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BLIZZARD ENTERTAINMENT

Sol Sangrante

por Matt Burns

Dezco tomó un rizo del cabello de su esposa muerta y esperó que comenzara el ritual.

El Santuario de las Dos Lunas se elevaba a su lado, oscuro y silencioso en la noche. Hasta la Terraza

Áurea, la ciudad de montaña que normalmente era puro bullicio, ahora estaba tranquila. Por eso, Dezco

se sentía agradecido. Él y su tribu, los Cazadores del Alba, tenían la gran plataforma de piedra para ellos

solos. No era momento de distraerse.

Una ráfaga de aire cálido recorrió la terraza y, a su paso, susurraron las plumas blancas de halcón de la

llanura y los pequeños talismanes terracota de madera que Dezco tenía amarrados a los cuernos, las

muñecas y el chaleco de cuero. Miró el ajuar ceremonial con decepción. Si hubiera estado en casa, en

Mulgore, se habría puesto el traje ritual correspondiente. Pero aquí, en las tierras extrañas y distantes

de Pandaria, estaba obligado a conformarse con los recursos que tenía.

Leza habría comprendido, se dijo. No le habría importado.

Dezco sacudió la cabeza para olvidarse de las preocupaciones y miró el paisaje desde la terraza, las

colinas iluminadas por la luna y los matorrales leñosos que cubrían el Valle de la Flor Eterna. Aun de

noche el lugar era fascinante.

"Un crisol para el cambio", lo había llamado Leza. "Un valle, dorado con flores, lleno de esperanza de

paz".

Durante meses, Leza había soñado con el valle. Dezco y otros tauren también lo habían visto en visiones,

pero ninguna tan fuerte como las de Leza. Sin ella, la tribu nunca habría logrado finalizar el arduo viaje

en busca de Pandaria y, una vez allí, las excursiones para encontrar el valle escondido en las

profundidades del continente.

La búsqueda había sudo brutal. Las tormentas tempestuosas habían destrozado tres naves llenas de

miembros de la tribu de Dezco. Familia. Amigos. Cuando la última nave que quedaba llegó a las

sofocantes costas de Pandaria, las muertes continuaron. Leza estaba embarazada y, en consecuencia, la

situación calamitosa era cada vez más preocupante para Dezco. Entonces, Leza contrajo una fiebre que,

a pesar de los intentos de la tribu, parecía incurable. Durante el transcurso de la enfermedad, Leza

siempre se mantuvo firme, nunca dejó de ser esa luz de esperanza que todo Caminasol aspira a ser.

—Todavía es de noche —decía siempre—, pero el amanecer está cerca. Lo siento: está llegando.

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Cuando finalmente entró en trabajo de parto, el esfuerzo fue demasiado para su cuerpo enfermo. Murió

semanas antes de que la tribu finalmente encontrara el valle, aún creyendo que las adversidades ya

estaban por acabar. Dezco recordaba ese día oscuro con una nitidez implacable: el último grito

atormentado de su esposa mientras la fiebre le chupaba la vida de las venas, sus intentos infructuosos

de salvarla de la muerte y , finalmente, el humo y el fuego que ascendían con agitación desde su pira

funeraria…

—¡El Sol sangrante! —gritó uno de los tauren que estaban detrás de Dezco, y el sobresalto lo devolvió al

presente.

Una luz opaca se llevaba la oscuridad, pintando el valle con tonos violetas y dorados. Era el momento

justo antes del amanecer, ese momento fugaz del día en que An'she, el sol, permanecía escondido pero,

de alguna forma, algo del resplandor de su luz lograba derramarse sobre el mundo.

—Traigan a los niños. —Dezco hizo un gesto con la mano sin quitar los ojos del este.

La prima de Leza, Nala, se acercó en silencio con dos pequeños tauren en brazos. De los cuernos

diminutos de los niños colgaban plumas y abalorios ceremoniales. El primero se llamaba Cuerno Rojo y

el segundo, Pata Nívea. Dezco le dio el rizo de su mujer a Nala y ella le colocó en los brazos los dos

últimos regalos que Leza le había hecho.

—¡Comiencen! —ordenó Dezco.

Sin vacilar, doce tauren que estaban sentados detrás de él golpearon unos pequeños tambores de cuero

con los puños. El ritmo era acelerado, el corazón de un guerrero a punto de entrar a la batalla.

Mientras Nala trenzaba el cabello de Leza en la melena de Dezco, él acercó la cara a sus hijos.

—Miren bien, mis niños —murmuró.

Eran demasiado pequeños para entender lo que estaba sucediendo pero él sentía que decirles era lo

correcto. Sus hijos bostezaron y miraron hacia adelante con los ojos semicerrados.

—Todas las mañanas, An'she sangra —continuó Dezco—. Sacrifica parte de su luz para avisarnos que

llega el amanecer. Pero no lo hace solo. El yeena'e lo ayuda. Su madre lo ayuda.

El día anterior las lunas gemelas habían aparecido durante el día por primera vez desde la muerte de

Leza, señal de que su espíritu finalmente se había unido al yeena'e, "los que anuncian el amanecer".

Ahora ella estaba en buena compañía, junto con todos los grandes ancestros que habían muerto

salvando vidas o, como Leza, creando vidas nuevas.

El ritmo del tambor iba aquietándose a medida que An'she se asomaba entre las montañas

infranqueables del valle. La luz del sol resplandecía sobre los campos de hierbas color miel. Hojas

doradas susurraban en la brisa desde los árboles altos de marfil. Dezco había visto el atardecer muchas

veces desde ahí pero todavía se maravillaba de lo brillante que era la luz de An'she. Era como si su

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mirada estuviera fija en el valle y todas las demás tierras tuvieran que conformarse con un mísero

reflejo de esa luz.

La belleza del lugar era casi cruel. Se suponía que las cosas tenían que simplificarse una vez que Dezco y

su tribu hubieran llegado al valle, pero no había sido así. Las batallas recrudecían. Las políticas de la

Horda se habían transformado en una molestia cotidiana. Un río de refugiados provenientes de las

tierras devastadas por la guerra al norte de la región llegaba al santuario noche y día en busca de

comida, refugio y un respiro de los conflictos.

Y además, hacía solo unos días, sus hijos se habían enfermado, lloraban y no querían comer. Dezco y

Nala habían intentado descubrir de qué se trataba la enfermedad sin éxito. Pero, por An'she, esa

mañana Cuerno Rojo y Pata Nívea estaban perfectamente. Tal vez el ritual los había curado, cavilaba

Dezco.

—Mira. —Nala dio un paso hacia adelante y señaló el valle.

Dezco se asomó al barandal de la terraza. Un grupo de figuras se movía por uno de los caminos gastados

de piedra y polvo que llevaban hasta el santuario. En la luz del amanecer, sus sombras se extendían por

el suelo como brazos extendidos.

—El Loto Dorado —dijo Dezco cuando reconoció a uno de los miembros del grupo que era diferente del

resto.

El modo de andar de Mokimo el Fuerte era inconfundible hasta de lejos. Como todos los hozen, tenía

brazos musculosos y largos que casi se arrastraban por el piso cuando caminaba. Dezco no reconoció a

los demás Loto pero se sorprendió de que tantos de los antiguos guardianes del valle estuvieran yendo

al santuario. Por lo general, se quedaban en la Pagoda Dorada, su lugar de reunión enclavado en el

centro de la tierra.

—¿Esto tendrá algo que ver con los rumores? —La voz de Nala estaba teñida de preocupación.

—Nunca confíes en los rumores —respondió Dezco.

Él también los había escuchado: historias sobre los custodios del valle, sobre reuniones secretas y visitas

a diferentes puntos de la región por razones desconocidas. Dada su posición de embajador entre los

Loto y el pueblo de Dezco, Mokimo podría haberles explicado lo que estaba sucediendo pero hacía más

de una semana que no aparecía por el santuario. De todos modos, Dezco no creía que hubiera de qué

preocuparse. Los Loto eran una orden misteriosa, era cierto pero también eran sus aliados, y él confiaba

en ellos.

—Ya sé —asintió Nala—. Pero lo que realmente me preocupa son los más pequeños. Todavía no

sabemos a ciencia cierta si la enfermedad desapareció. Los visitantes podrían hacer que empeoren.

Acarició la mejilla de Cuerno Rojo. Desde que Leza había muerto, su prima se había vuelto muy

protectora con los bebés. Dezco la entendía. Tan lejos de casa, ellos eran casi la única familia que tenía.

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—Llévalos adentro mientras los Loto estén aquí —dijo Dezco, y luego agregó—: después de la

ceremonia.

Con eso, se dio vuelta y volvió a mirar el sol naciente. Voces fuertes y pisadas estridentes comenzaron a

resonar en la terraza mientras los madrugadores salían de los salones subterráneos del santuario. Los

mercaderes se quejaban mientras preparaban los puestos desvencijados. Los refugiados se apiñaban y

compartían la comida. Orcos, elfos de sangre y otros miembros de la Horda que habían seguido a Dezco

hasta el valle se mezclaban en la plataforma.

Los tambores dejaron de sonar y An'she, en todo su esplendor, ascendió sobre las montañas.

Por un momento, Dezco se sintió en paz. Quizá hoy fuera el día en que terminarían las penurias, pensó

con un optimismo cauto. Tal vez el amanecer del que Leza siempre hablaba por fin había llegado.

***

Dezco ordenó guardias adicionales para patrullar la terraza y mantener el orden durante la visita. Ya

hacía semanas que vivía en el santuario y se desempeñaba como líder de hecho, y casi todos los días

tenía que lidiar con peleas y discusiones entre los miembros de la Horda. Las escaramuzas nunca eran

graves pero a Dezco le aterrorizaba que los Loto vieran lo caótico que podía llegar a ser el lugar. Habían

recibido a Dezco y a los suyos ahí —en una tierra que los Loto habían custodiado durante siglos—, y lo

habían hecho con los brazos abiertos. Ahora era su responsabilidad honrar esa confianza.

Después de quitarse las ropas rituales y ponerse la armadura, Dezco reunió cuatro guardias Cazadores

del Alba en una de las grandes escaleras curvas que llevaban hasta la terraza. Dos estatuas doradas

flanqueaban los escalones. Las figuras monstruosas tenían una expresión feroz, apuntaban lanzas de

punta larga en dirección a las escaleras, como si quisieran impedirle el paso al que se atreviera a subir.

Con solo verlas, Dezco sentía la sangre hervirle en las venas.

Eran mogu, una raza de brutos que, en una época, había gobernado el valle y usado su poder para

levantar un imperio de odio y dominación. Dezco ya había peleado en su contra. Eran oponentes

poderosos y despiadados, sin honor. Por suerte, su imperio había caído hacía mucho tiempo.

Pero las cosas estaban cambiando. Un clan mogu, conocido como los Shao-Tien, había conseguido

infiltrarse en el valle. Dezco había oído a muchos decir que sus filas iban en aumento. Mientras esperaba

en los escalones de la terraza, se preguntaba si la guerra entre los Shao-Tien y los Loto habría dado un

nuevo giro. ¿Por qué otro motivo tantos protectores del valle irían al santuario?

La pregunta le quedó en la cabeza hasta que llegaron los visitantes. Dezco se alegró de haberse tomado

un tiempo para poner la terraza en orden cuando vio a Zhi el Armonioso entre los custodios. Había

pocas personas en Pandaria que le merecieran más respeto que el sabio líder pandaren del Loto Dorado.

—No interrumpimos nada, espero. Oímos los tambores en el camino —dijo Zhi mientras Dezco lo

llevaba junto con los otros Loto a resguardarse a la sombra de un árbol buzao que crecía en el centro de

la terraza.

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—Para nada. Era un ritual en honor a mi mujer pero terminó al amanecer.

—Tu mujer, claro —Zhi asintió respetuosamente— ¿Todos los tauren honran a sus muertos de la misma

forma?

—Algunos. El ritual es muy antiguo. Casi se había perdido en el pasado hasta que los Caminasol le dieron

nueva vida. La ceremonia se adapta bien a nuestras creencias.

—Interesante. —Zhi se acarició la barba gris que llevaba trenzada—. Hay mucho que me gustaría

preguntarte sobre tu orden. Veo muchas similitudes entre ella y los Loto. Cuando la agitación del valle

mengüe, tendremos que hablar.

—Con mucho gusto —dijo Dezco mientras miraba a los demás Loto que se encontraban cerca.

El tauren había conocido a algunos de ellos cuando llegó al valle pero no había tenido oportunidad de

interactuar demasiado. Una de las caras familiares era Weng el Indulgente, un pandaren regordete, de

voz suave que siempre estaba en el santuario.

Y después estaba Mokimo. El hozen inmenso estaba vestido con piezas de armadura de madera y metal.

Usaba el pelo peinado hacia atrás, atado en una cola de caballo corta. Mechones de pelaje blanco

grisáceo le enmarcaban la cara larga y lampiña, pintada con líneas azules. Mokimo echó una mirada

furtiva a la terraza y después, como hacía a veces, largó una andanada de palabras incomprensibles en

su lengua materna.

—¿Y los cachorros? —preguntó finalmente el hozen en una lengua que Dezco entendía.

—Lamentablemente necesitan descansar. Estuvieron levantados desde ante del amanecer.

—Ah, claro. —Mokimo bajó la cola blanca, decepcionado.

—Tal vez más tarde. —Dezco le dio una palmada amistosa en la espalda al hozen, pero se alegró de que

sus hijos estuvieran en el santuario con Nala. La enfermedad había regresado después de la ceremonia

yeena'e y Dezco estaba preocupado. Pero, más que eso, cada vez que Mokimo estaba cerca de sus hijos,

sentía que podía desatarse el caos en cualquier momento. Los hozen eran un pueblo bravucón,

propenso a la espontaneidad y las travesuras y, aunque Mokimo hablaba y se comportaba más como un

pandaren que como uno de los suyos, los pequeños despertaban el hozen que llevaba dentro.

—Por como habla de ellos Mokimo, uno pensaría que son sus cachorros —rió Zhi—. Pero estuve

pensando en los niños. ¿Están bien?, ¿sanos?

—Bueno… —dijo el tauren y se frenó. No quería preocupar a Zhi con la enfermedad, especialmente

porque no sabía qué tan grave era—. Crecen rápido, como corresponde.

—Ya veo. —Zhi pareció sumirse en sus cavilaciones por un momento. Sacudió la cabeza para aclarar los

pensamientos y después miró a Dezco. —Será mejor que nos pongamos a trabajar. No quiero apartarte

de tus responsabilidades por más tiempo.

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Zhi hizo una señal a los Loto que esperaban. Se pusieron en acción. Un grupo pequeño se acercó a un

conjunto de refugiados que estaba cerca de la entrada del santuario. Los demás abrieron las trabas de

un baúl de madera grande que habían llevado hasta ahí.

—Si puedo ayudarlos en algo, no duden en decirme —dijo Dezco, cada vez más intrigado

—Ojalá pudieras, pero la verdad es que venimos aquí por pedido de los celestiales.

Dezco intentó esconder la sorpresa. ¿Los celestiales los habían mandado allí? Una vez, Zhi le había dicho

que los cuatro grandes espíritus cuidaban de Pandaria desde antes de la historia escrita. Eran algo así

como dioses, o así lo entendía Dezco. Eran los celestiales los que les habían abierto las puertas del valle

a los extranjeros no hacía mucho, en la creencia de que necesitarían la ayuda de personas como Dezco y

sus tauren para defender la región.

—Como sabes —siguió Zhi—, el valle es grande y nosotros, los Loto, somos pocos. Ahora que los Shao-

Tien nos invaden, temo que nuestras filas disminuirán aun más. Hemos venido hasta aquí a buscar

nuevos miembros.

—Hay miembros de la Horda que se sentirán honrados de unirse a ustedes —dijo Dezco.

—Me temo que no será tan simple. Los celestiales nos guían en esta tarea. Ellos nos dicen exactamente

a quién tenemos que buscar…Por lo menos hasta ahora fue así. Los grandes espíritus están turbados.

Sus mensajes se han tornado confusos. Hace poco, los celestiales me dijeron que hay un guardián digno

aquí, justamente en el valle. En el pasado, nuestra orden siempre se aventuró fuera de la región para

buscar nuevos guardianes. Entonces entendí por qué los espíritus nos mandaron aquí: estas tierras se

han transformado en el hogar de muchos otros pueblos.

—¡Maestro Zhi! —llamó Weng desde la otra punta de la terraza—. ¡Estamos listos!

Cerca de Weng, habían montado un gong de plata, decorado con los símbolos de los cuatro celestiales:

Niuzao, el Buey negro; Yu'lon, el Dragón de Jade; Xuen, el Tigre Blanco; y Chi-Ji, la Grulla Roja. Un

puñado de refugiados pandaren se había reunido alrededor del gong.

—¡Un momento! —respondió Zhi y después se volvió para hablar con Dezco—. Lo único que falta es que

hagamos una prueba sencilla. No tomará mucho tiempo. Hablaré contigo después.

—Yo… —empezó Dezco pero Zhi ya caminaba hacia el gong. El tauren se quedó mirando, decepcionado.

Tenía la esperanza de que los Loto le pidieran algo, algún tipo de ayuda. La Horda estaba ayudando con

la guerra pero Dezco se sentía cada vez más inútil. Se pasaba casi todo el día vigilando el santuario.

Mokimo galopó hasta Dezco cuando Zhi empezó a dirigirse a los refugiados.

—Ah, espero que funcione —dijo el hozen estrujándose las manos—. Hemos estado en todos los

rincones del valle la semana pasada. Ya ni recuerdo a cuántos cachorros les hicimos la prueba.

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—¿Cachorros? —preguntó Dezco. De pronto, se dio cuenta de que todos los refugiados que estaban de

pie junto al gong tenían niños en brazos.

—Nuestros miembros se eligen siempre a una edad temprana. Yo era muy pequeño cuando Zhi viajó

hasta mi aldea en el Bosque de Jade para darme una nueva vida. Pero ahora hemos tenido que recurrir a

otros medios para encontrar miembros. Hace tres días, hicimos sonar el Gong Cantor. Su tañido envía un

llamado a los niños que están vinculados a los celestiales de algún modo. Bueno, por lo menos eso es lo

que dicen las viejas escrituras… Esta prueba nunca se había hecho hasta hace poco.

—Hace tres días…

Dezco se lo dijo más a sí mismo que a Mokimo. Estaba intentando recordar cuándo se habían enfermado

Cuerno Rojo y Pata Nívea. Creía que hacía unos tres días. ¿O más? No lo recordaba exactamente.

—¿Qué pasa cuando suena el gong? —le preguntó a Mokimo.

—No sé. Nadie sabe en realidad. Supongo que el niño se pondrá molesto. Casi como si estuviera

enfermo. El objetivo es mostrar qué niño tiene potencial. Cuando se toca el gong por segunda vez, el

cachorro debería calmarse. De esa forma se verifica que él o ella son los elegidos. Después tendría que

llegar algún tipo de señal de los celestiales.

El pulso de Dezco se aceleró. Del hocico le caían gotas de sudor. Una enfermedad…

Uno de los Loto le alcanzó a Zhi una marra de hierro. El anciano la tomó entre las garras y la estrelló

contra el gong. El disco de plata vibró y se balanceó hacia adelante pero no hubo ningún sonido. Por lo

menos Dezco y todos los que estaban ahí no lo habían escuchado. Ninguna señal de los celestiales.

—No pasó nada. —Una ola de alivio recorrió el cuerpo de Dezco, que pensaba en sus hijos. ¿Y por qué

tendría que pasarles algo a ellos? El Loto Dorado estaba compuesto por las razas de Pandaria: jinyu,

pandaren, hozen y otras que habían estado ligadas a estas tierras durante muchos miles de años. Sus

hijos eran tauren. Extranjeros.

—Nada. —Mokimo bajó la cabeza. Los otros Loto miraron alrededor como si estuvieran buscando algún

tipo de explicación para lo que había pasado. Zhi giró la marra entre las garras, desesperado.

Dezco sintió una punzada de dolor por ellos. Los miembros de la orden habían vivido en paz durante

muchísimo tiempo. Ahora la guerra les tocaba la puerta. Ahora los celestiales que siempre los habían

guiado…

Alguien gritó en la multitud.

El gong tembló con violencia. Desde el centro del disco, comenzaron a abrirse grietas que dibujaron una

especie de telaraña. El artefacto de plata se desplomó sobre el piso de la terraza, hecho pedazos. Una

esfera de luz azul y dorada quedó suspendida en el aire. Poco a poco, se deformó hasta formar una

grulla gigante. La criatura estiró el cuello hacia adelante y después encrespó el plumaje amarillo, rojo y

blanco que le cubría el cuerpo.

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—Chi-Ji —dijo Zhi sin perder la calma. Él y los demás Loto hicieron una reverencia al unísono.

—Nuestro llamado ha recibido respuesta —dijo la imagen de la Grulla Roja con una voz cavernosa,

etérea.

El celestial, casi dos veces más alto que Dezco, escrutó a los cachorros pandaren uno por uno.

—Aquí no —dijo finalmente. La cabeza del celestial giró bruscamente hacia la cara dorada del santuario

que sobresalía sobre la ladera de la montaña. De pronto, atravesó el portal inmenso de la ciudad. La

multitud se quedó inmóvil por un momento y después se lanzó tras los pasos de la Grulla Roja.

Dezco avanzó a los empujones con la cabeza en Cuerno Rojo y Pata Nívea. Recorrió los pasillos

abovedados, apurado por llegar hasta Reposo Estival. Sabía que Nala habría llevado a los pequeños a la

posada, que estaba en el lado este de la fortaleza.

Chi-Ji también lo sabía.

Para espanto de Dezco, la Grulla Roja ya estaba ahí, acechando una de las mamparas de papel y madera

que separaban cada una de las "habitaciones" de la posada. Nala estaba adentro, de pie en posición

defensiva delante de las dos pequeñas cunas.

—Tú no eres la madre —dijo Chi-Ji con curiosidad.

Dezco pasó muy cerca del celestial y puso una mano sobre la espalda de Nala para calmarla. Cuerno

Rojo y Pata Nívea miraban desde la cuna. Se reían por primera vez en días y estiraban los bracitos hacia

Chi-Ji.

—Debe haber un error. —Dezco tuvo que reunir toda su fuerza para que la voz no se le quebrara.

—Tú eres el padre. —Los ojos del celestial se fijaron en Dezco, ardientes como dos soles gemelos,

feroces e implacables. El tauren sintió cómo la Grulla Roja lo escrutaba, inspeccionaba sus pensamientos

y sus recuerdos—. No tienen a su madre. Murió en el parto. Pero en su lecho de muerte, dio a luz dos

vidas.

Chi-Ji levantó la cabeza.

—Tú los llamas Cuerno Rojo y Pata Nívea pero esos no son sus verdaderos nombres.

—¿No son sus verdaderos nombres? —Mokimo se coló entre los refugiados y los miembros del Loto y la

Horda que se agolpaban alrededor de la mampara, deseosos de ver.

—No. —Dezco miró a la Grulla Roja, pasmado. Cuerno Rojo y Pata Nívea eran los nombres de destete de

los niños, una tradición peculiar de su tribu. A su debido tiempo, ellos asumirían su verdadero nombre:

uno por un viejo y querido amigo que había muerto en la jungla de las costas de Pandaria y el otro por

un nuevo amigo que había ayudado a la tribu.

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—No me esperaba mellizos. —La imagen de Chi-Ji se volvió hacia Zhi—. Solo uno tiene que servir al

valle.

—Entiendo. —Zhi asintió. La apariencia calma del anciano se había desmoronado. Su rostro mostraba

verdadera conmoción. Sus ojos se encontraron con los de Dezco—. Niños de tierras lejanas… no me

esperaba algo así, mi amigo —dijo el líder Loto—. Lo había pensado, por supuesto, pero nunca me

imaginé que fuera una posibilidad real.

—Son mis hijos. —Dezco luchaba por encontrarle un sentido a lo que estaba pasando. Todo había

sucedido demasiado rápido—. Lo que me están pidiendo es…

—Para proteger lo que querías proteger cuando decidiste emprender este viaje tan largo —respondió la

Grulla Roja—. Para honrar el sueño de tu mujer. Para sacrificarte por el valle, como hizo ella. Es bueno

que hayan tenido dos: uno ayudará a proteger el valle, el otro se quedará contigo. Lo único que falta es

decidir. —La imagen de Chi-Ji comenzó a desvanecerse como si fuera de humo.

—¡Espere! —gritó Dezco.

Pero no hubo respuesta. La Grulla Roja había desaparecido. Los miembros del Loto aplaudieron en

celebración. Detrás de ellos, los refugiados intentaban acercarse a los niños. Los rostros se

desdibujaban. Nala empujó a un pandaren que quería tocar a Cuerno Rojo y lo mandó volando hasta la

mampara.

Alguien golpeó a Dezco en la espalda. El tauren dio media vuelta en actitud defensiva y vio a Mokimo,

que le sonreía con ganas.

—¡Qué día! —gritó el hozen sobre el estrépito de la multitud—. ¡Qué día glorioso fue este al final!

***

Decidir…

La orden de Chi-Ji obsesionaba a Dezco, lo perseguía como un alma en pena desde hacía horas. Para

cuando su caminata sin rumbo lo llevó hasta la Terraza Áurea, An'she ya había desaparecido por el

poniente hacía tiempo.

Cuerno Rojo y Pata Nívea dormían tranquilos en dos cestas que él había hecho después del nacimiento

de los mellizos. Las dos cestas —una en el pecho de Dezco y otra en la espalda— estaban conectadas

por una cuerda que se ajustaba a sus hombros. El artefacto había sido de gran utilidad durante los viajes

por Pandaria porque lo ayudaba a tener a sus hijos cerca sin tener que renunciar al escudo y la maza.

Estas tierras estaban llenas de peligros, así que Dezco no quería perder de vista a sus pequeños ni por un

segundo.

Tantas armas y ahora no me sirven para nada, pensaba mientras inspeccionaba la terraza. A esas horas

de la noche, la plataforma estaba casi vacía. Unos pocos orcos se encontraban agazapados bajo el

buzao, afilando las espadas con piedras de amolar a la luz de una sola linterna. Cerca de la entrada del

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santuario, un grupo de elfos de sangre vestidos con togas vaporosas discutía acaloradamente sobre las

propiedades mágicas del valle. En un día normal, Dezco los habría saludado pero esa noche pasó por su

lado sin emitir sonido.

—Una oportunidad de oro, si me preguntan a mí —Dezco oyó que uno de los orcos le susurraba a sus

camaradas—. Hay poder en el valle, ¿no? Por eso vinimos. Bueno, la Alianza también está aquí. En este

momento, todos estamos en igualdad de condiciones, pero si tuviéramos un miembro de la Horda en el

Loto…

—No seas tonto —respondió otro—. El cachorro ya no será uno de nosotros. Mira a Mokimo. No se

comporta como ningún otro hozen. El Loto le robó su cultura. Su identidad.

Dezco se alejó para no oír más la conversación. Ya había escuchado los motivos cien veces. El día había

pasado como un sueño. No… una pesadilla. Solo recordaba fragmentos: felicitaciones de los miembros

del Loto Dorado que después desaparecían tan rápido como habían llegado, reuniones interminables

con los demás integrantes de la Horda para discutir lo que había pasado y el flujo constante de

refugiados que querían ver a sus hijos como si se hubieran transformado en objetos sagrados.

Ahora estaba feliz de haberse quedado solo. Había llegado al colmo de su paciencia y les había pedido a

sus consejeros que se fueran hacía horas, Nala incluida. Dezco suspiró, frustrado por cómo el día había

empezado tan bien y había terminado tan mal.

El tauren apoyó su maza de cristal y su escudo ajado contra la baranda de madera laqueada de la

terraza. Más adelante, ardían antorchas y fogatas contra el terreno oscuro. Cinco pozas sagradas

brillaban con una luz azul fantasmal a la distancia. Mokimo hablaba mucho de esas aguas. Eran el poder

del valle: su fuerza vital. Tal vez Dezco y los suyos habían llegado hasta ahí para protegerlas o usarlas de

algún modo..

Había seis pozas en total pero una estaba oculta a su vista, en las profundidades del Palacio Mogu'shan.

Dezco apenas podía adivinar la fachada de la fortaleza colosal que alguna vez había sido el centro del

imperio mogu, tallada en las montañas orientales del valle.

A él siempre le había parecido raro que los Loto nunca hubieran derribado todas las estatuas y edificios

de los antiguos amos del valle. Dejarlos ahí era como darles a los mogu una razón para volver. Una vez le

había expresado esa preocupación a Mokimo, y él le había respondido: "Los mogu creían que el valle

estaba a su servicio. Los Loto creemos que nosotros servimos al valle. Dejamos las estatuas como

recordatorio de lo que pueden hacer la vanidad y el orgullo desmedido.

En ese momento, Dezco se había dejado convencer por la sabiduría pero ahora esas palabras parecían

vacías. Una excusa para la inacción. Si los celestiales eran tan poderosos, ¿por qué no limpiaban a los

invasores mogu? Si el valle era un crisol para la paz y la esperanza como creía Leza, ¿por qué las energías

que se acumulaban en la tierra no ayudaban al Loto Dorado a terminar con la guerra rápidamente?

Dezco respiró hondo. Demasiadas preguntas. Demasiadas incertidumbres.

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—Es una noche hermosa, ¿no? —preguntó alguien.

El tauren se dio vuelta mientras Mokimo se acercaba lentamente.

—Volviste —dijo Dezco con brusquedad. El hozen había desaparecido junto con los demás Loto después

de la prueba, lo había dejado solo tratando de darle sentido a lo que había pasado. Mokimo parecía

nunca estar cerca cuando él lo necesitaba.

—Recién llego. —El hozen se apoyó contra la baranda, junto a Dezco—. Zhi me pidió que lo

acompañara. Nos encontramos con algunos miembros de mi orden que volvieron de la batalla. Hay más

Shao-Tien entrando al valle de lo que nos esperábamos. Me alegra que no hayas estado ahí para ver a

los defensores. Estaban tan al borde de la desesperación… tan asustados.

—Lo siento. —Dezco dejó a un lado su frustración cuando se dio cuenta de que los mogu podían

obtener más victorias.

—Pero cuando les contamos sobre tus cachorros y la Grulla Roja… ¡cambiaron! Un instante eran pura

pena y, al siguiente, alegría total. Un instante, desesperación; al siguiente, ¡esperanza! —Mokimo no

paraba de saltar sobre esas patas cortas y morrudas.

—Son niños —dijo Dezco—. ¿Qué diferencia podrían hacer en la guerra?

—Los Loto vivimos y morimos por el mañana. La Grulla Roja nos prometió un futuro. No habría venido

hasta aquí si no hubiera pensado que necesitaríamos una nueva generación de protectores. —Mokimo

sacó de la túnica una pequeña escultura tallada en madera y la apoyó sobre la baranda frente a Dezco—.

Toma. Esto perteneció a uno de mi orden. Lo mataron ayer. No se me ocurre una mejor forma de

honrarlo que dártelo a ti.

Dezco inspeccionó el objeto: una escultura intrincada de la Grulla Roja. Caracteres extraños en una

lengua que él no entendía recorrían todo el cuerpo de Chi-Ji en espiral, desde los pies hasta el pico. Era

solo un trozo de madera pero le ponía los nervios de punta.

—Las palabras dicen: El destino es el viento, siempre cambiante. La vida es la nube, se va en un instante.

El valle es el cielo, eterno. Es un antiguo refrán de nuestra orden. Nos recuerda que, aun en los peores

momentos, siempre hay esperanza. Que después de la muerte, nuestra lucha sigue. Pensé que te

gustaría. Te he escuchado muchas veces hablar de tu esposa y del amanecer que vio en el futuro.

—Tú sabes que yo quiero ayudar, Mokimo. Pero… —empezó a decir pero se frenó de golpe cuando vio

la mirada de felicidad en la cara del hozen. No tuvo corazón para destruir el sueño de Mokimo. Ni

siquiera estaba seguro de si el custodio entendería. Los Loto parecían pensar que Dezco iba a elegir, eso

no era cuestión de debate. Era lo que tenía que hacer.

—No hace falta hablar de eso ahora —dijo Mokimo—. Yo ni siquiera tendría que estar aquí. Zhi me dijo

que no hablara contigo hasta que hubieras tenido más tiempo para pensar y decidir. Solo quería darte el

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regalo. Quería agradecerte. —El hozen se alejó de la baranda de la terraza—. Será mejor que me vaya.

Seguro me están buscando en la pagoda.

Mokimo bajó las escaleras corriendo. Dezco levantó la escultura de Chi-Ji de la baranda. Decidir, la voz

del celestial le retumbaba en la cabeza. ¿Decidir qué? quería gritarle. Ahora los Loto creían que sus hijos

eran salvadores. Si él se los negaba y se quedaba en el valle, sabía que tanto él como sus hijos serían una

mancha en la tierra, un recordatorio constante de un sueño destrozado.

Dezco volvió a apoyar la escultura y después sacó a Cuerno Rojo y Pata Nívea de sus cestas. Los estrechó

fuerte entre los brazos y se los imaginó en los años venideros, aprendiendo las costumbres de los

Caminasol, ayudándolo a conducir rituales en honor a An'she y la Madre Tierra, oyendo historias sobre

la valentía de Leza a la hora de la muerte.

—Leza… —suspiró Dezco, deseaba que ella estuviera a su lado para ayudarlo con esta decisión y se

preguntaba qué habría hecho en su lugar. De pronto, recordó algo que su mujer le había dicho justo

antes de morir. Mi amor… pase lo que pase… tienes que proteger a nuestro… nuestro bebé… Ella no

sabía que estaba dando a luz mellizos. Para Dezco, eso hacía que su último deseo fuera aun más

poderoso.

Entonces pudo ver su decisión con claridad.

—Los protegeré —dijo mientras miraba a sus pequeños.

—¡Nala! —llamó Dezco y dio vuelta la cabeza. Estaba seguro de que ella andaba por ahí, en las sombras.

A pesar de que él le había pedido que se fuera, la conocía demasiado bien para esperar que no lo

hubiera seguido.

La prima de Leza salió de detrás de un buzao.

—Los Loto no entienden, ¿no?

—No es su culpa.

—¿Y qué hacemos? —preguntó Nala, que caminaba hacia la baranda.

—Vamos a… —dijo Dezco—. Tú te quedarás a cargo del santuario.

—¿Qué? —Nala lo miró con la boca abierta, perpleja—. ¿Por cuánto tiempo?

Dezco miró la estatuilla de Chi-Ji por última vez.

—Para siempre.

***

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Estaba a punto de amanecer cuando Dezco se fue del santuario con Cuerno Rojo y Pata Nívea

acurrucados en sus cestas. La despedida de Nala había sido dolorosa pero, al final, ella había entendido.

Era una Caminasol y sabía que, para todo, había un único camino verdadero, una sola decisión correcta.

¿Qué camino podía ser más verdadero que el que mantenía a su familia segura? ¿Unida?

La preocupación de Nala surgía más que nada de su deseo de acompañar a Dezco y cuidar a los bebés,

pero él la necesitaba en el santuario. No se imaginaba quién más podía impedir que el lugar se cayera a

pedazos. Al igual que Leza, Nala siempre sabía cuándo ser firme y cuándo flexible. Era una líder natural.

Además, Dezco quería separarse de sus camaradas lo más posible. Esta era su decisión, solo suya. No

sabía cómo podía reaccionar el Loto Dorado ni, aun peor, la Grulla Roja. Lo último que quería era poner

en peligro el lugar de la Horda en el valle. Esa tierra, a pesar de los últimos sucesos, todavía significaba

algo para el futuro de su pueblo.

A Dezco lo avergonzaba ocultarle la verdad a Mokimo pero no había otra salida. Aunque le doliera,

cortar por lo sano era la mejor opción. De esa forma, sería más fácil para los Loto seguir con su vida.

El tauren llevó un buen ritmo durante las horas de la mañana. Para evitar las calles principales, decidió

abrirse camino siguiendo las colinas del norte. Según sus cálculos, llegaría a la Puerta de los Augustos

Celestiales, la puerta de salida del valle, antes del anochecer.

Alrededor del mediodía, se detuvo al pie de una colina pequeña y dejó a sus hijos en el suelo. Sacó un

odre de hierbas y leche de yak que Nala le había enseñado a preparar. Le había asegurado que si

tomaban el brebaje, los niños estarían sanos hasta que llegaran a Mulgore y encontraran alguna hembra

tauren que pudiera amamantarlos como correspondía. Sin embargo, no le había advertido que los bebés

iban a detestar tanto la preparación. Después de un sorbo, los dos empezaban a llorar y no querían

tomar más.

—Vamos, no es tan feo —rezongó Dezco. Tomó un trago de la mezcla. La bebida espesa y

tremendamente amarga le provocó una tos descontrolada. El llanto de Cuerno Rojo y Pata Nívea de

repente se transformó en risa.

—No es bueno faltarles así el respeto a sus mayores, pequeños —gruñó Dezco un poco en broma.

Dezco estaba a punto de volver a intentar alimentar a los cachorros cuando el suelo empezó a temblar.

Tres carros tirados por yaks rugían en la cima de la colina, repletos de pandaren. Los yaks resoplaban

con la boca llena de espuma de saliva.

—¡Mogu! —gritó uno de los pasajeros mientras los carros pasaban a toda velocidad por donde estaba

Dezco—. ¡En la puerta!

Imposible. Dezco se puso de pie para levantar a sus hijos y meterlos en las cestas. Trepó la colina

lentamente, con el escudo sobre la cabeza. En la cima, lo bañó una ráfaga de viento cargada de olor a

humo y a batalla.

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Más adelante vio la Puerta de los Augustos Celestiales. Había fuego por todos lados. Un ejército de

Shao-Tien de piel azul oscuro se apiñaba en la entrada del valle. Grupos de formas con armaduras ligeras

—los Loto Dorado— se acercaban a toda velocidad a los mogu que avanzaban. El fuego de los cañones

restalló por el valle como un trueno. Todo un grupo de defensores del Loto se esfumó en medio de un

torrente de fuego y sangre. El resto de los guerreros de la orden emprendió una retirada rápida con los

mogu detrás, pisándoles los talones y masacrando a los rezagados.

Dezco maldijo por lo bajo. El camino que iba a tomar estaba bloqueado. Giró y bajó la colina mientras

evaluaba sus opciones. El tauren había oído que había otra puerta en el extremo oeste pero no sabía si

estaba abierta. Aunque quizá podía encontrar otro camino… un paso de montaña secreto o un túnel que

los nativos no conocieran.

La única certeza que tenía era que no podía volver al santuario. Él ya no era parte de ese lugar, no desde

que había tomado su decisión. Aférrate a tu decisión. No flaquees, se dijo a sí mismo.

Uno de los refugiados lo estaba esperando al pie de la colina. Era un pandaren viejo con una barba larga

y rala que le caía desde el mentón.

—Ahí no encontrarás nada más que muerte —dijo.

—Así parece. ¿A dónde va usted? —preguntó Dezco.

—Bruma Otoñal. Muchos de nosotros quedamos separados de nuestra familia y hemos oído que, tal

vez, algunas de ellas estén ahí. Yo estoy buscando a mis nietos. A ti, ¿a dónde te llevan los vientos?

Dezco repasó lo poco que sabía de la aldea Bruma Otoñal. El pequeño campo de refugiados estaba

enclavado cerca de la ladera sudoccidental del valle. Ahí, Dezco podría hacer más averiguaciones sobre

la otra puerta. Y si esa también estaba bloqueada, al menos el viaje le compraría un poco de tiempo

lejos del santuario. Tal vez, incluso el tiempo suficiente para que los Loto aplastaran a los Shao-Tien y

recuperaran la Puerta de los Augustos Celestiales.

Si es que la fuerza les alcanzaba para vencerlos, se preguntó con tristeza.

—Bruma Otoñal —dijo Dezco.

***

Dezco y los refugiados viajaron por la mitad oriental del valle; de ese modo, las montañas gemelas que

se elevaban en el centro de la región quedaban entre ellos y el frente mogu. Dada la presencia de

pandaren ancianos y heridos, avanzaban a paso de caracol pero a Dezco no le importaba. Disfrutaba el

tiempo que pasaba con sus hijos y casi nunca interactuaba con nadie. Lo único que realmente le

preocupaba era encontrarse con los miembros del Loto pero no veía ninguna señal de la orden.

Justo antes del anochecer del segundo día, la caravana se acercó a la frontera sur del valle y al paso de

montaña que los llevaría hasta Bruma Otoñal. Al sur, este y oeste, las pozas sagradas refulgían con la luz

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tenue del atardecer. Tan cerca de las aguas, el aire parecía zumbar con un poder extraño, casi tangible.

Dezco estaba admirando las pozas lejanas cuando la caravana se frenó.

—¡Hay algo adelante! —Llegó un grito desde las primeras filas del grupo de refugiados.

Dezco avanzó abriéndose paso entre los demás viajeros desde su lugar al fondo de la caravana. A cada

paso, tenía que esforzarse porque no lo venciera el cansancio. Casi no había dormido durante el viaje.

Los refugiados eran buenas personas pero les faltaba entrenamiento militar. El tauren no les tenía

suficiente confianza y no podía dejar a sus hijos desprotegidos, ni siquiera por unas pocas horas durante

la noche.

Un grupo de refugiados estaba de pie cerca del carro principal, sumido en plena discusión. A la distancia,

Dezco espió una fogata grande que ardía cerca de la boca del paso y, efectivamente, les bloqueaba el

camino.

—¿Tienen idea de quiénes son? —les preguntó a los pandaren que estaban reunidos.

—Ya mandamos a alguien a mirar —respondió un refugiado joven vestido con ropa raída. Con una pata,

les hizo señales a los demás que estaban esperando cerca—. Algunos piensan que son mogu, pero ellos

no harían una fogata al aire libre así nomás.

—¿Y tú desde cuándo eres experto en mogu? —lo desafió otro pandaren—. He oído que los grupos de

asalto de Shao-Tien andan merodeando por todo el valle, que asesinan a cualquiera que se cruce en su

camino y después desaparecen como fantasmas. Esa fogata podría ser una trampa para que nos

acerquemos.

Un silencio incómodo descendió sobre el grupo. Dezco batía la cola de atrás para adelante para calmar

la ansiedad y se decía que era imposible que los mogu se hubieran internado tanto en el valle.

El explorador regresó al poco tiempo, a medida que se acercaba les hacía señas para que avanzaran:

—¡Es seguro!

Los pandaren que estaban alrededor de Dezco suspiraron aliviados, pero él no bajó la guardia.

—¿Más refugiados? —le gritó al explorador, que todavía estaba lejos. Además de los mogu, a él le

preocupaba otro enemigo: la Alianza. Los rivales de la Horda habían establecido una embajada en una

fortaleza similar al Santuario de las Dos Lunas en este rincón del valle. Dezco había creado un vínculo

con uno de los líderes de la Alianza, el príncipe Anduin Wrynn. Al igual que el tauren, el joven humano

no quería conflictos. Había llegado al valle en busca de paz y esperanza. Aun así, el tauren no sabía

cuánto peso tenía su camaradería. Había tantos fanáticos de la guerra en la Alianza como en la Horda.

—No —respondió el explorador—. ¡Es el Loto Dorado!

***

—¡Siéntense! ¡Coman! ¡Descansen! —Mokimo gritó con los brazos en alto.

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Una gran hoguera rugía junto al hozen. De unas cazuelas de hierro colgadas encima de las llamas salía

humo. Cerca de ahí, Weng el Indulgente sacaba cucharadas de arroz de los calderos y las servía en

cuencos de madera grabados con dibujos de los celestiales. Un pandaren que Dezco nunca había visto

sacó copas de unas bolsas de viaje de cuero. Era monstruoso, de un tamaño tal que, en comparación, el

tauren parecía un enano, y estaba adornado con piezas de armadura oscura. A excepción de la barba y

el penacho, de color marrón, tenía el resto del pelaje completamente blanco.

Los refugiados pasaron junto a Dezco y corrieron hasta la hoguera, muertos de hambre y exhaustos.

Hasta el estómago del tauren rugió cuando el viento le llevó el olor de la comida caliente, pero se quedó

donde estaba. La presencia de los Loto lo irritaba. Estaba seguro de que, para entonces, ya se habían

enterado de cuál era su decisión. Lo más honorable hubiera sido dejarlo seguir su camino y vivir con las

consecuencias de su elección.

Pero, en cambio, lo habían seguido.

—¡Dezco! —Mokimo le hacía señales—. ¡Ven aquí! Debes de estar muriéndote de hambre.

Dezco movió las orejas y resolló, exasperado con el tono casual. Mokimo hablaba como si encontrarse

con el tauren en medio del valle no fuera una sorpresa en absoluto.

Sin responder, el tauren se alejó del campamento y eligió un claro de tierra para establecerse. Al poco

tiempo, ya tenía su propia fogata que chisporroteaba y ardía en la noche. Sacó a Cuerno Rojo y Pata

Nívea de las cestas y empezó a alimentarlos con la preparación de leche de yak. El proceso se había

vuelto más fácil. Hasta se podía decir que a los niños les estaba empezando a gustar el brebaje.

Los cachorros acababan de terminar de comer cuando Mokimo se acercó a la fogata de Dezco.

—Habría venido antes pero los refugiados estaban muertos de hambre —dijo el hozen—. Gracias a los

celestiales que tú y los cachorros están bien. Estábamos preocupados.

Se puso en cuclillas y les sonrió a Cuerno Rojo y Pata Nívea con una sonrisa amplia. Los bebés se rieron y

tiraron de los largos mechones de pelo blanco que colgaban de las mejillas del hozen.

—Supongo que te acuerdas de Weng. —Mokimo señaló a sus dos compañeros, que estaban entre los

refugiados—. El otro, el grandote, es Rook. Nunca fue muy bueno con las formalidades pero es leal a

más no poder. Un amigo noble, pero también un enemigo feroz. Creo que te caería bien. ¿Por qué no

vienes con nosotros? Hay lugar de sobra en nuestra…

—Ustedes me siguieron —dijo Dezco.

—Bueno, no exactamente… —respondió Mokimo—. Anticipamos a dónde viajarías. Con la Puerta de los

Augustos Celestiales cerrada, no hay muchos lugares a donde ir.

—Ya tomé mi decisión, Mokimo —dijo Dezco con voz firme—. Estuve mal en no decírtelo en persona.

Por eso te pido perdón. Pero seguirme no cambia nada. Mis hijos tienen que estar en su casa, en

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Mulgore. Juntos. Esa es mi decisión.—Y agregó—: Los que se quedaron en el santuario no tienen nada

que ver con ella.

—Nala me dijo. Me reuní con Zhi y él estuvo de acuerdo con que si tu deseo es irte, eres libre de

hacerlo.

Dezco no sabía bien cómo reaccionar. Había estado esperando algún tipo de resistencia.

—Pero hace unos días nada más me hablaste de lo importantes que eran mis hijos para el futuro de tu

orden —dijo el tauren.

—Y estaba contento. Todos en el Loto estábamos contentos. Pero no soy yo el que tiene que tomar la

decisión, ¿no? Esa es tu responsabilidad.

—¿Y entonces qué haces aquí?

—Tus hijos han sido elegidos; están ligados a Chi-Ji y, por lo tanto, al valle. Los Loto juramos proteger

esta tierra pase lo que pase. Hasta el día en que tus cachorros se vayan, los protegeremos. Pero la razón

por la que quieres irte es incomprensible para mí. Pensé que el motivo de tu largo viaje era estar aquí.

—Sí, es así… Era. —Dezco bajó la cabeza—. Si Chi-Ji me hubiera pedido que marchara a enfrentar las

filas mogu solo, habría honrado su pedido sin pensarlo dos veces. Habría hecho lo que sea. Lo que sea

menos esto… —Miró a Mokimo a los ojos—. Esta no es la razón por la que vine.

—¿Y cómo sabes?

—Lo sé —dijo Dezco que empezaba a enojarse. Acababa de entender lo que estaba pasando: Mokimo

estaba intentando convencerlo. Seguramente, Zhi había mandado al hozen a persuadirlo de que se

quedara.

—Ya he perdido demasiado —siguió el tauren—. No vine hasta aquí para perderlo todo. A mi tribu le

prometieron paz. Esperanza. No… no encontramos nada de lo que yo esperaba.

El tauren tomó aire para calmarse. Sin darse cuenta, se había puesto de pie sobre las pezuñas. Weng,

Rook y el resto de los refugiados lo miraban en silencio.

—Las expectativas… son algo muy peligroso. —Atizó el fuego con una ramita—. Cuando recién me había

unido a los Loto yo también esperaba muchas cosas. Pero a medida que fueron pasando los años,

empecé a odiar este lugar. Todo me parecía muy extraño y confuso. Quería irme a casa. Bueno, un día

decidí hacer exactamente eso, pero Zhi me descubrió cuando estaba tratando de escaparme del valle.

No me retó, me entendió. De hecho, me prometió que me llevaría a ver a mi familia. Es muy poco

común que un Loto se vaya del valle a menos que sea por cuestiones oficiales. Me hizo un gran honor.

—Cuando llegó el día prometido, viajamos hasta mi aldea en las colinas brumosas del Bosque de Jade.

Estaba asustado y entusiasmado al mismo tiempo. Hacía años que no veía a mi familia. —Mokimo se

desató la bandita azul que le sujetaba la cola de caballo y la sostuvo para que Dezco la viera. No había

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mucho para ver: era una bandita de cuero común, vieja y gastada por el paso del tiempo—. Esto era de

mi madre. La encontramos entre las ruinas de la cabaña de mi familia. Toda la aldea estaba destruida.

Estaban todos muertos. Las tribus hozen muchas veces se enfrentan en combate…

—Lo siento —dijo Dezco, avergonzado de su explosión.

—¿Por qué? Si nunca me hubieran elegido, hoy no estaría vivo. No podemos predecir a dónde nos

llevará la vida. Es mejor no pelear contra lo que está fuera de nuestro control. En cuanto uno se saca de

encima las expectativas, empieza a ser verdaderamente libre. Todo lo que podemos hacer es servir al

valle y saber que, sea donde sea que nos lleve el viento, habremos vivido nuestra vida por algo más

grande que nosotros mismos. Para nosotros, eso es suficiente.

Mokimo se levantó y se sacudió el polvo.

—Vuelve al santuario. Eso es todo lo que pido. ¿Por qué poner en peligro a los cachorros en lugares

desconocidos? En este momento, no hay ningún lugar más seguro que el valle. Ninguno.

Dezco respiró hondo y se quedó mirando las llamas bailar y transformarse. Siempre en movimiento,

nunca quietas. Impredecibles, como casi todo en Pandaria. Lo único constante era él, sus propias

decisiones. Había viajado por la jungla costera, las montañas boreales y otras regiones con sus hijos.

Había enfrentado enemigos brutales como los mogu, que acechaban en todos los rincones del

continente. Todo ese tiempo, él había protegido a sus cachorros.

El santuario no era una fortaleza impenetrable. De hecho, Dezco sospechaba que la única razón por la

que los Loto lo querían ahí era para convencerlo. Estaría acorralado. Atrapado.

Dezco sacudió la cabeza.

—Tienes razón, esta es una tierra peligrosa pero es un lugar seguro para mis hijos: conmigo. Es ahí

donde se van a quedar. Si quieres seguirnos, síguenos, pero nuestro destino es Bruma Otoñal.

***

Todavía estaba oscuro cuando Dezco de pronto despertó.

Se apoyó sobre los codos para levantarse, furioso de haberse quedado dormido. Había planeado

quedarse de guardia durante toda la noche pero el largo viaje finalmente se había hecho sentir.

Cerca, los yaks bufaban y golpeaban las pezuñas contra el piso, muertos de miedo.

Dezco pensó de inmediato en Cuerno Rojo y Pata Nívea. Estaban seguros, dormían tranquilamente

envueltos en mantas cerca del fuego. Con cuidado, colocó a sus hijos en las cestas y después se las

amarró al cuerpo.

En el otro campamento, algunos refugiados también empezaban a despertarse, se restregaban los ojos

cansados. Mokimo, Weng y Rook estaban de pie, inmóviles, en un extremo de la fogata, escrutando la

oscuridad.

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—¿Qué pasa? —les preguntó Dezco cuando llegó hasta donde estaban.

Mokimo se llevó un dedo a la boca para indicarle que hiciera silencio.

—Rook ve algo —susurró.

Un rugido grave tronó en la garganta de Rook. Su garra aferró con fuerza una maza de hierro gigante

adornada con púas despiadadas.

—Rook no gusta esas rocas —masculló el pandaren blanco.

—¿Por qué no te gustan? —preguntó Weng.

—No quedan quietas. —Rook rechinó los dientes—. Rocas malas. Rocas tontas.

Dezco le dio la espalda al fuego para acostumbrar la vista a la oscuridad. Poco a poco, empezó a

distinguir los detalles: una ladera empinada, uno de los lados del paso de montaña que tenían que

atravesar. Rocas de diferentes tamaños desparramadas por la ladera. Pero no parecía haber nada raro.

Era solo un…

Un movimiento rápido atravesó la pendiente. Fue solo un instante pero Dezco lo vio.

—Weng —dijo Mokimo—. Despierta a los refugiados. Sin hacer ruido. Engancha los carros a los yaks.

Weng asintió y salió a toda prisa.

Dezco mantuvo la mirada fija en la montaña, poco seguro de si lo que había visto era real o solo su

imaginación. Entonces volvió a ver el movimiento. Y esta vez no se detuvo.

—Corre. —Mokimo miró a Dezco—. ¡Corre!

Diez rocas gigantes comenzaron a caer por la ladera en avalancha.

No, no caían, percibió Dezco. Corrían.

Rook levantó los brazos y rugió cuando las rocas surgieron de la ladera, los detalles de esos cuerpos de

perro fornido y esas caras iracundas se dejaron ver a la luz de la fogata.

—Quilen. —Dezco contuvo la respiración.

Las bestias se abalanzaron hacia el campamento, su piel de granito formaba ondas extrañas,

antinaturales. Eran los canes de los mogu, seres crueles de piedra viva, como muchos de sus amos.

Los yaks se encabritaron, solo dos de ellos amarrados a los carros. Weng los sostuvo de las riendas en su

lucha por impedir que se escaparan. Los refugiados revoloteaban por todo el campamento, encendían

pedazos de madera para usar como antorchas. Cuerno Rojo y Pata Nívea lloraban alarmados.

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En lugar de atacar, los quilen formaron un semicírculo amplio en torno al campamento, creando una

barrera entre los refugiados y el valle, al norte, pero dejando el paso de montaña libre.

—¡El camino hacia Bruma Otoñal es seguro! —gritó Weng—. Muévanse, vayan a…

—¡Esperen! —bramó Dezco, consciente de lo que estaba pasando—. Están tratando de meternos en el

paso.

—Tiene razón. —Mokimo corrió hasta donde estaba Dezco, agitado. Los quilen apretaron las

mandíbulas y se acercaron más al campamento pero siguieron sin atacar—. Tenemos que ir hacia el

norte, volver al centro del valle.

—Rook abre camino.

El pandaren blanco levantó el carro que no estaba enganchado sobre la cabeza, los brazos anchos como

troncos le temblaban con el esfuerzo. Con un rugido ensordecedor, tiró el carro hacia adelante. El

vehículo explotó en mil pedazos en medio de la línea de quilen, obligando a las bestias a moverse hacia

los costados.

—¡Ahora! —Dezco hizo una señal con la mano.

Una oleada de refugiados avanzó por el hueco. Los quilen los rodeaban por todos lados. Rook interceptó

a uno con su maza en medio de un salto. Otros cuatro atacaron a Dezco. Él le rezó a An'she y el aire frío

que lo rodeaba se estremeció de poder, ahora más cálido y más brillante, como si la noche se hubiera

transformado en día.

Se soltó el escudo del antebrazo y le arrojó el bloque de hierro serrado al quilen. Brillante, el escudo giró

en el aire y embistió a la primera bestia, tan fuerte que le quedó incrustado en la cabeza. Con el ímpetu

del golpe, la criatura salió volando e impactó contra uno de sus hermanos, que quedó partido a la mitad.

Las dos bestias restantes siguieron atacando sin un rasguño. Mokimo saltó hacia ellas apoyándose en los

brazos largos y golpeó a uno de los quilen con un pie. Dezco apenas alcanzó a correrse y cubrirse el

pecho con la mano libre para proteger a Pata Nívea cuando el otro can dio un salto y se estrelló contra

él..

Algo se rasgó. Dezco sintió los hombros más livianos. El quilen había cortado la soga.

El tauren atajó la cesta de Pata Nívea antes de que llegara al suelo. Giró con la maza en alto pero solo

llegó a ver cómo el quilen huía por el paso de montaña.

Se llevaba la otra cesta a la rastra, con el cabo de soga que le quedaba. Cuerno Rojo, todavía adentro,

gritaba.

El tauren corrió a toda velocidad tras su hijo asustado, sus pezuñas dejaban huecos profundos en el

suelo. Mokimo corrió detrás de Dezco y le tiró del brazo tan fuerte que logró frenarlo.

—Yo lo busco —dijo el hozen—. Toma a Pata Nívea y vayan con los refugiados.

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—¡No voy a dejar a Cuerno Rojo! —Dezco se liberó de Mokimo con brusquedad.

—Entonces dame a Pata Nívea y yo lo llevaré a un lugar seguro —rogó el hozen.

Dezco quedó clavado en el piso, desgarrado por la indecisión. Los refugiados estaban en medio de una

retirada caótica con los quilen pisándoles los talones. Dos de las bestias habían tirado a Rook al suelo. Él

les golpeaba la cabeza frenéticamente con las garras.

—¿A dónde? —gritó el tauren—. Ya te dije que…

Un grito escalofriante surgió desgarrador desde el paso de montaña.

Dezco empujó a Mokimo y se lanzó hacia el sonido con la cesta de Pata Nívea apretada bajo el brazo. Le

susurró una plegaria a An'she y creó un escudo de luz alrededor de Pata Nívea para protegerlo de la

batalla que estaba por venir.

El tauren sabía que Mokimo lo seguía pero toda su atención estaba concentrada en los gritos distantes

de Cuerno Rojo. Más adelante se veía la luz de una fogata, el tenue resplandor anaranjado languidecía y

fluctuaba sobre las laderas. Siguió la luz con la sangre retumbándole en los oídos.

A pocos metros de la entrada del paso, Dezco encontró a su hijo.

Cuerno Rojo colgaba del gigantesco puño esculpido de un Shao-Tien. A excepción de la falda de cuero

elaborada, el bruto no tenía ningún tipo de armadura. La piel pétrea de color azul oscuro que le recubría

los músculos brillaba a la luz de la antorcha que sostenía en la otra mano. El quilen estaba inmóvil a

poca distancia del mogu, junto con otros dos Shao-Tien, que tenían armaduras pesadas y lanzas de

punta larga.

Los mogu no dijeron nada. Dezco no esperaba lo contrario. No eran una raza con la que se pudiera

razonar. Sus acciones desafiaban la lógica por la que se regían las personas honradas. Se limitaron a

mirar a Dezco con el ceño fruncido. El líder de los Shao-Tien lanzó a Cuerno Rojo por los aires como

retando al tauren a acercarse.

Él aceptó el desafío.

—¡Dezco! —Mokimo le gritó desde la boca del paso pero el tauren lo ignoró. Los únicos sonidos que oía

eran los gritos de Cuerno Rojo y Pata nívea y la voz distante de su esposa, que le rogaba.

Mi amor… pase lo que pase… tienes que proteger a nuestro… nuestro bebé…

Los mogu con armadura y el quilen arremetieron hacia adelante. Dezco le descargó un mazazo al can y

le destrozó la cabeza. Una ola de luz surgió del golpe y se derramó sobre uno de los Shao-Tien. El mogu

se corrió a un costado pero no tan rápido como hubiera debido. La mitad de su cuerpo, rociada por la luz

de An'she, se transformó en polvo.

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Más adelante, el líder mogu trastabilló, mientras se protegía los ojos de la luz. Sacudió la cabeza y tiró la

antorcha al piso. El bruto sacó una espada corta de la falda. Largos zarcillos de energía negra y carmesí

emanaron del arma y se enroscaron en el acero.

Dezco miró aterrorizado cómo el Shao-Tien levantaba el brazo que tenía la espada y se preparaba para

apuñalar a Cuerno Rojo.

La luz de la antorcha se extinguió… El paso quedó sumido en la oscuridad. Una sombra les pasó sobre la

cabeza: era Mokimo, que atravesaba el aire de un salto. El último de los mogu con armadura saltó frente

a Dezco y le tapó la vista. El Shao-Tien hizo girar la lanza en sus manos y después la apuntó al tauren.

Dezco esquivó la cuchilla pesada pero el mango de madera del arma se partió contra su muñeca y la

maza salió volando. El mogu avanzó a toda velocidad y se estrelló contra Dezco, intentando hacerle

perder el equilibrio. El tauren se mantuvo en pie y le dio un cabezazo al bruto en la cara. El Shao-Tien se

tambaleó hacia un costado, mareado.

Dezco cayó de rodillas, cegado por la sangre que le caía de la frente y le cubría los ojos.

Tanteó el piso frenéticamente en busca de algún arma. Cualquier cosa. Su mano libre encontró al quilen

muerto.

Dezco aferró la pata trasera de la bestia y se levantó. Después tiró el peso del cuerpo hacia adelante y

giró. Cada uno de sus músculos se puso duro como el acero. El paso de montaña quedó en silencio.

Todos los gritos se apagaron.

—¡Cuerno Rojo! —rugió mientras estrellaba la pata del quilen contra el pecho acorazado del mogu con

una sola mano. Se oyó un crujido y el bruto salió volando hasta quedar tendido en el suelo, inmóvil.

Más adelante se veían sombras. Dezco se tambaleó en esa dirección. Sentía el vaivén de la cesta de Pata

Nívea debajo del brazo: estaba bien. El tauren se rascó los ojos con las pezuñas hasta que recuperó la

visión. Mokimo estaba de rodillas. El líder de los mogu estaba tirado ahí cerca, con su propia espada

incrustada en la cabeza de piedra.

—¿Dónde está? —preguntó Dezco.

—Aquí. —La voz de Mokimo era un chirrido húmedo. La sangre le salía a borbotones de una herida

profunda que tenía en el cuello. Extendió las manos que sostenían a Cuerno Rojo. El cachorro tenía los

ojos cerrados. Estaba cubierto en sangre, en parte suya.

Antes de tomarlo en brazos, Dezco le imploró a An'she que curara las heridas del bebé. Una luz amarillo

brillante rodeó al pequeño pero cuando se extinguió, sus ojos permanecieron cerrados.

—No… —Dezco apretó los dientes, furioso. Se sentía desamparado. Inútil. Era como cuando Leza había

muerto. Él había tratado con todas sus fuerzas de salvarla, de que no se fuera. No había funcionado.

Nada había funcionado.

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—La espada del mogu lo alcanzó —dijo Mokimo con voz ronca—. El arma estaba envenenada. El veneno

es demasiado fuerte para que puedas sanar sus heridas…o las mías. Pero todavía hay esperanzas. —

Mokimo tomó la mano de Dezco débilmente y la apoyó sobre el pecho de Cuerno Rojo. Se sintió un

latido, era apenas perceptible pero estaba ahí—. El cachorro está vivo.

—Pero no puedo ayudarlo… —Dezco golpeó el suelo con el puño, frustrado.

—Hay otra forma —Mokimo se levantó lentamente. Se balanceó de un lado a otro por un momento y

estuvo a punto de caer—. Las pozas sagradas. Mientras el cachorro siga vivo, las aguas de valle pueden…

La voz del hozen se fue apagando y abrió los ojos bien grande.

—Pata Nívea —dijo.

Dezco miró hacia abajo, donde había acomodado a su hijo en la seguridad de sus propios brazos.

—¿Está…? —los ojos de Mokimo se llenaron de lágrimas—. Oh, no.

La cesta colgaba en tiras alrededor del bebé. Pata Nívea estaba enroscado en el brazo de Dezco, su

cuerpo roto, destrozado. El tauren cayó de rodillas y soltó al bebé, que cayó en su regazo. Se quedó

congelado, hamacando al pequeño en los brazos mientras la realidad lo apuñalaba como una espada

clavada en el corazón.

Toda su atención había estado concentrada en Cuerno Rojo. No se había dado cuenta de que Pata Nívea

había muerto.

***

—¡Por aquí! —gritó Mokimo. De algún lado, el hozen había sacado energías para moverse a pesar de las

heridas. Agitó la antorcha mogu en el aire para llamar a Dezco. El tauren lo siguió, con Cuerno Rojo en

un brazo y el cuerpo de Pata Nívea en el otro.

Detrás del hozen, una poza grande brillaba suavemente en la oscuridad de la noche. La rodeaban arcos

de madera intrincados que salían de piedras planas colocadas en torno al agua sagrada. Era la poza más

meridional del valle, ubicada bastante cerca del lugar donde se había producido el ataque.

Dezco luchó para seguir el ritmo de Mokimo. Por enésima vez, su mente volvió a la pelea. Repasó la

serie de sucesos, intentando identificar el momento en que Pata Nívea había muerto. ¿Cuándo había

sido? ¿Cuando el mogu lo había embestido y casi lo había tirado al suelo? ¿O había sido él, Dezco, el que

había tenido la culpa?

¿Habría sido él el que lo había aplastado?

El tauren cayó al piso, a punto de vomitar.

—¡Por An'she!, fui yo —dijo—. Estoy seguro.

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—¡Levántate! —Mokimo le pegó a Dezco en la cabeza con la base de la antorcha. El golpe sacó al tauren

de su ensimismamiento. Miró alrededor hasta que sus ojos se posaron sobre el hozen ensangrentado.

—Se fue. Cómo, es algo que nunca sabrás —dijo Mokimo—. Lo único que importa ahora es Cuerno Rojo.

Dezco se puso de pie con esfuerzo y siguió a Mokimo hasta el borde de la poza.

—En una época, los mogu usaron estas aguas para el mal, pero también pueden hacer el bien —dijo el

hozen—. Cada una de estas pozas representa una emoción diferente. Valentía… paz… —Mokimo se

metió en el estanque y se estremeció. La sangre de su herida enturbió el agua—. Esta es la poza de la

esperanza.

—¿Qué… qué hago? —preguntó el tauren. Un puñado de peces, iluminados por las energías de la poza,

huyó de él, que avanzaba sobre sus cabezas.

—Dame a Cuerno Rojo.

Dezco le pasó a su hijo sin dudarlo. Ya no había nada que él pudiera hacer. Nada. Todo lo que le

quedaba era mirar mientras Mokimo sumergía a Cuerno Rojo en el agua hasta el cuello con cuidado, con

amor.

De pronto, la escena lo conmovió: el modo en que Mokimo sostenía a su hijo como si fuera suyo, todo lo

que el hozen había arriesgado para darle una posibilidad a Cuerno Rojo. Era evidente lo que había

pasado, Mokimo se había interpuesto entre la espada del mogu y del cachorro. A pesar de que la espada

había alcanzado al pequeño de todas formas, Dezco sabía que de no haber sido por el hozen, su hijo

estaría muerto.

—Ven —Mokimo le hizo una señal con esfuerzo. Estaba cada vez más débil—. Deja a… Pata Nívea en el

borde.

Vacilante, Dezco dejó el cuerpo de Pata Nívea y después se metió en el agua.

—Recoge… en las manos —dijo Mokimo—. Viértela… sobre Cuerno…

Dezco obedeció, el corazón le retumbaba en el pecho. Dejó que el agua corriera por la cabeza de su hijo.

Mokimo hizo lo mismo. Gotas brillantes caían por el hocico de Cuerno Rojo. No parecían hacerle efecto.

—No pasa nada. —Dezco recogió más agua pero Mokimo le tomó la mano.

—Deja… que el valle haga su trabajo —dijo el hozen—. No puedes controlar esto. Sólo puedes tener…

esperanza. Cree, como creía Leza. Cuando enfrentó la muerte, ¿acaso perdió las esperanzas?

—No —Dezco apretó los ojos. Ella siempre había creído. Siempre había sido la más fuerte. Leza merecía

estar allí. No él. Si hubiera sido ella, nada de esto habría pasado…

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Una ola de calor inundó a Dezco y el tauren abrió los ojos. Una imagen traslúcida de Chi-Ji caminaba

sobre el agua como si fuera tierra firme. Cada vez que apoyaba una garra sobre la superficie del agua se

formaban ondas de luz doradas. Con cada paso, se oía un repiqueteo, como una campanita.

El celestial abrió las alas de golpe y la corriente de aire repentina echó una lluvia de agua sobre el tauren

y el hozen. Mokimo se enderezó y se palpó el cuello. Sus heridas estaban selladas.

Chi-Ji se inclinó hacia adelante, cortando el agua con el pico hasta tocar el pecho de Cuerno Rojo. Dezco

miró y esperó, el momento parecía eterno. Y justo cuando había empezado a temer lo peor, el cachorro

se movió. Dezco se quedó mirándolo, incrédulo. Cuerno Rojo abrió los ojos y miró para todos lados

hasta que vio a su padre. Entonces, extendió las pezuñas hacia Dezco, llorando.

—¡Gracias! —Dezco abrazó a su hijo con fuerza. Después recordó a Pata Nívea y se volvió hacia el borde

de la pileta, donde había apoyado su cuerpo—. Mi pequeño. Grulla Roja, ¿no hay forma de…?

Sus palabras se desvanecieron cuando terminó de girar hacia Chi-Ji. La Grulla Roja había desaparecido.

***

—Quilen muertos. Refugiados con Weng. —Rook se golpeó el pecho con una pata enorme. Había

llegado a la poza poco después de la aparición de Chi-Ji. Cuando el pandaren gigantesco se enteró de lo

que le había pasado a Pata Nívea, se sentó y lloró un buen rato antes de recuperarse. Dezco no se

esperaba que la muerte del pequeño afectara tanto a Rook. Casi no conocía a los niños.

Pero le afectaba. Por algún motivo, los Loto los querían muchísimo. A Dezco le habría gustado entender

por qué. Todo lo que sabía era que el cariño de la orden era genuino. En cierta forma, los pequeños eran

como familia para ellos.

—¡Bien! —le dijo Mokimo a Rook, y después se volvió a Dezco—. Será mejor que por ahora regresemos

al santuario. Sé que quieres irte pero tenemos que hacer preparativos. Cueste lo que cueste, encontraré

un camino seguro para que Cuerno Rojo y tú lleguen a casa.

Casa. Dezco pensó en el enclave de su tribu en las llanuras soleadas de Mulgore. Cuando se habían ido,

él y Leza se preguntaban si alguna vez lo volverían a ver. Él creía que sí pero sabía que su esposa no

pensaba lo mismo. Ella siempre hablaba de la tierra de sus visiones como si fuera su casa. Una casa a la

que siempre habían pertenecido pero que todavía no conocían. Finalmente, Dezco entendió lo que ella

quería decir. Ella había visto el poder del valle, el potencial que tenía no solo para él sino para la vida de

muchas otras personas en todo el mundo.

—No me voy a ir —dijo Dezco.

—¿De veras? —respondió Mokimo.

—Hay algo más —agregó Dezco. Miró a Cuerno Rojo, que estaba en sus brazos—. ¿Ustedes todavía…?

—empezó a decir pero era demasiado difícil. Le extendió el bebé a Mokimo.

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—No es necesario. —Mokimo meneó la cabeza—. Si piensas que Chi-Ji quiere algo a cambio por lo que

hizo, estás equivocado. Fue un regalo desinteresado.

—Tómalo —rogó Dezco —. Esta es la razón por la que vinimos. Exactamente.

Por An'she, pensó, cómo pude ser tan tonto de no darme cuenta antes. Habían viajado tanto en busca

del valle, para verlo con sus propios ojos, para vivir allí. Pero ser parte de él… ser uno con el valle. Eso era

mucho más.

—Si es lo que quieres —dijo Mokimo—, lo que realmente quieres, entonces, por supuesto.

—Sí —respondió Dezco— ¿Tenemos que hacer algo? Para hacerlo oficial, digo.

—Eh… —Mokimo bajó la cabeza—. Hay rituales, sí. Le llevaré el cachorro a Zhi y después se lo

presentaremos a Chi-Ji para que lo unja. Me temo que solo los Loto Dorado pueden estar presentes en

la ceremonia. Lo siento.

—Entiendo. —A Dezco le costaba sacar la voz de la garganta—. Vayan ahora, entonces.

—No tiene que ser ahora —dijo el hozen—. Podemos volver al santuario primero.

—Vete. Antes de que me arrepienta.

—Una vez que terminen los rituales, podrás verlo —agregó Mokimo mientras tomaba a Cuerno Rojo en

brazos—. Estará ocupado entrenando durante los próximos años pero estará aquí, en el valle.

—Uno de los Loto Dorado.

—Y tu hijo —dijo el hozen—. Eso siempre, y ahora también algo más.

Mokimo le echó una mirada a la cesta que colgaba del pecho de Dezco con Pata Nívea adentro. El tauren

había arreglado lo que quedaba de la cesta y se la había atado al cuello con una cuerda.

—¿Y él? —preguntó el hozen.

—Armaré una pira y la encenderé al amanecer para que An'she pueda ver la transición de mi hijo —

respondió Dezco—. Eh… preferiría hacerlo solo.

Mokimo asintió lentamente. Sin una palabra más, se movió en dirección a Rook. Cuando estaban a

punto de irse, Dezco se acordó de algo y los llamó.

—Esperen. —El tauren buscó el rizo de Leza que tenía trenzado en la cabeza y lo extrajo ágilmente. Lo

entretejió en la melena de Cuerno Rojo y después se inclinó y tocó la frente de su hijo con el hocico.

Después de eso, Rook y Mokimo partieron. Dezco se pasó la siguiente hora buscando madera para la

pira y pensando en los próximos días. Él retomaría sus tareas en el santuario, pero lo que menos quería

era tener que decirle a Nala y a los demás lo que había pasado. ¿Qué les iba a decir? ¿Lo perdonarían

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por haber perdido a Pata Nívea? ¿Él podría perdonarse alguna vez? Tal vez no. Pero se lo merecía. Todo

eso había sido decisión de él: una decisión terrible y equivocada.

Dezco se sentó a descansar antes de empezar el funeral. Todavía estaba oscuro afuera pero el amanecer

no tardaría en llegar. Lo sentía. Cuándo ya no le importaba.

—Estamos en casa —dijo Dezco en voz alta. Acomodó a Pata Nívea en su regazo y acarició la

melena del cachorro. Giró para mirar al este, sabiendo que el yeena'e aparecería en cualquier

momento.