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Page 1: Black Jeremy El papel de la monarquía en la Iglaterra del siglo XVIII

Resum

En aquest article, Black es planteja una nova visió del paper de la monarquia anglesa per acabaramb la idea d’excepcionalitat britànica basada en una monarquia parlamentària com a fil con-ductor de la història anglesa. Aquest estudi es focalitza en el segle XVIII, sobre el qual hi ha poquesinvestigacions destinades a conèixer el paper de la monarquia britànica. L’autor compara la situa-ció anglesa amb la circumstància política que es vivia en l’àmbit europeu i mundial del moment,tot destacant-ne els canvis i les supervivències de determinats sistemes polítics, com ara la repú-blica, la monarquia o certes cases dinàstiques. També ens parla dels darrers estudis sobre la corti els governs, com un punt de reflexió sobre la importància de la monarquia, així com també dela transcendència de la reialesa en la cultura pública, en la vida política i en el llenguatge políticde l’Anglaterra del segle XVIII.

Paraules clau: paper de la reialesa, Anglaterra, segle XVIII, Jordi II, república, reialesa, casesdinàstiques, rebel·lió a les colònies americanes, cultura política.

Resumen. El papel de la monarquía en la Inglaterra del siglo XVIII

En este artículo, Black se plantea una nueva visión del papel de la monarquía inglesa para acabarcon la idea de la excepcionalidad británica basada en una monarquía parlamentaria como hiloconductor de la historia inglesa. Este estudio se focaliza en el siglo XVIII, sobre el que hay pocasinvestigaciones destinadas a conocer el papel de la monarquía británica. El autor compara lasituación inglesa con la circunstancia política que se vivía en el ámbito europeo y mundial delmomento, destacando en todo momento los cambios y las supervivencias de determinados sis-temas políticos, como la república, la monarquía o ciertas casas dinásticas. También nos hablade los últimos estudios sobre la corte y los gobiernos, como un punto de reflexión sobre la impor-tancia de la monarquía, así como también de la trascendencia de la realeza en la cultura pública,en la vida política y en el lenguaje político de la Inglaterra del siglo XVIII.

Palabras clave: papel de la realeza, Inglaterra, siglo XVIII, Jorge II, república, monarquía, dinas-tías, rebelión en las colonias americanas, cultura política.

Manuscrits 23, 2005 151-162

El papel de la monarquía en la Inglaterra del siglo XVIII*

Jeremy BlackUniversity of ExeterNorthcote House. Exeter EX4 4QJ. England

* Traducido por Montserrat Jiménez Sureda

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Abstract. The role of the monarchy in XVIIIth Century England

In this article, a new vision of the role of the English monarchy is suggested by Black to finish withthe idea of British excepcionality based on a parliamentary monarchy as a conducting thread of theEnglish history. This study is focused in the 18th century, around which there is few researchdestined to know the role of British monarchy. The author compares the English situation withthe political situation that was lived in Europe and its world area in that moment, highlighting thechanges and the survivals of specific political systems, as republics or monarchies. He also talksabout the last studies about the court and the governments, as a point of reflection on the impor-tance of the monarchy, as well as the transcendence of the royalty in the public culture, in thepolitical life and in the political language of the 18th century England.

Key words: monarchy role, England, 18th century, George II, republic, monarchy, rebellion inthe American colonies, politic culture.

La manera en que la historia de la Inglaterra moderna se ha solido explicar no asig-na un papel demasiado lucido a su monarquía. Mientras que la misma se intros-peccionó como crucial para la construcción del estado en el primer milenio, hastallegar al siglo XVI, en que el proceso llegó a su apogeo con las alabanzas dedicadasa los Tudor, a la institución monárquica posterior no se le ha concedido un papeltan positivo. Así, la historiografía whig, cuando se refiere a la modernización y libe-ralización de Inglaterra, presenta a los reyes del siglo XVII como obstáculos y a losderrocamientos de Carlos I en 1640 y Jaime II en 1688-1689 como hechos necesa-rios para avanzar en el progreso del país y de su sistema político. Consecuentemente,y a través de diversas articulaciones discursivas, la monarquía parlamentaria y cons-titucional inglesa se contrasta con la monarquía de los Estuardo y con las aspira-ciones jacobitas, pero también a las monarquías del resto de integrantes del continenteeuropeo. De este modo, se supone que el alma británica se sostiene en este parti-cular tipo de monarquía, y ésta, a su vez, es generada, definida y actúa como escu-do de tal excepcionalidad nacional. Esta monarquía se suele definir en términos dela voluntad de sus reyes para responder a las demandas de «progreso» político y secontrapone a la aparente ausencia de una situación similar en el resto de Europa.

Un ejemplo de esta visión lineal de la historia lo constituye el considerar que,ante el peligro de una retrocesión al absolutismo de los Estuardo, la inhabilidadde Jorge III para responder positivamente a las aspiraciones de sus colonias nor-teamericanas condujo a la guerra civil en el seno del imperio británico, esto es, a larevolución norteamericana o Guerra de la Independencia de los Estados Unidos(1775-1783). La teleología más común presenta a la monarquía británica dándo-se cuenta, inmediatamente después, de cual debía ser su papel y asumiéndolo, enparticular, con las sucesivas extensiones de las libertades a lo largo del siglo XIX

—sobre todo con las amenazas de Guillermo IV, en 1832, de crear nuevos parespara conseguir que la obstaculizadora Cámara de los Lores aprobase de una vezla primera o gran ley reformista.

Lo que antecede es un resumen de cuanto el gran público británico interesadoen historia ha asumido como cierto. En el mundo académico, las opiniones son

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divergentes. La versión histórica whig, lineal y teleológica (términos todos que sepodrían considerar intercambiables hasta un cierto punto), ha sido conscientementerechazada. Sin embargo, esta escisión de la esfera académica ha tenido muchomenos impacto del que se hubiera podido esperar en el gran público británico inte-resado en historia. Y, desde luego, el impacto de la mentalidad whig en el mundoacadémico ha sido más profundo de cuanto hubiese cabido esperar. En parte, estoes así porque persisten más aspectos de la tradición whig de los que realmente seestá dispuesto a reconocer, pero también es a causa de lo contrario. Es decir, deldestronamiento de la narrativa que representó la reacción contra la mentalidad whigy que condujo a una resistencia a ofrecer otras explicaciones generales alternati-vas. Este último caso, por ejemplo, puede observarse en las aproximaciones namie-ritas a la historia política de alto nivel y también en el tratamiento molecular postwhig de la monarquía, en que los análisis de temas y reyes no conducen a síntesisde conjunto. De igual manera, la tradición whig insiste en mantener un cierto gradode excepcionalidad británica. Mientras que los historiadores que se dedican a lahistoria del continente europeo debaten la conveniencia del epíteto absolutista,enfatizando la limitación de poderes y las pretensiones de monarcas y gobiernos,estos debates tienen un impacto muy restringido en cuantos se dedican a la histo-ria de Inglaterra. Tres causas provocan lo anterior. La primera es que, cuando sehacen comparaciones, se suelen hacer entre Inglaterra y Francia, y ésta última es des-crita como el paradigma de la Europa continental, con la consecuencia de que, si sehallan diferencias entre Inglaterra y Francia, éstas se extrapolan hasta extendersea la categoría de diferencias entre Inglaterra y el resto del continente europeo. Ensegundo lugar, el hábito de hacer comparaciones es mayor entre quienes trabajanel siglo XVII que entre los que se centran en los siglos posteriores. Y, en tercero yúltimo lugar, hay muy pocos historiadores extranjeros que hagan historia —com-parativa— de la Inglaterra del siglo XVIII y aquellos trabajos valiosos que se hanescrito sobre el tema, sobre todo por parte de historiadores franceses y alemanes,no han focalizado en la monarquía, sino que han tenido el centro de su interés enla política popular.

La falta de una tesis general sobre el papel de la monarquía en la Inglaterra delsiglo XVIII es muy desafortunada, en tanto Inglaterra tuvo un papel clave en la cul-tura política de la Europa del momento. La mayor parte de la Europa occidentalhacia la mitad del siglo estaba en manos de monarquías hereditarias. Existían alter-nativas, en forma de monarquías electivas y de repúblicas, pero eran menos impor-tantes, tanto en la escena internacional como en términos de imagen. Es más, conla excepción de los papas, que eran señores temporales de los estados pontificiospero que estaban condicionados por el celibato que les impedía tener hijos (legí-timos), los principios hereditarios tenían su papel en las monarquías electivas másprominentes. Este factor es indicativo de una tendencia importante al principiohereditario en la práctica de la monarquía. La experiencia de 1741, eligiendo unsacro emperador romano germánico que no era de la casa de los Austrias, el elec-tor de Baviera Carlos Alberto, que se convirtió en Carlos VII, se demostró tandivisiva que no fue repetida tras la muerte de éste en 1745, cuando sucesivos miem-bros de la familia de los Austrias se convirtieron en emperadores: Francisco I, el

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marido de María Teresa, en 1745; su hijo, José II, en 1765; su hermano, Leopoldo II,en 1790, y el hijo de éste último, Francisco II, en 1792. Francisco II fue el último endetentar el cargo, que fue abolido en 1806. El principio hereditario también tuvoun papel importante en Polonia, donde quien era rey a mediados de siglo, Augusto IIIde Sajonia, era hijo de su predecesor, Augusto II. Aunque cuando Augusto III murió,otra eleccion sajona fue abortada por la del candidato respaldado por Rusia, el últi-mo rey de Polonia Estanislao Poniatowski.

En las repúblicas, también existía un importante elemento monárquico. Éstese observa en los ducis de Venecia y en los estatúderes de las provincias neerlan-desas, un cargo éste último detentado, a lo largo del siglo XVIII, sólo por miembrosdel linaje de los Orange. Precisamente, este linaje de los Orange acabó unido aldevenir histórico de Inglaterra. Guillermo III de Orange no tuvo hijos que asegu-rasen que la unión dinástica entre la familia Orange e Inglaterra (1689-1702) sobre-viviese a su muerte. Sin embargo, Guillermo IV de Orange se casó con Ana, lahija mayor de Jorge II de Inglaterra, en 1735, así que Jorge III era primo de su algoinsignificante contemporáneo Guillermo V.

A la muerte de Jorge III, en 1820, la situación había cambiado mucho. La monar-quía y sus derechos hereditarios habían sido profundamente cuestionados a lo largoy a lo ancho de Occidente durante los cuarenta y cinco años precedentes. El primerdesafío de envergadura empezó en 1775 en las colonias norteamericanas queInglaterra poseía y acabó desembocando en la creación de un nuevo estado, que fue,a la vez, la primera república establecida en Occidente desde el corto interregnohabido en Inglaterra entre 1640 y 1660. Hacia 1820, la monarquía, o, al menos, elgobierno que controlaban ciertas dinastías, había sido eliminada en buena parte deEuropa occidental, de manera espectacular con la creación de la primera repúblicafrancesa en 1792 y con la ejecución de Luis XVI en el año siguiente.

Más aún, en lugar de gobernantes por derecho de sucesión, tomaron el poder unaserie de monarcas o de presidentes que no usaron para nada tal argumento. Unejemplo de éstos fueron Jean Jacques Dessalines, el primer emperador de Haití(1804-1806) o Simón Bolívar, presidente de Colombia (1819-1830), ambos líderesde movimientos que acabaron siendo exitosas guerras de liberación nacional.Incluso, y mucho más amenazante para Inglaterra, lo fue también NapoleónBonaparte, primer cónsul de Francia (1799-1804) y, después, su emperador (1804-1814), un título que, conscientemente, rechazaba el concepto francés tradicionalde soberanía y era, en sí, una grandilocuente forma de poder. De hecho, los parien-tes de Napoleón fueron colocados en tronos que ya existían. Su hermano José fueentronizado como rey de Nápoles en 1806 y como rey de España en 1808, antesde ser expulsado de este último sitial, con ayuda inglesa, en 1813, y se crearonpara él nuevos principados. Su hijastro, Eugenio de Beauharnais, fue nombradovirrey del nuevo rey de Italia, que no era otro que el propio Napoleón. Los neer-landeses proclamaron rey a otro de los hermanos de Napoleón, Luis, en 1806, paraevitar que el primer Bonaparte anexase su territorio a Francia, aunque no consi-guieron evitar que esto acabase sucediendo en 1810. Otro de sus hermanos,Jerónimo, se convirtió en el rey de un nuevo estado germánico, Westfalia, en 1807y Joaquín Murat, que había sucedido a José Bonaparte como rey de Nápoles en

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1808, había sido previamente proclamado gran duque de Berg, otro nuevo princi-pado alemán creado en 1806. De igual modo, los aliados de Napoleón fueron rápi-damente elevados a la categoría real: los electores de Baviera y Wurtemberg en1805 y el elector de Sajonia en 1806. El Estado polaco fue recreado por Bonapartecomo Gran Ducado de Varsovia y el rey de Sajonia se convirtió en su primer granduque. Por el otro lado, los gobernantes legítimos que se resistieron a la hegemo-nía de Francia buscaron asilo en Inglaterra. A Guillermo V de Orange y Luis XVIIIde Francia siguió, en 1810, Gustavo IV de Suecia. Otros gobernantes se cobijarona la sombra del poder británico, como Fernando I de las Dos Sicilias y, más tarde,don Juan, el regente de Portugal, que, al trasladarse a Brasil en 1808, se convirtióen el primer gobernante europeo que visitaba América. Durante su período impe-rial, ningún rey español visitó Hispanoamérica.

Coetáneamente al surgimiento de nuevos gobernantes, se produjo la destruc-ción de los viejos estados como Polonia (en 1795), Génova (en 1797) y Venecia(en 1707) y la creación de los nuevos, como las repúblicas bátava, helvética y ligur,aunque la mayor parte de éstas últimas tuvo una vida breve e, incluso, volvió atransformarse. Así, la república bátava se convirtió en el reino de Holanda y ésteacabó siendo parte de Francia. El Sacro Imperio Romano Germánico, y con él lasantiguas formas que revestían la autoridad y el poder en la Alemania moderna, ter-minaron y los Austrias, a través de la persona de Francisco I (a quien hubiese toca-do ser el sacro emperador romano germánico Francisco II), se transformaron enemperadores de Austria. Sin embargo, el principio monárquico continuaba siendoimportante. Los americanos que habían rechazado a Jorge III de Inglaterra como aun monarca inadecuado y una figura paterna decepcionante, por ejemplo, recrea-ron ambas formas en el presidente Washington. Aunque los Estados Unidos nohabían asumido la forma de una monarquía, tenían contenidos de la misma, inclu-so en su manera de simbolizar el poder. A pesar de todo, fue crucial que JorgeWashington no tuviese hijos y aceptase la idea de que debía servir al país sólodurante dos mandatos. A mayor abundamiento, inmediatamente después de queJorge III de Inglaterra muriese, el general Agustín de Itúrbide se convirtió en elemperador de Méjico y el hijo del rey de Portugal, en Pedro I, emperador de Brasil.Sin embargo, la legitimidad, la aceptabilidad y la estabilidad estaban lejos de ser algoseguro, como Haití, Francia (tanto bajo Napoleón como bajo los Borbones res-taurados en 1814) o Méjico se encargaron de demostrar.

Si el principio monárquico era tan importante en el mundo occidental (comolo fue, también, en el mundo oriental con golpes de estado, como el deConstantinopla de 1730, que no condujeron a ninguna república), esta aserciónofrece una vía para examinar de nuevo las posiciones de Inglaterra. En Inglaterra,el énfasis en la naturaleza limitada de la monarquía durante el siglo XVIII, gene-ralmente, había sido funcional, ésto es, una manera de focalizar en su sistema polí-tico, una manera en que el papel activo de los monarcas aparecía restringido porlos preceptos constitucionales y la práctica política. La clave de bóveda en lasinvestigaciones sobre historia política de alto nivel desde finales de la década de1920 ha sido la existencia de partidos políticos (una visión que Sir Lewis Namierdesafió), siendo el papel del monarca una cuestión claramente marginal en el deba-

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te que se generó al respecto. Aunque el papel de los reyes se llegó a debatir, hubomucho más interés en tratar de la naturaleza de la organización política y, másrecientemente, la atención se ha desplazado hasta el punto en que los partidos polí-ticos gozan del apoyo popular. La tradición positivista de la historia política bri-tánica se ha sentido más atraída por los ministros y los partidos en la esfera políticade alto nivel que por la corona en sí. Esto es especialmente remarcable para losreinados de Jorge I y Jorge II, ya que ninguno de los dos reyes dejó una corres-pondencia abundante y tampoco hubo un mecanismo formal que registrase las reu-niones mantenidas por iniciativa de ambos soberanos. Por otro lado, en ladocumentación generada por algunos ministros, básicamente la del duque deNewcastle, sólo aparecen referencias someras al papel desempeñado por su monar-ca. Así que resulta lógico que la misma naturaleza de la investigación histórica secombinase con el interés específico de los historiadores y que el resultado de los dosfactores fuese la poca atención recibida por la Corona.

Ahora bien, el interés por la Corona se reavivó, desde una óptica diversa, conel auge de los estudios sobre la Corte. Estos estudios no se restringen al ámbitobritánico, lo cual ha beneficiado a la historiografía inglesa con dos ingredientes:el cosmopolitismo y la provisión de un contexto comparativo. Sin embargo, tam-bién en ellos hallamos una especie —diferente de la descrita— de insularidad, ten-dente a centrarse en los aspectos internos de las cortes y en los temas culturalesque les son propios, con mucho menos interés en analizar el significado social ypolítico de la monarquía. Éste es un tema que se debería examinar. Para los años fina-les del siglo XVIII, existe el libro de Linda Colley que sostiene que Jorge III adqui-rió una gran importancia simbólica como estandarte de la nación bajo la amenazade la Francia de la Revolución, justo en un momento en que su significado políti-co real (como su propia fuerza física) era menor del que había tenido en sus pri-meros y controvertidos años como rey1. Colley sostiene que la decadencia de laimportancia real del soberano fue una condición coadyuvante a su importanciasimbólica. Aunque la tesis de Colley es muy llamativa, sus postulados planteanuna serie de problemas. En primer lugar, como explicación de los primeros añosdel siglo, esta obra quiere describir el espíritu de su tiempo y se limita a ofrecerun repertorio exhaustivo de la gran variedad de opiniones, algunas de ellas muycríticas, que hubo acerca de Jorge III y de la monarquía en general. En segundolugar, está muy lejos de verse con claridad, en éste y en otros períodos de la historia,cual es la relación entre poder simbólico y poder real. En tercer lugar, en este libroexiste una tendencia a minimizar el papel simbólico del monarca y de la monar-quía en los últimos años de reinado de Jorge III. Esto, en parte, refleja el carismaque le faltaba a la casa de Hannover, a pesar de que sus miembros no fueron peo-res que los Borbones, pero también retrata una dimensión ahistórica, en la cual,como el papel simbólico de la monarquía significa relativamente poco para el his-toriador contemporáneo que lo está analizando, éste asume que tuvo el mismo pesoinsignificante en el siglo XVIII.

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1. COLLEY, L. J. (1992), Britons. Forging the nation, 1707-1837, New Haven, Imprenta de laUniversidad de Yale.

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El malentendido es serio. Sólo hay que fijarse en la importancia de la luchadinástica entre los gobernantes de la casa de Hannover y los Estuardo que perma-necían en el exilio. Además, el desafío jacobita nos indica cuan central fue el temamonárquico en el siglo XVIII. Este desafío tuvo mucha importancia hasta 1746,cuando Carlos Eduardo Estuardo fue derrotado en la batalla de Culloden, peroincluso después fue muy tenido en cuenta, ya que el fracasado intento francés de in-vadir Gran Bretaña en 1759 fué, ostensiblemente, en apoyo de las razones del pre-tendiente Estuardo. De hecho, el triunfo de los Estuardo hubiese significado paralos franceses una salida honorable y estratégica a la guerra con Inglaterra, ya quehubiese comportado, al menos aparentemente, la seguridad de que ésta última nointentaría tomarse la revancha. Justo en aquellos momentos, la causa de los Estuardodependía del apoyo exterior en un punto mucho mayor de cuanto había dependidoen 1745. El fracaso del año 1759 fue seguido del acceso al trono de Jorge III en1760 y del desarrollo de una nueva tendencia política auspiciada por él, a saber,un refuerzo consciente de la causa de los «patriotas», un rechazo a la intervencióndel resto de potencias del continente europeo, un enfriamiento de los lazos con elresto de integrantes de la casa de Hannover y un acercamiento deliberado a lostories. Esta tendencia política terminó por romper definitivamente cualquier posi-bilidad de apoyo inglés a la causa de los Estuardo.

Ahora bien, el fracaso de la opción Estuardo de ningún modo representó una dis-minución o una desaparición de la transcendencia de la realeza en la cultura públi-ca y en la vida política. Al contrario. El lenguaje político desarrollado en la décadade 1760 está repleto de temas simbólicos tradicionales, básicamente centrados enlas esperanzas que despertaba un rey joven y en las preocupaciones surgidas sobreun favorito que aparecía como siniestro: Juan, el tercer conde de Bute, que se con-virtió en primer ministro en 1762. La regeneración a través de un renacimientoencarnado en un nuevo rey fue la idea central de las aspiraciones que los «patrio-tas» focalizaron, primero, en Federico, el príncipe de Gales, hasta la muerte delmismo, acaecida en 1751, y, después, en su hijo, el futuro Jorge III. El lenguajesimbólico era muy potente, aunque esta misma potencia sea difícil de descifrarpara los historiadores. La ola de criticismo que levantó la salida del gobierno deGuillermo Pitt el Viejo en octubre de 1761 y, por consiguiente, el movimiento anti-gubernamental wilkesita durante la década de 1760, supuso que el «patriotismo»fuese un movimento contestado por sectores críticos antigubernamentales que desa-fiaron a la imagen benigna que se había construido de Jorge III. No se llega a verclaro hasta qué punto el «patriotismo» centrado en la figura real que Colley ha des-crito como existente en la segunda mitad del siglo XVIII estaba presente duranteeste asalto a la figura del monarca. Particularmente, se deja de ver un vacío en lasituación británica de la década de 1770. Las críticas coetáneas sobre la posición delgobierno británico con respecto a sus colonias norteamericanas condujeron a unaamplia escalada de reclamaciones2. Sin embargo, muchas de estas reclamacionesse dirigieron al gobierno y no a la Corona. Por el contrario, en 1776, las críticas

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2. BRADLEY, J. (1986), Popular politics and the American Revolution in England. Petitions, the Crownand public opinion, Macon (Georgia), Imprenta de la Universidad de Macon.

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sobre la posición del gobierno británico con respecto a sus colonias norteameri-canas se dirigieron a la Corona, como se colige del ataque a Jorge III, calificadocomo tirano en la declaración de independencia de los Estados Unidos. El malgobierno se personalizó en los actos de un tirano y eso refleja el fortísimo papelque la lealtad al soberano desempeñaba en la cultura política de la época y tam-bién la gran desilusión que, con respecto a Jorge III, experimentaron muchos«patriotas» norteamericanos entre 1774 y 1776. Una parte del lenguaje que seempleó era netamente bíblico y hacía de Jorge III una especie de plaga del AntiguoTestamento. Uno de los leales al rey, Tomás Hutchinson, llegó a comentar quehabía frases «preparadas perversamente para focalizar los agravios en el rey»3.Jorge III, por su parte, estaba decidido a mantener sus colonias norteamericanas yactuó con sus habituales firmeza y sentido del deber4. La actitud del rey podíahaber sido vista como un impresionante despliege de perseverancia y resolución,una especie de anticipo de lo que representó, mucho después, la determinación deWinston Churchill. Sin embargo, esa actitud perseverante de Jorge III le condujopor el sendero político del fracaso. Ahora bien, cualesquiera que hayan sido lascaracterísticas de la política seguida para tratar con las colonias inglesas deNorteamérica, cuanto aconteció refleja la importancia política de la Corona e indi-ca el grado según el cual Inglaterra puede compararse con lo que estaba pasando enel resto del continente europeo.

Si vamos más allá y nos situamos en una perspectiva diversa, no se puede sim-plificar sosteniendo que los reyes ingleses del siglo XVIII se vieron afectados porel papel desempeñado por instituciones mediadoras como el Parlamento. Sin embar-go, tales instituciones fueron muy importantes en Francia. En lugar de analizareste tema en términos de restricciones impuestas a la Corona por el Parlamento—y proceder a medir la autoridad y el poder emanados de ambas instituciones enconsecuencia—, es más apropiado el notar la tensión, común a ambas, causada porla regularización del poder a través del establecimento y la observancia de los pro-cedimientos administrativos acordados y la intervención personal del monarca. Latensión entre la maquinaria administrativa y el poder real se debió también, hastaun cierto punto, a que, en Inglaterra, como en cualquier parte, en un sistema enque el favor de la Corte era crucial, el poder no se basaba necesariamente en estarinstalado en alguno de sus engranajes, puesto que sólo los reyes podían arbitrarefectivamente en las disputas, ya que el poder limitado de las instituciones guber-namentales los forzaban a actuar y a que sus súbditos viesen como actuaban, ejer-ciendo así el papel que se les había imbuido y para el cual se les había educado.Como en todas partes, en Inglaterra, era muy importante —aunque no bastaba coneso— que el rey mostrase su favor a ministros, instituciones y edictos si éstos que-rían mantener intacta su autoridad o cumplirse. El apoyo real no bastó para que el

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3. HUTCHINSON, T. (1776), Strictures upon the Declaration of the Congress at Philadelphia, Londres,p. 16. El texto íntegro puede leerse en <http://www.historians.org/teaching/AAHE/H67/Hutchinson.htm>.

4. O’SHAUGNESSY, A. (2004), «”If others will not be active, I must drive”. George III and the AmericanRevolution»», Early American Studies, núm. 2, 1 (primavera).

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ministerio de los lores Stanhope y Sunderland sobreviviese al ataque que se le diri-gió en 1720. Tampoco amparó lo suficiente a Walpole en 1742, ni a Carteret en1744 y en 1746. Si la política británica aparecía particularmente inestable a ojosde los forasteros a causa del papel que desempeñaba el Parlamento en ella, talescomentaristas hallaban a muchas otras cortes igualmente —o, incluso, más— ines-tables, debido al papel que tenía en la política general el favor del rey. Esta impre-sión puede leerse en la correspondencia generada por los diplomáticos. Un ejemplolo constituyen las cartas enviadas desde San Petersburgo por el embajador inglés.

En Gran Bretaña, como en todas partes, los ministros que accedían al cargopor primera vez trataban de favorecer las muestras públicas de apoyo a su políticamediante la concesión de ejecutorías de nobleza a sus aliados o colocando a susincondicionales en puestos de la casa real, y los gobernantes solían disgustarseante tales muestras de presión que recaían sobre ellos. Muchos ministros —comoTanucci en Nápoles en 1776 o Pombal en Portugal en 1777— fueron apartados delpoder porque cayeron en desgracia ante la Corte y perdieron —o nunca tuvieron—el apoyo del monarca o de sus allegados. Otra demostración de la importancia polí-tica de los reyes se observa en los problemas de envergadura que creaba el papel delrey cuando la persona que lo ejercía estaba enferma, como sucedió con Luis XV en1728 y con Jorge III entre 1788 y 1789. El papel de rey como ser humano tambiénprovocó algunos ataques, que, en su sentido más literal, se tradujeron en intentosde asesinato. Los miembros de la casa de Hannover no hubieron de sufrir dema-siadas tentativas de magnicidio, en parte porque las aspiraciones clave de los par-tidarios de los Estuardo se canalizaron a través de intentos de golpe de estado. Sinembargo, en la segunda mitad del siglo XVIII, algunos reyes europeos sufrieron deintentos de asesinato, esto es, Jorge III en 1786 y 1800, Luis XV de Francia en1757 y José I de Portugal en 1759, y ciertos golpes de estado condujeron a la eli-minación física de los soberanos, a saber, el zar Pedro III murió en 1762, GustavoIII de Suecia en 1792 y otro zar, Pablo I, en 1801.

Así que Gran Bretaña no se puede considerar excepcional por tener una monar-quía débil. Era frecuente que, incluso cuando los gobernantes controlaban eficaz-mente a sus cortes y ministros, las instituciones y el personal de sus gobiernos semostrasen sordos a sus demandas, sobre todo si las mismas implicaban algún tipode cambio. Igual que en el resto del continente europeo, en Inglaterra existía una ten-sión entre el respeto por el privilegio y los precedentes y la dirección hacia la queel gobierno trataba de llevar su política de reformas.

Ya los coetáneos habían hecho comparaciones específicas. EdmondDziembowski ha puesto de manifiesto recientemente una comparación importan-te entre Inglaterra y Francia5. Según ella, la rivalidad entre la Corona y su oposi-ción aristocrática fue el elemento clave de convergencia en la política de ambosestados. En la prensa británica también se han hallado paralelismos, sobre todopor parte de los escritores de la oposición deseosos de argumentar que la excep-cionalidad nacional, al igual que las libertades, había sido aniquilada como con-

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5. DZIEMBOWSKI, E. (2005), Pitt l’Ancien, la politique britannique et l’espace franco-britannique auXVIIIe siècle, tesis de habilitación (HDR) inédita, París: Universidad de La Sorbona.

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secuencia del camino de corrupción emprendido por la sociedad británica y/o porlas tendencias peligrosas —e, incluso, autocráticas— de su gobierno6. Observar ala política británica a través del prisma de la supuesta corrupción ministerial con-vertía a Gran Bretaña en similar a los otros estados del continente europeo y estaconversión creaba el contexto adecuado para el criticismo interior dirigido haciala Corona. En algunos casos, estos procesos de comparación convertían a Inglaterraen similar a algunos estados de Europa y diferente a otros estados del mismo con-tinente. Esta aserción deviene particularmente certera si fijamos nuestra atenciónen la competencia y la personalidad de los reyes.

Claro que, ante la similitud, se distinguía un elenco de diferencias, pero si elgobierno parlamentario es una expresión de éstas últimas, la dinastía de los Hannoveres otra, ya que, en su momento, se presentó como un rechazo legal a la dinastía delos Estuardo. Así, la Corona fue una expresión constitucional y una protectora delas diferencias y esto constituyó un pilar donde apoyarse, independientemente delos fallos del monarca como individuo que la ocupaba.

En cuanto a este último punto, el del monarca como individuo, existen unasbuenas biografías recientes de la reina Ana y de Jorge I7. La figura de Jorge IIIestá mucho menos tratada, aunque se puede sortear esta falta de intensidad histo-riográfica acudiendo a la extensa correspondencia del rey, accesible al lector enlas diversas ediciones que se han hecho de ella. La situación empeora en el casode Jorge II (que fue rey desde 1727 hasta 1760), monarca de hecho tanto como supropio título sugiere, que gozó de un largo reinado pero al que sigue faltando unabiografía procedente del mundo académico. Estas omisiones no dejan de tener granimportancia, ya que, sin una biografía apropiada, los reyes aparecen como figurasde importancia episódica, claramente secundaria con respecto a sus propios minis-tros, meros seguidores de éstos últimos en lugar de ser considerados como pro-ductores de iniciativas. Para entender el papel que desempeñaban los monarcas,es necesario considerarlos no como figuras ajenas o accesorias de los estudios dehistoria política, sino que hace falta un análisis que focalice en ellos desde el usoexhaustivo de las fuentes que ellos mismos han generado. En segundo lugar, sinun estudio que focalice, de la manera descrita, en la figura real, se hace muy difí-cil comprender a la monarquía inglesa de los Hannover y a los problemas que éstageneró y que afectaron al personal político inglés de alto nivel —a los ministros—.En tercer lugar, el minimizar el peso político de Jorge II provoca que Inglaterraaparezca más distinta de lo que en realidad era con respecto al resto de estados dela Europa continental y, obviamente, esta diferencia dificulta un potencial análisiscomparativo. La minusvaloración de Jorge II es un proceso antiguo, pero, en ella,también han incidido ciertos factores recientes. Sin un acceso fiable a las noticiasde la Corte y con el interés vuelto hacia los partidos políticos, muchos coetáneosfocalizaron sus investigaciones en los ministros, no en la Corona, y esta tenden-

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6. BLACK, J. (1986), Natural and necessary enemies. Anglo-French relations in the eighteenth cen-tury, Londres: Duckworth.

7. GREGG, E. (1984), Queen Anne, Londres: Routledge y Kegan Paul. HATTON, R. (2001), George I,New Haven: Imprenta de la Universidad de Yale.

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cia se fortaleció durante el largo reinado de Jorge III (1760-1820) a causa del vigorde la mitología whig sobre este monarca, que empezó a reinar de forma tan temprana.El mito que los whig construyeron acerca de Jorge III presenta a este rey como a uninnovador que destruyó la estabilidad del «antiguo corpus» que formaba la polí-tica whig y la monarquía constitucional establecida después de la RevoluciónGloriosa de 1688-1689 y, por consiguiente, este mito condenaba la política jorge-tercista mediante una comparación con la desarrollada en tiempos de su predecesorJorge II, que había dejado poca impronta personal en la misma.

Comparada con la riqueza de publicaciones acerca de sus ministros, especial-mente sobre Walpole, Newcastle y Pitt, hay muy pocas obras que se refieran direc-tamente a la biografía de Jorge II. A pesar de ello, no sólo existe la posibilidad,sino que también hay una necesidad de que se escriba sobre este rey. Jorge II nodejó tras de sí grandes aportes documentales epistolares. Su costumbre de haceranotaciones en las cartas que sus ministros le dirigían, en lugar de responder a lasmismas, es un problema. En el caso de Jorge II, no hay nada comparable a la corres-pondencia de su nieto, Jorge III, que está depositada en el Archivo Real de Windsor,así que resulta difícil investigar sus planteamientos. De todas formas, como RagnhildHatton ha demostrado para el caso de Jorge I, la ausencia de cartas no es suficienterazón para no tomar al rey como centro de una biografía elaborada por historia-dores. Puesto que, a pesar de que el Archivo Real contenga poco material —dehecho, menos material en el caso de Jorge II del que existe para hacer una biogra-fía de su segundo hijo Guillermo, duque de Cumberland, e, incluso e irónicamen-te, menos material del que bastaría para emprender el estudio de su rival, el potencialJaime III de Inglaterra y VIII de Escocia—, existen fuentes que permiten investi-gar la trayectoria de este rey. Así, junto al análisis sistemático de la documenta-ción generada por los ministros británicos, debe tenerse en cuenta que losdocumentos de los diplomáticos son capaces de proveer de una masa ingente deinformación acerca de la Corte. Los diplomáticos se acreditaban en las Cortes, noen los ministerios, tenían un acceso recurrente a las primeras y eran unos comen-taristas detallados acerca de todo cuanto acontecía en ellas. Sus conversacionesfrecuentes con los reyes convierten a sus relatos en una vía para estudiar los plan-teamientos de los monarcas. Estos mismos diplomáticos dejaron muy claro el graninterés que tenía el rey Jorge II por los asuntos de la diplomacia europea.

Resumiendo, no ha habido un estudio sistemático que tomase como base losinformes diplomáticos y, en particular, la información que éstos ofrecen acercade la relación entre el rey Jorge II y la política británica. En este punto concreto,los historiadores extranjeros tienen mucho que ofrecer. La única información acer-ca del reinado de Jorge II contenida en un archivo extranjero que se ha analizadoexhaustivamente es la serie que recoge la correspondencia política con Inglaterraque se guarda en el Ministerio de Asuntos Exteriores de París. Se han investiga-do partes de otras series, como la que contiene los informes de Luis Michell, uncorresponsal que Prusia envió para cubrir la Guerra de los Siete Años, aunque node forma exhaustiva. Siguiendo con Prusia como ejemplo, se necesitaría un aná-lisis de los informes redactados durante la década de 1730, especialmente porDegenfeld, que era considerado por el gobierno británico como afín a sus intere-

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ses, y también se precisaría un estudio de los documentos redactados por su hos-til sucesor, Börck, que trató de establecer vínculos con Federico, el príncipe deGales, y al cual Jorge II rehusó reconocer. De hecho, la naturaleza y el papel de lamonarquía, tanto inglesa como europea en general, podrán delimitarse con garan-tías de éxito sólo como parte de una empresa historiográfica de mucho más calado.Tal empresa nos dará la clave para entender las semejanzas y las diferencias, tantocomo las sinergias y las tensiones, que la naturaleza y el papel de la monarquíahicieron surgir.

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