEN WIRKLICHKEITEN
LINIEN UND PROFILE
DER MODERNEN LITERATUR
* * *
Lo tradujo al castellano
THILO ULLMAN
DERECHOS PARA TODOS LOS PAÍSES DE LENGUA ESPAÑOLA EN
EDICIONES GUADARRAMA, S. A.
MADRID, 1969
DEPÓSITO LEGAL: M. 16.770.—196
PRINTED IN SPAIN BY
ARTES GRÁFICAS BENZAL. - Virtudes, 7. - MADRID
Con carácter didáctico, escaneo y publica: Julio César Londoño. Cali, Agosto 11. 2013
http://ntc-narrativa.blogspot.com/2013_04_21_archive.html
Alojó en internet: NTC … Nos Topamos Con … http://ntcblog.blogspot.com/ , [email protected]
CONTENIDO
Las nuevas realidades en la literatura ... ………
Herman Melville………………………………………………
Gustave Flaubert………………………………………………
Henry James……………………………………………………..
James Joyce ............................ …………………………
Marcel Proust………………………………………………….
Virginia Woolf………………………………………………….
William Faulkner ……………………………………………
Edgar Alian Poe………………………………………………
Paul Valéry……………………………………………………….
Gottfried Benn ………………………………………………….
Ezra Pound………………………………………………………
Aldous Huxley …………………………………………………
D. H. Lawrence…………………………………………………
Henry Miller……………………………………………………
Thomas Wolfe…………………………………………………
Federico García Lorca………………………………………
F. Scott Fitzgerald……………………………………………..
Gertrude Stein ………………………………………………….
Ernest Hemingway……………………………………………..
Joseph Conrad……………………………………………………
André Malraux…………………………………………………..
Albert Camus……………………………………………………..
Ernst Jünger……………………………………………………..
T. E. Lawrence………………………………………………….
Franz Kafka………………………………………………………..
Hermann Brocb…………………………………………………
Robert Musil………………………………………………………
André Gide…………………………………………………………
Tbomas Mann………………………………………………......
Observación final……………………………………………….
TABLA CRONOLÓGICA DE LA LITERATURA MODERNA……
NOTA DEL EDITOR
La edición original de este libro apareció en el otoño de 1957.
Desde entonces han tenido lugar algunas modificaciones de los
hechos, por la publicación de nuevos trabajos de algunos de los
autores mencionados, por el continuado fluir de sus destinos
vitales o por su muerte. Sin embargo, la esencia de las
concreciones intentadas en este libro no se ha visto en modo
alguno alterada, sino, bien al contrario, ha demostrado su
validez y permanencia. Por ello, el autor no ha estimado
necesario, ante nuevas ediciones y reimpresiones, corregir el
texto original o ampliar los temas tratados, que no habrían
aportado nada radicalmente nuevo a su presentación. Por esto
la versión española se basa también, por acuerdo expreso con
el autor, en el texto original alemán, ya clásico, en su forma
primitiva.
LAS NUEVAS REALIDADES
EN LA LITERATURA
Una de las contradicciones de nuestra época consiste en
rechazar obstinadamente la conciencia de su propia riqueza.
Hemos desarrollado un vocabulario apocalíptico para señalar
con diligencia todo cuanto pueda contribuir a su denigración.
Un frenesí de alegre autohumillación recorre el mundo y se
apodera de las cátedras. Los espíritus más agudos ponen en
marcha los complicados mecanismos de su cultura para
demostrarnos que el dorado chorro creador está a punto de
verterse en una enorme nada. Se recuerdan frases, se invocan
sentencias, se citan contenidos de deslumbrante e histórica
validez. Se coronan monumentos y se veneran petrificaciones,
no con un sentimiento de respeto, sino con la esperanza de
una fraternidad de armas. Este culto tendencioso trata de
convertir a los maestros del pasado en ángeles ejecutores de
nuestro tiempo y los respetados hitos en índices conminatorios
bajo los que se encoge el angustiado presente.
Quien quiera puede ver en esto un síntoma más de nuestra
insuficiencia. Al fin y al cabo, ¿qué cabe pensar de una época
que se presta tan voluntariamente a ser desprovista de
fertilidad? La realidad, sin embargo, pudiera hallarse en que
todavía no ha tomado conciencia ni de la calidad ni de la
intensidad de su potencia. En todos los estados de violenta y
rápida evolución reina la natural inseguridad. También, na-
turalmente, el espíritu interpretativo participa de dicha
inseguridad. Tocado en su punto más sensible, la estimación de
sí mismo, tiende a interpretar los desmoronamientos que lo
rodean como signos de la catástrofe general, refugiándose en
la seguridad engañosa de las normas periclitadas. Cree salvar lo
que no precisa de salvación, sino de firmeza sin compromisos.
Al buscar el pasado, empuña la herramienta inadecuada, y se
asombra de que las medidas no concuerden. Y más aún: al
hacer hincapié en los viejos valores, se ciega a la existencia de
los nuevos. De este modo, la mirada a lo desconocido será
infaliblemente una mirada a la nada.
Los cambios, que tanto conturban al intelecto, negándole
todas las orientaciones habituales, forzándolo, al salto hacia
atrás como única salida, son en verdad confusos y angustiosos.
Uno de ellos, que podemos llamar sumariamente desaparición
general de la realidad, presenta todos los rasgos del fenómeno
catastrófico. Cuando la realidad de los ideales en los que el
hombre se sentía seguro parece desvanecerse simul-
táneamente con la realidad de la naturaleza, puede haber
fundamento para el pánico intelectual. Sin embargo, hay que
preguntarse si precisamente los panegíricos de la vieja
magnificencia no debieran conceder mayor confianza a un
orden que es más que todos los órdenes en cuanto ha
demostrado la disposición inagotable a crear órdenes siempre
nuevos. Cuando la moral se manifiesta raída, los ideales
resecos, los ejemplos faltos de ejemplaridad, no se deduce
necesariamente que hayan cedido todas las contenciones;
puede haber un nuevo código en elaboración. Cuando la fe ya
no puede reconstruir el tejado que cobije a todos, no es
evidente que los demás estén expuestos a la perdición, sino
que pueden estar buscando otros valores. Incluso allí donde se
cree ver más palpablemente el empobrecimiento: en la
difuminación de las individualidades, en su uniforme reducción
a los funcionales esquematismos de un mundo técnico y a sus
organizadas comunidades, parece más adecuada la com-
prensión que el rechazo de las formas emergentes.
Estén donde estén nuestras simpatías, la verdadera tradición, y
no el mero tradicionalismo, se hallará sólo donde se pueda
instrumentar, sin posos de resentimiento, un encuentro de las
viejas circunstancias con las nuevas realidades.
En la esfera de lo ideal, para consuelo del espíritu atribulado,
esto se consigue más fácilmente que en la vida práctica. El
hombre, ser conservador, es también un ser sediento siempre
de ideales, aunque sean cada vez más pobres. Sin fe, sin
sueños, sin virtud no puede existir ni siquiera el hombre
reducido. En la esfera de lo práctico, en cambio, manifiesta una
disposición a la adaptación que raya en el abandono de sí
mismo. Donde más se evidencia este fenómeno es en la mo-
derna relación con la naturaleza, incluso con la inmediata
realidad vital. Todo el instrumental de la existencia moderna
parece diseñado para mantenernos alejados de la realidad en
toda su sensualidad. Quien utiliza un automóvil, participa en
una vivencia «abstracta»: la velocidad. La vida objetiva se
desvirtúa en signos en movimiento, lo concreto escapa
progresivamente a la percepción y se hace intangible. El paisaje
ya no se siente, se huele, se gusta y se toca, sino que se desliza,
aplanado a decoración cambiante, cifrada fugazmente, ante
nosotros. Somos, y no sólo al viajar en automóvil, los seres
sentados en la transparente caja hermética de la técnica, que
sienten las vibraciones de los motores y se contentan con los
olores de la gasolina, la cocina y la rebotica. Detenernos,
apearnos, apoderarnos inmediatamente de la realidad es un
acto moral que ya sobrepasa nuestras fuerzas. Y cuando lo
intentamos, perseguimos sólo la captura esquemática de la
fotografía. El lápiz de Goethe imponía la observación; la
cámara se limita a la instantánea. Los aparatos sustituyen a los
órganos naturales del conocimiento. En Cortina d'Ampezzo se
comprobó que muchos espectadores preferían la transmisión
televisada a los acontecimientos inmediatos. El contacto
sensorial ha dejado de contar, la realidad es secundaria, la
asimilamos en forma de abreviaciones y sustituciones. Las
indudables facilidades conseguidas mediante el empleo de la
técnica se pagan con una disminución del sentimiento de la
realidad, tanto más alarmante cuanto más inconsciente.
En un mundo tan amenazado de desrealización, es el artista
el hombre que permanece totalmente en la realidad. No
conoce sin impresión sensorial, y el espíritu es para él el
lenguaje de las cosas. No abstrae, sino que trabaja con la plena
corporeidad del mundo; ésta es para él no el tema, sino el
material con el que piensa. Su superioridad se basa en que
para él todo es plenamente. Incluso sus visiones y su estilo. Las
cosas y las formas se entienden como sentido visible del
pensamiento. En la plasticidad de las imágenes, en la verdad de
los signos y figuras, en la corporeidad de la palabra, se le revela
el mismo logos del ser. Cézanne habla de los colores como de
ideas encarnadas, esencia de la razón pura: «Surgen de las
raíces del mundo, son su vida, la vida de las ideas.» Los pin-
tores y escultores buscan la vivencia del material, el músico
escucha las leyes básicas del intervalo, el poeta se hunde en las
minas del lenguaje. La palabra deja de ser para él simple
herramienta para convertirse en existencia sonora, materia
prima articulada, portadora de la memoria humana.
Cuanto más se alejan las épocas de sus orígenes, más buscan
el arte y la poesía el camino de retorno. En la apetencia por los
esquemas básicos, las imágenes primarias, por lo invariable
que descansa en las profundidades, se vislumbra una
necesidad que sólo puede satisfacer el artista. El poeta penetra
en las razones de la existencia porque sólo allí puede esperar
encontrar la unidad, lo indiviso. También esto es un salto atrás,
pero no a la tradición, sino más allá de la tradición. Proust hace
del recuerdo el realizador de este empeño. En continua,
inconsciente síntesis, se apodera de la enterrada unidad vital.
Cada momento sirve para la actualización de todos los
momentos similares; cada objeto, cada movimiento, cada
sensación, incluso la más pasajera, conduce a la infinitud de las
asociaciones. Joyce, cuyo radicalismo irlandés deja aún más
atrás a la convención, busca el ser en sus elementos, pretende
la reconversión de lo personal en lo universal. Cuando Leopold
Bloom abre un grifo, realiza un acto cosmológico; cuando
Stephan Dedalus se encuentra en la desembocadura del río
Liffey, asiste a la ceremonia de una gran reunión: «El aire gris y
cálido se le antojaba tan intemporal, su propio espíritu tan
fluido e impersonal, que comprendió todas las edades como
unidad.»
Este empeño en rebasar las fronteras del tiempo, del espacio
y de la personalidad, confiere a la literatura moderna un rasgo
de exaltada comunidad. La dualidad del espíritu y de la
naturaleza, del yo y del no-yo, negada ya por el romanticismo,
es rechazada programáticamente. D. H. Lawrence conjura con
su pan-erotismo vivencias de unidad intemporales. Aldous
Huxley pretende realizar en el tiempo el bien intemporal, a
través de su autotrascendencia. Faulkner percibe en el horror
lo infinito del ser. Virginia Woolf alcanza por la desdibujación
soñadora los límites extremos de la experiencia sensorial. Yeats
obtiene del mito insular ademanes líricos de fuerza espacial.
Thomas Mann crea en los ensueños mitológicos de su obra
más tardía una figura humana «bendita desde las alturas del
espíritu y de las profundidades subyacentes». Ezra Pound y T.
S. Eliot tejen con el conjunto del inventario del espíritu
humano las tapicerías de su poesía; la historia se inmoviliza en
ella, se constituye un Todo- Tiempo, integrándose el pasado y
el futuro en el presente.
Incluso en los casos en que la nueva literatura se muestra
más individualista, busca el acceso a lo general: el
egocentrismo de Gide es universal. El poeta moderno,
explorando el laberinto que contiene, alumbra experiencias
colectivas. En el yo se reúnen los milenios. Cuando la intuición
y la fuerza natural no bastan ya para tal conjuro, interviene la
magia de las citas y la filigrana de la cultura, para proporcionar
a la humanidad necesitada los materiales sin los que, aún hoy y
a pesar suyo, no puede subsistir. «Es concebible —anota
Kafka— que el esplendor de la vida se halle alrededor de cada
uno en toda su plenitud, pero veladamente en lo profundo,
invisible, muy lejos. Pero está ahí, ni hostil, ni indispuesto, ni
sordo. Llamándolo con la palabra adecuada, acude. Esta es la
esencia de la magia, que no crea, sino que llama.» Podemos
añadir: también es la esencia de la poesía, tal como la
entienden hoy la mayor parte de los poetas.
La tan profusamente citada pregunta de Holderlin:
«…¿ y para qué poetas en tiempo de miseria?» se contesta, por
tanto, a sí misma. Los tiempos de escasez necesitan de los
poetas más que otros; sólo el poeta puede redimirlos de su
pobreza. Evidentemente no bastan aquí las categorías de la loa
y de la alabanza. El arte es autoliberación y también
representación. El artista no puede hacer más que hablar de sí
mismo y de su relación con el mundo. «Creo para no llorar,
ésta es la última y la primera razón», anota Paul Klee en su
diario. Lo decisivo, sin embargo, es que eso no es todo. Al
transformar sus lágrimas en obras de arte el artista enjuga
lágrimas ajenas; aunque parece que se ocupa sólo de su estilo,
se afana por el orden del mundo. El arte —y esto tampoco ha
cambiado hoy— es la revelación del orden, pero no la
confirmación de un orden preestablecido. Este es el punto que
nos permite suponer que el arte y la poesía entran hoy en su
estadio esencial, sacramental. En la esfera teológica el arte no
puede ser más que acción de gracias, petición y lamento. En la
esfera subjetiva es la transformación del individuo fascinado
por sí mismo. En los órdenes que estamos viendo surgir hoy, la
poesía es parte componente de la existencia, sin la cual no es
concebible.
Cuando el individuo deja de estar seguro de la solicitud de
Dios, necesita con más urgencia una instancia a la que adscribir
la autoridad de preguntar por el sentido de sus acciones. Este
encargo ha sido confiado por el yo moderno al artista. Es el
oráculo no de lo porvenir, sino de lo que es. El artista, sea
escritor, pintor, compositor o escultor, es contemporáneo, con
toda la sabiduría y la responsabilidad de la contemporaneidad;
la mayor parte de los hombres (según una frase de Gertrude
Stein) sigue viviendo con un retraso de cuarenta años. Como el
mundo se nos da hoy menos que nunca, necesita más que
nunca ser poseído. Cuando el espíritu centrado alrededor de sí
mismo no realiza ya nada, la sensibilidad del artista ha de con-
vertirse en instrumento de conocimiento. No es extraño que a
veces se contesten unos enigmas con otros enigmas. Nuevas
experiencias necesitan de un nuevo lenguaje. La tan discutida
impenetrabilidad de la poesía moderna es una parte de su
expresión. Quien persigue lo desconocido, no puede seguir
caminos conocidos; quien quiera penetrar en los arcanos, fre-
cuentemente ha de romper los prototipos. Se anuncia un
nuevo tipo de realismo que no tiene ya nada que ver con la
imitación de la realidad ni con la ilusión reproductora. El artista
moderno busca la consonancia con la naturaleza, sin copiarla.
También lo inobjetivo puede ser real. Naturalmente, el poeta
tendrá en este sentido mayores dificultades que el pintor o el
compositor. Busoni pudo decir que la música se ocupaba de las
percepciones humanas, pero no de los asuntos humanos. Van
Gogh pintaba el infinito en el lugar de la pared de una
habitación. Al poeta se le reconoce en menor medida el
derecho de buscar en el sujeto sólo las posibilidades de
expresión. Gertrude Stein con sus poemas en prosa, Joyce en
su Finnegan's Wake marcan un punto extremo. La vida como
objeto poético, el lenguaje como expresión pura han de
consentir verse medidos por la realidad cotidiana.
Toda literatura obra en dos direcciones: con su tiempo y
contra su tiempo. Adscribir importancia tan capital al desarrollo
del nuevo sentido de totalidad en la poesía se debe a que el
poeta se enfrenta así, creadoramente, a los fenómenos
deficitarios de nuestra época, porque limpia fuentes y descubre
vetas que la completan. Como toda literatura, la de hoy no
limita su empeño a contradecir productivamente a nuestro si-
glo, sino que también pretende formularlo. La era de la
civilización labora para expresarse, se crea sus hombres y su
prosa. Un mundo de ingenieros crea un arte para ingenieros.
Las pretensiones de totalidad de las ciencias naturales no se
detienen tampoco ante la poesía. En todas las ramas se
desarrolla un nuevo lenguaje, que nos indica que hemos salido
de la zona de los complementos para entrar en la de las
correspondencias. El lenguaje no es oscuro, vibrante y
multilateral; es duro, frío, preciso y estrecho. Se dirige a la
síntesis y no al despliegue. Es la correlación verbal del enfoque
científico con el que ahora también el poeta abraza el mundo.
Es decir, no lo abraza, lo penetra y nos comunica su fórmula.
Cocteau habla del arte como «ciencia hecha carne».
Inversamente podemos decir que el arte, siguiendo la ley de su
tiempo, se desensualiza para alcanzar la sobriedad, precisión y
acuidad científicas. Proust se enorgullecía de poder ver las
medusas de Balbec con la mirada de Michelet y comprender así
su belleza; descubrimos hoy, con el enfoque científico, la
belleza de la radiografía. La exclusión de lo sensual crea una
nueva estética de la renunciación, una estética de radiografía.
Se descubre el valor algebraico de lo emocional: abreviación,
desmaterialización, reconversión a los átomos. Se desarrolla un
estilo de la compresión, un idioma de condensados y
comprimidos. Algunos de los más bellos poemas de Ezra Pound
se comprimen en cuatro, incluso en dos líneas. Benn titula uno
de sus últimos volúmenes de poesías Destillationen
(Destilados). Como en las piezas para piano de Arnold
Schoenberg (opus 19), se fija el cuadro sonoro estático. El
material expresivo cuaja, el verso se condensa en ideograma, el
artista trabaja con las unidades más pequeñas que compone
matemática y musicalmente. «Una poesía —dice Benn— brota
muy pocas veces, una poesía se hace.» El cuadro y el poema se
acercan a la ecuación matemática. Lo que en Poe parece
todavía jugueteo romántico y placer de desencantamiento, lo
que se presenta en Mallarmé y Stefan George como esteti-
cismo sacramental, se pliega ahora, obedeciendo las consignas
de la hora, al señorío de lo técnico-constructivo. El mismo
proceso de la «fabricación» se eleva a la categoría de arte. Paul
Valéry confesaba que se interesaba más en la confección de las
obras de arte que en las obras mismas.
Con esto penetramos en el taller de Monsieur Teste, lejos de
las hueras pompas de la fantasía y de la afectación, donde
reinan sólo la embriaguez cerebral, el festejo puro del
intelecto, las delicias y la flotante alienación del conocimiento
clarividente. Aquí nos encontramos también con ese otro
matemático de la literatura moderna, Rober Musil, quien se
asignó en su diario el apelativo de monsieur le vivisecteur: «Mi
vida: ¡las aventuras y vagabundeos de un vivisecteur de almas a
principios del siglo XX! ¿Qué es monsieur le vivisecteur? ¿Quizá
el tipo del futuro hombre cerebral, quizá?» El masivo tronco de
novela de Musil con el paradigmático título El hombre sin
cualidades nos revela lo que usualmente sólo la lírica moderna
expresaba: que la poesía hoy es, más que revelación de la
sustancia, revelación de las estructuras. En la épica molecular
de Musil se ilustra la relación esencial de la literatura moderna
con la física moderna. Teniendo presente que la física nueva ya
no considera las partículas elementales de la materia como tal
materia, sino más bien como forma pura e insustancial, que
sólo puede expresarse en relaciones numéricas, empezamos a
vislumbrar la realidad de las estructuras. Los ladrillos de la
materia no son tangibles ni representables, pero se nos
presentan en una ordenación definida. «Lo que se puede
medir, existe», dice Planck. Como es natural, no cabe hablar de
influjo de las ciencias naturales en el arte. No se trata ni de
influjos, ni de reflejos, sino de acontecimientos paralelos. Toda
acción creadora se desarrolla bajo la ley de la
contemporaneidad.
La vivencia de las estructuras es una de las vivencias básicas
del arte y de la poesía modernos, y en ella revela la progresiva
desrealización del mundo físico su faceta positiva. Frente a un
cuadro como Mouvementé, de Kandinsky, es innecesario
pensar en fuegos de artificio o establecer cualquier otra
relación con la realidad: se percibe como estructura hecha
visible. En el mismo sentido define Strawinsky la música como
organización de sonidos, ajena a toda expresión: la expresión
es una ilusión, un añadido externo, un «ropaje que
confundimos paulatinamente, por costumbre o por falta de
comprensión, con el ser a que viste». A pesar de todo, el
lenguaje de estas estructuras hechas fenómeno nos afecta con
fuerza transformadora. Actúa sobre nosotros
trascendentalmente; incluso en el sentido literal: nos
enfrentamos con un hecho básico, que sobrecoge el espíritu y
«lo eleva por encima de apetencias y antipatías». Este es el
aspecto ético de este pretendido esteticismo. En una
conversación con Gide dijo Valéry que Racine hubiera preferido
cambiar el carácter de Fedra antes que hacer un verso malo,
puesto que «los motivos artísticos son los que menos
confunden». De hecho, esto sería un sentir artístico muy
moderno, que nada tiene que ver con cualquier esteticismo
estéril, y sí mucho con el triunfo de la forma sobre la materia.
Este triunfo es una de las escasas certidumbres de nuestra
época. El encanto formal que ejerce la lírica moderna, incluso
en sus producciones más mediocres, descansa sobre esta
certidumbre. No somos engañados por calcomanías de la
realidad, sino conmovidos por las estructuras, por la geometría
de las líneas y de las estrofas, por combinaciones de vocales,
acoplamiento de sonidos e imágenes, por un esquema rítmico
que nos comunica parte de esa paradójica verdad: forma es
principio. Conocemos la frase de Flaubert de que la forma
engendra el pensamiento, o la observación de Thomas Mann
de que el pensamiento frecuentemente no es más que el
«mero producto de una necesidad rítmica»; también
conocemos la expresión de Stefan George: «En la poesía, lo
decisivo es la forma, no el sentido», o la aparentemente tan
desmedida de Benn: «Dios es forma.» Todas ellas se ven confir-
madas, ya no tan sorprendentemente, por la moderna física. La
poesía y la fórmula brotan de la misma fuente, de la misma
apetencia de orden. «Con elementos formales abstractos
—dice Paul Klee—, por encima de su unión con seres concretos
u objetos abstractos, se crea finalmente un cosmos formal que
presenta un tal parecido con la gran creación, que basta un
soplo para realizar la expresión de lo religioso, la religión.»
La literatura moderna tiene puntos de arranque hacia la
trascendencia en su voluntad de vivencia total, en su sentido
de la forma, en su vuelta a lo primitivo e inicial y en su subida
intelectualidad. Porque también ésta ha alcanzado hoy
funciones con las que no podía soñar la razón tal como se la
comprendía hasta ahora. El intelecto se ha convertido en algo
más que una herramienta de desmenuzamiento; es el sabueso
del conocimiento, que se atreve a llegar hasta lo irracional.
También en este caso ponemos a Valéry como el gran ejemplo.
Su pensamiento es místico y abstracto simultáneamente. «Mis
palabras vienen de muy lejos —dice en Rhumbs—; mis
pensamientos de lo infinito.» Como en el caso de Ernst Jünger,
aunque en otro plano, hemos de contar en cualquier momento
con ver trocarse la máxima lucidez en oscuridad. Si la luz es
demasiado fuerte se ve mal. Existe un misticismo de la
claridad, y también nos abre las puertas de nuevas
experiencias. El pensamiento puro desemboca en el arcano.
También el hombre cerebral se sobrepasa a sí mismo, halla el
camino a la devoción vital, al conocimiento del todo, a lo que
Musil llamó «la mundanización de la mística conventual
medieval». Recordemos que la señora Emilie Teste habla de su
marido como de un «místico sin Dios».
En una carta dirigida a Georges Duhamel dice Valéry que
también el espíritu es un «animal con instintos». Haremos bien
en tomar esta frase muy en serio. Puede contribuir a desbancar
la estéril antinomia entre espíritu y vida (que también incluye
la de arte y vida). El intelecto vital comprenderá ambos. De ello
encontramos modelos en la prosa vibrante por igual con
energía espiritual y plenitud vital de un Montherlant o de un
Malraux. No hay nada en una época que no esté ya presente
en cada uno de sus átomos. El arte no actúa fuera o al margen
de la vida, es su dominio por otros medios. «Todo arte es lucha
contra el destino —escribe Malraux en su Psychologie de
l'art—, lucha contra la certidumbre de lo indiferente y de lo
amenazador del cosmos: lucha contra lo telúrico y la muerte.
Los efectos de las creaciones poéticas descubren todo esto
muy claramente. ¿Cómo se entiende una novela? Para una Ana
Karenina viviente, los acontecimientos que escribe Tolstoi
serían algo que le estaba ocurriendo; para la lectora, incluso si
su fantasía la lleva a encarnarse en la protagonista, son
acontecimientos dominados. La diferencia entre la vida y su
representación en el arte reside en la suspensión del destino.»
Estos actos de dominio del destino los ejecuta la poesía
moderna incluso en los casos enque parece crear por desnuda
desesperación. Quien haya aprendido o quiera aprender a ver
en las cifras del arte realidades, existencia dominada, vida
forzada a la inmortalidad, no conocerá el miedo ni el vacío ni el
desamparo ni ninguno de los vocablos en curso. También el
encantador mundo de horrores de Franz Kafka recibe de ahí su
peculiar alegría. Lo consolador de estas construcciones está en
su perfección. El dolor más desgarrador triunfa sobre sí mismo
cuando se le da una voz. La conciencia moderna, que se sabe
desligada de cualquier dogma, sea de la especie que sea,
prepara instantáneamente para cada valor su contravalor.
Abraza a ambos en máxima simultaneidad.Lamayor parte de las
caducadas parejas de contrarios existen hoy ya sólo en la
costumbre. En esta «fusión de cada cosa con su concepto
antagónico» (Benn) hay que ver un proceso esencial para la
comprensión de esta época. En él reside su riqueza y su
precariedad. Riqueza, porque la plenitud de material vital no es
agotada en contrastes de categorías y divisiones arbi-
trariamente establecidas, porque ya no hay el bien o el mal,
sino bien y mal, en una misma circunstancia y en una misma
persona; precariedad, porque perseverar en la multiplicidad de
significados puede acarrear debilitación de convicciones y
pérdida de valores. También aquí actúa el artista
ejemplarmente, al traspasar el umbral que separa la
ambigüedad de la existencia, de la univocidad de la obra. En la
obra de arte se convierte la simple coexistencia en fusión. Para
la mirada del artista la técnica ya no es detractora, sino forma
de lo elemental; reconoce los jeroglíficos de la ciencia como
embajadas de reinos desaparecidos, ve resurgir lo místico enlo
suprapersonal de la máquina. En Sacré du Printemps, de
Strawinsky, los ritmos primitivos del sacrificio se identifican con
el idioma de la dinámica de percusión; en el Gran Tamtam
deAimé Césaire, Léopold Sédar Senghor y Langston Hughes se
tienden puentes asociativos al mundo de las máquinas; en la
lírica de García Lorca fluyen las oscuras melodías de la tradición
patria hacia la telaraña intelectual y la filigrana formal del arte
combi- nativo moderno. Lo técnico y lo ritual, el arte del
ajustador y el folklore forman un conjunto. La máquina
voladora que construyeron Joyce, Ezra Pound y la legión de sus
alumnos —todos tendrían derecho a llevar el nombre de
Stephan Dedalus— nos lleva por encima del tiempo a todos los
tiempos. Nos eleva sobre la incertidumbre que es hoy, más que
nunca, nuestro destino. Para todos los que llevan el yugo de la
contemporaneidad, sirve la bella frase de Gide, que dice que
cada uno de sus trabajos es la fructificación de una
inseguridad; y a veces, en los momentos felices, se presenta lo
que llamó Joyce escuetamente «sensación de tranquila
alegría». Es la sensación, incluida en todo intento, de reclamar
a las cosas su sentido y llevarlo al común denominador de un
gran estilo. Porque, dando una vez más la palabra a Malraux,
«el mundo es más fuerte que el hombre, pero la interpretación
del mundo es más fuerte que el mundo».
HERMAN MELVILLE
«¡Santo Domingo! ¿Desde cuándo
se
bautiza a las ballenas? ¿Quién se
llama Moby Dick? »
«Un monstruo insólitamente blanco, de
mala fama e inmortal, amigo mío. Pero es
éste un tema demasiado amplio.»
Moby Dick, LIV
Llamamos moderno, desde Baudelaire, a aquello en lo que se manifiesta más característicamente el espí-
ritu positivo y negativo de cada presente. Por tanto, este concepto incorpora algo fluido y lábil. Los
rasgos del espíritu de la época se modifican en la misma medida que la época misma; y con ellos cambian
también las advocaciones. Cada década tiene sus patriarcas y sus santos, a los que invoca porque ve
representada y proclamada en ellos su modernidad. Stendhal fue uno de los antepasados de los
modernos de 1910: fue el primero en subrayar lo compuesto de la naturaleza humana. Otro fue
Rimbaud: extendió este concepto al conjunto de la realidad. En su poesía brillan fugaces retazos de
realidad y se encajan en un orden nuevo y disonante. Lo que Rimbaud les había entregado en verso,
hubieron únicamente de recoger y reelaborar la pintura y la música de las décadas siguientes. Esta forma
de descomposición, iniciada por esos hombres, ha adquirido hoy, a su vez, clasicismo. Lo que nos mueve
y lo que presenta para nuestra generación mayores posibilidades de nueva experiencia es la vista que se
nos ofrece a través de los planos así desplegados. No nos importan las soberbias ruinas que nos legaron
los modernos de ayer; nos interesa el río sin fondo sobre el que flotan esos restos. Llegados a la mitad
del siglo XX, hurgamos a tientas en aquellas capas de las que brotaron los grandes cambios de todas las
épocas. En el arte no buscamos ante todo ni experiencia subjetiva, ni psicología, ni el experimento con la
realidad, sino lo salvaje, lo puro, la experiencia inmediata de la materia elemental, el desnudo ritmo del
ser.
A esta apetencia debe Hermán Melville su retorno. Cuando murió, en 1891, era a los ojos del
mundo —en la medida en que éste todavía le prestaba atención— un hombre que en los años cuarenta
del siglo había obtenido un éxito considerable con unas historias de los mares del Sur y algunos relatos
crítico-literarios de la vida marinera, y que más tarde se había jugado este éxito con algunos enrevesados
experimentos literarios, entre ellos la novela Moby Dick, retirándose finalmente en un silencio amargo
por él mismo elegido. Los últimos treinta años de su vida los pasó, triste e innominado, como pequeño
empleado de aduanas en el puerto de Nueva York, actividad que podía satisfacerlo tan poco como sus
tentativas anteriores de marinero, maestro o posadero. Pero Melville se había resignado, como dijo a
Nathaniel Hawthorne, a «ser aniquilado». Sólo unos pocos años antes de su muerte, independizado
económicamente por una pequeña herencia, se dispone para una nueva obra maestra, el relato Billy
Budd. Se encontró entre su legado y se publicó en los años veinte de nuestro siglo, en el momento en
que aparecía en Londres la primera edición de sus obras completas y comenzaba a discernirse, por fin,
que se había olvidado aquí a uno de los grandes del siglo pasado, una figura de fuste profético, un pe-
dazo de roca virgen que sin duda contrastaba extrañamente con el ordenado paisaje de Nueva
Inglaterra. Melville tuvo conciencia exacta de su lugar de excepción. Ya antes de Moby Dick (1851) hizo la
extraña declaración de que su sincero deseo era escribir libros «destinados al fracaso»; y mientras
trabaja en los últimos capítulos de Moby Dick, escribe a Hawthorne: «Aunque he escrito los evangelios
de este siglo, moriré en el arroyo.» Esta frase no resultó una exageración, y habría sido más exacta de
haber sustituido Melville el «aunque» por un «porque». El destino de Melville se halla totalmente
reflejado en una observación con la que él mismo tropieza, el año de su muerte, leyendo a
Schopenhauer, y que subrayó: «Cuanto más pertenece un hombre a la posteridad, es decir, a la huma-
nidad en su conjunto, más desconocido es de sus contemporáneos... La gente reconoce más fácilmente
al hombre que sirve a las circunstancias de su breve hora, o al humor del instante al que pertenece y en
el que vive y muere.»
Se plantea ahora la pregunta de cuál era el evangelio que comunicó al mundo y que sólo hoy ha
encontrado oídos dispuestos a recibirlo. En primer lugar: la grandeza de Melville reside, y puede que no
sea su menor hazaña, en no haber revelado nada. No era ni un pensador sistemático ni un predicador;
era un artista, que había recogido ciertas experiencias básicas y las había incluido en su material, el
narrativo (sus poesías no pasaron de ser un subproducto). En un principio este proceder se limitó a su
conocimiento juvenil del mundo. Como todo joven sensible, comenzó Melville a percibir y denunciar
incoherencias: en Redburn, la miseria social que había encontrado, al embarcarse por primera vez, en los
barrios pobres de Londres y Liverpool; en Omoo, la irrupción de la civilización en los paraísos de los
mares del Sur; en White jacket, las durezas e injusticias a bordo de un buque de guerra americano. Todo
ello eran desilusiones y experiencias propias. Pero mientras el hombre crea que los males del mundo
residen en el fallo específico de ciertas personas y de ciertas instituciones, se encuentra todavía en un
estado de infancia intelectual. La mayoría de edad la alcanza sólo cuando comprende que la falibilidad
del mundo es congénita, y sólo puede atenuarse, nunca eliminarse. Melville alcanza este punto muy
pronto. Se convence más y más de que las irregularidades de la existencia no son sino reflejo de
tensiones más profundas y más permanentes; de que, a través de las pequeñas faltas de la vida personal,
habla, oscura pero perceptiblemente, ese horror que descansa en el fondo de las cosas esperando el
momento oportuno para ponerse en evidencia. Así llega Melville desde lo fortuito de lo individual y lo
social al ámbito de lo esencial, de lo existencial.
Moby Dick está extraída de ese ámbito. El libro fue labrado, en titánico esfuerzo de un año, del rocoso
núcleo primitivo de la existencia. No se hace justicia a Melville al considerarle, como a menudo sucede,
como un gran creador de personajes. Fue un creador de mitos, no de hombres. Su capitán Ahab, a la caza
de la ballena blanca, no es un ser humano, ni tampoco lo es el monstruo inmortal ante el que sucumbe
gloriosamente. Muchos intérpretes, al explicarlo así, se desviaron en dirección contraria. Han intentado
infructuosamente comprender el todo como una alegoría, en la que Ahab es la aleccionadora
representación de la humana osadía y pecadora soberbia. Pero las alegorías son, como dice el sobrio
Somerset Maugham, animales fatídicos: se les puede coger por la cabeza y por la cola, y siempre
significan algo diferente. En realidad, Ahab no es ni una personificación ni una alegoría, sino un trozo de
existencia sin refinar y, por tanto, cargada con todas las contradicciones. Lo existencial no puede ser
catalogado ni estética ni moral- mente, ya que es todo de una pieza y se da simultáneamente. Lo mismo
vale de Moby Dick. Al igual que Ahab no es sólo el blasfemo, el vengador, el que odia, el perseguidor, el
retador, el Prometeo o el hombre del afán fáustico, sino una figura total, es decir, godless y god-like al
mismo tiempo, un «hombre grande, sin escrúpulos, a la imagen de Dios», tampoco Moby Dick se deja
aprisionar en la camisa de fuerza de un solo concepto. Melville hace hablar al narrador de la historia, el
buen marinero Ismael, del «pez Job» en un lugar, y en otro llama a Moby Dick «arquetipo de aquella
astucia inconcebible, que existió desde el comienzo de las cosas». En el abisal capítulo sobre la «blancura
de la ballena», se convierte, precisamente por su color, en portador por excelencia del horror elemental:
el abominable blanco, que en realidad no es un color, sino su ausencia más visible; la suavidad engañosa
y horripilante del blanco; su relación con la muerte, experiencia básica; su incomprensibilidad, de la que
emana más temor y espanto que del rojo sensual de la sangre; porque el blanco es «el incoloro color de
una ausencia de Dios que nos estremece» Para Ahab es Moby Dick, además, lo inescrutable: «Esta
imposibilidad de conocimiento es lo que odio sobre todas las cosas; y la ballena blanca podrá ser
instrumento u origen, pero pienso descargar mi odio sobre ella.» Y termina el discurso, en el que intima a
la tripulación del Pequod a llevar la muerte y la destrucción sobre el monstruo, con la frase: «Que Dios
nos persiga mientras no hayamos acosado a Moby Dick hasta su muerte.»
Con esto se rehusa inequívocamente cualquier interpretación específica, incluso la de D. H. Lawrence,
quien define, en un ingenioso estudio, a Moby Dick como ser fálico: «He is the deepest blood-being of
the white race; he is our deepest blood-nature. The last phallic being of the white man. Hunted into
death of upper consciousness and the ideal "will.» Si Moby Dick es lo inescrutable, la incomprensible
totalidad vital («this incomprehensible World of ours») de la que habla Melville continuamente en sus
narraciones y en sus cartas, es evidente que no puede ser nunca una cosa sola, que será siempre
amenaza y magnificencia a un mismo tiempo; y así nos lo describe. No sólo como el monstruo astuto y
vengativo con la mandíbula deformada, sino también como maravilla de la creación, ante la cual, según
se lee en los últimos capítulos de la gran caza, las olas «callaban extasiadas». Cuando aparece Moby Dick
entre una luminosa columna de espuma, sacudiéndose los jirones de mar como una melena, es un
espectáculo tan aterrador como sublime. Y cuando Ahab se le enfrenta al tercer día («Ballena
destructora, pero no vencedora, hasta el fin lucharé contigo»), tenemos todos los rasgos del encuentro
entre dos iguales. Y ésta es precisamente la meta a la que se dirige esta vigorosa crónica desde su
principio. «Bienaventuranza, profunda y celestial bienaventuranza anima al que, ante los orgullosos
dioses y grandes de esta tierra, sabe conservarse inexorablemente entero», se dice en aquel desaforado
sermón pronunciado por el extraño sacerdote marinero poco después del principio del libro. Aquí se
describe a un hombre, a Ahab, ni un desmedido ni un iluminado, sino un hombre de tal talla que, vencido
por lo desconocido, acepta su desafío: «Nacido entre dolor, es el sino del hombre vivir en la angustia y
morir con dolor. Sea. Todos los dolores del mundo no podrán subyugarme.» En esto se encuentra un
buen tanto de Byron, pero Melville está exento de posturas románticas y de melancolía ególatra. No se
pone el dolor del mundo cual flotante capa, sino que lo lleva en sí. Ahab observa que ni los mismos dioses
viven en eterna felicidad, y que el dolor básico, imborrable, nacido con el hombre, es una marca de
nacimiento «recibida en el seno de la gran madre original». Esta observación es una frase central del
libro. Melville la subraya adecuadamente, ya que compendia su propia experiencia básica.
Es extraño que en la abundante literatura sobre Melville, especialmente la americana, no se recurra
más frecuentemente a la interpretación de Jean Giono sobre Moby Dick. Se acerca, por auténtico
parentesco de elección, más que ninguna a la grandeza del original. Giono, que descubrió para Francia a
Melville y que con Lucien Jacques tradujo Moby Dick al francés, termina su bello escrito Pour saluer
Melville con un diálogo imaginario entre Melville y Hawthorne. La frase decisiva que pone en labios de
Melville reza así: «Pienso en alguien que ve a Dios tan claramente, como, por seguir una expresión
corriente, lleva su nariz en medio de la cara; con la misma claridad con la que ve a la ballena blanca sobre
el agua, pues la ve en todo su esplendor, la conoce con todos sus secretos y sabe hasta dónde puede
llegar con su embriaguez de poder; pienso en alguien que no olvida nunca, nunca, las heridas que este
Dios le infligió, y que a pesar de todo cae sobre él y lanza el arpón.» A lo que contesta Hawthorne,
después de una pausa: «Creo que escribe usted un libro muy bello.» No sé si Giono se apoyó, al redactar
estas frases, en una carta que escribió Melville durante la creación de Moby Dick a Hawthorne, pero pudo
haberlo hecho. En esta carta (abril de 1851) se detiene Melville sobre la recién aparecida novela de
Hawthorne La casa de las siete chimeneas. Ya anteriormente se había sentido conmovido, incluso
excitado, por el trágico pesimismo de Hawthorne: «That blackness in Hawthorne... that so fixes and
fascinates me» (Esa negrura en Hawthorne... que tanto me fija y me fascina). No vaciló en comparar a
este respecto a Hawthorne con Shakespeare; pero ahora desarrolla su pensamiento, y al hablar del otro,
libera su propio interior. Proyecta la imagen de un hombre que conserva, entre el pavoroso caos de las
realidades, un concepto de lo absoluto, a pesar de todas las adversidades que la realidad le depare.
Melville compara a un hombre así con Rusia y el imperio británico. A su imagen se declara soberano: «A
sovereign nature (in himself) amid the powers of heaven, hell and earth» (Una naturaleza soberana [en sí
misma] entre los poderes del cielo, del infierno y de la tierra). «Puede que sucumba —continúa Melville,
y se siente el arrebato personal—, pero mientras exista, persiste en tratar con todos los poderes como
con iguales. Si a alguno de estos poderes le place conservar para sí algún secreto, que lo haga; esto no
mengua mi soberanía (“my sovereignty in myself”); esto no me obliga al tributo. Y al final puede que ni
siquiera haya tal secreto.» Repetimos: aquí ya hace tiempo que no se habla de Hawthorne y de su
sombrío protagonista, sino de Melville mismo y de su capitán Ahab, y esto en la forma más auténtica, que
excluye toda interpretación diferente.
La literatura moderna está bajo la doble ley del mito y del laboratorio, y muy frecuentemente se crea el
mito en el laboratorio: el mito de la recordación en Proust, el mito de la simultaneidad en Joyce y Virginia
Woolf, el mito de la repetición en Thomas Mann. Moby Dick es el gran libro que marca el principio de la
nueva literatura, no sólo por ser un mito, sino por presentar huellas evidentes del trabajo de laboratorio.
Como la mayor parte de sus libros anteriores (Typee, Omoo, Redburn, White jacket), Melville inició Moby
Dick como una narración poética de experiencias. (Cuando joven había navegado dos años con los balle-
neros.) Ya en sus primeras obras había seguido un método de compilación. Había añadido a lo vivido
personalmente tal abundancia de material extraño (narraciones de viajes, cuentos de marineros,
literatura científica), que se llegó a dudar de su credibilidad. Ahora convierte este procedimiento en
principio. Melville siente que el tema le arrebata. Y no sólo esto, sino también que se trata de un tema
universal. El volumen corporal de la ballena corresponde a la amplitud de las relaciones que sugiere.
«Necesitaría una pluma de cóndor», exclama el narrador con irónica desesperación, «y un cráter como
tintero». Y describe cómo los pensamientos lo impulsan a todas las cimas y a todas las simas, «como si
quisieran incluir todos los ámbitos del saber, así como todas las series de generaciones de ballenas,
hombres y mastodontes del pasado, del presente y del futuro; en general, todo el escenario de los
acontecimientos en la tierra y en el universo con sus aledaños». Le zumban los oídos con el «Ay de aquel
que quiera salvarse a costa de la verdad». A este material ha de exprimirle todo, y viceversa, tiene que
añadirle todo. Y lo hace de tal manera que el intento similar de Joyce, dos generaciones más tarde, en el
Ullyses, si se compara con Moby Dick, parece incluso algo raquítico.
¿Pero por qué escogió una ballena y su captura como tema para una novela? Porque así «se abrían las
imponentes compuertas de un mundo de maravillas, y con las extrañas imaginaciones que me llevaron a
mi empeño, flotaban hileras interminables de ballenas llenando emparejadas mi intimidad, y en medio de
todo un hechizo, una aparición de tamaño sobrehumano, como una cresta nevada encima de las nubes».
Todo lo que se agrupa alrededor de esta montaña de nieve, es explorado por Melville con minuciosidad
científica, y reproducido no sólo con recurso a la literatura especializada, que cita abundantemente, sino
a la literatura en general. Casi todo lo que ha sido jamás pensado, escrito y poetizado (Melville era un
lector insaciable), dejó sus huellas en Moby Dick. Su estilo está influido (haciendo una muy somera
relación) por Homero, la Biblia, Dante, Rabelais, Swift, Milton, Camoens, el portugués que cantó a Vasco
de Gama y, naturalmente, por el amado Shakespeare. Así como Joyce hizo desembocar los milenios en el
cotidiano quehacer de Dublín, se centra Melville en el fenómeno ballena; y lo mismo que en Joyce, existe
en él una universalidad de formas: abraza desde la seca literatura enciclopédica («Ciencia de la ballena»),
pasando por los monólogos dramáticos estilizadísimos de Ahab («Entra Ahab; tras él, todos»), hasta
escenografías completas con canto y baile (en el capítulo «Medianoche sobre la espalda»).
La minuciosidad maniática con que procede Melville no tiene nada que ver con el naturalismo de libro
de apuntes de Zola. No se trata aquí de un reproducir y calcar, sino de una construcción. Se construye un
mundo con una ballena en su ombligo. No puede faltar nada: ni una anatomía de la ballena, ni una
historia de la caza de la ballena; la técnica y los trucos de esta imponente caza son descritos con tanto
detalle como la preparación de los animales muertos y el empleo de cada parte de su cuerpo. Todo esto,
empero, para usar la expresión de Ismael, «con vistas a las cosas postreras». Mientras que en las obras
más indiferentes de Melville (Mardi, Fierre, The confidence man) la especulación filosófica y la
profundización en la realidad corren por vías paralelas, en Moby Dick se identifican. La espiritualidad de
la realidad, su espiritual fuerza creadora se hace acontecimiento. En esta línea está el «milagro de la
espantosa cuerda de ballenas», el cocimiento del esperma que servirá para el farol del barco: «En los
barcos mercantes el aceite es para los marineros más precioso que la leche de una reina... Pero el
ballenero que parte para alimentar las lámparas del mundo, vive en la abundancia de luz»; o la alabanza
de la cola de la ballena: «Desde los abismos trata la gigantesca cola de tocar el cielo... Un día, estando yo
al amanecer en la cofa, mientras el mar y el cielo estaban bañados en fuego, apercibí por el Este una ma-
nada de ballenas, nadando hacia el sol, y repentinamente las vi levantar las colas todas al tiempo. Enton-
ces me pareció no haber visto nunca semejante símbolo de adoración»; o, finalmente, en aquel colosal
capítulo del libro La gran armada, en el que describe Melville cómo una escuadra de ballenas, en medio
de los sangrientos horrores de la persecución, forman un círculo mágico de quietud, una zona limpia y
pacífica en la que las ballenas amamantan a sus hijos, y los jóvenes colosos, «esos seres
incomprensibles», prosiguen alegre y tranquilamente sus juegos amorosos. Se comprende y se comparte
la emoción que siente D. H. Lawrence ante esta escena. Hay algo, observa, inhumano y sobrehumano en
estas cazas de la ballena, algo mayor que la vida y más terrible que las acciones humanas. Se comprende
también que tal abundancia de enigmas alimentase infinitamente el ansia de interpretación. Se puede
leer Moby Dick como lo hacen todos los jóvenes, como una historia de mar infinitamente emocionante. El
mismo Melville reconoció, en una carta a la señora Hawthorne, que no había sido su intención escribir
una «insoportable» alegoría («a hideous and intolerable allegory»). Y, sin embargo, - tenía la
indeterminada sensación de que el libro permitía una interpretación alegórica. De hecho, es preci-
samente la colosal abundancia —«the plenitude», por utilizar un vocablo adecuado a Melville—, y no una
determinada anemia narrativa, lo que induce al lector a seguir un rastro de significados secretos. La
magnificencia de esta narración —una narración realmente total— rebosa por encima de las fronteras de
la fábula. No es ésta una característica de la alegoría, sino de la gran poesía preñada de símbolos. La gran
poesía se sobrepasa siempre a sí misma, abraza el «silencioso ser del símbolo» (Thomas Mann). Las
alegorías se hacen, son instrucciones de empleo adheridas sobre el objeto. Los símbolos crecen,
pertenecen a la misma carne de la obra, y le son inseparables. «El símbolo despierta presagios; la palabra
no puede más que explicar», se lee en Johann Jacob Bachofen. «Por el símbolo se puede aunar lo más
dispar en una impresión general unificada.» Precisamente es éste el triunfo mayor y más contundente de
Melville. Toda interpretación nacida de las fórmulas usuales ha de fracasar en él, porque lo que permite
la cohesión natural del símbolo no puede ser desmenuzado. Al intentarlo, muere el símbolo o se hiela en
alegoría. Incluso el término «simbólico» es, visto con ojos de hoy, un concepto auxiliar y sustitutivo. Los
dobles sentidos, las 3 «ambiguities» (una palabra preferida de Melville hoy diríamos las ambivalencias) se
producen por la confrontación con el ser auténtico. Se pueden interpretar casos, ordenar ideas en un
sistema, subordinar los acontecimientos del mundo' fenomenológico a un concepto de orden: ante el ser
se impone el silencio. Quien, como Melville, tenga una relación inmediata con la esencia del mundo, no
puede negar su espanta ni resolver sus contradicciones.
Hay un rasgo kleistiano en Melville. Kleist era el hombre absoluto arrojado al mundo empírico, que está
obligado a romper las medidas terrenas por pertenecer a lo incondicional —lo incondicional entendido
no como exigencia ideal, sino en el sentido de lo elemental—. Hasta Homburg no se doblega su fiereza
auto- destructora ante un orden cómico y cruel. El Homburg de Melville se llama Billy Budd. Pero se ve
inmediatamente que Melville va mucho más lejos que Kleist. El príncipe de Homburg se hace culpable por
presunción soñadora; el bello y tartamudo tonto de Melville se hace «culpable» por su inocencia
entregada indefensa al mal. No sabe que la limpieza origina odio, y cuando lo percibe, pierde la palabra.
Utiliza sus puños contra el superior que lo calumnia, y le mata sin querer. Al príncipe de Homburg se le da
ocasión de reconocer su error. Cuando lo hace, con total voluntariedad, está maduro para la clemencia.
Es una sonrisa entre las lágrimas, pero una sonrisa a pesar de todo... que no existe en Melville. En Kleist
(en la Marquesa de O.) se perdona al criminal, «en nombre de la achacosa disposición del mundo». Por la
misma razón es ahorcado Billy Budd. La vida, entregada a las débiles manos del hombre, no soporta ni un
capitán Ahab ni un Billy Budd. Sólo puede defenderse contra el siempre amenazante caos —también la
inocencia absoluta tiene su fuerza disgregadora— cerrándose en un orden inflexible. El capitán Vere —el
gran archiduque de Melville— sabe que Billy Budd es inocente Según el derecho divino, pero el terrenal
necesita que sucumba. Cuando Claggart, la personificación de lo abismalmente malo, yace muerto en
tierra, prorrumpe Veré en las palabras: «Struck dead by an ángel of God! Yet the ángel must hang!»
(¡Abatido por un ángel de Dios! ¡Y, sin embargo, el ángel ha de ser ahorcado!). Vere siente una inclinación
paternal hacia Billy, los oficiales del consejo de guerra están inclinados a la clemencia, pero el capitán
insiste en la ley, ya que: «With mankind forms, measured forms, are everything» («En lo humano, las
formas, las formas medidas, lo son todo»). Lo que quiere decir que la achacosa disposición del mundo
puede sólo ser preservada de la ruina mediante medida y forma.
Y, sin embargo —y aquí se manifiesta el íntimo anhelo de Melvifle—, Billy Budd triunfa. No entiende
nada, pero marcha satisfecho hacia la muerte. Es, como subraya Melville, un bárbaro, lo que significa: su
armonía con la totalidad de la creación es tan completa, que no queda lugar para el miedo a la muerte.
Muere en la alegre convicción de la rectitud de un orden, representado por un hombre tan bondadoso y
recto como el capitán Vere. Cuando es izado al extremo de una cuerda, rompe el sol entre las nubes y él
asciende como en una aureola. Sigue entonces —típicamente Melville— un apartado con el calificativo
de «Nota marginal», en el que se discute la ejecución desde puntos de vista fisiológicos, de donde resulta
que también aquí reina un misterio: la ausencia de reacciones espasmódicas en el cuerpo de Billy Budd
no tiene explicación científica.
Thomas Mann ha calificado Billy Budd como una de las más bellas narraciones del mundo; hubiera po-
dido añadir: y una de las más profundas. También Billy Budd es un mito. Es decir, contiene significados
que no permiten ser reducidos a un simple conocimiento, sino que son sólo transmisibles en el idioma de
la parábola. Melville había pergeñado una constelación similar, cincuenta años antes, en Redburn, desde
luego sin la consecuencia trágica. Lo que presenta ahora no es ya un «caso» con facetas individuales y
psicológicas, sino la realidad mítica o, si se quiere, existencia! de los hechos. «Signos interpretables de la
existencia», para usar la terminología de la metafísica literaria (Max Bense). Sería fácil, explica Melville
enfáticamente en Billy Budd, inventar motivaciones privadas para el desarrollo de la narración, que
pudieran hacer psicológicamente plausible el enigma que acecha detrás de todo. Pero él renuncia a ello.
En esta narración no se nos presenta ninguna conexión más o menos casual de acontecimientos,
dispuestos en forma estéticamente agradable, sino que lo más interior, íntimo de nuestra existencia se
expresa en el idioma simbólico de la poesía. También Melville conoce ya el mito del saber, que
desarrollarán sus sucesores cada vez más conscientemente. Sin embargo, lo más esencial de su arte —en
lo que sigue siendo ejemplo inalcanzado— proviene de los estremecimientos de la inmediata sensación
de existencia. De allí brotan sus visiones y aquella enigmática fuerza con la que nos conmueve: nos
sacude, nos limpia, nos eleva. Ahab, Billy Budd, Claggart, el capitán Vere y el escribiente anónimo del
grandioso relato Bartleby, acurrucado en su madriguera de oficina, solitario como «una tabla en medio
del Atlántico», son algunos de los signos de una abismal experiencia existencial. Sobre todos ellos reina,
empero, en pavorosa magnificencia, la ballena blanca Moby Dick, que no en vano se ha convertido en
animal heráldico de la nueva literatura.
GUSTAVE FLAUBERT
Su Penélope era Flaubert,
pescando desde islas obstinadas;
observaba los adornos de la cabellera de
[Circe
más que la sentencia de los relojes de sol.
EZRA POUND,
Hugh Selwyn Mauberley
No es un sacrilegio pretender que las novelas de Flaubert han perdido sensacionalismo para
nosotros. El proceso de Madame Bovary, que casi acaba con el encarcelamiento del autor, hoy sólo nos
hace sacudir la cabeza. Madame Bovary (1857) y la Education Sentimentale (1869) han adquirido para el
lector actual ese algo de ejemplaridad y de sereno clasicismo, más indicado para provocar respeto y
admiración moderada que entusiasmo o repulsión arrebatados. Se nos presentan como la obra canónica
de un arte corpóreo que busca, reproduciendo con una extrema acuidad todo lo físico («Su cabeza
trabaja como una fotografía, se imagina cada grieta del entarimado con el mismo detalle que los grandes
rasgos de la habitación», dice Taine de Flaubert), obtener un efecto máximo de significado trascendente.
El culto a lo feo, que empezó con Baudelaire y fue continuado por Flaubert, ha dejado atrás hace tiempo
a sus iniciadores. Las epopeyas flaubertianas de lo trivial han sido aventajadas por otras más triviales
todavía. François Mauriac en Le Sagouin y Julien Green en Leviathan han sobrepasado la repulsiva mezcla
de pie deforme, pepinillos en vinagre y abrazos tétricos que se nos brinda en Madame Bovarycon otras
más repelentes. E incluso en lo que Sainte-Beuve resume (en su famosa crítica de Madame Bovary) con
admiración y extrañeza en la frase: «Hijo y hermano de médicos distinguidos, el señor Gustave Flaubert
maneja la pluma como otros el bisturí. ¡Anatomistas y fisiólogos, os encuentro en todas partes!», aun en
esto ha encontrado Flaubert quien le supere. El arte de la disección ha alcanzado tales refinamientos en
narradores de las dos generaciones siguientes —Marcel Proust, Henry James, Thoman Mann—, que a su
lado Flaubert parece casi un tanto tosco y superficial. No sin razón le reprocha Henry James el haberse
detenido demasiado pronto, deslumbrado por «el brillo del patio exterior», sin haber llevado más
adelante «las armas fulgurantes».
Sin embargo, nuestro interés por Flaubert no ha disminuido, sino que se ha desplazado. Más y
más se aparta de la obra para centrarse en el proceso de su creación o, para decirlo más técnicamente,
de su fabricación. La entrega apasionada de nuestra época a todo lo técnico, el convencimiento de que la
mayor parte de las cosas que nos rodean son producto de nuestra habilidad es tan general, que se
extiende también a los productos de la imaginación poética. El taller de Flaubert nos fascina casi más que
la obra que produjo: el poeta se esconde detrás del artesano, el genio se aproxima al trabajador. Y es
precisamente Flaubert quien nos anima a seguir por este camino con el ejemplo de su obra. Lo trabajado
de sus partituras, lo deliberado de la colocación de cada nota, la precisión y lo definitivo de la selección
de vocablos, las cesuras y el ritmo nos dejan colegir una mente artística y una disciplina de trabajo
extraordinarias. Se nos presenta aquí un hombre decidido a dominar su inspiración, más aún, que
pretende tener su trabajo tan en su mano como para excluirse de él y hasta para borrar en él las huellas
de su yo.
Esta es la tesis de Flaubert: la más alta impersonalidad del arte, que culmina en la exigencia de
que el poeta ha de convencer a la posteridad de no haber existido nunca. Sea cual sea la validez de esta
tesis, en la obra de Flaubert no se ve corroborada. Un autor que «como Dios en el universo ha de ser
omnipresente, pero nunca visible», necesitaría la sublimidad divina, o por lo menos una indiferencia a
imagen de Dios. Sainte-Beuve, y muchos observadores tras él, cometen un error psicológico al hablar de
la objetividad de Flaubert. Su impassibilité, la distancia y la neutralidad que parece conservar ante la
realidad profana, incluso de sus materiales, temas y figuras, se descubre como una subjetividad máxima,
como denuncia abierta de la vida. Pocas veces se ha vengado un autor más exhaustivamente del
lamentable mundo, de su insensatez, de su iniquidad, como Flaubert, que ejecutaba a sus caracteres de
ficción con la afiladísima hacha de una pretendida objetividad. El odio, odio sobre todo hacia la
burguesía, a la que pertenece no sólo por nacimiento sino por costumbres, era la raíz de sus
inspiraciones; y el llamado método objetivo era la barrera que erigió para separarse de un mundo que le
estremecía literalmente de asco y conmiseración. «Ya no sé hablar con nadie sin enfadarme —dice en
una carta—, y siempre que leo algo de mis contemporáneos, me enfurezco.» Sólo un espíritu
subjetivamente muy irritable, sólo alguien cuyas ilusiones y deseos impotentes han naufragado sobre las
prosaicas escolleras de la vida, podía inventar y al mismo tiempo revelar el «bovarismo», esa urdimbre de
sueño, autosugestión y ansia de vivir en la que se enreda mortalmente Emma Bovary. «Madame Bovary,
c'est moi», con esta frase se refuta Flaubert a sí mismo.
Flaubert, el gran objetivo, es una ficción; la segunda es: Flaubert, el gran realista. El afán de
coleccionista forma al realista tan poco como el catalejo con el que solía observar Flaubert desde su
ermita literaria a los paseantes del domingo. Para ser un gran realista hay que poseer una irreducida
relación con la realidad. Lo que Flaubert hizo en el gigantesco cuadro de Salammbó (1862) con los
materiales de sus estudios orientalistas es artesanía romántica. Maupassant lo llama, con la docilidad del
alumno, «una ópera en prosa»: «Las frases cantan, gritan, tienen la resonancia, el sonido de las
trompetas, el murmullo de los oboes, el mecer de los cellos, las contorsiones nostálgicas de los violines y
las fiorituras de la flauta.» De hecho, Flaubert nunca se rebajó a copiar la realidad trivial; su odio era
demasiado furibundo. No observaba la naturaleza para seguirla, sino para triunfar sobre ella. Incluso las
piezas más brillantes de su «realismo», como la exposición agrícola de Madame Bovary, son más
desenmascaramientos que homenajes de la espléndida realidad. Flaubert no sólo mata con la exactitud,
sino también con la disposición. La combinación de la cría de ganado con los susurros de amor es
diabólica. La intención de Flaubert era avergonzar a la naturaleza. Este propósito presta a su trabajo un
sentido dramático que sobrepasa el de su obra. En una carta dirigida a Zola, y refiriéndose al final de
Nana, utiliza la palabra «miguelangelesco». Es difícil escapar a la tentación de aplicarlo al mismo Flaubert,
imaginándolo sentado ante su redonda mesa de trabajo, con tapete verde, en Croisset. La meta es tan
alta que cada frase se convierte en una tarea sobrehumana, en una responsabilidad apenas soportable. El
artista que quiere vencer a la naturaleza ha de renunciar a todo lo que le encadena a ella. En el caso
Flaubert ha de entenderse esto en su sentido más literal. Lo que dice a Maupassant: el artista ha de estar
dispuesto a sacrificarlo todo a su obra, lo ha realizado. «El verdadero poeta es para mí un sacerdote
—escribe a Louise Colet, el gran amor de su vida—. En la misma hora en que se endosa la sotana, ha de
abandonar a su familia.» No se puede obedecer de modo más riguroso que aquí, y no sólo con palabras, a
la inexorable ley del arte.Para Flaubert, la vida, y así lo reconoce una y otra vez, no es más que un medio
para el arte. Se llama a sí mismo «una especie de monstruo, un ser fuera de la naturaleza».
Una vocación artística de tal exclusividad era desconocida hasta ese momento. Necesariamente
habían de forjarse nuevos conceptos. Sobre todo el concepto de«estilo» obtiene un acento nuevo y una
nueva gravidez de significado. Estilo no es tersura, amabilidad, armonía, sino una posibilidad única de
comprender y captar las cosas en su esencia, un órgano de la más alta percepción, un instrumento del
conocimiento, de la transposición de la incorruptible visión artística a la realidad de la palabra. «¡El estilo
es la vida, la sangre del pensamiento!» Poseemos descripciones de hasta qué punto Flaubert comprendía
esta frase literalmente. «Se abrazaba al concepto —nos dice Maupassant— y lo vencía, lentamente, en
impulsos sobrehumanos y pruebas de fuerza, y lo encerraba en una forma vigorosa y definida, como a
una fiera en una jaula.» Así queda calificado lo violento, lo luchador, lo frenético del proceso. «Hay que
manipular —dice Flaubert— este objeto tan escurridizo que es la prosa francesa, sabiendo evaluar el
exacto valor de cada palabra. Hay que ser capaz de modificar este valor con la posición de las palabras,
concentrar la atención sobre una sola línea de cada página, resaltar un concepto entre un centenar de
ideas, sólo mediante la selección y la colocación de las palabras que lo expresan. Hay que acertar, con
una sola palabra en posición peculiar, como se acierta con un arma. Hay que sacudir un alma, llenándola
repentinamente de alegría o tristeza, de indignación o cólera, sin hacer más que pasar un adverbio por
delante de los ojos del lector.» Flaubert se enfrenta al lenguaje como un domador. Con la frente
enrojecida y los músculos tensos trabaja sobre sus manuscritos; su lucha es también física. De veinte
páginas hace una, gimiendo como un forzado, y lo es verdaderamente. «La cara enrojecida —sigue
escribiendo Maupassant— se hincha bajo la furiosa acometida de la sangre; hurga en las palabras,
estudia la fisonomía de las letras alineadas y acecha el efecto como un cazador la levantada. Compone los
tonos, aparta las asonancias, distribuye la puntuación calculadamente, como lugares de descanso en un
largo camino.»
Como puede verse, este esteticismo llega a lo heroico. No se trata para Flaubert de la
aproximación a un pálido y desvaído ideal de belleza, sino de hallar la única expresión posible, la sola
palabra certera, que se convierta en la llave del conocimiento, portadora de la verdad. «Entre todas las
expresiones, formas y giros, hay una sola expresión, un solo giro y una sola forma que expresen lo que yo
quiero decir.» La forma y la idea, el ritmo y el sentido crecen simultáneamente; la forma revela la idea, el
ritmo el sentido, incluso son el sentido. El material no juega (¡Flaubert el «realista»!) más que un papel
subordinado. Cuando escribe una novela piensa —de nuevo una confesión de esteticismo radical— no en
una fábula, sino en reproducir una coloración, un matiz, en Salammbó un color púrpura, en Madame
Bovary la «apolillada tonalidad de la existencia de gusanos de sótano». Un misticismo estético tan
intenso —«Je tourne á une espece de mysticisme esthétique», observa el mismo Flaubert— no puede
por menos de conducir al desvarío. La ley natural de las formas, creada por el poeta, y a la que también
obedece, la forma interna, que se deja desplegar pero no forjar, aparecen en algunas de las obras tardías
de Flaubert violadas y sacrificadas a un formalismo bruñidor. Una voluntad artística demasiado do-
minante se ha adelantado al crecimiento orgánico de las formas, en vez de asistirlo. Benedetto Croce,
agudo crítico de Flaubert, dice de La tentation de Saint-Antoine que oscila «entre ejercicio literario frío y
erudito, por un lado, y nostalgia enfermiza de algo inexpresable, por otro». En el Flaubert de los últimos
años se tiene menos «la impresión de un artista que creabelleza, que de un erotómano que delira o, si se
prefiere, de un místico que pasa de la flagelación al éxtasis y del éxtasis a la flagelación».
Lo que es cierto es que la incansable persecución del «mot juste» se convierte para Flaubert en
obsesión compulsiva. Domina su vida, la ensombrece y la ilumina a un tiempo, le regala máximos triunfos
y le proporciona horas de salvaje desesperación. El «estilo» se convierte en su cruz, su destino: «Cuanta
más experiencia adquiero en mi arte, más se me hace tormento... Pocos hombres habrá, creo yo, que
hayan sufrido como yo en la literatura.» Habla finalmente de su «quimera del estilo», que lo agota en
cuerpo y alma; su madre le reprocha, en una conmovedora frase, que su obsesión por el arte le había
«desecado el corazón». Con todo el peso de un alma escueta y herida se menciona aquí el precio que ha
de pagar un artista del fuste de Flaubert por sus éxtasis. Fiel a su principio de que se ve mal si se cultiva
demasiado la intimidad con la vida («Se sufre o se goza demasiado. Cuanto menos se sienta una cosa,
más capacitado se está de expresarla como es»), fiel a su máxima de que sólo se puede describir el vino,
el amor, las mujeres, la fama, bajo la condición de no ser ni bebedor, ni amante, ni crapuloso, por amor al
arte, renunció a la vida. Perdió la vida. Parece trágico. Pero a la vista de tantas vidas, vividas
intensamente, pero sin sentido ni consecuencias, el precio puede no parecemos demasiado alto. Ni
siquiera cuando vemos cómo el artista mismo se espanta ante el peso y la irrevocabilidad de su renuncia.
Esta desesperación de artista, que aparentemente no es compensada por la vista y la conciencia de las
obras maestras creadas, fue también infligida a Flaubert. «Es preciso —escribe al final— reír y llorar,
amar, trabajar, gozar y sufrir, hay que convibrar todo lo posible. Esto creo que es lo verdaderamente
humano... Yo tuve miedo a la vida.» Las metas estéticas de Flaubert fueron extremas. Era en todo un
hombre de excesos. «Todos los excesos, sean como sean, me atraen.» Pero sólo ante las exigencias más
extremas pueden conservar el arte la justificación de su existencia. Esto hizo ejemplarmente Flaubert
cuando no se limitó a formular la pretensión de exclusividad del arte, sino que la vivió. Se cuenta entre
los maestros que por su ética artística influyen inmediatamente en el presente. Lo decisivo es, en nuestra
línea de pensamiento, que su fanatismo por la obra, su diabólica disciplina en el trabajo, así como su
concepción sacerdotal del arte y su conciencia artística, se vertieron sobre la prosa narrativa y no sobre la
lírica. «Comme elle était tres lourde ils la portaient alternativement.» Esta frase final de la narración He-
rodias, tan justamente admirada (se refiere a la cabeza cortada de Juan, que tres hombres piadosos
llevan a Galilea), no es un verso, sino una pieza de prosa informativa: escueta hasta la aridez, pero sonora
y rítmica con la grave pausa sobre el oscuro «lourde» y la intermitencia del «alternativement», un
máximum de realización verbal. Al igual que en la poesía, se ilumina la situación destacando y reforzando
un detalle. La traducción «Como era muy pesada, la llevaban alternativamente» no deja reconocer de
qué modo tan completo y con qué economía de medios se ha transformado un hecho real en lenguaje.
Ezra Pound, uno de los admiradores más entusiastas de Flaubert, ha calificado sin ambages al
autor de Madame Bovary como el precursor inmediato de Joyce. Aduce varios detalles; por ejemplo, que
Joyce, en el Ulysses, aunque en estilo mucho más grandioso, se apropió de la pretensión enciclopédica
que ya Flaubert había utilizado en su última obra, Bouvard y Pécuchet, el inventario satírico del moderno
mundo democrático; o que Joyce, como Flaubert en su pareja de horteras, había creado en Leopold
Bloom un prototipo del hombre moderno. Se puede completar esta lista: la poética que desarrolla
Stephan Dádalus en A portrait of the artist as a young man (lo citaremos en el capítulo dedicado a Joyce)
camina tras las huellas de Flaubert, y el desértico decorado del episodio de Circe en el Ulysses está
indudablemente inspirado en La tentation de Saint-Antoine (1874) de Flaubert. Más importante es, sin
embargo, como dice Pound, que Joyce recibió «el arte de escribir» de la mano de Flaubert. Cuando
Flaubert se decide a cargar cada palabra, hasta el límite de su capacidad portadora, de color, expresión,
sonido y significado, de realidad, consigue algo que hasta entonces había estado reservado a la poesía.
Irrumpió en los cotos de la lírica y reclamó la poesía para la novela. Así señaló a la novela moderna el
camino hacia el arte total, hacia una forma total de la poesía, que comprende todas las formas de ver
poéticas. Flaubert, el fisiólogo, y Flaubert, el lírico enmascarado, juntos forman el hombre completo. En
la penetración alternativa del realismo brutal y del refinamiento lírico se anuncia una novela, que —para
hablar de nuevo con Pound— es más que un «cinematógrafo en prosa», es decir: que no se satisface con
el acarreo de materialidades, sino que tiene el empeño de transformarlas en «alabastros».
HENRY JAMES
Al celebrar el mundo anglosajón en medio de la guerra —1943— el centenario del nacimiento de
Henry James, lo hizo con ademán estupefacto ante este entusiasmo tardío e incluso algo anacrónico. Es
cierto que el autor de The portrait of a Lady y de The ambassadors nunca fue postergado por la con-
ciencia literaria tan totalmente como Melville, su compatriota, cuyo redescubrimiento dos décadas antes
había constituido un acontecimiento arqueológico literario de primer orden. Pero aunque siempre se
había leído a James, el círculo de sus adictos nunca fue muy extenso. Se reclutaban entre la internacional
de entendidos y sibaritas, o para decirlo al «estilo James», de los connaisseurs. Su material preferido, la
high society de la segunda mitad del siglo XIX, lo señaló como escritor esotérico tanto como el «demonio
de la sutilidad» que lo poseía, o ese matizadísimo estilo coloquial que su sutilidad había creado
precisamente en los salones de aquella sociedad: un estilo suavemente estremecido por el dramatismo
de las insinuaciones e indirectas, artísticamente complicado mediante un laberíntico sistema de espejos y
velos, y más dado a despertar anhelos que a satisfacerlos. Incluso observadores muy agudos se han
dejado engañar por la florida elegancia de una dicción que cuanto más pasaba el tiempo más parecía
tejer sus preciosas guirnaldas verbales alrededor del estéril campo temático de una revista de señoras:
proyectos de matrimonio, intrigas de familia, herencias y el inagotable problema de la respetabilidad
social. Thomas Hardy habló del arte de James «de no decir nada con frases interminables.
H. G. Wells lo llama (entre otras cosas) un «coloso que acarrea guijarros», e incluso un crítico
benévolo como Stephen Spender dice del Henry James más tardío que tiene algo de «apisonadora
haciendo encaje».
Un autor de naturaleza tan enredada y contradictoria, de fineza tan poco ágil y, al parecer,
trivialidad tan rebuscada, apenas pudo contar con llegar a ser popular. El mismo debió sentirlo, aunque
no abandonase nunca la esperanza. Sus esfuerzos continuados hasta la más avanzada edad en el campo
del drama por el éxito teatral brotaban en no menor grado de su deseo de una amplia resonancia. Sin
embargo, fue su destino el tener que renunciar durante su vida a la modesta alegría de las reediciones. Y
de pronto, casi una generación después de su muerte, en un mundo tan distinto al suyo, y estando este
mundo poseído de terribles convulsiones, es recordado con gratitud casi tempestuosa. Se realizan nuevas
ediciones de sus obras, aparecen ensayos, estudios y biografías, se leen sus libros y se discuten. El año
1943 le proporciona póstumamente un cúmulo de reconocimientos que rebasa el que recibió en toda su
vida.
Dos continentes se disputan repentinamente la gloria de haber sido la cuna de este narrador,
nacido en los Estados Unidos y muerto como ciudadano británico. América reconoce en el antaño
condenado por renegado a uno de sus hijos más fieles, y Europa descubre a James el europeo.
Esta palabra tiene un significado actual, que fue ya reconocido por T. S. Eliot en 1918, y
formulado por él en el número de la «Little Review» dedicado a Henry James y compilado por Ezra
Pound, con la autoridad de quien había elegido un destino similar. Según Eliot, sólo un americano es
capaz de ser un europeo completo. Porque sólo él puede realizar en una acción de máxima fidelidad y de
máxima conciencia lo que al europeo le es propio desde su nacimiento. Para el americano, según Eliot, el
llegar a ser europeo significa la última meta y plenitud. Lo cual quiere decir —y esto invalida la crítica
hecha por los nacionalistas americanos contra los expatriados— que no deja nunca de ser americano, e
incluso que su europeísmo conseguido tan laboriosamente lo confirma como americano en la misma
medida en que, inversamente, su americanismo lo faculta para ser europeo. Sólo una América consciente
nuevamente de sus orígenes podrá ser una América completa. Al filo de los cuarenta y cinco años expresa
Henry James a su hermano William, psicólogo y fundador del pragmatismo americano, sus deseos de
escribir de manera que un extraño no pueda distinguir si se trata de un americano que escribe sobre
Inglaterra o de un inglés que escribe sobre América; añade que está muy lejos de avergonzarse de esta
ambivalencia. Muy al contrario, le enorgullece mucho, por ser precisamente highly civilized.
De esta ambigüedad (la palabra ambiguity aparece en James con no menos frecuencia que en
Melville) brotan las características tensiones de su obra. Por un lado, la imagen de la inmaculada
América, implantada en su alma por su padre, el teólogo Henry James; por otro, la representación de la
antigua Europa, rica en experiencia pero también corrompida por ella. Entre estos dos polos inicia sus
experimentos James, y aquí encontramos una respuesta parcial a la pregunta sobre las causas del
renacimiento de James. El redescubrimiento de James coincide significativamente con la segunda
irrupción de América en la política europea o, si se quiere, con el retomo de América a Europa. Cuando
Henry James, padre, manda a sus hijos a Inglaterra, Francia, Alemania y Suiza, lo hace sin intenciones
accesorias de tipo ideológico. Quiere que aprendan lenguas y consigan una educación lo más polifacética
posible, eso es todo. Al sentimiento de Europa que se despierta rápidamente en sus hijos opone con
firmeza la primitiva concepción americana. «Me alegro mucho —escribe a su hijo Henry, de veintiséis
años, que le acababa de enviar desde Roma un mensaje, ebrio de Europa, encabezado por las palabras
«Por primera vez vivo»— de vivir en un país que no espera la muerte para vivir... Europa está tan
dominada por la conciencia histórica, que nunca he podido aclimatarme allí, y finalmente opté por el país
del futuro.» A lo pintoresco de los decorados históricos, «the historical picturesque», que entusiasma a
su hijo, enfrenta la visión muy americana de una belleza que nace sólo de las manos de los vivos: «an
artificial picturesque».
Más de diez años —durante ese tiempo vive en París, Londres, Roma, Florencia, y no vuelve a
América más que de visita— vacila James, y finalmente su decisión recae sobre Europa.
Significativamente cristaliza en América. En 1881, el año de Washington Square, su obra maestra
americana, pero también el año de The portrait of a Lady, la primera novela que despliega el
«international theme» hasta su más completa significación, apunta en una habitación de hotel en Boston:
«He escogido.» Acepta la carga del ser europeo, con plena conciencia de su magnitud, pero también con
plena conciencia de lo que la «completeness» de una existencia moderna exige de un escritor cuya tarea
sea el «estudio de la vida», y decide establecerse en Londres. Porque Londres es para él «la más colosal
acumulación de vida humana», «the most complete compendium of the world», «la gran Babilonia gris»,
de cuyos «impulsos místicos» nace, pocos años más tarde, la Princesa Casamassima, la única novela de
James con fondo social revolucionario. Sólo en 1904, después de más de dos décadas de ausencia, vuelve
a pasar un año en América, y se encuentra con un país transformado en el que se ha hecho realidad la
palabra de su padre «lo artificialmente pintoresco» en una medida insospechada y asombrosa —ve por
primera vez los rascacielos—. James se siente fascinado, pero también atemorizado y cansado. Su país
natal le resulta «interesting, formidable, fearsome and fatiguing», un mundo extraordinario, que
transmite la impresión de un fabuloso poderío material y político, pero que también es «almost cruelly
charmless» (casi cruelmente exento de encanto), y del que retorna con alivio a su pequeña casa de
campo cerca de Londres. En 1915, medio año antes de su muerte, obtiene la nacionalidad británica. El
viajero en busca de cultura era europeo desde hacía tiempo, en el sentido de Eliot; ahora se confirma
también oficialmente el retorno.
El callado drama de este proceso tan largo marca toda su obra. Entre Roderick Hudson (1876) y
The golden bowl (1904) hay tres décadas de diálogo íntimo, conducido por la pluma del autor, de
continente a continente, y que sólo hoy, cuando ya el tiempo ha dado alcance al poeta, ha podido ser
apreciado plenamente. En sus novelas primeras (Roderick Hudson, The American, Daisy Miller) el mismo
James ve todavía Europa como más tarde describiría irónicamente que la veía la familia Newsome de
Woollett (Massa- chusetts): como «el pobre y corrompido viejo mundo», ante cuyas asechanzas ha de
estar siempre prevenida la inocencia americana. La señora Europa abraza al escultor Roderick Hudson y
lo aplasta cariñosamente. Daisy Miller no muere del resfriado que coge en una visita nocturna al Coliseo,
sino de las ofensas que le son infligidas a ella, la libérrima americana, en Europa; y Christopher Newman,
el inmaculado tonto rechazado por los orgullosos aristócratas Bellegarde, demostrará con una sola acción
de perdón y de grandeza de alma la supremacía moral americana. Todo esto no son más que
aproximaciones, diseños y proyectos de su obra maestra, escrita al filo de los cuarenta años, The portrait
of a Lady.
Isabel Archer, la protagonista de esta obra, es la primera criatura de la obra de James que sabe a
qué viene a Europa: no a visitar antigüedades, sino a descubrir la vida. Quiere, y ésta es una de las claves
de la novela, participar en el «drama real de la vida», en aquellos «what people most know and suffer»
(que la gente mejor conoce y más sufre). Pero esto no puede conseguirlo en ese mundo artificial de que
habla James padre y que menciona en nuestros días Thornton Wilder cuando (y como él antes Gertrude
Stein) subraya lo abstracto, lo falto de relación, la soledad enteramente centrada en sí misma de la
existencia americana, basada en la ficción de que todos podemos siempre y sin premisas empezar de
nuevo. Escapar a esta falsa concepción de la vida y sustituirla por las raíces de un existir más complejo y
más completo es el anhelo más íntimo de James y de su heroína. Isabel Archer rechaza todo cuanto
podría hacer su vida más llana, eficaz y cómoda. Esta es la razón por la que no se casa ni con el señor
Goodwood, el financiero, ni con lord Warburton, el gran aristócrata, a pesar de quererlos a ambos.
Desconcertados se preguntan sus conocidos qué es lo que busca en la vida. Se la considera
desmedidamente ambiciosa, pero se trata de otra cosa. Dice a lord Warburton: «Casarme con usted
equivaldría a intentar huir de mi destino.» Y pocas frases más adelante: «No puedo escapar a la
desgracia. Si me casara con usted estaría tratando de hacerlo.» Escucha las voces de lo profundo y
considera su deber obedecerlas. Sabe que el vivir significa sufrimiento y —la palabra mágica de James—
experiencia. Ambas cosas las halla en la amistad con Madame Merle y en su matrimonio con Gilbert
Osmond, esas dos primeras grandes personificaciones de la malvada mundanidad que aparecen en la
obra de James. Convencida y dispuesta en lo más profundo de su ser, ofrece Isabel Archer el sacrificio de
la experiencia; y no es sino consecuente al permanecer con su marido una vez que lo ha reconocido en su
esterilidad espiritual, su frialdad, su egoísmo, su codicia, su inhumanidad y su capacidad de hacer
marchitar toda vida con su mera toria del oro? Si delicadeza y limpieza de corazón fueran lo único que
ofreciese, ¿conseguiría retener al príncipe? El dilema moral de una fábula al parecer tan convencional es
difícil en extremo. Maggie Verver y su padre viven en la inocencia de lo superfluo, desafían a Charlotte y
al príncipe Amerigo con su riqueza, los hacen culpables y se hacen culpables ellos mismos. Porque ellos
—padre e hija— se confunden de tal modo en el mundo enajenado e impersonal de su riqueza, se
sienten tan íntima y delicadamente unidos por parentesco de sangre y de propiedad, que consideran al
príncipe y a Charlotte, incluso estando casados con ellos, como propiedades muy preciosas, que se pagan
con cheque y no con contacto personal. La distinción de Amerigo y la belleza y mundanidad de Charlotte
son para ellos objetos que equiparan en su abismal inocencia a las «important pieces» de su colección de
arte. Los Verver «usan» a Charlotte y a Amerigo en la misma medida en que son usados por ellos. Hasta
aquí el juego está igualado. A pesar de todo, moralmente pierden los Verver. La culpa de los otros reside
sólo en no querer ser pobres: Charlotte y Amerigo son amantes apasionados, pero prefieren renunciar al
amado antes que renunciar a un gran estilo de vida. En cambio, los Verver utilizan su riqueza para
sostener una circunstancia dudosa y sancionarla paso a paso. El suave Adam Verver vuelve con Charlotte
a América, la conduce («a caged beast», una bestia enjaulada) de su brida de seda, para dejar a su hija el
camino libre para la toma de posesión definitiva del príncipe.
El retrato crítico de un materialismo teñido de moralidad que aquí se esboza, y que Henry James
parece querer reforzar en su novela incompleta The ivory tower, encuentra hoy observadores más
atentos y más expertos que en 1904. No hay duda de que ambos macabros romances pueden ser leídos
como novelas políticas, de la misma manera que The golden bowl puede ser interpretada como una
alegoría teológica (Adam Verver = la sabiduría divina, Maggie = el amor divino, Amerigo = el hombre
natural, Charlotte = el yo humano sólo referido a sí mismo).
Pero todo esto no basta para justificar el renovado interés por la obra de Henry James. La más
escueta de las tesis es la que pretende que Henry James proporciona a los lectores de hoy lo que les falta
en su vida cotidiana, es decir: la opulencia de una cultura relajada y libre de cuidados. Así se situaría el
renacimiento de James en la línea del renacimiento del bueno de Anthony Trollope, el gran consolador de
los lectores y radioyentes ingleses durante la última guerra mundial. Yo creo más bien que la resonancia
inesperada de James se debe a lo contrario: nada de apaciguamientos superficiales como nos ofrece el
mundo de Trollope, sano pero tan limitado, sino ese profundo estremecimiento que recorre al hombre
cuando percibe cuánta negrura, ansiedad, destrucción y tormento inmitigable se esconden bajo la
brillante superficie. James no precisó descender a los bajos fondos de las desviaciones, de los excesos y
de las pasiones desmedidas para descubrir el infierno. Vio brillar las llamas bajo el bruñido suelo de
cristal, sobre el que desplegaba el inmenso arte de sus diálogos. Detrás de la fachada artificial de su
mundo novelesco trabaja una fuerza oscura, se esconde el «animal en la selva» (título significativo de una
de sus narraciones más vigorosas), se incuba la siempre dispuesta exterminación: «Me domina un
sentimiento de catástrofe —escribe en 1896 a un amigo—; la vida para mí es en realidad algo salvaje y
tenebroso.» Precisamente esto, lo tenebroso, lo salvaje, el sabor de la sangre, echa de menos un lector
tan agudo como Gide en James: no es interesante, sólo inteligente, una araña que teje con ecuánime
destreza su tela. Gide no quiso —extrañamente— percibir el horror detrás de las cosas («The horror of
the thing hideously behind, behind so much trusted, so much pretended, nobleness, cleverness,
tenderness», como se dice en The golden boivl), no distinguió el pañuelo que Maggie Verver se mete en
la boca para que no se oigan sus gemidos, ni la exclamación desesperada de Madame Merle: «Por poder
llorar daría mi mano derecha, pero no puedo», ni la insoslayable sensación de acoso de la pareja
traicionera en The wings of the dove, ni la palidez de los condenados en The turn of the screw. No vio
aquel fantasma que recorre Gardencourt y que sólo se muestra a aquellos que, como Isabel Archer, han
aprendido a sufrir.
En realidad, en James no hay vulgar violencia, no hay crímenes demostrables, sólo hay —como
en Ibsen— asesinatos de almas. No cultiva las pasiones, cultiva la maldad. Esto forma parte del bagaje
religioso que le entregó su padre, es la dote de su ascendencia puritana. Infidelidad, aridez de corazón y
egoísmo, «the darkness of moral evil» (F. O. Mathiessen), están siempre presentes en sus novelas.
Ningún escritor de novelas teológicas de nuestros días, ni Mauriac ni Ber- nanos, sobrepasa a James en la
propensión y el don de representar lo malo, observa Graham Greene, que ha escrito mucho sobre el
aspecto religioso de James. Pero el mundo sólo está dispuesto a inclinarse ante la grandeza de la maldad
cuando (como en Dostoievski, a quien Gide cita en contraposición a James) se ofrece sin reparos. Adora
los gestos retorcidos, las confesiones excesivas, los gritos de desesperación. En James se reprime el
horror en un «éxtasis de autodominio» (esta expresión aparece en el The portrait of a Lady). La
misteriosa atracción que ejerce este escritor se basa en no menor grado en la discrepancia entre su
mundo interior y el exterior. Una timidez profunda, casi religiosa, parece impedirle el pronunciar lo más
extremo y confirmarlo por la denominación. Desprecia (es el lado técnico-estético) la vulgaridad de las
«weak specifications» (especificaciones vagas). «Refuerza la visión general que el lector pueda tener de lo
malo», se anima a si mismo en el prólogo a The turn of the screw, «y su propia experiencia, su propia
fuerza imaginativa... le dotará suficientemente de todos los detalles. Ponle en camino de pensar lo malo,
imaginárselo él mismo, y puedes prescindir de toda vaga especificación».
También en esto es James un autor cuya hora parece haber acabado de sonar. Hoy estamos al
final de una literatura de la indiscreción. En los ochenta años transcurridos desde L'assommoir de Zola no
ha quedado nada sin expresar en literatura. El coraje de la verdad, que una vez, y con razón, fue el
orgullo del artista moderno, ha conducido, también con razón, al hastío de la revelación. La defloración
por la palabra es tan total que sólo una nueva virginidad puede curar los destrozos. Esta necesidad está
totalmente atendida en James. Nos conduce a una zona en la que el silencio custodia a la verdad y la
construye, una zona de tierna autoconservación y tacto protector.
Las raíces de este tacto están muy ramificadas. No es tan sólo la conciencia de una fuerza que
nace del dominio, no sólo el conocimiento de la dignidad de lo no pronunciado, sino también una buena
dosis de puritanismo, inhibición victoriana y la reticencia de un hombre que tiene un secreto que
guardar. De una frase muy encapsulada de las Notes of a son and brother (1914) se puede deducir que
James sufrió de joven una herida que explica su soltería y la ausencia de toda aventura amorosa en su
vida. Este acontecimiento no es sólo interesante desde un punto de vista biográfico, sino que también
desde el artístico tiene una importante significación. Indica que James, más terriblemente aún que
Proust, enterrado en su habitación de enfermo, era un excluido —más terriblemente, por estar en medio
de la vida, sin haber experimentado, ni poder hacerlo, su confirmación más elemental—. Esta
intangibilidad, esta inmaterialidad de la vida, este tema se transparenta detrás de las costosas colgaduras
y celajes que su arte coloca delante de lo indecible. «Viva usted con todas las fibras. Es un error no
hacerlo... Haga lo que quiera, pero no cometa mi error. Porque fue un error. ¡Viva!», dice Lambert
Strether en una «explosión incontenible» al joven Bilham; y James, con énfasis, señala que éste es el
punto central del libro. Strether sabe que no está en su línea de vida, y que además no sería digno de su
edad tratar de recuperar el tiempo perdido. Esta certidumbre le proporciona su superioridad. En cambio,
John Marcher, el protagonista de la narración The beast in the jungle (nacida casi simultáneamente con
The ambassadors), no sólo espera en vano a la vida, sino también a la verdad. Se refugia en la ficción de
estar predestinado a una tarea extraordinaria para la que ha de reservarse; y sólo en las últimas líneas es
herido por el rayo de la certidumbre de que el contenido de su vida residía en no haber podido vivir nada.
Henry James está emparentado con los grandes trágicos de la literatura, pero también con sus
grandes técnicos y artistas. Está tan cerca de Melville, al que no conoció, como de Poe, cuya Philosophy of
com- position continúa, al emprender en los años 1906 al 1909 la tarea de redactar prólogos para la
edición neoyorquina de sus novelas. En ellos sigue, apoyándose en sus libros de notas, la génesis de cada
novela y de las mejores de sus narraciones, retrocediendo hasta su mismo origen («the productive
germ», el germen productivo, es la frase que emplea continuamente), y recuenta no sólo la «historia de
la historia», sino que expone hasta en sus menores detalles los problemas técnicos que hubo de resolver
en cada caso. Con tal amplitud y tanta consecuencia, es algo totalmente nuevo. La fruición del cálculo no
se había extendido hasta ahora al campo de la novela, este terrón de la literatura. Hasta entonces se
había creído que narrar era una cuestión de desarrollo del material, en todo caso refinada por la agudeza
de la mirada psicológica (como en Benjamín Constant o Stendhal) o por el prurito de la extrema exactitud
verbal (como en Flaubert). James introduce en la novela algo que ni los mejores novelistas franceses del
siglo XIX se habían atrevido a hacer: hace de la conciencia humana el campo de operaciones de su narrar.
Stendhal nos describe a su Julien Sorel como un hombre de máxima conciencia, que en todo lo que hace
se halla al lado de sí mismo acechándose. Pero sólo nos lo describe. Todos estos autores nos informan de
acontecimientos internos, pero no los representan. James no describe las situaciones interiores, sino que
hace que broten dialécticamente ante nosotros. De ahí su predilección por el drama, que
paradójicamente sólo pudo fructificar en la novela. Porque en oposición al escenario, en el que se busca
como efecto final la singularidad de significado, la novela, en su fragmentación, poliface- tismo y
diferenciación, no conoce límites.
En sus primeras novelas y en algunas de sus obras medias, James deja filtrarse el acontecer a
través de la conciencia de un observador, reforzando su posición de tal manera que insensiblemente nos
lleva a ver la acción con sus ojos. Así, la conciencia de un solo actor (por ejemplo, Rowland Mallet en
Roderick Hudson) se convierte en el verdadero escenario. En What Maisie knetv conocemos el mundo
totalmente a través de la inteligencia precoz de un niño. Más tarde disgrega James su técnica del «punto
de vista» en una variedad de posiciones. Desde The spoils of Poynton (1897) y The Awkward Age (1899),
sus novelas se componen predominantemente de diálogos. La situación interna y la externa se ilumina en
cada caso mediante refinados interrogatorios y contrainterrogatorios. En verdaderas conversaciones
submarinas, en las que nunca se sabe dónde saldrán los nadadores a la superficie, tantean los
protagonistas su camino hacia lo que James llamó «the real thing» o «the real truth», lo indecible y lo
inconcebible que descansa en el fondo de todas sus novelas. En la narración The figure in the carpet, una
obra maestra de ironía verdaderamente diabólica, un escritor famoso encauza a sus críticos por la vereda
que conduce hacia ese punto nuclear más secreto de su poesía, y la caza de estos críticos se nos antoja
tanto más desesperanzada y risible cuanto menos parece conocer tal núcleo el mismo autor.
La concepción que James tiene de la novela se acerca así cada vez más al drama, pero un drama
infinitamente refinado por la continua presencia e intervención del autor, por el calor envolvente de su
narrar. Se refiere expresamente (en el prólogo a su Princesa Casamassima)a Hamlet y Lear. Como en los
monólogos de estos últimos, ya no se trata en el ámbito de la experiencia de James de una
representación de lo inmediato, sino del «reino reflejado de la vida», su «exploración valorativa». Se le
asigna ahora a la inteligencia un papel inesperado. Sin la inteligencia de Maisie, nos asegura James, el
material sería «demasiado miserable para los fines del arte». Si en Flaubert el autor es el único
inteligente en un mundo de tontos, James hace participar a sus criaturas de la inteligencia del autor.
Incluso la pobre Catherine Sloper de Washington Square disimula bien su limitación. T. S. Eliot llamó a
James «el hombre más inteligente de su generación», y de hecho sus figuras vibran de inteligencia, son
inteligentes en todas sus facultades y han de ser así. Porque una figura interesa a James sólo en cuanto
tiene conciencia de sí misma, conciencia de los enredos en que se ve implicada. El grado de conciencia
del narrador y el de sus figuras se irisan en intercambios continuos. Como más adelante con Valéry, la
conciencia de la elaboración de la obra de arte es absorbida en la obra misma. La teoría de James sobre la
novela es parte integrante de sus novelas. Se exige cada vez más al lector, al que ya no se le presentan las
cosas, sino al que se pide que colabore en el desarrollo de un proceso espiritual. Sin embargo, observa en
este punto GrahamGreene, no se ve por qué el genio técnico de un novelista no pueda ser objeto de
tanta admiración y entusiasmo como, por ejemplo, el golpe certero de un jugador de cricket.
Es cierto que lo material se expulsa cada vez más de la novela. En sus últimos trabajos, que se
encuentran bajo la influencia de las obras tardías de Ibsen (la admiración de James por Ibsen era grande;
«inmensamente inmenso», dictamina sobre El pequeño Eyolf), ya no existen casi más que trenzados de
relaciones; opera más con cualidades que con caracteres. Su predilección por las simetrías hieráticas (las
proposiciones de matrimonio paralelas en The portrait of a Lady) y por los intercambios de posición entre
las personas, que responden a una necesidad más moral- estética que psicológica (por ejemplo, el
cambio de papeles entre Hyacinth Robinson, el aristócrata impedido, y la princesa Casamassima, la
anarquista de sangre azul), lo hunde cada vez más en los ámbitos del álgebra de las almas. En The golden
botol, obra de estilo senil, de angustiosa pero también grandiosa parquedad alegórica, toda la acción se
reduce (como en El pequeño Eyolf) a cuatro elementos. El lector cree presenciar un proceso químico. Lo
inmediato era, como lo intentó Stephen Spender, reducir literalmente este proceso a unas cuantas
fórmulas.
Cuando James dice, en su ensayo The art of fiction (1884), que el novelista compite con la vida,
no se refiere ciertamente a que asume masas de material y manipula con ellas, sino que ofrece vida
purificada, iluminada y consciente. El artista no describe la vida, crea vida. «It is art that makes life, makes
interest, makes importance» (Es arte lo que crea vida, interés, importancia), dice en 1915 en una carta
programática y casi testamentaria a H. G. Wells, quien le había parodiado (en Boon) torpe y cruelmente.
En esta concepción del arte se encuentra James junto a Proust, aunque en lo demás, y a pesar de su
pasión por lo empírico, pertenezca indudablemente a la generación anterior a Proust. Lo que le separa
decisivamente de Proust, y aún más de Joyce, es el hecho de no haber dado el último y extremo paso
hacia la representación autárquica de la conciencia. Ha desarrollado, como un sutil criminalista del alma,
una técnica, mediante la que el interior del hombre se desvela a sí mismo paso a paso. Pero no se
abandona nunca a la corriente de este río escondido. El mundo mágico del monólogo interior, el «steady
monologue of the interiors», como se lee en Finnegan's Wake, de Joyce, le estaba todavía vedado.
Aunque tuvo la llave casi en la mano. Porque —curioso fragmento de historia literaria familiar— no fue
otro que su hermano William quien acuñó el concepto, más tarde tan popular, del stream of
consciousness (corriente de conciencia) o stream of subjective life (corriente de vida subjetiva). Henry
James no se sirvió de esta llave, a pesar de conocer el libro de su hermano (The principies of psichólogy,
1890). La liberación salvaje y soñadora de los contenidos 3e conciencia estaba tan poco en su intención y
en su naturaleza como el abandono de la forma narrativa tradicional. En el fondo lo que quería, como
otros novelistas antes que él, era sólo contar una historia. Incluso una fotografía tan turbadora del
interior de la naturaleza humana como The turn of the screw no era para él, y lo leemos en el prólogo,
más que un pasatiempo. Lo que dijo de esta narración vale para todos sus trabajos. Son excursiones al
caos sin dejar de ser anécdotas. Aunque en un sentido que —«amplified and highly emphasized»— deja
muy atrás el significado normal de la palabra.
No se le hubiera nunca ocurrido a James opinar que había escrito «el poema épico de nuestra
era» (como dijo Joyce de sí mismo) o de sobreponer a su obra narrativa una arboladura filosófica (como
lo hizo Proust con su impresionismo de las profundidades). James es un artista, un psicólogo y un
moralista, pero no es un hombre de ideas y construcciones filosóficas. Precisamente en esta limitación
está su fuerza y una parte de la atracción que hoy ejerce. Es un alto placer y una satisfacción escuchar a
un autor que da sin destruir. James es un revolucionario que preserva meticulosamente formas
trasnochadas, un radical que se pretende conservador. Es la gran figura urbana en el umbral de la nueva
literatura, un narrador que nos conduce, con la indiferencia del hombre de mundo, a través de aposentos
que habitualmente sólo podemos pisar sobrecogidos y con una sensación de desamparo.
JAMES JOYCE
No era tan sencillo pensar en todo,
y en todos los lugares. Esto sólo lo puede
hacer Dios.
A portrait of the artist as a young man
De todos los autores modernos, James Joyce es el más citado y el menos leído. Es, parafraseando
a Picasso, el desconocido conocido de todos. En cuanto se menciona su nombre, surgen inmediatamente
dos conceptos: el de una obscenidad gigantesca y el del monólogo interior sin orillas. Ambos conceptos
se encuentran compendiados en la famosa mal famada fórmula de Cari Gustav Jung, quien después de
leer Ulysses habló de «pensar y sentir intestinalmente bajo amplia supresión de la actividad cerebral
superior».
En lo que se refiere, en primer lugar, a la llamada obscenidad, existe aquí un obvio
malentendido. Es obsceno, según una decisión jurídica ya clásica, lo que debe considerarse «porquería
por amor a la porquería». Las libertades que se encuentran en el Ulysses de James Joyce difícilmente
pueden ser interpretadas de esta forma tan simple y autosuficiente. No son ni siquiera designadas
suficientemente con los conceptos de sinceridad y amor a la verdad, por muy importantes que éstos sean
en la nueva literatura. Incluso un escéptico empedernido ante todos los valores modernos como Erich
Heller opina que una «voluntad de verdad opuesta a toda tergiversación de los sentimientos» es lo mejor
de la literatura moderna; y no cabe la menor duda de que también lo escabroso, manejado con la debida
voluntad, puede estar al servicio de tal empeño. Desde Zola hasta Norman Mailer hay suficientes
ejemplos. Pero no se trata de esto o solamente de esto en el caso de James Joyce. La representación de
lo más recóndito no es para él ni protesta ni provocación, sino una parte de su aspiración a lo universal.
Habría tenido que infringir la ley a la que se había sometido si hubiera considerado algo como no
reproducible o si lo hubiera suprimido por razones ajenas al arte. El aliento y el contenido de su poesía es
la indomable necesidad de apoderarse del mundo biológica, filosófica, histórica y teológicamente en su
totalidad intemporal y expresarlo artísticamente. Esta voluntad colosal de recoger en un puño la tota-
lidad de la existencia se nos presenta en cada una, incluso las más cotidianas, de sus expresiones. Quizá la
más inocente y graciosa sea la nota que el joven Stephan Dádalus, en la obra autobiográfica A portrait of
the artist as a young man (1916), inserta en su libro de geografía:
Stephan Dádalus
Clase elemental
Escuela de Conglowe Wood
Sallins
Condado Kildare
Irlanda
Europa
Tierra
Universo...
y la más extrema, la obra tardía Finnegan's Wake (1939), ese intento osadísimo de forzar el existir fluido
y sin límites, despojado de toda conexión lógica, renunciando a cualquier clara fijación personal, dentro
de un colosal poema en prosa, escrito en un idioma onírico compuesto por la experiencia y el saber de los
milenios. Joyce emprende aquí, según explica en una conversación en 1937 con el poeta polaco Jan
Parandowski, la tarea de «machacar las palabras, para extraerles la sustancia, injertarlas una sobre otra,
cruzarlas y obtener así derivaciones desconocidas, aunar sonidos que nunca habíamos dejado
encontrarse, a pesar de estar destinados el uno para el otro, permitir al agua expresarse como agua, a los
pájaros gorjear en palabras, sacar a todos los ruidos, todo el rumorear, vibrar, reñir, gritar, quebrar,
silbar, crujir, borbotear, de su papel servil y despreciable y colocarlo sobre las antenas de las expresiones
que buscan a tientas las formas de cosas inexpresadas». Reconoce haber tomando la expresión de
Gautier «lo inexpresable no existe» al pie de la letra y de haber querido construir con «una papilla de
sonidos» el «gran mito de la vida cotidiana». Es un intento en el que la misma lengua se supera. Los
sueños ontológicos son sólo cognoscibles en forma de música, como mito creador hecho sonido. La
canción popular irlandesa de Tim Finnegan, que se cayó, estando ebrio, de una escalera, fue dado por
muerto y resucitó bajo ríos de whisky («Cuánta diversión en el duelo de Finnegan») aparece míticamente
entretejida con la filosofía cíclica de la historia del napolitano Giovanni Battista Vico. En ambos reina, a
veces irónica, a veces patéticamente, la certidumbre del ser, pasar y retornar: «Teems of times and
happy returns. The seim anew. Ordovico or viricordo. Anna was, Livia is, Plurabelle's to be» (Grupos de
tiempos y felices retornos. Lo mismo de nuevo. Ordovico o viricordo. Ana fue, Livia es, Plurabelle será).
El último giro de esta cita, por demás intraducible —porque el significado está en la misma
contextura, es inseparable— se refiere a Anna Livia Plurabelle, el río Liffey elevado a diosa fluvial, una de
las figuras protagonistas del poema. La fluyente infinitud de estas imágenes conceptuales, verbales y
sonoras nos lleva a una nueva dimensión poética, a un ámbito más allá de las categorías estéticas, el
ámbito del material básico movilizado sonoramente y, por tanto, de la adoración del mundo. Finnegan's
Wake es la reverencia del intelecto artístico ante la infinidad de la creación, una oración de fervor
citerior. Por encima de todas las cuestiones de forma, y también de la cuestión de la consecución o del
fracaso, este monstruoso poema telúrico es el documento de una disposición a la adoración literalmente
sin límites, una hazaña de la fuerza motriz religiosa secularizada. Joyce, el rebelde discípulo de jesuítas y
católico renegado, no dejó de ser católico en un sentido mucho más amplio, más rico y literal, de lo que
pudieron comprender los que le condenaron precisamente por su apostasía. «Es extraño lo saturada que
está tu alma de religión, en la que, según pretendes, no crees.» Esta frase de A portrait of the artist as a
young man es, también referida a Finnegan's Wake, una frase autobiográficamente decisiva.
Finnegan's Wake marca un punto extremo. Pero incluso allí donde Joyce se las da exteriormente
de realista y tradicional, se reconoce la caligrafía del universalista. La maravillosa narración Los muertos
en el tomo Dubliners (escrito en 1905, publicado tras largas dificultades con la censura en 1914) parece
no ser a primera vista más que la descripción muy detallada de un baile invernal hasta que, al llegar a las
últimas páginas, se amplía inesperadamente el panorama. Una melodía, cantada en la fiesta, despierta en
la protagonista el recuerdo de un muerto querido; el recuerdo se transmite a su marido; mientras ella (a
la vuelta del baile) ya duerme, giran los pensamientos de él; conmovido ve las trazas de la caducidad en
el semblante de su mujer dormida, ve a una de las dos ancianas (anfitrionas de la fiesta) muerta, ve al
joven que cantó la melodía por primera vez hace muchos años y murió después, y se siente
extrañamente cerca de él: «Su alma se había acercado a las regiones donde habitan las multitudes de
muertos. Sin poderlos tocar, tomó conciencia de su extraña y vacilante existencia. Su propia identidad se
desdibujó confundiéndose con el tiempo gris e intangible; el mismo mundo, construido por estos
muertos, habitado antaño por ellos, se disolvía, se deshacía en la nada.» Y la narración termina:
«Lentamente desaparecía su alma, al oír la nieve caer a través del universo, caer calladamente, como la
aproximación de la última hora de todos los vivos y los muertos.»
Una simple melodía se convierte así en la «plataforma de lo universal» sobre la que, según
Thornton Wilder, se desarrolla la literatura de nuestro siglo. La novela moderna ya no trata de la
existencia individual, sino de la existencia en sí. Ya no cuenta «el acontecimiento único», sino la gran
generalidad, que abarca más que la mezquina pequeña identidad propia, a saber: a «todos los vivos y los
muertos». El acontecimiento único, que en el siglo XIX es todavía el verdadero tema de la novelística, ya
no es más que una alusión, un signo, un minúsculo punto de referencia en el sistema planetario del
pensamiento y de la poesía modernos. La reproducción de la vida, para el narrador de nuestro siglo, no
es la simple relación de presuntos acontecimientos excepcionales, sino la comprobación de lo siempre
idéntico bajo nuevos nombres. Este es el sentido de la parábola de Ulises en Ulysses. Cada detalle que
Joyce nos cuenta en este mito de un día, el 16 de junio de 1904, en Dublín, encuentra su significado en el
entramado individual de una vida determinada, pero al mismo tiempo apunta por encima de esa vida a la
esfera intemporal e inespacial del «siempre» y del «por todas partes» humanos. El destino de esta forma
de conocimiento es que a menudo lo más trivial resulta ser lo más general. Es un destino que sólo puede
ser evitado por el arte del poeta, su capacidad de variación, su multiplicidad compositora y estilística. De
ahí la gran parte de farsa, recibida siempre con desaprobación, que se encuentra en el Ulysses. Incluso el
adulterio, ese hueso roído por tres milenios de gran literatura, puede sólo ser vivido por un gran espíritu
como el de Joyce, no como una tragedia individual, sino como un estribillo irónico. El saber y la
conciencia de la cultura no es sólo una carga que oprime, sino también un aéreo equipaje que arrastra a
su portador a las alturas. Cuando Leopold Bloom, el moderno Ulises, encuentra a su (infiel) Penélope en
el lecho matrimonial al final del día, surge ante sus ojos algo así como el árbol genealógico de todos los
adulterios, y se siente inclinado a sonreír «pensando que todo el que entra cree ser el primero que entra,
cuando es el último de una hilera precedente, aunque sea el primero en una nueva hilera, pues todos
creen ser el primero, el último y el único cuando no son ni el primero, ni el último, ni el único y solitario
en una fila que empezó en el infinito y continúa hacia el infinito».
Lo que atrajo a Joyce hacia el tema de Ulises, y lo que le impulsó a representar el día del judío
irlandés Leopold Bloom —irlandés y judío, en esta dualidad se advierte el carácter sintético de la figura—
como una nueva o, más bien, como ejemplo de la permanente odisea, fue la abundancia de asociaciones
que creyó reconocer en la figura de Ulises. De hecho, la experiencia vital de Ulises es —¿y de qué otro
héroe de la literatura universal se puede decir lo mismo?— total. Su errante viaje está bajo el signo de la
cólera de los dioses, lo conduce a través de todas las tentaciones y atracciones, arrastrándolo hasta las
profundidades del reino de las sombras. Siendo todavía estudiante, había escogido Joyce, ante la
extrañeza de su profesor jesuíta, el tema de redacción «Mi héroe favorito» para expresar su afinidad con
el errante protagonista de Homero. Una afinidad extrañamente premonitoria, si se considera cómo
habría de parecerse su vida, llevada por la inquietud creadora y la angustia existencial continua de París a
Trieste, Zurich y Roma, a una odisea. Mientras trabajaba en el Ulysses, declaró (1917) en una
conversación: «Ulises es el tema más bello y más amplio. Es más humano que Hamlet, Don Quijote,
Dante o Fausto... Lo abarca todo. En Ulises están los más bellos rasgos y sentimientos humanos. A los
doce años estudié la guerra de Troya, pero sólo recuerdo la historia de Ulises. Lo que me gustó de ella fue
su misticismo (the mysticism).» Para Joyce, la Odisea fue simultáneamente «cuento y universo», y así era
cuando se dedicó a poblar el mundo de Homero con burgueses de Dublín. «Convertí a Dublín en un
mundo de aventuras en mi Ulysses. Como aquél en el Mediterráneo, mi héroe navega en mi ciudad de
cama en cama, a través de calles, oficinas, cafés, restaurantes, burdeles, encuentra a sus muertos y a sus
hechiceras.» Utiliza el antiguo poema épico como esquema, como, según él mismo dice, «plano en el
sentido arquitectónico». Cada uno de los dieciocho capítulos corresponde a un cantar de la Odisea, y
cada uno, salvo los tres primeros, responde a un órgano del cuerpo humano, aunque esto es difícilmente
perceptible para los no iniciados. También este imperceptible entrelazamiento de lo mitológico con lo
biológico es universalista. Así corresponde reconocer en la visita de Leopold Bloom a la redacción del
periódico (capítulo 7) el décimo cantar del poema homérico, el episodio de Eolo, y el órgano
correspondiente es el pulmón; la escena en la biblioteca (capítulo 9) arroja al nuevo Ulises entre Scila y
Caribdis y corresponde al cerebro; en la taberna (capítulo 12) se aventura entre los cíclopes; órgano, la
musculatura.
Algunas de las analogías homéricas (burdel = Circe, cementerio = la orilla cimeria) son obvias. Pero
incluso donde no ocurre así, donde, con Homero en una mano y el profundísimo comentario de Stuart
Gilbert al Ulysses en la otra, con la mejor voluntad no se puede reconocer nada, el doble efecto
psicológico sigue siendo un hecho. Para Joyce el paralelo intelectual era una fuente de inspiración: «He
creado el poema épico de nuestra era, y el espíritu de Homero estuvo siempre conmigo para apoyarme y
animarme»; empero, al lector le proporciona, apenas intuida vagamente, la sensación de una gran
relación supiatemporal y de una inmensa latitud. Hallamos una confirmación bienhechora, que nos
comunica una certidumbre de abrigo y de continuidad, al saber que este «acontecer cotidiano del mundo
en nuestra época» (esta fórmula pertenece a Hermann Broch) está bajo el padrinazgo de Homero. Por lo
demás, conviene no buscar en el paralelismo un hilo de Ariadna a través del laberinto de la novela
—Joyce mismo omitió los encabezamientos de los capítulos—, sino una de las muchas técnicas de las que
se sirvió el poeta en su camino hacia lo universal.
Visto así, el paralelismo mítico con su honda perspectiva se sitúa al lado del arte —ejercido por
Joyce con inagotable entusiasmo— de la asociación libre. Las asociaciones semánticas, culturales o
sensoriales no son para él meras guirnaldas decorativas; son las lianas de las que se suspende para tomar
impulso hacia las alturas del infinito. Una palabra llama a otras palabras; un concepto, a una cadena de
conceptos semejantes. Ninguna impresión existe por sí misma, se reproduce hacia atrás y hacia adelante
en una hilera inabarcable de relaciones: Sócrates y Sinn Fein, un leño podrido en la playa y la Armada
Invencible, la vista del propio cuerpo y la lírica reproductiva de los milenios. Esta técnica culmina en el
monologue inté- rieur, que Joyce no inventó, pero sí desarrolló como la herramienta que le era más afín.
Leopold Bloom, Stephan Dádalus, Marión Bloom, no son descritos desde fuera, sino que se despliegan
desde su interior, se revelan en el stream of consciousness marcado por el poeta, en el tejido sonorizado
de su subconsciente. Se equivocan los que suponen —y la mayor parte de sus imitadores se han facilitado
en demasía la tarea— que el monólogo interior no es más que un naturalismo de la profundidad, un
juego iridiscente de pompas de sensaciones, pensamientos y semipensamientos, frente a las que el autor
se limita a adoptar el papel de taquígrafo. Tal como lo maneja Joyce, el monólogo interior es verdadera
composición.
Quizá sea en este contexto interesante conocer que N el ejemplo más famoso de monólogo
interior, el parlamento mudo de Marion Bloom al final del Ulysses, que parece desarrollarse
informemente sin ninguna articulación exterior perceptible (sin puntuación, sin párrafos), brotó de la
contemplación de una película astronómica. Puede parecer extraño. Porque el símbolo de este capítulo
es inconfundiblemente la carne. A Joyce nunca le importó reconocer haber compuesto con el Ulysses, y
también en esto permanece fiel a su siglo, una epopeya del cuerpo y del espíritu humano, en partes por
lo menos iguales. «Durante demasiado tiempo se ha estudiado los astros, descuidando los intestinos
humanos», dice en el curso de la ya mencionada conversación con Jan Parandowski. «Se pudo predecir
un eclipse de sol mucho antes de que se supiera cómo circulaba la sangre en el cuerpo humano.» Así,
pues, aquí, en el capítulo de Penélope, reúne lo cósmico con lo biológico. El aspecto cósmico del fir-
mamento circular, la arquitectura del edificio del universo, los movimientos de lo infinito, recreado desde
la perspectiva limitada de lo terrestre, he aquí la ley intelectual de este fragmento de prosa, el más discu-
tido de la literatura moderna. Molly Bloom es totalmente tierra y carne. Sus sordos sueños y sus primi-
tivos deseos giran incansablemente alrededor de la propia carnalidad. Mas, imperceptiblemente, se am-
plían los círculos, la sensualidad de la hembra se transforma en éxtasis terreno, el éxtasis en canto de ala-
banza. Incluso aquí, donde menos se podía esperar, y donde los críticos de Joyce hablan más
violentamente de cínica corrosión de valores, el experimento poético desemboca en una afirmación
poderosa y que abarca todo el universo. «Me gustan las flores —sueña Marión Bloom— quisiera que
todo el piso nadase en rosas santo dios nada se parece a la naturaleza las salvajes montañas después el
mar y las rugientes olas después la bella tierra con los campos de avena y de trigo y todas las cosas y el
bello ganado que la recorre se alegraría el corazón al ver los ríos y los lagos y las flores de todas formas y
olores y colores brotan por todas partes incluso de las tumbas margaritas y violetas eso es la naturaleza
me importa un comino toda la sabiduría de los que dicen que no hay dios...» Y el monólogo termina con
el mismo vigoroso, mayúsculo YES con que comienza.
La técnica del monólogo interior es particularmente adecuada para satisfacer el ansia de
universalidad que devora a este autor. El monólogo interior sitúa al alma individual en el lugar en que se
confunde con el alma universal. Lo que se ordeña del depósito del subconsciente es la materia de la que
vivimos todos. De la mano de hileras de asociaciones subjetivas nos adentramos en lo general. Y, sin
embargo, es erróneo considerar a Joyce, como se hace habitualmente, sólo como el poeta del monólogo
interior. La amplitud de su empeño corresponde a la abundancia de las formas poéticas. Este autor no
sólo se sienta ante el telar de las asociaciones, no acciona sólo las bombas del subconsciente; tiene a su
disposición todo el arsenal de las posibilidades poéticas y lo maneja soberanamente. También en esto es
enciclopedista. En el Ulysses se encuentran las formas de narración en primera y tercera persona al uso,
se encuentra la técnica del punto de vista: a veces vivimos el mundo según el enfoque de Leopold Bloom,
a veces con los ojos de Stephan Dedalus, a quien joyce extrae de A portrait of the artist as a young man
para introducirlo en Ulysses como Quasi-Telémaco. Vemos también trocarse los puntos de vista y las
situaciones narrativas, no ya dentro de un capítulo, sino dentro de un párrafo y sin solución de
continuidad. En la más rica de las polifonías se reproduce así (capítulo 10) la vida callejera del mediodía
de Dublín, no como reflejo realista, sino como expresión de un tejido vital en el que estamos todos
enredados activamente sin saber nada los unos de los otros.
En otros lugares, en fin, brotan las cosas, sin referencia personal, de un centro impersonal o
supraper- sonal. El yo narrativo se desvanece, se percibe el origen lírico de toda expresión verbal
(también de la narrativa). Sucede lo que Joyce formulara ya programáticamente en A portrait of the artist
as a young man: «La personalidad del artista se transmite a la narración misma, rodea a los personajes y
a la acción como un mar viviente.» El siguiente paso (que también se puede encontrar en A portrait, el
mejor comentario al Ulysses) es para Joyce la forma dramática. «La forma dramática —pontifica Dedalus
en aquella novela primera— se alcanza cuando la vitalidad que fluía alrededor de cada persona la llena
de tal fuerza vital, que consigue una vida estética propia e intocable. La personalidad del artista,
originalmente un grito, una cadencia, un humor, después una narración fluida, superficial, se refina tanto
que pierde su propia vida; por así decirlo, se despersonaliza.» Este punto se alcanza en el intermedio
dramático-alucinante del capítulo de Circe, la apoteosis cómicamente horrible del instinto. El «Bien
venida, oh vida» con que termina Stephan Dedalus sus anotaciones, la «realidad de las experiencias» que
quería buscar, la «conciencia de su pueblo» que quería forjar, se realizan aquí hasta las más purpúreas
profundidades postreras: «El cuadro estético en la forma dramática es vida, purificada en la imaginación
humana y reproyectada. El misterio de la creación estética y material se ha consumado. El artista está,
como el dios de la creación, en o detrás o sobre su obra, invisible, insustancializado, indiferente,
limpiándose las uñas.» Será siempre una de las manifestaciones incomprensibles de la interpretación lite-
raria contemporánea haber podido calificar un experimento tan lleno de humor, tan jugoso, emprendido
con tanto verdadero gozo, como «nihilismo metafísico», como expresión de «la desesperación de la cria-
tura caída», como «perfume de cenizas, horror de muerte, dolor de apostasía y tormento de conciencia»
(Ernst Robert Curtius). A esto se enfrenta la bella frase de Faulkner, diciendo que hemos de aproximarnos
al Ulysses como se «aproxima el predicador baptista analfabeto al Antiguo Testamento, es decir, con fe».
J. M. Synge, autor teatral irlandés contemporáneo de Joyce, lo comparó, como relata el biógrafo
de Joyce, Herbert Gorman, con Spinoza. Se siente uno tentado a completar la analogía y decir: en él se
alía el espíritu de Spinoza con el de Rabelais. El pensamiento especulativo y un racionalismo lanzado
hacia el misticismo se encuentran en Joyce con una vitalidad artística de abundancia rabelaisiana y se
confunden en metódica embriaguez. Al igual que Rabelais, Joyce es un ebrio del lenguaje. En el capítulo
14, paralelamente al nacimiento de un niño nos hace vivir el nacer y el crecer de la palabra humana,
describiendo la visita de Leopold Bloom a una clínica ginecológica en diferentes planos estilísticos,
deslizándose imperceptiblemente y sin solución de continuidad desde el idioma de los himnos, las sagas,
los textos piadosos y eruditos medievales hacia el de los prosistas ingleses clásicos, a quienes pasa revista
mediante sutilísimas reproducciones. Así cuando, en el tono de Lawrence Sterne, se habla del amor:
«Bienhechor origen de todas las bendiciones, que haces felices a todas tus criaturas, ¡qué grande y
universal es esta la más dulce de tus tiranías, que esclaviza al hombre libre y al esclavo, al simple
muchacho campesino y al resbaladizo vividor, al amante en la cumbre de su pasión y al esposo de edad
madura! Pero, mi querido señor, me desvío...», o cuando desencadena un par de frases al estilo de
Carlyle: «Se precipita el señor Stephan, da la señal de partida, y tras él parten en revuelto montón los
muchachos y los pisaverdes, tramposos, curanderos, el reposado Bloom, y todos agarran los
cubrecabezas, bastones, espadas, jipijapas y fundas de paraguas y el cielo sabe cuántas cosas más. Un
revoltijo de alegre juventud, todos locos estudiantes...» El final es un torrente de modismos
contemporáneos.
Stuart Gilbert ha establecido una lista, en colaboración con el poeta, de todas las formas
lingüísticas que emplea en un solo capítulo, el séptimo, que transcurre en la redacción del periódico. En
las apenas treinta páginas de este capítulo, alcanza la bonita suma de cien variantes. Van desde el simple
anticlímax (« ¡Horrible desgracia en Rathmines! ¡Una pulga pica a un niño!») Hasta rebuscadas frases que
se leen igualmente al derecho que al revés («Madam, I'm Adam», «Able was I ere I savv Elba») o
esotéricas e infantiles chanzas verbales como «carreros de pesadas botas rodaban resonantes barriles de
las Prince's Stores y los agolpaban sobre los carros de la cervecería. Sobre los carros de la cervecería se
agolpaban resonantes barriles que rodaban de las Prince's Stores carreros de pesadas botas». Joyce
inventa —también en esto es Rabelais— formas idiomáticas, palabras, nombres, idiomas enteros, juega
con ellos, los apila, los deriva, se enfrenta con risueña seriedad a la pobreza verbal de su época. Se
revuelca en la lírica del catálogo, se divierte en segmentar la escena del periódico en forma de titulares
(«Bronca en un conocido restaurante», «Un sofista golpea a la altiva Helena») y emprende en el
penúltimo capítulo, el de Itaca, burlándose de sí mismo, el intento de organizar el mundo de Leopold
Bloom en el juego de preguntas y respuestas de un catecismo. No los pretendientes, sino las cosas son
«liquidados» mediante el cifrado total. El símbolo es: el esqueleto.
En el paralelismo, provocador de siempre nuevas especulaciones, del Ulysses se olvidan
fácilmente dos factores, que pueden contribuir considerablemente a la comprensión de los significados a
veces tan escondidos: el apasionado amor de Joyce por la música (fue un cantante de talento) y su ser
irlandés. La existencia irlandesa es sobre todo existencia en la palabra. El lenguaje es aquí, también para
el hombre sencillo, no sólo un instrumento de comunicación, sino ante todo el instrumento de la
santificación de la vida y de la elevación de la existencia; se acerca a la música. En la embriaguez de la
palabra, de la palabra hablada, se encuentra el irlandés a sí mismo totalmente. Todos los amigos de Joyce
relatan unánimemente que los puntos más difíciles del Ulysses y de Finnegan's Wake se abrían con
claridad meridiana cuando Joyce los leía, por no decir los cantaba, en voz alta. Las analogías musicales, en
el caso de este autor, suelen dar en el blanco. Ezra Pound señala la forma de sonata de Ulysses, Stuart
Gilbert aplica al ya mencionado pasaje de la calle el apelativo fuga per canonem. Siguiendo estas dos
indicaciones descubrimos su utilidad. El hecho insólito de que Bloom (el tema principal) no hace su
aparición hasta el capítulo 4, estando dedicados los primeros tres capítulos a Stephan Dedalus (es decir,
el tema secundario) —independientemente del hecho de que se trata aquí también de una referencia
compositora a Homero— no adquiere su verdadero valor expresivo más que a la luz de la analogía mu-
sical; lo mismo que el hecho igualmente notable de que Leopold Bloom y Stephan Dedalus se encuentran
repetidas veces en el transcurso de la jornada, o son conducidos sobre planos tangentes (en la calle, en el
bar), pero que sólo relativamente tarde (en el capítulo 14) se realiza una verdadera toma de contacto,
profundizada en la parte final. La temática padre-hijo, coloreada nostálgicamente, es uno de los hilos
clave de la novela, y se desarrolla según la ley dialéctica de la forma clásica de la sonata. El que esta
temática —Bloom, el padre sin hijo, Dedalus, el hijo sin padre— no sólo permita, sino que incluso
requiera toda una amplísima gama de significados (mitológicos, psicológicos, teológicos), por llevarlos
latentes en sí, es una prueba más de la compleja abundancia de la novela y su apenas concebible riqueza
asociativa.
Resulta evidente la analogía musical mencionada por Stuart Gilbert. Todo el capítulo 10 se limita
estrechamente a un tema (la vida callejera), respondiendo así al monismo temático de la fuga, ejecutado
en amplísima polifonía y con apretada secuencia de entradas vocales; después se recapitula todo el
material en una coda: todas las personas de este capítulo encuentran en rapidísima procesión el cortejo
del Virrey inglés a su entrada en Dublín. La ampliación de límites de los medios literarios hacia la música
—todo Joyce tiende a la ampliación de límites— encuentra su punto álgido al comienzo del capítulo 11,
que se desarrolla en el Hotel Ormond («Las Sirenas»). Aquí el narrador nos ofrece en la primera página
una especie de pot-pourri semántico, que hace resonar los temas y motivos, casi se puede decir las
melodías, del fragmento que sigue:
«Bronce con oro escucharon las herraduras, acero re-
Impertnent tnentnen. [sonante.
Astillas arrancando astillas de la uña del pulgar, roca
¡Horrible! Y el oro se enrojeció aún más. [durísima.
Sopló un ronco sonido de flauta.
Sopló: Blue bloom is on the...
Cabello dorado, apilado.
Una rosa saltarina sobre rasos pechos de raso, rosa de
[Castilla.
Tararea, tararea: Aydolores...»
Sobre este fragmento se ha especulado mucho. Es uno de los más claros del libro: reflejo vital de
un idioma liberado del objeto, expresión limpia más allá de la lógica, música verbal. De forma notable,
también aquí convence el paralelo con Homero: no es difícil oír en esta suite idiomática los sonidos de las
sirenas modernas, las risas y cuchicheos de las camareras del bar del hotel («Acurrucadas bajo la barra
del mostrador»), su inquietud vital y el sordo deseo de su clientela masculina. El órgano es
—evidentemente— el oído.
El extremismo del Ulysses tiene muchas raíces, y no sólo religiosas, filosóficas o
estético-literarias. Ulysses es poesía del exilio, mejor: poesía de un irlandés exiliado. Las tensiones que
dominan el alma de este pueblo grandioso y ridículo, que cultiva el individualismo hasta la
autodestrucción, crecen hasta lo inconmensurable, en cuanto el irlandés, sea por el motivo que sea, se ve
forzado a abandonar su patria. En casa se ahoga en su estrechez insular, en el ancho mundo no lo suelta
una nostalgia desgarradora por su isla. Joyce ha hallado para Irlanda palabras de un estremecedor odio
amoroso. La llama «pueblo esclavizado por los sacerdotes y abandonado de Dios», «la raza más atrasada
de Europa» y —refiriéndose a la notoria ingratitud hacía su genio— «una vieja cerda que devora a sus
cochinillos» (este giro se encuentra tanto en A portrait como en el Ulysses). Cuanto menos motivo tiene
de sentir como irlandés, tanto más configura el rechazado amor patrio su ser y su obra. Irlanda —el
paralelismo es exacto— se convierte en la Itaca de sus anhelos. Cree ser portador de la sustancia mítica
del ser irlandés, conservándola y salvándola. Así, para él Dublín es la ciudad de las ciudades, el Liffey el río
de todos los ríos, y las colinas de Howth crecen hasta convertirse en cordillera universal. El exceso
irlandés en el amor y en la crítica, en la autoadoración y en la autohumillación desempeña un importante
papel en Ulysses y en Finnegan's Wake, así como el enamoramiento irlandés del lenguaje, el entusiasmo
musical irlandés, y aquella combinación de intelectualidad dis- gregadora y embriagador sentimiento de
totalidad que es la esencia misma de lo que es Joyce.
A Joyce sólo se le puede entender como irlandés. La doble dotación irlandesa de sueño y saber,
la coexistencia y la confusión del enajenante desprendimiento terrenal y del realismo más desilusionado,
de exceso lírico y agudeza irónica, de interiorización apasionada y sarcástica agresividad, amén de un
salvaje anhelo de independencia, la rebeldía casi profesional, todas estas características nacionales del
irlandés han marcado la obra de Joyce. La ruina del convencionalismo novelístico y la creación de una
nueva forma narrativa universal son hazañas irlandesas. Una generación más tarde fue otro irlandés, y
además un irlandés del círculo de Joyce, quien realizó una hazaña similar para el teatro: Samuel Beckett
en En atten- dant Godot. Naturalmente, la obra de Bernard Shaw y de Oscar Wilde tiene las mismas
cualidades como basamento, pero en ellos aparecen estilizadas y convertidas en artículo de exportación,
que se puede admirar y que hace sonreír, sin dar cuenta de las profundas tensiones que las motivan. A
Shaw y a Wilde, a su loca libertad, se les abrieron todos los escenarios del mundo, porque nadie como
ellos entiende de malabarismos chistosos y asombrosos con la realidad. La predilección irlandesa por el
puro juego intelectual, el don irlandés de resolver cada cosa en un artificio de contradicciones,
encontraron en ellos sus triunfos, que ahora nos vemos forzados a reconocer como bastante efímeros.
Incluso Shaw presenta, con pocas excepciones, entre las que se cuenta Saint Joan, considerables señales
de desgaste. Quiso acercarse tanto a su tiempo que no pudo sobrevivirlo sin daño.
A Joyce, esa torre de escándalo, no lo puede eludir nadie que en nuestro siglo se ocupe de
literatura. Estaba asombrosamente seguro de su misión. Mientras trabajaba en el Ulysses bramaba la
guerra, temblaba el mundo europeo, vacilaban los órdenes y se derrumbaban los reinos. Pero él, al
sentarse por la mañana, acosado por las imágenes como sombras a la entrada del infierno, cuando Ulises
espera allí a Teiresias, alberga la certeza de que «en medio de todas estas ruinas está naciendo algo para
el futuro más lejano». Esta sensibilidad para captar la temporalidad mayor le impidió seguramente
adherirse al movimiento, dirigido por William Butler Yeats, del Renacimiento Irlandés, que estableció
entre 1890 y 1920 una tercera literatura irlandesa al lado de Shaw y de Joyce. También Yeats y los
autores agrupados en torno suyo o inspirados por él (Lady Gregory, John Millington Synge, más tarde,
entre los más jóvenes, Liam O'Flaherty, Frank O'Connor, Sean O'Faolain, Francis MacManus, James
Stephens y Seumas O'Kelly) buscaron el contacto con el mundo exterior no irlandés, pero con un enfoque
decididamente autóctono. Subrayaban lo paisajístico, la idiosincrasia nacional, el folklore patrio. Se
acordaban del hecho de que en Irlanda cada árbol y cada piedra tienen resonancias poéticas, dispuestos
a dar testimonio de la prehistoria legendaria y de la grande y dolorosa historia. Descubrieron la plena y
pura poesía en el apasionado verde del paisaje, en la benevolencia de sus criaturas, en la vida misteriosa
de sus aguas y en el extraño individualismo de sus campesinos y sus pescadores, los vagabundos y los
jornaleros de la costa occidental de Irlanda. Joyce se negó a participar en el gran periplo descubridor de
la realidad romántica de la vida popular irlandesa, no por dejar de sentirla patrióticamente. Pero temía el
provincialismo irlandés, la limitación y la autosuficiencia del llamado arte patrio. El, que aun hallándose
en Roma, París o Zurich no dejaba de estar en Dublín; que expresó la esperanza de que dentro de mil
años se pudiera reconstruir el Dublín de 1904 basándose en su libro; que —dicho de otro modo— era tan
incapaz como Yeats, Synge o Shaw de olvidar su sombra irlandesa, buscó el contacto con lo que llamó «la
gran corriente central de la cultura europea», una cultura que, subraya siempre, «no conoce fronteras
territoriales, sino que es universal».
Parece ser que más tarde revisó su posición frente a la poesía del Renacimiento Irlandés. Tradujo
el dra- ma-balada de Yeats The Countess Cathleen y la pieza popular de Synge The riders to the sea al
italiano. Puede ser que le pasara como al poeta anglofrancés Julien Green, que en junio de 1948 anotaba
en su diario: «He leído con encanto The riders to the sea, de Synge, escrito en la absurda lengua en que
los irlandeses convierten el inglés. ¡Qué aburrido y falto de brillo es nuestro mundo en comparación con
lo que Irlanda construye con las mismas materias primas, con el mismo cielo, las mismas pasiones y los
mismos dolores, y con sus dotes.» A esto responde la expresión acuñada por Ezra Pound, aludiendo
principalmente a Joyce, de que el idioma inglés, desde la muerte de Thomas Hardy, estaba custodiado
por los irlandeses. Si además recordamos que hombres como Poe, Henry James, Scott Fitzgerald y O'Neill
son de ascendencia irlandesa, resulta difícil sobreestimar el papel del espíritu irlandés en la literatura
moderna.
Hemos encabezado este capítulo con una cita que nos muestra la dirección en la que podría iniciarse una
crítica de Joyce. Se propuso más de lo que puede hacer un hombre. Su obra muestra —necesariamente—
los síntomas del esfuerzo excesivo. Esta afirmación en nada disminuye su valor. El hombre puede
testimoniar su grandeza creando colosales reproducciones de sí mismo, representaciones de sus
máximas posibilidades en lo alto y en lo bajo; puede también, como Joyce, tratar de ampliar su yo tan
poderosamente que se sobrepase a sí mismo y parezca cubrir los límites del universo. T. S. Eliot hace
notar que Joyce no escribió su novela «llevado por el interés y la compasión hacia los demás», sino más
bien «dilató su propia conciencia hasta que abarcó a todas las demás». Esto significa el enrasado de lo
individual. Pero el destronamiento del yo soberano, introducido por Freud —Freud habló de la tercera y
más sensible ofensa que había infligido, tras Copérnico y Darwin, al inocente amor propio de los
hombres—, no ha de ser necesariamente una derrota del hombre. En las manos del poeta la caída puede
transformarse en victoria, en el momento en que se consigue devolver al ser su yo. La desvalorización del
yo personal y la disolución de la identidad significan entonces un enorme aumento en la posesión del
mundo, en la participación del individuo en lo suprapersonal. Esta experiencia, la más gloriosa de la
literatura moderna, se la debemos a Joyce.
MARCEL PROUST
Lo que la tierra ha cubierto ya no está sobre ella, sino
debajo; no basta con una excursión para visitar la ciudad
muerta, hay que excavarla. Pero se comprobará que ciertas
impresiones fugaces conducen al pasado mucho mejor, con
una precisión más sutil, un vuelo más ligero, menos
lastrado, más vertiginoso, más certero e inmortal que esas
contorsiones de los miembros.
Le côté de Guermantes
La obra novelística de Marcel Proust no lleva el sello de lo revolucionario en la misma medida, o
por lo menos no tan notoriamente, como la de James Joyce. Expresado de modo positivo: es más propia
para atraer también al espíritu conservador. Este se puede sentir quizá sorprendido por Proust —por su
temática, su estilo de invernadero, su aparente preciosismo—, pero nunca asustado. El empedernido
individualista Joyce no sintió nunca ningún reparo en lanzar al mundo el guante del desafío estético. En el
caso de Proust, apasionado de la crítica, invitado en los salones del Faubourg St. Germain, burgués
fascinado por una alta aristocracia, condenada desde hacía mucho a la impotencia política, la fuerza
disgregante intelectual se esconde pudorosamente detrás del ceremonial enrevesado de un estilo casi
carolingio, de los arbustos de madreselva florecidos, de los rosales pertenecientes a un mundo entregado
totalmente al placer; detrás de su perfume, de su musicalidad, de su epicureismo. Se puede beber el
veneno de esta prosa sin comprender realmente sus motivos. De ahí su rápido éxito (Proust gozó ya en
vida de una reputación internacional), de ahí también la asombrosa familiaridad con su obra que, por
ejemplo, se encuentra en Inglaterra.
A ningún autor de la moderna literatura (con la excepción de Kafka, aunque por motivos muy
diferentes) se ha acercado el mundo bajo signos tan distintos. La mayor parte de estos aspectos no han
desvelado el panorama del Proust completo o esencial, pero cada uno de ellos nos ofrece un cuadro que
es en sí exacto y que en su parcialidad basta para encadenar y encantar al observador. Así, se ha
entendido a Proust alternativamente como panegirista y como desencantador de una situación histórica
final, como crítico social y vanidoso narciso, como culminador de la antigua novela psicológica y creador
de una nueva novela espiritual, como analista agudísimo y sensualista sin barreras. Todavía en 1929 pudo
Walter Benjamín atreverse a decir que más importante que la apoteosis proustiana del arte era su
análisis del esnobismo; hoy se defendería más bien la tesis contraria. Para ambas se pueden encontrar
motivos y pruebas, pues están las dos contenidas en sus novelas, en estrecha vecindad y extraño
entrelazamiento. La asombrosa complejidad de su obra llevó a un ulterior malentendido, a la suposición
de que su ciclo de novelas A la recherche du temps perdu, con sus casi 5.000 páginas, carece
necesariamente de objetivos espirituales y narrativos definidos, que se trata de una creación sin
estructura, una especie de pólipo sin esqueleto y sin contornos. Igual que contra Joyce, se levanta contra
Proust el reproche de la falta de forma, y como Joyce, se ha defendido Proust contra esta aseveración. En
una carta, sólo recientemente revelada por André Maurois, dirigida a Jean de Gaigneron, escribe Proust:
«Y cuando usted me habla de catedrales, percibo con emoción que ha comprendido usted intuitivamente
lo que nunca he revelado a nadie y escribo aquí por primera vez: que a cada parte demi libro yo hubiese
querido dar el título de pórtico, rosetón del coro y demás, para adelantarme a la necia crítica de que mis
libros están faltos de estructura.» La comparación arquitectónica puede parecer extraña ante lo que se
creería más bien calidad vegetativa de la épica de Proust. Pero existen abundantes testimonios y
ejemplos de lo planificada y consciente que es esta obra gigantesca. Al pedirle Francis Jammes al autor
que suprimiese un párrafo del primer tomo, que encontraba escandaloso, se negó Proust con la afirma-
ción de que ese párrafo contenía la explicación de los celos del protagonista en el tomo cuarto y quinto
(es decir, unas 2.000 páginas más atrás), de modo que si se suprimía la columna, se derrumbaría la
cúpula. Quizá hubiera sido más revelador hablar de una red muy ancha, pero fuertemente tejida, de
relaciones que soportan la novela. Para percibir y saborear estas conexiones, sin embargo, se requiere,
como en Joyce, una paciencia receptiva, que ha de contrapesar la paciencia creadora del autor.
Los juicios erróneos sobre la medida, el plan, la arquitectura y la composición de A la recherche
se vieron favorecidos por el hecho de que la última parte, Le temps retrouvé, no apareció hasta 1927, es
decir, catorce años después del primer tomo y cinco después de la muerte de Proust. Este hecho resulta,
sin duda alguna, desfavorable para el enjuiciamiento de las partes publicadas antes, sobre todo teniendo
en cuenta que en una carta que Proust dirige al crítico Paul Souday se halla la asombrosa manifestación
de que el último capítulo del último tomo fue escrito inmediatamente después del primer capítulo del
primer tomo. También es cierto que Proust habla en un lugar de la novela (en la quinta parte, La
Prisonniére) con tanto detalle y conocimiento de la «unidad postuma» que artistas como Balzac y Wagner
sólo más tarde encontraron en sus obras, «a la vista de fragmentos que sólo habían ya de soldarse en una
totalidad», y alabaesta unidad, que «no sabía nada de sí misma, es decir, que está viva y no condicionada
lógicamente», de modo tan insistente que parece una confesión. Sea cual fuere la verdadera historia de
la creación de A la recherche, es indudable que no sólo las leyes de la composición, sino también el
sentido, la meta y la motivación de toda la obra únicamente se descifran del todo en el último tomo. La
transposición de los seres perdidos al tiempo hallado de nuevo y su transfiguración en la obra de arte,
todo esto sólo florece en toda su perceptibilidad y tangibilidad en la última parte, y derrama su luz sobre
todo lo antecedente. Sólo entonces se aclara que esta misteriosa metamorfosis es el contenido de la
novela, y si se quiere, su «acción», y que se ha realizado no solamente al final, sino mucho antes, miles de
veces, en los conjuros y la fijación de lo pasado, y su transformación en lo que el poeta llama al final «un
peu de temps á l'état pur»: un poco de tiempo en estado puro. La obra de arte en la que se realiza este
milagro que nos es revelado en las últimas páginas existe, he aquí la paradójica coronación del todo,
desde un principio. La búsqueda no se ve coronada en su consumación por el hallazgo, sino que el buscar
y lo buscado coinciden. La novela, que trata de la búsqueda del «temps perdu», se revela como objeto de
esa búsqueda, y en ella se manifiesta el «temps retrouvé».
Ambos conceptos —el del tiempo perdido y el del tiempo hallado de nuevo— necesitan de
aclaración. En lo esencial podemos dejar hablar al mismo Proust. La novela comienza con el fenómeno
que a todos nos resulta familiar de la escueta rememoración: el narrador, primera persona, atormentado
por ahogos e insomnio, recurre, en la cama, a evocar detalles de su vida: la niñez surge ante o dentro de
él, una breve fase del pasado es recorrida en el recuerdo. Ya aquí sorprende la precisión y la insistente
testarudez de la memoria. Sigue después el famoso episodio de la magdalena mojada en el té, donde
presenciamos un acto de memoria poco corriente. El sabor del bollo ablandado libera las imágenes que
están ligadas a él, que le pertenecen, y los recuerdos visuales levan anclas, como dice Proust, desde las
profundidades y comienzan a elevarse lentamente: «Noto la resistencia y oigo el murmullo y el susurro
de los espacios recorridos... ¿Llegará hasta la superficie de mi conciencia este recuerdo, este instante de
antaño que, atraído por un instante idéntico, viene de tan lejos para despertarlo todo, ponerlo todo en
movimiento y sacarlo de las profundidades?... He de intentarlo diez veces, agacharme hasta él... Y
súbitamente he aquí el recuerdo. El sabor era el de la magdalena que me ofrecía los domingos por la
mañana en Combray mi tía Léonie, después de haberla mojado en su té negro o en su infusión de tila... Y
como en los juegos japoneses, en los que se echa en un cuenco lleno de agua trocitos de papel que se
despliegan, una vez empapados, se retuercen, toman color, revelan detalles, se convierten en flores,
casas, objetos reconocibles, así ahora las flores de nuestro jardín y las del parque de Monsieur Swann, los
nenúfares del Vivonne, la gente del pueblo y sus casitas y la iglesia y todo Combray y sus alrededores, la
ciudad y los jardines, todo inmediato y tangible, brota de mi taza de té.»
El narrador alude, en este contexto, a la «muy razonable» superstición celta según la cual las
almas de los difuntos permanecen encerradas en cualquier ser de categoría servil, una planta, un objeto
inanimado, hasta que un día —o quizá nunca— son liberadas de su prisión por un contacto casual:
«Entonces aguzan temblorosamente el oído, nos llaman, y en cuanto las reconocemos se rompe el
maleficio. Liberadas por nosotros, vencen a la muerte y tornan a vivir en nuestra compañía.» Lo mismo
ocurre, nos dice el autor, con el pasado. Está en las cosas y está en nosotros, pero igualmente hechizado,
sin redimir. Está ahí, pero no está siempre o completamente a nuestra disposición. Sólo cuando se
entabla un feliz diálogo entre ambos —la cosa y el yo— queda libre el pasado. Este diálogo es dirigido por
la memoria involuntaria, que no se parece en nada a la memoria sólida que nos permite conservar los
detalles imprescindibles para nuestra vida cotidiana. La memoria a la que se refiere Proust custodia la
totalidad de nuestra existencia, es la eternidad latente, congelada en las manifestaciones. Se entiende
que una memoria de este orden se agosta y se solidifica bajo el aliento de la conciencia. Necesita, más
bien, de la ayuda de las cosas mismas. En el perfume y en el gusto de las cosas perduran las realidades
perdidas; el aroma y el sabor son —«inmateriales pero permanentes»— las almas errantes del pasado,
llevan infaliblemente «en una gotita casi irrealmente pequeña el inconmensurable edificio del recuerdo».
No podemos forzar el retorno de la memoria con la ayuda de nuestra memoria intelectual, pero
podemos prepararnos para ella, hacernos receptivos a ella, a sus señas y suspiros secretos. Aquí se
evidencia ya que no se trata sólo de una búsqueda, sino también de una creación. Y así empieza Proust a
construir su técnica del recuerdo, a completarla, lejos de la romántica idolatría de la rememoración,
totalmente en el sentido de la edad científica, de la que es hijo. Cultiva, incluso entrena su capacidad de
percepción, su sensibilidad, el poder receptivo de sus poros, sus fosas nasales y terminales nerviosos.
Aprende a pensar con ellos. Este es el sentido de aquellas extrañas escenas que nos refieren sus amigos:
cómo en un paseo se detiene largo tiempo delante de un árbol florecido, olvidándose de sus
acompañantes y del mundo que le rodea. Esto no es sensualidad y culto barato a la belleza, es la
oportunidad que se le ofrece de acercarse a la realidad, de «pensarla». El mundo se le convierte en una
melodía congelada, en una escritura de la eternidad, que hay que aprender a descongelar y descifrar, en
un arsenal de realidades hundidas, resucitadas por la casualidad provocada. La vida forma patios de re-
cuerdos que proporcionan, al que sabe hallar su entrada, una felicidad nueva y esencial. Esta felicidad no
tiene nada que ver con el contenido del recuerdo, sus cualidades más o menos valiosas, sino que reside
en la liberación del observador del tiempo inauténtico para que pueda penetrar en el tiempo en sí.
Porque —ésta es la experiencia básica de Proust— no poseemos la realidad más que en el recuerdo. Para
Proust la realidad del momento es impura, distorsionada por nuestros intereses, enturbiada por la
imperfección de toda percepción externa, imposibilitada por «la ley ineludible» que sólo nos permite ver
lo ausente con limpieza.
En la tercera parte de A la recherche (Le côte de Guermantes) nos describe a un estudiante que
compra una entrada para una representación teatral, pero que no llega a gozar del anhelado espectáculo
porque está demasiado ocupado en no ensuciar sus guantes, no molestar a sus vecinos, saludar a los
conocidos, etc. Estas son nuestras relaciones con la realidad. Únicamente en el éxtasis clarividente del
recuerdo revela el instante su fuerza sustancial y resplandece en toda su pureza. El tiempo que perdemos
con cada segundo se nos conserva en la capacidad de la recordación ilimitada. El momento del recuerdo
no es un eco ni una reproducción, es el verdadero momento. Pues, al ofrecernos los fenómenos como
son «en sí» («réels sans étre actuéis, idéaux sans étre abstraits»), ese instante no pertenece al pasado ni
al presente, sino que es un tercer tiempo hecho de evocador presente y de recordado pasado. En el
recuerdo de un objeto, de un suceso, de un sentimiento, de un nombre, percibimos lo que les es «común
hoy y un día lejano», lo que en ellos es «extratemporal». De ahí el sentimiento de felicidad del acto
rememorador, sustraído al tiempo, su flotante ligereza (la ligereza de una materia propia), pero también
la nitidez de sus contornos, la luminosidad de sus colores, su inmediatez sensorial. Se comprende que
esto sea más que «la repetición de la vida maridada con el espíritu» de Thomas Mann, o que aquello que
Hofmannsthal decía de Balzac, a saber: que él era «el mundo de nuevo». La evocación de Proust no es la
vida una vez más, sino la vida auténtica, verdadera, sin falsificar, en una pureza tal que de otro modo no
puede captarse.
Un hálito de eternidad nos busca desde el recuerdo, y así entra en nuestra existencia una fuerza
nueva que transforma felizmente nuestra conciencia. El hombre, partícipe de la eternidad vivida, alcanza
una nueva soberanía. El hombre, al fin no sometido a la ley del tiempo, participa de la «essence
permanente des choses». «La esencia perdurante de las cosas, que habitualmente está escondida —se
dice en Le temps retrouvé—, se encuentra liberada, y nuestro yo verdadero, que parecía muerto hace
mucho tiempo, sin estarlo, despierta, revive al recibir el alimento celestial que se le proporciona.»
Gracias a la capacidad de recordar, se le ofrece al hombre la oportunidad de completar la obra de arte de
la vida. Cada instante en que se consigue recobrar el tiempo perdido de los abismos del olvido, es eterno,
sin historia, es obra de arte. Las novelas de Proust son una galería de estas obras de arte. Pero con el
mismo motivo se puede decir: son belleza. Porque el concepto de recuerdo está ligado al de belleza. Lo
que nos hace señas encantadoras y atrayentes detrás de los velos del olvido no es otra cosa que la
belleza, que sólo existe en el anhelo. La belleza totalmente actual nos objetiva. El ansia de belleza domina
—más o menos conscientemente, con mayor o menor fuerza— toda existencia. Cada uno puede
conseguir en pequeña medida y para sí lo que el artista realiza en grande para todos. El recuerdo nos
traspone al lugar del artista, no porque libere la fantasía, sino porque la conduce y la fija sobre lo que
descansa como permanencia, como sustancia eterna, bajo la fugaz apariencia de las cosas.
Así se reduce la vil realidad a sus fronteras. La relación de Proust hacia ella es, como se patentiza
en su novela, de una creciente desilusión. Pero al mismo tiempo es elevada y santificada. Porque el
camino hacia el recuerdo pasa a través de la vida. Sin mundo no hay objetos sobre los que pueda
fructificar la memoria. De ahí la exactitud fanática con que capta y retiene Proust cada detalle decorativo,
mímico, del mundo de Guermantes: «Para dibujar una sonrisa, Madame de Guermantes apretó las
comisuras de los labios como si quisiera prender el velo.» En esta exactitud está la llave de las puertas del
recuerdo. Sólo quien percibe puede recordar. Sólo la colaboración de la capacidad de percepción con la
del recuerdo crea la vivencia proustiana del mundo. La impresión sensorial es el presupuesto para la
experiencia de lo infinito.
En este sentido halla su justificación la expresión de Rudolf Kassner cuando habla del «alma epidérmica»
de Proust. La aparente superficialidad de Proust es en realidad la garantía de profundidad. Se adentra a
tientas, pregustando simultáneamente el recuerdo, desde el contacto epidérmico hasta los centros de la
percepción. La importancia de las cosas no se mide por su significado práctico en «el torbellino de la vida
cotidiana», sino por lo que les extrae nuestra sensibilidad rebasando el mero instante. Incluso la envidia,
cuya dulzura dolorosa Proust no se cansa de degustar, le resulta bien venida como incremento de su
genialidad perceptiva: cada indicio conduce, al forzar la incansable actualización de lo pasado, más
adentro en el mundo de lo esencial. El hombre vive según la medida de su sensibilidad productiva. Nos
diferenciamos del artista creador sólo en cuestión de grado; él es, evidentemente, la cúspide de esta
vibrante pirámide. Para aquel que sabe leer la partitura de las cosas, el sonido de un carruaje que se aleja
contiene la «condenación a la soledad»; el trazo de luz bajo la puerta de la vivienda, que indica la llegada
o la ausencia de la amada, se convierte en un paisaje de encanto y de desesperación; el graznido del
teléfono adopta la elevación de un pasaje de Tristán; el mismo proceso de telefonear se vuelve
acontecimiento mágico. Las ayudantes de este milagro, las «siempre irritadas siervas del misterio, las tan
fácilmente ofendidas sacerdotisas de lo invisible, las señoritas de la central», son loadas irónicamente
como las «intermediarias de la palabra, las divinidades sin semblante, las danaidas de lo invislumbrable,
que llenan, vacían y se entregan mutua e incansablemente las urnas del sonido».
Mediante este desciframiento metafórico libera el poeta el acontecer diario de su insignificancia.
En la imagen cada cosa se vuelve hacia sí misma, retorna a su verdad. Sólo cuando el encuentro coa las
torres de Martinville, iluminado por su experiencia de la movida perspectiva, cuaja definitivamente en
una «bella frase», se ve completada la vivencia, es realmente. «Solitarias sobre el llano y como perdidas
en el horizonte se elevaban al cielo ambas torres de Martinville. Pronto vimos tres: enfrentándose a ellas
con un giro audaz, el campanario remolón de Vieuxvicq se les unió. Pasaban los minutos, avanzábamos
de prisa, y a pesar de todo se hallaban delante nuestro en la distancia las tres torres, como tres pájaros
que, inmóviles al sol, estaban posados sobre el páramo. Entonces se separó la torre de Vieuxvicq, se alejó
y dejó solas a las dos torres de Martinville iluminadas por el sol poniente, que yo veía, a pesar de la
distancia, jugar y sonreír sobre sus flancos descendentes...»
Cuando termina de escribir estas frases el autor percibe que «había conseguido liberarlo
totalmente de estas torres y de lo que se ocultaba detrás de ellas». Este es el verdadero instante de la
creación de la novela, en él se constituye la conciencia de la obra de arte. La frase feliz, la imagen
completa, la melodía intocable, extraen una «dignidad totalmente nueva del hecho de su
perdurabilidad». En el recuerdo, liberado de las escorias del instante, y en la obra de arte, más real que la
realidad misma, conocemos la perdurable esencia de las cosas. «Es imposible —hace meditar el platónico
Proust a su héroe— que un cuadro, una melodía, al regalarnos una conmoción interior, que sentimos
como algo más alto, más limpio, más verdadero, no respondan a una determinada realidad espiritual; de
otro modo la vida carecería de sentido.» El recuerdo, la metáfora, la obra de arte establecen el contacto
con esa realidad espiritual, son las puertas por las que el hombre penetra en los jardines de la «vie
réelle», inundados por la luz de la eternidad.
Se ha subrayado con mucha frecuencia, y generalmente con énfasis erróneo, que Proust halló
algunos elementos de su estilo intelectual en la filosofía de Henri Bergson. Ocasionalmente se encuentra
incluso la opinión, un tanto despectiva, de que todo Proust no es más que un Bergson poetizado. Diríase
que existiera, entre la poesía por un lado y la filosofía y psicología por otro, algo así como una rivalidad de
ideas y una competencia por la prioridad temporal. A esto cabe decir que el genio de Proust no reside en
haber inventado el concepto de «vraie durée» o la filosofía del recuerdo; asimismo tampoco significa una
disminución de su rango el haber recibido sugerencias de sus coetáneos y predecesores (al igual que
Joyce encontró el concepto y la técnica del diálogo interior en / Edouard Dujardin). Para el artista el
mundo es, incluido todo lo que en él se ha pensado, material para su obra. En esta esfera no existen los
«préstamos». Lo decisivo es lo que el artista consigue con su material; sólo esto determina su rango. A
esto se añade que el bergsonismo, ya de por sí inclinado a la estética, penetra por íntima necesidad en el
ámbito de la poesía, e incluso, como Bergson intuía muy claramente, sólo en él encuentra su aplicación
adecuada y su culminación. Si, como dice Bergson, no existe una percepción pura que capte solamente el
objeto como tal, si cada objeto despierta en el observador recuerdos que influyen en la percepción, si lo
que corrientemente se entiende por percepción no es en realidad más que una oportunidad de recordar
y si, por último, el nexo entre el mundo exterior objetivo y la profundidad subjetiva del recuerdo sólo
puede realizarse por un acto de memoria intuitivo, es evidente que este proceso, para poder realizarse
con toda pureza, requiere a un hombre cuyo elemento natural sea la intuición, a saber: al artista. Sólo un
artista de la sensibilidad y fuerza intuitiva de Proust pudo demostrar el ejemplo bergsoniano. Así, pues,
Proust sería no el usufructuario, sino el continuador de Bergson, continuador en un ámbito que conduce
más allá de los simples esquemas mentales, inmediatamente a la sensualidad de la obra de arte.
Parece como si Proust hubiera recogido ávidamente la terminología de Bergson, pero sólo para
llenarla con sus propios significados. Ni el concepto de «durée réelle» significa lo mismo para ambos, ni
coinciden en la técnica de la rememoración. Sobre todo la concepción del recuerdo de Proust abarca
más: circunscribe la totalidad del material esencial, no sólo la esencia individual. Indudablemente el arte
de la memoria de Proust (al contrario del de Thomas Wolfe, mucho más escueto) se caracteriza más por
la sutileza del recuerdo que por su latitud. Así se ha señalado con razón que el recuerdo de los escalones
gastados de la capilla bautismal de San Marcos, provocado (en Le temps retrouvé) por los irregulares
adoquines del patio de Guermantes, sólo libera en Proust vivencias y pensamientos personales, mientras
que la embriaguez conjuradora de Wolfe habría hecho desfilar seguramente siglos enteros sobre los
históricos escalones.
Pero también Proust es consciente —aunque asimismo más precavido— de estas posibilidades.
El recuerdo total busca, aunque parezca sólo narcisistamente embelesado en el propio yo, las
profundidades de lo colectivo, por lo que todo recordar es un acto mítico.
Esto nos explica por qué el último gran Hamlet de la literatura europea, este espíritu que es
simultáneamente explorador y paisaje explorado, halla lo supra- personal a través de la profundización
en sí mismo. Algo dentro de nosotros, comprueba en la tercera parte de A la recherche, se esfuerza
siempre por conducir nuestro sentir individual a una verdad mayor, es decir, por «relacionarla con una
sensación más envolvente, común a toda la humanidad, siendo los individuos y las penas que nos
proporcionan otros tantos pretextos para esta comunicación». Para el narrador tiene esta experiencia un
significado revolucionario. La invención genial del primer novelista consistió simplemente en excluir a las
personas «reales». Las sustituyó por imágenes y representaciones que pueden ser asimiladas por el
sentimiento del lector en virtud de la comunidad del material humano. De hecho, se rechaza de entrada
la trivial demanda del parecido representativo. En efecto, Proust nos explica convincentemente que
ninguna de sus figuras está tomada de un solo modelo; más bien ha compuesto cada una de ellas con los
rasgos de varios modelos. Así, el escritor Bergotte es Anatole France y también Ernest Renán, y el mismo
autor se ha inoculado en el «yo» de la novela y en la imagen de Swann. Esto significa la renuncia a la ha-
lagüeña ilusión de lo individual. En un sentido estricto, no existen en el gigantesco mundo de personajes
de Proust más que dos figuras totalmente desarrolladas, «reales»: la criada Françoise y el barón de
Charlus, al que Thibaudet coloca al lado del Vautrin de Balzac. Todos los demás viven en detalles
sorprendentes, de los que se apodera nuestra fantasía, y parecen de hecho configurados así con el solo
objeto de crear el enlace con lo que hay de común en todos nosotros. La plástica épica está reemplazada
por el análisis psicológico individual, en el que importa menos el individuo analizado que el mecanismo
psíquico como tal. El eminente psicólogo Proust contribuye de esta forma decisivamente a la
despsicologización y despersonalización de la novela. En un episodio significativo (en A l'ombre des jeunes
filies en fleurs) Proust comprueba en una serie de personas similitudes tan importantes, que se llega a
poner en duda el núcleo de su personalidad (incluso su sexo): su individualidad es más débil que la
comunidad del material y del patrón. Walter Benjamín habla del «culto apasionado de Proust a la simi-
litud», y con toda razón. Pues no se trata aquí de un humor, sino de un punto de vista consecuente, de un
nuevo realismo, que nos sale al encuentro en toda la literatura moderna. Incluso, y quizá de modo más
llamativo, en el drama. El caso tan discutido del dramaturgo Eliot no puede ser atribuido simplemente a
una falta de fuerza creadora de personalidades; se anuncia aquí una nueva óptica de lo humano. El arte
moderno ve en los hombres máscaras de las que resuena «lo que es común a toda la humanidad». Como
Melville y como Joyce, como Eliot y como Ezra Pound, como Valéry y como Gottfried Benn, como Virginia
Woolf y como Hermann Broch, también Proust se muestra más interesado por lo humano que por el
hombre. El hombre «real» se disuelve en los procesos químicos de la experiencia total del mundo. Donde
la totalidad de las cosas se ve forzada a un trascender incesante, y la plenitud de la existencia se busca y
se percibe en el aroma de una rama de manzano en flor, en el timbre de un nombre y en las
profundidades intemporales de la memoria, el individuo pierde su lugar de excepción. Pero al mismo
tiempo se le descarga del peso de su aislamiento y se integra en un orden mayor y más verdadero que el
determinado por el yo.
Pero también Proust es consciente —aunque asimismo más precavido— de estas posibilidades. El recuer-
do total busca, aunque parezca sólo narcisistamente embelesado en el propio yo, las profundidades de lo
colectivo, por lo que todo recordar es un acto mítico.
Esto nos explica por qué el último gran Hamlet de la literatura europea, este espíritu que es
simultáneamente explorador y paisaje explorado, halla lo supra- personal a través de la profundización
en sí mismo. Algo dentro de nosotros, comprueba en la tercera parte de A la recherche, se esfuerza
siempre por conducir nuestro sentir individual a una verdad mayor, es decir, por «relacionarla con una
sensación más envolvente, común a toda la humanidad, siendo los individuos y las penas que nos
proporcionan otros tantos pretextos para esta comunicación». Para el narrador tiene esta experiencia un
significado revolucionario. La invención genial del primer novelista consistió simplemente en excluir a las
personas «reales». Las sustituyó por imágenes y representaciones que pueden ser asimiladas por el
sentimiento del lector en virtud de la comunidad del material humano. De hecho, se rechaza de entrada
la trivial demanda del parecido representativo. En efecto, Proust nos explica convincentemente que
ninguna de sus figuras está tomada de un solo modelo; más bien ha compuesto cada una de ellas con los
rasgos de varios modelos. Así, el escritor Bergotte es Anatole France y también Ernest Renán, y el mismo
autor se ha inoculado en el «yo» de la novela y en la imagen de Swann. Esto significa la renuncia a la ha-
lagüeña ilusión de lo individual. En un sentido estricto, no existen en el gigantesco mundo de personajes
de Proust más que dos figuras totalmente desarrolladas, «reales»: la criada Frangoise y el barón de
Charlus, al que Thibaudet coloca al lado del Vautrin de Balzac. Todos los demás viven en detalles
sorprendentes, de los que se apodera nuestra fantasía, y parecen de hecho configurados así con el solo
objeto de crear el enlace con lo que hay de común en todos nosotros. La plástica épica está reemplazada
por el análisis psicológico individual, en el que importa menos el individuo analizado que el mecanismo
psíquico como tal. El eminente psicólogo Proust contribuye de esta forma decisivamente a la
despsicologización y despersonalización de la novela. En un episodio significativo (en A l'ombre des jeunes
filies en fleurs) Proust comprueba en una serie de personas similitudes tan importantes, que se llega a
poner en duda el núcleo de su personalidad (incluso su sexo): su individualidad es más débil que la
comunidad del material y del patrón. Walter Benjamín habla del «culto apasionado de Proust a la simi-
litud», y con toda razón. Pues no se trata aquí de un humor, sino de un punto de vista consecuente, de un
nuevo realismo, que nos sale al encuentro en toda la literatura moderna. Incluso, y quizá de modo más
llamativo, en el drama. El caso tan discutido del dramaturgo Eliot no puede ser atribuido simplemente a
una falta de fuerza creadora de personalidades; se anuncia aquí una nueva óptica de lo humano. El arte
moderno ve en los hombres máscaras de las que resuena «lo que es común a toda la humanidad». Como
Melville y como Joyce, como Eliot y como Ezra Pound, como Valéry y como Gottfried Benn, como Virginia
Woolf y como Hermann Broch, también Proust se muestra más interesado por lo humano que por el
hombre. El hombre «real» se disuelve en los procesos químicos de la experiencia total del mundo. Donde
la totalidad de las cosas se ve forzada a un trascender incesante, y la plenitud de la existencia se busca y
se percibe en el aroma de una rama de manzano en flor, en el timbre de un nombre y en las
profundidades intemporales de la memoria, el individuo pierde su lugar de excepción. Pero al mismo
tiempo se le descarga del peso de su aislamiento y se íntegra en un orden mayor y más verdadero que el
determinado por el yo. Gide se quejaba de no hallar contacto con los personajes de Proust. Es
comprensible si por personajes se entiende singularidades claramente elaboradas, como la Mathilde de
la Mole de Stendhal o su Julien Sorel. Lo que Proust ofrece es la iridiscente sustancia de lo humano. Al
igual que Debussy no reproduce un mar determinado en un día determinado, en un lugar determinado
bajo unas condiciones determinadas, sino «la mer», lo marítimo; como Proust mismo, al percibir y
describir el ambiente de una mañana, disfruta y describe «todas las mañanas pasadas iguales o incluso
posibles», un «cierto tipo de mañanas, de las que todas éstas, pertenecientes a la misma especie, no son
más que una manifestación periódicamente recurrente», así también vive lo humano en sus analogías.
Cuando describe —en un párrafo arrebatador— a Alber- tine dormida, no describe a una, sino a todas las
amadas dormidas, más aún: el misterio del sueño que nos plantea la vista de todo durmiente. El
durmiente —y por ello lo contemplamos fascinados— es el hombre transformado de nuevo en su
material natural, el hombre antes de su individualización, cargado de todas las posibilidades: «A mí, que
conocía a varias Albertines en una sola, me pareció ver descansar a mi lado muchas otras. Sus cejas, más
arqueadas de lo que yo nunca las había visto, circunscribían la bóveda de sus párpados como un blando
nido de aves marinas. ¡Razas, atavismos, vicios se depositaban suavemente sobre su semblante! Cada vez
que movía la cabeza, creaba una mujer nueva, a menudo para mí totalmente insospechada. Me parecía
poseer no una, sino incontables jóvenes.» Dejar transparentarse este fenómeno de la multiplicidad de lo
individual a través de la enajenante sensualidad de la descripción es uno de los geniales recursos de
Proust.
Los biógrafos han hablado de la trágica vida de Marcel Proust. Piensan concretamente en esa carrera
contra reloj que, ya gravemente enfermo, se vio obligado a mantener durante sus últimos años, en un es-
fuerzo supremo por terminar el ciclo de A la recherche. En la vida de un artista todo es expresión; por ello
es conveniente no subrayar tanto la tragedia de este febril final como su grandiosa consecuencia. El
sentido de la vida de Marcel Proust fue vencer al tiempo, y no hay nada en su vida que se aparte de este
destino. Los quince años que aparentemente desperdició en los salones fueron tan necesarios como la
decisión de retirarse para el resto de su vida —es decir, casi dos décadas— al santuario de su habitación
de enfermo. La enfermedad no interfirió aquí en la labor del genio, sino que le confirió dirección crea-
dora. La enfermedad convierte a Proust en el virtuoso de la memoria, la enfermedad convierte al genio
de la epidermis en novelista, la enfermedad le enseña a ver. Es el rasgo genial de Proust el hecho de que,
viéndose impedido en la posesión inmediata del mundo y reducido a lo indirecto, lo transforma en una
especie de dificilísimo salto mortal filosófico hacia lo esencial. Sólo en la penumbra de su habitación de
enfermo, cerrada al mundo, empieza el mundo a cobrar vida para él. Como excluido crea una obra de
arte para excluidos, un «compendio de alegrías, para aquellos a quienes les son negadas muchas alegrías
humanas» (carta a Madame Emile Strauss). Nosotros mismos estamos hoy —y esto explica la creciente
fascinación que se desprende de sus novelas— en la situación del Proust de los últimos años. En un
mundo desprovisto de toda inmediatez, artificial en alto grado y enajenado de sí mismo, buscamos
ansiosamente los encantos del tiempo hallado de nuevo. La insignificancia de los medios y de los motivos
de la obra de Proust son mis una ayuda que un impedimento, nos preservan del error de dar importancia
a esos medios y motivos. No son ellos, sino la vivencia del tiempo puro, desprovisto de toda finalidad, lo
que nos encanta en Proust. La acusación que late en estas palabras no puede dejar de ser percibida. Una
generación anémica de vivencias penetra en la plenitud de una vida más verdadera que la que está
viviendo. Esta es la clave del misterio Proust y de su influjo sobre una época que parece tener bien poco
en común con la suya, como no sea el anhelo de vencerse a sí misma en una obra de arte.
VIRGINIA WOOLF
Lo que está en el aire y lo que exige el tiempo, escribe Goethe a Zelter, puede brotar en cien
cabezas simultáneamente sin que ninguna haya tenido que basarse en otra. Haremos bien en recordar
esta frase cuando se habla de Virginia Woolf. Es habitual clasificarla, con un cierto aire de
condescendencia, detrás de Proust y Joyce, como si no hubiera hecho más que transmitir los logros de A
la recherche y del Ulysses, algo diluidos, a su público, habituado a la dieta de Bloomsbury. La poco galante
etiqueta de «Joyce para señoras» que se le ha adosado a Virginia Woolf apunta hacia una forma de ver la
literatura en la que se siente todavía la representación romántica del genio original. Quizá nos
acerquemos más a la inescrutable relación causal de lo poético con el tiempo si ante todo preguntamos
por las tareas que una época confía a sus genios, y sólo después por el grado de originalidad personal con
el que colabora cada uno de ellos en el cumplimiento de dichas tareas. Se evidenciaría entonces un
reparto de papeles de singular economía. Lo que une a Virginia Woolf con Joyce y con Proust no es la ne-
cesidad de apoyo literario. No es la exigencia de una variante, que posee a veces a ciertos genios
menores, sino más bien la regla de una inconsciente colectividad. El autor percibe las exigencias de
aquella hora, las siente dirigidas a su persona y trabaja, sin embargo, sin saberlo o sin querer
comprenderlo, dentro de una comunidad.
Virginia Woolf compartió con los espíritus más sensibles de su generación la convicción de que
se estaba fraguando un nuevo concepto de realidad. La realidad es para ella algo que ya no puede ser
aprehendido con los instrumentos habituales de la percepción y de la expresión: algo fluido, múltiple,
inconmensurable. Desconfía de la verdad, o de lo que hasta entonces pasó por verdad, su «cheapness»,
como anotó en su diario. Pero, sobre todo, desconfía de los métodos con los que la novela se acerca a
este fenómeno. En una conferencia (1924) lo explica mediante el ejemplo de la figura, para todos familiar
y, sin embargo, ampliamente desconocida, de Mrs. Brown, esa madrecita modesta, limpiamente vestida,
con la que nos encontramos en el departamento de un tren cualquiera y que parece carecer de misterios
y de problemas. Pero, ¿quién es Mrs. Brown? El conocimiento de los hombres, el don de observación, la
experiencia social y la comunión de sentimientos no bastan para contestar satisfactoriamente a esta
pregunta. Virginia Woolf llama en su ayuda a los colegas Arnold Bennett, John Galsworthy y H. G. Wells, y
en una escena imaginaria da pruebas muy divertidas de cómo los tres pasan de largo ante la realidad de
Mrs. Brown. Sabemos todo cuanto le concierne, cómo y dónde vive, cuánto pagó por sus guantes, si
utiliza una botella de agua caliente y de lo que murió su madre, y, sin embargo, ella misma nos sigue
siendo desconocida. El narrador educado en el realismo tradicional se encuentra ante Mrs. Brown
«inerme y sin posibilidades de darla a conocer al lector».
Este ejemplo pudiera despertar la impresión de que Virginia Woolf, como los novelistas del viejo
estilo, se interesa sobre todo por los caracteres; ella misma quiere también hacérnoslo creer. Pero
cuando desarrolla su propia concepción de Mrs. Brown, resulta evidente que ve en ella algo más que un
caso individual o, hablando estéticamente, una historia. Para Virginia Woolf, Mrs. Brown es «eterna», es
la naturaleza humana misma, es todo y en todas partes, «una anciana de posibilidades ilimitadas y de
variedades infinitas, capaz de presentarse en cualquier parte, con cualquier vestido, diciendo todo lo
concebible y haciendo Dios sabe qué. Pero diga lo que diga y haga lo que haga, sus ojos y su nariz y su
palabra y sus silencios son de un encanto abrumador, porque ella es —resulta evidente— el espíritu que
todos respiramos, es la vida misma».
Esta definición es de tal índole que no podía dejar de tener consecuencias trascendentales, por
lo menos para Virginia Woolf como narradora. La insignificante señora del departamento ferroviario se
revela inesperadamente como anarquista secreta. Porque si Mrs. Brown es todo, significa que en realidad
ya no existe, por lo menos no en el sentido pulcramente redondo de la novela de caracteres. Cuanto más
ajustado a la realidad vital sea un personaje, tanto más tendrá que abarcar de la fluctuante vida y tanto
menos definido será en sustancia y contornos. Las novelas de la Woolf lo confirman. Y no es que su Mrs.
Dalloway, que Mr. y Mrs. Ramsay en To the lighthouse (1927) o Susan y Bernard en The waves (1931) no
sean figuras inconfundibles, verdaderas en muy alto grado. Pero precisamente en esto radica la cuestión:
son más verdaderas que reales. Las sentimos más de lo que las vemos, las palpamos corporalmente y
tenemos trato con ellas. Las vivimos, pero de modo distinto al de Wronski o Tony Buddenbrook. Casi
nunca caracterizó a un personaje de tal modo, observa E. M. Forster, novelista y amigo del grupo
Bloomsbury, que se le pueda recordar por sí mismo. De hecho recordamos menos los caracteres que su
aura. Las figuras brillan de dentro afuera, su esencia las rodea como un resplandor, como aquel halo
misterioso que lleva Minta Doyle (en To the lighthouse). Están vivas, pero es una vida de índole distinta a
la habitual, una vida que sueña con algo más allá de sí misma, materia que parece siempre dispuesta a
mezclarse con materia ajena. Entre el difunto Percival (en The waves) y los que —hilera de perlas de
monólogos interiores— se acuerdan de él, apenas hay diferencia. Son todos luces y voces. Esta es la
debilidad y también el genio de esta narradora. Sus objetos se difuminan, les falta fuerza sustancial,
espiritualiza la vida. «I insubstantise», dice, empleando un insólito giro, en su diario, y expresa altaneras
dudas sobre si dispone de un vulgar «reality gift». Pero esta altanería no está injustificada. Pues aunque
no puede dar una plástica épica, da otras cosas: un tejido iridiscente, artístico, una especie de
fantasmagoría, labor de ganchillo cósmico de finura y solidez asombrosas, en la que incluye todo: las
ideas y los acontecimientos, hombres y cosas, naturaleza y poesía, vida y muerte, pasado y futuro. Pero
todo ello no es un inventario enciclopédico como en el caso de Joyce, sino que todo está siempre
reducido a Mrs. Brown. Sobre ella desciende aquella «incesante lluvia de incontables átomos» de la que
habla Virginia Woolf en su ensayo programático Modern fiction (1919) y que trata de registrar; pero
también es ella quien se ve incesantemente arrebatada sobre sí misma por tal asalto de sensaciones
cósmicas. Llámese como se llame Mrs. Brown en cada caso particular —Clarissa Dalloway o Lily Briscoe o
Coronel Pargiter—, siempre es algo más que el mero caso particular. Está engarzada en ese todo fluido
del que las novelas de Virginia Woolf quieren rendirnos cuenta; es una de las olas mencionadas en el
título de su novela The waves.
Esto parece simbolismo barato. Pero precisamente en este punto Virginia Woolf se expresa con
concreción total. Sus figuras no apuntan más allá de sí mismas en el sentido de querer significar algo
mayor, general. La tendencia universalista de esta narración está más bien en el lírico sentir con la
totalidad de la narradora, reside en su especial modo de comunicarse con las cosas. Un trozo de papel de
periódico sobre una calle polvorienta, un narciso a la luz del sol, un autobús en el tráfico de Piccadilly, en
todo esto, opina, estamos nosotros. Las cosas inanimadas nos expresan, parecen conocernos, son la
parte más constante de nosotros, sobre la que podemos medir nuestro vacilante yo. Cuando Mrs.
Ramsay se sienta con su labor en la terraza, siente una ternura totalmente irracional hacia el árbol, el
arroyo y la flor: algo en su interior la empuja hacia ellos, como a «la novia hacia el novio»; y cuando Mrs.
Dalloway recorre Londres en el piso alto de un autobús, no tiene la sensación de estar sentada sobre un
duro banco de cuero, sino de ser todo lo que allí abajo está viendo: la señora en la calle, el hombre detrás
del mostrador, los árboles, las casas, las figuras talladas de sus frontones. «¡Qué lejos se extendía su vida,
su yo!»
Se podría objetar que se trata de un sentimiento de la totalidad muy femenino, muy doméstico.
Pero precisamente en esto reside la aportación de la Woolf al gran tema de la época: la trascendencia de
sí mismo. En las pleamares y bajamares de las cosas vive la totalidad de la existencia, en las pleamares y
bajamares de las cosas se disuelven los horrores de la caducidad. Partiendo de una insignificante
impresión sensorial llega a un abrumador sentimiento de cohesión. En Proust, el gusto del café con leche
matutino conjura" y sella todas las esperanzas vitales que se enlazan en este degustar. En Virginia Woolf
sobra la trabajosa compañía del recuerdo, conoce la eternidad en las cosas mismas, descubre —y en ello
se encuentra la parte más personal de su quehacer, su verdadera hazaña— la espiritualidad del mundo
de los objetos. El viento, la lluvia y el césped, la bahía y las dunas, la gruesa cortina de cuero de una
iglesia romana, no son los emisarios, son el mensaje mismo. En un jarro blanco, teñido de rosa por el sol
poniente, resplandece una verdad propia, una «frontera entre la vida y la muerte»; el túnel absorbente
de una estación de metro, que se traga a las personas apresuradas, adquiere una realidad demoníaca;
incluso de la mesa del comedor «se desprende la vida en cataratas». El sensualismo de Proust era, con
todo su descarado hedonismo, filosófico-constructivo; el sensualismo de la Woolf es, con toda su
intelectualidad, ingenuo. «Vida, detente aquí», hace exclamar a Mrs. Ramsay, descubriendo así lo que
ella misma anhela.
Lo perdurable del instante, «the present moment» como totalidad, como reflejo de lo eterno: he
aquí su filosofía. Y así se precipita en lo más recóndito del instante, lo expande con violencia tierna, hasta
que se sale de sus límites y se vierte en el tiempo más grande. También así se desvirtúa el tiempo, el
tiempo en el sentido trivial del cronómetro. En Mrs. Dalloway, los toques del Big Ben puntúan el
desarrollo del día de la heroína. Cada uno de esos toques, empero, emite oscuros círculos, y estos
círculos (la frase «los anillos plomizos se deshicieron en el aire» recorre como leitmotiv la novela) señalan
el otro espacio temporal, al que se sienten pertenecientes la autora y su heroína. Una mendiga que vocea
en una esquina una canción de amor se convierte en la pregonera del verdadero tiempo: en sü
cancioncilla tiembla una prehistórica primavera; su canción se abre camino a través de «la anudada
maraña de raíces de los tiempos infinitos». La curtida persona, que asemeja a «una bomba oxidada»,
parece haber estado en su sitio millones de años; es eterna como el sentimiento, al que canta con una
voz sin sexo y sin edad; una grotesca hermana de aquel gracioso espíritu-ser, que en el libro más ena-
jenado de Virginia Woolf, su «mock-biography» Orlando (1928), recorre en una sola vida más de cuatro
siglos, desde los días de la gran Elisabeth hasta los de la aeronáutica. Y al igual que la mendiga lleva, por
casualidad y circunstancialmente, un vestido de mujer, es Orlando, por casualidad y circunstancialmente,
un adolescente: al cumplir los treinta años cambia de sexo y sigue viviendo como mujer. Una ocurrencia
tan divertida como sugerente, que demuestra hasta qué punto vivía Virginia Woolf en el encanto del
todo-uno. Ante la eternidad de las cosas y la eternidad del instante, se atrofia lo personal. La década que
hay entre las dos partes principales de To the lighthouse es registrada, por lo que se refiere a lo
privado-humano, de paso y someramente: el destino es recluido en la nota a pie de página; el
«argumento», literalmente desarrollado entre paréntesis. La mayor felicidad parece no residir ya en la
personalidad, sino en el hecho de olvidarla. «No se halla jamás la tranquilidad siendo uno mismo
—reflexiona Mrs. Ramsay—, sino siendo una cuña de oscuridad. Al perder la personalidad se pierde la
preocupación, la prisa, la inquietud.» Y siempre le viene a los labios una «exclamación de triunfo sobre la
vida» cuando las cosas «se concilian en esta paz, esta tranquilidad, esta eternidad».
Hablamos antes de la ley de la contemporaneidad. Virginia Woolf, como centro del círculo
Bloomsbury, familiarizada con todas las corrientes del espíritu moderno, tenía plena conciencia de esta
ley. Sobre todo percibía muy claramente la relación íntima que existe entre pintura y literatura. «Si se
destruyera toda la pintura moderna —dice—, un crítico del siglo XXV podría deducir la existencia de un
Matisse, Derain, Cézanne y Picasso a partir de la prosa de Marcel Proust.» En la literatura conoció el
choque liberador del Ulysses. En Leopold Bloom ve realizada por primera vez su visión de Mrs. Brown.
Escribe su ensayo Modern fiction bajo la impresión de una primera y fragmentaria lectura de Ulysses. Allí
se halla la bella indicación: «Si buscamos la vida misma, hela aquí»; pero también se anuncia aquí ya su
oposición contra Joyce, oposición que aumentará con el tiempo. La violencia de su espíritu innovador la
repele. Habla en ello —con justificación subjetiva— un sano egoísmo de artista. Se aísla la propia obra de
influencias poderosas y se comprueba lo que a uno mismo le queda por hacer.
Virginia Woolf ha de satisfacer a su manera el anhelo de su época de captar lo infinito en lo
finito, y así lo hace. Donde en Joyce la poesía trasciende a una ciencia oculta, donde su idiosincrasia
irlandesa lleva la destrucción creadora hasta límites inimitables, la Woolf, a pesar de su euforia por la
experimentación, sigue siendo una inglesa bien educada, una lady escritora, con una considerable
conciencia de la tradición. Curiosa y significativamente reprocha a Joyce y también a T. S. Eliot («great
Tom!») el tener malos modos de escritor. La «obscenidad» del uno y la «oscuridad» del otro le mueven a
decir: «Su sinceridad es desesperada y su valor increíble, sólo que no saben si comer con el tenedor o con
los dedos.»
Por el éxtasis algo preciosista de su narrativa, se le ha achacado a Virginia Woolf la falta de
sentimiento. Desde luego no fue lo que se puede llamar una mujer de gran corazón o una escritora
romántica. Para una persona de tal sensibilidad valen otras categorías que el romanticismo. Virginia
Woolf tuvo que ser fría para no verse arrastrada por el exceso de impresiones; tuvo que defenderse del
«chaparrón de átomos» formulándolo; lo cual no es una actividad romántica. Sabemos la carga que le
suponía su excesiva impresionabilidad. Cuando en 1941, como ya anteriormente le había ocurrido, se vio
amenazada por la demencia, cede y busca la muerte, significativamente la muerte en las olas. La
búsqueda del sentimiento parece superflua frente al íntimo horror que se agazapa detrás de las frágiles
imágenes literarias, tras la fachada clara y ligera de su mundo poético. Este horror, sin el que no existe
conocimiento total del mundo, sin el cual no es posible la verdad y sin el que hasta Mrs. Brown no pasa
de ser un esquema, inspira a Virginia Woolf el dar a Mrs. Dalloway un antagonista invisible, es decir, invi-
sible para ella, un joven que sufre las consecuencias de la explosión de una granada y que finalmente se
suicida. Mrs. Dalloway, la mujer feliz, superficial, encantadora, no llega nunca a ver a este joven, pero en
una reunión social es informada rutinariamente de su muerte; en ese momento se da cuenta de que
conoce desde hace mucho tiempo al muerto, porque era una parte de ella misma. Siente que aquí se ha
ejecutado su sentencia, pero que —por esta vez— la víctima no había sido ella. Es evidente que se trata
de un doble autorretrato. Virginia Woolf es Mrs. Dalloway y es también Mr. Smith, el suicida. Se dice que
vaciló mucho tiempo antes de dejar suicidarse a Mrs, Dalloway.
Vemos a qué consecuencias artísticas lleva aquel sentimiento de la totalidad repetidas veces
mencionado cuando se le toma en serio. Pero también vemos cómo debemos cuidarnos de rehusar a la
snob Virginia Woolf (y no cabe duda de que lo era en una parte de su personalidad) profundidad y
sentimientos. Stephen Spender ha transmitido una frase pronunciada por Virginia Woolf en su presencia,
que revela la razón de existir de su arte, y no sólo del suyo: «Hay que haber sido derrotado y destrozado
por la vida antes de poder escribir sobre ella.» Lo que significa nada menos que la afirmación de lo
trágico. Se trata de otra versión de la fórmula heroica de su admirado Joseph Conrad: «La poesía es
conocer el ser en el fracaso.
WILLIAM FAULKNER
La única manera de escapar del abismo es contemplarlo,
medirlo, sondearlo y descender a él.
CESARE PAVESE,
Il mestiere di vivere
En el año 1929, en la cronología literaria casi diez años después de que la segunda parte de A la
recherche proustiana hubiese obtenido el premio Goncourt y de que hubieran sido ofrecidos al gran
público en una revista americana fragmentos del Ulysses de James Joyce, en el mismo año en que había
aparecido A farewell to arms, de Hemingway, y Look homeward, ángel, de Thomas Wolfe, publicó
Faulkner su novela The sound and the jury. Este acontecimiento, como la mayor parte de las cosas
verdaderamente decisivas, hizo poco ruido, siendo reconocido sólo muy lentamente en toda su
significación. Esta residió y reside en que la novela de Faulkner demuestra, en el más alto de los niveles,
que Proust y Joyce no son ni estación final, sin posible proyección hacia el futuro, ni callejones sin salida,
de los que más vale retirarse cuidadosamente a las posiciones de partida.
Faulkner había ya escrito anteriormente poesía y algunas novelas, pero con The sound and the
fury comienza a convertirse en un acontecimiento secular. Va más allá que Proust y que Joyce, realizando
por vez primera su peculiar vivencia del tiempo y creando su concepto del tiempo mítico; es decir, no
reconstruye penosamente el tiempo perdido para retenerlo y eternizarlo, como Proust, quien trata, de
manera muy racionalmente francesa, de engañarlo; no lo rehace de nuevo, en un ingente esfuerzo de la
voluntad, como Joyce, quien ensancha la conciencia intelectual extendiéndola hasta el límite de su
elasticidad, sino que lo destruye, suspende su vigencia. Lo vivimos en una escena simbólica en la que
Quentin Compson desmonta las manecillas de su reloj. Rompe así la arbitrariedad de la esfera, aunque
prosiga el rumor de engranajes de la maquinaria. El tiempo sigue transcurriendo, pero ya no obliga a los
hombres a someter su conciencia a la tiranía de indicadores mecánicos. La libertad total la alcanza,
empero, sólo cuando cesa también el sonido delicado de las ruedecitas, inventadas por el hombre para
limitar su propia libertad. Sólo entonces tendremos acceso al tiempo verdadero. Porque, nos hace saber
Faulkner, «los relojes matan al tiempo. El tiempo está muerto mientras se descuelga de las puntas de los
engranajes en movimiento. Sólo revive cuando se para el reloj».
Desde este momento se abre la obra de Faulkner: transcurre en un tiempo sin relojes, en el
tiempo real, no en el inventado. Por eso renuncia radicalmente a una cronología narrativa, de ahí la
mezcla de las corrientes de conciencia, el desgarro e imbricación de los procesos del pensamiento, de ahí
también la aparente carencia de forma de sus novelas, esa maraña de frases, cordilleras de palabras, esos
cauces sin orillas por donde transcurre el primigenio caudal de su narrativa. Los personajes de Faulkner
viven en el tiempo arcaico, preinicial; viven —puesto que «hacia atrás» significa siempre «hacia abajo»—
en el espacio mítico. Pero como lo mítico, por hallarse mucho antes del impacto modificador de la
arbitrariedad humana, es idéntico con lo verdadero, el poeta sin tiempo se convierte en el poeta del ser.
Sólo él tiene acceso a los campos donde mora lo inadulterado, y también lo íntegro, lo preindividual. Con
este concepto se relaciona la pretendida falta de semblante de muchas figuras de Faulkner. En las
múltiples crónicas de familia, que le sirven de vehículo para relatar, en ramificaciones y variaciones
continuas, la historia del Sur de los Estados Unidos, es frecuente que, por lo menos al principio, las
distintas personas no se presenten individualmente, como seres únicos diferenciados característica y
fisonómicamente, sino como voces, como material sonoro básico. Es como un rumor enorme, un gemir
primitivo, una vocalización elemental en que se expresa lo humano, antes de tomar forma. La novela The
sound and the fury es el primer ejemplo y también el más extremo. Faulkner describe, en un principio, los
acontecimientos vistos a través de un débil mental —Benjamín Compson inicia el tenebroso tejer de
monólogos interiores que nos llevará en imponentes serpentinas a través de la narración— y así nos
muestra lo que busca: el material humano elemental, el ser antes de la creación. Dice más tarde que
había considerado de mayor efecto empezar a contar la historia por boca de alguien que «sabe lo que
pasa, pero no por qué». De hecho lo es, porque nos introduce más profunda y sorprendentemente en el
concepto que Faulkner tiene del hombre. Porque el gemir, gruñir y aullar del idiota bonachón e inofen-
sivo le dan al libro no sólo una música de fondo estremecedora, sino también su sentido aclaratorio. Es el
lamento de la criatura todavía dormida, su queja sobre sí misma y sobre el deformado mundo. A la
corrupción innata del material humano (la «maldad compsoniana»), a la maldición del ser, a la
culpabilidad básica del acto de existir, contrapone un sordo presentimiento de fuerzas de amor latentes e
inexplotadas.
Faulkner tiene en común con sus contemporáneos y predecesores inmediatos la convicción de
que el ámbito de lo individual (no de lo humano) está ya medido, explorado y agotado, lo mismo que el
concepto convencional del tiempo, fijado por la conciencia individual. Esta doble insuficiencia se
comprueba con coincidencia asombrosa dondequiera que en nuestro siglo se hace gran literatura. Lo que
distingue a Faulkner de Proust, Joyce, Virginia Woolf, Thomas Mann, Ezra Pound, T. S. Eliot, es que no
realiza experimentos con el concepto tiempo. No lo reconoce; el tiempo en su acepción habitual no
existe para él. Mientras que en los otros existe todavía la conciencia y un poco la coquetería del
atrevimiento, posee Faulkner la impremeditación y la grandeza de la ingenuidad. Opera con gran
desenvoltura en una dimensión por él creada. Esto vale no sólo para su concepto del tiempo, sino para
toda su forma de escribir. Mientras que el narrador moderno es en general tan teórico como práctico de
su oficio, Faulkner trabaja intuitivamente, deja funcionar su sentido elemental del arte. Expresiones como
la de Gide: «¿Que qué ha de ser esta novela? Una encrucijada, un punto de encuentro de problemas»
(sobre Les faux-monnayeurs), o como la de Virginia Woolf: «Quiero escribir una novela que conste de
versos y diálogos como un drama. Quiero experimentar con todas las formas y adaptarlas a la novela»,
serían inconcebibles en Faulkner. Un escritor que se interesa por la técnica haría bien en aprender cirugía
o albañilería, declara bruscamente en una entrevista. Faulkner no ha hecho nunca experimentos con la
forma novelesca, se ha sobrepuesto a ella. La domina por la fuerza, por la potencia, por la salvaje fuerza
motriz de sus visiones. En este sentido es el verdadero talento masculino de la literatura moderna.
Contrapone al sufrido y epicúreo ejercicio del arte de Proust, a la agitadora intelectualidad de Joyce, al
sentido artístico burgués de Thomas Mann, a los ademanes formales constructivos de Ezra Pound, lo
salvaje como fuerza creadora. No tiene necesidad, como Eliot, Broch o Thomas Mann, de descifrar el
ámbito mítico mediante un esfuerzo figurativo; Faulkner está en él como en su casa. No necesita que se
le abra la zona elemental al que pertenece. Su fuerza reside más allá de toda escueta razón, su medida es
el exceso, su claridad lo inexplicable. Es el gigante en el liliputiense país de la novelística actual, un mago,
un hechicero, un creador de mitos de nuestra época. En él, el soñar y el poetizar todavía están aunados.
La liberación que nos ofrece no está en la confección de calcomanías alegóricas, sino en que nos deja
soñar con él, salvaje y abandonadamente, desesperada y compasivamente, estremecidos de horror y
animados por la esperanza.
También en la forma tiene este indomable narrador su propia medida. La plástica épica se ve
avasallada por una lírica ebria de palabras. Alfred Kazin ha dicho que Faulkner intenta expresar lo
inexpresable: «Ha emprendido algo que es incongruente con la novela —por su mismo ser— y que sólo
puede ser alcanzado por una intensa poesía mística, en la que florecen las sensaciones como plantas
tropicales, abriéndose y cerrándose.» Es exacto. Pero sería demasiado limitado ver en este proceso una
insuficiente mezcla de géneros literarios. Existe un ariete poético ante el que no hay esquemas formales.
Faulkner es un poeta de esta especie. Tratar de imponerle unas categorías literarias de por sí arbitrarias,
inventadas sólo a efectos de la comprensión, parece carente de sentido. Habría que unirse en esto a Karl
Vossler, quien hace valer los conceptos histórico-literarios sólo en cuanto «estructuras empíricas» y
anima al crítico a juzgar una obra de arte únicamente por la consecución plena e inmodificada de sus
motivaciones, por su fidelidad consigo misma. «Me parece —dice Vossler— que la ciencia del arte sólo
escapará a la vieja dogmática escolástica de las rígidas categorías formales si deja de considerar la épica,
dramática y lírica como conceptos estéticos y los remite decididamente a los campos de la sociología y
psicología. El hecho de que estos conceptos hayan sido abstraídos de la literatura no quiere decir que
pertenezcan a ella... Toda obra de arte halla su norma no en la especie a la que pertenece, sino en la
inspiración de la que brota.» Entenderíamos mejor la nueva literatura si este principio tuviera más
general aplicación. Pero es evidentemente más fácil medir una nueva obra de arte con normas extraídas
de la observación de obras pasadas, santificadas por la costumbre, que juzgarla por la ley que contiene y
que, desde luego, ha de ser escuchada y descifrada en su interior.
108 Literatura moderna
Referido a Faulkner esto quiere decir: lo mítico se crea su propia categoría, su propio idioma,
incluso es un idioma peculiar. Para él no hay un interior ni un exterior, ni un aquí ni un enfrente, sólo una
totalidad. Hace resonar la salvaje rocalla primitiva de la humanidad. Este es el sentido del ampuloso y
violento lirismo de Faulkner. El modo de ver mítico no permite excepciones. Imagen y visión se
confunden, lo fantástico y lo real se mezclan, lo abstracto se alimenta con la sangre de las cosas, los
sentidos se hermanan para la comunitaria conquista del mundo, los objetos adquieren personalidad. Un
tren atraviesa, aullando como un alma en pena, el solitario paisaje; el recuerdo se convierte en un
corredor lleno de paz, poblado por voces amigas y caras sin nombre; y del gusto y perfume del perdón se
dice que no debe dejar el paladar de la conciencia. El tiro de muías que espera Lena Grove, la gran
inocente de Light in August (1932), al borde del camino avanza sobre cascos de ensueño dentro de una
nube de somnolencia; su lenta progresión se entreteje con las fantasías de la embarazada, que tira
eternamente del mismo vehículo taciturno («eterno retorno rechinante de orejas fláccidas») a través de
dos Estados, buscando con fe inquebrantable al padre de su hijo. Toda su existencia es anhelo, deseo,
esperanza, y por eso se apodera ansiosamente del sonido irreal y vulgar que precede al carricoche, el cual
avanza con atormentadora lentitud: «El sonido, procedente de cualquier sitio vago más allá de toda
distancia, hiere por fin el oído, pesada y terriblemente, un resonar desprovisto de sentido y significado,
como si por la carretera viajase un espíritu, precediendo media milla a su propio cuerpo.»
Esto no es ni el idioma del lírico ni el del narrador, es un lenguaje total que se apodera de la
medula de la realidad. Es el idioma del realismo completo y esencial, que abarca toda la realidad, y no del
realismo escolástico, cuyos errores estamos todavía gravemente padeciendo, que confunde la superficie
«real», sensorialmente tangible, de las cosas con las cosas mismas. La tenaz pervivencia de esta
insensatez nos obliga a defender a los grandes innovadores de las acusaciones de los que pretenden que
la renuncia a emplear los medios usuales implica la incapacidad de servirse de ellos. Así como Picasso,
cuando es preciso, sabe pintar a la manera de Lenbach (¡el retrato de la madre!), sabe Faulkner también
«narrar» en el sentido convencional, sólo que incomparablemente mejor que los empedernidos realistas.
En The sound and the jury lo demuestra de modo especialmente drástico en una exhibición que recuerda
mucho la sorpresa que nos ofrece Picasso. Mientras que al principio parece como si el autor pretendiera
sustituir la regla narrativa de la descripción y de la pintura de caracteres por los materiales básicos
resonantes y la música del subconsciente, en el último capítulo se contradice del modo más
sorprendente. Cuatro veces se inicia la narración como en colosal esfuerzo. Pero a la cuarta vez el narra-
dor se introduce a sí mismo, para recapitular una narración, que hasta ahora se había representado a
través del interior de sus actores, desde su propio punto de vista: la técnica del monólogo interior es
relevada por el más preciso de los realismos exteriores. Con soltura soberana entrega el autor la envuelta
material de las cosas. La realidad en su forma habitual brilla inesperadamente con tonalidades ajenas a
todos los representadores de la naturaleza, que sólo ven la mitad más pequeña del mundo. Un peral en
flor, una escalera a oscuras con un rayo de luz, una vieja negra informe, sosteniendo una botella de agua
caliente en una mano «como se sujeta a una gallina muerta por el cuello», ¡cómo vive todo esto y cómo
trasciende la mera descripción hasta convertirse en expresión! La vieja Mrs. Compson, cuyos lloriqueos
fríos y egoístas acompañan como penosa melodía de fondo todo el libro, se nos presenta ahora con
corporeidad inconfundible, con «el pelo totalmente blanco, los ojos hinchados y extraviados»; o su hijo
Jason: «Frío y mordiente, pelo castaño espeso, rizado sobre los dos lados de la frente como en dos
cuernos, igual que un camarero de tebeo.» Y, por último, el gigante débil mental, Ben: «Parecía formado
por una sustancia sin cohesión consigo misma ni con su esqueleto.»
Faulkner ha calificado, con exagerada modestia, la técnica de esta novela como el resultado de
un fracaso. Hubo de relatar la historia repetidamente y siempre desde un punto de vista distinto, por
creer siempre no haberla relatado bien todavía. De hecho ha alcanzado de este modo un agotamiento tal
de la realidad, un realismo total, que hasta ahora no había sido conseguido ni por Joyce. El capítulo final
«realista» que, según la insatisfecha expresión del autor, debía servir para «llenar los huecos», no es ni
mucho menos resignación artística. Su finalidad es recoger una vez más la pesadilla, el descenso a los
infiernos del libro, y reflejarlo de nuevo en el espejo de lo visual. Hemos de atravesar por segunda vez, y
ésta con los ojos abiertos, el abismo que hasta ahora conocíamos sólo táctilmente. En este doble viaje al
Averno está la esencia de este libro, y no sólo de éste, sino de toda la narrativa de Faulkner, a saber: que
no se puede dominar el horror evitándolo, sino únicamente pasando a través de él.
Con esto tocamos uno de los puntos más delicados en el enjuiciamiento de William Faulkner. Un
crítico francés, por lo visto fanático seguidor de la hoy tan estimada estética de la beneficencia, ha dicho
con respecto a Faulkner: «Está bien, pero ¿para qué sirve?» De modo semejante, Jean-Paul Sartre, en un
ensayo muy revelador {revelador de Jean-Paul Sartre), intenta demostrar que a Faulkner le falta la visión
del futuro, que su arte es un arte de la desesperación, índice de la desintegración de un mundo senil. Es
evidente que aquí se habla con un lenguaje extraño que no alcanza su blanco. La expresión mítica no
necesita subrayar el concepto de futuro porque sencillamente, y al igual que el presente y el pasado, lo
incluye. El enfoque mítico no precisa tampoco tomar en consideración el concepto de utilidad, porque se
ocupa de hechos primigenios, del destino, y cada encuentro con el destino revela al que es capaz de
percibirla una fuerza nueva, purificadora, inquietante, por encima de toda utilidad. Esta propiedad es
común a las novelas de Faulkner y a la tragedia griega.
Se ha hablado demasiado —y en ello reside la causa de muchos de estos juicios— de Faulkner
como el «épico del Sur», con lo que se quería indicar el Sur de los Estados Unidos, el territorio al sur de la
línea Mason-Dixie. Faulkner nació en Misisipí, y en ese Estado, en una región que lleva el nombre mítico
de «Yoknapatawpha» y cuya capital ficticia se llama «Jefferson», transcurren la mayor parte de sus nove-
las. El difícil problema, no enjuiciable exclusivamente con criterios morales, de la esclavitud; la guerra civil
de 1861, que utilizó un pretexto bueno (la liberación de los esclavos) para un fin malo (el saqueo del Sur,
enriquecido gracias a esa esclavitud); la injusticia creada, en nombre de la justicia, por esa guerra, y sus
consecuencias catastróficas, tanto económicas como morales, para el humillado Sur; las heridas anímicas
que resultaban para el sureño de la incompatibilidad de su sentimiento de culpabilidad con la conciencia
de la injusticia padecida, y la consiguiente actitud contradictoria frente al problema del negro: el negro
como hombre de segunda clase, pero simultáneamente envidiado y temido portador de fuerzas
biológicas superiores; todo esto proporciona a las novelas de Faulkner su inspiración material, espiritual e
ideal. Al Sur no le gusta distinguir lo que fue y lo que es, le place vegetar en la penumbra de un ámbito
intermedio. Aquí, donde la guerra civil es todavía un pedazo no digerido de la realidad, que se yergue en
el presente provocando un coletazo de neurosis diversas, pudo desarrollarse la concepción temporal de
Faulkner juntamente con su apoteosis del negro. «Los siguientes no eran Compson. Eran negros», se dice
en la introducción a The sound and the fury; y el poeta termina su descripción de los negros con la frase
lapidaria: «Perduraron.» Todo esto es ciertamente el Sur. Pero ¿qué demuestra? Si Faulkner sólo hubiera
escrito la trágica fábula de los Estados del Sur, la leyenda tan citada de la maldición del Sur, ¿habría
provocado tal estremecimiento mundial? El «provincianismo» de Faulkner es, como el de Tolstoi,
universal. En una parte geográficamente limitada del mundo ha concentrado la plenitud de la existencia.
Mientras parece sólo estar escribiendo la historia de su patria, está contando en realidad la historia del
mundo.
De nuevo nos encontramos con la conciencia mítica como solución a esta paradoja artística. La
presencia de todas las cosas y de todos los tiempos en cada instante y en cada lugar permite que la vida
de penalidades de Cristo, como pasión eterna, se repita en la historia de un cabo francés sin nombre (en
A fable, 1954) y que la historia de los McCaslin sea la historia de la humanidad (en Go down, Moses).
Cada fase de esta historia familiar es consecuencia, reproducción y repetición de sus principios
pecadores, es decir, del incesto cometido por el fundador de la familia, Carother McCaslin, con su hija de
color. Este pecado original es asimismo consecuencia, reproducción y repetición de aquel otro pecado
original mayor, cometido por su país en la cuestión racial, y éste es, a su vez, reflejo del primero de todos
los pecados originales. Como puede verse, tampoco aquí impera un destino delimitado individualmente,
sino —lo cual es mucho más— la participación de cada uno en el destino de todos hasta las más hondas
profundidades de los pozos del tiempo. Esto es precisamente la conciencia mítica, mito vivido, presente
arcaico. El hombre es responsable no sólo de las acciones cometidas por él, sino de sus mismos orígenes:
se le llama a un mítico rendir cuentas. De ahí el siempre renovado descenso a lo primigenio, al horror que
constituye el principio de toda memoria humana y, por tanto, también el principio de toda exposición. Es
el mismo espíritu que, esta vez como llamamiento directo, habla en el discurso, recibido por muchos con
sorpresa, que pronunció Faulkner en 1950 al recibir el premio Nobel. En ese discurso dijo que sin los
«antiguos conocimientos y verdades del corazón, válidos para el mundo entero: amor, honor, compasión,
orgullo, solidaridad y disposición al sacrificio», merece ser descartada y olvidada cualquier narración,
pues sólo ellos recompensan el sudor y la desesperación del escritor; afirmación que no se ve en absoluto
invalidada por los tenebrosos rostros de su épica. Nadie se ha negado con más determinación a creer en
el ocaso del hombre y de la humanidad que este pretendido poeta del horror. Cuanto más exige un poeta
William Faulkner 111
a sus criaturas (y a sus lectores), más positiva es su confrontación con ellos. No se puede discutir con el
caos para suprimirlo, hay que enfrentarse con él. También aquí aparece la moral de Joseph Conrad de
aguantar y sobrevivir. En Conrad tiene el carácter de cumplimiento del deber marino-militar; en Faulkner
adquiere el énfasis del conjuro. Faulkner desarma al horror, forzándolo a representarse. Sus visiones son
gestos de defensa, trata de conjurar lo espantoso con el espanto. Su poesía —y a esta certidumbre
contribuye su discurso con ocasión del premio Nobel— no es la poesía del horror, sino de la humanidad
en medio del horror.
EDGAR ALLAN POE
Nuestra época —hay que subrayarlo—
se ha dedicado al pensamiento. Cabe
incluso preguntarse si antes se había
pensado seria y realmente.
(De una crítica de Poe)
Poe ha sobrecogido con su «Gato negro» y el orangután de la calle Morgue nuestros sueños
infantiles. Hoy es considerado como uno de los antepasados de lo moderno. Al igual que Kafka, prevé y
describe, basándose en una determinación anímica altamente personal, modernos mundos de terror.
Esto sería la labor de un precursor, que habrían realizado con él también buena parte de los románticos
alemanes. En Poe, sin embargo, se añade algo que le es peculiar a él solo. Lo que le distingue y lo que le
hace parecer «moderno», en un sentido específico, es la combinación de horror y cálculo, el golpe de
vista matemático de lo espantoso. El horror tecnificado de The pit and the pendulum, el espanto, descrito
con la precisión del investigador, de Maelstróm, la exactitud empírica de la búsqueda de tesoros en The
gold bug, el despliegue de una terminología científica tomada de todos los campos de la ciencia, a
menudo en interesante contraste con la amplísima fantasía de lo relatado, todo ello nos indica que el
deseo romántico de ampliación de la vivencia existencial mediante lo misterioso se presenta aquí con
autoridad casi científica. Y el «casi», desde un punto de vista artístico, no representa más que una
limitación muy escasa. Este afán de Poe por lo científico puede parecer a veces una actitud no exenta de
coquetería, así como un disfraz característicamente romántico, pero lo cierto es que existe con tal
intensidad que informa toda su obra del modo más personal.
Hoy sabemos que este anhelo brotaba de un destino trágico. La alumna de Freud, Marie
Bonaparte, en un extenso estudio clínico literario, ha reconocido al autor de Ligeia y de The fall of the
house of Usher como un sádico necrófilo, deduciendo de esta inclinación su comportamiento, así como la
temática especial de su obra. No mencionamos esto por traer a colación un detalle biográfico «picante»,
sino para demostrar que en lo espiritual toda servidumbre genera a la vez fuerzas que sin ella quedarían
probablemente inéditas. A la analista Marie Bonaparte le interesa sobre todo el «porqué», y a nosotros,
el «a pesar de». Nos conmueve el hombre, el cual, sometido a una anomalía que determinaba hasta el
último detalle de su vida, supo, a pesar de ello, crearse un mundo de libertad propio, más aún, se vio en
la vehemente necesidad de creárselo. Perseguido por todos los diablos, refugiándose en la intoxicación
alcohólica y en el ensueño estupefaciente, se veía obligado, para justificar ante sí mismo su continuada
existencia, a mantener la ficción de una última libertad. No podía bastarle la evasión a la poesía,
desmontar el horror en su obra; no quería verse obligado a la creación, pretendía crear con plena
soberanía. Un poeta era para él más que un versificador: había de ser legislador.
Así, este hombre, al que la crítica literaria, enjuiciándole más moral que artísticamente, achaca
vagabundeo y libertinaje, crea la forma narrativa más disciplinada, la short story moderna, un producto
literario industrializado, que satisface las demandas de las revistas para las que Poe escribe
principalmente. Esta short story apunta todo su desarrollo hacia un efecto, está trabajada para
conseguirlo y puede ser consumida de una sentada. Entrega, después de haber descubierto el miedo
como dimensión literaria, también el antídoto: contrapone a los Tales of the grotesque and arabesque los
Tales of ratiocination, el «arte de la deducción aguda»; comprime el horror en una ecuación
racionalmente soluble: la historia detectivesca, e inventa al maestro de detectives, Monsieur Dupin,
padre de toda una generación. Al contrario de sus hijos, los Sherlock Holmes, Peter Wimsey, Ellery Queen
y Hercules Poirot, Dupin tiene todavía el rango de personaje metafísico: en un universo regido por el
pánico y el espanto, este razonador infalible representa la certidumbre del espíritu. Dupin es el dios del
análisis, al que Poe adora con la devoción del desesperado. La famosa narración The murders in the Rué .
Morgue (1841), con la que comienza la historia de la moderna narración policíaca, no es en el sentido es-
tricto una narración; es, al igual que su continuación, El misterio de Marie Roget, un montaje literario de
recortes de periódicos, declaraciones de testigos y los monólogos deductivos de Dupin. Significativo es
aquí el gesto científico: el conjunto viene precedido por una consideración sobre el arte del análisis, un
análisis del análisis, y lo que sigue no es en realidad más que el material ilustrativo de la tesis. Quiere
demostrar la teoría salvadora de Poe de que no hay nada que el hombre no pueda dominar
intelectualmente. Aunque en realidad no se trata más que de una ingeniosa paradoja literaria, pues
¿cómo no había de poder resolverle un misterio creado precisamente para la asombrosa resolución por
la agudeza fantástica de un detective? Poe no se llamaba a engaño. Dice en una carta: «El lector se ve
seducido a confundir la clarividencia de un Dupin inventado con la inteligencia del propio escritor.»
Pero éste es el punto decisivo: la inteligencia del narrador, la divinidad de su cerebro.
Continuamente atormentado por la irresolución de su propia naturaleza, inventa siempre nuevos triunfos
(imaginarios)de la razón. Hasta las ratas de The pit and the pendulum están incluidas en el esquema
general de la «ratiocination»; el espíritu superior del condenado a muerte las obliga a roer las ligaduras
astutamente engrasadas: «No me había equivocado en mis cálculos. No había resistido en vano. Por fin
sentí que era libre.» En la figura de Dupin se salva Poe del abismo, se convierte en un Dupin universal que
proclama el siglo del pensamiento. El imaginativo se las da de matemático, el artista se presenta como
tecnólogo, el acosado ha de demostrar al mundo y a sí mismo, una y otra vez, que no es una marioneta,
sino el que tira de los hilos. Así desenmascara en un estudio agudísimo al «turco ajedrecista» del
mecánico de la corte de Viena, Nepomuk Maelzel. Se ofrece a descifrar todos los manuscritos secretos
que se le envíen, fracasando en los empeños más difíciles; y así concibe en el tratado lírico-filosófico
Heureka una forma de solución al enigma del cosmos. En este escrito, muy admirado por Paul Valéry,
defiende Poe la tesis de que Dios «existe ahora sólo en la materia dispersa y en el disperso espíritu del
universo, y únicamente puede ser reconstruido como tal Dios, puro, espiritual e individual, mediante un
acto de reconcentración de esa materia y de ese espíritu». «Tenemos que imaginarnos —termina, y esta
frase presupone formas de pensamiento y de experiencia que serán muy corrientes en la literatura de
dos generaciones más tarde— que el sentimiento de identidad individual se sumerge paulatinamente en
la conciencia universal; que, por ejemplo, el hombre deja imperceptiblemente de sentirse como hombre,
y que alcanzará con el tiempo aquella exaltada edad en la que identificará su existencia con la de Jehová.
Hasta entonces hemos de acordarnos de que todo es vida —vida en la vida—, lo menor en lo más grande,
y todo en el espíritu de Dios.»
Pero, ante todo, escribe su Philosophy of composition(1846). Y aquí llegamos al punto más
notable de su labor. Porque la mayor fascinación no proviene hoy día de la obra poética de Poe —sus
poesías y sus narraciones—, sino de su teoría. También esto es un rasgo muy moderno. Baudelaire, el
primer portaestandarte europeo de Poe, celebra con entusiasmo fraternal al poéte maudit. Paul Valéry,
cincuenta años más tarde, ve en Poe al maestro, se entusiasma con el «torrente de clarividencia» que
brota de él (carta a Albert Thibaudet). Lo coloca al lado de su Monsieur Teste, el metódico y absoluto
hombre cerebral. De las cenizas de un sombrío culto a la belleza se levanta el fénix del intelecto puro. La
inclusión de la conciencia creadora en la misma creación, el interés por el proceso creativo, al mismo
nivel o sobre el interés por la obra de arte, estas tendencias esenciales de la literatura moderna vienen ya
encauzadas por Poe. El manual de todo esto es precisamente la Philosophy of composition.
Como da a conocer en su introducción a El misterio de Marie Roget, le complace invalidar lo
incomprensible mediante el cálculo, aplicando «la más exacta de las ciencias a las sombras y esquemas
de la más especulativa de las ciencias», volviéndose en este caso contra «las sombras y esquemas» de su
propia poesía, concretamente The raven. Expone cómo ha calculado la extensión, el tema y el ambiente
con toda exactitud. La melancolía de los versos, asegura, no brota de una necesidad anímica, sino de la
escueta observación de que es en la tristeza donde mejor se percibe la belleza, una tesis que tenía que
entusiasmar a Baudelaire. También el cuervo, mensajero del destino, con su estribillo sarcástico,
nevermore, repetido con oscuras significaciones siempre renovadas, no había sido una idea original;
debía su existencia poética a la consideración de que un estribillo corto conseguiría provocar mejor el
sombrío efecto sonoro deseado, y que este estribillo debía consistir en una sola palabra con las letras O y
R («La vocal más sonora en combinación con la consonante más sonora»). Llegado aquí, no pudo evitar la
palabra nevermore. Pero esta palabra no podía ser repetida estereotipadamente por un ser pensante;
por lo que Poe la refirió primero a un papagayo, después a un cuervo, a un «ser parlante sin
entendimiento», que además resulta ser el «pájaro de mal agüero». Etcétera.
Se comprende que este intento de explicación —Poe se presenta aquí como un Super-Dupin
aplicado a lo estético— haya despertado mucho interés, pero aún más incredulidad. T. S. Eliot, al tiempo
que señala algunas deficiencias del poema, opina irónicamente: «Nos resulta difícil, al leer el ensayo,
evitar el pensamiento de que Poe, que proyectó su poesía con tanta minuciosidad, pudiera haberse
esforzado un poco más: el resultado dice muy poco del método. Por ello habremos probablemente de
concluir que el análisis que hace Poe del poema es, o una broma, o una autosugestión sobre la manera
como le hubiera gustado haberlo escrito.» Con esta segunda observación es posible que Eliot toque el
nervio de la cuestión. Se puede aplicar a Poe lo que él mismo dijo respecto de William Godwin, quien,
según algunos, había escrito su novela Caleb Williams al revés, empezando por enredar a sus héroes en
toda clase de situaciones difíciles, y deduciendo después cómo habían podido llegar a ellas. «No creo
—comenta Poe a este respecto— que Godwin procediera realmente así..., pero era lo bastante artista
como para comprender las ventajas que entrañaba el procedimiento.» Lo mismo exactamente pasaba
con Poe. Prescindiendo de si procedió o no tal como él mismo lo describió, en cualquier caso le parecía
deseable haber procedido así. En su diálogo sobre La fuerza creadora de las palabras ha celebrado,
refiriéndose a lo cósmico, la capacidad divina de reconstruir, con ayuda del «procedimiento analítico in-
verso», el nacimiento de cada cosa. Para una naturaleza como la suya debió de ser una terrible tentación
el invertir en autosugestión halagüeña este método de la «calculada conclusión», para presentarlo como
planificación previsora.
La Philosophy of composition de Poe puede ser dudosa como manual de creación; como
exposición de un sueño, de una ilusión estética, como programa, es convincente. Y como tal ha ejercido
su influjo en el futuro: no como negación de toda intuición, sino como desenmascaramiento de todo
falso éxtasis artístico, de toda pretensión de genialidad, y como sano recuerdo de que también el cálculo
y la conciencia crítica participan creativamente en la producción artística. «La mayor parte de los poetas
—dice Poe— se complacen en hacer creer a la gente que crean sus obras en una especie de bella locura,
de inspiración enajenada; y les estremece el solo pensamiento de que el público pudiese mirar detrás de
las bambalinas, donde sin duda encontraría la idea todavía en desnudo estado de indecisión; donde vería
que la palabra correcta sólo aparece después de larga búsqueda, y que incontables ideas no llegan a
superar una nebulosa existencia entre sombras, mientras que otras, totalmente desarrolladas, por no
poder ser empleadas en este contexto u ocasión, han de ser dejadas a un lado con pesar; donde vería el
cuidadoso seleccionar y rechazar, el cansado tachar e incluir, en breve, las poleas y las correas, la
maquinaria del sótano, los ascensores y las trampillas, en una palabra: todo el arsenal de las ayudas
técnicas que componen en la mayoría de los casos el 99 por 100 de la herramienta del histrión literario.»
Este escrito es un sacrificio más sobre el altar del análisis, un intento más de Poe por
convencerse a sí mismo de que lo que despierta la «impresión de la intuición» no es más que «el
producto de un método bien empleado». «Es mi intención explicar que en toda la composición no se
puede atribuir nada a la casualidad o inspiración, sino que la obra ha avanzado paso a paso, con la
seguridad y la consecuencia de una solución matemática, hacia su culmen»: con esta frase llega el poeta
a la cumbre de su pretendida libertad. Es una frase totalmente subjetiva, completamente autobiográfica,
que desde luego debió de parecer profética a una gran parte de la posteridad. Una época que sabe tan
bien como la nuestra que la mayor parte de las cosas con las que trata son artificiales, hechas, con-
feccionadas; una época cuya conciencia técnica no se limita a la técnica, tiene que reconocer en Poe a
uno de sus padres.
Eliot señala que para Poe el sonido de una palabra es más importante que su significado. Y lo
ilustra des- aprobadoramente con algunos ejemplos de The raven. Sin dificultad pueden encontrarse
también ejemplos de lo contrario, especialmente en aquellos lugares en los que Poe no se deja tentar por
la obligación de la rima, y donde consigue la total unificación del significado y del sonido, una dirección
sonora que refuerza el sentido, una sutil instrumentación verbal de sus pensamientos y emociones. La
primera frase de su narración The fall of the house of Usher es un ejemplo de ello: «During the "whole of
a dull, dark and soundless day in the autumn of the year «when the clouds hung oppressively low in the
heavens I had been passing alone, on horseback through a singularly dreary tract of country and at length
found myself as the shades of evening drew on within view of the melancholy House of Usher.» Es
realmente un mundo de oscuridad y melancolía construido de una pieza con sonidos. Lo material
desaparece y penetramos en un reino en el que gobierna la sapientísima mano del poeta: aplica colores,
construye períodos, reparte cesuras y acentos, y somete al lector bajo la ley de un ritmo lento, pesado,
interminablemente vacilante. Se puede pensar lo que se quiera de ciertas poesías de Poe; se pueden
juzgar los temas y el romanticismo algo superficial de algunas de sus narraciones como objetos lejanos a
nosotros, pero una cosa es cierta: este espíritu ingenioso ha creado, si no una nueva posibilidad expresiva
de la poesía, por lo menos —y he aquí su hazaña histórica— una nueva conciencia de estas posibilidades.
PAUL VALÉRY
La visión de Poe de un «ser con ilimitada fuerza intelectiva», de un intelecto poético al que «el
análisis algebraico se abre en toda su plenitud», no era más que un sueño. Pero con Paul Valéry entra en
la escena de la literatura un hombre al que le cuadra el ideal de Poe en medida asombrosa; asombrosa,
sobre todo, porque este ser-espíritu, a pesar de su precisión y lucidez casi irreales, no deja de ser un
hombre entero y verdadero. La indiscutible superioridad de Valéry siempre está amortiguada por una
exquisita gracia, su maravillosa inteligencia no tiene nunca nada de inhumano, anota en mayo de 1942 el
Gide de setenta y dos años. Lo más admirable, sin embargo, es que «su espíritu, sin abandonar su rigor,
supo conservar todo su valor poético e introducir incluso en su obra creadora ese rigor que en general
puede considerarse como antagónico al arte y que, al contrario, transforma el arte de Valéry en un
milagro de perfección».
La amistad de Gide con Valéry se extiende sobre más de medio siglo. Al contemplar los documentos
de esta amistad: el diario de Gide y su correspondencia, recientemente publicada, se hallan en ellos
fielmente reflejadas, desde el punto de vista de Gide, todas las experiencias que más o menos habría
tenido cualquiera que se hubiese acercado a la obra y a la persona de Valéry. Son experiencias que se
hallan bajo la ley de una tensión a menudo tan atormentante como liberadora, una tensión que se
descarga (veinte años antes de aquella expresión de homenaje, dictada por la sabiduría de la vejez) casi
explosivamente en la observación: «Valéry deslumbra como siempre, pero en su mundo no puedo
respirar» (Journal, 28 de mayo de 1921). Estos suspiros no son aislados, y son tanto más comprensibles
cuanto que Gide debía de saber con certidumbre que él apenas si contaba, como potencia intelectual, a
los ojos de Valéry. «Para él —comprueba con pesar—, yo era la quinta esencia del protestante, del
moralista, del puritano, del que sacrifica la forma a la idea, el antiartista, el enemigo.» Un enemigo, sin
embargo, al que Valéry se sentía permanente y tozudamente unido. Lo que Gide halló en Valéry está
claro: era el espíritu radical, la conciencia libérrima, la inteligencia autónoma, por la que Gide, quien sur-
gía más trabajosamente de lo telúrico, no podía dejar de sentir una admiración no exenta, desde luego,
de contrariedad y rebeldía. Inversamente, lo que Valéry, el espíritu cartesiano, hallaba en Gide es menos
evidente. Quizá fuese la «idea» de la amistad, cuya exploración hasta los más remotos confines le
tentaba; quizá sólo el simple anhelo de lazos humanos y de contraste, de participación en lo social, esa
indispensable concesión del espíritu absoluto a lo terreno, que impidió al mismo Valéry convertirse en
Monsieur Teste. En Gide, tan distinto a él, encontraba algo que lo liberaba, en combativa transfiguración,
de sí mismo; ambos buscaban, para emplear una bella frase de Monsieur Teste, su «distancia mutua», lo
que evidentemente sólo pudo suceder sobre la base de una comunidad potencial. Esta se hallaba, según
una observación de Valéry, en «una determinada búsqueda de la plenitud en el arte».
Que Valéry necesitaba de semejante liberación por la comunicación humana nos lo muestran más
claramente las añadiduras que sufrió en el transcurso de tres decenios el monstruo de pensamiento y de
conciencia por él creado, Edmond Teste (teste = tete = cabeza). Cuando apareció La soirée avec Monsieur
Teste en 1896, en la revista «Le Centaure», era un producto, absolutamente exento de ironía, de la
cocina experimental a lo Poe. De hecho, el retrato imaginario de Monsieur Teste se apoya en un esbozo
que lleva el significativo título Mémoires de Auguste Dupin. Teste proviene de Poe-Dupin, y proviene de
Mallarmé, el pálido santo de la nueva poética, en cuyos incorpóreos versos ve Valéry principalmente los
resultados de una inmensa álgebra lírica. Más tarde (1912) tiene que reconocer, en algunas cartas muy
reveladoras a Albert Thibaudet, que Monsieur Teste, ese «proyecto informe», casaba mal con Mallarmé.
Y más tarde todavía (1938), y más convincentemente, lo relaciona con Dégas o, mejor dicho, con su
concepción de Dégas, puesto que al verdadero Dégas todavía no lo conocía y era además «menos
simple». En todo caso «el falso retrato de nadie», como lo llama ahora, es tan sugestivo, que los lectores
lo toman sin vacilación como autorretrato del escritor. Porque ¿quién había de ser este monstruo de
conciencia y de inteligencia, este espartano del pensamiento, que «tacha lo vivo», traga sus comidas
como un laxante, se entrega totalmente «a la terrible disciplina del espíritu» y se «convierte en su propio
sistema»; que nunca dice nada impreciso y que es tan riguroso, tan nuevo, tan veraz, «tan limpio de todo
engaño y de todo milagro»;... quién había de ser sino el mismo autor de veinticuatro años, que se crea en
la figura de un hombre de cuarenta años, de patrón burgués y francés, su ídolo intelectual? O, dicho más
a lo Valéry: no crea, sino hace, confecciona, manufactura. Idénticamente había procedido en el escrito
Introduction a la métbode de Léonard De Vinci (1895), en el que sustituye al Leonardo histórico por otro,
cortado según las necesidades de su propio espíritu.
Paul Valéry no abandonará jamás esta posición extrema de fabricación dirigida por el intelecto. Se
aferrará al concepto de fabrication poétique. «No me asusta la palabra fabrication —explica ya septuage-
nario—, porque poesía significa fabricación.» Juega aquí con el significado original griego de la palabra
(poiein = hacer, producir). Pero mientras en su juventud recalca exclusivamente el único y, como re-
conoce más tarde, «violento concepto de la capacidad intelectual», con los años se convence cada vez
más firmemente de que ningún hacer puede sustituir al ser, de que todo hacer está enraizado en el ser.
Esta dimensión está ausente del Teste original, y por eso le llama Valéry, en una carta escrita quince años
después a Albert Thibaudet, «la caricatura de un ser, al que primero habría que dar vida». Y transcurridos
otros quince años escribe esa maravillosa Carta de la señora Emile Teste (1925), comparable a sus
mejores poesías, en la que el cerebro Teste se transforma en el hombre Teste. En este documento de
inteligentísima inocencia y delicadísima ironía, en este escrito saturado de excepcional dulzura
intelectual, al proyecto riguroso en exceso de su juventud viene a añadirse el ser. El mito intelectual
adquiere carne y vida. ¿Quién hubiera podido imaginarse a aquel Monsieur Teste de La soirée avec
Monsieur Teste como un hombre casando? ¿O como un hombre de severidad angélica, pero que también
puede ser «estúpido animal», con «plena libertad para la tontería y la bestialidad»? «¡Ver brillar el dulce
resplandor de un hombro bastante impecable entre dos pensamientos, no es desagradable!... Los
señores son así, también los profundos.»
Es el mismo espíritu que habla en el poema Poésie (del volumen Charmes, 1922), en el que la
madre inteligencia (O ma mere Intelligence!) retira su seno al infante poético, porque la ataca demasiado
violentamente. Por tanto, hay algo más que colabora en la obra de arte poética, precisamente «ese
espacio profundo, oscuro y casi desconocido del ensimismamiento», del que hablará Valéry más tarde,
refiriéndose a Rilke. A los dieciocho años, Valéry había escrito orgullosamente a Pierre Louis que nunca
más volvería a hacer depender su ideal artístico de las veleidades de la inspiración. Cuando el Valéry
maduro se burla de la inspiración, no quiere decir que pueda pasar sin ella, sino que no debe
abandonarse a ella. Inspiración y trabajo es ahora fórmula para la poesía.
En el prólogo a una edición inglesa de La soirée avec Monsieur Teste se despide Valéry de aquel ser,
abstracto en exceso (al concebirlo, estaba afectado de aquella enfermedad de juventud, la aguda
infección de la precisión); y en el libro de a bordo del nuevo y completo Edmond Teste, adjunto a la
edición de 1926, se nos presenta como un hombre al que Mme. Emilie había antes llamado «mystique
sans Dieu», un místico sin Dios. Sigue idolatrando el pensamiento, pero con la intención, tan limitadora
como perfeccionante, de emplearlo también contra sí mismo, es decir, contra su propio pensamiento. Así
penetra Valéry, al que podemos equiparar en este escalón con Monsieur Teste, en un recinto iluminado
por la eterna llama de pensamientos que se consumen mutuamente. Un pensamiento definitivo sería la
muerte del espíritu. No el pensamiento, sino el pensar es la verdad real. En el proceso intelectual, y no en
su resultado, se confirma la vida y la existencia del espíritu. La forma de publicación del Monsieur Teste
de 1926, con la lógica yuxtaposición de las distintas fases de su evolución (el Teste original, el prólogo
autocrítico, la carta de la señora Teste, una carta de un amigo y los extractos del diario del señor Teste),
evidencia esta idea palpablemente. Valéry nos da a entender que tampoco en Teste encontramos un
resultado final, sino un proceso de pensamiento. Es «work in progress», para hablar con Joyce, que
quería dar este título, exento de conclusión, a su poema-novela Finnegan's Wake.
La pregunta de si Monsieur Teste es un fragmento o una novela fracasada se demuestra ahora
superflua. Donde no se hace la biografía de un pensador ni se recoge una cosecha intelectual, sino que se
representa el mismo proceso del pensar, lógicamente no caben ya formas cerradas. El carácter
fragmentario del Teste es la perfecta expresión de sus intenciones espirituales. Como en el caso de Der
Ptolemaer de Benn, es la novela de un autor, que dice de sí: «No he sido creado ni para las novelas ni
para los dramas. Sus grandes escenas, tempestades de cólera, pasiones, momentos trágicos, lejos de
elevarme, me llegan como brillo desgastado de purpurina, estados primitivos donde se airean todas las
tonterías, donde se simplifica el ser hasta la cretinez, y donde se ahoga, en vez de nadar como lo pide el
agua» (Del diario de a bordo de Monsieur Teste). Valéry ha creado con su Monsieur Teste una especie
propia de prosa moderna. Este tomito pertenece, con algunos trabajos de Benn, Ernst Jüngers y Camus, a
las obras en prosa que mejor responden a la sensibilidad moderna: una prosa en su más plena
responsabilidad, sin el corsé de la fábula, sin las muletas de la narración, sin pretextos sentimentales. Las
composiciones engañan, los sistemas mienten, las pinturas colosales se pavonean; la prosa absoluta
trabaja con limpieza empleando el escalpelo y el troquel, la fórmula reside en el mayor grado posible de
aproximación, y el artista fragmentario no es sólo el más sincero, sino también el más completo. Porque
el fragmento se completa continuamente en lo infinito.
También las poesías de Valéry son en realidad «interminables». Su finalidad es puntual. Como
totalidad, son progresiones de distintas perfecciones, completas en sí mismas, hileras de pensamientos
transpuestos a lo sensorial, cuyo final depende del albedrío del autor. La fase fija de un proceso interior
infinito es circunstancial, como para Valéry es fortuito todo lo fijo: el miembro, hecho visible por un
humor del alma, de una cadena ilimitada de fórmulas. La poesía no es más que una figura elegida entre
una inmensidad de figuras. Se comprende ahora por qué este autor demostraba una gran indiferencia
ante el acto de escribir, por no decir aversión. Este «místico sin Dios» se construyó su propia infinitud. Los
conceptos pur y puré té (¡nótese su sonido anhelante, su calidad lírica!) se le convierten en vocablos
básicos. A su anhelo por la limpieza le parece mancha cualquier realización, un enturbiamiento de
aquellos procesos que requieren para su perfección la «pureté du non-étre», la pureza del no ser. Sólo en
los procesos —exentos de objeto y de expresión— del pensamiento puede liberarse el yo, el Moi Pur, de
la totalidad; sólo ellos son acciones de la conciencia pura. Sólo las «obras maestras interiores» son obras
maestras. Porque nada es tan bello «como lo que no existe». La poesía de Valéry se realiza en lo inefable
de las horas del alba, cuando, envuelto en el silencio del mundo todavía dormido, prepara sus
pensamientos. La poesía del pensamiento puro, de los exercises spirituels, es para él necesidad interior,
pero su fijación en cambio le es impuesta por ocasiones externas (encargos, peticiones de los amigos). Su
obra, en cuanto cuajada en escritura, consiste de hecho en trabajos ocasionales, como no dejaba de
subrayar el mismo Valéry.
De este modo, el largo silencio del poeta durante casi veinte años (de 1900 a 1917), silencio que ha
dado lugar a tantas interpretaciones, deja de ser un misterio. Era la consecuencia natural de un espíritu
que, entregado a la «maravillosa omnipotencia de la nada», rehúye el paso de lo posible a lo finito, por
considerarlo traición a sí mismo. Para explicar el silencio de Valéry no hay que pretender que se rindiera
ante la perfección de Rimbaud y de Mallarmé, ni que la muerte de Mallarmé, el único hombre a quien se
subordinaba con respeto, lo estremeciese hasta enmudecerlo. La creatividad sin consecuencias, una lírica
de labios sellados, eran naturales para Valéry. El hecho de romper, a pesar de todo, su silencio era más
asombroso que el haberlo guardado durante tanto tiempo. Su emergencia de la quietud del pensamiento
fue un tributo a la necesidad humana de experimentar lo absoluto en lo terrestre. Y quizá también una
especie de obligación moral. Porque, escribe en 1941 a Jean Herbert, «toda producción puramente
interior, por muy rica o profunda que sea, tiene valor sólo para aquel que es su fuente y su motor: el
valor universal lo adquiere únicamente por fuerza de la forma.» La voluntad moral y dominio sobre sí
mismo que le debió de costar el hacer justicia a esta opinión y emprender el martirio de la manufactura,
lo ha formulado T. S. Eliot en su Leçón de Valéry: el trabajo tenaz, inflexible, por qué no, heroico, de su
poesía fue un triunfo del carácter.
La profunda desconfianza del espíritu ante los engaños que se prepara a sí mismo hace
imprescindible que acredite su capacidad de triunfar sobre lo fortuito también en la esfera de lo visible y
demostrable. En la danza, que visualiza la preciosa falta de utilidad de los movimientos intelectuales: aquí
ha hallado el conocimiento su acción, hace decir Valéry a su Sócrates en el diálogo L'áme et la danse
(1923). En el arte del arquitecto, que transforma bosques y canteras en edificios, en «magníficos
equilibrios», según se dice en el diálogo Eupalinos (también 1923), y que de este modo —muy al estilo del
ensayo Heureka de Poe— reúne en una segunda creación los trozos separados y dispersos del mundo. En
las figuras geométricas, que ejercían sobre Valéry, espíritu mediterráneo, criado entre Génova y el
Languedoc, una atracción inagotable. Y finalmente, en la música y en el verso.
El poeta que quiera escapar al engaño de las continuas metamorfosis del pensamiento ha de
someterse a las reglas más estrictas. Serán para él apoyo y desafío. Se les enfrenta y le sostienen. Las
veintiuna piezas de Charmes están desarrolladas en casi otras tantas formas dificilísimas. La relación de
Valéry con la forma es inconfundible: el escéptico total se somete voluntariamente a su disciplina. ¿Pero
cuál es su relación con el objeto? La lírica de su maestro Mallarmé era una especie de química idiomática:
los objetos no resuenan más que desde lejos; del misterioso orden de las palabras surge un nuevo mundo
de significados. La palabra como sirviente de los objetos, a los que da nombre, se eclipsa detrás de lo que
es en sí misma: fondo resonante, murmullo del ser, magia. Valéry, traicionando aquí a su maestro, pero
también sobre pasándole, devuelve a ambos componentes de la palabra su proporción más equilibrada:
restaura el equilibrio entre la palabra como denominación y la palabra como esencia propia. Es decir:
Valéry significa lo que dice. Cuando Mallarmé habla de un abanico, de un jarrón o de un salón vacío, no
es imprescindible que esté hablando precisamente de un abanico, de un jarrón o de un salón vacío, sino
de algo que ha de ser comprendido en el contexto de la composición: una mancha de color, un ladrillo,
una nota. Mallarmé construye partituras con palabras, las cuales también y accesoriamente designan
objetos que apuntan en la dirección del ámbito de asociaciones deseado. Este ámbito (por ejemplo, en la
poesía Brisa marina) puede componerse de carne pesarosa, libros leídos, pájaros embriagados, viejos
jardines, el solitario círculo de luz de una lámpara, hojas secas, la arboladura de un barco, el último
ondear de los pañuelos y el canto de los marineros. Pero estos elementos absolutamente reales no están
ordenados de manera que participen al lector la impresión de un desarrollo coherente o real.
Como ejemplo de lo que antecede puede servirnos la poesía de Mallarmé Sainte. Hallamos aquí
también una red de analogías, anudada de detalles objetivos. La coherencia de estos detalles es, sin
embargo, puramente constructiva.
SAINTE
A la fenétre recelant
Le santal vieux qui se dédore
De sa viole étincelant
Jadis avec flúte ou mandore,
Est la Sainte pále, étalant
Le livre vieux qui se déplie
Du Magníficat ruisselant
Jadis selon vépre et complie:
A ce vitrage d'ostensoir
Que fróle une harpe par l'Ange
Formée avec son vol du soir
Pour la délicate phalange
Du doigt que, sans le vieux santal
Ni le vieux livre, elle balance
Surle plumage instrumental,
Musicienne du silence.
El mismo Mallarmé es un tal «musicien du silence». Sus versos son silencios instrumentados, quietud
sonora. Son anti-enfáticos y anti-objetivos. «Quedamente, imperceptiblemente, pero inconfundible vibra
su poesía en un espacio casi vacío. Cada poesía tiene varios planos superpuestos de significaciones, y el
último desemboca en posibilidades casi incomprensibles de matices» (Hugo Friedrich). Por el contrario,
Valéry, a pesar de toda su libertad constructiva, siente también una obligación ante el objeto. Es —y en
ello radica la maravilla de su lírica— el hombre del equilibrio perfecto entre intelecto y sensualidad. Su
símbolo es el plátano, que, condenado estremecidamente a lo terreno, reúne en su copa los cielos
mismos. O la palmera, que descansa en el equilibrio de su plenitud, debiendo a su carga la forma:
Pour autant qu'elle se plie
A l'abondance des biens,
Sa figure est accomplie,
Ses fruits lourds sont ses liens.
Admire comme elle vibre,
Et comme une lente fibre
Qui divise le moment,
Départage sans mystére
L'attirance de la terre
Et le poids du firmament!
O las «douces colonnes», las dulces columnas que, erguidas como lirios, sostienen el cielo,
entonando un cántico para la vista:
Nous chantons a la fois
que nous portons les cieux!
O seule et sage voix
qui chantes pour les yeux!
Vois quels hymnes candides!
Quelle sonorité
Nos éléments limpides
tirent de la clarté!
Cantamos a la vez
que sostenemos el cielo.
¡Oh sola y sabia voz
que cantas para los ojos!
¡Mira qué Cándidos himnos!
¡Qué sonoridad
arrancan a la luz
nuestros límpidos elementos!
Naturalmente, las piezas naturalistas de Valéry, si podemos llamarlas así (Al plátano, Palmera, El
cementerio marino, La serpiente, La abeja, Las granadas), son en tan pequeña medida «lírica de la
naturaleza» como Fleurs de Mallarmé, o Tristesse d'été. Es decir: no son en primera línea revelación de
secretos del mundo fenomenológico, sino que el mundo fenomenología) proporciona las oportunidades,
aprovechadas con devoción, en las que se despliega el cántico del espíritu. La majestuosa desnudez del
plátano, la insidiosidad soñadora de la serpiente, la infinitud del mar:
La mer, la mer, toujours recommencée
la tranquilidad de la palmera meciéndose en su abundancia:
Calme, calme, reste calme!
Connais le poids d'une palme
Portant sa profusion!
Todo esto ha penetrado, sonora y rítmicamente, en estos versos, pero no los constituye. Lo que dijo
Valéry acerca de La jeune parque, esa gran poesía aún influida por la magia de Mallarmé, que le sirvió en
1917 para romper su silencio y que le hizo famoso de la noche a la mañana, a saber: que su temática es la
«fisiología del pensamiento», es válido en principio para toda su lírica. Era el deseo de Valéry, como
anota en 1933 en el Cuaderno de notas de un poeta, hacer poesías en las que la transmutación de un
pensamiento en otro parezca más importante que el mismo pensamiento, poesías en las que «el juego
de las figuras contenga la realidad del sujeto». Esto es la definición de la «poésie puré». Y en Rhumbs
(1943) anota: «La potencia de los versos depende de esa indefinible armonía entre lo que expresan y lo
que son.» Y esa armonía ha de ser necesariamente indefinible. Porque si no lo fuera, sería una «armonía
imitativa», es decir, perniciosa. «La imposibilidad de definir esa armonía y la imposibilidad de negarla
hacen la esencia del verso.» En la poesía —y en esto conserva Valéry fielmente la herencia de
Mallarmé— rige la lógica de la palabra y de las formas métricas; y en tal manera que a menudo imponen
al poeta no sólo las palabras, sino hasta las ideas. En el diálogo Eúpalinos, el arquitecto divino, se habla
de obras maestras que «parecen cantar por sí mismas». Esta frase acierta a expresar como ninguna otra
la lírica de Paul Valéry. Evidentemente en ello reside también su dificultad. Como sus versos no se agotan
en los temas de que tratan ni se atienen a «ideas» que pudieran ser también comprendidas de otro
modo, es decir, a través del idioma de los conceptos, parecen, en el sentido habitual, «oscuros». El
mismo Valéry no negó nunca la obscurité de sus poemas, incluso no se oponía a que tuvieran para cada
uno significados distintos. «Reconocemos una obra de arte —dice en un artículo sobre Baudelaire— en
que ninguna idea que despierte en nosotros, ninguna conducta que nos presente, pueden agotarla.» La
poesía, en su forma más pura, no puede explicarse sino mediante sus propios ritmos y sonidos. Su
claridad es la de un material peculiar, un material que vive de sí mismo. No canta mensajes, se canta a sí
misma: también para la poesía vale la ley de la palmera, que se construye mundos dorados según la
legislación que conoce. En la música de las vocales, en la embriaguez de las aliteraciones, en la plenitud
de las modulaciones, reinan el espíritu hecho sonido, el pensar hecho canción; y el resultado es esa
intimísima felicidad de la que se dice en Le cimetiére marin:
O récompense aprés une pensée
Qu'un long régard sur le calme des dieux!
¡Oh recompensa de un pensamiento,
larga mirada sobre la calma de los dioses!
No en vano se titula este tomo Charmes, es decir, no sólo carmina, canciones o poesías, sino también
encantamientos, fórmulas mágicas, proverbes de beauté.
El camino de Valéry conduce del optimismo intelectual del primitivo Monsieur Teste, a través del
pensamiento expresivo y de la música intelectual de las grandes poesías, hasta la supresión del
pensamiento por el mismo pensamiento en el fragmento póstumo del Fausto (Mon Faust, 1946). Aquí
llega el racionalista místico a sus últimas consecuencias: presenciamos el espectáculo de una total
auto-desmaterialización. El Fausto de Valéry se zafa del servicio de la voluntad, reniega de lo empírico:
Sé demasiado para amar, sé demasiado para odiar,
estoy cansado de ser una criatura.
Pronuncia así el no total. Pero incluso esta negación (¡tan francesa!) es un triunfo del espíritu, del
espíritu que conserva su poder sobre sí mismo. Donde el espíritu la emprende consigo mismo, donde el
sujeto cognoscente se penetra y trasciende, se abre el reino del vacío, de la nada inundada por la luz
divina. Hemos de imaginarnos este concepto de Valéry, hoy tan mal empleado y rodeado de falso sentido
catastrófico, como una magnitud matemática. «En mi pensamiento —escribe en 1943, dos años escasos
antes de su muerte, a un crítico amigo—, o, si lo prefiere, en mi idioma, el "no ser', la 'nada' es una
palabra universal complementaria, así como el cero se opone en la matemática a cualquier sistema
completo de magnitudes, o lo iguala. Todo puede ser: A = 0. Pero esto es la propiedad esencial que
caracteriza el yo. No requiere atributos.» Y en la bella carta a Emile Rideau, que sirve de prólogo a su libro
sobre Valéry, dice: «Me gusta comparar el yo puro con el valioso cero de la notación matemática, que
puede igualarse a cualquier expresión algebraica... Esta forma de ver me es en cierto modo consustancial.
Se impone a mi pensamiento desde hace casi medio siglo y lo impulsa a veces a transformaciones
interesantes, mientras que, otras, lo libera de lazos fortuitos.»
Jacques Riviére ha llamado a Valéry «inteligencia no aplicada». Esta observación es exacta en cuanto
se esté dispuesto a reconocer como un valor en sí mismo el espectáculo del espíritu absoluto que nos
ofrece Valéry. Es falsa si denota pesar por la falta de aplicación «práctica» de tan brillante inteligencia. Se
le reprocharía con ello a Valéry precisamente aquello que constituye su ejemplaridad; es decir, el haber
vivido el proceso espiritual en toda su pureza. La multiplicidad de objetos recogidos por este espíritu no
debe llevar a la suposición de que intentó soluciones en muchas direcciones distintas. Valéry fue
universal en la selección de sus objetivos, pues cada uno de ellos —ya sea la pintura, la física, el derecho
al voto femenino o el Estado Mayor prusiano— puede ser una ocasión de pensar. Valéry tenía conciencia
clarísima —como se desprende de su discurso sobre Goethe (1932)— del abismo que separa «la cultura
de la humanidad y la dirección de sus asuntos». Pero no era obligación suya cerrar este abismo. Valéry no
era un pensador pragmático, era el poeta del pensamiento. Y si hay que hablar de utilidad, como tal fue
mucho más útil. Al elevar su propio pensamiento, ascético en todos sus aspectos, a objeto de la
representación, al presentar el proceso intelectual en su mayor pureza, al hacerlo sensorialmente
perceptible y reproducible, cumplió lo que le fue encomendado. Si un espíritu como el de Valéry podía
«realizarse» no era en lo que el trivial pensamiento pragmático llamaría una acción, sino en una forma,
que a su vez era un proceso: en las cadenas de fórmulas sonoras de la poesía. Valéry no creía, como
Benn, en el valor absoluto de la obra de arte, pero sabía que sólo en la obra de arte podía encontrar el
espíritu su plenitud y su libertad.
GOTTFRIED BENN
Encadenado navegaba en la galera,
escondido en el vientre, sin ver el agua
[apenas,
ni las gaviotas, las estrellas, nada: de sí
[mismo,
forzado a la ceguera, nació el sueño.
Wirklichkeit
Paul Valéry dijo que en cada ciudad de Francia vive un joven que se dejaría despedazar por los versos
de Mallarmé. Son su orgullo, su secreto, su vicio; este callado lector se aísla de todo para vivir exclusiva-
mente en la certidumbre de una obra tan difícil de hallar, de comprender y de defender. En la Alemania
de los años posteriores a 1945 también existió este joven secreto; sólo que no leía a Mallarmé, sino a
Gottfried Benn. Era una de las experiencias más consoladoras que se podía tener en aquellos años:
encontrar a esos jóvenes de la generación de los nuevamente escapados, hambrientos en todos los
sentidos, a la búsqueda de su poeta, es decir, del espíritu que no les arrojase consolaciones baratas ni
ideales marchitos antes de pronunciados, sino que se reconociese en la situación del cero inocente.
A Benn no le hizo falta para ello, desde luego, el descalabro material. Había ya formulado una
generación antes —lo que le hacía tanto más convincente— la situación del yo moderno, y esto tanto en
su lírica como en sus ensayos, en el volumen de poesías Morgue (1912) y en el de prosa Gehirne (1916).
Aparentemente estaba entonces ocupado en la creación de un nuevo estilo, y era uno de los guías del
expresionismo; pero ahora trascendía lo simplemente estético-literario para convertirse en una figura
representativa de la conciencia de una situación histórica. Sus Statische Gedichte (1948), los fragmentos
de prosa Der Ptolemäer (1949) y los diálogos Drei alte Männer (1949) son testimonios documentales de la
situación espiritual en los años centrales del siglo. En ellos se reúnen las contradictorias tendencias de
una época en el caudal diáfano de un gran estilo perfectamente elaborado. Y el estilo se convierte en un
concepto que sobrepasa incluso a Nietzsche: no sólo recoge en sí las tensiones de una gran
individualidad, sino que es la reproducción cartográfica del sentimiento existencial general. Porque a este
autor no lo mueve ni el yo con sus variaciones ni el momento histórico con sus casualidades. El yo se ha
agotado en formulaciones a través de milenios, lo histórico no es más que una fatal cadena de
contradicciones. Lo que interesa a Benn es «la circunferencia descriptible según forma y contenido,
dentro de la cual actúa auténtica y representativamente el sujeto de una determinada generación», es el
«punto de intersección del proceso descendente y del germen, siempre silencioso, pero siempre
presente, o también, formulado con los conceptos de la moderna genética: el fenotipo, es decir, la silueta
actual del genotipo, del tipo de la especie».
El fenotipo, tal como lo destila Benn con la inexorabilidad de un afán de formulación y de
conocimiento, lírica y científicamente animado, es el núcleo en torno al cual se centran la carne y la
envoltura de las circunstancias biológicas e históricas. No es ni lo moral ni lo psicológico; es, empleando
un concepto de cuño más contemporáneo, lo existencial que ha cuajado en forma actual. Benn emplea
también el concepto de «existencial» refiriéndose concretamente al fenotipo: «Existencial, esa nueva
palabra que se emplea desde hace unos años y que es decididamente la expresión más notable de una
transformación interior. Arrastra el centro de gravedad del yo de lo psicológico-casuístico a lo específico,
oscuro, cerrado, al género. Reduce lo periférico del individuo, haciéndole ganar peso, gravedad,
añadiéndole profundidad... existencial; apunta hacia atrás, oculta al individuo en su retaguardia, lo ata,
plantea exigencias que los siglos anteriores y las generaciones descendentes no estaban equipadas para
satisfacer... Existencial: esta palabra actúa en el fenotipo.»
Son frases de Román des Phanotyp (1944), una «novela» creada para demostrar la imposibilidad de
que siga existiendo la novela, o por lo menos lo que hasta entonces había sido considerado como novela.
«¿Cómo —se pregunta Benn— introducir pensamientos en alguien, en una figura, en un personaje,
cuando ha dejado de haber personajes? ¿Inventar personas, nombres, relaciones, precisamente cuando
han dejado de ser relevantes?» Esta es justamente la situación de Drei alte Manner, de los que se dice:
«Cada uno podría decirlo todo. Las individualidades ya no se diferencian por sus sentencias; la
colectividad siente, los labios hablan.» Para responder a este descubrimiento, Benn desarrolla su forma
de «prosa absoluta», una «prosa fuera del espacio y del tiempo, construida dentro de lo imaginario,
colocada en lo momentáneo y superficial; su contrapunto es psicología y evolución.» Esta prosa es arte
de montaje, sumamente técnica y compleja, una obra reticular de palabras, imágenes y observaciones,
un sistema de coordenadas verbales. Se agrupan motivos, entramados con ocurrencias, se fijan puntos
de giro, se entretejen sueños, se desarrollan e interrumpen secuencias de pensamientos. El conjunto está
concebido de tal forma que apunta a ese indefinible centro de lo eterno en lo contemporáneo, de donde
resulta el segmento contemporáneo de lo eterno, el fenotipo. También aquí procede Benn, como expone
en el fragmento titular de Statische Gedichte, programáticamente, «según la ley de las lianas»:
Perspectivismo
es otra palabra para su estática:
Iniciar líneas,
continuarlas
según la ley de las lianas
—las lianas chispean—,
lanzar también enjambres, cuervos,
en el rojo invernal de amaneceres,
luego dejar caer,
ya sabes para quién.
En otro lugar, en Doppelleben (1950), habla el poeta, refiriéndose esta vez concretamente a la
prosa, de su «estilo naranja»: «La novela (se refiere a su Román des Phánotyp)—fijémonos en la
expresión que sigue— está construida en forma de naranja. Una naranja comprende numerosos sectores,
las distintas partes de la fruta, los gajos, todos iguales, yuxtapuestos, del mismo valor; un gajo puede que
tenga algunas pepitas más, otro menos, pero no tienden hacia afuera, hacia el espacio, sino hacia el
centro, hacia la raíz blanca y tenaz que retiramos al abrir la fruta. Esta raíz es el fenotipo, lo existencial,
no hay nada como la raíz, sólo ella, no hay otra cohesión de las partes.»
Así vuelve a hacerse interesante el yo, aunque no sea más que como condición. Porque está claro
que el nivel existencial sólo es asequible mediante el encuentro con el yo. Este hecho imprime en la obra
de Benn su paradoja creadora. La trascendencia de sí mismo sólo puede alcanzarse a través del
encuentro consigo mismo. Sólo partiendo del yo podemos tantear nuestro camino hacia atrás; es el único
puente que nos conduce al sueño, a los mitos, a la enajenación y a las figuras primarias. «En nuestro
cerebro yace reunido el protomundo con sus fuerzas escondidas, y por sus costuras, soldaduras y grietas
emerge eventualmente: en la embriaguez, en el sueño, en los estados de trance, en ciertas
enfermedades mentales; en todo caso está ahí, todos esos tiempos y esas circunstancias están ahí,
cuando lo exterior y lo interior todavía eran indivisos, cuando Dios y no-dios aún estaban unidos, y no
había resonado la tensión insoportable entre el yo y el mundo...» Hay que provocar al yo, para que ex-
prese algo más que a sí mismo; hay que sublimar la individualidad, para que se extinga, para que «cada
uno» pueda decirlo todo. Así se explica que toda la producción de este poeta, que rechaza el yo, esté ar-
monizada en un tono altamente personal, incluso melodramático, de yo exacerbado.
Es una de las muchas contradicciones que Benn no sólo tolera en sí mismo, sino que incluso cultiva.
El que encabece su autobiografía con el título de Doppelleben (Doble vida) es más que una mera alusión a
su existencia dividida como médico y como autor. Benn, el dermatólogo poeta, está sujeto a la doble ley
de las ciencias naturales y de la mítica. Su espíritu barre la era para poblarla de sueños. Intelectualismo y
sentimiento, precisión científica en la formación de conceptos y riqueza mágica de las imágenes,
embriaguez y disciplina, agresividad y melancolía se aúnan en él en una sola potencia. La aparente con-
tradicción posee método creador, se hace herramienta válida para la ambivalente percepción vital. A la
ambivalencia, es decir: «fusión de cada cosa con sus opuestos», dedica en su Román des Phanotyp un
capítulo propio. La «incompatibilidad de nuestros elementos íntimos», la «olímpica discordia del todo»
son enunciadas como fórmulas nuevas en Drei alte Manner. La «permanencia ante lo incompatible» y la
voluntad de no «sintetizarse» son para Benn artículos de fe. «¿Dónde hay algo que no sea susceptible de
desintegrarse en arco iris y en fuentes y en la embriaguez de la falta de coherencia?» Son expresiones de
un realismo más alto, de una devoción demasiado modesta para interpelar al creador como experto en
administración. La evidente y antigua incompatibilidad entre opinar y actuar, entre pensar y ser, entre el
arte y el artista, deja de ser lamentable por lo que tiene de disgregación, para pasar a ser posibilidad de
incremento de percepción. «La doble vida, en el sentido teóricamente definido y prácticamente
demostrado por mí, es una división consciente, sistemática y tendenciosa de la personalidad.» Aferrarse
a las cosas, conocerlas con exactitud y disgregarlas después, tal es el placer creador. El hombre, que ya no
es una experiencia conclusa, ni certidumbre indubitable, ni dato exacto, ha de ser —según Benn—
compuesto nuevamente a base de giros verbales, refranes, referencias distantes y contradictorias. «Su
representación —se dice en Doppelleben— mantiene el interés mediante trucos formales, repeticiones
de palabras y de motivos. Se le clavan ocurrencias para colgar secuencias de ellas... ya nada se entreteje
material o psicológicamente, todo es añadido, nada se concluye. Todo queda abierto. Antisíntesis.
Perseverancia ante lo incompatible. Requiere gran estilo, porque, si no, da en lo infantil y juguetón.
Requiere un máximo sentido trágico; de lo contrario no será convincente.»
Lo importante de esta confesión tan radical reside en que, evidentemente, el escenario no es
destruido, sino despejado para una nueva representación. Porque para Benn hay una instancia en la que
la desgarrada realidad recobra su integridad: la obra de arte. La «quiebra de la cohesión», es decir, la
destrucción de la realidad, crea —como en la pintura de Picasso— un nuevo espacio artístico, crea
«libertad para la poesía». (En este contexto puede citarse el hecho de que Picasso aparece en uno de los
primeros dramas de Benn, Der Vermessungsdirigent.) La identidad quebrada, el ego pulverizado, las
ruinas del ser bañadas por la fría luz del vacío, el abismo entre el tú y el yo, la discrepancia, antigua como
los mitos, entre el hombre y el mundo, se reúnen, se cierran y se reconcilian en el poema, en la estatua,
en la canción. Y aquí empieza el gran homenaje al verbo. Los axiomas matemáticos y la palabra como arte
son para Benn las únicas trascendencias verbales; lo demás no es más que cháchara y menudencias.
«Palabras, palabras, sustantivos. ¡Con sólo abrir las alas se desprenden milenios de su vuelo!» Y también:
«¡Qué difícil de explicar el poder de la palabra que une y separa! Extraño poder de la hora, en la que
surgen imágenes por el poder de la nada que busca forma. Realidad trascendental de la estrofa, repleta
de ocaso y de retorno: la caducidad de lo individual y el ser cosmológico, en ella se transfigura su
antítesis, soporta los mares y la bóveda de la noche y hace de la creación un estigio sueño: 'Nunca y
siempre'.»
La realidad de la gran estrofa; el quehacer viril de fundar reinos que no preguntan por el día;
echar mano de lo absoluto, de las cuatro o cinco líneas en las que se perpetúan las fluidas caducidades; la
certidumbre de que todo ello es aún posible en nuestro tiempo: esto le debe nuestra generación a
Gottfried Benn. Ha demostrado que también hoy la poesía puede ser cosa universal, que nuestro mundo
estremecido y sacudido en sus cimientos es todavía asequible a la experiencia lírica; más aún, que sólo en
la experiencia lírica se revela en toda su plenitud y en todo su misterio. Pero ¿cómo brota la gran estrofa?
Lo intelectual y lo poético participan por igual en ella: una poesía se recibe y una poesía se hace. Las
visiones se agolpan, los colores se encienden, los vocablos se disparan, la hora se muestra benévola... y
entonces interviene el escepticismo, que crea el estilo. Después de la embriaguez, del henchimiento, de
los brotes de expresión, sobreviene el disponer, el ultimar y el retirarse del poeta. Este es —«pánico a la
vez que medido»— el proceso que lleva a la poesía. Paul Valéry lo formula en un proceso mental análogo:
«La poesía es un arte extremadamente escéptico. Presupone una extraordinaria libertad frente a
nuestras emociones. Los dioses magnánimos nos regalan una línea; pero después somos nosotros
quienes hemos de confeccionar la segunda, digna de su hermana mayor sobrenatural. Apenas si bastan
todas las fuerzas de la experiencia y del espíritu.»
El lírico, subraya Benn, no es un soñador, ha de erguirse en la cúspide del tiempo, ha de conocer
sus colores y los propios, ha de saber y ha de ser. Porque «de todo viene la poesía». En su conferencia en
Mar- burgo sobre Los problemas de la lírica (Probleme der Lyrik, 1951) compara el yo lírico a un ser
marino de los sistemas zoológicos inferiores, que con su cabellera iridiscente sugiere mágicas realidades
—signos, nombres, figuras rítmicas, y siempre: sustantivos—. Todo ello está cargado de una vida que
hasta ese momento se hallaba fuera de la experiencia lírica. El agotado sentimiento y el agotado lenguaje
dé la época se renuevan sin falso pudor. La ciencia, el deporte, la técnica son tanteados líricamente.
Vocabularios profesionales, dialectos de la megalópolis, residuos culturales, demuestran ser poetizables,
suministran nuevos impulsos expresivos. La palabra extranjera se hace líricamente productiva: amplía la
escena, acerca lejanías, señala orígenes y provoca rupturas de diques a través de las cuales fluye la
corriente lírica:
Disolución total, los más monstruosos conglomerados,
neuróticas apocalipsis, focas transhumanas,
jactaciones, hibridisimo final;
yo individual: desarbolado,
psicología: un vómito,
principio de desarrollo: el perro no se aparta del calor,
génesis causal: a quién le importa,
resultado: réponse payée.
Prólogo, 1920
O también:
Oh tú, contempla: ola de alhelíes
con los ojos abiertos de asombro,
saliente, autoinmortal,
ya es tarde.
Con la última de las rosas, pues la fábula
del verano abandonó hace tiempo la campiña,
mo't häissable,
tan menádico análisis.
Das spate Ich (El yo tardío)
Desde la ametralladora verbal hasta la degustación epicúrea de consonantes estimulantes, aún
no diluidas por la costumbre o por la repetición, se extiende el empleo del extranjerismo en Benn. Es
—conceptual, sonora, rítmicamente— uno de los elementos constructivos esenciales de su
perspectivismo lírico. Las perspectivas se prolongan en todas direcciones: Oxford y Atenas, Daimler y los
Hermes, Empédocles y los grandes boxeadores. El intelecto lírico abate las barreras que separan a los
milenios con la misma autoridad con la que desvirtúa el pálido ídolo del llamado lenguaje poético. «Si el
hombre es así —dice con brutal énfasis en Doppelleben—, el primer verso puede ser de una guía de
ferrocarriles, el segundo de un libro de himnos y el tercero un chascarrillo; el resultado será una poesía. Y
si el hombre no es así, ya pueden rimar los esposos a sus esposas, y las madres a sus hijos, y los nietos a
sus tías abuelas en la mecedora o en el anochecer en múltiples estrofas, que bien pronto hasta el más
lego advertirá que eso ya no es lírica.»
Está claro: el yo lírico no tiene sólo una cabellera iridiscente, tiene también un puño y un
«cerebro con colmillos». La fuerza de convicción de estas declaraciones reside en que también ellas son
fragmentos de poesía latente. Incluso como teórico, es Benn, ante todo, poeta. No convence con
pensamientos, sino con formulaciones. Estas son inseparables de aquéllos. Hay que citar a Benn para que
pruebe. Y la prueba reside en la magia de la palabra, en la poesía. Con ella termina la problemática de los
monólogos intelectuales y comienza lo definitivo de la obra. Todo lo terreno se purifica en la estrofa. Lo
pánico, al que «los demás pueden abandonarse humanamente», es dominado y reducido a verso.
Participamos en lo que Benn llama «la liberación antropológica en lo formal». Y por fin se nos evidencia
que hemos abandonado el campo de lo puramente estético y que nos estamos adentrando
profundamente en el reino del «mundo expresivo».
Mundo expresivo no es sólo el mundo del artista, es esencialmente el afán mismo de definición,
de dominio a través de la enunciación, el anhelo de apilar, cortar y pelar; es «desplazamiento del
contenido» y «transferencia de toda sustancia a forma, a fórmula»; es el «mundo situado alrededor».
Mundo expresivo significa: «Magma puro, las ardientes rocas del alma, domeñarlas, hacerlas color,
hacerlas melodía, circunscribirlas en frases, dejarlas moverse en aquella esfera formal que no tiene nada
humano, para la que lo humano es o demasiado tardío o demasiado prematuro, demasiado transitorio o
demasiado definitivo...» Mundo expresivo se opone a lo «sólo sentido, lo sordo, lo romántico, lo
amorfo», a «vida interior» y «buena voluntad», en beneficio de «lo que al tomar figura impone figura a
otras cosas». Mundo expresivo es también, finalmente, aquel «gigantesco y umbrátil desfile de
abreviaciones, diminutivos, cifras, neologismos» que han creado las modernas ciencias naturales.
En todo ello percibe Benn un rasgo básico de su época. Para él ésta se halla bajo la ley de la
forma forzada. Este convencimiento proporciona a su obra la autoridad y el impacto, pero también lo
irritante que en ella hallan algunos. El poeta de la estática, que se sabe fuera del desarrollo, el poeta de
un mundo también petrificado en su expresión, se sale de la normalidad social. Se apodera de la realidad,
pero no se pone al servicio de ella, por lo menos de modo inmediato. Canta, pero no loa. La ética de un
artista de semejante corte (y desde Stefan George nadie en Alemania se había ocupado tan seriamente
del arte) no llegará nunca a ser más que autorrealización. Sólo en ella alcanza Benn la forma que tiene el
deber de alcanzar. «Crear figuras capaces de posteridad», tal es la moral de esta vida de artista. Dos, tres
versos de una poesía en los que todo lo difuso se consolide, todo lo indeterminado se endurezca, toda la
angustiosa incertidumbre se purifique cobrando forma: «Impoluta, eterna, flor y resplandor del mundo»,
he ahí su justificación. La «obra estética portadora de expresión» suspende el tiempo y la historia, y es
para Benn la única realidad indubitable:
Pero tú sirves a figuras
sobre el contrafuerte del puente,
sobre las sordas violencias
pueblos y nieve y mar:
Formar es tu plenitud,
impuesta a la raza,
formar hasta que la envolvente
soporte toda la hondura,
la envolvente entonces enseña,
sin que nadie pueda escapar,
que la forma y el fondo danzan
arrastrando a las águilas.
Am Brückenwehr (Sobre el puente)
El artista: «estadísticamente asocial»; la obra de arte: puro fenómeno, «históricamente ineficaz,
prácticamente inconsecuente». Se comprende que tales conceptos habían de provocar roces con la
sociedad. Incluso en sus años de fama (después de su retorno en 1948) siguió Benn solitario y discutido.
Pero en Benn el concepto de soledad no es un dato biográfico o que mueva a compasión, sino más bien
un instrumento. «Es (la soledad) —contesta Benn en 1952 a una carta abierta de Alexander
Lernet-Holenia, en la que le intimaba a incorporarse a la comunidad— un método mediante el cual se
consigue, mejor que mediante conversaciones, discursos, extroversión y paseos compartidos, realizar
aquello que, una vez terminado, quizá interese a algunos y les guste durante algún tiempo.» O, utilizando
el lenguaje de la poesía:
Quien está solo, conoce también el secreto,
se halla siempre en la corriente de imágenes,
en su concepción, en su génesis,
incluso las sombras llevan su fulgor.
Es sensible a cada esquema
intelectualmente satisfecho y reservado,
capaz de aniquilar
todo lo humano que come y procrea.
Sin emoción presencia cómo la tierra
se transformó, desde que le creó,
ya no hay muerte, ya no hay creación:
inmóvil lo contempla la perfección.
A pesar de todo, es evidente que la obra y la forma de crear de Gottfried Benn no están tan
fuera de lo social como quisiera su propio radicalismo consecuente. Es cierto que dice: «Todas las
categorías éticas desembocan para el poeta en la categoría de la plenitud individual.» Pero precisamente
esta plenitud incluye la posibilidad de que el poeta tenga su papel importante en la sociedad, aun cuando
rehúse hablarla; más aún, es la condición necesaria para ello. Sólo el yo que se realiza plenamente, irradia
con suficiente fuerza como para alcanzar el tú. «Expresa tu yo. Así transmitirás tu vida al tú y entregarás
tu soledad a la comunidad y a la lejanía.» Benn se defiende de las pretensiones de los «racionalistas
paticortos» que le quieren enrolar en el servicio del progreso y de la ilustración. El narrador puede
demostrar su utilidad social reflejando críticamente la sociedad; el lírico sólo puede «cautivar las cosas
místicamente, en la poesía, mediante la palabra». Sabe que no existe «una creación sin horror, una jungla
sin dentelladas, noches sin fantasmas a lomos de las víctimas». Pero sabe también que él, el poeta, posee
«la sustancia para conjurar el horror e indultar a las víctimas». Aquí, en el más elevado de los planos,
desemboca la obra de Benn en lo social: «El poeta, al que es congénita la ambigüedad del ser, irrumpe
con estremecimientos aquerónticos en los abismos de lo individual, y, ordenándolo y clarificándolo
creadoramente, lo eleva sobre el brutal realismo de la naturaleza, sobre las ansias ciegas e indómitas del
instinto causal, sobre la común torpeza de los grados inferiores del conocimiento; crea así una
disposición en la que reina la regularidad. Esta es para mí la postura y la obligación del poeta frente al
mundo.»
Esta cita está tomada de una conversación de 1925, en la que Benn, con gran determinación,
enfrenta al conocimiento histórico del mundo el conocimiento poético. La historia es para Benn una
secuencia poco imaginativa de variaciones sobre un mismo tema: opresión, explotación, hambre y sed de
poder. «Quien tiene dinero, sana; quien tiene poder, no perjura; quien tiene fuerza, crea el derecho. ¡He
aquí la historia! Ecce historia!» El poeta Benn acepta la historia como «fenómeno elemental, brusco,
inevitable», igual que al principio hizo en la práctica —y, desde su punto de vista, con toda
consecuencia— con el nacionalsocialismo. Porque, sobre otro plano, el artista enfrenta a la historia su
propia experiencia y síntesis, la que no persigue una ordenación histórica ni efectos culturales utilitarios;
no el cambio, sino la duración; no el querer, sino el ser: el reino de las estatuas y de los poemas. «Vean
ustedes la hilera de obras de arte —dice Benn en aquel diálogo radiofónico de 1925— que la historia les
ha entregado. Nefertitis y los templos dóricos, Ana Karenina o el canto de Nausica en La Odisea; nada
apunta a un más allá, nada requiere explicación, nada busca repercutir fuera de sí mismo; es una
procesión de figuras ensimismadas, de imágenes taciturnas y abstraídas; si ustedes lo quieren llamar
nihilismo, se trata del especial nihilismo del arte.»
Aquí echa mano el mismo Benn —no sin un cierto tono sarcástico— del arma que desde
siempre, desde los días de Kleine Aster y de Negerbraut, había sido esgrimida en contra suya: la acusación
de nihilismo. Este reproche no puede sorprender. Es la reacción ante un desafío, el castigo de los
despavoridos. La culpabilidad de Benn consistía en haber dicho lo que todos veían y sentían, pero no
querían comprender: que el mundo ya no es hospitalario, que los viejos puntos de apoyo carecen de
fuerza amalgamante, que el hombre se ve reducido a sí mismo, en un momento en que el conocimiento
se ha vuelto contra el propio yo y lo ha puesto en tela de juicio: «El yo es un fantasma. No hay ni una sola
palabra que garantice su existencia, ni una prueba ni un límite» (Der Vermessungs- dirigent, 1916). Benn
tuvo la valentía de llamar a un vacío por su nombre, en vez de cubrirlo sedantemente con un ademán
humanístico. Esto no es nihilismo, sino la primera condición para escapar de él. «Un hombre moderno no
piensa nihilísticamente —hace decir a uno de los 'tres ancianos'—, sino que ordena sus pensamientos y
se crea una base para su existencia»; y en Doppelleben: «Porque importa qué se hace con el nihilismo.»
Benn acepta el desafío de la nada, percibe—y esta palabra reaparece siempre– el «poder, ávido de
forma, de la nada». La nada es la hora del artista, que se siente llamado a llenar el vacío con sus imáge-
nes, para crear la verdad que todavía no existe. Una verdad que no pretende nada, sino que se
demuestra por su existencia: «El estilo es superior a la verdad en cuanto que lleva en sí la prueba de la
existencia.» Arte contra nihilismo es la fórmula que el artista, en representación de todo lo creador,
ofrece al mundo. «Lo artístico —dice el credo central de Benn (en la charla Probleme der Lyrik)— es el
intento del arte de experimentarse a sí mismo como contenido, en un momento de disgregación de los
contenidos, y a partir de esta vivencia crear un nuevo estilo; es el intento de contraponer al generalizado
nihilismo de los valores una nueva trascendencia, la trascendencia del placer creador.» La canción se
enfrenta a las fuerzas de la historia, la felicidad del poder creativo al desgarro general:
El tiempo y el espacio son maldiciones
construidas sobre la tierra,
sean rosas marchitas,
o maleza de hierbas,
formación humana,
sucesión trágica,
ven, oh despliegue de felicidad,
sintetizante visión.
Meer- und Wandersagen
Con ello penetramos en una zona en la que se reconoce la forma como «principio, premisa y
esencia íntima de la creación»; entramos en la «esfera de la figuración», donde se pretende y se consigue
«convertir superficie en profundidad, abrir las palabras, por relaciones y por utilización ordenada, a un
mundo espiritual, encadenar sonidos hasta que se mantengan y canten cosas indestructibles». Un
hombre que habla así, un hombre que ha escrito (en su discurso sobre Stefan George): «El hombre
occidental de nuestro tiempo vence a lo diabólico con la forma; su satanismo es la forma, su magia lo
técnico-constructivo, su regla inmutable del mundo dice: la creación es un ansia de forma, el hombre es
el clamor por la expresión», ese hombre ha dejado el nihilismo muy atrás. «En cuanto un poeta hace una
poesía de contenido nihilista —dirá Benn a los sesenta y ocho años—, deja de ser un nihilista. Porque una
poesía es una realidad positiva.»
Benn se defiende así no sólo de la acusación de nihilismo, sino también de la de esteticismo,
igualmente grave para mentes alemanas. De hecho este concepto ha adquirido en él un acento
totalmente nuevo, un brillo lozano y guerrero. Cuando el arte (según la formulación de Nietzsche,
aceptada por Benn) es comprendido y realizado como la «última actividad metafísica dentro del nihilismo
europeo», las palabras «estética» y «esteticismo» pierden el pernicioso saborcillo de coquetería
sensualista que les han comunicado nuestros usos idiomáticos. Cuando la forma es «fe y obras», cuando
se emprende el intento de vencer lo pasajero de nuestra existencia mediante la creación y la
comprensión de formas intemporales, la estética se convierte en un concepto sacramental. «Piedra,
verso y sonido de flauta» se convierten en el servicio divino del artista, en la oración del hombre citerior.
El idioma ya no es una reproducción de la llamada realidad, sino una «hipertensión metafórica del ser»,
el arte no es ya un adorno y condimento de la vida, sino el «sí sobre los abismos». El arte es transferido
—y Benn mismo llama a este hecho «un intento casi religioso»— de lo estético a lo antropológico, es
proclamado «principio antropológico». Este anhelo de duración, de permanencia en virtud de la forma,
se convierte en Benn en obra de arte. En el verso que pregunta está ya contenida la respuesta; en la bús-
queda de lo imperecedero vibra lo imperecedero mismo, en el ansia de elevación se comunica elevación:
Sólo quien le sirve está obligado,
ello mismo no obliga a ser,
sólo quien se controla, quien se disciplina,
carga con el yugo de la grandeza.
Sólo quien lo lleva está llamado,
sólo quien lo siente está destinado:
he ahí el sueño, he ahí los escalones
y allá la divinidad que lo recibe.
EZRA POUND
Oh lince, guarda de mi mosto la flor,
consérvalo claro, sin enturbiarlo.
Canto LXXIX
Alrededor de la persona del poeta americano Ezra Pound se extiende un embarazado silencio. Es
un punto neurálgico en la conciencia del mundo libre. Su obra y su existencia obligan a decisiones que, en
general, se prefiere evitar. El equilibrio entre las demandas de la comunidad y las del individuo creador,
todo aquello que pertenece a la relación humanamente digna entre el espíritu y la vida, y que en
nuestros momentos más osados pretendemos poseer, se sume, ante el caso Ezra Pound, en una confusa
y perversa penumbra.
Los hechos parecen simples. Un poeta que se cuenta —y sobre esto reina unanimidad— entre
los más grandes impulsores de la literatura moderna, padre de la nueva lírica, talento normativo de tal
importancia que movió a T. S. Eliot, el más eminente de sus discípulos, a decir que posiblemente se llegue
a hablar en poesía de la «era de Ezra Pound», abandona a los veintitrés años el deafening present, el
presente ensordecedor de su patria americana y, después de largas estancias en Londres y París, acaba
residiendo durante más de dos décadas en Italia. Allí el pacifista, el espíritu universal e intelecto
disciplinadísimo, sucumbe a los burdos encantos de Mussolini. Las razones de tan extraña alianza podrían
quizá buscarse en el amor de Pound por Italia, pero indudablemente también en el hecho de que intuyó
en el fascismo —y aquí empieza el paralelismo con su labor poética— un renacimiento de las antiguas
verdades, a las que había dedicado todo su esfuerzo de artista. También han de tenerse en cuenta la
posición decidida que adopta en cuestiones económicas, su odio hacia la economía del rédito y su pre-
ferencia por la teoría del dinero libre de Silvio Gesell. Ciertas prácticas de Mussolini para eludir el
«apestoso patrón oro» (Canto LXXIV) encontraron en Pound una comprensión por demás dispuesta. «El
dinero significa: trabajo prestado, dentro de un sistema, medido y necesario», se dice más tarde en los
Pisan Cantos. No obstante quiere hacerse repatriar más tarde, en 1941, a raíz de la entrada en guerra de
los Estados Unidos. Pero Washington le rehusa los papeles. Se queda en Italia y desfoga su amargura en
el capitalismo y política de dominio de los americanos, en una serie de alocuciones radiofónicas a las que
sus acusadores denominan «el summum de verborrea fascista y antisemita». El mismo Pound, más
convencido americano en su exilio que Henry James o T. S. Eliot, insiste en haber obrado como patriota:
«Sólo he tratado de ayudar a mi patria.» Al igual que Joyce creía representar en el destierro a la
verdadera Irlanda, Pound se imaginaba encarnar a la verdadera América; es decir, no la América del
capitalismo y de la democracia parlan- china, a la que odia y que le lanzó en los brazos de Mussolini, sino
—y aquí se mezclan fatalmente las esferas poética y empírica— la América de Walt Whitman. «Cuando se
está fuera del país —escribe en un ensayo—, cuando se podría sentir la tentación de olvidar el derecho
de nacimiento y de perder la fe..., se puede recuperar la confianza con Walt Whitman. Es la garantía de la
nación.» Pero esta confianza no le impide, en plena guerra y en territorio enemigo, por las razones que
sean, hablar contra su país.
Lo que luego ocurre es trágico y grotesco: la virtud, esa bestia secreta que sólo espera poder, al
amparo del derecho, mostrar los dientes, ejercita una venganza indigna. Cuando Pound se entrega a las
tropas americanas que desembarcan en Génova, es internado, acusado de alta traición, en un campo de
prisioneros, y se le exhibe como un gorila en una jaula. El mundo perdona difícilmente una oportunidad
de maltratar a sus genios. En este caso lo hace tan a conciencia, que el derrumbamiento físico no se hace
esperar. Por fin arriba Pound a las costas que en vano había tratado de alcanzar unos años antes, los
Estados Unidos. Un tribunal debería juzgarle de los cargos de alta traición. Pero esta última consecuencia
asusta. En tales momentos un juicio de esa índole habría terminado casi con certeza en una condena a
muerte. Se busca una salida, y la tragicomedia desemboca en un final que avergonzaría a cualquier autor
de novelas baratas: el hombre que encarcelado en Pisa acaba de escribir algunos de sus versos más bellos
(los Pisan Cantos) y que escribirá aún más (los Rock-Drill Cantos, 1956, aparte de famosísimas
traducciones de Sófocles y de su venerado Confucio), es declarado enfermo mental. Provisto de la
etiqueta de «senil» se le interna en una casa de salud. La eterna batalla entre el genio y la razón de
Estado termina esta vez —variante sumamente humana— en un manicomio. Hemingway, amigo de
Pound en sus días de París, escribe al respecto: «Existe en los Estados Unidos una forma de pensar que, a
poco que se la anime, podría fácilmente llegar a creer que hay que castigar la simple transgresión de las
convicciones estereotipadas, transgresión que consiste en el mero hecho de ser poeta. Según ella, Dante
habría debido pasar toda su vida en el hospital de Santa Isabel.» Y allí, en el St. Elizabeth Hospital de
Washington, se encuentra Pound durante más de diez años, con toda su voluntad y capacidad de trabajo
intactas, con su agresividad entera, un vivo entre sombras, un inconquistable que no renuncia a su error,
y sin rehuir el pago del precio más extremo, demuestra al mundo desde su celda el significado de la
palabra libertad.
Por fin, en la primavera del año de 1958, es liberado —triste solución de componenda— como
«enajenado no peligroso para la comunidad».
Pero incluso en esta edad del conformismo existen espíritus que creen que el manicomio, por muy cul-
pable que hubiera sido Pound, no es una solución a un dilema político. Bajo la presidencia de T. S. Eliot se
reúne en 1949 un jurado que ha de decidir la otorgación del Bollingen Prize for Poetry, un premio recién
creado por la «American Library of Congress» como máximo galardón nacional. Los doce jurados, entre
los que se encontraban críticos y poetas tan renombrados como W. H. Auden, Conrad Aiken, Karl Shapiro,
Alien Tate, Robert Penn Warren y Katherine Anne Porter, se lo adjudican a Ezra Pound por sus Pisan
Cantos. La tormenta es enorme: se acusa al jurado de discriminación y no se vuelve a conceder el premio
desde entonces. Pero también se levantan otras voces que declaran públicamente esta decisión como un
hecho glorioso en los anales de la libertad del espíritu.
Todo esto parece desarrollarse en una zona más cercana a la política que a la poesía. Pero lo uno
es apenas separable de lo otro. Los errores del ciudadano Pound están en relación indudable con los del
poeta. La fascinación por el poder, a la que sucumbió este autor, está prefigurada en sus versos. Lo que
en ellos fue una hazaña, había de llevar en el terreno de la política a complicaciones trágicas. En ambos
casos se trata de un intento de restaurar la verdad con medios extremos. La lírica anglosajona de fines de
siglo se había atascado tan desesperadamente en el callejón sin salida del epigonismo, que sólo un gran
violento del fuste de Ezra Pound pudo realizar lo que Eliot denominó «el hallazgo de una expresión
moderna para la poesía.» El mismo servicio había prestado Rimbaud a Europa una generación antes.
Pound resolvió el problema paradójicamente: destruyó la poesía con el mayor respeto a sus tesoros. Por
un lado, consiguió desarrollar un nuevo lenguaje simbólico, adecuado a los nuevos sentimientos, a la
nueva sensibilidad, a las nuevas circunstancias; un nuevo arte cifrado de máxima conciencia, en eL que
las imágenes se alinean con dureza, con frío arrebato, hilvanadas sólo por la invisible hebra de las
asociaciones; una taquigrafía poética que comprime el verso convirtiéndolo en ideograma y que, incluso
cuando vibra como un himno, opera con unidades pequeñas compuestas matemática y musicalmente.
Por otro, trabaja Pound con elementos prefabricados, se expansiona en mundos preformados, se baña en
antiquísimas corrientes semánticas, excava en minas abandonadas para conseguir —a la vez revo-
lucionario y clásico— aunar el ayer con el hoy, obligándolos autoritariamente a integrarse en una unidad.
El escenario de este encuentro es principalmente la imagen. En la imagen —la escuela llamada del «ima-
ginismo» arranca de Pound— experimenta el mundo sus momentos inmortales. Pero por imagen no se
entiende ni retrato —el molde de escayola, según dice Pound—, ni comparación, ni visualización de un
pensamiento, ni baratas ilustraciones de sentimientos generales, sino el núcleo intocable de la
experiencia poética, su centro verbal. En la imagen —más tarde hablará Pound de un vortex, torbellino,
remolino idiomático— la palabra equivale a la cosa; la imagen crea una identidad. Entendida así la
riqueza de imágenes no constituye una tapicería poética o un barroquismo lírico, sino, por el contrario,
sobriedad, precisión, objetividad. Eva Hesse, la traductora de Pound al alemán, dice que el poema de dos
líneas En una estación de metro es el resultado de condensar un original de veintiocho líneas:
The apparition of these faces in the crowd;
Petals on a wet, black bough.
La aparición de esas caras entre la multitud;
pétalos sobre una rama, mojada y negra.
El concebir el túnel húmedo de una estación de metro con sus multitudes expectantes como una rama
mojada y negra, y destacar las caras individuales en la multitud como pétalos sobre la rama, no es ya una
metáfora decorativa, sino más bien una fijación esencial que se nos antoja definitiva e imborrable. O el
bello poema April, en el que —especialmente en el último verso— no se describe un humor casual, sino
que se expresa verbalmente lo abrileño, sin más:
April
Nympharum membra disjecta
Three spirits came to me
and drew me apart
to where the olive boughs
lay stripped upon the ground:
palé carnage beneath bright mist.
Tres espíritus vinieron a mí
y me apartaron
Hacia donde las ramas de los olivos
Desnudas yacían en tierra:
Pálida carnicería bajo la bruma clara.
O el relámpago mágico de la destrucción de la identidad en Pagani, el 8 de noviembre:
Suddenly discovering in the eyes of the very beautiful
Normande cocotte
the eyes of the very learned British Museum assistant.
Descubriendo súbitamente en los ojos de la muy
bella
prostituta normanda
los ojos del muy erudito bibliotecario
del Museo Británico.
Se percibe que acuñaciones de esta índole no son indefinidas inspiraciones, sino el resultado de
una atención tensa, rigurosa concentración sobre el objeto, objetividad sin fraseología. Pound exige que
el poeta tenga conciencia de que «las palabras hunden sus raíces en lo material, los pensamientos en las
esencias destiladas de una suma de materialidades». Todo lo nebuloso, lo hinchado, los humos
ideológicos, las ampulosidades retóricas, todo lo falso es eliminado. Sólo queda la imagen, la trinidad de
representación, canto verbal y esa filigrana asociativa de significados, a la que Pound denomina «el baile
del intelecto entre las palabras». Lo que quiere decir con esto aparece claro en la poesía April,
anteriormente citada. Se habla de ramas que, desnudas, yacen por tierra bajo la bruma clara. Esto
representa quizá la típica imagen de abril, cuya rigidez se ve rota por la inesperada palabra «carnicería».
Aparentemente es una palabra ajena al tema, a la que asociamos resonancias de otras esferas de la vida
totalmente distintas. Pero tales resonancias actúan sobre la representación (¡no la descripción!) del
acontecimiento: lo desolado de esta estación del año es incluido en la imagen, ahora ya animada. Las cir-
cunstancias anejas habitualmente a la palabra «carnicería» (pensamos tanto en la carnicería propiamente
dicha como en la matanza en un campo de batalla) son transmitidas asociativamente al objeto del poema
(abril), lo aclaran, le dan una frescura, significado y expresión inalcanzables por simple denominación.
Otros hilvanes asociativos se desprenden del concepto «carnicería» (baño de sangre, matadero) hacia la
desnudez de las ramas yacentes (miembros), y de ahí al Nympharum membra disjecta que precede a la
poesía. Así se consigue también la referencia erótico-mitológica. De este modo se extiende sobre la
totalidad del proceso poético una urdimbre de significados sutilísima: «el baile del intelecto entre las
palabras».
Pound subraya que vale más en la vida haber confeccionado una sola imagen que no haber
escrito gruesos volúmenes. En la imagen trata de alcanzar lo que tanto le encanta en la lírica china, de la
que fue genial recreador: el empleo de un lenguaje cifrado sensorial, el poema como fórmula luminosa.
Como anteriormente Novalis, después Poe (que conocía a Novalis y lo citaba) y más tarde Baudelaire,
Mallarmé y Valéry, Pound relaciona la poesía con las matemáticas. Mientras Novalis dice de las fórmulas
lingüísticas que son, como las matemáticas, «un mundo en sí»: «sólo juegan consigo mismas»; mientras
Mallarmé siente una aversión mística a nombrar el objeto mismo, puesto que el verso afortunado debe
descifrar un estado de alma y, guiado por la sugestión sonora, desgajarlo poco a poco de un objeto
cualquiera, Pound quiere precisar el sentido. Su exigencia de que la poesía sea una especie de
«matemática inspirada» es una exigencia de ecuaciones exactas, «no de triángulos, circunferencias o
figuras abstractas, sino de sentimientos y contenidos de la conciencia humana». Expresamente insiste
—¡tan americano, tan pragmático!— sobre el «contenido en prosa» del verso. De ahí también su enfática
valoración de los prosistas franceses del siglo XIX y su rehuir todo lo ampuloso. Esa estimación va tan
lejos que asegura «que nadie puede hacer buenos versos sin conocer a Flaubert o Stendhal». «La poesía
—escribe en una carta— ha de ser tan simple como la mejor prosa de Maupassant, y tan dura como la de
Stendhal.» La diferencia reside —lo cual, por lo demás, resulta decisivo— en el grado de intensidad. Las
acciones de la prosa son predominantemente horizontales. En la poesía es, sin embargo, posible elevar
cada palabra, cargarla eléctricamente. Y de eso se trata. «La gran literatura —seguramente éste es el
credo de Pound— es lenguaje, cargado lo más posible de significado» (How to read, 1931). Y para
alcanzar esto, el poeta necesita más que mero talento —el Mais d'abord il faut étre un poete se entiende
por sí mismo, ha de ser conocedor y erudito, o, según Pound, professional.
La ruptura de Rimbaud con la tradición fue total: a modo de protesta contra una edad
historicista arrojó el lastre del pasado. Pound valora —de nuevo, ¡qué americano!— la legitimación que
confiere el asumir las grandes tradiciones. Tiene la vitalidad del continente impetuoso, pero a esta
vitalidad le falta el tras- fondo sosegado de una cultura arraigada. Pound trata de crearlo en un inmenso
acto de violencia, entregándose a la idea de la obligatoriedad de una poesía erudita universal, que
abarque todos los campos de la cultura humana, de la sabiduría humana, de la historia humana, y que se
aclimate a todos los idiomas. Ningún hombre moderno, asegura, puede pensar en un solo idioma. Así, en
los amplísimos recitativos de sus Cantos (iniciados en 1916, proliferarían hasta alcanzar la cifra de
noventa y seis, sin que pueda decirse que fueran rematados) recorre la historia de la humanidad,
convertido también él, como Joyce, en un Ulises que recorre los océanos sobre el frágil navio de las
asociaciones, desembarcando ora allá, ora acá, arrancando chispazos líricos tanto de la primitiva rocalla
de los mitos como de la estéril arena de las teorías económicas y estructuras sociales. Un fresco gigan-
tesco, encrespado, inabarcable, rico en momentos geniales y rico en puntos muertos; una fuga del len-
guaje, compuesta en muchas lenguas, entreverada con citas de muchas literaturas, una obra poética
verdaderamente eónica, que alternativamente inflama y asusta al lector.
Ningún autor ha definido con mayor enjundia qué es hacer poesía: para él no es más que «el
arte de la expresión verbal» o también «el arte de vestir significados con palabras». Asimismo, ningún
autor ha buscado esta nítida meta por caminos más complicados. Su enrevesado cerebro, su espíritu
repleto de erudición, su memoria sobrecargada, reaccionan a la menor provocación con efusiones
excesivas. A la perfecta plasticidad y sobrenatural claridad de sus poesías cortas, se contrapone el
fantástico paisaje, las grutas plagadas de estalactitas y estalagmitas de sus Cantos. El sistema de los
Cantos se basa en una idea seductora, que es también una parte de la fatalidad de Pound. Cuando Pound
se explaya en alusiones eruditas, cuando juega con cuadros rememorativos arquetípicos, monta retazos
de cultura, opera con estímulos asociativos; cuando traduce y cita a poetas griegos, latinos, italianos
antiguos, provenzales, españoles y chinos, se convierte en máscara parlante, en megáfono de un tiempo
por encima de los tiempos. Los elementos dispares del presente, las valiosas ruinas del pasado, los
sueños pretemporales y las intuiciones de mundos por venir se entrelazan en una visión total que
equivale a una suspensión del desarrollo histórico. Es, prescindiendo de la tarea poética, una inmensa
osadía espiritual. Nosotros, que hemos pasado por la escuela del Ulysses, del Waste land y del Der Tod
des Virgil de Broch, no tenemos adecuada conciencia de ello. Pero Pound fue el primero, y tuvo que
soportar la carga del primero. Traspone las conexiones humanas y temporales, y se convierte en instancia
impersonal y suprapersonal. En él se reúnen siglos, lo atraviesan culturas (¿quién no se acuerda de
Gottfried Benn y su «dejarse traspasar por las emanaciones de los dioses, el vaho de la Pitia...»?), se
convierte en el héroe y víctima de una transformación grandiosa.
El fenómeno de la transformación fascina a Pound también fuera de los Cantos. Una de sus más
puras poesías, A girl, es —transformación en la transformación— un Ovidio totalmente asimilado:
El árbol penetró en mis manos,
la savia me ascendió por los brazos,
el árbol creció en mi pecho
hacia abajo,
y me salieron ramas como brazos.
Árbol eres tú,
musgo eres tú,
violetas eres tú con el viento encima.
Un niño —así de grande— eres tú,
y todo esto para el mundo es tontería.
En otra poesía dice Pound, estremeciéndose él mismo ante la blasfemia, que a veces es Dante, a
veces Villon, otras un santo, confundiéndose con ellos y, por tanto, no siendo en realidad nada. Esto es al
mismo tiempo negación de sí mismo y enorme soberbia. El poeta se convierte en el punto de cita de los
siglos, en espejo de los immortal moments, y se hace inasequible al tú. «We of the Ever-living», se dice en
La llama (1910), y la poesía termina:
Search not my lips, O love, let go my hands,
This thing that moves as man is no more mortal.
If thou hast seen mi shade sans charakter,
If thou hast seen that mirror of all moments,
That glass to all things that o'ershadow it,
Call not that mirror me, for I have slipped
Your grasp, I have eluded.
La pérdida de la persona, soportada con orgullo, su reducción al significado de una máscara, una
máscara a través de la que se expresa la eternidad: «Lo que aquí se mueve como hombre dejó de ser
mortal» y «No llames a este espejo yo», significa que el yo creador ha llegado a su punto más extremo, al
punto más peligroso, entrando en una zona de frío en la que ya no ocurren contactos humanos normales.
Eliot dice que Pound estima opiniones, no personas; que busca coincidencias intelectuales, no
personales; que siempre tendió a considerar a sus numerosos poetas protegidos (entre los que se contó,
aparte de Eliot, por algún tiempo también Joyce, cuyo genio reconoció pronto y promovió activamente)
casi impersonalmente, como «máquinas de hacer arte o literatura, a las que hay que cuidar y engrasar
meticulosamente con vistas a su rendimiento potencial». Son pequeños detalles marginales, pero
muestran que la oscura grandeza de esta obra y el destino personal de su creador proceden de las
mismas fuentes.
De nuevo pensamos en Gottfried Benn, en el que la tragedia personal está desde luego
burguesamente domeñada. Pound es decididamente el poeta no burgués, un descendiente de Villon,
extraviado en el mundo de la fabricación en serie, un hermano joven de Rimbaud y Tristan Corbiéres.
Pound se convirtió en un espectáculo funesto para su época, la cual se decidió consiguientemente por el
Pound domesticado que se le ofrecía en la persona de T. S. Eliot. Eliot nos dice, con razón, que se debe
juzgar a Pound por sus «servicios totales en favor de la literatura», por «su poesía, su crítica y su
influencia sobre hombres y acontecimientos en uno de los momentos cruciales de la literatura». No hay
duda de que en este sentido el mismo T. S. Eliot y todos sus seguidores en el mundo entero se
encuentran dentro del área de irradiación de aquellos «servicios totales en favor de la literatura» que
están ligados al nombre de Ezra Pound.
ALDOUS HUXLEY
Tiene algo de bueno ser cínico,
siempre que se sepa cuándo hay que
dejar de serlo.
After many a summer dies the swan
Hasta la mitad de la década de los treinta, el caso Huxley pareció simple: el autor de "Point
counter point pasaba por ser un cínico divertido, que tostaba a la sociedad inglesa de la posguerra en el
fuego de su ironía, y un intelectual que examinaba el jardín zoológico burgués con ojos de biólogo,
ensartando a los ejemplares uno a uno en su afilada pluma. Estos calificativos le fueron aplicados aun
después de haber ampliado el ámbito de sus elegantes vivisecciones, exponiendo a la humanidad entera,
en vez de la sociedad inglesa, en la sátira utópica Brave new world (1932), a una risa no precisamente
alegre. Sin embargo, ya entonces un observador más sensible no habría dejado de percibir que ese
cinismo no era tal. Lo que el mundo llama cinismo no suele ser más que la verdad desnuda, espectáculo
escandaloso contra el que hay que defenderse con gestos de reprobación moral. «La expresión cinismo
—dice Joseph Conrad en una de sus novelas— fue sin duda inventada por hipócritas.» Así es, y el
procedimiento resulta tan simple como eficaz. Se atribuye al que nos enfrenta con la desagradable
verdad una maliciosa satisfacción en desvalorizar los bienes más preciados, y así se le hace inofensivo. Es
particularmente fácil cuando el presunto cínico ejecuta su labor con una brillantez intelectual y artística
del calibre de la de Huxley. Que la preocupación y el íntimo horror no hagan a un escritor o patético o
grosero, sino ingenioso, es tan insólito que el lector medio le niega simplemente la facultad de
horrorizarse o de preocuparse. Tanto mayor fue la sorpresa cuando, con el transcurrir de los años, se hizo
cada vez más obvio que Huxley estaba decidido a sacar las consecuencias. El cínico precisa de la
permanencia de las desoladoras circunstancias de las que extrae su savia. Para el moralista satírico —y
Huxley es uno de los grandes de este género— el flagelo es un medio curativo. Lo que asombró a muchos
fue que no se contentó con la terapia de choque de la sátira. Su temperamento sarcástico sigue
produciendo floraciones asombrosas, ante todo en la novela Ape and Essence (1948). Aquí revoca
—consciente de que los profetas literarios hoy en día han de apresurarse si no quieren quedarse reza-
gados detrás de las realidades que arrollan ya a las utopías— su escenario utópico de 1932 y reemplaza el
«sueño dorado de un materialista, el paraíso sobre la tierra», que entre tanto se había vuelto inocuo, por
un panorama infernal de la vida después de una supuesta guerra atómica y bacteriológica. La visión del
progreso como pesadilla es relevada por la de la vida contrahecha bajo el influjo degenerante de los
rayos gamma, una existencia en pos del voluntario triunfo de la ciencia. Es un mundo de repugnante
desviación, en el que los simios reinan sobre Einstein y Pasteur. Pero estas deformaciones cómicas y
horrorosas no son más que un preludio, al que seguirá el ataque propiamente dicho; y este ataque tiene
un carácter misionero. Lo que más profundamente desconcierta al hombre, ese ser inconsecuente por
naturaleza, es la aparición de un espíritu absolutamente consecuente. Huxley es consecuente cuando
llega a la conclusión de que hay que liberarse de un mundo que se nos ofrece en el estado del nuestro.
Pero puesto que «mundo» no es algo que nos sea externo, sino que existe según la medida de nuestro
yo, de nuestra insaciable voluntad egocéntrica, es preciso desvirtuar en la medida de lo posible este yo,
o, para decirlo de modo positivo, coordinarlo con las corrientes armónicas del universo.
Al servicio de esta idea, tan «simple» que sólo puede ser sostenida por un hombre de la
categoría intelectual de Huxley sin exponerse al reproche de iluso utopismo, inicia éste su trabajo. En
incansables variaciones, ora divirtiendo, ora enseñando, ora en forma de novela, ora en forma de tratado
científico," busca convencer a una humanidad que halla su mayor complacencia en el agotamiento total y
en la vulgar sobre- valoración del yo personal, de que este yo es «una nada frenéticamente excitada»,
«una ficción engañosa de nuestra voluntad». Mediante la exposición sarcástica de nuestra pobrísima
existencia instintiva, y también mediante la construcción y reconstrucción de ejemplos reales o
inventados, trata una y otra vez de convencernos de que lo esencial no es liberar la personalidad, sino
liberarse de la personalidad, para poder llegar al único estado deseable de la ausencia de pasiones.'
Incluso Dios, o lo que la humanidad cree que es Dios («el Dios de las batallas, el Dios de los elegidos, el
que escucha sus plegarias, el salvador»), no es, según Huxley, en la mayoría de los casos, más que un
reflejo de esa voluntad egocéntrica. La verdadera, inmediata participación en la divinidad es «sentir la
capacidad de paz y de pureza, más allá de todo deseo y de toda repulsa, verse al fin felizmente libre de la
personalidad». Pero esto significa que el tiempo, el instante apresado febrilmente, se convierte en el
enemigo por excelencia de la más alta vida.
De este modo se alista Huxley en las filas de los que, desde Proust hasta Faulkner y Thomas
Wolfe, formulan un nuevo concepto de tiempo. Pero es el único que lo hace con acento religioso y moral.
Considera el tiempo como el elemento del mal, porque nos hace esclavos del instante. En el título de una
de sus novelas más importantes formula un autoritario Time must have a stop (El tiempo ha de terminar,
1945). Es una cita del Enrique IV de Shakespeare:
Pero el pensamiento es el esclavo de la vida; la vida
el bufón del tiempo; y el tiempo, que mira midiendo
el mundo entero, ha de terminar.
Huxley interpreta estas palabras de modo grandioso. Nuestro pensamiento se ha hecho
utilitario, simple medio de la «confección de instrumentos», prisionero de la idólatra adoración de la
vida, a la que se ha sometido; el tiempo es la esfera de lo imprevisible, de lo relativo, del mal; al
transcurrir inutiliza toda planificación o meditación y se burla de toda creencia en el progreso; sólo el que
toma en consideración la realidad de lo eterno se libera de las cadenas del tiempo; sólo él puede impedir
que el tiempo convierta nuestra vida en un insensato y diabólico juego de prestidigitación. Porque «el
trasfondo divino es una realidad intemporal». En esta fórmula está lo decisivo: la eternidad no como
tiempo futuro, no como edad dorada puesta falazmente como esperanza, no como vaga utopía (de estas
confusiones son culpables la mayor parte de las religiones y de las teorías políticas), sino la eternidad
como un hecho intemporal, siempre presente, como una zona de auténtico ser, por encima de los
deseos, del egoísmo, de la actividad. La vivencia de lo intemporalmente bueno, encarnada ante todo en
las virtudes de la comprensión y de la compasión, se identifica para Huxley con la vivencia de la eter-
nidad. Es un estado de conciencia suprapersonal, que desde luego presupone que, para poder trasponer
las fronteras de la personalidad, seamos por de pronto personalidades. Y de ahí el respeto a la
personalidad, que no ha de ser extinguida, sino trascendida.
Son razonamientos a los que Huxley llega por el estudio de los místicos hindúes y cristianos.
Parecen tan sencillos y, al mismo tiempo, tan atrevidos y extraños, que —hoy— se ven expuestos a todos
los malentendidos. Huxley se ha dado cuenta de ello: el irónico elegante de antaño tiene hoy fama de
asceta y de despreciador de todo lo natural, recusador fanático de todas las alegrías sensuales de la
existencia. La inexactitud de estos juicios quedó patentemente demostrada por el asombroso
experimento de la mescalina, con el que Huxley se atrajo la atención del mundo en 1954. Como se sabe,
la mescalina es una droga, cuyo efecto más característico es la debilitación del sentimiento del yo y la
transposición a relaciones sensoriales más amplias y comprehensivas. Huxley, en este caso nuevamente
con una consecuencia que no retrocede ni ante el absurdo, tomó una dosis de esta droga que favorecía
tan evidentemente su concepción filosófico-literaria, y anotó sus observaciones. Sean cuales fueren los
sentimientos que pueda despertar este experimento y la aventurera mezcla de metafísica y química,
patentiza en todo caso la intención positiva y de afirmación vital de Huxley, que se muestra dispuesto a
facilitar el dificilísimo proceso de la autotrascendencia, mediante ayudas artificiales inofensivas. Hasta la
descripción de sus experiencias en la embriaguez de mescalina es de una mundanidad tan multicolor,
está tan transida de la plenitud de significado de la simple existencia («Vi lo que vio Adán en la mañana
de su creación, el milagro, renovado a cada instante, el milagro de la existencia»), que el calificativo de
asceta enemigo de la vida, aplicado a Huxley, nos parece más sin razón de lo que antes era. Huxley no
quiere enemistarnos con la vida, bien al contrario: nos quiere conducir de la concepción vital unilateral,
sensorial y material a la conciencia universal de la vida; no quiere trastornar el equilibrio de nuestra
existencia, pretende afirmarlo. Si al hacerlo se excede quizá en la pintura abigarrada de lo abstruso de
una existencia meramente sensorial, si en especial desposee demasiado expresivamente a los aspectos
carnales del amor de su aura romántica, ello sólo significa que a un exceso de énfasis opone otro
semejante.
El deseo de establecer una armonía en la que se aúnen dignamente el espíritu y la carne
proporciona a la obra de Huxley una unidad intrínseca, exenta de durezas dogmáticas, pero sin solución
de continuidad. Huxley es demasiado artista como para no saber que existe más de una posibilidad de
librarse de las fauces del tiempo y de realizar lo intemporalmente bueno dentro del tiempo. En Time
must have a stop hermana a Bruno Rontini, el mártir sonriente, con Sebastián Barnack, el poeta que
vence al tiempo en la poesía. Más de quince años antes, en Point counter point, la novela del otro, o
como se suele afirmar, del verdadero Huxley, el nihilista Spandrell, poco antes de su muerte, había
hallado a Dios en la música. Ya entonces —1928— estaba Huxley tan plenamente convencido de la
posibilidad de una experiencia espiritual del mundo que hace que lord Edward Tantamount tropiece lo
antes posible con las frases de Claude Bernard: «El ser vivo no es una excepción de la gran armonía natu-
ral que consigue que las cosas se adapten unas a otras. No impide ninguna vibración común. No está ni
en contradicción ni en desacuerdo con las fuerzas cósmicas. Más bien participa en la orquestación
universal de las cosas, y la vida de un animal, por ejemplo, no es más que una fracción de la vida del
universo.» El hecho de que lord Edward interprete estas frases de modo grotescamente materialista, no
altera para nada la seriedad, incluso unción, con que son citadas. No se puede interpretar —y estos
pasajes lo evidencian— la obra de Huxley como una lucha desesperada entre el espíritu y el cuerpo.
Huxley no es en modo alguno el antagonista de D. H. Lawrence, el profeta de una sensualidad
sacramental. El retrato que Huxley hace de Lawrence, el Mark Rampion de Point counter point, retrato
dictado por la simpatía y la profunda comprensión, nos lo demuestra. También se puede llegar a la
trascendencia a través del cuerpo. «Ser un animal perfecto y un hombre perfecto, tal era el ideal.» Esta
frase de Point counter point podría ser atribuida tanto a Huxley como a Lawrence. Más tarde, en After
many a summer (1940), dice: «En el plano animal existe el bien como buen funcionamiento del
organismo de acuerdo con las leyes de su propio ser. En un plano más alto existe como conocimiento de
la vida sin deseos y sin repulsas, como vivencia de la eternidad, como victoria sobre la personalidad y
como expansión de la conciencia más allá de las fronteras del yo.» Y otros quince años más tarde, en el
relato El genio y la diosa (1955), coloca, aunque irónicamente, la gracia animal al lado de la gracia que
proviene del espíritu y de la gracia que proviene de la bondad. Gracia del espíritu, gracia de la bondad,
gracia del cuerpo..., la meta es la misma, a saber: liberarse de la personalidad.
Aldous Huxley desciende de una famosa familia de científicos. Esta herencia ha marcado y a
veces también limitado su quehacer artístico. Cuanto más tomaba conciencia de su papel de reformador
y reanimador de las fuerzas vitales contemplativas, mayor era para un autor de su cuño la tentación de
probar, en vez de exponer. El novelista acaba por no ver más que objetos de demostración, el ensayista
se ahoga en material, el historiador y biógrafo se ve arrebatado por un vértigo de erudición, que a veces
desemboca en un verdadero frenesí de archivero. «No en vano eres el nieto de tu abuelo», le escribe su
amigo Lawrence. Huxley mismo se describe como «un ensayista que a veces escribe novelas y biografías
para expresar lo general a través de lo particular, lo abstracto a través de lo concreto y lo más am-
pliamente histórico, místico y metafísico en el seno del caso aislado, de la escena localizada, del
acontecimiento personal». En los casos en que consigue esta transferencia de su sabiduría, de su riqueza
mental, de sus embajadas, a personas, acontecimientos y representaciones vivas y vitales, se le puede
considerar como uno de los grandes escritores de su generación. Cuando no lo consigue, convendrá no
detenerse en el cómo, sino considerar el qué. «El conocimiento de que no sólo hay un pecado original,
sino también una virtud original, y de que en la base del yo fenomenológico hay un yo puro, hecho de la
misma materia que el fondo divino de todo ser; la conciencia de que lo infinito necesariamente ha de
comprender lo finito y que, por tanto, estará presente en cualquier punto del espacio y del tiempo; la
posibilidad de escapar a la «repelente pequeña identidad», al «yo sudoroso», participando —en el
tiempo— de lo intemporal, percibirlo todo tal como es «en sí» y no referido al yo que odia o que desea, y
experimentar así la realidad de lo intemporal en el «caos de los hechos»: no parece que pueda haber hoy
día un escritor que ofrezca un programa más ambicioso. Algunas de estas cosas parecerán utópicas, otras
no son tan ajenas a la vida como quisieran presentarlas la mala voluntad y la indolencia. Lo que Huxley
quiereprácticamente es la regeneración de la vida pública, no desde arriba por obra de una ideología, de
un dogma, de un sistema, sino desde abajo, por obra del individuo que se trasciende. Dios no vive en los
intereses —disfrazados de ideas— de los grupos, pueblos y organizaciones; vive en el individuo y en su
capacidad de prescindir de sí mismo. El reino imaginario de un futuro ideal ha servido en todas las
épocas de pretexto para los peores crímenes. Lo que está a nuestro alcance aquí y ahora, en un círculo
más reducido, es proceder de un modo humano ayudando a los demás o, si no es posible ser santos, por
lo menos omitir lo obviamente dañoso y malévolo. Este sería el primer paso hacia la eternidad de Huxley.
D. H. LAWRENCE
Mi individualismo no es en realidad más
que una ilusión. Soy una parte de la totalidad y no podré
escapar nunca. Puedo, sin embargo, negar mis ataduras,
romperlas y convertirme en un fragmento. Entonces
soy desgraciado.
Apocalipsis
Cuando murió David Herbert Lawrence en 1930, la revista «The Criterion», de T. S. Eliot, no se
enteró; y cuando E. M. Forster, con esta misma ocasión, le llamó «the greatest imaginative novelist of our
generation», Eliot le rebatió en una carta abierta. En ambos casos se reaccionó con susceptibilidad, y
nada ha cambiado hasta hoy. Lawrence, en Inglaterra, es aún un escritor discutido. La censura se encarga
de que el texto íntegro de Lady Chatterley's lover lleve una vida ilegal por debajo de los mostradores de
las librerías; la crítica demuestra recientemente, después de años de indiferencia, algún interés por el
autor de Sons and lovers, pero aún hoy le resulta difícil enjuiciarlo sin cólera o apasionamiento. Incluso
los que lo veneran lo hacen con una extraña irritabilidad. Así, F. R. Leavis, autor de varios estudios sobre
Lawrence, exige a sus lectores que se decidan entre James Joyce y D. H. Lawrence. Quien considera a
Lawrence como un gran escritor, no puede interesarse por Joyce, y viceversa. Se plantea aquí una
alternativa que seguramente habría gustado al Lawrence menospreciador de Joyce. Al observador no
británico le parecerá más bien que Joyce y Lawrence son vagabundos que se dirigen hacia las mismas
metas por caminos diferentes. Los oscuros dioses, hacia los que Lawrence se sentía atraído con todos sus
sentidos, no parecen tan alejados de aquella experiencia total que pretendía la voluntad creadora de
Joyce. La sensualidad iluminada del uno y el osado intelecto del otro coinciden en el afán de escapar de
las estrechas mansiones de la persona. La tendencia cósmica tiene igual fuerza en los dos; los medios por
los que cada uno trata de satisfacerla, cada cual a su manera, son otra cuestión.
De todos modos, la alternativa de Leavis es interesante en cuanto que demuestra lo poco que
Lawrence ha sido esclarecido en su propio país. Ningún autor de los últimos cincuenta años ha atraído
más odio sobre sí, y lo que es peor, ninguno ha encontrado seguidores tan perniciosos como Lawrence.
Ambas circunstancias se derivan del mismo malentendido: se veía (y se sigue viendo) en él al hombre que
destrozó los tabús victoríanos, el hombre de la «liberación sexual en las letras inglesas» (Horace
Gregory). Pero esto no pasa de ser una verdad a medias. La osadía de la expresión en sí no es ningún
valor. La denominación no sólo puede crear, puede también destruir. La cuestión está en saber con qué
espíritu y con qué fin se atreve un escritor a tomar la vida en su verdad fisiológica. Si Lawrence sólo
hubiera pretendido esto, muy pronto se habría encontrado asaltando fortalezas indefensas. Hoy día, bajo
el signo de Kinsey y de las desnudeces en pantalla grande, no sería más que la frase feliz de anteayer.
Sólo se puede entender a Lawrence cuando se comprende que el mundo de Kinsey, un mundo sin tabús,
le habría inspirado la misma repugnancia que el mundo de la Inglaterra posvictoriana. El mero aspecto
científico o, más bien, el estadístico-técnico de lo que para él era misterio, zona sacra, la «inmediata,
sagrada vida», le habría producido tanto asco como la ñoñería ansiosa de sus contemporáneos.
Lawrence no destruyó los tabús para, abandonando una falsa modestia, abrir el camino a una falsa
desvergüenza. En su ensayo A propos of Lady Chatterley's lover (1930) escribe sobre los emancipados de
los años veinte: «Del temor al cuerpo y de su negación, la juventud progresista se pasa al extremo
contrario, y lo trata como una especie de juguete.» Ya entonces se hallaba Lawrence entre los distintos
frentes: los puritanos lo combatían y la generación del jazz se reía de él. Los jóvenes de 1925 estaban tan
poco dispuestos como sus padres, aunque por otros motivos, a profesar lo que Lawrence predicaba: la
entrega devota a los fenómenos naturales. Entendían tan escasamente como algunos lectores actuales
de Lawrence que el concepto «sexo» era para él una especie de bandera de guerra. «No debe usted
pensar —escribe, en diciembre de 1928, a lady Ottoline Morrell— que postulo una actitud sexual
ininterrumpida. Nada más lejos de mi ánimo. No hay nada que me repugne más que la sexualidad indis-
criminada y sin tasa. Lo que pretendo con Lady C. es hacer que la conciencia se rija por las realidades
físicas fundamentales.» Parece ser que llegó a considerar como un error el haber usado tan
frecuentemente «esa palabrita fea», dando pie de este modo a los malentendidos. Nunca, subraya, había
entendido bajo sex ese algo frío, exangüe, nervioso, que ve en ello el mundo moderno, nunca ese «white,
cold, nervous, 'poetic' personal sex», sino «blood-sympathy and blood-contact». Como también más
adelante en Henry Miller, la tan citada «conciencia fálica» comprende bastante más que la sola esfera
sexual. Es un intento de retornar en el espíritu, hastiado de civilización, a la simple naturaleza; sólo que
en Miller, el isabelino reencarnado en nuestro siglo, se emprende con una fuerte inclinación a la pro-
miscuidad, mientras que Lawrence, el «sacerdote del amor», no oculta nunca su origen Victoriano.
Incluso en cuanto apóstol de una nueva naturalidad sigue siendo puritano. Naturalmente le disgustaba
que sus amigos se lo llamasen, aun cuando en su caso este concepto tan sospechoso todavía tuviera su
inmaculado y básico sentido primitivo. Lawrence era un creyente puro para el cual el instinto de fidelidad
constituía una de las experiencias más profundas e intrínsecas de la sexualidad. Donde haya «real sex»
hay también «passion for fidelity». Todo lo que a su juicio se opusiese a una sexualidad sacramental o
pareciese oponerse a ella, no era comprendido por Lawrence, que lo condenaba con acerbo encono. En
su «Índice» se encuentran, con Don Juan y Casanova, también el Wilhelm Meister de Goethe, en el que
sólo veía, al igual que en el mismo Goethe, a un erótico cultural, para el que la experiencia sexual no
pasaba de ser un vehículo de autoperfeccionamiento. Pero asimismo rechazaba el Tristán de Wagner; su
clima anímico bochornoso y su dramatismo sexual, tan efectistamente iluminado, provocan en él el
siguiente juicio: «very near to pornography». Y nada digamos de James Joyce, cuyo Ulysses era para él ni
más ni menos que un libro obsceno, que condenó, como a Byron, Baudelaire, Oscar Wilde y Proust, bajo
el apelativo de «perversity of intellectualised sex».
El tema de Lawrence es la felicidad, pero también la trágica futilidad del intento de devolver al
hombre moderno, mediante el contacto mágico con las criaturas, toda su antigua dignidad y entereza. En
su narración más vigorosa y característica, La mujer que se fue a caballo (1928), se busca la confusión con
lo inalcanzable en un acto extremo de autoabandono. La rubia mujer que cabalga al encuentro de los
indios, al otro lado de las montañas, desea la muerte de la conciencia; quiere ser arrojada de nuevo «en
el gran torrente de la sexualidad y la pasión impersonales». En los éxtasis del sacrificio alcanza una
agudeza de sentidos que le permite oír «el sonido de las flores nocturnas al abrirse» y «el imponente
ruido de la tierra al girar, al salir disparada en su viaje como una flecha, el bramar del aire y la vibración
de la cuerda que la lanzó». En este párrafo se patentiza que Lawrence preconizaba otra clase de sensua-
lidad que la que se le achacaba. La tenderness de la que habla es ternura cósmica, una ternura que no
excluye el estremecimiento, la lucha y la tensión, del mismo modo que para él el amor nunca excluye al
odio. Es la ternura de un hombre que busca comprender el universo, con toda su intrínseca
contradicción, como una «criatura viva, inconmensurable», y este «comprender» ha de ser tomado en el
más elemental de los sentidos.
Lawrence desprecia al hombre abstracto de nuestro siglo. Su propia ansia cósmica es siempre
concreta, desarrolla órganos sensoriales con los que busca a tientas el camino hacia el secreto. Cuanto
más literalmente se entienda esto, tanto más acertadamente se explicará. Una foto en la que se le ve
cocer pan en un horno construido por él mismo (en Nuevo México, el único lugar del planeta donde se
sentía a veces totalmente liberado de la civilización) nos permite una visión más exacta del tipo de
entrega por él buscado que la retórica sexual de los guardabosques que en algunas de sus novelas
parecen concentrar toda esperanza de salvación en lo carnal. Sumirse en las cosas, de eso se trata.
Cuando Lawrence encontró por primera vez una genciana (Bavarian gentians es el título de una de sus
poesías más famosas), cuenta Frieda Lawrence en sus memorias que «fue como si se estableciera una
relación especial y misteriosa entre la flor y él, como si ella le entregase su azul, la esencia de su ser».
Esto coincide totalmente con lo que dice Aldous Huxley en la introducción a Letters of D. H. Lawrence:
«Parecía como si mirase las cosas con los ojos de un hombre que ha pisado el umbral de la muerte y al
que se le ha revelado, al salir de la oscuridad, el mundo inefablemente bello y misterioso. .. Parecía
conocer por experiencia propia lo que significa ser un árbol o una margarita, una ola que rompe sobre los
farallones o incluso la misteriosa luna. Podía entrar en el cuerpo de un animal y describir
convincentemente, con todo detalle, lo que sentía y lo que pensaba, sorda, no humanamente.»
Legiones de escritores han descrito salidas de sol y praderas florecidas, pero siempre como
espectadores. Lawrence lo hace como participante, «ilumina la naturaleza desde dentro» (E. M. Forster).
Su sex-sympathy se extiende a todo lo creado; no hay descripciones naturales, sino magia elemental. Vive
en él tal ansia por «el ardor vivo de lo natural» que su nostalgia lo lleva, en sus mejores momentos, más
allá de las fronteras trazadas por los humanos. Así puede hacer del mismo sol, en su fuerza vivificante y
transformadora, el protagonista secreto de una de sus narraciones (Sun, 1928); y cuando se encuentra, al
lado del pozo siciliano, con la serpiente amarilla (la poesía Snake del volumen Birds, beasts and flowers,
1923), creemos comprenderla en su elemental e inmediata animalidad. «Earth is a living body», esta
certidumbre le procura fuerzas, pero determina también la precariedad de sus relaciones con la sociedad.
Su deseo ardiente de descubrir puertas secretas en la vida no sólo lo lleva a viajar por medio globo, no
sólo lo convierte en el gran inquieto de su época, sino que también lo hace amargo e injusto para con sus
semejantes. No sin razón dijo Tyndall que Lawrence amó la tierra como odió el mundo. Pero no se debe
entender aquí un odio común a los hombres. Lo que Lawrence odiaba era la arrogancia del así llamado
sentido común, la engreída voluntad humana («esa voluntad de autoafirmación, digna de un sapo, ajena
a todo lo divino y muy por debajo de todo lo humano»), la esterilidad de una conciencia tercamente
aferrada al yo y constituida sobre el yo. Se negaba a ser disminuido al rango de persona. «Lo que el
hombre ansia más apasionadamente es su totalidad viva y su armonía viva, no la salvación individual de
su alma —escribe, con los pulmones destrozados, pocos meses antes de su muerte en su última obra,
Apocalipsis—. Soy una parte del sol, al igual que el ojo es una parte de mí mismo. Que soy un trozo de
tierra, lo saben mis pies, y mi sangre es un trozo de mar.»
Esta es la nostalgia de un hombre dolorosamente consciente de sus propios achaques. Como la
tierra, también la mujer es para Lawrence sobre todo fuente de fuerza. «Fuerza, fuerza, fuerza» y no
amor espera el hombre de la mujer, escribe con inocente brutalidad a la anciana baronesa Von
Richthofen. El culto a la fuerza y a la sangre, que practica este trovador de lo primitivo, es protesta contra
la propia impotencia y contra una humanidad enferma de civilización. Era inevitable que se tratara de
hacer ganancia política con esta protesta. Lawrence con las botas del fascismo..., otro de los
malentendidos sobre él. Como si su mito pudiera ser garantizado por un dictador, y la gran im-
personalidad que preconizaba pudiera realizarse mediante reglamentos de policía. Lo que busca no es la
extinción del individuo —y mucho menos por un aparato estatal—, sino su expansión; arrojar el lastre de
lo individual y entrar en un espacio más allá de lo personal. En una palabra: es de naturaleza religiosa.
Nadie lo vio con mayor claridad que T. S. Eliot. A pesar de la aversión espontánea que sintió y tuvo que
sentir hacia el genio sin reglas, hacia el antiintelectualista glorificador del instinto, no deja de reconocerlo
como un «researcher into religious emotion». Lawrence descubrió, subraya Eliot, algo muy importante:
que la religión no puede mantenerse viva como simple código moral y que no puede ser sólo objeto de
fe. Ha de ser algo real, algo más profundo que la fe; de esta manera llegó Lawrence a una especie de
«religious behaviourism». Así caracteriza Eliot, aunque con limitaciones irónicas, lo decisivo de la
religiosidad de Lawrence: su calidad sensitiva. Lawrence experimenta la fe con el cuerpo, con todos los
órganos. Sentía, dice Huxley, el carbono en los diamantes, gustaba las partes constituyentes del agua. Es
su forma de servicio divino. Por ello se niega a ser calificado como panteísta. El panteísmo es, a sus ojos,
una construcción intelectual, mientras que su «all is God» brota de una experiencia sensorial. De ahí su
predilección por todo lo ritual (¡la descripción de los bailes indios en Mornings in México!); de ahí
también su interés por las religiones primitivas. Los mitos y los dioses personales son, para su concepción
animista de Dios, fenómenos de decadencia. «De las sombras del mundo prehistórico —escribe en
Etruscan Places— brotan religiones mortales, que no inventaron dioses y diosas, sino que se alimentan
del misterio de las fuerzas elementales del cosmos.» Y en sus notas mexicanas apunta el enorme y
religioso esfuerzo que requiere tomar contacto con la vida de una montaña. Tales contactos («direct
contact with the elemental life of the cosmos, mountain-life, cloud-life, thunder-life, air-life, earth-life,
sun-life») son el verdadero sentido de la religión.
Eliot considera al «sacerdote» Lawrence superior al artista. No podemos estar de acuerdo con él;
más bien, ambos parecen inseparables. Porque sin su arte, el mensaje de Lawrence sería una quimera.
Los milagros del sacerdote los hace como artista. «One has to be so terribly religious to be an artist» es
una frase típica de Lawrence. En las imágenes espirituales y sensuales de su prosa (incluso a veces de su
lírica, cuya objetividad poética admirara Ezra Pound) se completa lo que de otro modo sería, como en
Klage y los suyos, una paradójica furia del espíritu contra sí mismo. Como artista consigue penetrar en el
reino de los dioses oscuros, hacerlos accesibles al espíritu humano, y trasponerlos al «dominio común de
la humanidad consciente» (Karl Kerényi).
Evidentemente, también aquí se requiere una transmutación de valores. Las novelas de
Lawrence, ideológicamente adornadas y a menudo retóricas, en las que la crítica, siguiendo el
materialismo estético del siglo XIX, ponía el acento, han perdido peso para nosotros. El verdadero
Lawrence se halla en sus narraciones. A Lawrence no le gustaba la arquitectura, y como narrador
tampoco fue arquitecto. Todo lo definitivo y consolidado le inquietaba. Los grandes edificios se le
antojaban «una carga sobre la faz de la tierra», y amaba a los etruscos sobre todo por sus templos de
madera, «pequeños, delicados, frágiles y caducos, como las flores». Insistía en la vital imperfección de la
obra de arte. Las formas narrativas cortas responden a esta necesidad. Tienen el impacto de lo
fragmentario. En ellas se conserva esa frescura, esa espontaneidad e inmediatez esenciales al arte de
Lawrence.
Pero no es eso sólo. También la especial configuración de su psicología lo empuja a la narración
corta. En sus novelas tempranas, como Sons and lovers (1913), Lawrence considera al hombre, según lo
mandaba la convención novelesca, como ser social. Con The rainhow (1915) y Wornen in love (1920) se
produce el gran giro. En una carta a Edward Garnett (5 de junio de 1914) se aparta por primera vez
decididamente de la técnica «trama más caracteres». Escribe que le interesa más lo no humano en el
hombre que el «old- fashioned human element». No le importaba lo que una persona sintiese o creyese
sentir, de acuerdo con el esquema en vigor, sino lo que esa persona era y concretamente lo que era
«inhumanly, physíologically, ffiaterially». Hoy diríamos: su existencial. Lawrence se muestra fascinado por
la «inhuman will» que actúa dentro del carácter humano, por la materia del ser que todo lo impregna y
que se transparenta a través de la envoltura del yo. «Hay un ego —escribe a Garnett— comparado con el
cual el individuo resulta insignificante.» Este es el ego que quiere hacer brillar: que hable en lugar del
engañoso yo el verdadero ser. Técnicamente significa que la circunstancialidad personal de los caracteres
pasa a un segundo plano. Y esto es más fácil para la narración que para la novela, la cual, por razones
sustanciales, renuncia difícilmente al andamiaje social y psicológico. En algunas de sus mejores
narraciones (La princesa, Madre e hija, El campeón del caballo balancín, Sansón y Dalila, El hombre que
amaba las islas)ha conseguido Lawrence presentar el yo y su circunstancia con precisión escueta y realista,
haciéndonos sentir al mismo tiempo esa corriente impersonal que atraviesa a todos los hombres y todas
las cosas y las gobierna. Es indiferente cómo se quiera llamar a esta corriente: la voluntad, el demonio, lo
existencial. Está ahí y se reparte en el inquietante ritual del pequeño jinete del caballo balancín, en la
obsesión suicida del buscador de islas, en la sonrisa helada de la vampiro gris y distinguida, que Lawrence
describe una y otra vez, o en la inhumanidad sin aroma de la princesa de Boston, a quien su persona
impide obedecer al ser. Aquí tenemos lo que la literatura de hoy pide con más insistencia: ni artesanía
alegórica ni simple fabulación, sino comunicación de la existencia.
El que hoy se vuelva a leer y explicar a D. H. Lawrence no es casual. Es un signo más de la
opresividad de las modernas formas de vida. Incluso Eliot cree posible que la humanidad, harta del
aparato económico, científico, político y social, cada vez más complicado, acepte un día «los rigores más
primitivos antes que llevar por más tiempo las cargas de la civilización». A tal acto de desesperación es
preferible la lectura de un autor que, aunque tampoco nos puede conducir al arcaico estado de inocencia
original, sabe despertar y desarrollar en nosotros la simpatía hacia aquellas complejas fuerzas vitales, a
las que, dice apenado Lawrence, hemos dado el insuficiente nombre de naturaleza. Lawrence sabe
guardar una distancia sarcástica, a veces asombrosa, frente a su propia persona y su misión. Supo con
precisión —lo que da a su obra la secreta tristeza que frecuentemente observamos en ella con
asombro— hasta qué punto se halla fuera de nuestras posibilidades un matrimonio místico con lo
natural, y que en todo caso es un «bond of strangeness» lo que nos une. Pero también supo que el simple
hecho de conocer esto y lamentarlo es saludable y, en el sentido literal, complementario.
HENRY MILLER
Tengo la impresión de haberme abisma-
do en la misma trama de la vida, de ha-
llarme en su mismo foco, sea cual sea el
lugar, la posición o la actitud que adopte.
Tropic of Cáncer
Soy un monstruo perteneciente a una
realidad que todavía no existe.
Tropic of Capricorn
El americano Henry Miller tiene fama de ser un clásico moderno de lo obsceno. Sus novelas más
importantes circulan como contrabando literario; en Alemania sólo pueden obtenerse mediante
suscripción. El olor de la exaltada pornografía rodea, atractivo y repelente a la vez, la obra narrativa de
este intruso. Pero es evidente que se comete un error. Porque qué es y qué no es pornografía depende
más de la mirada del espectador que de la mano del artista. Sólo la reflexión y la fantasía predispuesta
del observador convierten el objeto natural en motivo de osadas especulaciones. Miller además ha
tratado —también teóricamente— de delimitar con toda nitidez los conceptos de obscenidad y
pornografía. Según su definición, ambos suponen una cierta intencionalidad. Pero mientras que la
intención de la pornografía es la excitación sexual, la obscenidad quiere ser un instrumento que nos
despierte de nuestro letargo. «Cuando la obscenidad aparece en el arte, y especialmente en la literatura
—escribe Miller en el ensayo La obscenidad y la ley de la reflexión—, asume habitualmente la función de
un remedio técnico. Se pretende despertar, comunicar una sensación de realidad. En cierto modo, el
recurso del artista a la obscenidad puede compararse con el recurso del maestro de religión a lo
milagroso.»
Ya de aquí se desprende suficientemente lo que después ponen de manifiesto las novelas de
Miller, a saber: que lo sexual y su reproducción sin rodeos debe ser considerado en el contexto de una
concepción más amplia. Miller es un rezagado, un hombre que se siente víctima de la civilización, de las
modernas formas de vida, cada vez más artificiosas, por lo cual vive en continua protesta; una protesta
dirigida con particular vehemencia contra América, a la que hace objeto de juicios demoledores. Miller
pasó los años más fecundos de su vida en Europa, especialmente en París. Como D. H. Lawrence, su
predecesor y hermano espiritual, siente nostalgia por la criatura, por una animalidad que incluya el
espíritu y se funda con él en una forma superior de esencia. Hemos llegado hoy al punto en que
—recordando nuevamente la profecía de T. S. Eliot— brota en el subconsciente de los pueblos un deseo
de liberarse de la carga de la civilización y de restablecer los antiguos contactos. Autores como Giono,
Hamsun, el islandés Laxness y el cretense Kazantzakis deben una gran parte de su influjo a este anhelo
secreto de una época amenazada de asfixia. Pero mientras Giono sólo necesitaba escuchar las voces del
paisaje provenzal para oír el «canto del mundo», Miller, criado en un barrio de inmigrantes de Nueva
York, es «un hombre urbano» hasta la medula. La corriente de la que su alma se alimenta recorre las
calles de la ciudad que lo ha criado. Por ello no es en el murmullo de los árboles ni en el despertar de la
primavera, sino en lo sexual, donde halla el acceso al paraíso perdido. Porque el encuentro de los sexos y
el sentimiento de plenitud de la fuerza procreadora ofrece al hombre urbano, tan extraño a lo elemental,
la posibilidad de hacer experiencias más allá de las barreras de la conciencia, internándose en los ámbitos
sagrados de la supraconsciencia. Aquí puede todavía percibir lo inmediato, aquí consigue esa «sensación
de realidad» de la que habla Miller en su ensayo. El choque de lo «obsceno» le abre un mundo nuevo,
que es en realidad el viejo, el indestructible, el que el hombre «siempre ha llevado en sí». El arcaico yo
instintivo es puesto al desnudo y enfrentado victoriosamente al mundo de fachadas de la civilización.
Contra la «peste del progreso moderno» erige Miller el mito de lo sexual. Derribando el muro del decoro
espera adentrarse en el ser.
Se comprende que no siempre le sea posible evitar los excesos. Pero Miller no es sólo en modo
alguno el monómano del instinto que parece ser a juzgar por ciertas partes de sus dos novelas
autobiográficas más famosas: Tropic of Cáncer (1931) y Tropic of Capricorn (1939). El erotismo de Miller
abarca mucho más, abarca toda la creación. Su mensaje busca —de nuevo un Lawrence hipertrofiado—
el restablecimiento de la conciencia cósmica. «La vida —leemos en Tropic of Cáncer— se halla
comprimida en la semilla, que es un alma. Todo tiene alma, incluso los minerales, las plantas, mares,
montes y rocas. Todo tiene percepción, incluso en el más bajo escalón de lo consciente. Una vez que se
ha comprendido este hecho deja de haber desesperanza. En los grados más ínfimos, en los cromosomas,
existe la misma felicidad que en la cumbre: Dios. Dios es la suma de todos los cromosomas que han
arribado a la plenitud de conciencia...» Miller percibe la gran oportunidad del hombre, culpablemente
desperdiciada, de poder elevarse a una tal conciencia. «Sé —dice— lo que significa ser humano, y la
debilidad y fuerza que ello supone. Sufro con este conocimiento a la vez que me recreo en él. Si tuviera la
posibilidad de ser Dios, me negaría. También me negaría a ser estrella, si se me ofreciera la posibilidad. La
más maravillosa oportunidad que nos ofrece el mundo es la de ser hombres. Abarca todo el mundo.
Incluye la conciencia de la muerte, que ni siquiera Dios posee.» Aceptar la muerte sólo es posible a quien
ha vivido con todos sus sentidos. Y así abraza Miller la vida en toda la multiplicidad de sus
manifestaciones. Se embriaga de realidad, un ansia de afirmarlo todo le domina; encuentra la conciencia
cósmica en cada forma de entrega y de placer, en el trato fraternal con los fenómenos, sondeando su
entraña vital, aunque no se trate más que de un rayo de sol o de una figura de ajedrez primorosamente
tallada, de la preciosa funcionalidad de una bicicleta, de la calidad sensual de una mesa pulida o de una
opulenta comida. Los objetos, confiesa, lo persiguen. «Podía ser una parte del cuerpo humano, o una
escalera del proscenio de un teatro de variétés, una chimenea o un botón hallado en el arroyo. Sea lo que
fuere, me permitía abrirme, entregarme, estampar mi firma.»
De este modo, Miller, vagabundo incansable por las calles de las grandes ciudades, aficionado
genial que probó más de dos docenas de profesiones, desde enterrador hasta repartidor de leche, se
convirtió realmente en lo que Huxley dijo de Lawrence: un «materialista místico». En un mundo de usos y
utilidades, es —he aquí su grandeza— un ser totalmente «inútil», un ser que sólo está lleno de una cosa:
de un deseo insaciable de vida y de loar la vida. Sobre todo quiere escribir «de forma apasionante». El
escritor tiene, según la convicción de Miller, un «lugar preferente en el paraíso». Puesto que puede
penetrar en el reino de los cielos ya sobre esta tierra. El poeta es capaz de una simpatía universal, posee
el don de ver, de asombrarse, de identificarse con las cosas y, sobre todo, el don de la palabra. Este es el
punto en el que Miller triunfa de los reproches hechos a su vitalismo lírico, a su preocupación por el sexo,
a su pensamiento exaltado. Pertenece al pequeño grupo de obsesos lingüísticos y maestros del verbo de
nuestra época. También el idioma, también el pensamiento, también el espíritu están incluidos en la ex-
periencia total del mundo de este autor: en la palabra confluyen todas las realidades. «Todo lo verbal
—dice en la novela Plexus (1952) — me interesa apasionadamente»; y en Tropic of Capricorn: «Sea lo que
fuere, la palabra, destrucción o creación, creció ubérrima, superó el tiempo y el espacio, sobrevivió a los
ángeles, derribó a Dios de su trono y desencajó al universo de sus goznes... En cada palabra fluía la
corriente a su manantial perdido y nunca hallado...» Gracias a esta intensidad de vivencia del lenguaje,
consigue Miller atravesar, no sólo por sí, sino también en la persona del lector, la frontera que
normalmente separa al individuo de la creación. La «asociación con el mundo», la protesta contra la
organización que agosta la vida, el mensaje de comunión mística cuajan en la obra de Miller en realidades
líricas. Formalmente significa que Miller es incapaz de narrar. D. H. Lawrence, aun en pleno entusiasmo,
sigue siendo siempre un hombre dolorido; su «We are crucified in sex» refleja una experiencia trágica y
mantiene en él una tensión que fructifica artísticamente en sus novelas. Miller, en cambio, no es más que
un gran embriagado; su forma de expresión es el cántico. «Esto es, pues, una canción. Estoy cantando»,
dice en las frases introductorias al Tropic of Cáncer. Cultiva el himno a lo Walt Whitman, sólo que sin el
puritanismo de éste. Miller no desperdicia ocasión de ensalzar a Whitman como el más grande —si no el
único— poeta americano: «Todo lo que en América puede tener algún valor fue expresado por Whitman,
ya no queda nada que decir. El futuro pertenece a los robots, a las máquinas. Whitman fue el poeta del
cuerpo y del alma. El primer y postrer poeta. Hoyes casi indescifrable, un monumento cubierto de simples
jeroglíficos, cuya clave ignoramos.»
Esto constituye también una confesión: la de un poeta cuyas novelas son poemas en prosa, cuya
narración es un inmenso abrazo lírico al mundo, cuya obra es un grandioso balbuceo. El lenguaje de
Millerno procede por lógica, por construcción, por argumentos, sino como lenguaje. Convence por sí
mismo, por su sensualidad. Patético, indómito, exuberante, ebrio de imágenes, incontrovertible como la
palabra de un profeta. «El sabio, el profeta, el visionario —dice Miller—, todos hablan en giros
apocalípticos.» No hay duda de que él mismo quisiera ser considerado como el poeta que llama a los
hombres con giros apocalípticos a la fiesta de la vida, al «perpetuo cántico de la alegría», a la entusiasta
participación en el ser, únicos conceptos que para él cuentan como antídotos contra la vida desviada, la
existencia técnica, la «secundaria forma de vida» en que nos hemos hundido. Puede parecer exagerado;
puede pensarse que Miller pretende y promete más de lo que puede ofrecer. De cualquier forma ésta es
la apertura que nos permite el acceso a su obra. El mundo siempre se escandaliza por lo que no es. No
debería agitar los espíritus la cuestión de si este americano es o no es un pornógrafo declarado, sino la
indignación o, en su caso, la alegría de que nuestra época pueda producir y soportar un individualista de
su calibre. No es el Miller erótico el que para nosotros —positiva o negativamente— tiene importancia,
sino el solitario apasionado que rechaza toda forma de coacción social, incluso la del trabajo, y que se ha
separado del rebaño, «rebaño de búfalos», para «unirse a la otra corriente de existencia, a una raza que
precedió a los búfalos y que los sobrevivirá».
W. H. Auden, autor de The age of anxiety, ha descrito al poeta de hoy como un hombre normal y correcto
que con sus gafas, traje oscuro, bombín y polainas se dirige en metro a la oficina. Es el tipo Eliot. Del otro
lado están los técnicos e ingenieros, los pilotos, alpinistas y combatientes, los líricos hombres de acción
que hacen poesía en las avanzadas, vestidos de bata blanca, uniforme o trinchera. Es el tipo Malraux,
Saint- Exupéry, René Char. Henry Miller no pertenece a ninguno de los dos bandos. Es uno de los últimos
verdaderos bohemios, un hombre libre de toda convención estética y moral, amante de lo espontáneo,
aficionado al éxtasis, al olvido de sí mismo y al embeleso en todo aquello que es espíritu más allá de la
razón. Artísticamente, esto significa la liberación de las fuerzas creadoras de la profundidad, el imperio
legalizado del sueño, de la embriaguez, de las imágenes, es decir, surrealismo. Pero en Miller adquiere
otro significado que en los párrafos estéticos de los teóricos poetizantes agrupados alrededor de André
Bretón. Añade al surrealismo programático calor de vida y fuerza natural, alimenta el experimento con el
caos productivo de la existencia, al que se siente más ligado que a cualquier teoría. En un epílogo a la
narración La sonrisa al pie de la escalera (1948), uno de sus trabajos más disciplinados, habla Miller
conmovido de la exuberancia de verdad de la que todo poeta toma prestado y que todo poeta persigue:
«Desvelamos y descubrimos. Se nos dio todo, como dicen los místicos. No tenemos más que abrir los ojos
y los corazones para unirnos con lo que es.» Este es su programa; y también la destrucción creadora per-
tenece a este programa. Sólo ella proporciona al artista la libertad de manipular los elementos dispares
de una «cultura» (el entrecomillado es de Miller) lacia, de modo que brote de ellos una nueva vida.
THOMAS WOLFE
Para descubrir lo que somos hemos de
volver a sumirnos en las ideas y sueños
de los mundos que nos soportaron y nos
soñaron; y allí hallar el idioma que nos
es propio... Porque todo lo perdido desea
ser hallado de nuevo, recreado y devuel-
to a sí mismo por el que lo encuentre...,
como idioma que es hallado para expre-
sar lo inefable.
WILUAM GOYEN, In a farther country.
Según el calendario, Thomas Wolfe no era ya ningún jovenzuelo cuando, en 1938, le sobrevino la
muerte. Pero nos resulta imposible imaginárnoslo, como a Novalis, de otra manera. A pesar de las
colosales diferencias de época y origen, personalidad y nacionalidad, que separan al aristócrata alemán,
con sus rasgos seráficos y extraterrenos, del macizo hijo de un artesano del sur de los Estados Unidos, no
cabe duda de que su secreto es el mismo. Es la misma enigmática armonía entre gracia infantil y
experiencia intuitiva, inocencia y sabiduría, entrega a la muerte y amor ferviente a la vida. Ambos son
niños que, condenados por el destino a una madurez prematura, contemplan las profundidades con una
sonrisa infinitamente seria. Cuando Maxwell Perkins, amigo paternal y editor de Wolfe durante muchos
años, lo vio por primera vez en el umbral de su despacho, se sintió, según cuenta, invadido por el
recuerdo de Shelley.
El genio juvenil, al que los dioses concedieron plenitud, pero no tiempo, parece regirse por leyes
propias. Son las leyes de la perfección en lo fragmentario. Shelley, Keats, Novalis, Kleist y Büchner, Heym,
Trakl, Stadler, García Lorca y Thomas Wolfe recorrieron por entero el círculo de la experiencia en el más
breve plazo de tiempo. Toda vida — ¡cuánto más la vida de los elegidos!— es en sí necesaria y completa.
La realización no está ligada a los años. Es superfluo preguntarse lo que Thomas Wolfe habría hecho o
escrito, o qué evolución habría experimentado, si no hubiera muerto a los treinta y ocho años (casi a la
misma edad que Federico García Lorca). Es superfluo, porque en ese caso también lo que de él poseemos
hoy sería distinto. Un Thomas Wolfe que hubiese tenido ante sí toda una madurez y ancianidad, habría
escrito otra poesía, no habría sido tal como lo conocemos. Muchos lugares de los escritos y cartas de
Wolfe denotan que lo atormentaba el presentimiento y el temor de una muerte temprana. Su vida y su
obra están bajo el signo de un pánico, provocado por el tiempo, que, no obstante, tampoco podemos
llamar trágico. Porque precisamente a ese pánico se debe la vehemencia, la vibrante inmediatez, el
exceso y la grandiosidad derrochadora de cada una de sus expresiones, que hicieron de él lo que en
realidad fue. La conciencia de que somos, como él lo expresa más de una vez, «the dupes», los
engañados del tiempo —vivencia que comparte con Huxley— lo espolea al esfuerzo gigantesco de aferrar
el tiempo por su perecedera multiplicidad y plurivalencia, para fijarlo definitivamente ante nosotros con
la fuerza de 8us puños de leñador. A principios de los años treinta, después del éxito de Look homeward,
ángel, mientras trabajaba en su segunda novela, se apodera de él súbitamente dicho pánico del tiempo.
«Por primera vez —relata más tarde en su Story of a novel (1936)— se infiltró una duda en mi espíritu, la
duda terrible de no vivir el tiempo suficiente para terminar esa tarea tan grande y tan imposible que
había emprendido, para la que quizá no bastasen las fuerzas de doce vidas.» Desde aquel momento
escribe «como azuzado por las Furias». «Sentía la presión del tiempo irrecobrable, la imperiosa necesidad
de terminar algo.» De hecho, sólo terminó, además de un volumen de relatos, dos novelas: Look
homeward, ángel (1929) y Of time and the river (1935). El resto no es más que material, del que sus
ejecutores testamentarios destilaron una serie de volúmenes, entre los que se halla You can't go home
again (1940). Se trata quizá de la mejor novela de Wolfe. El trémolo lírico de sus comienzos se ha
tranquilizado aquí, adoptando una forma narrativa más objetiva, que, sin embargo, no ha perdido nada
del juvenil brío de sus trabajos anteriores.
Este sentirse azuzado nace de una apreciación por demás realista de la dificultad de su tarea.
Una vida rica en años no habría hecho más que paliar esta apreciación. Pero a Wolfe le oprime con un
peso redoblado. Ha de desempeñar el papel de su vida a un ritmo dramáticamente acelerado y con la
claridad y precisión de una ecuación. El mismo explica en qué consiste este papel. Es el intento de
«devorar» en una especie de «salvaje embriaguez» «la totalidad de la experiencia humana». Este deseo
—el mismo Wolfe lo califica de «locura»— determina su narrativa, le confiere su patetismo, su ardor
interior, pero también su falta de medida y su insuficiencia. Le convierte en un estadístico homérico que
no puede permitirse excluir ni siquiera el más nimio detalle. Este trabajo ha de hacerlo después su editor
con él, y a menudo contra él. El se confiesa, no obstante, terca y decididamente «anti-Flaubert». «No
olvide —escribe en una carta a su colega F. Scott Fitzgerald— que un escritor no es sólo un omisor (a
leaver-outer), sino también un introductor (a putter-inner), y que Shakespeare, Cervantes y Dostoievski
fueron grandes introductores..., lo que constituye su mayor título de pervivencia durante el mismo
tiempo que perdure Monsieur Flaubert, dicho sea con permiso, por aquello que omitió.»
Así abre Wolfe las puertas de su percepción y de su recuerdo («De la familia de mi madre heredé
una increíble capacidad de recordar, que arrastraba torrencialmente el más mínimo detalle») y hace que
el mundo en toda su abundancia inunde los gigantescos libros de contabilidad en los que (como Zola en
sus famosos cuadernos negros) anota todo: el rumor de las calles, el tableteo de las cántaras de leche, la
luz polvorienta de las estaciones, los olores de los barcos cargados, las camas en que durmió, las paredes
que miró, el golpe de una puerta de jardín, el cacareo de una gallina, la chispeante vida sobre l'avenue de
l'Opéra y el amanecer sobre el Kurfürstendamm, las siluetas nocturnas de la jungla de Brooklyn y el
mundo de papagayos de las reuniones literarias. Como Zola, es un colosal coleccionista de detalles y
realidades, sin la maníaca pedantería de aquél ni sus pretensiones seudocientíficas. Zola era un
rastreador, del que se decía que incluso físicamente tenía una nariz de perro de caza; Wolfe era sim-
plemente un hombre abierto. La exactitud no es para él un programa, es un don de su talento. Su
capacidad de recibir sensaciones y de reproducirlas exactamente es ilimitada. Cuando retrata a Sinclair
Lewis (el Lloyd McHarg de You can't go home again) nos invade el sentimiento de una autenticidad
ardiente, casi dolorosa; y cuando reproduce conversaciones, son (sus «víctimas» lo testimonian de
consuno) fonográficamente fieles en contenido y tonalidad. Pero esta capacidad no agosta nunca su
estilo ni lo hace impersonal. Hasta como registrador tiene el brío del entusiasta. La riqueza de la realidad
lo vuelve extático, provoca en él un tumulto de fuerzas creadoras. Canta mientras verifica y anota, canta
y construye. La amplitud crece en altura. Lo que parece mera acumulación se convierte en expresión de
arrebatado asombro ante la maravilla «incomprensible y sobrecogedora» dela existencia. Thomas Wolfe
no contempla el mundo a través de anteojos, ni tampoco con lupa: lo atrae hacia sí, lo abraza gimiendo
de dolor y de deseo. Porque en todos estos catálogos hímnicos, en estos desbordantes registros de olores
y sonidos, de colores y formas, de lo percibido, intuido y soñado, vibra el sentimiento de la impotencia
humana ante tanta abundancia y la conciencia de su transitoriedad. El entusiasmo y el duelo, el encanto y
el lamento se confunden. «La belleza viene y se va —escribe Wolfe en su ensayo lírico El solitario de Dios
(1930)—; apenas la tocamos, ya ha desaparecido, no se puede forzar su permanencia. De este dolor de la
pérdida, de la amarga felicidad de tan breve posesión, de la magnificencia efímera de cada momento,
crea el escritor su himno a la alegría, para poder retener por lo menos esto.»
El naturalismo no constituyó nunca para Wolfe una tentación. No bebe en las fuentes de la
observación, sino en las profundidades de una memoria que conserva las impresiones con una frescura,
con una violencia, que excluyen cualquier tibia reproducción. No hay en este narrador una sola
verificación, por objetiva que parezca, que no sea expresiva. Su sentimiento lírico de la vida empapa la
materia. Los objetos están impregnados de recuerdos, y no sólo de los conservados en el sacrosanto
interior de su vida. Mientras que el recuerdo de Proust se mueve en el círculo mágico de un sublime
egotismo, la memoria monumental de Wolfe trabaja sobre una amplia base. Su obra prolifera en
sedimentos aluviales de una memoria suprapersonal que todo lo abarca. «Yo tenía mil años al nacer»,
escribe a su madre; y en Look homeward, ángel se lee que cada instante es «el fruto de cuarenta mil
años»: «Cada uno de nosotros representa las sumas que no ha hecho. Devuélvenos a la noche y a la
desnudez, y reconocerás que el amor que terminó ayer en Tejas, empezó en Creta hace cuarenta mil
años.» Tal es el convencimiento místico de Wolfe: nada de lo que ha existido se pierde nunca, todo
refluye a cada instante en la actualidad. Es misión del poeta hallar un idioma adecuado para el fenómeno
de la presencia en cada instante de todos los instantes jamás vividos.
Proust realiza el milagro del recuerdo como debajo de un fanal, con la respiración contenida,
mediante un largo y penoso proceso. En cambio, Wolfe se ve atacado por el «tiempo perdido» (utiliza el
término de Proust con frecuencia), que lo agobia y quiere ser hallado de nuevo. No necesita inventar
sutiles técnicas de recordación, le basta con recoger lo que invade su memoria, y lo hace con facilidad. La
quisquillosa preocupación de Proust por el temps pur le es, como todo lo espiritual, ajena. Su arte
rememorativo es tan inmediato, tan sensorial e inocente como su universalismo. En el fondo, está tan
lejos de Proust como de Joyce. Ello no impide el que se remita a Joyce, y con razón, pues participa de su
moderna ansia de totalidad. Pero esta ansia, aunque expresada tormentosamente, no deja en Wolfe de
ser algo vago y retórico, que no le procura ningún principio ordenador artístico. Las prácticas y
manipulaciones que toma de Joyce quedan aisladas. Así, por ejemplo, cuando en el capítulo 14 de Look
homeward, ángel incluye una reproducción, casi demasiado minuciosa, de la fuga callejera del Ulysses. Lo
que diferencia —también en categoría— a Wolfe, el hombre de los éxtasis escritores, de Joyce y de
Proust es la ausencia del elemento constructivo: en su obra novelística falta, como en todo su universo, la
dimensión intelectual. Le es dada la magnificencia del canto y del decir, no la de las impecables
proporciones ni la del refinamiento calculado. El nivel de conciencia en el que se desenvuelve excluye la
perfección artística. No posee ni el inmenso entendimiento artístico de Joyce, ni la delicadeza intelectual
de Proust, ni la tenebrosa fuerza formal de Faulkner: posee «solamente» genio.
Sin embargo, tiene razón Hermann Broch al atribuir mayor importancia —por lo que respecta a
la tarea representativa que corresponde a la novela como género— al «informal» Thomas Wolfe que, por
ejemplo, al «artesanal» Thornton Wilder. Aunque el estilo oratorio y monumental de Wolfe parece ser
más disolvente de formas que creador, por ello mismo se aparta de lo meramente novelístico
dirigiéndose —como la mayor parte de la narrativa de nuestro siglo— hacia la épica. La novela se
conforma con representaciones anímicas o sociales parciales, mientras que la epopeya se basa siempre
en la certidumbre de una unidad mítica del ser. Wolfe, desde luego, no consiguió, como Proust o Joyce,
crear experimentalmente una tal unidad del ser, ni llegar, como Melville o Faulkner, a aquel «naturalismo
original», en cuyo fondo yacen las imágenes que renuevan los mitos. Pero pudo intuir aquellas realidades
que no supo realizar, y supo acentuar su intuición con tal patetismo y fuerza nostálgica, que a partir de
ella halló el camino hacia la forma, hacia su forma. Todo ello lo sitúa quizá no en el rango de los grandes
técnicos y «constructivistas» ni de los grandes creadores de mitos, pero sí entre las filas de los grandes
cantores y profetas.
Thomas Wolfe está más cerca de Henry Miller y del patriarca americano Walt Whitman que de Joyce y de
Proust. Es sin duda más decididamente americano de lo que se cree en Alemania, donde sus numerosos
admiradores lo reclaman como una especie de fruto tardío del expresionismo alemán, sin darse cuenta
de que dicho expresionismo —por muy lamentable que sea— no llegó a ser nunca cosa de la literatura
universal. A pesar de sus muchos viajes por Europa —viajes ansiosamente emprendidos—, Wolfe no fue
un americano «completo», en el sentido de T. S. Eliot y de Henry James, para quienes sólo Europa puede
crear al americano completo, total, es decir, al americano que ha asimilado sus orígenes. Lo que Wolfe
buscó en Europa no fue esa «totalidad», sino el lugar de una superior nostalgia. Vino a Europa para poder
anhelar su retorno a los Estados Unidos. La nostalgia lo fecundaba, ponía en movimiento los órganos del
recuerdo. Sentado en la terraza de un café de París, recuerda de pronto la barandilla de hierro del
Boardwalk, en Atlantic City, y comprende con toda claridad que no ha visto nunca en Europa una
barandilla de hierro del mismo color y contextura. Otra vez será un puente y «el tenebroso trueno
retumbante sobre las traviesas» cuando un tren lo atraviesa, o la caseta de espera en una parada del
tranvía, o el «entramado de pilares estériles y enjutos» de un ferrocarril elevado. Y le duele el corazón en
el pecho no sólo de deseo de volver a ver lo recordado, sino de expresarlo. Así comienza a descubrir
América en Europa. También en esto se parece a Henry Miller, de quien escribe Alfred Kazin que no hay
nada más americano que «la imagen de este postrer y salvaje exiliado, quien, odiando a Estados Unidos,
venera en los más miserables suburbios de París a Walt Whitman». Como Miller, sueña Wolfe con
desenterrar aquella América primitiva que yace escondida bajo la lisa y estéril superficie: la «América
perdida, nunca hallada, omnipresente».
A la busca de esta América lo vemos en sus libros. Así resalta que su posición subjetivista, su tan
difamada actitud autobiográfica, es precisamente lo que los eleva sobre lo meramente personal. Del
mismo modo que al tratar el mundo de los objetos lo trasciende (¡la conversación de los espíritus y el
baile de los ángeles de mármol al final de su primera novela!), su yo es algo más que sólo eso. Al
explorarse el autor a sí mismo apasionadamente, espera alcanzar el fondo de aquella verdad mayor de la
que él es parte. Parece un tanto pueril que quiera más tarde borrar las huellas autobiográficas. En medio
de su obra narrativa cíclica (Wolfe fue siempre consciente, y con mayor razón que Faulkner, de que
estaba escribiendo con sus novelas un solo libro: The Book), cambia el nombre del protagonista Eugen
Gant, cuyo genial viaje por la vida esta describiendo, en George Webber. Como si no fuera de todos
modos obvio para el lector que se trata de una y la misma persona, y que ésta no es otra que el autor.
Esta medida violenta fue la respuesta despechada a los que criticaban el carácter autobiográfico de su
obra, crítica totalmente injustificada. No se puede reprochar a un autor aquello que constituye preci-
samente su fuerza. Quizá Thomas Wolfe no haya conquistado nuevos reinos para la literatura moderna,
pero le dio algo que de otro modo le faltaría: un patetismo lírico de juvenil arrebato, la insatisfacción y el
hambre juvenil de realidad. Y todo esto sólo lo pudo dar entregándose por entero.
FEDERICO GARCIA LORCA
Uno de los momentos más felices en el trato con la literatura es el encuentro con una inocencia
de lo poético, que no sea mera sencillez devota y dulce canción- cilla, sino que resulte de la confluencia
de la ingenuidad con la sabiduría intuitiva, la experiencia trágica y el refinamiento de una cultura antigua.
Este es el tipo de inocencia que imprime su magia en la obra de Federico García Lorca. La lírica de Lorca
—y también sus dramas son lírica— tiene la áspera frescura de lo prístino y la experiencia formal, la
seguridad cuajada de los ademanes rítmicos que sólo consigue un poeta con esta naturalidad por
transmisión de tradiciones. En el enorme espacio de la poesía moderna, un espacio de conciencia,
formado y poblado por el gusto de la osadía intelectual, Lorca representa la individualidad vegetativa.
Con la clausura y la seguridad en sí mismo de lo que tiene raíces y se sabe soportado por ellas, se en-
frenta al moderno mundo de laboratorio, al que, sin embargo, no se cierra. Lo acoge en sí, lo envuelve y
lo sobrepasa; le da las sombras en las que viven los espíritus de la antigua vida imperturbable.
Una de las razones de tal superioridad —la superioridad del cantor sobre todos aquellos que han
de elaborar antes sus premisas líricas— es la hispanidad de Federico García Lorca. España es, con Irlanda,
el país europeo que aún se renueva en el mito. Mito significa orientación hacia abajo, significa percepción
de amplitud y de profundidad, significa máxima conciencia de la personalidad juntamente con la
conciencia de la trágica defectuosidad de todo lo personal. La conciencia mítica permite la conservación
de la dignidad individual y, al mismo tiempo, de una amplia sensibilidad totalitaria, basada no en una
razón «social», sino en la común procedencia de la oscuridad. Esta oscuridad, que a todos amenaza, sólo
puede ser conjurada con un acto de culto. Se vence en el ritual de la corrida de toros, en la belleza de la
muerte, en la veneración de la belleza, en la cortesía, en la caballerosidad, en la estrofa, en el ritmo del
baile. «En la corrida y en el baile flamenco no se divierte nadie», dice Lorca. Y: «El torero, quemado por el
demonio, da una clase de música pitagórica.»
Se comprende que fuera más que una afición folklórica lo que movió a Lorca a coleccionar nanas
de todas las regiones españolas. Se lanzó en busca del secreto de las melodías negras, de las estrofas
oscuras; buscó los motivos de la tenebrosidad de los textos y de la tristeza de las melodías que nos
conmueven con lastimera fuerza en la poesía popular, y no sólo la española. La madre española,
comprueba, desdeña cantarle al niño sólo cosas agradables; lo prepara suavemente para la realidad
amarga, lo «embebe paulatinamente en el sentimiento trágico del mundo». ¡Qué amplitud de pen-
samiento, qué español, qué limpio de sentimentalismo, y al mismo tiempo, cómo nos acerca a la fuente
de toda poesía! En Lorca hay siempre dos escenarios: el visible se llama España, el invisible es la
existencia humana. Si en una de sus poesías (La calle de los mudos) apunta el coqueteo, las risas, guiños y
señas de un ceremonial galante, sabemos: esto es España. Y no sólo porque se hable de capas y de
abanicos, sino porque estas cosas están ordenadas de modo que nos comunican inconteniblemente —a
pesar de su delicada gracia— algo del sentimiento básico de la existencia española, algo de la tensión
entre el instinto y la costumbre, entre el éxtasis y el ascetismo, la ardiente devoción a lo bello y el
moralismo hierático que pertenecen al ser español. Las jóvenes juegan entre risas, pero en jaulas, tras
«inmóviles vidrieras», y sobre «los pianos vados» tienden las arañas sus hilos. Se rinde homenaje a las
bellas con la capa, se ejercita el juego de los abanicos, pero se ama a distancia. Se utilizan trasnochadas
formas y fórmulas, se vive con símbolos tras los que busca refugio un apasionamiento destructor.
Todo esto es España. Pero ¿quién puede pretender que sólo es España? La melancolía de un solo verso
solitario, desprendido de la estructura estrofal, expuesto aisladamente:
Mundo del abanico,
el pañuelo y la mano,
nos conmueve, independientemente del medio; y que el lenguaje ardiente haga de la capa de
lana, airosamente lanzada, «alas y flores» es encantamiento lírico que nos conmueve siempre y en todas
partes. El influjo inmediato de tal lírica descansa en el hecho de trabajar con material sensorial pródigo
en connotaciones líricas, en el hecho de hallarse fuertemente anclada en la tradición de una poesía
popular, llena de plasticidad. Su dramatismo secreto y su efecto más profundo reside, no obstante, en
que modula, transforma y desarrolla el tono popular, lo eleva a la condición de lo suprarregional,
haciéndonos partícipes de un proceso que, sin ser el único, es el camino genuino de la poesía. El secreto y
la grandeza de Lorca están en que los elementos de la tradición tienden en él, con necesidad intrínseca, a
maridarse con el espíritu de su tiempo. El apasionamiento y el estoicismo españoles, el amor a la vida y el
desprecio de la muerte, la fantasía y el realismo, lo soñador y lo duro, la viril melancolía y el alegre senti-
miento de las formas, la conciencia básica de la unidad del nacer y del perecer, todo ello se transforma en
posibilidades de nuestra propia sensibilidad. La certidumbre de que el paso de la poesía popular a la gran
poesía Universal es aún posible se lo debe la literatura moderna—además de a Yeats—, sobre todo, a
García Lorca.
Esto presupone, evidentemente, que el poeta se mantenga abierto no sólo a las voces del
paisaje, sino también a las del mundo. Jean Gebser, que conoció a Lorca personalmente, subraya lo
«lunático» de su personalidad; «casi no era persona, sino estado», «nunca era poseedor, siempre
poseído». Esto denota receptividad multifacética; por eso fue también él el amigo de Salvador Dalí,
accesible a los encantos del modernismo abstracto y de los montajes de imágenes intelectuales. Su
irrupción en los ámbitos de la inocente objetividad y de la escueta melodía es algo esencial de su
personal estilo: la protagonista de Preciosa y el viento, uno de los romances gitanos con los que Lorca se
ganó el amor de sus compatriotas, no recorre un sendero bordeado de laureles, a lo largo de un arroyo
cristalino, sino un
anfibio sendero
de cristales y laureles;
y la elemental música del viento, bajo cuya furia palidece la tierra, es parafraseada con palabras
que componen requisitos reales convirtiéndolos en esquemas expresivos irreales:
Cantan las flautas de umbría
y el liso gong de la nieve.
El cantor de Andalucía se vuelve ingeniero lírico sin dejar de ser cantor. Hace música con
imágenes que re- unen, en concepción genial, lo natural y lo conceptivo. Sus poesías son arte popular,
comprimido en fórmula; idilio cantante, traspasado por los relámpagos de un intelecto inquieto y
combinatorio. La inmanente naturalidad de este proceso se ve subrayada por la falta de solución de
continuidad entre el tradicionalismo y el vanguardismo. En una de sus poesías más bellas y ca-
racterísticas, La baladilla de los tres ríos, en la que Lorca contrapone el alegre y claro mundo de Sevilla al
mundo trágico y pesaroso de Granada, poniendo de relieve en sus ríos la doble cara de su patria
andaluza, utiliza la osada metáfora:
El río Guadalquivir
tiene las barbas granate.
Se podría sucumbir a la tentación de calificar este giro —las barbas granates del río son sus
riberas de tierra roja— como especialmente significativo del modernismo de Lorca si Enrique Beck,
traductor de Lorca al alemán, no nos hubiera hecho notar que ya don Luis de Góngora, en el paso del
siglo XVI al XVII, había dotado al Guadalquivir de estas características fisonómicas. El mismo Lorca señala
en su conferencia sobre don Luis de Góngora (1927) la tradicional riqueza en imágenes de la poesía y del
idioma español, y cita una multitud de encantadores ejemplos: una cúpula es una «media naranja»; a un
cauce profundo que discurre lento lo llaman un «buey de agua», y a los mimbres les gusta estar siempre
en la «lengua del río». Incluso lo más característico de Lorca, la conjunción e inserción de la plasticidad
más floreciente y de la abstracción más escueta, las intersecciones de los planos conceptuales y la mezcla
de esferas sensoriales: las luces que gritan; el cielo que cabalga sobre el río; el horizonte de perros que
ladran; la luz, como pájaro en el infinito, nido del universo; el viento que corta como un hacha; los
árboles que son como flechas disparadas desde el cielo; el brazo de la noche que crece por la ventana; el
marino que retorna con un pez en el corazón (su nostalgia del mar), o la llama de la lamparilla de aceite
que, como un faquir, contempla su corazón de oro; todo esto se encuentra en tendencia ya en Luis de
Góngora quien llama a una gruta «el bostezo melancólico de la tierra», y habla de las muchas «orejitas»
que forma el arroyo en su corriente para escuchar el canto de los pájaros. Cuando Lorca nos hace vivir lo
ilimitado y lo sacramental del silencio, convirtiéndolo en un ser que inclina todas las frentes hacia la
tierra, o cuando caracteriza la ciega incontinencia de los deseos humanos, dándoles cabezas sin ojos, son
éstos otros tantos momentos en los que la tradición popular, el genio del barroco español (Góngora,
Cervantes) se da la mano de forma fecunda con el espíritu del lenguaje moderno. Dice Lorca que los
poetas han de abrir las puertas comunicantes entre los sentidos humanos, y para llegar a sus imágenes
más reales y bellas, sobreponer las sensaciones: «La imagen es, pues, un cambio de trajes, fines y oficios
entre objetos e ideas de la naturaleza. La metáfora une dos mundos antagónicos por medio de un salto
ecuestre que da la imaginación.»
Dijimos: también los dramas de Lorca son lírica. Con toda la inexorabilidad del detalle realista
conservan intacta la sonoridad lírica, se comportan como canciones por su construcción estrófica, sus
flexibles transiciones de la prosa al verso, de la palabra hablada a la cantada. También aquí perpetúa
Lorca una tradición. Acerca de la tragicomedia Doña Rosita la soltera, o el lenguaje de las flores (1935) se
lee en el subtítulo: Poema granadino del novecientos, dividido en varios jardines, con escenas de canto y
baile. Pero «canto y baile» en Lorca no son, como en las obras costumbristas de los hermanos Quintero,
añadido poético, sino expresión, crescendo, síntesis lírica. Así, en Yerma, la tragedia del anhelo de
maternidad, un conjunto de seis lavanderas asume el papel comentador del coro antiguo, traspuesto al
folklore ibérico. En Bodas de sangre, la obra dramática más conocida de Lorca, lo lírico se convierte en
elemento formal constitutivo, en portador de las energías dramáticas. El núcleo mítico de esta «tragedia
lírica», la rebelión de la naturaleza contra los transgresores de la moral, no habría sido representable con
los medios ortodoxos del drama; fue necesaria la lírica. Lorca lo consigue haciendo incluso de la luna una
perseguidora de la pareja adúltera: la hace aparecer en la figura de un joven leñador de pálido semblante
no como luna suave y benigna, sino como estrella fría y mortal que quiere calentarse con el latir de la
sangre humana. Es un monólogo, un poema si se quiere, pero ¡qué soterrada tensión, qué horror lunar y
qué exactitud de la función dramática! Desde la enajenación cósmica del principio:
Cisne redondo en el río ojos de las catedrales,
alba fingida en las hojas soy...,
se eleva la aparición, pasando por el grito del elemento vengador:
¡Tengo frío!,
y
¡No haya sombra ni emboscada,
que no puedan escaparse!,
hasta el reiterativo
¡No! ¡No podrán escaparse!
Yo haré lucir al caballo
una fiebre de diamante.
La luna y la muerte (la muerte se presenta como una mendiga anciana que recorre descalza el
bosque) se alían a la moral. Persiguen a los fugitivos y señalan el camino a los perseguidores. Sabemos
que cuando sale la luna se ha acabado la huida. El final del cuadro es pura lírica escénica, poesía muda
con los medios del escenario: «Aparece la luna muy despacio. La escena adquiere una fuerte luz azul. Se
oyen los dos violines. Bruscamente se oyen dos largos gritos desgarrados y se corta la música de los
violines. Al segundo grito aparece la mendiga y queda de espaldas. Abre el manto y queda en el centro
como un gran pájaro de alas inmensas. La luna se detiene. El telón cae en medio de un silencio absoluto.»
Lorca murió en 1936, cuando todavía no tenía treinta y siete años, víctima de la guerra civil. Su última
obra dramática, La casa de Bernarda Alba, la «tragedia de la mujer en los pueblos españoles», permite
entrever la evolución que habría podido experimentar su estilo lírico-dramático. El drama sin hombres,
cuyo protagonista invisible es —precisamente por su ausencia— el hombre terrible, el ser priápico
alrededor del cual giran los pensamientos de las mujeres condenadas a la soledad por una costumbre
despótica, tiene el desnudo rigor de un documento. El lírico se hace crítico social; la canción de la
soledad, cantada a través de los siglos por la literatura española, y enriquecida por Lorca con algunas de
sus variantes más bellas, se congela aquí en un grito, un grito fijado por el autor con inmisericorde
precisión. «El poeta —se dice en una nota previa— advierte que estos tres actos tienen la intención de un
documental fotográfico.» La tragedia del individuo en un mundo implacablemente organizado, llámese la
organización tribu, costumbre, familia, tradición, Estado o ideología obligada, o el conjunto de todo ello,
el problema de la sociedad sin comunidad, este tema básico de nuestro tiempo es puesto de relieve aquí
en un segmento pequeño, delimitadamente localista. Pero el segmento se amplía en la medida de lo
poético, lo peculiar demuestra ser, como siempre en la poesía, lo verdaderamente general. Pero para
poder conseguir tal efecto hay que contar con la presencia y la colaboración de aquella fuerza secreta
que Lorca admiraba —fraternalmente— tanto en Rimbaud o en Goya como en las bailarinas del Puerto
de Santa María, de quienes dice que «el duende opera sobre su cuerpo como el viento sobre la arena».
La presteza a citar, llamar y desafiar a ese duende, sin el que nadie puede trepar por la torre de la
perfección, la capacidad de ofrecerse a él y exigirle la forma, es lo que proporciona a la obra de Lorca la
inmediatez, la grandiosidad existencial. Todo el talento, todo el saber, toda la cultura personal de nada
sirven sin ese duende, que exige, no formas, sino la medula de las formas, y que «no llega si no ve
posibilidad de muerte, si no sabe que ha de rondar su casa, si no tiene seguridad de que ha de mecer esas
ramas que todos llevamos y que no tienen, que no tendrán consuelo».
F. SCOTT FITZGERALD
Se dan interferencias entre las distintas literaturas que resultan difícilmente explicables. Prejuicios
nacionales, dificultades de asimilación espiritual, problemas de traducción, el giro desfavorable de una
evolución política pueden demorar, como en el caso de Proust o de Italo Svevo, quizá el más grande
novelista italiano contemporáneo, el familiarizarse con un autor extranjero. Su ser diferente puede
actuar como atractivo, pero también como impedimento; en el caso de García Lorca o de Yeats concurren
ambas circunstancias, posiblemente por igual. Pero también puede ocurrir lo contrario: un autor pasa
inadvertido fuera de su patria, porque no parece ofrecer nada de lo que no se posea ya. De una literatura
extranjera se suele esperar un cierto estímulo, la confirmación de ciertos conceptos o de ciertos
prejuicios. Si un autor no responde a estos planteamientos, nos sentimos inclinados a calificarlo de poco
representativo. Este fue el sino —por lo menos hasta hace poco— de F. Scott Fitzgerald.
Al lector europeo, cuya imagen de América había sido formada por Dreiser, Sinclair Lewis y
Hemingway, tenía que parecerle Fitzgerald un americano muy poco americano. Es cierto que tampoco el
visionario Faulkner o el rapsoda Thomas Wolfe encajan en el esquema del realismo americano. Pero la
manera impetuosa, incluso violenta, en que llevaron al mundo artístico sus visiones, sus entusiasmos y
sus pesadillas, puede ser entendida como vitalidad específicamente americana. Frente a ella, Fitzgerald
hubo de crear la impresión de un príncipe de cuento de hadas extraviado en la prosa americana. Es uno
de los snobs melancólicos, de los obsesos de la vida con el corazón triste a que se refiere el título de su
tomo de narraciones All the sad young men (1926). También Fitzgerald perteneció a aquella «generación
perdida» que peregrinó al París de Gertrude Stein, para encontrar en ella un suplente a las autoridades
derrumbadas. Pero había una diferencia: a él el tiempo no lo había endurecido, sino que lo había hecho
sólo imprudente. A diferencia de los demás, no lo había hecho hombre antes de tiempo; su destino sería
pasear frívolamente, como niño genial y sabio, su gracia un tanto sospechosa a través de la época.
Mientras Faulkner, Hemingway y Dos Passos (todos nacidos entre 1895 y 1900, como Fitzgerald)
abandonaron sus ilusiones sobre los campos de batalla europeos, él sucumbió a. las tentaciones de una
paz gloriosa. En mayo de 1919, las tropas desfilan a su regreso por la Quinta Avenida; empieza la década
de la que Fitzgerald fue cantor y víctima. En el mismo año escribe su primera novela, This side of
paradise. Tiene éxito y lo convierte en el ídolo de su generación. El ajetreado optimismo y las
circunstancias de los primeros años de la posguerra («the great boom was in the air»), la eliminación de
la trabas puritanas, el convencimiento de que la vida es «a personal matter» y de que cada cual goza de
absoluta libertad, todos los factores con los que esta época quiso enmascarar su secreta inseguridad y su
temor a nuevas responsabilidades, se retratan en las obras tempranas de Fitzgerald. Contribuyó a la corta
y engañosa embriaguez de los perfumados colores, de los sensitivos ritmos, del encanto íntimo de una
prosa lírica como no había sido conocida hasta entonces en la literatura americana. Hizo a América, como
diría más tarde, «younger-generation-conscious».
Evidentemente, en este papel histórico está también el fatídico destino de Fitzgerald. Fitzgerald
forma parte de tal modo del mito de los años veinte, que se le niega cualquier desarrollo. Un prototipo
es, no se desarrolla. Así se omitía el hecho de que si Fitzgerald ejercía tan gran influjo era sólo porque su
sensibilidad recibía y elaboraba cosas que trascendían la simple e irrazonada participación. Aunque
parece confundirse totalmente con los «dorados veinte», percibe muy pronto el perfume del final. «Las
amables jóvenes criaturas de mis novelas sucumbieron —escribe en 1937 en un esbozo autobiográfico—,
las montañas diamantinas de mis narraciones volaron en pedazos, mis millonarios eran tan bellos y
estaban tan predestinados como los labriegos de Thomas Hardy. En la realidad de la vida esas cosas aún
no habían ocurrido, pero yo tenía la seguridad de que la vida no era el asunto despreocupado e indiferen-
te que la gente creía.» Así, sus narraciones se impregnaban cada vez más del «touch of disaster», de ese
aroma de fatalidad que proporciona incluso a las más flojas un encanto doloroso. Los colores de la
decadencia, las melodías de la destrucción, la dulzura de la desesperación: el presentirlas se convierte en
su especial vocación. Cada vez se muestra con mayor claridad que sus héroes son águilas con las alas
quebradas, los caídos de las áureas mesas, que parecen crecerse en su caída.
Cuando en 1925 aparece su obra principal, The great Gatsby, niel embrujo impresionista del
lenguaje que invade sus puntos álgidos.(«La luna asciende y proyecta un triángulo de rejas chispeantes,
que se estremece cuando el obstinado sonido metálico de los banjos gotea sobre él, mientras cien pares
de sandalias doradas y plateadas arremolinan el brillante polvo y caras frescas como pétalos de rosa son
arrastradas por el hálito de plañideras trompetas sobre la pista de baile») ni la técnica perspectivista,
inspirada en Henry James y Joseph Conrad, con su protectora ironía y el refinamiento de la revelación
paulatina, pueden enmascarar el ambiente de danza de la muerte que predomina. No es posible ignorar
el tono latente de profundo espanto con que se describe la tragedia del advenedizo, que representa la
tragedia de su autor y de toda su generación. El sueño del oscuro hombre honrado Gatsby, que ansia el
acceso al santuario de la riqueza legítima, es también el vano sueño de Scott Fitzgerald. Los ricos
constituían para él (Hemingway lo ironizó en su narración Las nieves del Kilimanjaro) no ya una clase
social, sino una especie biológica sobre cuyas características no dejó nunca de cavilar. En The great
Gatsby, que es a la vez autobiografía, parábola y representación de su tiempo, se desenmascara
cruelmente este sueño de la infancia, así como la soberbia y la inhumana solidaridad de los ricos. Sólo
alguien que hubiera pasado por el purgatorio de un odio amoroso hacia los ambientes inaccesibles,
profundamente despreciados, profundamente conocidos y, ¡ay!, tan deseados, de la riqueza heredada,
podía escribir la tragedia de un personaje de caricatura. El advenedizo, ridículo como un cornudo, tema
predilecto de los caricatos, llega a ser —empapado en la sangre del poeta— una figura trágica.
El libro de Fitzgerald constituye una asombrosa réplica a la novela de Dreiser An american
tragedy, aparecida el mismo año. Tanto en una como en otra nos encontramos con el sueño social, el
ansia de ascender, y en ambas perece en él el protagonista. Pero mientras Dreiser, el hombre del alegato
social, se contenta con la crítica de la sociedad, el fracaso de Gatsby es más que una culpa personal y más
que una injusticia social. El hombre, nos informa entre líneas Fitzgerald, está separado de los dioses; su
única comunicación con ellos es la de poder pagar por las fechorías de los seres celestiales. Cuando
Gatsby, al final, contra todo sentido y contra toda justicia, ha de expiar un pecado que no ha cometido,
mientras los culpables, los ricos, alejados del trivial mecanismo de culpa y castigo, siguen viviendo
despreocupadamente, se percibe algo cortante, discordante, algo que invalida la observación de
Hemingway de que Fitzgerald no era «un carácter trágico». El hombre del encanto irlandés, el play-boy
que nunca maduró, está ya entonces marcado. «Sólo cuando en el jardín, hirviente todavía del calor
diurno, se hubieron apagado las risas, pudo la luna, que había sobrevivido a todo, iluminar y tranquilizar
la noche de verano. Ahora pendía como una gran oblea sobre la casa de Gatsby. Por las ventanas y las
puertas abiertas parecía escaparse un repentino vacío, en el que destacaba la figura del anfitrión, ahora
totalmente aislada, erguida en el umbral, con la mano levantada en gesto de despedida formal.» En estas
frases de pálida fantasmagoría se anuncia el presentimiento de la catástrofe. Y, a pesar de ello, cuando
por fin llega, el poeta no está preparado; cuando se hunde la edad del jazz en los torbellinos del Viernes
Negro de 1929 es un autor sin tema y sin público. A Rodolfo Valentino suceden los Cooper, Gable y
Spencer Tracy, y a Scott Fitzgerald, los Caldwell, James T. Farrell y John Steinbeck. El autor de This side of
paradise no tiene nada que decir a la proletarian decade. América no quiere recordar su pubertad. Al
intentarlo, a pesar de todo, en su novela Tender is the night (1934), nadie le escucha. Se suceden los años
de decadencia entre el alcohol, las deudas, la enfermedad y la desgracia familiar. El último escalón se
llama Hollywood. A finales de 1941 muere Scott Fitzgerald, medio olvidado. Su novela The last Tycoon
queda incompleta.
La historia de este autor no es sólo la historia de un hombre que sobrevivió a su fama, es la
historia de un talento que nunca se exigió el esfuerzo postrero. Fitzgerald tuvo la «facility of words» y
tuvo también una insaciable ambición social. Cuando las revistas dejaron de disputárselo, comenzó a
dudar de sí mismo. Si, a pesar de sus dotes, sólo alcanzó una vez —en The great Gatsby— la verdadera
grandeza, fue únicamente por desconocer aquellos sacrificios vitales que el arte requiere incluso de sus
hijos preferidos. James Joyce medio ciego, Proust amarrado al lecho del dolor, consiguieron hallar su
forma no a pesar de, sino a causa de, sus impedimentos. Hicieron de sus catástrofes personales obras de
arte. Como todo estilo viene determinado por sus limitaciones, el suyo fue producto de sus achaques, a la
vez que triunfó sobre ellos. Las catástrofes personales de Fitzgerald vuelven bajo la forma de material, de
temblorosa melodía, de recóndita queja en sus narraciones; les proporcionan un rasgo dolorido,
desgarrador. Un rico bala perdida que lucha desesperadamente, detrás de una sonrisa de compromiso,
por el hijo que le ha sido arrebatado; una mujer destrozada por la vida, que consigue violentamente un
pálido reflejo de la felicidad desaparecida con acciones forzadas y repetidas; el joven rico, algo
corpulento, cuya fabulosa superioridad consiste en que su riqueza lo mantiene alejado de cualquier
auténtico contacto con la vida (de nuevo «los ricos son distintos de nosotros»); el alcohólico, al que
espera la muerte en un rincón de su cuarto de baño; o, en una de sus mejores narraciones breves, Crazy
sunday, la mujer que, inmediatamente después de la muerte de su amado marido, trata de engañarlo
para proporcionarse en el sentimiento de culpabilidad la impresión de que todavía vive: en estas mudas
tragedias cotidianas encuentra Fitzgerald su forma. Pero se trata siempre de hallazgos aislados, de
momentos geniales. No supo transformar sus derrotas en una situación creadora permanente; no
movilizaron, sino desanimaron, al artista que latía en él. Durante el resto de su vida representó el papel
del exiliado favorito de los dioses que se llora a sí mismo.
La importancia de Fitzgerald no reside en la inviolabilidad de su obra (por el contrario, es muy
desigual), sino en la novedad de su tono y de sus colores, en la forma decidida como destacan sobre el
escueto realismo americano tradicional. Desde Stephen Crane, el primer gran impresionista de la
literatura americana (The red badge of courage; Maggie, the girl of the streets), no ha visto ningún
narrador americano el mundo con los ojos del realista romántico. Crane hizo lo que los pintores habían
hecho una década antes, de 1870 a 1880: sentir el mundo en estímulos vibrantes de color y movimiento;
su alma residía en la pupila; en los policromos reflejos de las cosas veía realidades demoníacas. Imagen
consciente, coloración consciente, pintura tonal consciente («So we beat on, boats against the current,
borne back ceaselessly into the past...»), el descubrimiento del color y de la melodía como instrumentos
de un afinado realismo narrativo: en ello reside el mérito histórico de Fitzgerald, y no en haber sido el
cronista y frivolo panegirista de la jazz-age. Ante la obra de Fitzgerald se invalida la esquemática división
realismo- romanticismo. Es un narrador que no se limita a reproducir la realidad, ni la trasciende
románticamente, sino que desarrolla órganos nuevos y más sensibles para percibirla y reproducirla en
palabras. El estilo prismático de Fitzgerald crea un nuevo estado de cosas estético en la literatura
americana.
Hoy, más de diez años después de su muerte, la obra de Scott Fitzgerald empieza a conocerse
entre un círculo más amplio de lectores. El momento no es caprichoso. Empezamos a ver a América con
nuevos ojos. Autores de la generación más joven, como Traman Capote, William Goyen, Frederick
Buechner, cuyas obras llegaron a nosotros con rapidez sorprendente, nos han mostrad^ una América
diferente, más sensible, una América a la que ya no pueden aplicarse los conceptos de «vitalidad
despreocupada» ni «bárbaro realismo». La realidad reducida de la escuela de Hemingway resulta
demasiado estrecha. Los pertenecientes a la «silent generation» de después de la segunda guerra
mundial testimonian su horror ante el derrotero del mundo, no tanto mediante manifiestos de la
brutalidad y de la desesperación, cuanto mediante una honrosa retirada hacia el interior. Obedecen en
ello a las peculiares necesidades de su talento y actúan también al unísono con las urgencias históricas.
La novela se ha agotado al servicio de la realidad inmediata; sus acusaciones, su énfasis social, ya no
resuenan; sus imágenes de lo real, que en las últimas décadas se hicieron cada vez más crasas, más
desnudas, más monótonas, son superadas diariamente por la cámara del reportero. Para ser de nuevo
esencial, el poeta tuvo que volver a sí mismo, abandonarse a sus fantasías, sumergirse en la palabra.
Expresado paradójicamente, ha de ignorar la vida para volver a hallar contacto con ella. Esta necesaria
conquista de posiciones nuevas de sensibilidad por los jóvenes tiene efectos retroactivos: en América se
registra en estos últimos años no sólo un renacimiento de Henry James, sino también de Fitzgerald. Los
años veinte han dejado de desempeñar su papel, un tanto sospechoso, de resaca espiritual de América,
se han hecho historia, un trozo de pasado romántico que se recuerda con melancolía y algo de envidia.
Casi parece como si valiese la profecía de Wolfe: «Creo que el descubrimiento de América está todavía
por hacer», no sólo para nosotros, sino para la misma América, y como si no se cumpliese en nadie tan
rápida y completamente como en el autor de The great Gatsby.
GERTRUDE STEIN
A rose is a rose is a rose is a rose.
Frase del membrete de Gertrude Stein.
Para el lector alemán, Gertrude Stein es una figura legendaria, con todo el brillo y la imprecisión
de una leyenda. Ya se sabe que la moderna novela americana nació en París, y que Gertrude Stein, la
parisiense de elección, nacida en Pensilvania, fue su madre, o por lo menos su comadrona. Hemingway le
debe su estilo lapidario, al que una estética ciega al color consideró por tanto tiempo como «natural»,
pero que en realidad resultaba de un pundonor literario en poderosa tensión. Gertrude Stein fue la que
encauzó este pundonor. Es sabido también que fue ella quien —con un cierto acento despectivo— acuñó
la expresión de «generación perdida», tan mal utilizada más adelante (Hemingway la antepuso como
lema a su novela The sun also rises), y que entendía y admiraba y compraba a Picasso y a Matisse cuando
todavía nadie quería saber nada de ellos. Asimismo, hombres como Juan Gris, Apollinaire, Sherwood
Anderson, Scott Fitzgerald y Thornton Wilder pertenecían a su círculo de amistades.
Aquí acababan, hasta hace poco, nuestros conocimientos sobre Gertrude Stein. Su personalidad
permanecía en la sombra, al igual que su obra, que incluso en América —en la escasa medida en que se
publicó— no pasó de alcanzar a un círculo reducidísimo de iniciados. Esta mujer se derrochó en la
exuberancia de la aficionada. Fue su destino no realizarse en su propia obra, sino en la de los que
aprendieron de ella. Sabía lo que los demás podían lograr: ésa fue su genialidad. «Gertrude no se
equivocó nunca», pudo decir de ella Hemingway con plena convicción; y si alguna vez se equivocó, fue en
grado y en método, nunca en el objeto o la persona. Sobre todo, siempre estuvo segura de los asuntos de
sus discípulos y amigos. Sabía, como dijo Alfred Kazin, ayudar a todo el mundo menos a sí misma.
Cuando Hemingway, armado de una carta de recomendación de Sherwood Anderson, se
presentó el invierno de 1921 en el fabuloso estudio del 27 de la rué de Fleurus, iba en busca de su estilo:
«Quería aprender a escribir, y empecé con las cosas más simples.» En Gertrude Stein halló a la gran
primitiva, cuya tarea de casi dos decenios estuvo dedicada precisamente a estas «cosas más simples».
Para conseguir ser totalmente simple, veraz e inmediata, había renunciado a los artificios menores de la
literatura como construcción, argumento, intriga, contraste, sorpresas, tensión; se servía de los giros más
escuetos, la expresión más sobria, buscaba la objetividad sin comentarios y su ideal de la «immediacy»
mediante una planeada monotonía. Contraponiendo palabras y frases como en un collage, creó un estilo
de peculiar primitividad. Una de sus piezas en prosa (Two) empieza con las frases: «The sound there is in
them comes out of them. Each one of them has a sound in them. Each one has a sound coming out of
them. There are two of them. One of them is a man and one of them is a woman. They are both living...»
En realidad, el texto es intraducible, porque el sonido de las palabras contribuye a crear el sentido. Pero
este ejemplo bastará para hacernos comprender lo que quería decir Sherwood Anderson al denominar a
Gertrude Stein «a "worker in words», comparándola con un ama de casa al viejo estilo, que menosprecia
los productos prefabricados y compone en su cocina, con material propio y manos vigorosas, cosas
«dulces al paladar y bienolientes al olfato». Esta comparación tan gráfica tiene su fundamento. En
realidad, la relación de Gertrude Stein con las palabras no es de naturaleza estética, sino material. No
quería valerse de asociaciones, sino de la sustancia misma de las palabras. En una conferencia a
estudiantes americanos dijo: «Las novelas del siglo XIX viven de la asociación; acostumbran a evocar una
imagen distinta de la que presentan. Yo no quería que cuando dijese 'agua' se pensase en agua corriente.
Por eso empecé a limitar mi vocabulario, para excluir todo lo que no perteneciese al cuadro dentro de su
marco.» Este fetichismo de la palabra la condujo a una embriaguez verbal. En infinitas repeticiones, en
adiciones y variaciones infinitamente renovadas, ha de revelarse la palabra como tal.
Independientemente de su carácter usual, convencional, como medio de entendimiento, ha de
desplegarse según las leyes de la lógica que le son inherentes, ha de anunciar su autenticidad sonora, su
sentido, ajeno al uso, su capacidad de ordenarse en infinitos esquemas expresivos: «And prepare and
prepare so prepare to prepare and prepare to prepare and prepare so as to prepare, so to prepare and
prepare to prepare to prepare for and to prepare for it to prepare, to prepare for it, in preparation, as
preparation in preparation by preparation» (de As a wife has a coto. A love story).
Gertrude Stein estaba enamorada de vocablos, sonidos, frases, construcciones, rimas infantiles,
con los que entreteje secretamente su prosa, incluso de cifras: «Numbers have such pretty ñames!» Un
rasgo infantil impregna este primitivo vanguardismo, como un intelectualismo sin intelecto, un genio sin
talento. El lector presencia con más asombro que entusiasmo una aventura intelectual que termina, tras
tremendas convulsiones, en un poema infantil. Así como el que sólo observa acaba por no ver nada, el
que persigue sólo «lo simple» acaba en la frontera de lo afectado. Cuando a principios de 1912 Gertrude
Stein envía a un editor deLondres algunos de sus ensayos, recibe la siguiente contestación en una parodia
de su estilo: «Querida y estimada señora, soy solamente uno, sólo uno, sólo uno. Sólo un ser, un ser solo
simultáneamente. Ni dos ni tres, sólo uno. Sólo una vida por vivir, sólo sesenta minutos en una hora. Sólo
un par de ojos. Sólo un cerebro. Sólo un ser. Y por ser sólo uno, por no tener más que un par de ojos, no
poseer más que un tiempo, sólo una vida, no puedo leer su manuscrito tres y cuatro veces. Ni una sólo.
Sólo una mirada, sólo una mirada basta. Apenas si se vendería un ejemplar. Apenas uno. Apenas uno.
Muchas gracias. Le devuelvo el manuscrito por correo certificado. Un solo manuscrito por un solo correo.
Atentamente suyo, A. C. Fifield.» Es divertido y certero, pero con ello no se despacha el asunto Gertrude
Stein. Sobre todo es erróneo considerar que sus ejercicios y estudios lingüísticos no son más que juegos
abstractos. Muy al contrario, Gertrude Stein perseguía lo más concreto. Quería ser más concreta que
ninguno de los poetas que la precedieron, y para ello quería romper la casilla del sentido de cada palabra,
despojarla de las vestiduras de su significado cotidiano, intervenir en la carne misma de la palabra y
escribir con el lenguaje mismo, no con sus significados. La poesía de Gertrude Stein es una pieza de
consecuente romanticismo lingüístico, con todo lo absurdo de semejante consecuencia. Porque, como
era de esperar, se puso de manifiesto que no es posible despojar impunemente al lenguaje de su
significado. Quien lo intenta se pierde en el ámbito de estímulos sonoros indefinidos y de ritmos
inconcretos. Esta violación del lenguaje conduce a lo nebuloso. Tal es la experiencia que se tiene al leer a
Gertrude Stein. La segunda experiencia, paradójica, sería que la entrega consciente a lo primitivo no
conduce de ningún modo a la deseada simplicidad e inmediatez sensorial, sino más bien a una estéril y
complicada abstracción. La regresión a lo primitivo favorece estructuras poéticas de extrema artificialidad
e intelectualidad.
Como es natural, estas limitaciones no menguan la significación de esta notable mujer. Sea cual
fuere la opinión que merezcan los valores absolutos de su poesía, no cabe duda de que desempeñan el
importantísimo papel de correctivo, al igual que el realismo en ciertos momentos puede ser un
correctivo. Cuando el arte se hace patético, abstracto, exuberante y extravagante, le sucede
necesariamente una época de estilo realista. No porque el realismo sea el único estilo posible y verda-
dero, sino como contrapeso, como equilibrio. Por eso en una época en que la palabra era considerada
sólo como instrumento conceptual, o como medio de comunicación, y no como material básico creador,
debía surgir un talento que —como Gertrude Stein— insistiese con testarudez, incluso hasta el absurdo,
en la autodeterminación del lenguaje. Si se amplía este principio de la autodeterminación, como una
toma de conciencia de los mismos orígenes de la humanidad, como un trascender los meros intereses
psicológicos, como un recordar y experimentar la totalidad vital, en la que se engarza lo individual,
aparecerá la relación de Gertrude Stein con sus contemporáneos más importantes: Marcel Proust y
James Joyce. Ella misma sintió esta relación con fuerza y con convicción. Su novela monstruo The making
of americans, en la que intenta describir la historia y el comportamiento de todos los tipos humanos
posibles, cita en la misma frase A la recherche, de Proust, y el Ulysses, de Joyce. Estaba convencida de
que ella, juntamente con Proust, Joyce y D. H. Lawrence, estaba preparando la transición de la literatura
del siglo XIX al XX. En la conferencia citada anteriormente define esta transición como la transferencia del
interés general por el acontecimiento (event) al interés por la existencia (existence). Los acontecimientos,
dice en esta ocasión, pueden hacer desgraciados a muchos seres, pueden también provocar grandes
cataclismos en la historia. Pero desde el punto de vista de la excitación artística —y es tarea del artista
despertar esa excitación—, no dan más de sí. Las excitaciones que el siglo XIX todavía destilaba del
acontecer fáctico son ineficaces en la edad de la inflación de los hechos. Cuanto más se perfecciona la
transmisión de noticias, cuanto más rápidamente llegan a nuestro conocimiento los hechos, cuanto más
nos vemos abrumados por ellos, menos nos emocionan. El órgano de percepción del acontecer se nos ha
embotado; ya no nos conmueve lo que acontece, sino lo que es. La literatura del quehacer es relevada
por la literatura del ser: «Events have lost their interest for people. People are interested in
existence.»Gertrude Stein ha contribuido a desarrollar un método narrativo que nos hace vivir lo que es y
no lo que acontece. Pero, a diferencia de Proust, Joyce y Lawrence, no pasa de ser una teórica. Una vez
que veía la posibilidad de un método, lo abandonaba. La mayor parte de sus escritos son más
tabulaciones y comprobaciones estéticas que obras de arte. La vida, la fuerza, la inmediatez, eran todo
para ella, y tenía un instinto infalible para localizarlas. Pero su propia vitalidad (y era considerable) se
agotaba en el placer del experimento, en la confección literaria. Aquí reside la fama, pero también la
limitación de sus obras. En arte, los precursores y descubridores no significan nada y los culminadores
todo. Lo indispensable del experimento crea el lugar y la posibilidad de la gran obra, pero no la gran obra
en sí misma. Tal es la tragedia que padeció Gertrude Stein con plena conciencia. Su obra fue creada por
otros y —parte integrante de su tragedia— también falseada. Porque todo pasó de la esfera del proyecto
constructivo a la de la ejecución sensible lleva implícitos falseamientos, simplificaciones, trivializaciones.
Cuando Gertrude Stein prohibió a Hemingway, corresponsal en Europa, el ejercicio del periodismo,
cuando revisaba sus trabajos, cuando le dio a copiar su novela The making of americans, cuando discutía
con él y se paseaba con él, se estaba creando su propia posteridad. Pero al mismo tiempo reconoció y
aborreció el compromiso que Hemingway había pactado con la mayoría y que le proporcionó la fama
mundial. Más tarde lo compararía con Derain: parece moderno y huele a museo. A sus ojos, el genio de la
«generación perdida» no fue Hemingway, sino Scott Fitzgerald.
Sin embargo, hay un hecho incontrovertible: Gertrude Stein pervive en Hemingway y en sus
logros estilísticos. En su laconismo, en su objetividad elaborada, en su actitud meramente registradora de
la realidad, en su primitivismo artístico; pero sobre todo en su técnica de no describir percepciones, sino
crear impresiones mediante desarrollos rítmicos, transmitir al lector, por la minuciosa reproducción de
superficies, visiones de la intimidad subyacente (insides). Lo que el mundo sabe de Gertrude Stein lo sabe
por Hemingway, sin darse cuenta de ello. La gran diferencia que los separa es que para Hemingway la
«técnica» es una especie de muralla defensiva, un mecanismo de defensa, tras la que oculta sus neurosis,
sus falibilidades subjetivas, mientras que para Gertrude Stein es la consecuencia de una necesidad
intelectual, una introvisión intuitiva en la mecánica de su época. Pero como en el arte lo suprapersonal
nunca prospera sin el sacrificio sangriento de lo personal, Gertrude Stein necesitaba de Hemingway en la
misma medida en que Hemingway necesitaba de Gertrude Stein. El aprendió con ella no sólo a escribir,
sino aquello que, según confiesa él mismo, le resultaba más difícil: distinguir entre lo que se siente
verdaderamente y lo que el mundo espera que se sienta.
En América se publica desde 1951 una gran edición de los escritos, inéditos hasta ahora, de
Gertrude Stein. Nosotros sólo conocemos una de sus obras más voluminosas: la Autobiografía de Alice B.
Toklas. Este libro es una doble mistificación. La autora pretende escribir la autobiografía de su secretaria
y compañera de toda la vida, Alice B. Toklas. En realidad, escribe su propia autobiografía bajo la
pretensión de que la escribe su secretaria. Este artificio resulta muy fructífero. Todas las lagunas, las
inexactitudes, las más burdas de las subjetividades se atribuyen a la autora ficticia. La falta de sistema, la
labilidad, lo desproporcionado, charlatán, anecdótico, frecuentemente incluso malicioso de las
anotaciones, aparece justificado por la personalidad de la pretendida autora. Es un juego de disfraces de
refinada primitividad al que debe Gertrude Stein —lo que no deja de ser irónico—- su libro más legible.
Se revela aquí tan inocentemente en cada palabra y en cada giro, se hace visible de modo tan total y
obvio, incluso cuando más pretende esconderse detrás de la supuesta servidora, que resulta imposible
dudar del parecido y de la autenticidad del retrato. Asistimos a la audiencia que otorga, con las piernas
colgando de una silla renacimiento demasiado alta, en su estudio claustral; la vemos sentada delante del
cézanne que compró a medias con su hermano, y escribir su novela Three lives todavía bajo la tradición
de Flaubert; la acompañamos en algunas de las ochenta sesiones durante las que Picasso pinta su retrato,
hoy en el Metropolitan Museum de Nueva York. En cada línea la tenemos visiblemente ante nosotros: su
vigorosa corporeidad, su fisonomía monacal, su fuerza vital, su risa, su estilo popular. Se evidencia en ella
tanto lo americano como su comprensión intuitiva de todo lo español. Está claro que su intento de
«re-barbarizar» la literatura tiene sus raíces en una afinidad, subrayada por la contemporaneidad, con las
ideas y las experiencias de un Picasso y de un Juan Gris. España, la patria del cubismo, y América, el país
de las «inhumanidades técnicas y literarias», son para Gertrude Stein los dos países que pueden llegar a
la abstracción. Con ello recibe nueva luz el «ritual abstracto» de su prosa. Su receptividad respecto de lo
prelógico, que se manifiesta en estructuras intelectuales de gran artificialidad, fue fomentada y
configurada —también esto se desprende de esta biografía— por los estudios que hizo en su juventud
con William James en Radcliffe, en los dominios de la escritura automática. Su concepción del estilo, su
postura ante el lenguaje, e incluso ante la producción artística, experimentaron en aquella época un
influjo decisivo. Cuanto más se profundiza en este notable libro, con más constancia y autoridad destaca
la personalidad de la autora y su programa, sobre el abigarrado y movido telón de fondo de sus recuer-
dos e impresiones. Se comprende cómo esta mujer descubrió su misión. No porque fuera un ser
extraordinario, sino porque era fuerte, sana, con humor, porque era una naturaleza que podía inspirar
confianza y seguridad a una generación de heridos. El espíritu halló en ella su encarnación más humana:
como desprendimiento vital, como maternidad arcaica, bajo cuya protección se agruparon todos los
genios vacilantes para realizar la obra que a ella le fue negada.
ERNEST HEMINGWAY
Dos veces dominó el nombre de Hemingway los titulares de la prensa mundial. Una —en enero
de 1954—, cuando sobrevivió a dos accidentes de aviación sobre suelo africano; después —en otoño del
mismo año—, cuando recibió el premio Nobel de literatura. La proximidad de ambos acontecimientos es
característica de la fama y la personalidad del hombre. En general, siguiendo la frase de Paul Valéry,
aceptamos sin discusión la doble personalidad del poeta, un ser «en deux personnes», es decir, «l'une qui
vit, l'autre qui crée», y los dos planos en los que se suele desarrollar la vida de un gran escritor. Pero
Hemingway encarna en nuestro tiempo el tipo del escritor «integral». En Hemingway el abismo que
separa la vida privada burguesa de la artística no existe. Para él, la osadía intelectual se identifica con la
aventura física. Y su influjo universal se debe no sólo al hecho de que en él el ser y el crear no se hallan en
contradicción, como suele ocurrir, sino también a que este autor vive en consonancia total con el mundo
duro y aventurero de sus novelas. A una obra pertenece no sólo lo que en ella está escrito, lo que sabe el
autor, sino también lo que el autor es. Hemingway pudo renovar en sus cazadores y toreros, sus
soldados, pescadores, tramperos, sus boxeadores, aventureros y viajeros el antiguo tipo del protagonista
perfumado con el viejo romanticismo de la acción, sólo por haber vivido él mismo según la ley del
arquetipo.
De este estado de cosas se pueden sacar, y de hecho se han sacado, conclusiones erróneas. La
popularidad se funda generalmente en un malentendido. Se toman los carraspeos y el escupir por
auténticas manifestaciones vitales, de donde resulta un cartel simplista que, en el caso de Hemingway,
nos muestra a un glorificador de la vida excesivamente compacto, un escritor hijo de la naturaleza,
pendenciero literario o matón de alegre cinismo y complacida brutalidad. Es indudable que la virilidad
despreocupada y la vitalidad robusta pueden alcanzar también en la literatura éxitos momentáneos, pero
apenas es concebible que logren efectos de tanta amplitud y profundidad como en Hemingway. Un
artista conquista al mundo en la medida en que le han sido concedidas plenitud, experiencia del dolor,
sensibilidad, perceptividad y capacidad de sufrimiento. Tras la aparente primitividad de Hemingway debe
esconderse algo más que simple fuerza sin domeñar y mera musculosa espectacularidad, algo más tierno,
más espiritual, más refinado. El biógrafo de Hemingway, Philip Young, nos dice de qué se trata,
aduciendo la narración poco conocida El gran río de dos corazones, del volumen In our time (1925).
Su protagonista es Nick Adams, protagonista autobiográfico de tantas narraciones de
Hemingway, en especial de las juveniles. Al igual que el autor, Nick Adams ha entrado muy pronto en
contacto con las durezas de la vida, sus abiertas brutalidades y crueldades ocultas. Al igual que
Hemingway, ha dejado tras sí la decepcionante experiencia de la primera guerra mundial; e igual que
Hemingway, herido cuando estuvo voluntario en el frente italiano, también Nick Adams sufrió una herida
grave en la guerra. Este hombre, terminada la guerra, vuelve a Michigan, para pescar truchas como
antaño en un paraje que le era familiar. Cuál será su estupor y consternación al encontrarlo arrasado por
un incendio. Adams trata de orientarse en este mundo alterado: «La tierra estaba quemada y cambiada,
pero no le importaba. No podía estar todo quemado. Estaba seguro.» Se pone en camino, y ya durante la
penosa caminata, bajo el ardor del sol y con los músculos doloridos, siente el bienestar de un hombre
que ha dejado todo detrás de sí: «La obligación de pensar, la obligación de escribir y tantas otras obli-
gaciones.» Este bienestar originado por el retorno a lo primitivo, por la seguridad de las grandes
simplicidades de la existencia, encuentra su culminación en el ritual de plantar la tienda de campaña. Se
cierra el párrafo con una temprana manifestación del estilo Hemingway, un puñado de frases
sencillamente yuxtapuestas, del taller de Gertrude Stein: «Nick se sintió feliz al meterse en la tienda.
Durante el día no había sido desgraciado. Pero esto era otra cosa. Ya estaba todo hecho. Había estado
por hacer. Ya estaba hecho. Había sido una caminata fatigosa. Estaba muy cansado. Lo había hecho.
Había montado su campamento. Estaba bajo cubierto. Nada podría alcanzarlo. Era el lugar más adecuado
para acampar. Y ahí estaba él en el lugar más adecuado. Estaba en su hogar, donde se lo había hecho.
Ahora tenía hambre. Salió, arrastrándose bajo la gasa mosquitera. Fuera era noche cerrada. Dentro de la
tienda había más luz.»
Philip Young explica este pasaje como la historia de un hombre más sensible que robusto o
primitivo, incluso como la historia de un enfermo que «huye del motivo y causa de su enfermedad». No
basta con entender esto en el marco de la psicología individual. Las heridas que Nick Adams ha recibido y
que trata de ocultar no son sólo suyas; son las heridas de su generación. Todos los protagonistas de
Hemingway se mueven en este paisaje arrasado, se esfuerzan por adaptarse a él, entablan el combate
con el desierto y se construyen, como Nick Adams, su tienda. A pesar del tan citado epíteto de
«generación perdida», no se dan por perdidos. A ellos se aplica la frase que Hemingway escribirá cuatro
años más tarde en su novela A farewell to arms: «El mundo rompe a todos, pero luego muchos son
fuertes en esos puntos de rotura.» O aquella frase de The oíd man and the sea (1952): «El hombre es
invencible. Puede ser aniquilado, pero no vencido.»
No es el hambre de verdad, ni la curiosidad por la vida, ni el exceso de fuerza lo que determina el mundo
de Hemingway, sino, por el contrario, el hecho de que el hambre fue saciada demasiado pronto y la
curiosidad satisfecha con brusquedad excesiva. La superación del trauma espiritual se convierte en
contenido de su vida, requiere la saludable repetición, y el largo proceso de elaboración provoca una
intensificación y un estrechamiento de la personalidad. Con razón se ha indicado que el mundo de
Hemingway es brillante, rico en colores y contrastes, sólo dentro de unos límites muy estrechos, y que en
comparación con la totalidad de la existencia resulta estéril y estereotipado. Hemingway, y con él todos
sus personajes, tratan de superar la impresión producida por las decisivas experiencias de la guerra en su
juventud, y para lograrlo, las desafían continuamente. De ahí la enfática virilidad, la tendencia a la
aventura, la preferencia significativa por la caza, el boxeo, las corridas de toros, la juerga alcohólica.
Tampoco Nick Adams huye a aquel primitivo e idílico paraje para esconderse, sino para probarse. Y
probarse en un escalón de la lucha por la vida que le permita infligir a otros seres lo que a él le amenaza,
y liberarse así del miedo. Este es el trasfondo mítico de la pasión de Hemingway por la caza y la pesca.
Según su propia confesión, si ha empleado tanto tiempo de su vida en matar animales y peces, ha sido
para no tener que matarse a sí mismo. El momento estelar espiritual de causar la muerte, de la
«verdadera forma de matar», escribe en Death in the afternoon (1932), reside en la sensación de
«rebeldía contra la muerte que se experimenta cuando se inflige».
En este contexto, la observación de Gertrude Stein de que Hemingway es un cobarde quizá sea
algo más que un punto de vista aventurado. Si es cierta, y está hecha por una mujer que conoció a
Hemingway mejor que nadie, que fue su maestra antes de que comenzase a mitificarse a sí mismo, lejos
de rebajarlo, confirma que el poner a prueba la propia debilidad es el tema central de Hemingway.
Incluso Santiago, el viejo pescador de The oíd man and the sea, siente, después de ochenta y cuatro días
sin haber pescado nada, la necesidad de probarse, y lo hace. La historia de la lucha verdaderamente
mitológica que entabla el viejo con el gigantesco pez, el pez de su suerte, el pez de su destino, es la
historia de una victoria en la derrota, tal como Hemingway la había experimentado en su vida. Pero
nunca la había expresado tan limpiamente, tan libre de coquetería a la moda (y el monosilabismo y la
concisión pueden convertirse en actitud coqueta). La narración está dominada por una calma homérica,
que indica que Hemingway ha alcanzado, por fin, aquella libertad de la que siempre se había
vanagloriado, demasiado seguro de sí mismo. The oíd man and the sea es una historia marinera, ahíta de
verdad, brillante con todos los colores del mar, y al mismo tiempo, una parábola de los afanes humanos,
del fracaso humano y de la grandeza humana en el padecer; una parábola de líneas severas e inspiradas,
vigorosas, que nos comunica en el más escueto de los estilos, en 120 páginas, el efecto catártico y
elevador de la antigua tragedia. El rasgo más notable de la narrativa moderna, su retorno a los orígenes,
a lo general, parabólico, mítico, se ha verificado en el autor de quien menos podía esperarse.
Quizá se halle al verdadero Hemingway más en sus historias cortas que en sus novelas largas,
famosas en general por falsas razones. Algunos reproches —como el de la «impotencia del corazón»— no
se habrían podido formular nunca si se hubiera prestado suficiente atención a ciertas pequeñas
narraciones como Los diez indios (del tomo Men without women) o En otro país. Al igual que la valentía
no significa ausencia de miedo, sino su control, la dureza en Hemingway no significa crueldad o falta de
sentimientos, sino la coraza de un alma vulnerable. Precisamente en la tensión concentrada de sus
narraciones cortas se evidencia la ansiedad de Hemingway ante la posibilidad de ceder, de dar el salto al
caos. Sus personajes se hallan fuera de lo que ha dado en llamarse la sociedad, pero no fuera de la moral.
No deja de sorprender que Hemingway, con todo su agresivo individualismo, reconozca un código en el
que se ampara el individuo. En el mundo poco burgués —dominado por la brutalidad y la violencia— de
este escritor, un «mundo en guerra» permanente (Philip Young), no reina la desnuda arbitrariedad, sino
un orden severo y voluntario. Hemingway no ama la corrida de toros porque sea una atávica borrachera
de sangre, sino porque en ella el instinto sanguinario se estiliza en ritual caballeroso de indudable
grandeza. Algo parecido se aplica al combate de boxeo, que, aunque libera los instintos de violencia, se
impone un sistema de rígida regulación. El código, ya sea la disciplina militar, la corrección deportiva,
moral de clase, ética profesional (incluso del delincuente), inviolabilidad de las reglas o, simplemente,
sentido del honor, proporciona a los que se someten a él la protección de la forma, la distinción y la
seguridad de una vida configurada, exenta de impulsos momentáneos.
A esta categoría pertenece también la disciplina del artista. El mismo impulso que hace de
Hemingway un jugador honrado, un cazador pundonoroso y un deportista elegante, lo hace un buen
escritor. También el escribir es una forma de controlar la vida; por eso el tan famoso y el tan difamado
estilo de Hemingway es ante todo una realización ética. Con él se ha creado un instrumento que
responde totalmente a su situación. El estilo de Hemingway es traumático. No es un estilo de
exuberancia domeñada, sino de defensa y de moderación intencionada, el estilo de un autor que se
impone (y también a sus lectores) una dieta espiritual. Excluye todo lo que pudiera poner en peligro ese
equilibrio trabajosamente conseguido y mantenido a costa de todo, a saber: la exuberancia, la reflexión,
el flujo de sentimientos. Así, Hemingway resulta, en grado sumo, realista y artificioso. Realista, porque la
vida también consiste en la ocultación de los sentimientos; artificioso, porque pertenece a la esencia de
una prosa poética el liberar la emoción reprimida. El estilo de Hemingway, desnudo, calmoso,
aparentemente objetivo, es en verdad el summum de camuflaje: esconde mucho más de lo que desvela.
Es un estilo de severa selección, de omisión cuidadosa, de aversión por las grandes palabras y sus
connotaciones emocionales. Responde a las reglas de la forma de vida moderna, la primacía de lo
técnico, su impersonalidad. En el understatement encuentra el hombre moderno confirmación y
expresión. No en vano se ha explicado y copiado tanto el estilo de Hemingway. Y a pesar de ser —en
contraste con la ditirámbi- ca prosa de Faulkner— un estilo de la negación consecuente, no es nunca
negación de los sentimientos ni está exento de alma. Lo que el autor no pronuncia no se pierde, se
sedimenta entre los renglones, pasa de lo invisible a la actualidad más particular. En sus mejores
momentos (la narración En otro país es el más bello ejemplo) escribe como un hombre que habla con la
voz empañada por las lágrimas, y que por ello ha de ajustarse a la concisión más extrema, a un seco
staccato. El estilo de Hemingway no es el estilo de la fijación y de los hechos, como se pretende
frecuentemente. Su efecto es indirecto: modelando cuidadosamente la superficie, actúa sobre nosotros
en profundidad. El ritmo de lo real marca el movimiento de las emociones. «Fuera era noche cerrada.
Dentro de la tienda había más luz»: ni una palabra de emociones, nada de descripción de movimientos
anímicos, únicamente el contraste de dos hechos, que, sin embargo, nos hacen sentir relajados y en paz,
incluso felices por esta escuetísima notificación, tan refinadamente dosificada. Sabemos que Nick Adams
(la cita completa consta anteriormente) se siente amparado.
Pero el hecho de escribir no significa sólo que se quiera conquistar la vida, sino también que se
desea perpetuarla. Como todo gran escritor, Hemingway tiene el prurito de escribir de tal modo que su
obra le sobreviva. Quiere, dice, escribir una prosa sin trucos y sin trampas, «sin nada que más tarde
pueda ranciarse». Es una forma muy modesta de expresar su deseo de inmortalidad. De modo mucho
más espectacular y solemne dijo lo mismo en su narración Las nieves del Kilimanjaro. Describe las
visiones de un escritor moribundo en la estepa africana, un escritor que tiene los mismos rasgos de
Hemingway. Al final, cree ver en su delirio un avión que lo salva, no devolviéndolo a la civilización, sino
subiéndolo a la cima de la montaña nevada, a ia inmortalidad blanca y radiante del Kilimanjaro:
«Entonces empezaron a ascender, y parecían volar hacia el Este, y entonces oscureció, y se hallaron
dentro de una tormenta, y llovía tanto que parecieron atravesar una catarata, y cuando la hubieron
atravesado, Compie volvió la cabeza y sonrió, señalando hacia adelante, y allí, frente a ellos, hasta donde
abarcaba la vista, grande como el mundo mismo, grande, alta e increíblemente blanca bajo el sol, estaba
la cumbre plana del Kilimanjaro. Y entonces supo que era ahí adonde iba.»
JOSEPH CONRAD
¡Aguanta o muere!
Lema en la popa del bergantín «Judea».
Reiteradamente se ha llamado a Joseph Conrad —tan despectiva como admirativamente— «el
poeta del mar». Es una de esas clasificaciones que fatalmente son a la vez acertadas y falsas. Es acertada
en cuanto que la biografía del autor, la temática de sus obras y su localización imponen al observador tal
calificativo. El polaco que, impulsado por una misteriosa motivación, se hace marino inglés, para, a los
treinta y siete años, guardar en el cajón su patente de capitán y revivir con la pluma en los treinta años
siguientes toda su vida de marino, ¿puede ser descrito más que como marino poeta? Pero este lema,
como casi todos los lemas, no satisface, porque propone una circunstancia como rasgo fundamental. Es
cierto que Conrad fue el poeta del mar, pero sólo en el sentido de que el mar le suministraba el material
con que expresarse en cuanto narrador. «Ha de tratar —aconseja más tarde a un escritor— los
acontecimientos sólo como representaciones de los sentimientos humanos, como signos externos de
procesos interiores. Ha de explorar los más oscuros rincones de su corazón, penetrar en los recintos más
recónditos de su cerebro.» Esto fue exactamente lo que hizo el mismo Conrad, y por ello reaccionaba
siempre con cierta irritación ante el calificativo, en exceso fácil, de poeta del mar.
La contradicción que pudiera verse entre la minuciosa y robusta materialidad de sus narraciones,
y tal disgusto ante la importancia atribuida al argumento y material, es más aparente que real. Nos
sorprende porque hemos olvidado la imagen del artista ejemplar. Conrad, el marino poeta, fue un artista
ejemplar. Es decir, al cabo de veinte años de navegación por todos los mares llevaba en sí una realidad
perfectamente controlada, y poseía la facultad de espiritualizarla con la misma perfección. La doble
fascinación que emana de su obra se basa, por un lado, en lo que llamó Fontane «un maravilloso
conocimiento del detalle», y por otro, en que cada detalle representa más que una mera reproducción.
La frase de que un verdadero poeta épico no describe las cosas, sino que las vivifica al relacionarlas con
destinos humanos —«Cuenta de la misión de las cosas en el encadenamiento de los destinos humanos»
(Georg Lukács) —, ha sido realizada por pocos narradores de modo tan completo como por Conrad. En él
se experimenta la realidad de lo simbólico. Sus veleros, sus marinos, sus tifones son de una
sobrecogedora realidad objetiva, se nos hacen presentes —un rasgo muy moderno— en un lenguaje casi
pedantemente exacto y especializado. Pero no sólo son, sino que también significan.
Conrad estuvo fascinado por el mar sin amarlo. El mar empequeñece al hombre, es una
refutación de su semejanza con Dios. Bajo este aspecto, se convierte para él en persona, se hace
sarcástico, cruel y hostil. En una de sus narraciones más bellas, Youth (1902), cuenta la historia de un
barco, cuyo tragicómico destino es no alcanzar nunca su puerto, porque «el hombre ha nacido para la
fatiga, para trabajar en barcos que hacen agua y en barcos que arden». Aquí se hace palpable lo
simbólico; incluso, con una claridad poco corriente en Conrad, se pronuncia. Pero el mar no es sólo el
antagonista, es también el creador de la grandeza humana. «Mientras el barco flote, yo cocino»: esta
solemne frase del cocinero del The nigger of the Narcissus contiene, formulado de modo antipatético y
humorístico, todo elethos del marinero. La dura vida en el mar es el «privilegio de los elegidos». Nadie
ama el peligro y la angustia, pero es indiscutible que en el peligro y la angustia el hombre se descubre a sí
mismo. En este sentido, y a pesar de su inseparable escepticismo, la fe de Conrad en la moral física del
hombre es inquebrantable. A través de la furia de los elementos y de la oscuridad impenetrable, el
primer timonel Jukes oye —en la novela Typhoon— la voz lejana y apenas perceptible de su capitán, y en
«su acento latía una calma que destacaba peculiarmente del ruido circundante, como si procediera de un
lejano lugar de paz; nuevamente percibió la voz del hombre, ese sonido débil e invencible, portador de
una infinitud de pensamientos y voluntades, que en el mismo apocalipsis pronunciará palabras
optimistas, mientras se derrumban los cielos y se anuncia la justicia; la volvió a oír, y en su lejanía le
decía: '¡Todo va bien!'»
El oscilante casco del navio, la delgada tabla, la escotilla resistente al embate del mar, se hacen
para Conrad escenario de vida. Separan y unen, protegen del zarpazo de lo elemental, de la fuerza ciega
del caos, y permiten vivir una vida de hombre. El mar, como símbolo de la amenaza; el barco, como
escenario de la prueba. Visto así, Conrad es, ciertamente, el poeta del mar. Pero es indudable que la
mayor amenaza parte del hombre mismo: el mayor peligro acecha «in the hearts of men». El capitán del
Paína abandona a cientos de personas a su destino y busca su propia salvación. Falk, «this lover of life»,
se hace caníbal. Kurtz, el «mensajero de la piedad, de la ciencia y del progreso» (en la novela sobre el
Congo, Heart of darkness), permite ser erigido en deidad blanca, disfrutando ávidamente de los placeres
de una adoración que sobrepasa la medida humana. Hay que ser muy hombre para mirar de frente a las
tinieblas, pero ¿cuántos lo son? La regresión a la barbarie nadie la ha intuido con tanta precisión, nadie la
ha representado con tanta energía,con tanto implacable sarcasmo como Conrad. Kurtz, que muere febril,
medio loco, con las palabras «el horror, el horror» en los labios, tiene algo de escatológico, algo que
desafía al aniquilamiento. Pero también Heyst (en la narración Victory), el hombre bondadoso y ca-
balleresco, es abatido sin piedad por los golpes de la inteligencia maligna, de los instintos desnudos y de
la fuerza bruta. Es aniquilado como Lord Jim, el amable joven del montón, que, preparado para una vida
heroica, sucumbe en el momento decisivo a la cobardía y dedica el resto de su vida a luchar contra el
fantasma de su honor. Todos sucumben, todos experimentan en el fracaso la última consecuencia del
ser.
En Joseph Conrad, el hombre se ve enfrentado a una inmisericorde concepción del mundo. Y, a
pesar de todo, no tiene razón D. H. Lawrence cuando, en su famosa carta al editor Edward Garnett,
clasifica a Conrad entre los «writers among ruins». «I can't forgive Conrad —se lee en ese documento
clásico de un malentendido entre iguales—; I can't forgive Conrad for being so sad and for giving in.» Y
esto es precisamente lo que no es cierto de Conrad: ni es triste ni abandona. Su filosofía, si así queremos
llamarla, consiste en aguantar con buenos modales y hacer lo necesario y lo recto sin reparar en éxitos o
recompensas. El sentido de nuestra existencia, con su vocación trágica, está en el respeto del individuo
hacia sí mismo. En este fatalismo heroico se revela la herencia oriental de Conrad. Del Oriente lo separa
el no permitirse el hundimiento. Le son negados el consuelo de la desesperación y los éxtasis místicos. Su
decidida aversión por Dostoievski revela lo que le cuesta esta prohibición que se impone. Odia al
Dostoievski que lleva en sí.
Este repudio de todo lo ruso (con la significativa) excepción de Turgeniev) corresponde a la
temprana atracción que sobre él ejerce el estilo de vida inglés. «Puede creerme —escribe en 1918 a Hugh
Walpole— que sin el conocimiento del inglés no habría nunca escrito ni una línea en mi vida.» Estabilidad
y seguridad, lealtad y orden, «the sanity and method», éstas son las cualidades que encarna para él la
Inglaterra del imperialismo. Le ofrecen la base segura para sus expediciones, más atrevidas que todos los
viajes del Vidar y del Otago, y que le llevan a las oscuras playas del alma humana. Las narraciones de
Conrad semejan, ya en su misma técnica, viajes de exploración, de reconocimiento, por caminos vírgenes,
cuajados de obstáculos y dificultades, que le obligan a un continuo avanzar y retroceder, a desviaciones y
paradas imprevistas. «En un mundo en el que ninguna explicación es definitiva —escribe en sus
Memorias— se debe contar con lo inexplicable cuando se quiere enjuiciar los actos de un hombre.» Este
factor inexplicable determina —como en Henry James, a quien venera y sobre quien escribió un
estudio— su técnica narrativa. Tampoco es Conrad uno de los narradores homéricos que, sentados en el
centro del universo, despliegan el mundo ante el lector con la divina serenidad que proporciona la
sabiduría ilimitada. La conciencia de lo complejo, vejatorio, problemático y profundamente misterioso de
la naturaleza humana le hace despreciar la burda «chronological machinery» de la novela convencional
casi tanto como los intentos de desacralización de la moderna psicología profunda. A Freud lo rechaza,
según se cuenta, sin leerlo, con una «ironie méprisante». No le necesitaba. En aproximaciones e intentos
de exploración siempre renovados, desde puntos de vista y planteamientos diferentes, trata de rodear y
delimitar el «caso» de que se trate. Cuidadosamente se mantiene fuera del campo de acción; incluso
prefiere mandar a otro, un segundo informador. En algunas de sus mejores obras, es el Capitán Marlow
quien asume la dirección, como «guía en esta selva psicológica», habiendo de defenderse eventualmente
de las interjecciones sarcásticas del autor. Con la ayuda de su criatura Marlow, Conrad consigue
preservarse como fuente épica y pozo del recuerdo y, al mismo tiempo, hacerse buscador de tesoros y
analista explorador.
Está claro: en Conrad lo psicológico y lo artístico se condicionan mutuamente. No es sólo su
gusto por la polifonía narrativa, por el arte de la reducción, por los juegos de variaciones, lo que da a sus
novelas y narraciones la forma severa, artística y frecuentemente complicada; cuenta por igual su
extremo respeto hacia ese núcleo humano inviolable alrededor del cual urde sus figuras. «Para Marlow
—dice Conrad de su otro yo—, la esencia de un acontecimiento no se hallaba dentro, como un núcleo,
sino alrededor, como un anillo, de la historia que lo producía, como una ola de calor produce vaho o
como esas aureolas de neblina a través de las que a veces se ve la luna.» De este modo, el narrador de
hechos se convierte en artista de la forma. En su magistral narración Youth, Conrad destila del trivial
discurrir de una navegación desafortunada el máximo de brillo y expresividad, planteándola como el
primer viaje de su narrador ficticio, en este caso Marlow, que hace su entrada en escena. El incidente
más irritante o desagradable se vuelve así bienvenida confirmación de fuerza juvenil intacta y —a la
mirada retrospectiva de la narración— objeto de recuerdo entre pesaroso e irónico: «Juventud, todo
juventud, la tonta, encantadora, magnífica juventud.» Este « ¡oh juventud!» que acompaña a la narración
a guisa de estribillo y el grito, reiterado en los momentos críticos, pidiendo la botella («El barco humeaba,
el sol ardía..., ¡dadme la botella!»), convierten la simple narración marinera en una obra de arte de finos
remos y ritmos encantadores, en un poema recóndito. El eros del barco —donde la tempestad, olas y
calma chicha se erigen en enemigos personales del hombre, nace una relación amorosa con el barco— ha
encontrado aquí su transfiguración más alegre. El navio se personaliza. Las mujeres de Conrad son pálidas
abstracciones de la virtud femenina, pero de los barcos habla con ternura inmediata. Incluso el Judea, el
bergantín desgraciado de Youth, es tratado con cariñosa consideración: «Estaba cansado, el viejo barco.»
Como la obra de Conrad, también su biografía tiene valores simbólicos. Es un caso extremo de
una vida formada y desarrollada con inexorable consecuencia de acuerdo con un programa íntimo. A los
nueve años (en el corazón de Polonia), el niño señala un mapa de África y dice con determinación:
«Cuando sea mayor, iré allí.» El adolescente desafía a su delicada salud durante sus años de marinero, el
hombre maduro ejerce, atormentado por la gota y por un sentimiento de insuficiencia, su profesión
literaria: todo es plan y dominio de sí mismo; algo que hay que realizar, por ser lo único que separa del
caos, de esas tinieblas que su sensibilidad, trabajosamente dominada, siente como continua amenaza. A
los veintiún años no sabe todavía ni una palabra de inglés. Apenas tres décadas más tarde, $ cuenta
—según T. S. Eliot, que antepone a su poema The hollow men el inolvidablemente horrible «Mistah Kurtz,
he dead», tomado de Heart of darkness— entre el pequeño grupo de autores ingleses cuyo idioma ha
contribuido decisivamente a «expresar y elaborar objetos nuevos, sentimientos nuevos, opiniones nue-
vas». «Nadie —enjuicia André Gide, que testimonió como traductor su admiración por Conrad—, nadie
vivió más intensamente que Conrad; ni nadie ha conseguido realizar una tan consciente y paciente trans-
formación de su vida en arte.» En esta doble conquista de la vida ha de verse la masculinidad tan
elogiada —a menudo con acentos equivocados— de Conrad. Es hombre y varón en el sentido inmediato
de la palabra, así como en el espiritual. Su masculinidad no es ni fanfarrona virilidad ni musculosa
inconsciencia, sino la firmeza del sabio ante lo caduco.
ANDRÉ MALRAUX
Es usual, por lo menos en Alemania, comparar a André Malraux con Ernst Jünger. El mismo
Jünger se refiere habitualmente a su colega francés con complacidas palmaditas en la espalda. Lo
considera, dice en Strahlungen, uno de los escasos «observadores dotados de visión para el paisaje de
guerra civil del siglo XX». Y esta observación, que es correcta en su objeto, pero inadecuada en su
formulación, evidencia pronto lo inexacto de la comparación. Ambos autores son, sin duda,
personificaciones muy expresivas de un tipo contemporáneo de intelectual, que reúne en sí las
tendencias y dotes tanto del artista y erudito como del político y del soldado. Pero ya en este punto son
precisas las matizaciones: mientras que en Jünger se realiza el tipo —biográfica y literariamente— sobre
una base muy estrecha y en presencia permanente de una conciencia de esforzada autoestilización,
Malraux es efectivamente lo que Jünger pretende ser: un hombre de disciplinada plenitud, un noble sin
antepasados, un espíritu que posee la plena soberanía frente a su época, o mejor aún, que la conquista
actuando y errando.
Con esto queda dicho también lo que ciertamente no es: un «observador». Desde Joseph Conrad
no ha habido autor alguno cuyo camino le haya llevado tan profunda e inmediatamente a través de la
vida; con la diferencia de que en Malraux el vivir y el escribir no pertenecen a períodos distintos, sino que
se entrelazan, completan e incluso contradicen dramáticamente. Lo que Jünger designa en el sentido
literal y en el tradicional como «el paisaje de guerra civil» de nuestro siglo es para Malraux vivencia
concreta. No se ha limitado a explorarlo con los prismáticos, como Jünger, ni lo ha recorrido
aventureramente como Hemingway, a quien puede bastar un combate de boxeo o una cacería de leones.
Malraux es un hombre de la pasión y de la acción espiritual, con toda la dureza y la capacidad de
entusiasmo, toda la inquietud y el valor para el cambio propios de este tipo. De hecho, su biografía es
una serie de aparentes paradojas: empieza a los veintidós años de arqueólogo en Indochina, allí se pasa
por primera vez a la política, participa en la guerra civil china del lado comunista, y la describe en 1933 en
su novela más conocida: La condition humaine; se hace lector en Gallimard de París; vuelve a la
arqueología (esta vez en Arabía); organiza, durante la guerra civil española, la fuerza aérea republicana;
rompe, en 1939, con el comunismo; irrumpe en la segunda guerra mundial como oficial de fuerzas
acorazadas; toma parte en la resistencia francesa; se une a De Gaulle, asumiendo la jefatura de prensa y
propaganda durante algún tiempo, pero se retira paulatinamente de la política y comienza, en 1947, a
publicar —ante el asombro de muchos— La psychologie de l'art, en tres tomos.
Era inevitable que esta vida en meandros fuese enjuiciada y malentendida como falta de
objetivos, especialmente por la izquierda literaria, que perdió, con la defección de Malraux, a su talento
más notable. La verdad es que mal podían perder lo que nunca habían poseído. Para alguien resuelto a
explorar hasta el fondo la «condición humana» (este título describe al autor), los programas, ideologías,
acción política, ciencia, creencia, arte, aventura, amor, puesta en juego de la persona y entrega a las
cosas, no pasan de ser formas diferentes de un mismo empeño: el de arrancarle a la existencia su sentido
más profundo. En Malraux vive un insaciable deseo de apoderarse del hombre en su última verdad; y
este deseo crece en la misma medida en que el hombre se le escapa e incluso amenaza desaparecer de la
vida moderna. «Con cada escalón que conquisto en mi afán de mayor eficiencia, me alejo más y más de
los hombres —hace decir a uno de los revolucionarios en L'espoir, la novela de la guerra civil española—,
me hago cada vez menos humano.» En estas palabras se expresa el conocimiento de que el mundo
técnico de hoy está en trance de crear un nuevo tipo humano, para el que la existencia fundamental, con
sus fenómenos del dolor y del amor, de la inocencia y de la felicidad, es menos importante que la
identificación con los procesos mecánicos del existir, la inserción en el anónimo social, el funcionalismo.
Pero Malraux no está dispuesto a satisfacerse con la complacencia de este conocimiento (como Jünger) o
sacar (como T. E. Lawrence) la consecuencia de que el individuo se ha despersonalizado deliberadamente
y de que está a punto de extinguirse. Por otro lado, tampoco le es dado hallar una relación tan lírica con
la realidad técnica como Saint-Exupéry, el piloto soñador y técnico inspirado de la sonrisa tranquila e
infantil. Malraux es el luchador espiritual, que no se encrespa contra el desarrollo, sino que trata de
conformarlo. Lo hace esforzándose en reactivar las viejas cualidades humanas, la sustancia ética básica,
que es intemporal. El comunismo le pareció, como a otros muchos intelectuales, un primer paso posible
hacia un humanismo práctico. No le preocupó lo que tenía de dogma político, sólo vio la oportunidad
humana, sin llegar a comprender que precisamente el dogma anulaba esa oportunidad. Sartre no deja de
tener razón —aunque en sentido distinto del que cree— al calificar a Malraux de romántico. La guerra
civil española, tal como la ve Malraux en su caleidoscopio novelesco, está nutrida por esa esperanza agi-
tada y romántica, madre de revoluciones, que aporta al libro ese título, tan expresivo precisamente por
su misterioso interrogante. Los revolucionarios de Malraux sueñan con la guerra justa, la libertad total,
con un gobierno popular que —curiosamente— desarrolle una política del espíritu. Se entusiasman con la
idea, expresada briosamente, del «ejercicio del poder por los más nobles». Pero precisamente en los más
nobles se afianza el sentimiento de que este aspirar a lo absoluto no hace más que promover injusticias
nuevas y más terribles. Porque pueden existir guerras justas, pero nunca ejércitos justos; políticas justas,
pero no un partido justo. Así se prepara —a ello debe el libro su dinámica interna— tácitamente, sin
desintegraciones ostentosas, sin patetismos de renegado, el viraje que alejó a Malraux del comunismo, la
ruptura que consumó dos años más tarde. El comunismo fue una esperanza en el camino de Malraux
hacia el hombre; al resultar fallida, supo que tenía que buscar lo humano en otro estrato más profundo.
André Gide se lamenta en sus últimas notas de que apenas si se pueden ya utilizar las palabras
distinción, dignidad humana, grandeza, por haber sido raídas, mal utilizadas, desvirtuadas y trivializadas
por la realidad práctica. Gide tuvo la suerte de poder compensar estas deficiencias, al concebirse a sí
mismo como representativo, al actualizar y conservar el concepto de humanidad en su propia persona y
reflejarlo sobre el mundo necesitado. Malraux, en cambio, de acuerdo con su naturaleza activa y
orientada hacia la conquista, lo buscará en el mundo. Por ello se precipita en la acción, acude a todos los
frentes, rastrea al hombre en la masa, en los focos de conflagración de la historia y en los
acontecimientos elementales, en el amor, en la lucha y en la muerte, en su risa, su capacidad de sacrificio
y la infinitud de su sufrimiento. El sufrimiento como verdadera potencia reveladora de la naturaleza
humana se convierte en el tema central de Malraux. «Cada hombre es igual a su sufrimiento», se dice en
La condition humaine; y al final, de nuevo: «No hay dignidad cuyas raíces no se puedan encontrar en el
dolor.» El dolor y la muerte son para Malraux las fuentes de la verdad. Cuando Kyo, el agitador
comunista, uno de los organizadores de la revuelta de Shanghai, con la certidumbre de la muerte se
enfrenta a su mujer, apartada de él, le basta con mirar la muda máscara de su dolor para comprender
que aún la ama; y una vez que lo ha comprendido, sabe también que no puede negarle la extrema prueba
de su amor: «Le sobrecogió el fraternal sentimiento de comunidad con la muerte, comprendió el escaso
reparo de la carne ante esta enorme y postrer comunión. Comprendió ahora que la disposición de
permitir a un ser amado compartir la muerte es quizá la suprema e insuperable forma de amor.»
Para Malraux, la libertad sólo existe donde la muerte es incorporada a la vida. Sus protagonistas
están siempre dispuestos al último sacrificio; y lo significativo es el hecho de que resulte indiferente la
razón de este sacrificio. Todo es verdadero, con tal de que se sienta: «Todo aquello por lo que las gentes
se dejan matar, justifica, de modo más o menos confuso, el sentido y el destino de ser hombre.» En la
máxima exaltación, el mismo terrorismo puede convertirse en religión. Tal es —en La condition
humaine— la historia de Chen, el místico de la revolución deseoso de morir, para quien la «colmadora
familiaridad con la muerte» constituye un opio. Chen y Kyo representan dos de las muchas opiniones
parciales, en las que el autor se reproduce a sí mismo y su visión de los hombres. Incluso como narrador
conserva Malraux algo del arqueólogo. Saca a la luz fragmentos, fragmentos de la sustancia humana, con
cuya yuxtaposición nos comunica un atisbo de la totalidad. También se refleja esto en la técnica de sus
novelas. Pocas veces (y menos aún en L'espoir) se dan pasajes prolongados. Como un sutil director
cinematográfico trabaja Malraux con encuadres y cortes. Ordena rítmicamente aspectos parciales y
acopla distintos temas de manera que surja la obra de arte. Afortunadamente, Malraux es demasiado
francés para esclavizarse a una técnica. Por ello no extrema el método, como Dos Passos; el ojo
fotográfico de Malraux no deja de ser un órgano lírico. Montaje, crónica, testimonio no constituyen para
él principios estilísticos utilizados mecánicamente de forma exhaustiva, sino parte tan consustancial y
expresión de su temperamento artístico, como la pulidísima reflexión, la retórica en ocasiones
borboteante y los súbitos fogonazos líricos del mundo del terror y de la acción: «Un ruiseñor canta
extasiado. En algún lugar, entre la niebla, derrama Kogan, con un bayonetazo en el muslo, su sangre
sobre las húmedas hojas, y responde por los heridos y por los muertos» (L'espoir). Malraux es un maestro
de la metáfora («Señaló hacia el acuario, en el que nadaban negras carpas chinas, recortadas y blandas
como pendones de iglesia, subiendo y bajando»); sabe ser escueto como un oficial de Estado Mayor
(«Por fin la besó: mal»), pero igualmente puede perderse en la descripción de un sueño de opio: «...
Sobre el lago se deslizaban labriegos en silenciosas barcas, ocupados en la recolección de las semillas de
nenúfar. A ambos lados de las últimas flores nacían, por efecto del movimiento del timón, dos largos
pliegues acuáticos, que volvían a perderse, con extrema suavidad, en la superficie gris. Se perdieron
ahora también en el mismo Gisors, capturando en sus abanicos todos los trabajos de este mundo, un
trabajo, empero, sin amargura, transfigurado por el opio en pureza sagrada. Con los ojos cerrados,
elevado por alas inmóviles, Gisors miró hacia abajo, hacia su soledad: hacia una desesperación que se
aproximaba a lo divino, mientras que simultáneamente aquella dichosa estela se ampliaba hacia el infi-
nito y desembocaba silenciosamente en las profundidades de la muerte.»
Pero ni el opio, ni la guerra, ni la política, ni la revolución pueden liberar al hombre por más de
un instante de la tragedia: «Si el hombre cuenta con la revolución para desterrar su tragedia de este
mundo, se engaña.» Esta frase figura, ya en 1937, en su novela L'espoir. Diez años más tarde, Malraux
saca la consecuencia y publica el primer tomo de La Psychologie del'art. Se declara así partidario de la
única instancia que hace justicia a las penas del mundo. No se trata de resignación, de una retirada a un
quietismo estético, ni de barato cambio de esfera vital. Malraux sabe que el arte no es un mundo
«mejor», sino distinto; pero también sabe que las certidumbres que nos llaman desde ese mundo son las
únicas que realmente hacen posible una vida completa, verdaderamente vivida: «Al igual que
determinada secuencia de acordes nos hace comprender de pronto que existe el mundo de la música, o
determinada secuencia de versos nos abre el panorama del mundo de la poesía, una determinada
armonía o inarmonía inconcreta de colores y líneas estremece a todo el que observa que el resquicio que
aquí se ha abierto conduce a otro mundo; no un mundo sobrenatural o transfigurado, pero sí un mundo
que no puede ser reducido a un mismo común denominador con el real. El arte brota precisamente del
efecto mágico de lo intangible, de negarse a copiar lo visto. En su origen no conduce al bodegón o a la
naturaleza muerta, sino a las líneas geométricas o a los dioses.» El conocimiento extremo de la vida, que
la vida misma siempre habrá de negarnos («Ninguna vida es cognoscible hasta sus últimas consecuencias,
precisamente por ser vida»), la exclusión de toda ciega casualidad y, por consiguiente, su verdadera
conquista pueden transmitírsenos en la creación y en la vivencia de las obras de arte. En ellas, y sólo en
ellas, triunfa el hombre sobre el mundo: «Frente a las Euménides, que surgen sobre la pálida piedra del
teatro griego, el espectador experimenta oscuramente, como frente al crucifijo, ante un paisaje pintado o
un retrato, la irrupción del hombre en el reino de las potencias de las que es mero juguete, y pasa del
mundo del destino al mundo de la conciencia.»
No sé si Malraux ha escrito jamás un verso, pero de estos pensamientos se proyectan puentes
de contemporaneidad al pensamiento artístico —de fuste heroico— de Gottfried Benn, quien, en el
prólogo a su libro Frübe Lyrik und Dramen, cita las frases de Malraux: «¡Que los dioses enfrenten en el día
del juicio final a las formas de vida de antaño el pueblo de las estatuas! Entonces no dará testimonio de la
existencia de los dioses el mundo del hombre, por ellos creado; lo dará el mundo del artista.» Cuando
Malraux dice: «Mientras los artistas no sepan nada de los conquistadores, éstos serán meros soldados
victoriosos... No es el historiador quien les asegura la fama, sino el poder del poeta sobre los sueños del
hombre», no es ni más ni menos que el «piedra, verso y sonido de flauta», o «sí, melodías, aquí palidece
el que pregunta» de Benn. E inversamente, cuando Benn escribe:
Sólo la forma es fe y acción;
al contacto de sus manos
y, después, de manos arrebatadas,
las estatuas cobijan la simiente,
es lo mismo que cuando Malraux habla de la «supervivencia del alma del artista», y lo llama
«pervivencia, no de objetos caducos», sino de la «forma que ha tomado la imagen del mundo a través de
un hombre». En estas frases se pone de relieve que Malraux, con La psychologie de l'art, no ha tratado de
evadirse de su propia vida, sino que, por el contrario, con esta obra obtiene el claro resultado total de la
complicada cuenta de su vida. El hombre citerior de nuestros días establece su nexo con la eternidad a
través del arte. Esto se inició, con dolor, en Flaubert, y el ciclo se completa en hombres como Benn y
Malraux. Desconocen el servilismo ante la vida, y con la misma libertad rehúsan la genuflexión ante lo
desconocido. «El humanismo —dice Malraux, y lo dice con el derecho de un hombre que ha buscado la
dignidad y la grandeza del hombre en todos los campos de la vida— no quiere decir: 'Lo que hice no pudo
hacerlo ningún animal', sino: 'Rehusé lo que quería el animal en mí, y me hice hombre sin la ayuda de los
dioses.'»
ALBERT CAMUS
Estamos hoy más cerca del desastre que
la misma campana de la tormenta, por lo
que ya es hora de que nos labremos una
salud en la desgracia. Aunque se asemeje
a la arrogancia del milagro.
RENÉ CHAR, A une sérénité crispée.
Entre los autores que, en la trascendental década de 1940 a 1950, alcanzaron rápidamente la
fama merece especial consideración el francés Albert Camus, nacido y criado en Argelia. Su fama se basa
sobre una obra literaria escasa, pero en mayor medida sobre la personalidad que se halla tras esa obra.
Camus es lo que se podría llamar, si el concepto no estuviera un tanto raído por el uso, un idealista.
Mientras que su amigo, y posterior antagonista, Jean-Paul Sartre fascina y confunde, en aquellos años
uno se sentía en Camus seguro y bien aconsejado. Si Sartre se complacía en presentarse como el
camaleón europeo, Camus era el unicornio. Cuando Sartre utilizaba la literatura evidentemente para
fines extraliterarios, sobre todo para evadirse a una polivalencia de aspecto interesante en los momentos
en que, como filósofo y como político, hubiera debido pronunciarse, Camus, a pesar de ciertos
compromisos periodísticos (como editorialista de «Paris-Soir» y más tarde de «Combat», diario que
contribuyó a fundar), no dejó nunca de ser, antes que nada, poeta. Aunque el manantial poético brotase
escaso, brotaba puro. Camus satisfacía un anhelo muy enraizado: el anhelo del hombre entenebrecido y
angustiado de hallar consuelo y consejo en el cantor. Aun cuando la canción de Camus no era
precisamente edificante, la limpieza de su voz y la pureza de su corazón estaban fuera de duda.
Todo esto puede parecer extraño a todos aquellos que, por costumbre, consideran a Camus
como uno de los llamados existencialistas y, por cómoda convención, como una especie de nihilista. El
bravio concepto sartriano de libertad y el homo ahsurdus de Camus les parecen resultados gemelos de
una misma voluntad de negación. En realidad, Camus es un hombre que niega, para poder afirmar sin
remordimientos; que hace tabula rasa, para poder construir sin premisas equivocadas; que retorna al
cero, para elevarse sobre él con sus propias fuerzas. Lo absurdo no es para él resultado, sino punto de
partida. Pero ¿qué es lo absurdo? No el estado insatisfactorio del mundo como tal, sino la inevitable
contradicción entre el desordenado mundo y la voluntad innata de ordenación del espíritu humano. Es,
dice Camus, «aquella dicotomía entre el espíritu ansioso y el mundo decepcionante, es mi nostalgia de
unidad, este universo disgregado, y la contradicción que los une». Aquí se demuestra qué pocos vínculos
unen a Camus con el existencialismo (y no hablemos del existencialismo de cuño sartriano). Si aceptamos
la «nostalgia de unidad» como premisa, si el individuo se realiza según determinadas condiciones de la
naturaleza humana general, quiere decir que en el ser humano la esencia precede a la existencia, que
ésta se alimenta de aquélla, que existe primero el valor y luego la conciencia de ese valor y después la
acción, es decir, que el valor no se establece por la acción. Así se sitúa Camus al margen de todos los
filósofos de la existencia que afirman que la existencia precede a la esencia. En Sartre, el hombre se
proyecta de la nada; en Camus, el núcleo puro e invulnerable del hombre se rebela contra el mundo
absurdo en el que se ve colocado. La rebelión de Camus es la ancestral rebelión ética, en una nueva
formulación adecuada a la conciencia moderna.
Camus desarrolla su concepto de lo absurdo en secuencia escalonada, partiendo del hecho de la
existencia de lo absurdo hasta la conciencia de ese hecho, y de ahí a la consecuencia: la rebelión. En su
obra seguimos paso a paso este desarrollo, en el que se relacionan y completan de modo significativo lo
poético y lo intelectual. A la narración L'étranger (1942), sigue el tomo de ensayos Le mythe de Sisyphe
(1943), y a la novela La peste (1947), el tratado L'homme révolté (1951). Entre medias están las obras de
teatro, por el que Camus sintió un amor especial, ya que el actor, que condensa toda la eternidad en sus
momentos de actuación, para desaparecer de nuevo en la oscuridad, sin consecuencias pero colmado, es
para Camus el prototipo del hombre absurdo. La novela corta L'étranger y el drama Le malentendu (1944)
no nos muestran todavía al auténtico hombre absurdo, sino sólo sus circunstancias; nos dan el «clima del
absurdo». Al hombre absurdo pertenece la conciencia de lo absurdo. Que es lo que no tiene Meursault,
el protagonista de la novela. Aunque es evidentemente una existencia absurda, un hombre de vida
mecánica, un hijo sin ternura, un amante sin sentimientos, un asesino sin móvil, un condenado a muerte
satisfecho, se encuentra sin más, sin darse cuenta de ello, en el universo desnudo, transido de lo
incomprensible, de lo absurdo. Para él, es el sol el responsable de todo, el implacable y enloquecedor sol
argelino, que impregna el estilo mismo de Camus llevándolo hasta los límites de la sequedad; y una de las
pocas frases que pronuncia durante el proceso es la aseveración de desconocer lo que es el pecado.
Meursault es ingenuo, es —como observa Sartre muy finamente en un análisis crítico de L'étranger—
partícipe de la «gracia del absurdo». Este Meursault no proviene, como se repite monótonamente, de
Kafka, sino de Melville, en quien Camus admira a un maestro del absurdo. El héroe de Camus es, sin
embargo, un descendiente menos atractivo y amable del Billy Budd de Melville: a su semejanza, un
inocente que vive en concordancia con lo que no entiende. Pero en Billy Budd el brillo de una confianza
sonriente domina sobre esta concordancia, mientras que Meursault permanece indiferente e inerte. Sólo
al final, en las últimas páginas, enfrentado a la muerte e irritado por las vagas consolaciones de una vida
eterna que le ofrecen, establece una relación consciente con la existencia absurda. La afirma, como
afirma la muerte, porque ambas son seguras y porque le cuadra mal al hombre vivir en el tiempo y creer
en la eternidad. En la hora de la conciencia, que le llega tarde, percibe algo de aquella «honra metafísica
de soportar el mundo absurdo», que constituye la carta de nobleza del hombre absurdo.
254 Literatura moderna
Todo esto no pasa de ser aquí convulsión lírica más que expresión y conocimiento. Sólo cuando
del caso Meursault nace el caso Sísifo obtenemos una representación plástica del hombre absurdo. Sísifo
ya conoce lo desesperanzado de su situación y la falta de sentido de su quehacer. Se sabe supeditado a la
ley del absurdo, sabe que la piedra, cuantas veces consiga voltearla hasta la cima, acabará siempre en el
valle. Cuando la pareja asesina de Le malentendu mira dentro del abismo del absurdo desespera. Sísifo
contempla tranquila e implacablemente lo absurdo. Conquista su destino conociéndolo. «Las
aniquiladoras verdades pierden su peso en cuanto se reconocen.» Nuestra libertad reside en la
conciencia de la falta de libertad a que estamos condenados: Lo absurdo es el «estado metafísico del
hombre consciente». Puede, asegura solemnemente Camus, conceder un poder majestuoso. El hombre
absurdo es un rey sin reino, pero sobre otros soberanos tiene la ventaja de saber «cuán ilusorios son
todos los reinos». Quiere vivir con lo que sabe, y sólo con eso: en ello ve su honor. «Del destino hace
asunto humano, que ha de ser ventilado entre hombres.» Lo que significa que el hombre absurdo no se
permite ni el suicidio ni la esperanza (y esto en Camus casi siempre quiere decir: la esperanza en un más
allá). Ambas cosas, el suicidio y la esperanza, son puertas simuladas por las que el tímido escapa a lo
desconocido. El hombre absurdo debe acreditarse a este lado de la esperanza. Sísifo voltea su piedra sin
esperanza y sin desesperación. El Doctor Rieux (en La peste) combate la epidemia con conciencia clara de
una derrota infinita. Sabe que su crónica sólo «puede ser el testimonio de lo que se hubiera debido
conseguir y de lo que sin duda conseguirán todos aquellos hombres que, a pesar de su desgarramiento
interno, luchan contra el señorío del horror y contra su incansable armamento, los que no quieren
reconocer las desgracias, y no pudiendo ser santos, a pesar de todo, se esfuerzan en ser médicos».
Sísifo y Rieux nos proporcionan modelos de constancia en la tribulación. Su rebelión contra la
tiranía de lo absurdo no parte de la ilusión de poder cambiar el mundo. Conocen su impotencia frente al
caos de los hechos, los estragos de la casualidad, la muerte, la injusticia de los sufrimientos, la
imposibilidad del entendimiento, la indiferencia de la naturaleza y la hostilidad primitiva del mundo
humano, y a pesar de todo ello actúan. El sentido de esta rebelión no está en el resultado, sino en la
rebelión misma. La esencia de la acción no es la modificación de la realidad, sino su rechazo; en esto toda
acción iguala a la obra de arte. Toda acción, incluso la acción sin consecuencias, opone al brutal realismo
de los hechos la autonomía de la conciencia humana. Así se confirma la dignidad del hombre y su
libertad. Con cada intento de una acción útil y saludable lleva el hombre al Dios ausente al centro del
mundo. Este es el sentido del homme révolté. «Al igual que el peligro proporciona al hombre la oportu-
nidad irreemplazable de apoderarse de la conciencia, la rebelión metafísica de la conciencia se extiende
sobre toda la experiencia. Es la permanente presencia del hombre en sí mismo.» Entendido así, el
absurdo lleva al hombre a sí mismo, le proporciona un enorme incremento de vida. Es —y esto se
manifiesta especialmente en la figura del Doctor Rieux— el vínculo de odio que une al hombre con el
mundo, incitándolo continuamente a realizarse y agotarse en la rebelión sin esperanza. «Esta rebelión da
a la vida su valor. Si se extiende sobre toda la duración de una existencia, le confiere grandeza. Para un
hombre sin vendas en los ojos no hay espectáculo más bello que el de la inteligencia en combate con una
realidad que le es superior. El espectáculo del orgullo humano es incomparable.» La conciencia y la
rebelión son las respuestas recusantes del hombre ante el absurdo. «En esta conciencia y en esta
rebelión testimonia día tras día su única verdad, el desafío.»
Pero el ethos del hombre camusiano no se agota en un «me rebelo, luego soy», sino que
prosigue en un «me rebelo, luego somos». También Calígula (en el drama del mismo título de Camus)
tiene conciencia del absurdo, y también se rebela, pero de modo errado. Golpea al mundo y se enfurece
contra él, porque lo ha decepcionado. Pero, comenta Camus, «no se puede destruir todo, sin destruirse a
sí mismo». Calígula no fracasa porque haya destronado a los dioses (en esto Camus, amante de los
rebeldes, que ve en Prometeo al primer conquistador moderno, le da la razón); fracasa porque deduce de
ese acto un concepto de libertad abstruso y devorador de hombres: «Si su verdad consiste en negar a los
dioses, yerra en cuanto que reniega de los hombres... No se puede ser libre frente a los otros hombres.»
Y con ello llegamos a un punto decisivo. Para Camus, la solidaridad humana es el elemento básico de la
revuelta. «Sólo se justifica —subraya— cuando hermana a todos los hombres.» Es decir, en un mundo sin
Dios y descastado cree en la amistad y en el amor, en la permanencia del bien y del mal y en la
indestructibilidad de las cualidades humanas. Este acento ético, positivo, a pesar de todas sus
negaciones, es lo que ha procurado a Camus un auditorio mundial. Sobre el terreno de un realismo sin
ilusiones no teme desplegar la gastada bandera del humanismo. Camus es un alma bella, a la que sólo la
ambición intelectual impide reconocer sencillamente a Dios. Es un santo que tiene la ambición de ser un
hombre.
Nos preguntamos si aguantará, si será lo bastante fuerte como para resistir en la avanzadilla que
ha escogido. En el caso de Malraux, no hay duda. En el caso de Camus, podría pensarse que un día el
mundo dejase de ser para él asunto de los hombres. Casi parece como si en la narración La chute (1956),
aunque no sea más que muy veladamente y a guisa de experimento, pusiese en duda su propia posición.
Da la impresión de que, al fustigar la extraña figura del juez de paz Jean-Baptiste Clamence, que
aparece aquí en doble caracterización —Juan y Clamans— como predicador en el desierto un tanto
dudoso, se fustiga ante todo a sí mismo. Leemos allí que el ochenta por ciento de los escritores modernos
escribirían y alabarían el nombre de Dios si pudieran publicar sus obras anónimamente. Su ateísmo se
tiñe de virtud. Nada los separa de los cristianos salvo el hecho de que no predican precisamente en las
iglesias. Y finalmente: «Ay, querido, para el solitario que no conoce ni Dios ni dueño, la carga de los días
es insoportable. Así, pues, hay que buscarse un dueño, porque Dios ya no está de moda... Viva el dueño,
quienquiera que sea, siempre que reemplace la ley del cielo.» ¿A quién puede referirse esto sino, en
primer lugar, al propio autor? «¿Dónde empieza la confesión, dónde la acusación? El que habla en este
libro, ¿se está juzgando a sí mismo o sólo a su tiempo? Su caso, ¿es un caso particular o el del hombre de
hoy?», pregunta Camus en un comentario un tanto evasivo. La «muy solitaria y agotadora carrera de
fondo de la libertad» puede, según demuestra irónicamente La chute, llevar a «una ilustrada re-
comendación de la esclavitud». Basta con presentar decididamente sus consuelos como «la verdadera
libertad». La nostalgia de la fe se expresa aquí —todavía— en forma de blasfemia. Pero el juego con
símbolos cristianos (incluso los círculos infernales dantescos) permite la suposición de que se anuncie
aquí, quizá, un giro, un viraje, del que Camus, traductor del Prometeo encadenado, de Esquilo, y portavoz
del estoicismo heroico de Sísifo, no nos ha anticipado nada.
La dirección que tome Camus dependerá siempre de la fuerza de su arte. Cuando la capacidad
artística está a la altura de las exigencias de la soledad que uno se impone a sí mismo, no puede haber
vacilaciones. Para el hombre creador, la obra de arte es la réplica al absurdo, no porque la obra de arte
sea imperecedera, sino porque satisface una necesidad metafísica, que el mundo nunca podrá satisfacer:
el anhelo de unidad. Es el mundo estilizado, corregido, forzado a adoptar una armonía, es la «eternidad
sin Dios». Por obra y gracia del artista, en la obra de arte se reúnen realidades dispersas formando un
universo. A un mundo enfrenta otro mundo. Este triunfo es tan grande, que una novela, incluso cuando
describe lo incompleto y la desesperación, crea siempre, como subraya Camus, «la forma y la salvación».
Por ello, «la literatura de la desesperación» es una contradicción en sí misma. El sentido de la obra de
arte no reside ni en su tema ni en su mensaje, sino en su consecución. Ante las imágenes termina el
señorío del absurdo. Lo que diferencia al artista del pensador, lo que lo eleva sobre el pensador, es que el
artista «triunfa en lo concreto». Es un triunfo totalmente sensorial. El artista hace florecer su pen-
samiento en imágenes. Su arte se mide por el grado en que lo consigue.
La pregunta es: ¿hasta qué punto se aproxima Camus a este ideal? Su interpretación del mito de
Sísifo es un caso afortunado del pensamiento poético. Ahora bien: cuanto más se deja arrastrar un poeta
por el espíritu misionero, con tanta mayor fuerza tiende a tomar el camino más corto. Este peligro se
advierte en la novela La peste, a la que se ha comparado, sin razón, con la obra de Kafka. El exceso de
claridad de Camus se contrapone a Kafka. Kafka tampoco creó nunca conscientemente modelos como el
Doctor Rieux. Transforma su mundo interior, forzadamente y sin residuos, en ademanes sensoriales que
representan en sí mismos una realidad, cifras existenciales no interpretables desde fuera, mientras que
Camus nos ofrece una alegoría manejable, excesivamente manejable. «La peste —escribe Pierre de
Boisdeffre, y lo dice positivamente— es la alegoría de nuestra época... La ocupación alemana y los
campos de concentración, la bomba atómica y la perspectiva de una tercera guerra mundial, y también la
edad inhumana del Estado endiosado, de la máquina soberana y de la administración irresponsable.
Desde esta perspectiva, el anonimato de La peste adquiere todo su sentido: sus personajes son aquellos
seres que nos encontramos día a día junto a nosotros, la anónima muchedumbre de los condenados a
muerte». Indudablemente, todo esto es cierto. Pero lo que falta es la materialidad del símbolo, su
impremeditación, su total sensorialidad. Quizá sea éste el fallo del libro, pero también —como en The
skin of our teeth, de Thornton Wilder— el secreto de su éxito. Un símbolo debe ser percibido y conocido,
una alegoría puede aplicarse rápidamente.
Albert Camus es el único de los autores tratados en este libro cuyo desarrollo todavía no está
concluido. Huxley y Malraux, Ernst Jünger y Henry Miller pueden aún publicar obras excepcionales, pero
en sus líneas básicas su imagen cambiará poco. De Camus no me atrevería a decir lo mismo. Sin embargo,
prescindiendo de lo que pueda aportar su evolución, Camus ha sido y será, en cuanto representante del
trágico optimismo, un gran estimulante en el paisaje ruinoso del siglo XX. Las orgullosas palabras con que
Camus distinguió las poesías de Rene Char: «se hallan en la cumbre de nuestros derrumbamientos», lo
describen también a él mismo.
ERNST JÜNGER
En la total compenetración de inocencia
y conciencia, y en la formación de molécu-
las con estos elementos, reside una de las
características de nuestro tiempo.
Strahlungen
Sobre ningún autor alemán se ha escrito más y más contradictoriamente desde 1945 que sobre
Ernst Jünger. Los unos ven en él a un nacionalista militante y metafísico de la guerra, a un precursor
intelectual de Hitler, intelecto anárquico y glacial misántropo; los otros lo celebran como esforzado
resistente y heraldo de la paz, como humanista y arquitecto de una nueva ética, incluso de una nueva
teología. Milagrero y charlatán, nihilista y conservador solitario de los valores, esteta ajeno al mundo y
activo escritor político: he aquí un modesto extracto de la contradictoria lista de virtudes y defectos que
se cree haber reconocido en Jünger. Todas las contradicciones, reales o aparentes, pueden atribuirse a un
par de contrastes que confieren a este espíritu todo su dramatismo: el contraste entre una conciencia
hipersensible por un lado y un misticismo equívoco por otro. Oscuridad pulida; espejos empañados en los
que con mayor nitidez se ve; frialdad extrema en el arrebato más extremo; conciencia máxima hasta las
profundidades del sueño y desprecio de tal conciencia: en esta tensión dialéctica está todo Jünger.
Porque lo extraño es que todos estos juicios son certeros, o por lo menos ninguno de ellos es totalmente
falso. Jünger es, en realidad, algo de todo esto, y no en la secuencia histórica de un desarrollo, sino en
desconcertante simultaneidad, en yuxtaposición provocadora. Es el hombre antinómico por excelencia;
de ahí la Los medios literarios con que se consuma este proceso son poco comunes. El principal es el arte
de la conclusión combinatoria, que Jünger cultiva con virtuosismo casi agobiante. Las deducciones de
Jünger no son nunca lógicas, directas, rectilíneas, sino dotadas de enlaces múltiples. Sus conclusiones
parecen redes que, lanzadas en las aguas de lo aproximado, capturan a menudo presas sorprendentes. El
mismo dice en Strahlungen: «Las grandes leyes de la correspondencia están menos ligadas al tiempo que
las de la causalidad, y, por tanto, son más adecuadas para describir las relaciones entre los hombres y los
dioses.» A este proceso debe Jünger lo intangible, engañoso, incluso prestidigitador de sus conclusiones.
En el inexorable rigor de sus escritos se esconde mucha astucia nórdica y perfidia de cándido aspecto. El
lenguaje de Jünger es lenguaje de serpientes, sus razonamientos transcurren en meandros, es un
maestro del lazo mental. Como un mago, engaña con resultados preparados, que a menudo no tienen
con su punto de partida más que una relación aparente. Pero la asociación amañada, construida con
doble fondo, con espejos y puerta falsa, no sólo desconcierta, sino que proporciona también una
sensación de libertad y de osadía intelectual. Así, cuando en Das abenteuerliche Herz habla de que los
tejidos, por su misma naturaleza, favorecen el engaño y de que esto se puede transponer a una
dimensión mayor, de que, por ejemplo, las ciudades de tejedores (en contraposición a las de herreros)
dieron su nombre a formas especiales de explotación, «porque se consigue atar a la gente más
sólidamente con hilos que con cadenas», o cuando, en otro lugar, dice de la serpiente que es «más
plenamente animal, más totalmente mate- ría básica de la vida» y aduce como prueba que toca la tierra
con toda la longitud de su cuerpo. Estas conclusiones son supralógicas, no exentas de una cierta fuerza
de convicción poética. «En una prosa que renuncia a conclusiones —subraya Jünger—, las oraciones han
de ser como semillas»; y en Atlantische Fahrt se compara con el hombre que trabaja sirviéndose de aquel
instrumento de dibujo, un tanto inquietante, que se llama pantógrafo: «La pluma del autor está unida a
un pantógrafo, que prolonga las líneas reales en lo invisible.» En general, sería demasiado simple ensalzar
las piezas maestras de la obra de Jünger, sobre todo Das abenteuerliche Herz, en las que se halla algo de
la demonología de lo cotidiano, como extraordinarias pruebas de su poder de observación y percepción.
Es cierto que Jünger es un gran observador y un espíritu lúcido, pero lo es de tal índole, que desde el
«fondo de su imagen reflejada» le afluye siempre lo opuesto, la oscuridad. Recordemos aquí una vez más
aquella formulación verdaderamente programática de Strahlungen: «Los espejos más claros están
empañados, poseen dimensiones de profundidad. Se puede entrar en ellos.» Esto no ha de entenderse
como una frase feliz o una observación juguetona. Lo paradójico en Jünger no es nunca juego espiritual,
sino tensión existencial. Lo que significa que pisamos terreno volcánico. Cuando el trato con la paradoja
deja de
ser alegre divertimiento del espíritu, cuando la paradoja es vivida y realizada, cuando es comprendida
como diabólico material básico de nuestra existencia, entonces se hace inminente el peligro; entonces se
puede hoy no sólo describir los paisajes apocalípticos de Die totale Mobilmachung, sino declararlos
inevitables, e incluso invocarlos, y mañana, redactar un escrito constructivo sobre la paz. Ambas cosas
con toda inocencia y sin ser hipócrita.
Lo que Jünger describe en 1930 en su obra Die totale Mobilmachung despierta aún hoy estupor
y horror. Se comprende que algunos quisieran ver más tarde enella tina franca justificación de Hitler. Hoy
sabemos que Jünger se refería a cosas que no eran privilegio exclusivo de Hitler. No sin razón compara,
apenas dos décadas más tarde, en la introducción a Pariser Tagebücher, su situación con la de Nietzsche:
«La primera noción de la catástrofe es más terrible que el mismo fuego con todo su horror. Es una osadía
propia sólo de los espíritus más atrevidos, que ponderan las dimensiones, pero no el peso del proceso.
Fue el sino de Nietzsche quebrarse así, y hoy es de buen tono lapidarlo. Después del terremoto hacemos
añicos el sismógrafo. Pero no podemos hacer pagar al barómetro por el tifón si no queremos que se nos
tache de primitivos.» A pesar de todo, Die totale Mobilmachung conserva —como la mayor parte de los
escritos de Jünger— una indudable ambigüedad. Esto se debe no sólo a la doble óptica, que tan pronto
ve con excesiva agudeza racional como con borrosa mística, ni tampoco a la obligación que Jünger se
impone de pensar trascendentalmente, lo cual le obliga a sublimar cualquier observación o
descubrimiento, por trivial que sea, convirtiéndolo en algo universal y diluyéndolo proporcionalmente; se
debe sobre todo a la postura interior de Jünger, ese «horror no exento de voluptuosidad» de que habla
en Die totale Mobilmachung, donde el acento recae sobre la voluptuosidad.
Un escritor puede decir todo, con tal de que lo sienta internamente, con tal de que se trasluzca
la pasión personal, con tal de que se transparente el hombre que se halla detrás de las frases y que se
hace responsable de ellas. Este rasgo individual, que participa en la construcción de toda obra de arte y
que debe hablar desde su interior para vitalizarla plenamente, es el que falta en Jünger. Le falta la pasión
que hace a la expresión poética digna de crédito. Jünger es —y ello le separa decididamente, también en
rango, de Nietzsche— un hombre sin tragedia. Su prosa fría, congelada, de fundición, su estilo de
alquimista, tienen algo de extrahumano, y el lector advierte con cierto desagrado que Jünger se complace
precisamente en este rasgo. Cuando Jünger, en su ensayo Über den Schmerz, escribe: «Si se añade a la
observación de este objeto la adecuada frialdad, esa mirada indiferente con la que, desde las gradas del
circo, vemos derramar la sangre de otros...», se comprueba que tal posición le resulta fácil en extremo.
Su gusto por la observación heroica tiende a situarse a cubierto sobre el borde del cráter del volcán.
Y no se diga que éste es el lenguaje que corresponde al diagnosticados Para ser diagnosticador hay que
poseer también el respeto, la sagrada seriedad que no excluye el estremecimiento. En Jünger no hay tal.
El rasgo sobresaliente de sus análisis y de sus exámenes radiológicos es la delectación. Le falta, cuando se
introduce con exceso de celo en los recintos oscuros de la existencia, la capacidad de sentir el escalofrío
sagrado.
No conoce el pathos del espanto. Jünger no deja nunca de ser, incluso en ámbitos humanos, botánico y
zoólogo, coleccionista de ejemplares raros, el hombre de la red de cazar mariposas y el herbario. A lo cual
no habría aún nada que objetar. Lo malo es que lo sigue siendo cuando se enfrenta con procesos,
acontecimientos y hechos que no pueden ser y no deben ser tocados más que con órganos táctiles y
olfativos muy refinados. La famosa descripción del fusilamiento legal de un soldado alemán, en Das erste
Pariser Tagebuch, es un hito en el arte de fijación y retención literarios, pero también un extremo de
sequedad humana. Jünger reclama para sí derechos que la vida no cede impunemente a nadie. En
Strahlungen menciona a un médico que confecciona fotografías de moribundos para estudiar y fijar las
agonías producidas por las diferentes enfermedades, y observa al respecto: «Idea que me pareció
interesante y repelente al mismo tiempo. Para estos espíritus ya no existen tabús.» No se puede evitar el
pensar aquí en el mismo autor. Hay un grado de curiosidad existencial que se paga forzosamente con una
pérdida de sustancia. De ahí esa sensación de vacío que se experimenta ante su obra, a pesar de toda su
perfección. Jünger sólo quiere ser espectador impoluto, testigo impecable: un paseante por los caminos
secretos de la vida, en todo caso un cazador sutil. Pero el valor de sus presas queda muy disminuido por
la falta de entrega personal. Es indudable que también esta técnica de inhibición puede ser vista de modo
positivo. Friedrich Sieburg lo ha hecho recientemente, señalando que Jünger, en contraste con otros
mortales, orientados hacia el Norte, el Sur, el Este o el Oeste, no demuestra orientación alguna: «Se
mantiene en el mismo punto axial de la aguja.»
Queda la cuestión del influjo de Ernst Jünger o, más bien, de las razones de su influjo. Porque,
sin duda, este influjo ha sido considerable. Excede en mucho al que normalmente corresponde a un
escritor de especie tan exclusiva. Sobre todo, arrastra Jünger a una considerable parte de la juventud.
Jefe de comandos, laureado con la cruz Pour le Mérite de la primera guerra mundial, soldado abierto a la
dimensión espiritual, representante no sólo de una nueva óptica, sino de una nueva indiferencia, una
nueva inocencia, a la que él llama désinvolture, caminante solitario por los parajes del moderno mundo
en llamas, aislado portavoz de una élite, a la que naturalmente se agregan todos los que leen sus libros:
este tipo de hombre es especialmente adecuado para ejercer sobre ánimos jóvenes el hechizo de lo
ejemplar. En los modelos de Jünger, el soldado desconocido, el trabajador y últimamente el bosquímano,
el hombre que ha conservado una relación primaria con la libertad, se anuncia algo así como la po-
sibilidad de un heroísmo espiritual en nuestro tiempo: una «mágica unidad de sangre y espíritu», como
dice en Der Arbeiter.
Pero no sólo sobre el ánimo heroico ejerce Jünger una comprensible atracción, sino también
sobre el estético. Si es verdad que su técnica de inhibición, por volver a utilizar esta expresión, conduce
muchas veces a errores y a faltas de contacto (recuérdese la tristemente célebre anotación sobre el
ataque aéreo a París en Strahlungen), a ella debe también momentos de enajenación etérea y agudísima
percepción. Cuando expone la conexión metafísica entre el dolor y el aburrimiento, cuando describe el
lirio, cuando evoca la paz paradisíaca de los valles de Cerdeña o refiere el encuentro con dos niños negros
en Santos («Mientras los observaba se animaron sus semblantes por la sangre que circulaba bajo su piel,
floreciendo en tonos de terciopelo y púrpura. El proceso adquirió una especie de transparencia, una
limpieza radiante de los tejidos, que me emocionó vivamente...»), se pone de relieve el grado de
familiaridad del autor con el lenguaje simbólico de las cosas. Se le descifran los jeroglíficos del paisaje, las
observaciones se convierten en visiones, las especulaciones se manifiestan con la potencia de imágenes.
El pensamiento fragmentario se completa triunfalmente con lo sólo intuible.
La fuerza dirigida de que dispone el lenguaje de Jünger en tales momentos se basa en la
particular intensidad de la experiencia sensorial. El mismo la denomina «sensibilidad estereoscópica». El
lenguaje no sólo ordena y denomina, sino que palpa sus objetos, los olfatea y los degusta, penetra en las
profundidades del espacio. «Percibir estereoscópicamente —observa Jünger en Blatter und Steine—
significa destilar de un mismo tono más de una cualidad sensorial, a través de un solo órgano. Ahí radica
la maravilla que nos deslumbraba en las dobles imágenes que contemplábamos de niños en el
estereoscopio: en el mismo momento en que se fundían en una sola imagen, aparecía en ellas la nueva
dimensión de la profundidad.» Esta es la experiencia a la que ha de contribuir «la verdadera lengua, el
lenguaje del poeta». Se comprende que de esta manera el trato con los elementos de la lengua
conservara siempre para Jünger algo mágico, algo cultual.
La experiencia lingüística y la experiencia onírica se hermanan en él. «En la somnolencia —anota
en Strahlungen— penetré íntimamente en el espíritu del lenguaje. Se me aclararon particularmente los
grupos de consonantes m-n, m-s, m-j, en los que se expresa lo elevado, viril y magistral.» Ambos, el
lenguaje y el sueño, son para Jünger potencias reveladoras. Así como durante el sueño se sumerge en
«las aguas de la inteligencia pre y posmortal», el lenguaje le conduce a las cámaras de tesoros de la
experiencia inmortal. «La maravilloso —dice Jünger en su escrito Rivarol (1956) — es que el tesoro que
duerme en él (el lenguaje) puede ser desenterrado por individualidades, y ello de modo sustancial.
Cuando un gran historiador vivifica la historia, alza del pasado una imagen plena de sentido. Pero cuando
el poeta renueva el lenguaje, crea al mismo tiempo el símbolo y el original, golpea la roca con su vara y
de su espíritu produce vida. Allí donde el idioma, petrificado durante siglos, se convierte en lava clara y
fluyente, brota también el manantial en el que el pasado y el futuro se confunden, transparentes e
indiferenciados.» Esta actitud ante el idioma proporciona al ensayo Lob der Vokale (en el volumen Blatter
und Steine) una fuerza de convicción que nunca podrá alcanzar la mera filología racional. Jünger consigue
penetrar en una verdad que trasciende lo demostrable. El arte, frecuentemente fatal, de las
insinuaciones susurrantes, de la penumbra cuidadosamente cultivada y de las lagunas intelectuales,
camufladas de profundidad teutónica, cede aquí el puesto a una precisión con fuerza casi de ley: «La A
significa lo ancho y lo amplio, la O lo alto y lo profundo, la E lo vacío y lo excelso, la I la vida y lo perenne,
la U la generación y la muerte. En la A llamamos al poder, en la O a la luz, en la E al espíritu, en la I a la
carne y en la U a la madre tierra. Con unas pocas claves se descifra la plenitud del mundo.»Jünger es el
rastreador de conexiones ocultas, el hombre de la percepción telúrica, es la unificación del espíritu del
aire y de la tierra, un Ariel de acero. ¡Quizá sea ésta la faz de los profetas de hoy! En Jünger, tataranieto
de una estirpe idealista, nieto de una estirpe romántica e hijo de una estirpe materialista, se anuncia
—nos guste o no— un nuevo tipo de hombre que no respeta valores, un hombre suprapersonal que vive
distanciado de sí mismo. En él se consuma y se inicia un proceso; por ello este autor —sea cual sea la
postura que se adopte ante él— es una especie de figura clave y modélica de nuestro tiempo. Este hecho
explica el rechazo impetuoso y la no menos impetuosa admiración de que fue objeto.
T. E. LAWRENCE
Thomas Edward Lawrence pasó a figurar en la historia política con motivo de la rebelión de los árabes
contra los turcos que organizó durante la primera guerra mundial. En la historia de la literatura su fama
reposa sobre sus memorias: The seven pillars of wisdom, donde describe dicha rebelión. Héroe nacional a
la par que gran escritor, carácter complicado y discutido, ofrece rico alimento al hambre de leyenda y de
héroes. Se ha visto en él a un aventurero sin escrúpulos, a un político con un afán de notoriedad casi
enfermizo, pero también a un soñador idealista e ingenuo y, finalmente, a un engañador engañado
cuando, después de haber operado con la idea nacionalista árabe encauzándola por derroteros
favorables a la política inglesa, al llegar el momento de cobrar las promesas que se le habían hecho, fue
abandonado por su gobierno. Winston Churchill, que le conoció en 1919 en París durante las
negociaciones de paz, habla de él con gran admiración. Lawrence se presentó —para demostrar su
identificación con las aspiraciones árabes— en vestimenta beduina, a lo que observa Churchill: «La
dignidad de su porte, la claridad de sus opiniones, la amplitud y profundidad de su conversación se veían
subrayadas por su espléndido tocado árabe. Apareció como lo que era: uno de los grandes señores que
ha producido la naturaleza.»
La literatura en torno a Lawrence es abundante; pero no ha hallado todavía su Lytton Strachey.
Richard Aldington trató hace algunos años de ofrecernos un retrato sin adornos del enigmático héroe,
pero fracasó, no sólo por la indignación de la opinión pública británica, que necesita imperiosamente de
la leyenda de Lawrence, sino sobre todo por su propia debilidad: el valor de sus revelaciones se ve
perjudicado por el odioso tono del rencor personal. También Lytton Strachey hacía bajar a sus héroes de
sus pedestales, pero sólo para acercarlos a sus lectores, no para difamarlos. Si Lawrence, como se
esfuerza en probar Aldington, hubiera sido en realidad desde muy joven un mentiroso empedernido; si
por ser hijo ilegítimo sufrió de un complejo de inferioridad; si su desgraciada configuración física [una
cabeza enorme sobre un cuerpo de enano) lo llevó por un lado a adoptar actitudes de fanfarronería,
mientras que por otro lo cohibía; si es verdad que su confesada y profesada aversión al sexo femenino,
en general a todo lo corporal y animal, lo separaba de la vida normal, todo ello, lejos de denigrarlo,
contribuiría a aumentar la admiración hacia la energía y la secreta irradiación de su personalidad, que
supieron triunfar por encima de tantas taras y engendrar un mito. Por lo demás, aquí entran en juego
susceptibilidades nacionales y privadas que apenas interesan fuera de Inglaterra. Para el lector no
británico, Lawrence no parece a primera vista más que un intelectual hombre de acción y padre de una
de las formas más modernas y ambiciosas del reportaje, una especie de documental iluminado
poéticamente que, desde The seven pillars of wisdom pasando por los escritos de Saint-Exupéry, llega a
The spirit of St. Louis, de Lindbergh, y cuyos retoños menos importantes se encuentran a diario en las
revistas ilustradas.
El problema de este género literario no es tanto la sinceridad del reportero cuanto su dominio
del lenguaje. La limpieza del informe no se ve afectada por la fantasía, la vanidad o los fallos de memoria,
sino por la dificultad de coordinar la palabra y el hecho. El lenguaje tiene su propia autonomía. La
dificultad reside no sólo en salvaguardar los hechos de la fuerza modificante de la palabra, sino también
en convertir esa fuerza transformante en fuerza clarificadora y reveladora. En contraposición a Malraux y
Saint-Exupéry, Lawrence no fue primariamente artista, es decir, un hombre al que subyuga la necesidad
de expresarse. Con alguna ironía se denomina a sí mismo, en una carta dirigida a Edward Garnett,
«académico extático». Y precisamente en virtud de su situación marginal, se da perfecta cuenta de las
dificultades. Tenía conciencia de que el informe sobre hechos es casi siempre una mentira romántica.
Hoy día, es frecuentemente más que eso: un engaño intencionado.
Por cuatro veces emprendió la tarea de volver a escribir o de reformar The seven pillars of
wisdom, y a pesar de todo, al final, se sentía aún embargado por una sensación, evidentemente no
exenta de coquetería, de deficiencia y fracaso. Estos fluctuantes sentimientos se basaban no sólo en
dudas sobre la calidad literaria, sino también en la indeterminación de sus objetivos. Lawrence motiva
cada una de sus acciones de modos tan divergentes y contradictorios, que no se puede evitar la
impresión de que intencionadamente oculta algo y elimina huellas. Todo ello se debe a ese carácter
ambiguo que se fue apoderando de toda su vida. El libro sobre la rebelión árabe quiere ser unas veces la
obra de un historiador y otras la de un artista; tan pronto debe servir a la justificación del autor como a la
destrucción de una fama inmerecida. En el verano de 1922, cuando termina la tercera versión de The
seven pillars of wisdom (la versión final no queda terminada hasta 1926), escribe a Bernard Shaw: «Me he
formado como historiador, lo que supone el respeto a los documentos originales. Cuando llegó la paz
comprobé con asombro que yo era el único que conocía lo ocurrido en la rebelión árabe durante la
guerra y también el único del Cuerpo Árabe capaz de escribir sobre ello. Era casi mi obligación de
historiador reseñarlo.» Más tarde habla, también dirigiéndose a Shaw, de una síntesis de reportaje y obra
de arte: su libro sería, según él, un intento de «convertir la historia en algo dotado de fantasía» y de
«dramatizar la realidad». Y de nuevo dice en carta a Edward Garnett: «No me llame usted artista. Usted
sabe que me gustaría serlo, y mi libro es un intento de presentarme como tal, al igual que mi guerra ha
sido una fiel imitación del espíritu militar y mi política ha sintonizado con la de los políticos. Todo ello son
bellos engaños, y no quisiera que me concediera usted el título de artista por un libro en el que destruyo
mi aureola de soldado y de estadista.» Tres días más tarde escribe al mismo Garnett que su ambición ha
sido escribir un libro «titánico», del que espera que pueda figurar al lado de Los hermanos Karamazov,
Also sprach Zarathustra y Moby Dick.
Esta actitud bivalente que adopta Lawrence frente a su libro refleja la ambigüedad que
determinó toda su vida. Es el oculto e inexorable conflicto de un yo potente en busca de su realización y
entregado a un anhelo igualmente poderoso de humillación y auto- destrucción. Y ha de considerarse
como una misteriosa paradoja el que precisamente este segundo rasgo haga de Lawrence —más que una
leyenda heroica— uno de los modelos de nuestro tiempo. Lawrence no se convierte en figura
paradigmática tras su aventura árabe, por mucho que ocupe la fantasía del público, satisfaciendo su
insaciable sed de un héroe de la vida real, sino en aquel día de agosto de 1922, en que se retira del
escenario público y se oculta, como dice la celebrada frase de Lowell Thomas, «entre las candilejas del
anonimato». El 30 de agosto de 1922, el coronel Lawrence, «héroe nacional», «príncipe de la Meca»,
«rey sin corona de Arabia», al que se le ofrecen los más altos puestos del Imperio británico, desaparece
para ingresar, bajo nombre supuesto y como soldado raso, en las Reales Fuerzas Aéreas. En ellas
permanecerá más de doce años, hasta poco antes de su muerte, en mayo de 1935.
Este paso, tan desconcertante a primera vista, sumió a los admiradores de Lawrence en una
confusión de la que apenas si se han repuesto hoy. Pero es probable que el episodio árabe sólo pueda
valorarse debidamente a la luz de esta decisión. Desde un principio, la vida de este hombre está marcada
por tendencias de fuga. Pertenece a la raza de modernos nómadas que nunca hallan su hogar en el lugar
en que se encuentran. La sangre, la fe, el amor a la patria, el espíritu de casta no bastan para
proporcionarle la sensación de pertenencia que le resulta indispensable. La falta de contacto incrementa
febrilmente el ansia de contacto. Sus intereses arqueológicos —también Malraux inicia su vida en la
arqueología— le ofrecen un primer excursus al pasado. Como estudiante, y luego como participante y
colaborador en varias expediciones, descubre el mundo árabe. Este mundo responde a sus concepciones
del honor, la virilidad, la limpieza y el compañerismo. La guerra le permite integrar sus aficiones y su
experiencia en una gran acción: nace el sueño de una gran nación árabe. Casi parece que el nómada,
obsesionado por su busca de patria, ha hecho pie. Gusta de los gozos de una comunidad que —para él es
decisivo— ni requiere ni permite una identificación total. «Durante años —se entusiasma en el prólogo a
The seven pillars of wisdom— vivimos, sólo entregados a nosotros mismos, en el desierto bajo un cielo
sin clemencia. Por el día, el sol ardiente nos fermentaba la sangre y el viento flagelante nos conturbaba
los sentidos. Por las noches nos empapaba el rocío, y el silencio de infinitas estrellas nos hacía sentir
estremecedoramente nuestra infinita pequeñez. Éramos un grupo totalmente abandonado a sus propias
fuerzas, sin cohesión ni entrenamiento, conjurados de la libertad, el segundo de los artículos de fe del
hombre, una meta tan devoradora, que absorbía todas nuestras potencias, una esperanza tan
trascendente, que ante su resplandor palidecían todos nuestros anhelos anteriores.» Prosa excelente,
pero el sentimiento que la fundamenta se desmorona rápidamente. Pocas páginas después se lee:
«Quiera Dios que ninguno de los que lean mi historia, seducido por la magia de lo desconocido, se lance
al combate para denigrar su persona y sus dotes al servicio de una raza extranjera.»
También aquí, incluso en esta ocasión, el concepto de autodenigración. Lawrence siente que no
pertenece ni a uno ni a otro bando, que su acción no le ata verdaderamente a los demás, y le vuelve a
carcomer con redoblada fuerza la sensación de estar al margen, falto de raíces. El trato de años con los
árabes, y la necesidad de adaptarse a su modo de sentir y de pensar, confiesa que han destruido su «yo
inglés». Y continúa: «Por otro lado, no podía sinceramente introducirme en la piel árabe, sólo lo
pretendía... Me había desembarazado de una forma sin poder adoptar otra, y el resultado era una
sensación de profundísima soledad y de desprecio, no a los hombres, pero sí a todo lo que emprendían. A
veces conversaban ambos yos en el vacío; y me rondaba, todo lo cerca que puede rondar a un hombre, la
locura del que ve las cosas a través de los velos de dos mundos, de dos tradiciones, de dos culturas.»
Apenas si le quedaba otra alternativa que intentar una retirada honrosa. Después del desengaño de
Versalles («Los viejos resurgieron y nos arrebataron la victoria»), libra durante tres años, como él lo
llama, un «combate de boxeo en los pasillos de Downing Street». Cuando Churchill se hace cargo en 1921
del Ministerio de Colonias resulta posible cumplir en alguna medida las promesas hechas a los árabes. Y
llega entonces el gran momento de la renuncia.
Sería demasiado elemental interpretar la decisión de Lawrence de retirarse, como un acto de
resignación, expresión de simple agotamiento y decepción, como confesión de fracaso o como simple
huida ante futuras responsabilidades. Existen sin duda numerosas manifestaciones de Lawrence que
señalan en esa dirección, y ciertamente el paso por él dado tuvo un poco de todo. En las anotaciones
sobre su vida de soldado, que aparecieron por primera vez bajo el título de The mint en 1955, se pueden
leer estremecedoras frases de desesperación y de penitencia. Pronto se hizo famoso (trascendiendo el
caso Lawrence) el párrafo: «Cuando alguien se presenta como voluntario al ejército en tiempos de paz,
reconoce con ello haber fracasado en la vida. Entre cien soldados no se encuentra uno solo que sea feliz y
esté incólume. Todos tienen una herida, un mal declarado u oculto en su vida pasada.» Sin embargo, las
numerosas y —como siempre en Lawrence— contradictorias expresiones aisladas se funden en una
imagen que, si no edificante, por lo menos es coherente. También aquí se trata, como en la empresa ára-
be, de una búsqueda desesperada de contacto. En una carta al historiador y novelista Robert Graves
habla Lawrence de un paso necesario que le viene impuesto por su tendencia «a orientarse hacia abajo»
y por la «desesperada esperanza» de crear lazos entre los hombres y él. Y en el mismo libro se habla del
deseo de hallar de nuevo a la humanidad, «encadenándose a seres de su especie».
Es muy reveladora su reacción cuando tiene que servir dos años en el cuerpo de carros
blindados. Si realmente hubiera deseado sólo la total desaparición en una vida de rebaño, «convertirse
en uno más del montón» (carta a Graves), habría podido hallarlo ahí mejor que en la aviación. Pero ansia
con todas sus fuerzas el retorno a su cuerpo, porque sólo en él consigue encontrar un sentido en la
comunidad. Y sin sentido —comprobarlo es muy consolador— no puede existir tampoco el tipo humano
que se anuncia en Lawrence de forma sobrecogedora, pero grandiosa. La meta que Lawrence percibe, no
sólo para su persona, sino en general para el futuro, es la comunidad productiva, el engranaje que, en
virtud de la acción conjunta de muchas piezas desprovistas en sí de sentido, constituye un mecanismo. La
retirada de Lawrence, su adiós a la fama, representó la capitulación de toda una época ante el propio yo,
agotado y sobrecargado, ante la vida cada vez más complicada, ante sus exigencias; fue un huir de la
angustia y de la responsabilidad de lo personal al alivio del anónimo que proporciona el moderno mundo
técnico. Pero fue algo más: no sólo huida, sino también exploración. Con extrema consecuencia prueba
Lawrence una nueva forma de vida. Al identificarse en la práctica con el «cuarto hombre», con un ser plu-
ralista (según Alfred Weber) «sin centro humano regulador e integrador» que halla su satisfacción en el
simple funcionamiento dentro de un mecanismo social, Lawrence emprende un audaz experimento, una
prueba de sí mismo cuyo protocolo nos ha legado para ilustración o prevención. Esto lo comprendió
Lawrence más y más. En una carta a Robert Graves, su testamento espiritual, escribe: «Le ruego no
atribuya a mis acciones en Arabia durante la guerra una importancia excesiva. La solución que en 1921
dimos al problema del Oriente Medio Winston Churchill, Young y yo pesa, a mi entender, más que todas
mis antiguas luchas. Pero creo también que tiene menos importancia que mi vida posterior a 1922.
Porque la conquista del último elemento, el aire, me parece la única gran tarea confiada a nuestra
generación; y he llegado a la convicción de que en nuestro tiempo ya no es el genio individual el que
realiza el progreso, sino el trabajo en común. Los numerosos camioneros que pueblan todas las noches
las carreteras de Inglaterra son los que en mi opinión hacen de nuestro tiempo la era mecánica. Y son las
tripulaciones las que conquistan el cielo, no los Mollisons y Orlebars. El genio avanza, pero es el hombre
medio quien ocupa y posee. Por eso he permanecido en la tropa desempeñando mi cometido lo mejor
posible, enseñando a mis compañeros a enorgullecerse de su modesto cumplimiento del deber. He
intentado abrirles los ojos y en cierto modo lo he conseguido... Ingresé en la aviación para servir a la
mecánica, no como dirigente, sino como rueda de la máquina. La máquina es la clave del misterio... Que
otros juzguen si escogí bien o no. Por lo menos algo tiene de bueno ser parte de la máquina: se aprende
lo insignificante que es el hombre.» Estas frases están fechadas el 4 de febrero de 1935, tres meses antes
de que pereciera en accidente, tras alucinante carrera sobre su motocicleta, una de esas máquinas a las
que amaba como seres vivientes y de las que decía su hermano más afortunado, Antoine de
Saint-Exupéry, que no nos aplastan ni devoran, sino que nos conducen a la vieja naturaleza..., con tal de
que reconozcamos que la técnica es una parte de nosotros mismos y no algo ajeno y hostil.
Lawrence obedeció, como todo hombre, a la imposición de su temperamento. Toda su vida se
puede entender —y de hecho así ha ocurrido— como una única sucesión instintiva de tormentos que él
mismo se ocasionaba. En alguna ocasión, Lawrence ha hablado de su «masoquismo ético». No hay duda
de que existió, pero eso no significa nada. El espíritu de nuestra época no es delicado, no le repugna
servirse de nuestras aberraciones, y al final resultan (como en Poe, en Baudelaire, en Gide, en Proust, en
Kafka) formas de expresión totalmente nuevas. El nacimiento del hombre nuevo fue —de ello da
testimonio The mint— oscuro y terrible como todos los nacimientos. Pero quizá el caso Lawrence nos
enseñe a mirar con menos recelo un proceso histórico que hemos tenido por norma concebir como
catastrófico, llegando incluso a considerar casi de buen tono la rebelión retórica contra su inexorabilidad.
Hoy nos gusta hablar de que hay que movilizar las fuerzas de conservación del yo para enfrentarlas a la
innegable realidad de la colectividad técnica. Pero ¿cómo hacerlo? El ejemplo de Lawrence nos sugiere la
idea de que resulta posible conservar el núcleo de la personalidad integrándolo en el todo. Lawrence,
siguiendo los oscuros mandatos de su naturaleza, consiguió anular, mediante un golpe de mano, la parte
egocéntrica de su persona; resultó no la esperada disolución del yo, sino su Intangibilidad. El yo se retira
detrás de la uniformidad protectora de las funciones. Lo colectivo —tal es la lección de esta biografía tan
peculiar— puede ser el refugio de la personalidad, el intento de abrir al yo una nueva dimensión en el
nosotros. Por lo menos ésta parece haber sido la última experiencia de Lawrence. «Nos hemos
convertido —anota con un tono de íntima satisfacción en The mint— en un ser global que sobrepasa
nuestra personalidad. La seguridad que cada uno de nosotros hemos perdido no ha abandonado a
nuestro conjunto... Para que la comunidad pudiese tener alma, se sacrificó la personalidad.» Y el libro
termina con una verificación: «Por doquier hay parentesco, ya no hay soledad.» En esta simple frase se
resuelven los sufrimientos y angustias de una existencia que se cuenta entre las más extrañas y
significativas de nuestro siglo.
HERMANN BROCH
Mítico es todo lo imaginado en lo que
participa tu vida. En lo mítico cada objeto
recibe un doble sentido, que es también
su sentido contrario: muerte es vida, lu-
cha con serpientes es abrazo de amor. Por
eso en lo mítico todo está en equilibrio.
HUGO VON HOFMANNSTHAL,
Buch der Freunde.
Hermann Broch es considerado, generalmente, como uno de los sucesores de Joyce. Este juicio
se basa esencialmente en su estudio teórico sobre Joyce —su ensayo James Joyce und die Gegenwart
(1936) — y en la abundante, casi exclusiva, utilización del monólogo interior en su obra principal, la
novela Der Tod des Vergil (1945). Al poeta mismo este juicio le pareció por demás superficial, y lo rechazó
hasta el final —murió en 1951, lejos de su patria austríaca, en Estados Unidos— con determinación
cortés. Por lo que se refiere a la técnica, pudo fundarse convincentemente en la evidente diversidad
estructural del monólogo interno en el Ulysses y en Der Tod des Ver gil: en Joyce es una yuxtaposición y
contraposición puntillista de fragmentos de conciencia; en Broch, el tejer y el bullir de un comentario
interior lírico, que crece, en correspondencia con la situación del protagonista moribundo, hasta volverse
febril profecía. Pero cabe sospechar que las melodías fantásticas de esta poesía novelada, que describe
las últimas horas de un gran poeta como caja de resonancia del infinito, no habrían sido concebidas de
esa forma sin el precedente del Ulysses y de Finnegan's Wake. También existen en los escritos y en las
cartas de Broch suficientes lugares en los que se hermana con Joyce. Pero se coloca a su lado sin —esto
es lo decisivo— aceptarlo como ejemplo. No sólo porque de un genio se puede aprender, pero no se le
puede imitar, sino sobre todo porque perseguía ideales poéticos distintos. Si su ingenio poético hubiese
sido suficientemente vigoroso, deja entrever que habría preferido adentrarse en los ámbitos kafkianos:
«Pero no me arrogo tal pretensión; en una sola generación no son posibles dos Kafkas.»
Es una confesión singular y reveladora, que evidencia la dicotomía de Broch en relación con la
poesía moderna y con el presente en general. Prescindiendo de su aspecto autobiográfico, esta
manifestación implica la apreciación de una diferencia de rango entre Joyce y Kafka, favorable a Kafka. Si
yo fuera, parece decir Broch, un genio que se realiza en clarividencia soñadora, no tendría necesidad de
emplear técnicas de Joyce para recoger mi cosecha poética. De este modo, Broch se revela como un
conservador al que sólo su enorme inteligencia y su muy despierta conciencia del presente impiden
hacerse reaccionario. Así como en lo religioso y político lamenta la pérdida de la unidad de fe,
personificada en la Edad Media católica (el Renacimiento es para él un «tiempo rebelde y criminal» y el
protestantismo una «secta» sin savia teológica propia), llora en el ámbito poético al genio que en virtud
de su «sabiduría irracional poética» crea mitos. Cree reconocer un genio de esta especie, y sin duda con
razón, en Kafka. Kafka encarna para él el poeta que no se ocupa de la época y de sus necesidades, y a
pesar de ello es el único que la conoce y comprende «desde, el interior», y en el que este «sentir a tono
con la época» (una expresión favorita de Broch) se condensa en imágenes míticas. Pero precisamente eso
es lo que importa: toda poesía, todo gran arte busca el mito.
Pero ¿qué es el mito? Broch no se cansa de definirlo. Mito es la ingenuidad de los comienzos, el
lenguaje de los vocablos originales, de los símbolos primorcUa1- les que cada época ha de descubrir de
nuevo, es la visión del mundo irracional e inmediata, visión primera de lo recién engendrado, figuración
del todo en la imagen indivisible, es creación de mundos, «descripción de las fuerzas primitivas que
amenazan y destruyen al hombre, oponiendo a sus figuras simbólicas antagonistas prometeicos de
similar grandeza, que relatan cómo el hombre conquista lo invencible para conseguir vivir sobre la
tierra». Ni siquiera Kafka supo crear un mito de este tipo, sino una especie de antimito. A las ame-
nazadoras fuerzas del mundo moderno, a las fuerzas primitivas apenas domeñadas y circunscritas a sus
límites por la civilización moderna («selva de las máquinas, selva del asfalto, selva de la civilización») no
opuso un nuevo mito heroico —Broch duda de su posibilidad—, sino el mito de la infancia. Escribe Broch
en su ensayo sobre Hofmannsthal: «Es la situación de total desamparo, a la que Kafka y no Joyce ha
sabido hacer justicia.» Muy en la línea del doble sentido mítico de que habla Hofmannsthal, que hace que
lo horroroso sea también liberador, Kafka fue un imaginero mítico del mundo de la civilización. Muy
expresivamente lo compara Broch con el douanier Rousseau. Ambos poseen la «ingenuidad mítica» que
—según Broch— es la única capaz de representar lo esencial de la existencia con toda pureza y, al mismo
tiempo, con refinadísimo arte.
Broch se sabe excluido de tal ingenuidad. Sin embargo, también reclama para sí el origen onírico
de toda poesía: «Estoy plenamente convencido de que la intuición lírica es el motor de todos mis
escritos» (carta a Karl August Horst). Sólo que las primitivas nieblas creadoras no quieren concretarse en
él para constituir símbolos terminantes, como lo fue el rapto de Helena, o la caza de la ballena blanca, o
la metamorfosis de Gregor Samsa en un insecto. Cuando Broch quiere pasar de la fase de la primera
intuición lírica irracional a la de la configuración, sólo es capaz de hacerlo a través de la elaboración, que
busca un «máximo de racionalidad». Evidentemente, es éste un problema —el problema de traducir una
visión a la racionalidad y realidad de la palabra— que todo poeta ha de resolver. Parece, sin embargo,
que a Broch se le resistió durante toda su vida. Su concepción atavística de la poesía como revelación
onírica excluía el empleo fructífero de lo técnico en el proceso poético. Y esto a pesar de que Broch se
sabe dependiente en grado sumo de ayudas técnicas (he aquí un auténtico dilema), de esas mismas
ayudas que, asegura, le «espantan». La trilogía Die Schlaftoandler (1932), un análisis estructural, en for-
ma narrativa, del espíritu alemán entre 1888 y 1918, es un ejemplo evidente. Incluso la primera parte de
la trilogía, Pasenow oder die Romantik, a pesar de su tono realista y tradicional, es una novela
experimental. Las personas son simplemente materiales de los que se sirve el autor para trazar, en una
especie de narración científica, un retrato exacto de la época. Están tan determinados por su función,
que, llegado a un punto de la exposición, les trunca la existencia y se niega a terminar de contar la
historia. La primera novela se interrumpe con las palabras: «A pesar de todo esto, a los dieciocho meses
tuvieron su primer niño. Ocurrió. Cómo, no es menester relatarlo. De acuerdo con los materiales
suministrados para el trazado de los caracteres, el lector está en condiciones de imaginarlo por sí
mismo.» Es decir, que ya no se relata, sino que el autor se limita a entregarle al lector los datos que le
permitan ser parte activa de la obra.
En la tercera parte, Huguenau oder die Sachlichkeit, Broch, a una con la creciente fragmentación
de valores del mundo moderno, que es precisamente lo que quiere demostrar, cultiva el mero montaje.
Agrupa los materiales narrativos alrededor de un eje: el ensayo, articulado en diez piezas, sobre «La ruina
de los valores». La novela sirve para ilustrar el ensayo, y éste, a su vez, sirve para aportar a la novela la
profundidad simbólica de que carece o que por lo menos su autor no se atreve a confiarle. Pero no es
sólo el ensayo el que ha de auxiliar a la narración, sino que además se llama en su ayuda a la poesía, al
drama, a los aforismos, a artículos de fondo y a la técnica del montaje cinematográfico. La novela
—también aquí recordamos a Joyce— se convierte en receptáculo en el que se acumulan las formas. Al
lado de simples fragmentos descriptivos se hallan otros sumamente patéticos. En el punto álgido del libro
(el capítulo «El simposio o conversación sobre la salvación»), los actores se aproximan a las candilejas en
una escena que se asemeja a un canto litúrgico. La prosa de Broch está siempre dispuesta a convertirse
en lírica:
Hay muchas cosas que sólo se puede decir en verso,
aunque le parezca absurdo a quien sólo habla en prosa;
el verso exime de muchas obligaciones duras
y cantando se puede quejar el hombre
de la pena que en días transidos de noche
brota del corazón como fantasma diurno,
como cántico del ejército de salvación; y no sonríe
porque golpeen tambores y timbales.
Alude aquí, con trivialidad intencionada, a la Historia de la chica del ejército de salvación de
Berlín, uno de los objetos de demostración de la novela Die Schlafwandler. Pero en una novela posterior,
Die Schuldlosen (1949), una «novela en once narraciones», otra prestídigitación de técnica
extremadamente complicada, envuelve Broch el núcleo narrativo en una lírica no menos retórica. Y lo
justifica con la aserción programática de que es preciso presentar al «hombre en su totalidad»: «... la
escala completa de sus posibilidades vivenciales, desde las físicas y emocionales hasta las morales y
metafísicas, para lo cual hay que apelar inmediatamente a lo lírico, porque sólo en lo lírico se encuentra
la enjundia suficiente.» Lo significativo es que Broch no quiere reconocer estas fórmulas mixtas como
verdaderas soluciones. «Cuando, por ejemplo, Gide utiliza una narración novelesca como marco para un
excurso psicoanalítico o científico, no ha alcanzado por ello la modernidad; esto sólo ocurriría si el
espíritu del pensamiento científico —como se ofrece en su carácter específicamente racional y causal—
penetrase toda la restante representación poética», anota en su ensayo sobre Joyce. Aun estando
dispuestos a reconocer a Broch esta modernidad que lo situaría por encima de Gide, no habríamos
resuelto su dilema. Porque Broch no se quiere satisfacer con una mera adecuación a su tiempo, sino que
busca lo absoluto, la totalidad del ser; exige, hay que repetirlo, el mito. El cual no puede alcanzarse por la
vía constructiva. Por eso rechaza Broch —aunque lo admire— el mito sintético de Joyce, y con mayor
determinación a medida que pasan los años. Porque, escribe poco antes de su muerte, «con la intención
no se consigue penetrar en el recinto sagrado». Broch describe muy detalladamente, en su ensayo sobre
Hofmannsthal, cómo la escuela de Mallarmé ha desarrollado las asociaciones de palabras de Baudelaire,
primarias y creadoras, traduciéndolas a un lenguaje «que de manera asombrosa resulta cada vez más
apto para representar lo esencial del ser, lo esencial del hombre, es decir, para transformar lo irracional
en una nueva y exactísima racionalidad». Pero no está dispuesto a sacar de este hecho todas sus
consecuencias. Broch sabe que cada época ha de hallar sus propios sistemas y lenguajes simbólicos, y que
sólo así encontrará su autenticidad artística. Pero no quiere reconocer que este lenguaje sólo puede
elaborarse con los medios propios de lá época. Es decir, que los símbolos de un mundo de laboratorio
han de ser necesariamente, en su mayor parte, productos de laboratorio. Cuando Lorca dice que es poeta
tanto en virtud de la técnica y del trabajo como por la gracia de Dios o de Satanás, se halla mucho más
cerca —posiblemente por ser un poeta más puro— de la ley de su época, que Broch con toda su agudeza
analítica.
De todos los poetas de la primera mitad de siglo es quizá Broch quien ha asimilado mejor la
conciencia de su tiempo, pero eso no le satisface. Como creador se siente entregado contra su voluntad a
la inexorabilidad de la época, y como espectador cree poder salirse de ella. Así contempla su trabajo y el
de su generación desde un pretendido punto de vista futuro, totalmente irreal e improbable {«con una
mirada retrospectiva desde el año 2000», como dice en una carta), y lo rechaza: «No veo más que
Spielhagens y Heyses.» Como todos los que no consiguen entablar una relación fecunda con su tiempo,
se refugia en una utopía, que — ¿en virtud de qué milagro?— le garantiza la consecución de todo lo que
el presente no le ofrece. El «algún día», el «mito futuro», el mito que «todavía no existe», embrujan
fatalmente su pensamiento. Establecer un equilibrio en el mundo, esa obligación de todo arte en todo
tiempo, es aplazada al futuro. Enfrentar a la angustia del mundo la totalidad universal de la obra de arte
queda reservado a la primera obra «que vuelva a merecer tal nombre», un mito que «pueda medirse otra
vez con el Gilgamesh» (carta a Friedrich Torberg). La posibilidad de conquistar el horror con otro horror,
en una especie de contrafuego, como lo hace Faulkner, a quien Broch sólo nombra incidentalmente, y la
de elevarse sobre el horror en alas de la conciencia, le pasan inadvertidas. Es posible que la figura del
Leopold Bloom de Joyce no sea un símbolo mítico de validez inmediata, sino meramente un eco (el
símbolo de un símbolo de un símbolo, para hablar con Broch). Pero con ello no hace justicia a Joyce. La
fuerza simbólica no reside en la sola figura, sino —como en Strawinsky y en Picasso— en la construcción,
en este caso en el esbozo de «un día cualquiera del mundo de la época». Lo técnico como tal se ha hecho
aquí mito. Porque también la técnica —como conquista de lo elemental— tiene su fuerza generadora de
mitos; al igual que no se puede disponer del mito, tampoco es posible reservarlo exclusivamente al
trance. Toda realidad, también la técnico-constructiva, puede producir mitos, si se vive con suficiente
intensidad. Los símbolos elementales son recreados continuamente, precisamente con los medios que
cada tiempo pone a disposición del espíritu poético.
Desde luego tiene razón Broch al decir que la novela al uso, con su «cotilleo naturalista», ya no
sirve para estos menesteres. La «vida» nos es suministrada a domicilio gratuitamente por los medios de
la civilización moderna, o nos trasladan con todo confort hasta donde se halla; ya no se necesita el arte.
Una poesía que aspire a expresar lo esencial no puede contentarse con la «narración de historietas». Ya
no le basta, como escribe Broch a Torberg, «la sonrisa del señor Schulze» o «el sol sobre Potzleinsdorf»,
sino que requiere, y así se explica la creciente abstracción de la narrativa moderna, «la» sonrisa y «el»
sol. Quizá por esta razón abandona Broch una novela predominantemente descriptiva (editada
postumamente, sin autorización del poeta, con el título de Der Versucher), para dedicarse al hondo
lirismo psicológico de Virgilio moribundo. La muerte es la hora de lo absoluto. En la conciencia de la
muerte emerge el hombre de la mazmorra de la experiencia tridimensional: siente la angustia de lo in-
finito, pero también la seguridad de «una realidad invisible, de la que forma parte el hombre y en la que
vive independientemente de su aquí y ahora». De este modo se explica la afinidad de Broch con la
vivencia de la muerte. Si no puede captar en imágenes el insaciable anhelo de lo absoluto (como lo hizo
Kafka en su historia del hombre que se convirtió en ayunador profesional porque no hallaba manjar a su
gusto), le resta la posibilidad de vagar por las visiones de lo infinito. Se celebra la plurivalencia como el
«más noble de los frutos de la muerte». En su momento extremo, la vida se revela como lo iónico que
puede ser desde el comienzo: «aceptación resignada de la existencia enfrentada con la muerte», origen
de la sabiduría. «Sólo aquel —se dice en Der Tod des Ver gil— que mediante su certidumbre de la muerte
tiene conciencia de lo infinito, podrá fijar la creación, lo individual en la creación y la creación en todo lo
individual. Porque en sí mismo lo individual es efímero; sólo en su contexto, en su contexto dentro de la
ley, es durable, y el infinito es el portador de todos los contextos de lo existente.» En la conciencia de la
muerte se revela al yo su realidad suprapersonal, se amplían sus dimensiones hasta lo infinito; la muerte
se convierte en «metrónomo de todo conocimiento metafísico». Hablando estéticamente, significa:
cuando el artista ya no dispone de poder sobre la forma, le quedan los éxtasis de un misticismo retórico;
posibilidad que Broch utiliza abundantemente y no sólo en Der Tod des Ver gil.
Hermann Broch llegó tarde a la poesía, para apartarse de ella al final. Se ha revocado como
poeta. Ya Der Tod des Ver gil fue una retractación: poesía contra la poesía. Como su Virgilio, que tiene la
Eneida por nada, cree hallarse finalmente con las manos vacías. «Orfeo erigido en guía de los hombres»
es denunciado como «falaz esperanza de auxilio» y «punible sobreestima de lo poético». Sólo la
insatisfacción de Broch con su propio talento justifica tal desesperación, sólo su aguijoneante y
paralizadora conciencia de lo moderno le impiden por un lado desarrollar su extraordinaria facultad
narrativa (¡los paisajes en Der Versucher, el variable medio en Die Schlafwandler, la criada Zerline y la
gata Arouette en Die Schuldlosen!) y por otro alcanzar una forma nueva realmente contemporánea.
Finalmente, el desarrollo político durante los dos últimos decenios de su vida proporciona a la resigna-
ción de Broch los motivos morales que precisaba su naturaleza. En medio del general «proceso de
embrutecimiento» (Broch escribe en el exilio en 1943) hay que luchar sobre todo contra el «bacilo de la
peste» para conseguir que el tiempo vuelva a ser humano. Pero, en cambio, le importaban más sus
disquisiciones científicas sobre la psicología política y la ilusión de masas que la poesía. Son palabras que
contrastan extrañamente con su postulado de la primacía de la poesía sobre las ciencias. Hasta ahora se
leía en Broch que sólo a la poesía corresponde esa fuerza que precede al conocimiento racional y que lo
sobrepasa, incluyendo el residuo místico, la «realidad suprema». Sólo la poesía puede restablecer la
necesaria unidad entre lo racional y lo irracional. Sólo ella se atreve a dar el salto a las profundidades
antinómicas de la existencia humana, mientras la filosofía, por ejemplo, se contenta «con el mero análisis
de lo visto».
Todo esto ya no tiene validez. La poesía no es más que vacío culto a la belleza, aparente infinito
terreno, lamentable sustituto de la religión. Evidentemente, Broch actúa aquí bajo el dictado de un
concepto arcaico del arte por el arte y del esteticismo decorativo, liquidado definitivamente por Gottfried
Benn lo más tarde. De hecho, Broch y Benn se presentan como figuras antinómicas. Con lo que se suscita
la cuestión de quién es el espíritu más realista, el «esteta» Benn o el «activo» Broch. La fuerza auxiliadora
y curativa de una poesía es determinable con precisión casi estadística según la condición y el número de
sus lectores. La «metapolítica» de Broch, en cambio, es la ilusión, apenas demostrable, de un hombre
que se ha sustraído a su verdadera vocación. Porque ¿cómo, si no es por la poesía, puede restablecerse la
referencia a un valor central (preocupación de Broch), una vez que la fe ya no lo consigue? La referencia a
un valor central en un mundo que ya no conoce más que valores parciales (profesionales, pragmáticos y
sectarios) independizados, a los que el individuo, en su inseguridad, se somete demasiado fácilmente. El
hombre liberado en un espacio sin fronteras no necesita una reflexión confesional ni objetiva, sino
existencial. Pero un valor existencial central no puede ser enseñado ni predicado, sólo puede ser vivido,
es decir, transmitido por la conmoción. A esto precisamente nos referíamos cuando en la introducción de
este libro hablábamos del papel sacramental que ahora corresponde a la poesía.
Toda obra poética, cada vez que es leída, deja tras sí un hombre transformado. No en el sentido
de una cura moral ni de una llamada ética directa, y no por lo adecuado de sus argumentos, sino por la
limpieza de su voz. Como en ningún otro lugar, en el arte se entiende lo ético por sí solo. Lo ético es
inmanente a la obra de arte: es el esfuerzo incansable con que se exige el máximo de veracidad y, el valor
con que se atreve a emprender nuevas experiencias existenciales. La obra de arte perfecta será también
la más ética, la que sepa crear «núcleos existenciales» y disponga de aquella «fuerza vital» que realiza el
milagro del despertar del espíritu. Porque, citando al poeta contra él mismo: «Lo absoluto está
irremisiblemente afincado en el yo, y aunque el hombre se vea sumido en la inseguridad y el desarraigo,
en la soledad y el abandono y la desnudez, aunque se hunda en la indiferencia, ajeno a los demás y a sí
mismo, y, por tanto, culpable, le queda siempre —mientras pueda pronunciar yo— la chispa esencial de
lo absoluto, dispuesta a la incandescencia y a la reavivación, que le permitirá, aun en una isla desierta,
encontrar juntamente con su yo también el yo vecino: así, movida por encendido y reencendido, se
realiza la purificación, y la obra de arte —no todas, pero sí las que buscan la aproximación a lo universal,
sin tener que ser por ello un Fausto— posee esa facultad de reencendido, de reavivación, que ha de
activar con toda la fuerza de su soplo, pero en algunos casos también con una simple emisión de aliento,
con una suave insinuación, incluso, si hay fortuna, con una ligera alusión a la gata Arouette.»
ROBER.T MUSIL
Paul Valéry, en una carta a André Gide, propone Le discours de la méthode, de Descartes, como
modelo de la novela moderna. Postula que se debería escribir la vida de una teoría y no la de una pasión,
como es usual. Con su Monsieur Teste da un primer paso en esa dirección. Aunque en el fondo escribe
también la novela o el esbozo de una pasión, cierto que poco corriente en la novela: la de pensar. Sobre
base más amplia y aproximándose más a la medida épica, el austríaco Robert Musil emprende algo
similar. También él procede de la ingeniería y de las ciencias exactas, también él llega a la literatura con
una mentalidad matemática. El que ambos intentos no hayan pasado de fragmentos —Der Mann ohne
Eigenschaften, de Musil, es, por lo demás, un fragmento de millar y medio de folios— crea una conexión
más, y desde luego no fortuita, entre los dos. Subraya el carácter experimental de su narrativa y le
imprime el carácter de un fracaso positivo. Positivo no sólo porque un «fracaso al más alto de los niveles»
(Rudolf Hartung) sirva mejor a la experiencia literaria que muchos éxitos convencionales, sino sobre todo
porque el tronco de la novela de Musil, al igual que la de Valéry, apunta a una dimensión de lo poético en
la que ya no existen figuras cerradas. Porque —y lo demostraremos más adelante— cuando un autor
utiliza la narración como pura teoría combinatoria, como el arte de las variaciones constructivas, alcanza
el ámbito de lo infinitesimal. Para explicar por qué Der Mann ohne Eigenschaften, a pesar de un trabajo
de varias décadas, no fue terminado, no hace falta buscar razones biográficas: la situación
económicadesesperada de su autor, su súbita muerte en la primavera de 1942; hay que inquirir más bien
en la misma concepción de la obra. Lo que Musil pone en boca de su protagonista, el hombre de mundo,
místico y matemático Ulrich, refiriéndose a la tarea de la vida humana: que se parece a ciertos problemas
matemáticos que «no permiten soluciones generales, sino particulares, por combinación de las cuales es
posible aproximarse a la solución general», se puede aplicar también a su novela. Es su principio creador.
Así se modifica también el punto de partida de la crítica.
No se le puede reprochar a Musil el no haber escrito una «verdadera» y, por tanto, tampoco
«completa» novela, sino en todo caso el no haberse independizado totalmente de las concepciones
irrelevantes de la novela y del drama, actuando libremente como legislador de sí mismo. Musil comenzó,
dentro de la tradición de la biografía tradicional, con una novela de pubertad: Die Verwirrungen des
Zoglings Torless (1906). Y ya entonces comprendió que la realidad que describía no constituía sino un
pretexto. «Alguna vez —escribe algunos años más tarde en una autocrítica fingida— puede que la
narración haya sido simplemente la renovada toma de contacto de un hombre pobre de ideas... con
vivencias bajo cuyo recuerdo se comba todavía su memoria, magia de la expresión, de la repetición, del
comentario y, por tanto, desvirtuación.» Pero el desarrollo de la novela nos lleva al punto en que «la
descripción de la realidad se convierte en instrumento del hombre rico en ideas, con cuya ayuda se
acerca furtivamente a descubrimientos emocionales y conmociones del pensamiento». Evidentemente,
sólo a aquellos —esto es importante para definir al artista Musil— que no pueden ser enunciados de
modo general y racional, sino que son sólo perceptibles en el «centelleo del caso particular», en aquello
por lo que el hombre singular descuella sobre «el hombre burgués y apto para los negocios». Este
procedimiento de plasmar narrativamente el caso concreto e individual en toda su corporeidad, para
dejarlo estallar en chispas de conocimiento, determina el estilo narrativo de Musil, cuya determinante es
una especie de sensorialidad abstracta. Hasta qué punto lo argumental desempeña un papel secundario
lo revela el hecho que nos cuenta Musil de haber regalado el material de Die Verwirrungen des Zoglings
Torless (sus experiencias en un instituto militar austríaco) a dos escritores, que el llama «naturalistas»,
antes de que él mismo se decidiera a utilizarlo.
Y del mismo modo que Musil es un narrador sin intención descriptiva, así también prescinde
como dramaturgo de la tridimensionalidad de la escena. Su obra Die Schwarmer (1921) es una negación
absoluta de lo escénico. Los personajes de este drama matrimonial, sumamente convencional por lo que
respecta a la acción, no viven, sino que se formulan. Pero no en el sentido de desmenuzarse
espiritualmente. Lo que usualmente se denomina conciencia psicológica, significa que en medio de lo
ambiguo y enigmático no dejamos de sentirnos como algo firme y real, susceptible de disgregación, y no
sólo como materia prima de lo posible. Pero aquí se anuncia una sensación de realidad que a Musil le
resulta no sólo extraña, sino hostil. Lo que para otros es lo real, es para este espíritu experimentador lo
posible. Así, las figuras de su comedia se inventan y descartan, se forman en sus elementos con el fin de
constituirse en nuevas relaciones funcionales, se desprenden de la causalidad de sus pretendidas pro-
piedades, se recrean continuamente por motivos siempre distintos. Musil se aproxima a Pirandello, cuyas
espléndidas obras experimentales recorrían por aquel tiempo los escenarios del mundo. Pero carece de
la fantasía teatral de Pirandello, no domina las brujerías del escenario, o quizá las desprecia. El
experimento existencial que confía a sus personajes se desarrolla sin paliativos en absoluta desnudez
intelectual; y en el drama, forma artística normalmente basada en hombres reales y verosímiles, el efecto
es mucho más craso y extraño que en la novela, donde el autor puede intervenir para restablecer los
vínculos entre su mundo de laboratorio y el mundo habitual del lector. Probablemente sea Die
Schwármer, de Musil, el intento más radical de desmaterialización que hasta ahora conoce el teatro
moderno. El que este intento haya resultado casi baldío se debe a la venganza de la despreocupación
argumental de Musil. Incluso un material que sólo debe servir de pretexto ha de ser consistente. Para
dejarse disgregar en procesos intelectuales debe ofrecer una resistencia adecuada. La manoseada
temática a lo Ibsen de Die Schwármer no lo consigue: no es consumida, sino barrida, por los procesos
intelectuales. En vez de poblar gloriosamente la escena con el espíritu, la vacía. El espectador percibe un
vacío en el que todavía serpentean llamas que ya no encuentran materia consumible. Y que precisamente
en esto se halle el sentido irónico de todo el ejercicio nos será difícilmente comprensible mientras
busquemos el acontecimiento artístico en las correspondencias sensoriales que el autor inventa para los
procesos anímicos y no en éstos mismos.
Para Thomas, el personaje intelectual y soñador de la obra de Musil, «lo que ocurre realmente
es trivial al lado de lo que pudiera ocurrir». Lo que significa que ya es un primer esbozo de ese hombre de
posibilidades y sin propiedades al que el autor convertirá más tarde en el protagonista de su gran novela.
Ahora se pone de manifiesto lo que Musil entiende bajo ese hombre sin propiedades: «Es un hombre
cuyas posibilidades aún no han cuajado en caso individual.» O, utilizando una frase sonora: el hombre en
el estado de creación permanente. El hombre sin propiedades es el hombre que posee todas las
concebibles, incluso «las intenciones todavía dormidas de Dios» que constituyen el misterio de lo posible.
Es evidente ahora que nos hallamos aquí, como en la mayor parte de las novelas de categoría, ante una
temática religiosa secularizada. Un hombre sin propiedades sabe que puede serlo todo. Y precisamente
por ello no puede tomar ninguna de las posibilidades que en él se realizan (y que pueden ser revocadas
en cualquier instante) con la seriedad y consecuencia con que lo hace el hombre limitado y fijado por sus
propiedades. El hombre sin propiedades acepta apasionada e indiferentemente a un mismo tiempo los
desafíos dirigidos por lo posible a su fuerza espiritual. Apasionadamente, porque excitan su instinto
activo; indiferentemente, porque percibe que las propiedades que conquiste en combate o en amor «se
pertenecen más a sí mismas que a él», es decir, que cada una de ellas «no está más íntimamente
relacionada con él que con otras personas que también la posean».
Un hombre así tiene el gran don de poder salir de sí mismo y de poder actuar sin referencia a sí
mismo. Experimenta el mundo no antropocéntricamente, sino en sus conexiones objetivas. Es objetivo
hasta el punto de parecer insensible. El mundo no es para él el escenario de la realización del yo, sino un
caleidoscopio cuyas piedras forman una cantidad infinita de dibujos, variables a cada movimiento. Tiene
de sí mismo y de su puesto en la realidad una vivencia impersonal, con la conciencia de una mutabilidad
ilimitada, una vivencia incluso irónica, si se está dispuesto a atribuir a esta palabra un significado
constructivo, hasta devoto. El mundo, para el hombre sin propiedades, es un laboratorio, un gran
«campo experimental, donde se ensayan las formas de ser hombre y se descubren formas nuevas». Este
es el mensaje del hombre sin propiedades y corresponde enteramente —lo que es significativo para la
estructura de la novela y su comprensión— al del poeta, quien, según Musil, ha de ser no sólo un inven-
tor de atractivos modelos de esencias humanas, sino que tiene que ser incluso «generador de épocas»
(Skizze der Erkenntnis des Dichters, 1918).
Desde este punto de vista, asistimos a un año de vida experimental de Ulrich. Le vemos en el
trabajo de prueba. En cuanto hombre sin propiedades, no puede vivir de sí mismo, sino que sólo se
manifiesta en sus contextos, en contacto con compañeros y acontecimientos que le obligan a colorearse;
es inservible, pues, para producir por sí mismo los habituales conflictos novelescos; por ello el autor lo
coloca en un programa de experimentos que le ocasionan un máximo de desafíos intelectuales. A la
actitud experimental del protagonista responde —en completa congruencia— la forma narrativa
experimental. El ensayismo que Ulrich personifica como postura existencial engendra la novela-ensayo,
llevada por Musil a un grado de desnudez superior al que
encontramos en Broch (Die Schlafwand- ler, de Broch, y las primeras partes de Der Mann ohne
Eigenschaften, de Musil, aparecen casi simultáneamente, en los principios de la década de los treinta). La
cohesión de la novela anatómica, tal como la desarrolla Musil, no reside en la conexión de los detalles
—Musil es un analizador, no un escritor integrante—, sino en la amplitud de la muestra. No le interesa el
proceso creador, sino la estructura, la anatomía, subraya, comparando su novela con un andamiaje de
ideas del que penden las distintas piezas como gobelinos —gobelinos también por su representación
«plana»—. Una de ellas narra la participación de Ulrich en la acción que emprende a nivel supranacional
la moribunda monarquía danubiana (estamos en 1913) para tratar de dar al mundo una sola idea
unificadora y común. Otra, el caso de Moosbrugger, asesino de prostitutas, a cuya insensata liberación
contribuye Ulrich. Una tercera, la historia de la nietzscheana Clarisse, en cuya mente sobreexcitada se
han dado cita todas las locuras de la época, y en cuyo sangriento liberador se convierte Moosbrugger. Por
último, una cuarta, de ejecución más poética y rica, el encuentro aventurero de Ulrich con su hermana
Agathe, el suave y apasionado poema de «Los inseparados y no reunidos» en el que resuena plenamente
el oculto patetismo redentor de la novela (que originalmente había de llamarse El redentor).
La voluntad experimental de Ulrich oscila entre la idea utópica de la constitución de un «Secretariado Ge-
neral de la Exactitud y del Alma» y la no menos utópica transfiguración del amor fraterno como plenitud
más pura y enajenación más extrema hasta el borde de lo posible. Tiene una predilección marcada por
«casos límite de una validez restringida y especial». Aquí contribuyen nuevamente las matemáticas a la
explicación y justificación de su proceder: se toman la libertad, aclara Ulrich, de servirse ocasionalmente
del absurdo para llegar a la verdad. A pesar de todo, el resultado es negativo. Las hazañas del sentido de
la posibilidad no apoyan a la realidad que se desmorona; el experimentador se encuentra ante lo
insoluble; el ensayismo, ese atractivo método de las opciones abiertas, se explaya en un mundo que se
tambalea y al que los acontecimientos de 1914 no hacen más que infligir el golpe de gracia. La guerra —la
más tremenda de las ironías— se presenta como la verdadera redención: «Por fin la vida se hace
esencial, afirmativa, no le falta nada, se puede uno tomar en serio, la vida no desemboca en el vacío, se
tiene una convicción, una fe...» La guerra destruye el inútil laboratorio de Ulrich, como derribó la
montaña mágica de Hans Castorp. Nuevamente se pone de relieve una coincidencia casi estre- mecedora
entre la temática y la forma artística, entre el protagonista y el autor: la versión final de Der Mann ohne
Eigenschaften, realizada en 1952 por Adolf Frisé teniendo en cuenta la totalidad del legado, acaba en un
lío de anotaciones, de esbozos caóticos y contradictorios. Su conclusión reza: «El sistema de Ulrich ha
sido por fin desautorizado, pero también el del mundo. Las utopías no han llegado a ningún resultado
práctico.»
Y, sin embargo, algo nos impide aceptar la idea de que Ulrich, y con él su creador, hayan
fracasado. Escierto que al final el mismo Musil habla, resignada- mente, de la tragedia del héroe
fracasado, cuando originalmente hubiera querido ofrecer una «construcción positiva». Pero también
subraya que —lo positivo en lo negativo— era necesario demostrar que las causas de la ruina se hallaban
en todos y en cada uno. Moosbrugger, Clarisse, el poeta Feuermaul, el falso místico Meingast, tras el que
se esconde Ludwig Klage, y el grandioso escritor Arnheim, que oculta a Rathenau: todos ellos nos son
presentados como los preparadores involuntarios de la guerra. También Ulrich y Agathe con su «intento
de anarquismo en el amor»: «Que termina incluso ahí negativamente. Esta es la profunda conexión del
amor con la guerra.» El haber mostrado tal panorama de causas es sin duda, como dijo Musil, «un
resultado positivo negativo». Pero sobre todo pertenece a la esencia de toda gran obra de arte hacer
triunfar a sus protagonistas en la derrota. Su ser y su mejor voluntad se desprenden de su biografía y
triunfan sobre ella. Esto se aplica más que a nadie al héroe de lo posible: no tiene razón, pero podría
tenerla. Sobre el campo de ruinas de la existencia individual se levantan las posibilidades no ensayadas;
así se redondea el fragmento de obra de arte en una perfección que nunca es definitiva. El sentido
científico se eleva a la altura de las intuiciones, y el hombre libre de Dios (¡no ateo!) se conquista la
dimensión de la fe. En el horizonte de lo posible se atisba al hombre matemático del que Musil habla ya
en un ensayo de 1913. Es el hombre de las obras y de los hechos, a quien ahora (en las notas finales de la
novela) llama el hombre de la «disposición inductiva» y que —todo un parangón— es un hombre de la
más moderna orientación hacia las cosas, muy íntegro en su ambiente y protegido contra la fraseología
de la vida por su ironía.
ANDRÉ GIDE
En uno de sus primeros escritos, la sátira Taludes (1895), Gide hace exclamar a la Angélica
ingenua y crítica: «¡Anotaciones! ¡Tiene que leérnoslas! Siempre son muy divertidas; se reconoce en
ellas lo que el autor quiso decir, mucho mejor que en lo que luego acierta a escribir.» No creamos
acercarnos demasiado al talento narrativo de Gide (él mismo anota en la época de Les
faux-monnayeurs: «Esfuerzos gigantescos para vitalizar y enlazar mis personajes») si vemos en esta
frase jocosa una autocaracterización muy seria. El ingenioso Cesare Pavese ha establecido (en su diario
II mestiere di vivere) una genealogía de los narradores descendientes de Stendhal. Son aquellos que en
sus narraciones no presentan un mundo que, enajenado del yo del autor, existe por sí mismo, sino los
que extraen de sus tensiones subjetivas tanta expresividad objetiva, que ofrecen la apariencia de un
mundo en miniatura. «No cuentan el mundo ni la sociedad —dice Pavese—, no parecen beber en una
amplia realidad, interpretándola a su antojo y voluntad, como Balzac, como Tolstoi... Poseen una
constante de tensión humana, que se desencadena en situaciones a la medida del mundo circundante
y que reproducen con inmediatez total... Sobre esta constante han construido una ideología, que luego
constituye su oficio de narradores: la fuerza de voluntad, la claridad, la no literatura... Son los típicos
narradores en primera persona.»
El tipo literario a que se refiere aquí Pavese es el mismo que la Angélica de Gide caracteriza
de modo más sumario, menos respetuoso: es el autor de cuaderno de apuntes, el amante de lo
inmediato (¿qué hay de más inmediato que una vivencia en primera persona?), no el visionario, ni el
cantor, ni el mitólogo, ni el cósmico, ni el atmosférico, ni el dialéctico, ni el arquitecto épico, sino el
cazador y trampero psicológico, que espera capturar lo no literario con medios literarios para
eternizarlo. «El gran secreto de Stendhal —anota Gide en su diario (3 de septiembre de 1937) —, su
grandiosa treta: escribir inmediatamente. De esta manera aparece su espíritu inquieto tan vivo, tan
fresco de colores como la mariposa recién salida de su capullo, sorprendida por el coleccionista. De ahí
lo vivaz, saltarín, desenvuelto, repentino y desnudo que siempre nos encanta en su estilo. Se podría
decir: su pensamiento no tiene tiempo ni de ponerse los zapatos antes de echar a correr.»
Por otro lado, lo que Gide, de cuyo lenguaje se dijo que se adaptaba a la piel como un
guante, admira aquí, enturbió muchas veces el concepto al Stendhal narrador. Lo espontáneo está bien
para el detalle y para el principio. En el último tercio de la obra, el autor ya no es libre, se convierte en
servidor de ese algo misterioso que no es plan ni construcción, sino vida propia de la obra. Esta
consecuencia interior de lo ya ensamblado válidamente fuerza al autor bajo su ley. Si no obedece,
corre el peligro de extralimitarse de su concepción, como Stendhal en Le rouge et le noir, cuando el
atentado a la señora Renal contradice la imagen que tenemos del carácter calculador y
ambiciosamente planificador de Julien Sorel. Visto de manera positiva —y los defectos de una gran
obra de arte son también parte de su expresión—, constituye la victoria de lo espontáneo sobre la
forma académica. También en esto puede contar Stendhal con la admiración de Gide, que
continuamente previene de aquellas falsificaciones de la verdad cometidas por el ansia de obtener una
belleza convencional: «Hay ciertos contornos que sólo puede llenar la mentira.» Y a estas mentiras
pertenece también el desarrollo consecuente de los caracteres. El que Stendhal, de acuerdo con su
propia doble naturaleza y contra toda regla estética, haga contradecirse al Julien que siempre se vigila
como observador crítico, con una acción espontánea, es moderno en un sentido muy alto y muy
cercano a Gide. Es el triunfo literario de lo no literario. En el Lafcadio Wluiki (Les caves du Vatican) de
Gide, el hombre de la action gratuite, de la acción suspendida en el espacio, del acto sin motivo,
tenemos un descendiente directo, elevado a lo consciente y visto con ojos de tierna ironía, de Julien
Sorel: otro héroe de la consecuencia de lo inconsecuente.
Cuanto con más frecuencia y énfasis expresa Gide su vinculación a Stendhal («Que más
tarde un joven de mi edad y de mi valor se emocione al leerme y se sienta fortificado como yo me
siento a los treinta años al leer Memorias de un egoísta, de Stendhal, ésa es toda mi ambición»), tanto
mayor es la certidumbre de que su propia significación está en aquello que le aleja de Stendhal. Ya en
la consecuencia con que se ciñe a la forma más adecuada a su tipo literario, el diario, hay un acto de
esclarecimiento moral y estético, con lo que da un paso más que Stendhal. A Gide no le gustan
disfraces enojosos; incluso cuando se presenta en la etérea vestimenta de una figura de novela, incluso
cuando distribuye su yo poético entre varios personajes, renuncia al fingimiento. Cuando se dice
Stendhal, se piensa en Julien Sorel o en Fabrice del Dongo; cuando se dice André Gide, se piensa en
André Gide. Esto supone sin duda una falta de fuerza creadora («Por lo demás, tampoco puedo
inventar nada») y una significativa incapacidad de prescindir de sí mismo. Pero por otro lado significa
también que el «narrador en primera persona» es consecuente, que está dispuesto —para hablar con
Goethe— a «presentarse como individuo». También Stendhal escribió un diario: como «higiene
espiritual»; y en este punto se evidencian también concordancias hasta en los matices del estilo
anímico, como cuando Stendhal escribe en sus anotaciones italianas: «Sono felice. No he anotado nada
desde hace cuatro días, porque la descripción de la felicidad la merma. A medida que mi viaje se
embellece, empeora mi diario. Me pasa a menudo: describir la felicidad es constreñirla. Es una flor
delicada que no hay que tocar.» Cien años después prosigue Gide: «Todo este último tiempo he vivido
en un vértigo de felicidad; de ahí la vaciedad de este cuaderno. Sólo refleja mis nubes.» Pero si en
Stendhal, como en Byron, Leopardi, Platen, Emerson, Dostoievski, el diario acompaña a una obra
literaria acabada, en Hebbel y Baudelaire se coloca con mérito propio al lado de la obra, y en Gide es la
obra, lo cual no obsta a que escribiera también obras teatrales y novelas de importancia.
Como autor de diario, la misión histórica de Gide fue la de totalizar la suma de un largo
desarrollo. Desde el Reisejournal de Herder del año 1769, con el que se inicia la introversión moderna
del diario, el doloroso placer de la autoembriaguez y de la autodesmembra- ción, la proyección radical
del mundo exterior en la interioridad del escritor, pasando por el Journal intime de Henri Frédéric
Amiel (1821-1881), hasta las auto- exposiciones de los diarios de André Gide, corre una línea sinuosa
que nos informa sobre la constitución del alma moderna. El subjetivismo trágico del individuo inclinado
sobre sí mismo, lleno de dudas y quejas, culmina en la manía introspectiva de Amiel, que ejecuta en
17.000 páginas manuscritas un baile grotesco en torno a su propio vacío. Hay que conocer a Amiel para
saber quién es y quién no es Gide. En Amiel ya se anuncia el giro: la obsesión de sí mismo carcome el
yo, y acaba por conducir a la nada o a una nueva conciencia de la colectividad.
La significación trascendental de los diarios de Gide está en que su autor —aunque lo
contrario parezca ser cierto y aunque se pretenda obstinadamente que lo contrario es cierto— no está
fascinado por lo singular de su personalidad, sino por la variedad de las posibilidades humanas que en
ella buscan su realización. El caso particular Gide sólo le interesa a él (y, por supuesto, a nosotros)
como representación de un posible caso general que en él espera cumplirse. A esto debe el drama de
la propia realización que presenciamos en los diarios de Gide, y más ampliamente en su obra, su
seriedad, su peso ético, su tensión. Si Gide no fuera más que el Narciso intelectual, el hombre del
solipsismo intelectual o de la compulsión reveladora a lo Rousseau, no habría podido nunca alcanzar la
asombrosa autoridad humana y literaria de que gozó. La autoridad de Gide corresponde a la magnitud
de la osadía en que se embarcó y en la que perseveró: no hacer arqueología con sus ruinas, como
Amiel, sino apilarse, configurarse a base de sus elementos contradictorios, con plena responsabilidad,
sin el apoyo de un dogma, sea estético, confesional o político. El lector asiste a este intento con el
aliento contenido, porque comprende que aquí no se ventila sólo un asunto del autor, sino algo muy
propio. La empresa literaria de Gide se convierte así en test del individuo que, si no se siente lo
suficientemente maduro como para prescindir de Dios, sí lo está para crearse su propio Dios. Porque el
hombre no es sólo responsable de sí mismo, sino también de Dios: «En mi juventud aún no había caído
en la cuenta de que mi deber para conmigo mismo y mi deber para con Dios eran idénticos.
Actualmente tiendo a confundirlos casi en demasía... He comprendido que el hombre es responsable
de Dios... Me convenzo y me lo repito sin cesar: depende de nosotros. Sólo a través de nosotros se
realiza Dios.»
La responsabilidad del hombre ante sí mismo alcanza así una medida imponente, y se
comprende lo que significa que Gide, a sus ochenta y un años, escriba en sus últimas anotaciones: «En
resumidas cuentas, la partida que jugué, la gané.» La ganó también contra el hombre que más
asiduamente le asedió: Paul Claudel. Durante dos decenios y medio, Claudel, el férreo católico, trató de
convertir al protestante universal Gide, al creyente sin Iglesia, que, por cuenta propia, tomó en serio el
cristianismo. En un millar de casos distintos habría sido quizá deseable que Claudel hubiera logrado lo
que se propuso. En este caso particular, no, porque habría privado a la humanidad de una esperanza:
la esperanza de alcanzar por sí misma la paz. Si se considera la disputa Gide-Claudel en otra dimensión
que no sea la de la fe o falta de fe, a saber: en su dimensión poética, es evidente que los contrarios no
parecen tan irreconciliables. También en el caso Claudel debe luchar el hombre por su Dios, y debe
luchar con su Dios, porque el albedrío humano no quiere ceder, no quiere someterse al orden total y
absoluto. Este es el drama de Claudel. Pero al final del camino está la armonía con el universo, el
«vibrar con la música del cosmos»: la poesía —tal es su meta— puede proporcionar al hombre el
estado de gracia. Si con esto se compara una anotación de Gide en su diario de guerra (1939-1942),
donde habla de una transparencia del alma, de un «estado elevado, en el que lo personal se derrite y
es absorbido», es patente que, aunque difieran los caminos, el sentido y meta de todo trabajo humano
y poético es el mismo. La armonía divina, que inspira a Claudel, y ese «estado elevado» que, según
Gide, el hombre adquiere por sí mismo y por el que puede trascenderse, desembocan en la misma
felicidad.
Claudel, impresionante en su limitación, un bloque hierático de fe y de falta de
comprensión, o más bien de falta de voluntad de comprensión, demuestra ser mal perdedor. Sólo
mucho más tarde, poco antes de su muerte, adopta por corto tiempo una actitud más conciliadora y
pronuncia la bellísima frase: «Fue muy humano.» Con toda su simplicidad, es la caracterización más
completa de Gide. De hecho fue el más humano, porque su meta y su destino estaba en lo humano, y
porque nadie como él supo exponer un concepto tan alto de la dignidad y de la libertad humanas. En
su último libro, Ainsi soit-il ou les jeux sont faits, que concluyó seis días antes de su muerte, se en-
cuentra la confesión de que a menudo le había resultado difícil contener un sollozo ante todo lo que
«expresa grandeza, nobleza y dignidad humanas»; y sigue: «Lo que me recuerda a algo que quedó muy
atrás. Un conocido, que me visitó en el campo, me contó una mañana que entre sueños me había oído
pronunciar una frase, dicha con tan impresionante convicción y tan alto que lo había despertado a
pesar de dormir en la habitación contigua: 'Sí, sí, los hombres son maravillosos.' A la mañana siguiente
nos reímos del incidente, pero las palabras inconscientes revelaban el secreto trasfondo de mis
pensamientos. Distinción, dignidad humana, grandeza...»
Era humano también el que Gide no operara con pálidas imágenes ideales, sino que a su
concepto de lo humano perteneciera la contradicción. Quien se abre sin prejuicios a la verdad se abre
también a la contradicción. Porque justamente en aras de la verdad ha de conceder que la verdad no
existe, sino sólo verdades; y por descuidar el someter estas verdades a un sistema, el hombre sincero
parecerá fácilmente ambiguo, veleidoso, informal, inclinado a la paradoja. El hecho de que acepte
pasar por tal es parte constituyente de su inquebrantable amor a la verdad. «Gide supo —dice Thomas
Mann en 1951— lo difícil que resulta soportar la libertad, pero su temor a ella fue vencido por el temor
a la comodidad espiritual, al conformismo, al desfallecimiento de la tensión vital, a la indolente su-
misión a cualquier autoridad. Superada toda tentación de darse por satisfecho se retiró rápidamente al
desamparo de su individualismo difícil, orgulloso y recóndito, para ser un hombre solo, mirar a la
esfinge cara a cara y oponer a su enigma el suyo propio.» Así pudo suceder que previniese contra
respuestas que por otra parte se sentía obligado a dar. Cada uno de sus argumentos deja un margen de
libertad al argumento contrario. Su individualismo es auténtico, excluye toda coacción del
pensamiento ajeno. Los lectores, dice en su diario, están demasiado pendientes de conocer mis ideas;
mi preocupación, sin embargo, ha sido revelarles las suyas. Y pocos días después, el 3 de julio de 1924:
«Quiero proporcionar a los que me lean fuerza, valentía, desconfianza y agudeza, pero me cuido sobre
todo de querer indicarles una dirección, porque opino que pueden y deben encontrarla sólo por (y casi
digo en) sí mismos.»
El espectáculo de la autorrealización que Gide ofrece a sus lectores no estimula a la ciega
imitación; implica más bien la obligación de hallar y seguir la propia ley. La obediencia ética que exige
es la fidelidad a sí mismo. El mismo Gide, el escritor «escandaloso», ha hecho de cada rasgo de su
naturaleza expresión de esta obediencia, elevándolo así a necesidad. Esta situación, nada simple, ha
sido esclarecida sagazmente por Rudolf Kassner, al señalar los dos impulsos, el social-nacional y el
cristiano-individual, que Gide, conforme a su naturaleza, tuvo que conciliar en sí mismo: «Como fran-
cés, André Gide debía referirse en cada acción y en cada pensamiento a la sociedad, porque ésta es el
destino del francés; como individualista y como protestante que fue en todo sentido, en el literal y en
el traslaticio, tuvo que enfrentarse con la sociedad. De donde se siguió que infringió ciertas normas de
la sociedad no sólo por inclinación de su misma naturaleza, sino porque de ahí pretendió extraer
nuevas normas para la generalidad.»
El núcleo del pensamiento gideano: «Me debo a mí mismo» se convierte así en una máxima
que trasciende lo individual y lo social, y alcanza lo intemporal y general. Gide —en Le Vrométhée mal
enchainé, en Le ROÍ Candaule, en Oedipe, en su versión de la parábola sobre Le retour de l'enfant
prodigue y en su variación del material del Thésée— se deja también arrastrar voluntariamente por la
corriente que preconiza el retorno del espíritu europeo a las realidades míticas. También él informa
sobre «experiencias primitivas en lenguaje parabólico» (lo que, según Karl Kerényi, significa hacer
mitología), también él participa del redescubrimiento del mito por la psicología, de lo que Thomas
Mann llamó «la transposición psicológica del concepto religioso a lo profano ético y anímico».
Naturalmente, esta transposición se realiza en Gide de manera muy fiancesa, muy estética y racional.
La irradiación oscura del mito es aclarada racional y conceptualmente; al final de su vida, Gide lo hace,
con un valor admirable para abrazar la simplicidad, en Thésée, donde la autobiografía y el mito se
entreveran en una rendición de cuentas ligeramente irónica y suavemente patética. También Gide
fundó un Estado, el de la ética libre; también él derrotó tiranos y monstruos, que no se llamaban
Periphetes, Sinnis o Minotauro, sino temor, apatía, prejuicio, falsa moral y falsa fe. Así hace decir a su
Teseo, en frases que tienen valor testamentario: «He recorrido ciertas vías del pensamiento que el
espíritu más osado no pisaba sin estremecerse; he aclarado los cielos, para que el hombre tenga que
inclinar menos la frente y temer menos a la sorpresa. Sigo siendo un hijo de esta tierra y creo que el
hombre, sea quien sea y por muy corrompido que parezca, debe jugar todas las cartas que tiene en la
mano... Me agrada pensar que los hombres que me sigan, gracias a mí, se reconocerán más felices,
mejores y más libres. He contribuido con mi obra a la salvación de la humanidad futura. Mi vida está
consumada.»
THOMAS MANN
Amigable y fiel
sólo se es en la profundidad:
falso y cobarde
es todo lo que se alegra arriba.
RICHARD WAGNER, Das Rheingold.
Con una especie de tristeza solemne se preguntaba en cierta ocasión Thomas Mann si no
había prestado ya a la edad de veinticinco años con Buddenbrooks su contribución permanente y
esencial a la literatura mundial. «Pienso —dice el hombre de sesenta y nueve años— si no será éste el
libro que entre todos los míos esté destinado a pervivir. Quizá con él mi 'misión' se cumplió, y me tocó, a
pesar de ello, llenar después una larga vida de manera digna e interesante. No quiero empequeñecer
desagradecidamente el despliegue de mi vida, después del acierto juvenil, con Zauberberg, Joseph,
Lotte. Pero podría ocurrir como con Freischütz, al que siguió música más elevada, incluso mejor, y, sin
embargo, fue lo único que sobrevivió en el pueblo. De todos modos, Oberon y Euryanthe no han sido
borrados todavía de los repertorios...»
Puede que estas líneas hayan sido escritas para provocar, en el escritor primero y en el lector después,
una consoladora protesta; pero, a pesar de toda la ironía, incluso coquetería, del interrogante, no es
posible pasar por alto el tono de preocupación que trasluce. De hecho, Thomas Mann es para un sector
considerable de sus lectores ante todo el autor de Buddenbrooks. En esta obra le aconteció como a
Richard Wagner en Lobengrin o Die Meistersinger: algo que en sus comienzos sólo interesaba al público
alemán se hizo de dominio universal. Lo local, regional, creció en alas de la personalidad que se apoderó
del tema, y también gracias al momento histórico, hasta alcanzar una verdadera representatividad. Una
novela familiar se convirtió en un libro de la literatura universal; una pieza de elevado arte patrio, en la
historia espiritual de toda una clase. Con Buddenbrooks la era burguesa se despidió de sí misma. El
proceso de disolución de la burguesía se nos presenta como algo merecedor a la vez de crítica y acción
de gracias. La sobriedad y solidez escueta de lo viejo se pone gloriosamente de manifiesto en la
confrontación de las generaciones, pero también se destaca el aumento de matización y de sensibilidad
en los jóvenes. Thomas Buddenbrook, ¿es realmente peor que su padre o abuelo? ¿No se trata más bien
de que el papel que erróneamente se siente obligado a desempeñar le impide elevarse por encima de su
ascendencia? Y Hanno Buddenbrook ¿sucumbe realmente porque no es capaz de vivir? Se ha señalado
con razón el hecho de que Hanno, en un sentido más noble ciertamente, pervive en la figura del poeta
Tonio Kröger. ¿Y no es el mismo autor, que debe a sus cualidades burguesas aplicadas a lo artístico su
fama mundial y máxima autoridad espiritual, la refutación más expresiva de su obra juvenil y de su lírica
de la decadencia? La muerte de Hanno es una necesidad artística, sella el hundimiento de la estirpe
Buddenbrook. Pero como tipo, este retoño tardío de la burguesía demuestra, con la pacífica rebelión
contra su estirpe, una vida tenaz y prometedora. Se le puede reconocer en Hans Castorp, igual que en el
joven Joseph, o en el estafador Félix Krull.
Todos ellos abandonan su esfera de seguridad para entrar en ámbitos nuevos, atrevidos, de
la curiosidad vital, del exceso de vida y finalmente —en Joseph, el sostén de la familia, el artista como
político— de la festiva conquista de la vida. No hay final que no sea a la vez principio. La decadencia y la
degeneración, términos terribles, no son solamente señales de la «desvirtuación biológica», sino
también de la ampliación existencial. «Se trata —dice Thomas Mann en 1939, en una conferencia ante
estudiantes de Princeton— de un problema de biología espiritual, que no es fácil hacer coincidir con la
natural. En su ámbito, la disolución o la decadencia pueden convertirse en palabras vacías, o palabras
que determinan lo contrario de lo que debieran significar en la mera biología natural: al designar un
escalón posterior, señalan también un escalón más alto, más desarrollado; 'decadencia' puede también
significar incremento, elevación, perfeccionamiento de la vida.» Se comprende la doble satisfacción que
el lector de Buddenbrooks de 1902 extrae de tal actitud de intermediario, significativa del poeta. Se les
deparaba un canto festivo y melancólico de despedida al que se mezclaban los acordes atractivos de la
música futura. Y es que incluso formalmente el autor de Buddenbrooks sabía ser intermediario.
Sobre los cimientos narrativos del siglo XIX edifica una estructura compleja cuyos efectos
previstos no tienen nada que ver con el realismo burgués. «Simultáneamente amorosa y disgregante»,
designa Thomas Mann su relación con la tradición. Habla en un lenguaje que halaga tanto al espíritu
ávido de progreso como al conservador, al esteta como al amplio público lector. De nuevo se piensa en
Richard Wagner, cuyo genio popular y refinado sirve de faro a toda su vida, de tal modo que habla de su
Doktor Faustus como de su Parsifal. Lo que Thomas Mann dijo de Lohengrin: que en esta obra se
aunaban «las posibilidades de popularidad con la extrema selección de los medios y efectos», de manera
que tales creaciones llevan «una doble vida de ópera dominguera y objeto de veneración de espíritus
refinados en exceso, experimentados y enfermizos», se aplica también a la novela de la familia de
Lübeck. Se cumple en ella el ingenuo deseo del lector: poder vivir en la novela. Reina un confort épico,
procedente de la inmediatez de un tema que el autor no sólo se ha apropiado, sino que ha vivido. Hay
riqueza, calor y humor. El «gigantesco miniaturismo» en el que Thomas Mann reconoce el espíritu de la
épica, de su épica, se alimenta aquí todavía del borboteante manantial de la vida, no sólo de la
consumada voluntad artística. Pero asimismo el libro es una hazaña literaria de extraordinario refina-
miento.
La vulgaridad material que le pertenece por su mismo género ha sido totalmente extirpada: lo nove-
lesco está neutralizado por la ironía, lo naturalístico se eleva sobre la naturaleza mediante la
minuciosidad del detalle, la exageración de lo individual, la reiteración intelectual. No son sólo Fritz
Reuter y Fontane, ni sólo los hermanos Goncourt o Richard Wagner, sino también Wedekind, quienes
han contribuido a la composición de Buddenbrooks. Este Lübeck tiene también características de
Schwabing. El camino de la novela alemana hacia la literatura universal pasa —no sin cierto sentido— a
través de la redacción de «Simplicissimus», a la que perteneció Thomas Mann durante algún tiempo.
Sobre todo pasa a través de las experiencias intelectuales y lingüísticas de dos hombres
que, con su filosofar poéticamente iluminado, habrían de influir de manera notable sobre Thomas
Mann. No es lo sociológico, no es Lübeck y el hanseatismo patriotero lo que movió al joven autor a
iniciar su novela en Roma, sino Schopenhauer y Nietzsche. El medio y su riquísimo mundo de caracteres
no se le habían impuesto como objeto de ensalzamiento o denigración, sino porque los dominaba como
recipiente más seguro en el que vertió, según confesión propia, «las vivencias espirituales muy poco
lübeckianas que habían estremecido sus veinte años: el pesimismo musical de Schopenhauer y la
psicología de la decadencia de Nietzsche». Es una confesión poco corriente, o si se prefiere, muy moder-
na para un narrador. Normalmente, la chispa de la fábula brota de causas menos espirituales. También
en este respecto Buddenbrooks participa secretamente de lo que será cada vez más cosa de Thomas
Mann: la creación de una «novela intelectual», que «borre las fronteras entre ciencia y arte, riegue
vitalmente el pensamiento, espiritualice la forma», para confeccionar esa mezcla de narración y crítica,
de épica y lírica del conocimiento, de poesía y ensayismo, que le haría preguntar décadas más tarde si
no parecía que en el campo de la novela sólo contaba lo que no era novela.
La adecuada proporción de tradición y nueva realidad que reina en la obra de Thomas
Mann no es preconcebida. No es cálculo pedagógico, sino que responde al propio estado vivencial. Es lo
que hace a este autor tan convincente. No se adelanta genialmente a su época, sino que guarda un
ritmo medido —poeta cortés por excelencia— que le permite fácilmente mantener su paso. Así como
exige a su propia naturaleza conservadora, más por sentido del deber y respeto a sí mismo que por
coacción interna, una modernidad paulatinamente más osada —hasta la «complicación casi científica»
de Joseph y los trucos de montaje de Doktor Faustus—, exige también a sus lectores un progreso
moderado y sano. Lo pasional, que no se le debe negar a Thomas Mann, se extiende a todo lo ancho de
su obra, se transforma en paciencia y obstinación. Lo salvaje, osado, demoníaco, que atrae
irresistiblemente su curiosidad de humanista, es filtrado sabiamente por lo decididamente antisatánico.
Zeitblom, el suave pedante de una untuosidad un tanto timorata, no empieza a ejercer en el Faustussu
influjo, que amortigua bienhechoramente y paraliza convenientemente lo insoportable. Existe mucho
antes de tener un nombre.
De esta manera se gana Thomas Mann, como ningún otro autor alemán, la confianza de los
hombres de su época. En Buddenbrooks ocurre por primera vez lo que después se repetirá del modo
más asombroso: el poetaque pensaba estar hablando sólo de sí mismo descubre estupefacto que ha
soltado la lengua de la colectividad, de su tiempo. «Para que un producto notable del espíritu consiga
ejercer inmediatamente un influjo amplio y profundo —comprueba diez años más tarde, en Der Tod in
Venedig—, ha de existir un parentesco secreto entre el destino personal de su autor y el general de toda
su generación.» Lo que significa que la consumación personal desemboca en otra, impuesta desde fuera.
El destino de las grandes naturalezas creadoras es cumplir su suerte de una doble manera. Al lado de la
realización personal está el servicio que les obliga a prestar el espíritu de su época. Con una obstinación
que desprecia lo personal, ese espíritu busca el desarrollo de sus formas. No consiente repeticiones,
cuida de que las formas que han alcanzado la madurez sean conjugadas y, en todo caso, mantenidas en
vida por talentos de segunda y tercera fila. Pero a los elegidos, sin reparar en lo que ha dado en llamarse
su «individualidad», los obliga a lanzarse a osadías que parecen totalmente ajenas a su naturaleza y de
cuyo alcance apenas tienen conciencia en el momento de emprenderlas. Sólo así se explica que los
puntos comunes de autores individualmente tan distintos nos parezcan a menudo de mayor
trascendencia que todo lo que los separa. Thomas Mann ha experimentado siempre un asombro
benévolo ante este fenómeno. Refiriéndose a Proust y a Bergson, a quienes no conocía, al realizar en
Der Zauberberg sus propios experimentos con el concepto del tiempo, anota con admiración «cuánta
camaradería supone la simple contemporaneidad» (carta a Richard Thieberger); y en su edad avanzada
confiesa con alegre estupor que entre él y James Joyce, cuyo universalismo constructivo le debía resultar
por demás familiar, «existen nexos' insospechados e incluso, a pesar de la diversidad de las naturalezas
literarias, un parentesco».
esperamos o tememos.» La novela se acuerda de sus orígenes en lo preindividual, vuelve a casa. Pero no
se sumerge inerme, sin crítica, en las infinitudes del comienzo, sino con superior conciencia de todo lo
que ha adquirido desde entonces, dotada de una nueva espiritualidad, con aquella «aguda herramienta
perforadora» de la que hablabaMann en su artículo sobre Fontane. Es esta herramienta la única que
sirve para volver a acoplar el mito a lo humano. «Hace tiempo que no hago otra cosa.»
Es una declaración del año 1941 (carta a Kerényi). Se podría añadir: no hace otra cosa desde mucho an-
tes. En el caso de un artista hay que distinguir —es una exigencia del propio Mann— entre el opinar y el
ser. Lo que un artista opina y lo que es, lo que piensa y lo que escribe, diverge con frecuencia.
Normalmente ocurre que el yo creador se anticipa considerablemente al yo pensante. A aquel artículo
sobre Fontane sigue la narración Der Tod in Venedig, que por su mismo escenario —la ciudad mítica por
antonomasia— y sobre todo por su temática, está transida y determinada por el mito. Si prescindimos
de todo lo que figura en primer plano, como tributo inevitable a la tradición realista, esta narración
temprana nos parece hoy, a la luz de la obra posterior, una primera reconciliación de tendencias míticas
y psicológicas, una variante,, producida en un plano de conciencia distinto con los medios de otro
milenio, del ancestral mito de la muerte y el erotismo. Con la vuelta consciente al mito alcanzó su
mayoría de edad una inclinación que siempre había conformado como fuerza latente la obra de Thomas
Mann. No sólo la muerte veneciana por amor de Gustav Aschenbach, que el público había leído como un
estudio psicopatológico, también el viaje de Hans Castorp al país de la muerte, su viaje hermético a
través de las cámaras secretas de la montaña mágica, con su pérdida de conciencia del tiempo, del
espacio y del yo, era más que una mera visita enciclopédica a una época histórica. Incluso la lectura de
Schopenhauer por Thomas Buddenbrook ¿acaso no era una temprana vivencia mítica, no un proceso
intelectual, sino retorno, inmersión en la esencia disolvente de una sabiduría que difumina el yo en lo
impersonal? De ahí arranca una línea recta que nos conduce al Hans Castorp del «paseo por la playa», al
que le crece, como observa con irónica preocupación el autor, «la escala de las vertiginosas
identidades»; esa línea nos lleva luego a las historias de José, en las que lo individual se ve anegado por
lo colectivo del ser hasta hacerlo irreconocible, de modo que «más de un Abraham, Isaac y Jacob veían
nacer el día de la noche, sin que ninguno de ellos tomase muy en serio el tiempo y la carne, distinguiese
con excesiva precisión su presente de otros presentes pasados, ni destacase claramente su indivi-
dualidad de las individualidades de otros Abrahames, Isaaques y Jacobs anteriores»; por último, nos
lleva hasta el granuja de Félix Krull, cuya charlatanería es también un juego mítico de identidades,
primero presumidas y al fin auténticamente vividas.
La lectura de Schopenhauer por el senador Buddenbrook, la visión del dios ajeno de Gustav
Aschenbach, el viaje sobre la nieve de Hans Castorp, con su intuición de lo nunca percibido, son hitos de
un camino a lo largo del cual el punto de vista mítico gana en euforia y conciencia. En Buddenbrooks el
presagio mítico es todavía un debilitamiento del sobrio sentido de la vida; en Der Tod in Venedig es
«desorden y frenesí del hundimiento»; en Der Zauberberg habla el autor con reparos del «terrible
coqueto con la eternidad» de Hans Castorp. Ya en su memorable conferencia sobre Lessing (1929)
empieza Thomas Mann a equiparar lo clásico y lo mítico: «El tiempo clásico es tiempo patriarcal, tiempo
mítico, tiempo de fundación original...» En este sentido escribe poco después las frases míticamente
susurrantes de la primera novela de José: «Profundo es el pozo del pasado. ¿No se le debería llamar
insondable?» El mito emerge de su timidez a la plena luz de la conciencia.
Así se resuelve también la tan comentada tensión entre espíritu y vida que hasta entonces
había dominado la obra de Thomas Mann, primero como problemática burgués-artista, y finalmente
como el «contraste de todos los contrastes»: espíritu y naturaleza. En las realidades míticas se reúnen el
espíritu y la vida. El espíritu se ve confrontado con sus orígenes, los recoge en su conciencia del futuro y
en ellos debe acreditarse. En toda la obra temprana de Thomas Mann hay un resto, un residuo sin
solución, un anhelo nostálgico —a lo Nietzsche— del espíritu por la vida vigorosa y original. El autor se
acusa en Betrachtungen eines Unpolitischen (1918) de haber practicado una cierta «negación irónica del
espíritu a favor de la vida». Más tarde, en Faustus, nos muestra —el reverso— la frenética carrera del
espíritu al desprenderse sarcástica- mente de todo vínculo con la vida. La conciencia mítica inmuniza
contra ambos peligros: en ella se extingue el lamento de las hijas del Rhin por la escisión de los mundos
superior e inferior. Ni la «íntima profundidad» se ve entregada a las especulaciones del espíritu, ni el
espíritu, consciente de su arraigado origen, puede erguirse en maligna soberbia. Joseph y Adrián Lever-
kühn son figuras antitéticas: éste muestra la disgregación del espíritu y de la vida, aquél la armonía com-
pleta. En la esfera, Joseph rige el mensaje de la bendición de Jacob, que el poeta traspone literalmente
del Génesis a su novela: que habrá una humanidad bendecida «del cielo y con bendiciones de la
profundidad inferior».
Thomas Mann recibió su consagración mítica de Richard Wagner, pero su forma de tratar el
mito le viene de Goethe. Es muy fácil sonreír ante la obstinada imitatio Goethe, ese consciente seguir sus
huellas y despacharlo —así sucede a veces— como «cómico». ¿Por qué se ha de invocar a Goethe sólo
para condenar una actualidad incomprendida, y no en cambio para ensalzarla? La obediencia mítica a lo
«fundado», tal como se manifiesta ejemplarmente en Goethe, es más que simple comedia. Toda
realización verdadera es —para decirlo una vez más— realización en lo particular. Lo personal no se
rinde por atarse a lo ejemplar, ni presume poder llegar a ser como ello; se somete para hallar bajo su
protección la propia ley y realizarse según su pauta. Esta es la relación de Thomas Mann con Goethe.
Wagner celebró el mito, y en él lo espiritual se retira tras lo orgiástico y efectista. Goethe espiritualizó el
mito jugando con él: «Bromea con él, lo trata con cariñosa y juguetona confianza» (Charla sobre Wagner
en Zurich, 1937). Thomas Mann se apropia de este mito festivo, alegre y exuberante. La ironía, ese
concepto tan frecuentemente interpretado en descrédito del poeta, demuestra excelentemente su
validez en el trato con el mito. La ironía no es presunción, soberbia espiritual y falta de calor. Es más bien
la contención que el espíritu agobiado erige ante la vida, es el espacio de la libertad. El resto sustancial,
los bloques de roca mítica no purificada que quedan en Wagner, se deshacen en Mann —siguiendo las
huellas de Goethe— en diáfana transparencia y armonía. ¿Cómo se podría conseguir esto sin que medie
una distancia protectora y sin los vivificantes y reconciliantes juegos de la ironía? La secularización de los
conceptos mítico-religiosos, su «transposición psicológica a lo profanamente ético y anímico» es un acto
de ironía afirmativa de la vida. Incluso Adrián Leverkühn, en su radicalismo estético, que sólo un pacto
con el demonio puede satisfacer, concede al arte una oportunidad vital: «Todo el tono vital del arte,
créame, cambiará, y precisamente hacia lo alegre y modesto: es inevitable, y una suerte... Sólo
difícilmente nos lo imaginamos, pero llegará y será lo natural: un arte sin sufrimiento, espiritualmente
sano, amable y antipesaroso, un arte que esté en contacto con la humanidad...»
Esto no es más que la alegre intimidad del mito. Thomas Mann aprovechó esta
oportunidad. Intrépidamente ha recurrido a formas y normas primitivas, las ha conjurado en una
verdadera fiesta de la narrativa, las ha sacado de las profundidades para llevarlas a una actualidad
serena durante todo el futuro. Ha regalado a un mundo angustiado y confuso el mito salvador, auxilia-
dor, rejuvenecido, esclarecido y aureolado con una nueva solemnidad, un mito, que, según las bellas
palabras de Karl Kerényi, es limpio y profundo como filosofía y música a la vez.
OBSERVACION FINAL
Que lo no evidente pueda hacerse incom
prensible es un riesgo que hay que acep-
tar, tanto más cuanto que yo creo, al con-
trario que usted, que la nueva genera-
ción comprenderá sin dificultad a un Pi-
casso o a un loyce; más aún: que ya los
entiende; trato con suficientes jóvenes
como para poder afirmarlo.
(De una carta de Hermann Broch a Rudolf
Brunngraber Del17 de febrero de 1948).
Una de las pocas revistas literarias que hayan hecho historia de la literatura, la americana a
«Little Review», dejó de publicarse en 1929, con la justificación de considerar cumplida su misión. Laa
literatura moderna, dijo Margaret Anderson, una de las dos editoras, se ha impuesto. Lo que vengaa
ahora, y probablemente durante los próximos cien años, no podrá ser sino reiteración.
Quizá se habrían interpretado mejor estas palabras si Miss Anderson hubiese dicho o
elaboración en vez de reiteración, o como W. H. Auden en un ensayo en el «Merkur», colonización. A loss
conquistadores siguieron los ocupantes; a los pioneros, los colonos. Es un proceso natural y necesario. .
Las nuevas realidades se nos derretirían entre los dedos si no fueran consolidadas; y al hacerlo creamos s
una vez más nuevas realidades. Porque los colonos no son simples usufructuarios, no son epígonos que e
se satisfagan en emplear recetas garantizadas, sino a su vez creadores de estados de cosas que no o
existían antes de ellos. En ellos empiezan a florecer las conquistas. Donde hace una generación había a
campos de batalla, se recogen hoy las cosechas. Aprendemos a vivir las nuevas realidades. Es el paso
que media de Gertrude Stein a Hemingway, de Ezra Pound a Eliot, del Benn temprano al tardío.
Sólo con una exacta conciencia de estos hechos se puede enjuiciar debidamente la
situación actual. Esperar de ella revoluciones equivaldría ni más ni menos a abandonar
las realizaciones que nos han prodigado las asombrosas tres décadas que van de 1900 a
1930, y que hemos tratado de describir en estas páginas. Tanta abundancia no puede
todavía haber sido elaborada. Y mucho menos en Alemania, donde sólo desde 1945 se
ha tenido de nuevo la posibilidad de pensar y experimentar sobre la base de la
literatura universal. El tajante corte de 1945 ha inducido al error de creer que ahí
empezaba —literariamente— una nueva época. En realidad, en aquella fecha no se hizo
más que soltar un torniquete y restablecer la circulación natural de la vida literaria. Ni de
la literatura ni de las ciencias podremos hacernos una idea adecuada si aún nos las
imaginamos parceladas según intereses nacionales. Precisamente para Alemania se ha
puesto esto en evidencia —aunque bajo un aspecto político trágico—: el renacimiento
de Kafka y su influencia mundial partieron de América, Der Tod des Vergil, de Hermann
Broch, se publicó primero en inglés, y la gran novela del sino alemán, el Doktor Faustus,
de Thomas Mann, se escribió a muchos miles de kilómetros, en California.
La impaciencia con la que hoy a veces se reclama lo «nuevo» es vanidad de un momento, sobreestima
de la hora en que se vive, incomprensión de la empresa propia de mediados de siglo y que se
llama apropiación y fertilización. Incluso el grito tan frecuentemente repetido pidiendo la gran novela
de este tiempo brota de un error de perspectiva. Hasta pasadas algunas décadas no se distingue
cuáles son las verdaderas novelas de un tiempo. Son «realidad anticipada». «Una obra de arte
que reproduzca todo el contenido de una época (y no sólo su estilo), y que, por tanto, resulte para
el contemporáneo algo increíblemente nuevo, no se nos hace normalmente familiar antes de que
el período haya transcurrido», dice Hermann Broch en un artículo sobre Hugo von Hofmannsthal.
«Es decir, que se conoce y reconoce sólo cuando el período que la originó se ha convertido en una
unidad histórica; esto ocurre generalmente al iniciarse la generación siguiente, que también representa
el inicio de la 'posteridad', tan importante para el artista.» En el caso Kafka esta corrección histórica se
ha efectuado con satisfactoria prontitud. En otros casos —el de Melville, por ejemplo— han sido
precisos casi en su totalidad los proverbiales ochenta años que Stendhal asignaba a sus lectores
para alcanzarlo. Quizá se pueda sacar la conclusión de que la distancia entre la posición a la que el
poeta avanza, gracias a su genio, y la posición en la que permanece el público, por su inercia, se
ha acortado en esta época de las revoluciones formales permanentes. Somos de tal modo sensibles
al ritmo de las transformaciones en que nos hallamos, que se nos despierta un apetito de nuevas
formas; queremos vernos expresados, a cualquier precio, y así tendemos a ver en cualquier charlatán
al salvador de nuestro tiempo.
Pero ni siquiera ahora podemos dejar de tomar en consideración la ventaja del genio. Sobre
todo respecto a lo que continuamente se deplora como la incomprensibilidad de la moderna
literatura. Toda gran obra de arte contiene una nueva experiencia de la realidad y una nueva forma
de conquista de la realidad. Esta es su grandeza y la carga con que se abruma, a sí misma y a
sus contemporáneos. No hay duda de que esta carga pesa hoy más que nunca. «Ante la colosal
proliferación del ajuar doméstico del mundo, se le exigen a la capacidad de elaboración del poeta
cosas extraordinarias», anota Wilhelm Lehmann, el poeta del «Dios verde». Y: «Como ya
ninguna convención viva ayuda a dominar lo presente, el poeta se encuentra abandonado en
una independencia solitaria. ¡Cuánto peligro, cuánta perdición! ¡Y también, cuánta gloria!» Ambas
cosas se aplican en no menor grado al lector. Se espera tanto más de su disposición a intentar con
el poeta la ascensión, cuanto más empinadas y difíciles son las cumbres que el poeta mismo ha
de escalar. Broch advierte que lo científico ya es sólo posible y permisible en lo matemático; el
influjo extra matemático de la palabra invade ya lo supracientífico, es decir, lo poético. L lo que
significa: cuando la poesía ha de atacar problemas que incumben a la religión y a la filosofía, cuando,
por tanto, se le confían tareas no sólo de representación, sino también de conocimiento y de
salvación, han de surgir inconmensurables e inescrutables creaciones totales como el Ulysses, como
los Cantos de Ezra Pound o la tetralogía de José. Y la genialidad de Thomas Mann reside sobre todo
en haber conseguido —ejemplo casi único— aunar la religiosa exigencia de totalidad de la poesía con
la exigencia social de inteligibilidad general.
Nadie ha reflexionado más profundamente sobre este problema que Hermann Broch, quien n
sufrió indeciblemente por la situación paradójica en que se encontraba la poesía en un momento en
que se enfrentaba con exigencias extremas, pudiéndolas satisfacer sólo a costa de esa
amplia inteligibilidad. Y, sin embargo, en su época productiva, afirmó siempre la
necesidad social de poesía. En una carta a su editor Daniel Brody escribe en 1934: «Porque
en una época que ya no sabe desde hace mucho tiempo 'creer' ni filosofar, es decir,
pensar religiosamente, pero cuyo anhelo más profundo es el de poder creer, aceptando
para ello cualquier sucedáneo, es de extrema necesidad que se le proporcione la
posibilidad del acto de fe, presentándole ante los ojos el desarrollo de lo sobrenatural
desde fondos anímicos irracionales ejemplarmente plasmado en seres reales.» Broch
habla aquí de la poesía «religiosista», es decir, una poesía que debe lograr lo que el
creyente ya no necesita: unificar al mundo en la obra de arte. Conseguir esto en la más
aguda conciencia de una multiplicidad casi ensordecedora, en un acto de
gigantesca simultaneidad —«Una y otra vez intento decirlo todo simultáneamente»
(Elisabeth Langgásser) —, es el colosal empeño de la poesía moderna. Sería capitular, si
se pretendiera, en tanto que receptor, rehuir el esfuerzo anejo a tan majestuoso
incremento de potencia.
Un resto de oscuridad irracional colabora en toda obra poética, desde Shakespeare hasta
Mallarmé. Quien no tenga otra ambición que la de hacerse entender, no necesita el camino de la
poesía. La poesía hace vibrar zonas secretas, tanto de lo racional como de lo irracional, que de otro
modo no serían perceptibles. «Entre las grandes obras poéticas —observa Karl Jaspers en su libro Von
der Wahrheit— no hay ninguna que se deje penetrar hasta el fondo por la interpretación. Hay en
ellas líneas de interpretabilidad. Cuando el pensamiento logra descifrarlas plenamente sobra la
poesía, o quizá, más correctamente, no se trata de una auténtica creación poética. Cuando
la interpretación consigue trazar líneas claras, extrae de lo profundo la tangibilidad de la
visión indescifrada e inagotable para cualquier interpretación.» La poesía moderna ha incorporado
esta certidumbre a su búsqueda de la totalidad. La oscuridad o la difícil inteligibilidad no son para
ella inevitablemente defectos éticos o estéticos, sino a veces hasta marcas de distinción; y no marcas
de distinción en el sentido de un esoterismo orgulloso, sino también de un acto salvífico
de autorreflexión. Porque al enfrentarse el individuo con la pura existencia de lo poético, con su
claridad o con la imposibilidad de agotar su interpretación, se encuentra confrontado consigo mismo.
Se libera del abrazo de una realidad deformada por el uso y se ve absorbido en una conversación
solitaria, en un diálogo existencial, que lo pone en contacto, más allá de toda utilidad y más allá
también de toda ideología, con la secreta esencia del mundo.
TABLA CRONOLOGICA
DE LA LITERATURA MODERNA
1798 Novalis, Fragmente,
1808 Heinrich von Kleist, Penthesilea.
1809 Nace en Boston Edgar Alian Poe.
1819 Nace en Nueva York Hermán Melville.
1821 Nace en Rouen Gustave Flaubert.
1830 Stendhal, Le rouge et le noir.
1837 Georg Büchner deja Woyzeck en su legado.
1843 Nace en Nueva York Henry James.
1846 Poe, Philosophy of composition.
1849 Muere Poe en Baltimore.
1851 Melville, Moby Dick.
1855 Walt Whitman, Leaves of grass.
1856 Nace Joseph Conrad en Berditschew (Ucrania).
1857 Charles Baudelaire, Les fleurs du mal.
Flaubert, Madame Bovary.
1869 Nace en París André Gide.
1871 Nace en París Marcel Proust. Nace Paul Valéry en Séte.
1872 Arthur Rimbaud, Les illuminations.
1874 Nace en Alleghany (Pensilvania) Gertrude Stein.
Flaubert, La tentation de Saint-Antoine.
1875 Nace Thomas Mann en Lübeck.
1880 Muere en Croisset, cerca de Rouen, Flaubert. Nace
Robert Musil en Klagenfurt.
Fiodor Dostoievski, Brat'ja Karamazowy. Emile Zola, Le román
experimental.
1881 Henry James, The portrait of a Lady.
1882 Nace en Dublín James Joyce. Nace en Londres Virginia
Woolf.
1883 Nace en Praga Franz Kafka.
1883-91 Friedrich Nietzsche, Also sprach Zarathustra.
1885 Nace en Eastwood (Nottinghamshire) David Herbert
Lawrence.
Nace en Hailey (Idaho) Ezra Pound.
1886 Nace en Mansfeld Gottfried Benn.
Nace en Viena Hermann Broch.
Henrik Ibsen, Rosmersholm.
1887 Stéphane Mallarmé, Poésies.
1888 Thomas Edward Lawrence nace en Tremadoc (Wales).
1889 Gide inicia su Journal.
1891 Muere en Nueva York Melville.
Nace en Nueva York Henry Miller.
1892 Stefan George funda las «Hojas para el arte».
William Butler Yeats, The Countess Cathleen.
1894 Nace Aldous Huxley en Godalming (Surrey).
Knut Hamsun, Pan.
1895 Nace Ernst Jünger en Heidelberg.
Nace André Malraux en París.
Stephen Crane, The red badge of courage.
Frank Wedekind, Erdgeist.
1896 Nace Francis Scott Fitzgerald en St. Paul (Minnesota).
Valéry, La soirée avec Monsieur Teste.
1897 Joseph Conrad, The nigger of the Narcissus.
Nace en New Albany (Misisipí) William Faulkner.
1898 En Oak Park (cerca de Chicago)
Nace Ernest Hemingway.
1899 Nace Federico García Lorca en Fuentevaqueros.
1900 Nace Thomas Wolfe en Asheville (North Carolina).
1901 Hugo von Hofmannsthal, Ein Brief (Der Brief des
Lord Cbandos).
Thomas Mann, Buddenbrooks.
1903 Joseph Conrad, Typhoon.
Henry James, The atnbassadors.
August Strindberg, Ett Dromspel.
1907-8 Rainer Maria Rilke, Neue Gedichte.
1910 Rilke, Die Aufzeichnungen des Malte Laurids Brigge.
1911 Gerhart Hauptmann, Die Ratten.
1912 Benn, Morgue.
1913 Nace Albert Camus en Mondovi (Argelia).
D. H. Lawrence, Sons and lovers.
Thomas Mann, Der Tod in Venedig.
1913-27 Proust, A la recberche du temps perdu.
1914 Joyce, Dubliners.
Gertrude Stein, Tender Buttons.
1916 Muere Henry James en Londres.
Joyce, A portrait of the artist as a young man.
Kafka, Die Verwandlung.
Valéry, La jeune Parque.
1919 Joyce, publicación parcial del Ulysses en la revista americana «Little
Review». Pound inicia la publicación de los Cantos.
Virginia Woolf, Modern fiction (ensayo).
1921 García Lorca, Libro de poemas.
Pirandello, Sei personaggi in cerca di autore.
1922 Muere Proust en París.
Bertolt Brecht, Trommeln in der Nacht.
Thomas Stearns Eliot, The waste land.
Joyce, Ulysses. Valéry, Charmes.
1923 Rilke, Duineser Elegien.
George Bernard Shaw, Saint Joan.
Italo Svevo, La coscienza di Zeno.
1924 Muere Joseph Conrad en Bishopsbourne (Kent).
Muere Kafka en Kierling, cerca de Viena.
André Bretón, Primer manifiesto surrealista.
Gide, Si le grain ne meurt.
Thomas Mann, Der Zauberberg.
Melville, primera publicación de Billy Budd.
1925 John Dos Passos, Manhattan Transfer.
Fitzgerald, The great Gatsby.
Gide, Les faux-monnayeurs.
Hofmannsthal, Der Turm.
Kafka, publicación postuma de Der Prozess.
Gertrude Stein, The making of americans.
Virginia Woolf, Mrs. Dalloway.
1926 Kafka, publicación postuma de Das Schloss.
T. E. Lawrence, edición privada de The seven pillars
of wisdom.
Henry de Montherlant, Les bestiaires.
1927 Brecht, Hauspostille.
Hermann Hesse, Der Steppenwolf.
Virginia Woolf, To the lighthouse.
1928 Huxley, Point counter point.
D. H. Lawrence, Lady Chatterley's lover.
Virginia Woolf, Orlando.
1929 William Faulkner, The sound and the fury.
Hemingway, A farewell to arms.
Ernst Jünger, Das abenteuerliche Herz.
Thomas Wolfe, Look homeward, ángel.
1930 Muere D. H. Lawrence en Vence, sur de Francia.
Paul Claudel, Le soulier de satin.
Alfred Dbblin, Berlín Alexanderplatz.
1930-32 Broch, Die Schlafwandler.
1930-33 Musil, Der Mann ohne Eigenschaften, tomos I y II.
1931 Ernst Jünger, Die totale Mobilmachung.
García Lorca, Poema del cante jondo.
Henry Miller, Tropic of Cáncer.
Antoine de Saint-Exupéry, Vol de nuit.
1932 Faulkner, Light in August. Huxley, Brave new world.
Ernst Jünger, Der Arbeiter.
1933 Lorca, Bodas de sangre.
Malraux, La condition humaine.
Gertrude Stein, The autohiography of Alice B. Toklas.
1933-43 Thomas Mann, Joseph und seine Brüder.
1934 Jean Giono, Le chant du monde.
1935 T. E. Lawrence sufre en Bovington un accidente
mortal.
1936 Muere García Lorca.
1937 Malraux, L'espoir.
Sartre, La nausee.
Thomas Wolfe muere en Baltimore.
1938 Gide, Journal 1889-1939.
1939 Joyce, Finnegan's Wake.
Thomas Mann, Lotte in 'Weimar.
Henry Miller, Tropic of Capricorn.
1940 Fitzgerald muere en Hollywood.
Hemingway, For whom the bell tolls.
Thomas Wolfe, You can't go home again.
1941 Joyce muere en Zurich.
Virginia Woolf se ahoga en el Ouse (Surrey).
1942 Musil muere en Ginebra.
Thornton Wilder, The skin of our teeth.
Camus, Le mythe de Sisyphe.
1943 Eliot, Four quartets.
Hesse, Das Glasperlenspiel.
1945 Valéry muere en París.
Broch, Der Tod des Ver gil.
Huxley, Time must have a stop.
1946 Muere en París Gertrude Stein.
Gide, Journal 1939-1942. Valéry, Mon Faust.
1947 Wystan Hugh Auden, The age of anxiety.
Camus, La peste.
Malraux, La psychologie de l'art.
Mann, Doktor Faustus.
1948 Benn, Statische Gedichte.
Pound, Pisan Cantos.
1949 Benn, Der Ptolemaer.
Benn, Drei alte Mánner.
Ernst Jünger, Strahlungen.
1950 Eliot, The cocktail party.
1951 Broch muere en New Haven (Connecticut).
Gide muere en París.
Benn, Probleme der Lyrik.
Camus, L'homme révolté.
1952 Hemingway, The oíd man and the sea.
Musil, Der Mann ohne Eigenschaften (edición completa del fragmento)
Cesare Pavese, II mestiere di vivere.
1953 Beckett, En attendant Godot.
1954 Faulkner, A fable.
1955 Thomas Mann muere en Kilchberg (Zurich).
T. E. Lawrence, The mint se publica póstumamente.
1956 Gottfried Benn muere en Berlín. Camus, La chute.
1958 Benn, Der Radardenker (obra postuma).
1959 Faulkner, The mansión.
1960 Accidente mortal de Camus en
La-Chapelle-Champigny.
1961 Muere Hemingway en Ketchum (Idaho).
1962 Muere Faulkner en Oxford (Misisipí).
1963 Huxley, Literature and science.
Muere Huxley en Hollywood.
1967 Malraux, Antimémoires.
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Günter BLÖCKER - Die neuen Wirklichkeiten. Linien und Profile der modernen
Literatur. Berlin, Argon 1957. 371 S. Leinen mit O'Schutzumschlag. 8°.
http://ntc-narrativa.blogspot.com/2013_04_21_archive.html