biografía escolar
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Biografía Escolar, realizada para la materia "Observación y Práctica de la Docencia II", Docente Hernán Iobperteneciente al Profesorado de Educación Musical del "Instituto Superior de Música Santa Ana y San Joaquín"TRANSCRIPT
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Biografía Escolar
Materia: Taller II (Prof. Hernán Iob), Instituto Superior de Música Santa Ana
Alumna: Natalia Cháneton Takács
Mi nombre es Natalia, tengo 34 años. Nací en febrero de 1981 –y siempre viví, hasta hace muy
pocos años- en barrios muy céntricos (e igualmente ruidosos y aturdidores) de Capital Federal.
Reflexionando sobre la consigna de esta “autobiografía escolar”, pienso, no sé si
equivocadamente, que somos irrevocablemente hijos de nuestro contexto. Y que quienes
nacimos a finales del S. XX pertenecemos a una generación de “transición”, parada entre mundos
cambiantes, nuevos, y otros paradigmas que no podían más que transformarse o morir, a veces
gradualmente, otras abrupta y estruendosamente (¿o no seremos acaso una sucesión de
generaciones en transición, con todos los cambios que se sucedieron en estos últimos 2 siglos?)
Nuestros padres, por ejemplo, vieron nacer la televisión –la creación de los medios masivos de
difusión-, y nosotros vimos nacer –y ahora usufructuamos en el trabajo y la vida personal- internet
y las redes sociales (el acceso “global” a la información, en esta supuesta “democratización” de los
saberes que también tiene mucho de agobiante y falto de criterio). Nuestros padres vivieron y
padecieron bajo sucesivas dictaduras y radicales posturas ideológicas, y nosotros –en general,
bien- pudimos disfrutar de uno de los procesos democráticos más extensos que hemos tenido en
nuestro país desde 1983 (en mi caso, entonces, desde que tengo memoria).
Vimos (¡y muchos de nosotros padecimos!) de pequeños las crisis económicas de nuestro país (la
hiperinflación, los cierres de fábricas e industrias y las privatizaciones de la era menemista), y
también las caídas de las grandes ideologías (todavía me acuerdo de haber visto por televisión la
caída del muro de Berlín), los atentados (a la Embajada de Israel y a la Amia), etc. Fuimos
educados en el contexto histórico de la postmodernidad, y, sin embargo, nuestros padres y
abuelos nos criaron todavía con el signo de otro tiempo, todavía con viejas ideas, costumbres e
ideales aún frescos. La escuela a la que asistí no está ajena tampoco a estos cambios:
estructuralmente, se mantuvo lo más impávida que pudo, con sus formas, sus reglas, sus
contenidos; pero también quizás sin quererlo tuvo que adaptarse al mundo que golpeaba su
puerta, con todos los temas que podían atravesarnos históricamente, desde la hiperinflación, al
sida, a los embarazos adolescentes, las drogas y la computación.
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Ahora me paro frente al mundo como una (futura titulada) docente, con un mensaje a transmitir
(¡o que deseo transmitir!) a mis alumnos y a las próximas generaciones; y estos ejercicios me
fuerzan a pensar(me) en la escuela, y en el rol al que -conscientemente o no- adscribo y ejerzo.
De las autorreflexiones constantes (¡y obligadas, espero!) me parece nacerá –o mutará- la
profesora que quiero ser, y qué de lo que me dejó mi experiencia quiero mantener, transformar,
o eventualmente destruir para evitar padecimientos o errores.
NIVEL INICIAL
Tengo recuerdos bastante difusos de mi paso por el nivel inicial. Hice sala de 3 en un jardín muy
pequeño de gestión privada de mi barrio, “Luna de Papel”, y luego fui a un jardín de gestión
estatal en el Barrio de Boedo (ambas instituciones elegidas por la cercanía con mi hogar). Como
tenía muchos problemas de salud (y me internaban más o menos seguido), falté mucho, así que
tenía una relación bastante distante tanto con mis maestras como con mis compañeritos (ellos no
me conocían a mí, ni yo a ellos).
Sí tuve una maestra de música que en aquel entonces sugirió a mis padres que tomara clases de
iniciación musical. Supongo que debo agradecerle su atenta lectura que seguramente era
dedicada a cada uno de sus alumnitos, ya que algunos años después comencé, en diversos
ámbitos extra-escolares, mi formación musical.
Esta escuela pública respondía a una serie de construcciones que se hicieron en los primeros años
de la gestión de Alfonsín: enteramente de ladrillos, eran espacios muy amplios, luminosos, con
grandes patios y grandes salones. La infraestructura era impecable, tal como recuerdo las salas, y,
en general, los contenidos aprendidos.
Durante el último año de nivel inicial (sala de 5), aprendí a leer. En casa de mi familia se leía mucho
la Revista “Humor” así que mirando las historietas (puntualmente “Los Alfonsín”, del aquel
entonces muy joven Rep) fui entendiendo un poco de qué se trataba la lectura. No recuerdo
haberlo hecho en jardín, ni que se me haya dado espacio para seguir aprendiendo.
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NIVEL PRIMARIO
Ingresé a la escolaridad primaria ya bien y largamente restaurada la democracia (en 1987).
La primera apuesta de mis padres fue, sin dudarlo, a la escuela estatal de gestión pública. En mi
casa esto significaba “creer” en lo que lo “público” significaba. Mi mamá, maestra de grado, e hija
de inmigrantes, no dejaba de hablarme bien de Perón y de lo mucho que hizo para que “todos”
pudiéramos ir a la escuela. Mis abuelos maternos, austro-húngaros (llegaron a la Argentina con
mis tíos y mi mamá, qué nació en el viaje, en 1949), también me contaron que aquí pudieron
educarse, y tener casa y salud, gracias a lo mismo.
Me inscribieron entonces con mucha ilusión en una escuelita de Almagro, y me sacaron un
montón de fotos con mi guardapolvo blanco. Recuerdo la escuela como una casita baja con varias
piecitas, todas dando a un patio central, con un techo cubierto (muy “panoptiquiana” ahora que lo
pienso). Continué mis estudios en este lugar hasta segundo año del secundario.
Yo recuerdo haber empezado a leer los libritos de Mafalda por ese entonces y, aunque muchos
chistes contextuales quedaban fuera de mi alcance a mis 6 años (mi papá se ocupaba de
explicármelos cada vez), me había quedado grabada muy fuerte la idea de esta hermosa escuela
pública con sus pulcros guardapolvitos y ese casi sacro espacio destinado al “saber”, muy parecido
a lo que leímos de la “escuela moderna” en el primer semestre de nuestra materia “Taller 1”.
Mi escuela se parecía mucho, al menos físicamente, a la de Mafalda.
Sin embargo, en la primera semana, aparentemente “no aprendimos nada”. La señorita –ni
siquiera la recuerdo- nos hacía copiar “palotes” (mi mamá se escandalizó por esto, yo no entendí
por qué), o copiar frases completas cuando la mayoría de los chicos no sabían leer aún, o no
conocían siquiera las letras. Sí recuerdo que comíamos en un saloncito, y que nos daban leche: es
decir, la escuela era también un comedor.
Después de discusiones diversas y dudas, mis padres decidieron, con gran desilusión, cambiarme
una semana después a otro colegio, también laico y mixto, pero de gestión privada.
Me fui al Colegio “Rawson”, de Caballito (bastante cerquita de mi casa), al mismo al que había ido
mi padre. La institución era enorme, un edificio inmenso con una arquitectura semi victoriana
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imponente, y temerosamente bella. Las escaleras, el mobiliario, las salas, los baños, los patios:
todo parecía de otra época y a mí me fascinaba (no quizás la gente, pero sí el lugar).
Como ya había aprendido a leer en sala de 5, tuve que esperar un poquito hasta sentirme cómoda
o entretenida en el aula. Me aburría un poquito, pero rápidamente me adapté al nuevo grupo y a
la nueva escuela como los otros chicos nuevos (eran muy pocos los que habían hecho nivel inicial
en el mismo Rawson).
Allí tuve que aprender lo que significaba usar “uniforme” (odié durante todos esos años usar
corbatita de ganchito), y muy estrictas reglas de conducta y trato con maestras y compañeritos.
Había una rectora a la que “se le tenía miedo” sin siquiera cuestionarse porqué (era casi “un
juego” asustarse). De hecho, tanto “miedo” y fantasías de todo tipo generaba esta inmensidad de
espacio con sus reglas incuestionables, que el primer cuentito que escribí, en 4to. Grado, se llamó
“El fantasma del Rawson”. Es que el colegio era tan grande, que a menudo soñaba que caminaba
por sus pasillos y que encontraba nuevos y nuevos recovecos con más misterios todavía (de hecho,
así fue a lo largo de la primaria: íbamos conociendo el colegio por “sectores”).
Al respecto de esta experiencia, tengo que decir que no pude haber recibido mejor formación en
el colegio desde lo académico. Los contenidos eran muy profundos, y el estímulo de las maestras
constante. Recuerdo bibliotequitas compartidas en donde cada uno compartía sus libritos, y
mediante un muy elaborado sistema de registro, podíamos prestarnos semanalmente obras
nuevas. Leíamos un montón.
Además, en segundo grado tuve una maestra que me estimuló a editar mi primera ¡revistita!, en
donde unos compañeritos y yo armábamos (una parte a mano, otra parte en la máquina de
escribir de mi papá, en mi casa) artículos, cuentos, historietas y hasta “notas editoriales” creadas
por nosotros. Nuestro “emprendimiento” duró varios años, al menos hasta 5to. Grado.
Nunca me imaginé que años más tarde iba a efectivamente (además de la música) trabajar y amar
eso (¡la tarea de escribir, profesionalmente o no!), como si fuera mucho más que un “oficio”: casi
como si de manera inconsciente se prolongara ese hermoso juego que fuera estimulado tan
tempranamente por la señorita de segundo grado. De hecho, sé que mis dos compañeros de
“revistita” hoy se dedican ambos a actividades relacionadas con el arte (una de ellas es
comunicadora social y periodista; el otro, actor) ¿habrá sido así de definitoria esa experiencia? (me
gustaría creer que sí).
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Tuvimos también un maestro de historia, en 6to. Y 7mo. Grados, que me resultó muy influyente
(aún sigo en contacto con él, y hace poco vino a un concierto de mis alumnos). Él me (nos) enseñó
a conocer la historia y a valorarla como herramienta para proyectar nuestro futuro, evitando y
reflexionando sobre errores pasados.
Durante 7mo. Grado de la Primaria y 1er. año del Secundario, tuvimos también una maestra de
literatura que nos hizo no sólo leer y analizar, sino también ¡representar teatralmente! la “Odisea”
de Homero. Aunque algunas familias se quejaron por la “exigencia” que esto implicaba demandar
tanto esfuerzo a niños de 12 y 13 años, la medida tuvo en general muy buena acogida. Hoy como
adulta y docente pienso en cuán arriesgada e inteligente fue la propuesta de esta profesora.
La transición a la secundaria de este colegio fue un poco más abrupta. Ahí pasamos a otro sector
del colegio más antiguo, con profesores mucho más rígidos, casi salidos de otra época. El
mobiliario escolar era el mismo que había usado mi padre (esos viejos bancos de madera cuya
mesa es una unidad con una silla de adelante).
Allí tuve experiencias más anacrónicas, puesto que se nos exigía un comportamiento que tal vez ya
no era propio de la época: vestimentas muy pulcras, pararnos para saludar, tratar de usted a los
docentes que venían de impecables trajes y corbatas (¡o hasta moño!).
Académicamente la experiencia fue incuestionable. Pero con el tiempo yo me fui sintiendo algo
incómoda con los grupos humanos lo que suscitó finalmente un cambio de institución.
ESCOLARIDAD SECUNDARIA. Premoniciones del “Siglo Nuevo”.
A mis 15 años –en tercer año- me pasé a un bachillerato de gestión privada con orientación
humanística muy cercano a mi casa (Almagro), accediendo a través de una beca. Mi familia
necesitaba que yo estuviera todavía más cerca del colegio, ya que necesitaba más tiempo para
estudiar para el Conservatorio (actividad que hacía paralelamente).
“Nuevo Siglo” se llamaba el colegio, aunque me divierte decir que proféticamente quebró en
1998, es decir “no llegó”. Para mí fue un cambio radical, en el que sentía que el contexto estaba
más “a tono” con mi adolescencia y mis ideales de entonces. Los cursos eran muy pequeños (no
más de 10 o 15 personas por aula), y sólo una división por cada curso. Podíamos tutear a los
profesores, y ellos mismos nos dejaban en claro que el “respeto” no pasaba por “tratarse de
usted” si no por saber escucharnos unos a otros. Todo se dialogaba, todo se conversaba. Y quizás
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a lo largo del tiempo este espacio constante para el diálogo, dejaba quizás una marca confusa
entre los adolescentes que necesitaban límites más firmes, como comentaré más adelante.
Muchas de las clases eran muy participativas, y abiertas. Los profesores nos daban contenidos
bastante intensos desde lo académico, y nos exigían bastante pero siempre haciéndonos saber
que “confiaban” en nosotros, en nuestras “posibilidades”. Todos los chicos llevaban “saberes”
diferentes, que eran bien recibidos tanto por los docentes como por los grupos.
Recuerdo clases de literatura muy “inspiradas”, clases de química interesantísimas, todo me
resultaba apasionante y me dejó grandes recuerdos cada profesor (de hecho, mantengo amistad
aún hoy con quien fuera mi profesora de literatura de 4to. Año).
Recuerdo también que en las clases de música, tuve un profesor de música que estudiaba conmigo
en el Conservatorio. Y que una vez me sugirió dar una clase (juntos pensamos “la historia del
punk”, que me llevó meses de investigación –en la era pre-internet-). También hicimos ensambles,
tocamos en los actos, y se “bien recibían” todas las actividades artísticas que hacíamos los
alumnos de manera extra-escolar.
Tuvimos también experiencias con las prácticas democráticas, así que nos hicieron investigar y
simular una elección –en esa época no se votaba hasta los 18 años-. Fue fascinante. Nos
interiorizamos acerca de las plataformas de los partidos políticos de ese entonces, y hasta nos
interesamos en muchas propuestas, lo cual creo que fue un gran logro de parte de nuestros
docentes (nosotros educamos en la época de Menem, en donde habían caído no sólo los ideales
sino la confianza en los partidos políticos).
Este proyecto fue una mezcla de preciosos y algo innovadores ideales educativos, quizás con
algunos choques con el contexto. En los últimos años entró el tema “drogas” y “embarazos
adolescentes”. Incluso tanto “diálogo” dio lugar a algunas “confusiones” entre el alumnado, y
quizás algúnos límites se desdibujaron (por ejemplo, unos compañeros en 5to. Año “robaron” a
otro alumno; y en lugar de recibir una sanción, todo se “conversó” y se “reparó” con una disculpa
pública).
Durante mi quinto año, mi colegio “quebró” (lo cual terminó siendo bastante común en esta época
devastada económicamente por las políticas neoliberales del gobierno de turno). Nos llegó una
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notificación primero por correo, y luego nos lo confirmaron personalmente. Fue un “shock”
importante para cada uno de nosotros.
Los chicos de primero a cuarto años se ”fueron” (¿o fueron “vendidos” como paquete de alumnos
a otro colegio? –se decía en ese entonces-) a otro colegio, el “Acuario” (creo), que también
terminó quebrando tiempo después.
Y los chicos de quinto año quedamos en manos de los profesores, que a veces decidían darnos
clases en un bar, ya que a modo de protesta no iban al “Nuevo Siglo”, porque –por lo que
entendimos los alumnos entonces- no estaban cobrando su sueldo.
Terminamos el colegio gracias al esfuerzo de estos profes que nos dieron clase en cualquier lado.
Con el colegio vacío. Que nos acompañaron y nos prepararon con muchísima dedicación para
ingresar más adelante a alguna universidad.
Buscando ahora información del colegio, no quedó casi un rastro (en la web no hay nada, apenas
un registro –ya caduco- de la institución). Hace unos años lo demolieron y construyeron encima un
edificio moderno de departamentos. No me gustaría que esa triste postal fuese un símbolo de lo
que quedó de ese proyecto “ideal”, que a pesar de fallar de manera funcional, nos dejó a sus
alumnos hermosas experiencias académicas y un precioso trato –que aún hoy preservamos- con
nuestros inspiradores profesores.
¿QUÉ ME QUEDÓ DE LA ESCUELA? A nivel académico, sólo puedo agradecer a mis maestros
porque de lo impartido académicamente, me llevé todas las herramientas para ingresar cómoda y
segura a la Universidad, al año siguiente. Quizás me mal-acostumbré después del paso por el
“Nuevo Siglo” a esa experiencia un poco irreal, de grupos pequeños, en donde todos tenemos “voz
y voto” (y entonces el anonimato humano en la UBA o en lo que después fue el IUNA me dejó
incomodidades importantes).
Me dejó también la confianza y el amor por la docencia. El saber que realmente la educación “nos
transforma”, o creer que es posible un futuro distinto si todos tenemos el mismo acceso profundo
a la formación integral del ser, desde lo académico, hasta lo personal.