bitacora, una mirada detrás de la obra de eduardo tokeshi
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Libro sobre el proceso creativo de algunos de los proyectos del artista peruano Eduardo Tokeshi.TRANSCRIPT
Bitácora.
Una mirada detrás de la obra de Eduardo Tokeshi.
Edición y compilación:
Claudia Delgado y Antonella Zumaeta
Diagramación:
Antonella Zumaeta
Textos:
Claudia Delgado
Todas las imágenes de este libro le pertenecen a
Eduardo Tokeshi Namizato.
Ninguna parte de esta publicación puede ser
reproducida, utilizada o transmitida en manera
alguna sin permiso previo del editor.
Impreso en noviembre de 2011, en Lima, Perú.
Primera edición.
Queremos agradecer inmensamente a Eduardo Tokeshi
por compartir sus bitácoras con nosotras.
Sin su ayuda y confianza, no se hubiese podido realizar este libro.
En un proyecto de diseño editorial de la universidad, se nos encargó hacer un libro en parejas. El punto de partida era elegir un tema que interesara a ambos integrantes, recopilar la información y, sobre todo, desarrollar un minucioso ejercicio de diseño y diagramación. Sin decirnos nada, Claudia y yo nos miramos sabiendo que lo haríamos juntas, y que el tema tendría que ver con arte.
Una de las tantas ideas que tuvimos fue la de hacer una recopilación de obras de artistas jóvenes. A Claudia y a mí nos fascinaba la idea de conversar con cada artista y preguntarle cómo surgían las ideas para sus proyectos. Sin embargo, no estábamos convencidas de mostrar solo las obras finales (siempre tan perfectas y limpias). Lo que más nos interesaba era, más bien, conocer y exhibir aquellos impulsos y vacilaciones que se encuentran en todo proceso artístico.
Fue así como surgió la idea de buscar bitácoras de artistas. Espiar toda la evidencia de aquel acto que significa exponer (y exponerse). Revisar los cuadernos, bocetos, referentes; las ideas que dieron fruto a las obras. Enterarnos cómo se concibió un cuadro, cómo terminó, qué detalles nunca vieron la luz, qué cambios experimentó la idea original. Nuestro instinto voyeur por saber cómo trabajaban los artistas peruanos iba más allá y quería abarcarlo todo.
Fue así como llegamos a los cuadernos de Eduardo Tokeshi, cuya larga y conocida trayectoria quizás no se compara con el vasto universo que escoden los dibujos que presentaremos.
Eduardo fue el primero —de nuestra larga lista de artistas por conocer— en prestarnos los dibujos originales que dieron inicio a sus muestras: cuadernos envejecidos por el tiempo, trazos en servilletas arrugadas. Había de todo un poco. Al recibir tanto y tan intenso material, comprendimos que solo sus bocetos ya daban para un libro entero.
Esta es, pues, la historia del proceso de este libro, el cual, a su vez, detalla otro proceso mucho más misterioso: el de la creación artística.
Antonella Zumaeta
Este libro consiste, básicamente, en una intromisión sigilosa a los cuadernos del artista peruano Eduardo Tokeshi, para poder —o al menos intentar— entender cómo imaginó y, finalmente, realizó sus obras.
Para numerosos creadores, los cuadernos de bitácora funcionan como una suerte de depósito en el que se acumulan no solo bocetos, sino un poco de todo lo vivido —ya sea a manera de dibujos o textos—, para ver qué se hace con ello después.
No obstante, a veces estos cuadernos terminan convirtiéndose en pequeños universos aparte, en los que lo efímero queda registrado de una forma tan fresca y contundente que se transforma en una obra en sí misma.En muchos casos, incluso, un cuaderno de bitácora termina convirtiéndose en el diario visual del artista. Un diario que lo acompaña, que recibe todas sus reflexiones, dudas, deseos y temores. Memorias a veces impulsivas e improvisadas, que luego servirán como un íntimo registro de toda una época.
El libro se divide en cuatro secciones dedicadas a las muestras más representativas de Eduardo Tokeshi. En cada apartado serán expuestos los bocetos extraídos de sus cuadernos, junto con imágenes de los cuadros terminados.
Sumado a este orden visual boceto-obra, intentaremos aproximarnos a la historia subyacente detrás de cada muestra: las motivaciones que llevaron al artista a concebir cada exposición, revelaciones sobre el proceso físico de elaboración de los cuadros, entre otros tantos aspectos que nos ayudarán a entender a fondo su proceso creativo.
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De ascendencia okinawense, Eduardo Tokeshi tuvo desde niño un
marcado interés por el arte y, en particular, por el dibujo. Entre los
6 y los 12 años, vivió un largo período marcado por el asma, enfermedad
que --sin saberlo-- lo ayudó a trazar la línea de su vida. Obligado a pasar
más tiempo en casa que en el colegio, Tokeshi aprende a dibujar por
iniciativa de su madre. Estos son los primeros dibujos que ella le enseña:
Eduardo Tokeshi Namizato nace en Lima, en 1960. Sus cuatro abuelos
eran japoneses, de la isla de Okinawa. A principios de la década de
1910, ambas familias emigraron al Perú debido a la crisis económica que
remeció al Japón. Los Tokeshi y los Namizato se conocían porque ambas
formaban parte de la colonia japonesa en el Perú.
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Una vez instalado en Lima, después de muchos años de trabajo y
ahorro, el abuelo paterno de Tokeshi alquiló una casa antigua en la
esquina de las calles Bambas y Cotabambas, en el centro de Lima. En dos
de los cuartos que daban a la calle, abrió una bodega y una cantina. El
siguiente es un croquis de cómo era, más o menos, aquella casa:
Sara y Víctor, los padres de Tokeshi, fueron enviados al Japón por sus
respectivas familias. Los emigrantes okinawenses querían que sus hijos se
educaran allá porque albergaban la esperanza de retornar a su país de
origen. Sin embargo, el estallido de la Segunda Guerra Mundial los obligó
a escapar.
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A este grupo de hijos de japoneses que se vieron forzados a regresar
a vivir al Perú se les denomina kirai nisei, ‘los que volvieron’. En este
contexto, los padres de Sara Namizato le pidieron al joven Víctor Tokeshi
que acompañara a su joven hija en el vuelo de regreso de Okinawa a
San Francisco. Fue en estas circunstancias en que los padres de Eduardo
Tokeshi se conocieron y, posteriormente, se enamoraron.
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En Lima, la pareja contrajo matrimonio y se instaló en la casa de
Cotabambas, donde crecieron Eduardo y sus hermanos, Jorge y Marisa.
Eduardo fue el tercer hijo de los Tokeshi Namizato. Como los dos
mayores destacaban bastante en el colegio, Eduardo encontró en el
dibujo una forma de sobresalir.
Dibujaba en los papeles con los que envolvían arroz [en la bodega].
Los papeles de sulfito, esos que son suaves por un lado. Para mí, la
única manera de brillar era en el dibujo.
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El asma que experimenta durante su niñez también favorece que
Tokeshi se desarrolle en el dibujo. Por un lado, porque disponía de todo el
tiempo del mundo para dibujar lo que le provocara, ya que pasaba tanto
o más tiempo en casa que en la escuela.
Por otro lado, porque en la cantina familiar era testigo de escenas
usualmente vetadas a los ojos de un niño: discusiones entre borrachos,
peroratas de catedráticos, encuentros subidos de tono… Todo ello era
un festín para su imaginación, aunque por ser pequeño aún no entendía
mucho de lo que era testigo.
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Lo cierto es que, al acabar el colegio, su única certeza era que quería
seguir dibujando. “En esa época, cuando terminas el colegio lo único que
quieres, si sabes dibujar, es estudiar Arquitectura”, reflexiona el artista sobre
esos años.
De esta manera, Tokeshi ingresa a la Facultad de Arquitectura de la
Universidad Federico Villareal. No obstante, el marcado sesgo técnico
de la carrera no hace más que asfixiarlo, razón por la cual abandona los
estudios.
Posteriormente, ingresa a la Universidad Católica a estudiar Diseño
Gráfico, en la facultad que, en aquellos tiempos, era denominada
Escuela de Arte de la PUCP. Pero la frialdad característica de los trabajos
gráficos tampoco logra convencer al joven Tokeshi. Por ello, termina
optando por cambiarse a la carrera de Pintura, donde puede dar rienda
suelta al trazo más espontáneo desarrollado durante su niñez, así como a
los fantasmas de todo lo aprehendido en la cantina.
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Sin embargo, aprender a pintar le costó mucho a Tokeshi, ya que
durante años solo se había concentrado en el dibujo. Su contacto con el
óleo fue, por lo demás, bastante tortuoso. Asimismo, la tradición pictórica
de la Escuela, por momentos tan inflexible, no hacía sino darle ganas de
experimentar con materiales y formatos totalmente distintos.
Por si esto fuera poco, desde los 12 hasta los 29 años, el padre de
Tokeshi le ordena trabajar como un empleado más en el bazar de la
familia, ubicado en el jirón Ayacucho, cerca de la calle Capón. Verse
obligado a hacer de vendedor todos los fines de semana determina
que el antes tímido Tokeshi aprenda a desenvolverse y desarrolle dotes
de comerciante. Posteriormente, aquellas habilidades lo ayudarán en el
proceso de convertirse en un artista y comenzar a vender sus cuadros.
A continuación, revisaremos cuatro de los proyectos más
representativos de Eduardo Tokeshi Namizato. A través de este ejercicio,
conoceremos qué dirección siguió la línea del destino del artista. Una
línea que comenzó a ser trazada aquellas tardes en las que el niño Tokeshi
dibujaba escondido, debajo del mostrador, en la antigua cantina de la
calle Cotabambas.
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En 1988, con 28 años de edad y recién egresado de la Escuela,
Eduardo Tokeshi realiza su primera muestra individual en la galería
Fórum: Solo nubes veo para ti. Esta fue planeada como un asalto a
un banco, o más precisamente, como una huida de la cárcel de lo
académico. La idea era escaparse de lo formal, hurgar en las salidas
de emergencia, romper con todo lo aprendido en la universidad hasta
entonces.
Solo nubes veo para ti fue realizada durante una época de tensiones
y nudos para el joven artista, de espacios vacíos y, al mismo tiempo,
repletos de angustia.
La vida en la universidad había sido agitada y, en no pocos
momentos, difícil. Después de escapar de la arquitectura y de haber
probado el camino del diseño gráfico, Tokeshi finalmente se decidió por
la pintura. Pero esta vía tampoco fue fácil.
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Como respuesta a todo ello, en su primera muestra, el joven artista
opta por un cambio de soportes y materiales total, así como por
una notoria ausencia de color: telas, blanco, vacíos. Así, los nudos se
convierten en una metáfora de sus inquietudes de turno: la incertidumbre
por su futuro en el mundo del arte, la preocupación por la agitada
situación nacional y, en un plano mucho más personal, sus inquietudes
románticas.
No es casual, pues, que la muestra se llame como se llama: Solo nubes
veo para ti. El nombre mismo nos revela un remitente, un destinatario y un
obsequio.
Lo que cuesta trabajo entender es por qué un mensaje tan directo
y sencillo, de evidente carga poética, se traduce como una muestra
repleta de conexiones truncadas y, además, carente de color. El alto
contenido romántico anticipado por el titulo parece ser arrasado por los
rostros silentes bajo las telas; rostros anónimos que parecen cadáveres, a
los cuales ya no les resta nada por decir.
La muestra se compone, asimismo, por piezas cuyos títulos nos sugieren
una historia truncada: ella, él, los hijos, la cama, los testigos y, finalmente,
el silencio. En varias de las piezas, incluso, los personajes se definen por
su ausencia: ella y él parecen haber dejado solo sus rastros. El rostro que
representa a los hijos, oculto y rígido, da la impresión de no querer salir
nunca a la luz.
Pero entre todas, la pieza que más nos absorbe, probablemente,
es la de los testigos. Una composición de rostros repetidos —siempre el
mismo—, ocultos bajo una trama de telas; un tejido que parece asfixiarlos.
En su momento, esta obra fue traducida como una instantánea de la
coyuntura nacional, puesto que denunciaba —de manera provocadora
e impactante— las numerosas muertes generadas por la violencia
política, resultado de la desintegración del país en aquella época. Los
rostros cubiertos representaban, entonces, la ceguera y la indiferencia de
la mayoría de peruanos ante los frecuentes crímenes de esta índole; el
anonimato de los muertos, la impotencia y la imposibilidad de acción.
Así, Solo nubes veo para ti termina funcionando como una inquietante
serie de elementos siniestros. Estos, más que revelarnos algo sobre el artista
o su situación, nos ofrecen pistas incompletas, que nos generan angustia
y nos seducen, ya sea por su extrañeza, por su carga emotiva o por el alto
componente documental de las nubes y pesadillas que atormentaban a
los peruanos —y al propio Tokeshi— durante esa época.
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Deshaciendo los nudos
Para mí el blanco nunca significó paz.
El blanco para mí es la muerte, la nada, el silencio, el vacío.
La primera muestra de Tokeshi cobra forma en su primer taller: una
casa abandonada ubicada justo al lado de la casa familiar, en la calle
Cotabambas, en el centro de Lima.
Es en este edificio de singulares condiciones, Tokeshi prepara la muestra
durante seis meses. Aprende a hacer nudos y tramas, a realizar moldes de
yeso de su propia cara, así como a trabajar con cerámica al frío.
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Se trataba, básicamente, de un proceso de prueba y error, en el cual
el artista experimentaba con materiales que nunca había utilizado en
la Escuela. A veces, por ejemplo, pintaba en cierto tipo de telas —ya
tensadas— y descubría que el material no era el adecuado: todo se
chorreaba. El trabajo, entonces, tenía que empezar de nuevo.
No obstante, el estado de ánimo en el que preparó la muestra, según
el propio artista, era terrible. Como ya se ha sugerido, esta fue concebida
como un mensaje de amor para cierta destinataria, pero Tokeshi no podía
evitar tener un mal presentimiento acerca de cómo acabaría dicha
historia.
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Así, pues, realizar Solo nubes veo para ti fue una suerte de proceso de
aceptación de lo imposible. De hilvanar un conjunto de sueños truncados,
los cuales se reflejan en los títulos y el carácter de las obras: testigos que
no ven, un hijo que no cobra vida, un ave estática.
A pesar de este lúgubre trasfondo, o quizás precisamente por ello, la
crítica que recibió esta primera exposición fue muy buena. Incluso, se
llegó a vender más de la mitad de las piezas, superando las expectativas
del joven Tokeshi. Por otro lado, aquellos cuadros que no fueron
adquiridos se desarmaron, como heridas que no valía la pena seguir
mirando.
De este modo, mientras algunos de los sueños personales de Tokeshi se
desdibujaban, otro más importante comenzaba a cobrar forma: el sueño
de convertirse en un artista. Quizás sin que él mismo se diera cuenta, uno
por uno los nudos se iban desatando. En silencio, el lienzo blanco de su
futuro empezaba a pedir color.
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Tan solo un año después de Solo nubes..., una vez más en la galería
Fórum, Tokeshi presenta su segunda muestra individual, a la cual
titula La biografía. Esta nace, básicamente, como un intento por ordenar
el caos que perseguía al artista desde el ejercicio de exposición —y el
estado de ánimo— anterior.
Tokeshi prepara, entonces, una muestra mucho más lúdica, con
cajas divididas por numerosos compartimentos que esconden sorpresas
de todo tipo. Así, La biografía se configura como un juego; el juego de
coleccionarse a uno mismo, de (re)presentarse ante el público por medio
de un sinfín de elementos.
Ya desde el título, Tokeshi se propone hacer una evaluación de lo
vivido hasta ese momento, buscando definir de dónde viene y hacia
dónde se dirige. Entonces, ordena una serie de símbolos y metáforas
de su propia vida, con el fin de entenderlos y entenderse a sí mismo,
tomando la distancia adecuada.
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A los ya conocidos rostros anónimos, se les suman frascos con pastillas,
escaleras que no llevan a ninguna parte, hojas de afeitar, paquetes
sin abrir, fósforos aún no encendidos, entre otros elementos. Todos ellos
actúan como signos: objetos que seducen, inquietan y, al mismo tiempo,
definen al joven artista.
La elección de este peculiar prodecimiento de recolectar evidencia
de sí mismo —en vez de pintarla— demuestra que, a estas alturas, Tokeshi
todavía conserva su furor contra lo académico.
“Haciendo lo contrario de lo que me enseñaron en la Escuela, me fue
bien”, confiesa Tokeshi. Solo nubes… fue una prueba de ello. En aquel
momento, los miembros de la Escuela y gran parte del público no supieron
entenderlo ni cómo criticarlo, pero no pocos se mostraron sorprendidos
por la novedad de su estilo.
Eso sí, un nuevo personaje, antes ausente, comienza a participar en su
obra: el color. Aunque tímidamente, por fin el color irrumpe en el universo
del pintor, anunciando un nuevo estado de ánimo.
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Si bien los personajes de sus cajas poseen un marcado carácter
tanático —frascos de pastillas, hojas de afeitar, etcétera—, el color
les otorga cierta carga lúdica. “Se trataba de congelar el dolor [que
cargaba desde la anterior muestra], exteriorizar todo lo que sentía. Si
exponía los elementos de la muerte, los podía dominar”, cuenta Tokeshi.
Por esas fechas, el artista enfrentaba la pérdida de algunas personas
queridas, mas ello no consigue opacar su nuevo estado de ánimo.
A este cambio cromático se le suman, también, otras novedades.
Por ejemplo, en la pieza que lleva el título de la muestra. Por vez primera,
aunque aún con los ojos ocultos, los rostros sin rastro logran abrir la boca.
Parece ser que por fin estos seres anónimos se animan a decirnos algo,
lleguemos o no a escucharlos.
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Asimismo, en la pieza Juego de villanos, la pregunta por la identidad se
define como una gama de opciones. Tres pañuelos de colores escapan
del pecho de los hombres anónimos: cada uno, una opción; cada color,
una propuesta. Para Tokeshi, la posibilidad de hacer o no el bien —ser o
no un villano— pareciera ser simplemente eso: un juego, una aventura;
incluso, una invitación.
Por momentos, la escritura de La biografía parece ser una cuestión de
elecciones. Hay que considerar que, a los 29 años, aún quedan muchas
puertas por abrir. Esta multiplicidad de opciones en la vida del artista es
representada, por ejemplo, con una serie de ratoneras por activar. Tokeshi
aún no ha pisado todas las trampas.
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Así, esta segunda muestra revela que la biografía real de Tokeshi se
está construyendo en el tiempo: con sus elecciones, con los botones que
acciona y las reacciones que estos provocan. También nos anuncia un
cambio de ánimo y de motivaciones. Ya no más silencios blancos, ya no
más angustias anudadas. Los nudos de la caja se desatan y, con ello,
saltan las sorpresas.
El artista y su entorno: una caja dentro de otra
Cuando uno habla de sí mismo, está hablando del país.
A través de este proceso de autodefinición —y quizás sin percibirlo en
aquel momento—, Tokeshi elaboró una radiografía tanto de su propio
estado como del de su país. La violencia seguía presente en el contexto
de la época. La muerte, entonces, no era una simple metáfora propia;
también les concernía al resto de peruanos.
Fue así como Tokeshi logró captar la esencia de los temores que
gobernaban a los peruanos en esos años: el miedo a la muerte y al dolor.
Aunque tal vez fue una decisión inconsciente, no es casual que el rojo
sea el nuevo color dominante. La transición cromática se da, entonces,
del blanco hacia el rojo. Posteriormente, en la futura muestra Banderas, el
artista reincidirá en el uso de estos tonos.
Hoy en día, Tokeshi confiesa que con La biografía “no buscaba hacer
metáfora política”. Es recién ahora que lo entiende: “Cuando uno habla
de sí mismo, está hablando del país. No era solo mi biografía, era la
biografía de muchos”.
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En cuanto al proceso de elaboración de la muestra, se trató,
básicamente, de una recolección de objetos que el joven artista
encontraba en las ferreterías de su barrio, el centro de Lima. Compraba,
por ejemplo, ratoneras y rataneras, las pintaba de blanco y les asignaba
una nueva función. “El arte es rebautizar a los objetos”, afirma Tokeshi.
Para ordenar esta curiosa colección de elementos, mandó hacer
distintas cajas contenedoras. La metáfora de la caja refleja aquella
actitud lúdica antes mencionada: cajas hechas para guardar juguetes,
cajas para realizar actos de magia; inclusive, cajas musicales.
“La biografía es una muestra de mucha casualidad. En realidad, yo no
buscaba los objetos: ellos me tomaban”, cuenta Tokeshi . Esta elección,
en un principio inconsciente y azarosa, cobró sentido mucho tiempo
después, cuando tanto el artista como el público le extrajeron significados
a la nueva configuración resultante.
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Los objetos fueron ubicados en un lugar específico y, en algunos casos,
incluso adquirieron una nueva apariencia. El color tiñó la colección y
otorgó una unidad de sentido a elementos antes inconexos.
Así, lo que para Tokeshi comenzó como un juego —el de realizar una
biografía casi por producto de la casualidad— terminó convirtiéndose en
un acto de reflexión, tanto sobre su propia vida como sobre el contexto
en el que estaba inmerso. La biografía personal del artista se proyectó,
finalmente, como un fragmento más de la biografía del país.
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En 1997, nueve años después de haber comenzado a exponer,
Tokeshi realiza la que es, acaso, su muestra más colmada de
esperanza: Vida y milagros del hombre invisible.
En el entretiempo entre La biografía y esta exposición, el artista ya se
había consolidado en el medio local. Pudo, pues, al fin, vivir del arte, así
como viajar a otras latitudes para complementar su repertorio con nuevas
experiencias. Durante esta década, la de 1990, Tokeshi comienza a utilizar
plenamente el color, lo cual va de la mano con una nueva etapa en su
vida: la del matrimonio.
En este contexto, en el año 1996 le encargan realizar una muestra para
la Bienal de São Paulo, la cual sería exhibida en Lima un año después.
Así es como cobra vida la novena muestra del artista: Vida y milagros del
hombre invisible.
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Esta nace como resultado de una visita del artista a la iglesia de La
Merced, en el centro de Lima. En dicho recinto está situado el famoso
madero del Padre Urraca, una pieza de madera que, según los feligreses,
procede de la misma cruz en la que padeció Jesús. Alrededor de esta
reliquia, sobre una tela, los fieles colocan exvotos o milagritos. Estos son
una suerte de pequeños amuletos de metal, de distintas formas, que
cuelga cada creyente cuando quiere pedirle un favor a su santo.
La escena, de mágico carácter, dejó muy asombrado a Tokeshi. La
tela que acompañaba a la cruz estaba repleta de miles de exvotos, con
formas que anunciaban pedidos de todo tipo:
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Personas pidiendo por el regreso del ser amado o del hijo perdido.
Gente pidiendo por su salud o por fortuna. Exvotos en forma de
autos, combis, gallinas. Pedacitos de cuerpo, órganos (los riñones y
los pulmones con TBC eran los más comunes). Parejas tomadas de las
manos. Desaparecidos, amores, novias, bebés...
Dicho y hecho: la energía depositada en estos pequeños ídolos
conmovió a Tokeshi hasta un punto tal que, al salir de la iglesia, trazó de
manera definitiva la muestra por venir.
La fe depositada en cada uno de los exvotos encarnaba, también, las
esperanzas en la nueva etapa que estaba comenzando el pintor —la del
matrimonio—, así como la fe que Tokeshi aún conservaba ante el hecho
de ser artista en un contexto tan complicado como el peruano.
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Acto seguido, Tokeshi se propuso elaborar un traje con una tela que
tuviera cualidades semejantes a la del mencionado recinto:
Pensé en cómo sería armar un traje con esa tela que había absorbido
tanta energía de gente desesperada. Un traje de fe. Como la fe es
invisible, el hombre que lo usara sería también invisible.
Así nace Vida y milagros del hombre invisible, tomando el diseño de
este primer traje como punto de partida. Al salir de la iglesia, totalmente
iluminado, el artista se contactó con los vendedores de exvotos que
trabajaban en los alrededores. Ellos lo fueron derivando de uno a otro,
hasta que terminó encontrando a una persona que le ofreció formar una
red de proveedores de exvotos:
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Un día tocó la puerta de mi casa y trajo una bolsa enorme con exvotos
de todo tipo y antigüedad. Todos los exvotos eran reciclados en las
iglesias. Algunos habían depositado esperanzas ajenas durante varios
años y más de una vez.
Gracias a esta textura de exvotos, la primera de las piezas fue
adquiriendo carácter. A esta le siguió una serie de trajes de los más
diversos tipos, elaborados con diferentes materiales, según la ocasión. Un
traje para florecer, con hojas y flores rojas. Otro para construir, con piezas
de lego. Disfraces para jugar, para recordar, para volar, para volver a
ser niño...
Trajes y texturas sobre la fe
Creo que los trabajos más fuertes
son aquellos que no se los dedicas a nadie.
En más de un sentido, Vida y milagros del hombre invisible fue muy
importante en el proceso de Tokeshi. Por vez primera, se trata de un
trabajo que el artista no le dedica a nadie más que a sí mismo.
En esta serie, Tokeshi rememora, por ejemplo, la imagen de su abuelo,
los juguetes de su infancia, entre otros símbolos de carácter muy personal.
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A diferencia de las dos muestras reseñadas anteriormente, esta ya no
cuenta con un destinatario fijo, ya que, en palabras del artista, “cuando
tú das todo y esa persona se va, se lo lleva todo”.
A partir de este punto, pues, Tokeshi decide no seguir haciendo
muestras para otros. Ahora las reflexiones abarcan un plano mucho
más individual. Son cuestiones referentes al momento de supuesta
consolidación en el que estaba situado el artista. Ya a mitad de camino,
¿valía la pena seguir teniendo fe en el arte?
El asunto de la fe en su profesión se traduce, también, en si Tokeshi
seguía teniendo o no fe en su país. A uno solo le puede ir bien si, en cierta
medida, el contexto en el que está inmerso le es favorable. Habiendo
vivido todo el proceso de violencia política desde sus inicios, la pregunta
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por si tenía sentido seguir haciendo arte en el Perú era, por lo demás,
bastante pertinente. En otras palabras, para seguir creando, Tokeshi tenía
que seguir creyendo: tanto en sí mismo como en la idea de construir su
vida aquí.
En cuanto a la elaboración de los trajes, el artista recicló viejos
sacos adquiridos en mercados de segunda mano, como la Cachina.
Recuperarlos le daba un sentido de energía reciclada a toda la serie. Una
vez que los trajes eran pintados —ahora con ayuda de un asistente—,
Tokeshi les adhería diversos objetos según el tema: soldados de plástico,
plumas de pichones, escarapelas, entre otros.
Este es el trabajo del artista que más ha caminado por el mundo: Chile,
Colombia, Brasil, República Dominicana, Cuba, Estados Unidos, Francia...
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Tokeshi se mostró sorprendido, confesando que “en el fondo es eso,
cómo hasta la fe puede volar tanto”. Precisamente, la muestra narraba
la historia de este ser anónimo que deambulaba por la Tierra realizando
sucesos tan simples —pero que tantas veces nos parecen imposibles—
como creer, volar, jugar, recordar. En el fondo, en palabras de Tokeshi, “el
único milagro que realmente hacía era hacernos creer que sí se pueden
lograr algunas cosas, que sí se puede hacer arte en el Perú”.
El primero de los trajes —el único que incluía saco y pantalón, ambos
cubiertos totalmente de exvotos— fue presentado delante de una textura,
al igual que el madero del padre Urraca. No obstante, esta vez, en lugar
de una tela como la que decoraba aquella iglesia, Tokeshi escribió a
mano alzada frases que nos repetían y recordaban que “la fe es invisible”.
Este tramado de líneas negras sobre blanco estaba acompañado, a su
vez, por instantáneas de la misma escena, las cuales parecían querer
capturar aquella creencia esquiva.
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La muestra fue un éxito, tanto que colmó las ganas de Tokeshi de
seguir creyendo. El mencionado traje, titulado Vida y milagros, terminó
siendo adquirido por el Museo de Arte Moderno de Okinawa, en
Japón. Quizás sin pensarlo, Tokeshi terminó devolviendo al país de sus
ascendientes todas las experiencias y creencias que lo acompañaron en
su propio país.
Así, pues, aquel hombre invisible terminó convenciendo a Tokeshi de
que aún valía la pena hacer arte en el Perú. O de que, en general, valía
la pena hacer arte. Caminando por el mundo ataviado con distintas
armaduras, el alter ego del artista regresó para confirmarle que su fe aún
tenía sentido.
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Entre los años 1985 y 2001, Tokeshi realiza, casi subrepticiamente, el
proyecto Banderas. Durante ese periodo, las piezas que componen
el proyecto fueron expuestas de manera independiente en varias de sus
otras muestras. Pero es recién en el 2001, una vez más en Fórum y con
el nombre de Los signos mesiánicos, que el conjunto es exhibido en su
totalidad.
En la década de 1980, la preocupación de Tokeshi por la situación del
Perú se agudiza al observar las matanzas que se producen en el contexto
de la creciente violencia política, las cuales eran transmitidas por los
medios de comunicación masivos.
En 1983, el artista ve por televisión el hallazgo de los cuerpos de los
periodistas asesinados en la comunidad de Uchuraccay, en Ayacucho.
“Me hizo pensar adónde perteneces, porque a un país así no quieres
pertenecer”, explica Tokeshi.
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Pero es recién en 1985, cuando el artista observa la transmisión
televisiva del motín del penal El Sexto, que la indignación termina por
cuajar. “Veía la muerte en vivo y en directo, a cinco cuadras de mi casa.
Ese hecho mató algo en mí”, sentencia.
En efecto, el país en el que Tokeshi había sembrado sus esperanzas
se encontraba en un estado deplorable, lo cual le produjo una gran
indignación: “Solo te indigna aquello que amas. Te indigna aquello que
puedes perder, aquello en lo que has depositado esperanza, futuro”.
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En este momento nace la primera pieza. Solo en este caso, Tokeshi
utiliza una bandera real, aquella que izaban en su casa. Rota, raída,
manchada, la tela fue extendida sobre un lienzo, envolviendo un bulto
que asemejaba un cadáver. Este cuerpo permanecía oculto y anónimo,
como un feto muerto que aquel gran símbolo de la nación se encargaba
de encubrir.
En 1987, dos años después, nacen tres banderas más; esta vez sobre
soportes de alta carga sugestiva, tales como esteras y bolsas negras. Estos
materiales fueron escogidos por el artista de manera deliberada, ya que
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ambos servían como metáfora de la situación del Perú. La estera como un
soporte transitorio y efímero, un ícono de las migraciones que delataba el
marcado centralismo del país, así como la gran indiferencia de los limeños
respecto a la situación de las demás provincias. La bolsa negra, por su
parte, funcionaba como una insignia de la muerte, una cubierta artificial
que contenía los restos que quedaron de la esperanza mutilada.
El sueño de la nación parecía desintegrarse con cada matanza,
y Tokeshi no pudo sino concebir metáforas para exorcizar aquellos
temores y angustias. A pesar de su ascendencia japonesa, todas sus
anclas estaban echadas aquí: su casa, su familia y amigos, su lengua, su
profesión.
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Todos los elementos de su vida lo hacían parte del Perú.Sin embargo,
más de una vez, Tokeshi sintió que
[...] por ser visualmente japonés, el hecho de sentirme peruano era
una opción. Recuerdo que en una marcha contra la dictadura, un
jovencito se me acercó y me dijo, con cólera: “Chino, vuelve a tu
país”. Hasta ahora me estoy preguntando a qué país debo regresar.
Estas preguntas, por su sentido de pertenencia, afloraban con
la creación de cada bandera. El Perú se encontraba en estado de
emergencia. El hecho de que cada crimen político lo afectara tanto llevó
al artista a izar su indignación, intentando rescatar de aquellos escombros
los símbolos y estandartes de su propia identidad.
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La enfermedad de la desesperanza
Yo siempre he pensado que
si al país le va mal, a mí me va mal.
Tokeshi siguió creando banderas durante toda la década de 1990. La
situación de continua violencia en el territorio nacional no daba señales
de detenerse. En 1991, elabora una nueva pieza, a la que denomina
Último round. Se trataba de una bandera pintada, acolchada con bolsas
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negras en los bordes, que asemejaba un ring de box. Las circunstancias
eran, en suma, desalentadoras.
Un año después, en 1992, explota un coche bomba en la calle Tarata,
en una zona céntrica de la capital. Con ello, Tokeshi concibe una pieza
más: una bandera dividida por una cuadrícula, que remite a la estructura
de un edificio.
En esta sexta bandera, la franja blanca se encuentra marcada con
numerosas equis. Dichas marcas rememoran los trozos de cinta adhesiva
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que se pegaban a las ventanas durante aquellos años, para evitar que
los vidrios cayeran al explotar las bombas. La bandera sirve ahora como
metáfora de la situación en la capital: el temor —que antes no tocaba a
la ciudad— llega a Lima en forma de vidrios rotos y coches bomba.
Ese mismo año, Abimael Guzmán —el líder de la más importante
organización terrorista de la época— finalmente cae preso. Un tiempo
después, entre 1993 y 1994, Tokeshi crea una sétima bandera.
Esta vez se trata de un colchón de espuma cubierto por una tela
roja. La parte blanca ha sido sustituída por una sucesión de los ya
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mencionados exvotos, ahora con formas de pedazos de cuerpo: ojos,
brazos, piernas, pulmones. El país herido parecía experimentar, por fin, un
descanso sobre aquella bandera colchón.
Aunque es recién con la dimisión del polémico expresidente Fujimori,
en el año 2000, que el Perú puede darse un verdadero respiro.
Sin embargo, la situación seguía siendo crítica: el país había quedado
en escombros.
Es entonces cuando Tokeshi crea la que es, quizás, su obra más
impactante: la bandera de bolsas de transferencia.
100
Esta octava pieza estaba compuesta por una estructura metálica
rectangular, pintada del color verde acuoso que predomina en los
hospitales. De este soporte pendían decenas de bolsas de transfusión
sanguínea. La franja blanca estaba rellena de sal, mientras que para las
rojas el artista utilizó un sustituto de la sangre: una mezcla de melaza y
colorante rojo.
El efecto que generó esta pieza en la crítica y el público fue muy
fuerte. La muerte, literalmente, gobernaba al país, tanto por el amplio
saldo de víctimas que cobró el conflicto armado, como por la destrucción
de todo valor ético y de toda esperanza en el porvenir nacional.
101
Un año después, en el 2001, llega el momento de exhibir todas las
banderas en conjunto. La muestra recibe el título de Los signos mesiánicos.
pero el artista prefiere llamarlo —hasta la actualidad— por el nombre más
sintético de Banderas.
Para esta exhibición definitiva, Tokeshi realiza una última pieza. Esta
vez, se trata de una bandera de humo: una caja de acrílico que contiene
focos fluorescentes de colores blanco y rojo. Las luces se encienden y un
temporizador se activa cada tres minutos, haciendo que el humo emane
en el interior.
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Poco a poco, el humo que conforma esta última bandera se va
disipando, creando así una curiosa metáfora de lo inasible. La identidad,
la nación, la pertenencia, todos terminan siendo conceptos que Tokeshi
no consigue sujetar del todo.
Quizás precisamente de eso se trata esta larguísima serie: de la
búsqueda eterna, del deseo —siempre irresuelto— de pertenecer a algún
lugar, de la esperanza lejana y esquiva, que solo se construye en clave de
futuro.
110
Él, 1988
20 x 100 x 80 cm
Página 31
Ella, 1988
200 x 100 cm
Página 39
La cama de ellos, 1988
180 x 200 cm
Página 35
Retablo, 1989
50 x 60cm
Página 45
La biografía, 1989
120 x 100cm
Página 53
Los testigos de ellos, 1988
160 x 120 cm
Página 29
111
Plaga ocho, 1989
60 x 35 cm
Página 65
Vida y milagros, 1997
Página 71
Trajes de Vida y milagros, 1997
Bienal de La Habana
Página 79
Las voluntades, 1997
traje y aplicaciones
Página 81
La infancia, 1997
traje y aplicaciones
Página 81
El vuelo, 1989
80 x 60 cm
Página 63
Composición, 1989
100 x 60 cm
Página 63
Manjar de dioses, 1989
60 x 40 cm
Página 65
Ángel detenido, 1989
Página 59
112
Bandera 1, 1985
Página 95
Bandera 2, 1987
Página 97
Bandera 3, 1987
Página 99
Bandera 4, 1987
Página 100
Bandera 5
Último round, 1991
Página 101
La espera, 1997
traje y aplicaciones
Página 82
El florecimiento, 1997
traje y aplicaciones
Página 85
La plegaria, 1997
traje y aplicaciones
Página 85
El vuelo, 1997
traje y aplicaciones
Página 82
113
Bandera 6, 1992
Página 103
Bandera 8, 2000
Páginas 89 y 107
Bandera 7, 1993-94
Página 105
Bandera 9, 2001
Página 109
Créditos fotográficos
Foto de la página 17: Antonella Zumaeta
Foto de la página 19: Archivo familiar
Foto de la página 20: Archivo familiar
Foto de la página 22: Juan Enrique Bedoya
Foto de la página 27: Archivo del artista
Foto de la página 29: Archivo del artista
Foto de la página 33: Archivo del artista
Foto de la página 37: Archivo del artista
Foto de la página 43: Jorge Sarmiento
Foto de la página 51: Jorge Sarmiento
Foto de la página 57: Archivo artista
Fotos de la página 61: Jorge Sarmiento
Fotos de la página 63: Jorge Sarmiento
Foto de la página 69: Daniel Gianoni
Foto de la página 77: Archivo del artista
Foto de la página 79: Yolanda Hounie
Foto de la página 80: Yolanda Hounie
Foto de la página 84: Yolanda Hounie
Foto de la página 87: Daniel Gianoni
Foto de la página 95: Daniel Gianoni
Foto de la página 97: Daniel Gianoni
Foto de la página 98: Daniel Gianoni
Foto de la página 99: Daniel Gianoni
Foto de la página 101: Daniel Gianoni
Foto de la página 103: Daniel Gianoni
Foto de la página 105: Daniel Gianoni
Foto de la página 106: Daniel Gianoni