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BESOS LOCOS TARA JANZEN Traducido por María Teresa Villares Besos Locos CORREGIDO 18/4/07 06:59 Page 5

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BESOS LOCOSTARA JANZEN

Traducido por María Teresa Villares

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Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de lacubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningúnmedio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autori-zación escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Título original: Crazy KissesTraducción: María Teresa Villares

© 2006 Tara Janzen. Reservados todos los derechos© 2007 ViaMagna 2004 S.L. Editorial ViaMagna. Reservados todos los derechos.© 2007 por la traducción María Teresa Villares. Reservados todos los derechos.

Primera edición: Mayo 2007

ISBN:978-84-96692-41-1

Depósito Legal: M-19130-2007

Impreso en España / Printed in Spain

Impresión: Mateu Cromo

© [email protected]

EEddiittoorriiaall VViiaaMMaaggnnaaAvenida Diagonal 640, 6ª PlantaBarcelona 08017www.editorialviamagna.comemail: [email protected]

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PPRRÓÓLLOOGGOO

Trescientos ochenta y cinco jodidos centímetros delluvia al año y aquel pequeño rincón de la selva colombianalos recibía todos de golpe esa noche.

Hostias. Kid Caos Chronopoulos apartó la vista del di-luvio que caía tras la puerta de la cantina y miró a los otrosparroquianos que estaban sentados a la barra del mostradorlleno de humo: un viejo con el que podría enfrentarse en eldía que peor se sentía —y hoy sin duda iba camino de serlo—;dos prostitutas jóvenes que él no querría ni regaladas; y me-dia docena de ratas que parecían capaces de cogerlo sin esfor-zarse demasiado.

Se apretó la cintura con el brazo, y volvió a inspeccionarla puerta. El río subía como la madre que lo parió, pero, según elencargado de la cantina, la Garza todavía estaba ahí fuera reso-plando río abajo, lo que significaba que aún existía una posibili-dad de salir a dar un paseo en esa noche asquerosa.

«Gracias a Dios y a C. Smith Rydell». Aunque tuvieraque ir a nado para abordarlo, no iba a perder aquella malditaembarcación. Ni hablar de eso. A la mierda con las pirañas. Siquerían comerle un pedazo, iban a tener que hacer cola.

Echó un vistazo rápido a la barra. C. Smith se había le-vantado para pedir comida caliente y cerveza fría. Era una po-sibilidad muy remota a esa hora de la noche, pero Kid aposta-

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ba a que Smith lo conseguiría. El muchacho no aparentaba te-ner más de diecinueve años, con la coleta de caballo rubia, labarba desaliñada, y la sonrisa de superioridad, pero si queda-ban dos platos de arroz y una cerveza fría en ese páramo in-festado de ratas a orillas del río Putumayo, se podía contarcon que el yanqui hippie, con la Sig Sauer 45 en la cintura y latarjeta de identificación de la DEA estadounidense enterradaen la mochila, los conseguiría.

Algo frío le vendría de puta madre. Cualquier cosa queestuviera fría. El sudor le corría por la cara, por el cuerpo, y eralo único que podía hacer para no caer redondo sobre la mesa.

Mierda.Respirando hondo para no perder el equilibrio, bajó la

vista y retiró despacio la mano del costado del cuerpo.Muy bien. Se sentía algo destrozado, pero eso no esta-

ba tan mal, salvo por la sangre que se le escurría entre los de-dos. Todavía tenía la bala alojada allí, debajo de la piel; quizále había rozado una de las costillas, lo que explicaría por quécoño le dolía tan fuerte. Aquello no estaba tan bien, pero lasangre… sí, la sangre era un problema. Había perdido dema-siada. Smith le había puesto un parche rápido cuando lo balea-ron, pero hacía una hora que se le había caído, y con ochohombres armados casi mordiéndoles el culo no se atrevieron aparar el tiempo suficiente para que lo vendara bien. Que lesdispararan era una cosa, pero morir mientras trabajaban real-mente contradecía todas las órdenes que les habían dado. Unagente de la DEA con cara de bebé y un soldado encubierto delDepartamento de Defensa encontrados muertos en la selvasudamericana era el tipo de incidente que el gobierno de losEstados Unidos no quería tener que explicarle a nadie.

Visto por el lado bueno, él y Smith habían localizadocon éxito el aeródromo donde Juan Conseco transportaba lacoca parcialmente refinada desde el sur, para que la procesa-ran en los enormes laboratorios que tenía en el norte de Co-lombia. También habían encontrado látex de opio, pero el au-

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téntico premio era un número de teléfono del satélite —SAT-COM— pegado a una pared, junto con un itinerario de vueloy el documento de carga de un barco. Smith reconoció el nú-mero, una mala noticia para el gobierno estadounidense, yuna buena noticia para todos los drogadictos del hemisferionorte. Recién liberado de la «Operación de Contención» reali-zada por la DEA en Kabul, Afganistán, a Smith lo habíantransferido a la fuerza de tareas de heroína de Bogotá, para se-guirle la pista a unos narcoterroristas de Medio Oriente quebuscaban ampliar el mercado. Encontrar el teléfono de uncaudillo afgano del opio adherido a la pared de la barraca deun aeródromo ilegal, al norte del Putumayo, era una muestrade la amplitud alcanzada por el tráfico de drogas. Smith habíasonreído de oreja a oreja. Lo último que Estados Unidos nece-sitaba era que alguien empezara a dejar correr la heroína deAsia por los mismos canales de la cocaína del cártel de Colom-bia, pero fue maravilloso seguir un instinto visceral a travésde medio mundo y dar con una mina de oro.

Con drogas y matones de uno a otro extremo del glo-bo, todos los grupos terroristas del mundo recibían una tajadade la acción del dinero negro; inhalar cocaína o heroína en LosÁngeles, alimentar a un terrorista en Kabul, en Teherán o enMedellín, Colombia, la conexión era muy directa.

—Kid. Una botella de cerveza fría, goteando por la condensa-

ción del frío aterrizó sobre la mesa. Le siguió un plato de comidaque llegó justo en el momento en que Smith se sentó a su lado.

Kid estiró la mano para coger la cerveza.—¿Cuánto tiempo tenemos?—Cinco minutos como máximo —dijo Smith—. Des-

pués, el generador se apaga temprano, el resto de la cerveza secalienta y esta ciudad desaparece por entero en la selva hastael amanecer. Come.

Kid comió un bocado, después engulló otro.«Ciudad» era un cumplido inmerecido para Banco Nue-

vo. Él se mantenía fiel al concepto de «agujero infernal» para

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describir la calle de barro y dos docenas de edificios destartala-dos que hacían lo imposible para no desmoronarse en el río.

—¿Y el barco? ¿El Garza? La comida tenía gusto a aserrín, y las tripas se le revol-

vían, pero estaría arruinado si vomitaba. Comida, agua, cer-veza: las tres cosas eran esenciales. Si no podía tragarla sin re-tenerla, no iba a tener fuerza para hacer lo que debía hacerse.Todavía no habían hecho lo más difícil. Lejos de eso.

Coño, la única razón por la que Smith lo había arras-trado hasta allí era para mantenerlo alejado de la lluvia yaplicarle un apósito rápido y, si era posible, embutirle unpoco de comida caliente. Eran una presa fácil en la cantina.

—Si dentro de media hora el muelle todavía está enpie, el barco atracará allí.

Smith sacaba material de primeros auxilios de la mo-chila con una mano y con la otra le daba de comer. El espec-táculo no era muy agradable, pero ellos tampoco lo eran des-pués de pasar diez días reconociendo la selva y tres horashuyendo a toda máquina.

—¿Puedes aguantar eso un rato más?—«Abso-puta-mente».El Garza era el único que los podría acercar por la ma-

ñana a Santa María, y Santa María era el último lugar quequedaba sobre el río donde podrían solicitar un avión que losrecogiera. Quizá mañana ya podrían dirigirse a Bogotá.

Pero primero tenían que pasar la noche, y teniendoen cuenta la cantidad de gente a la que habían hecho enca-bronar eso no iba a ser fácil. La jauría de «pistoleros» furi-bundos que habían dejado atrás estaba tan paralizada por lalluvia como ellos.

No, ellos querían que les devolvieran su mierda, todoslos papeles y documentos que él y Smith habían metido en lasmochilas en el aeródromo, toda la información que el TíoSam y el gobierno de Colombia necesitarían para encerrarloso borrarlos del mapa. La única pregunta era: ¿quién llegaríaprimero a Banco Nuevo, el Garza o las narco-guerrillas?

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Kid rogaba para que fuera el Garza. Conocía a los tiposcomo Conseco, y sabía de hecho que la tortura ocupaba un lugarprominente en la muerte que ellos repartían a diestro y siniestro,en particular a los agentes del gobierno de los Estados Unidos.

Smith también lo sabía.—Levanta el brazo —le ordenó Smith—. Te puedo ga-

rantizar que esto te dolerá.Ése era Smith. Iba derecho al grano. Nada de endulzar

la golosina.Kid vio la botella de aguardiente matarratas que Smith

había traído de la barra junto con la comida y la cerveza.Ah, mierda.Puso el tenedor en el plato y tragó el resto de comida

que le quedaba en la boca.—Pienso que no… —Buena idea —lo interrumpió Smith alzando la bote-

lla—. No pienses.Sin pronunciar otra palabra, vertió el alcohol en la he-

rida de Kid.Un dolor abrasador, violento, que quemaba sin parar

como un puto atizador al rojo vivo la sangrienta herida desga-rrada, le atravesó como una ráfaga el costado izquierdo delcuerpo. El dolor no se iba y quemaba.

«Aaaay, joder, joder, joder, joder». Los ojos se le pu-sieron bizcos y casi se desmayó, pero Smith lo impidió co-giéndolo de la camisa, y manteniéndolo sentado a la fuerza.

—Vamos, Kid —dijo Smith en voz baja y áspera—. Tútienes fuerza suficiente para soportar esto.

No. En ese preciso momento, a él no le parecía así.En ese momento, era más fácil desvanecerse. Dejar que

los ojos se le pusieran en blanco y liberarse.Smith lo volvió a rociar con el matarratas —el hijo de

puta—, lo puso de nuevo en la mesa y empezó a sacarle la ca-misa que tenía adherida a la piel.

Ah, la hostia, cómo dolía.—Si te tengo que sacar de aquí, se va a poner feo.

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Sí. Feo de verdad. Sus noventa y un kilos estaban enci-ma de C. Smith, y cada uno llevaba una mochila que pesabaveintidós kilos, además de los trece kilos de armas y municio-nes —y las necesitaban todas, hasta el último gramo—.

—No serías capaz de sacarme de aquí ni en tu mejordía —le dijo apenas con un susurro, lo que contribuía muypoco a aumentar su confianza. «Por favor, ah, coño, no dejesque me desvanezca».

—Suerte para ti, Kid, este no es mi mejor día.Smith le dedicó una de aquellas sonrisas tontas de su-

perioridad. Kid estuvo casi por devolvérsela…, casi, no deltodo, porque en ese momento Smith abría un apósito y laúnica razón por la que Smith abriría un apósito era paraaplastarlo sobre la herida y sellarla herméticamente para evi-tar la infección.

Una gran idea de mierda, pero él no quería que nadie leaplastara nada.

«Aay, Smith…». Demasiado tarde. El apósito avanzó, y Smith selló los

bordes. Kid sintió que sus límites se hacían algo borrosos y seponían negros. Trató de acordarse de seguir respirando…, yse olvidó.

La cerveza fría que le tiraron a la cara le hizo recobrarla conciencia en un instante.

—M… maldito seas, Smith —farfulló—. Estás des-perdiciando la cerveza.

—Cuando lleguemos a Santa María te compraré otra.Smith rompió un rollo de gasa y empezó a envolverla

muy tirante alrededor de la cintura de Kid.Dioooos. Eso también dolía, pero lo que menos quería

era desangrarse en Banco Nuevo, o que Juan Conseco lo cap-turara vivo. El magnate de la cocaína tendría una recompensapor ellos para el amanecer.

No porque alguien necesitara el agregado de un in-centivo para sacarlo de allí. La gloria merecía la pena por sísola el riesgo.

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El Asesino Fantasma. Sabía que así era cómo lo llama-ban: «el Asesino Fantasma». No se preocupaba mucho por elnombre. Se lo había ganado. Y se lo había ganado de una for-ma ardua, de muerte en muerte, una por una, hasta que metióen la tumba a todos los narcoguerrilleros que habían masa-crado a su hermano. Pero la fama lo empezó a perseguir comoun perro hambriento, con cada tirador insuficientemente pre-parado que le pisaba los talones de Cuzco a Cartagena. Si norompía las amarras y se largaba de Sudamérica, iba a morirallí. Era hora de partir.

Se había acabado el tiempo.—¿Te sientes bien? —le preguntó Smith mientras

cortaba la gasa—. ¿Firme?—Como una roca.Sí. Muy bien. Eso era él: firme como una roca. Iba a

dejar las marcas de los dedos en la mesa, tal era la puta fuerzacon la que se estaba cogiendo a ella. Estaba empapado en su-dor, y si no se quedaba quieto de verdad, perdería el arroz y lacarne de mono que hubiera habido en él.

El cantinero colocó un farol sobre el mostrador, junto ala cristalería, y encendió la mecha. El tiempo se acababa.

—Sigue comiendo —dijo Smith al mismo tiempoque lo soltaba y extraía de la mochila una caja de municio-nes de combate.

Imposible. Todavía no. Kid necesitaba controlarseprimero.

Smith se movía rápido, sacando los cargadores vacíosdel equipo de Kid y reemplazándolos por los nuevos que lle-vaba en su chaleco antibalas. Kid ya se había aligerado delpeso del M4 que ahora descansaba en su hombro.

—¿No estarás haciendo planes para sacarnos de aquícomo Butch y Sundance, no?

Francotirador por entrenamiento y oficio, gentilezasrecibidas por haberse enganchado en el cuerpo de Marines delos Estados Unidos, el sigilo era siempre el modus operandipreferido de Kid.

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—No —dijo Smith, mientras volvía a reponer los car-gadores de Kid y deslizaba un cartucho de 5,56 mm uno enci-ma de otro con rapidez y eficiencia—. Butch y Sundance car-gaban seis tiros y los Colts eran de acción única. Tú me vas acubrir con media docena de cargadores de repuesto y el M4semiautomático.

A Kid no le gustó lo que escuchó. ¿Contra qué lo iba acubrir?

—¿Adónde vas? —las órdenes de Kid eran claras: llevaal muchacho de la DEA al sur de Colombia, ayúdalo a encon-trar el puto aeródromo, y tráelo entero a la oficina de Bogotá.

—A salir con un cuchillo cuando oscurezca.Que Smith saliera solo a enfrentarse con los muchachos

de Conseco, sería con toda seguridad la última alternativa a laque Kid recurriría según del proyecto del departamento. De he-cho, él nunca lo había preguntado, pero, por muy bravucón quefuera el muchacho, más de una vez se preguntó si de verdad eraposible que C. Smith tuviera nada más que diecinueve o veinteaños o que de alguna forma hubiera eludido subrepticiamente laedad requerida por la DEA. Parecía muy joven, y entre los dieci-nueve y veinte años, hasta los más resistentes carecían de la ex-periencia necesaria para salir en la oscuridad con un cuchillo… ymenos cuando había más de media docena de bandidos con malaleche esperándolo afuera.

Por otra parte, Kid estaba absolutamente convencidode que él no estaba en condiciones de salir de cacería. Iba a re-querir de todas sus fuerzas para llegar al muelle, y quizá no lebastarían. Trataba de esforzarse para que no le diera un so-poncio. Era extraño, te sientes como la mierda cuando hasperdido mucha sangre y comienzas a sofocarte.

—Quizá podamos distraerlos y hacer que salgan de suescondite —Era un plan mejor, más seguro.

Smith sonrió nada más y siguió empujando cartuchosen el cargador del M4.

—No te preocupes, Kid. La única persona en este pue-blo a la que no puedo atacar con un cuchillo esta noche eres tú

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—Encajó el último cartucho y reemplazó el cargador comple-to por el que estaba medio vacío en la carabina de Kid—. Va-mos. Tenemos que enderezarte.

Smith se inclinó lo suficiente para pasar su hombrodebajo del brazo sano de Kid y lo ayudó a ponerse de pie. Co-gió ambas mochilas, una detrás de otra, y las cargó sobre elotro hombro.

Más duro que el puto titanio.—Desde la puerta del fondo, que da a una especie de

porche, se ve el río —dijo Smith mientras los dos atravesabanla cantina hacia allí—. No hay mucha protección, pero unavez que el generador se apague, ahí fuera estará realmente os-curo. Voy a encender una luz en el muelle para tratar de queel Garza no pase de largo. Si para, saca volando el culo de allí.Dame dos minutos. Si no logro regresar, dile al capitán que sevaya. Nadie más sube al barco en Banco Nuevo. Nadie.

Perfecto. A Kid el plan realmente le repugnó. Dejarabandonado a Smith no era una alternativa viable.

Cuando llegaron al porche, el generador se apagó y elmundo entero se oscureció. Smith tenía razón: con esa lluviay sin la luz del generador que iluminara el lugar, el Garza se-guiría flotando y no se enteraría nunca de que había pasadode largo de Banco Nuevo.

Smith lo recostó contra el porche y revisó el cargadorde la pistola de Kid.

—Por si alguien se acerca demasiado —dijo, mientrasembutía el cargador en su sitio con una palmada, antes de me-terlo en la funda de Kid—. Pase lo que pase, tú te subes a esebarco. Cuento contigo, Chronopoulos. No me decepciones.

Y luego desapareció, fundiéndose en las tinieblas.Mierda.Kid se recostó contra la pared y se acomodó la carabina.Joder, sí que estaba oscuro, y la lluvia caía a cántaros

del cielo como si fuera un gran balde de agua dado la vuelta. Elbarullo por sí solo era suficiente para hacerle bailar el cerebroa un tío.

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Aquella no era la forma en que había planeado hacersu última actuación, desangrando de muerte en un lugar ig-noto, en el porche del fondo de un antro comido de pulgassobre el Putumayo.

Coño.Siete meses en Sudamérica, la mitad de ellos en la sel-

va colombiana, la otra mitad yendo y viniendo por las alturasperuanas, abriéndose camino por la cordillera de los Andes, yla única recompensa que recibía era otra puta herida de bala,una reputación que jamás borraría y una lista de muertes tanlarga como su brazo.

Y dos anillos de boda que colgaban de una cadena deplata que llevaba al cuello.

Sí, todavía los tenía.Sacar los anillos del dedo de los esqueletos que encon-

tró en una antigua ruina inca en Cuzco, en Perú, era la únicacosa ilegal que había hecho en su vida. Eran dos conjuntos dehuesos, uno masculino y otro femenino, enterrados debajode metro y medio de escombros dejados por un terremoto.Había cogido los dos anillos. Para Nikki. Si le pertenecían aalguien, era a ella, los expedientes de Nikki McKinney.

No, pensar en la chica de la que se había enamorado elverano anterior no lo ayudaría a salir vivo de Banco Nuevo.Ahora ella le pertenecía a otro, a cierto «artista de las fibras»que había conocido, y eso dolía más que la posta que tenía en-terrada cerca de las costillas.

Tenía que haberla llamado o haberle escrito después deirse de Denver; o por lo menos haber vuelto a Colorado parala Navidad. ¿Eso hubiera sido tan puñeteramente difícil?

Al parecer sí, porque no lo hizo, y ella se había ido y sehabía comprometido con otro tío. «Comprometido» leches.

Le resultaba absolutamente imposible pensar en eso,menos aún imaginárselo. Desde que se enteró de la noticia,cerró los ojos ante ese hecho durante cuatro largas semanas.Lisa y llanamente, los cerró.

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Pero él había encontrado los anillos, y ningún artistade mierda de Boulder, en Colorado, podría haber hecho eso.¿Y en definitiva, qué cojones era «un artista de la fibra»?

Un tejedor de cestas, eso era. «Artista de la fibra», suculo. Suspiró y volvió a centrar su atención en los lados dela calle.

La lluvia cesó. Lo típico. La selva chorreaba agua, peroel diluvio había terminado.

Uno por uno aparecieron un farol aquí y otro allá enalgunos bohíos. No proyectaban mucha luz, pero era sufi-ciente para meter a todo el mundo en dificultades, lo que ve-nía muy a propósito para Kid. De repente, la noche fue suya.

Cargó una bala en la recámara del M4 e hizo lo quemejor hacía: esperar en la oscuridad para disparar.

No había pasado más de un minuto cuando un fuertechorro de luz cortó la oscuridad, a la orilla del río. Smith habíadejado la linterna amarrada al muelle. Al instante, alguiendisparó una corta andanada y destrozó una de las planchadasdel muelle, y aquel resplandor que salió de la boca de un fusilfue para Kid como una gran luminaria. Vio movimiento, con-tuvo la respiración y apretó el gatillo.

Medio kilo de presión y un minuto después, el tipo cayó.Las narcoguerrilleros, con sus armas automáticas, no

estaban tan lejos como él y Smith habían supuesto. En reali-dad, Kid no estaba sorprendido. Desmoralizado sí, pero nosorprendido. Salir de Banco Nuevo iba a ser un infierno.

Extendió la mano para coger el 45 y tiró del seguro.Los muchachos de Conseco no tardarían en bloquearlo en suposición, y entonces todo el porche se transformaría en la«última batalla de Kid».

Mierda.Butch y Sundance al menos habían salido andando.Algo, un movimiento en la oscuridad, una intuición,

atrajo su atención hacia el tercer bohío que estaba en el puntomás alejado del río. La luz que provenía de la entrada contigua

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iluminó la pared de la casucha de paja con un tenue hilo deluz. No hubo ni un sonido, ni un grito, ni un disparo, peromientras volvía a tomar aliento un cuerpo cayó en las som-bras y aterrizó de cara en el barro.

No era Smith.La aparición del hombre muerto atrajo a otro tipo que

corría por la calle agazapado, con el rifle listo.Listo para qué, quería preguntarle Kid, pero ya sabía

cuál era la respuesta: listo para el último error que el cabróncometería en su vida.

Kid alzó el M4, ajustó la mira y disparó… Smith y élllevaban una ventaja de tres.

Dos disparos hechos desde el mismo escondite lo pu-sieron al descubierto. Tenía que desplazarse, sin importarcuánto le costara.

Usando la mochila como apoyo, se arrodilló… y en-tonces lo oyó. Era el sonido suave de unos pasos que se arras-traban en el barro. Un vistazo rápido detrás de donde estaba elmostrador le confirmó que el viejo, el cantinero y las dos mu-chachas todavía estaban dentro, acurrucados en el piso, dema-siado inteligentes para meterse en medio del lío que Smith yél habían atraído sobre sus cabezas.

Las ratas estaban a su rollo.Sacó el 45 y cuando la boca de un fusil se abrió paso

por una esquina de la cantina, puso el dedo en el gatillo y es-peró. En el instante en que el hombre se asomó, Kid disparódos veces en rápida sucesión, haciendo que el tipo fuera vo-lando hasta el infierno.

Ahora estaba jodido de verdad. En el pueblo todos de-bían de saber dónde se encontraba y, Dios, el costado le dolíacomo si tuviera un cuchillo clavado…, un cuchillo de hojaaserrada. Joder. No podía recuperar el aliento.

Una nueva ráfaga de disparos que provenía de sitiosdiferentes dio en las paredes de la cantina y le llovieron asti-llas y pedacitos de madera. Decididamente lo habían encon-trado. Un pedazo de madera se le clavó en el antebrazo como

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un tacón de aguja. Algo agudo y más caliente que el infiernole cruzó por la cara. Sintió que la piel se rasgaba y ardía. Loolió. Jurando por lo bajo, cogió una de las correas de su mo-chila y bajó tropezando, y arrastrándose junto con la mochilalos escalones del porche. Llegó hasta el árbol más próximo an-tes de que una bala le diera en la pierna y se desplomó. El co-razón le latía como un martillo neumático.

¡Cojones! No iba a morir allí. De ninguna manera.El tiroteo se detuvo y no se escuchó nada más que el

sonido del agua que caía de los árboles.Afirmándose, estiró el brazo y se sacó la astilla de

madera del brazo. La arrojó a un lado sin mirarla. No queríasaber de qué tamaño era. Lo único que quería era irse a to-mar por culo de allí.

Mientras aligeraba el peso del costado, inspeccionó lacalle. Todavía quedaban dos cuerpos en el barro y no habíaninguna señal de Smith ni de los otros francotiradores.

El ruido de un motor que avanzaba traqueteando porel río le hizo dar vueltas la cabeza. El Garza atracaba en elmuelle, con los cilindros fallando, mientras las letras con lapintura descascarada de la proa aparecían iluminadas por la luzde la linterna de Smith.

Sintió como una ola de mareo en la parte posterior delcráneo…, no era la primera vez esa noche, y con seguridad nosería la última. Bajó la cabeza con cuidado e hizo un esfuerzopor aguantarlo, concentrándose en respirar profundo paraque se le pasara y esperó. Si se desmayaba, no duraría vivo nitreinta segundos.

Detrás de él se escuchó el canto de un chotacabras.Un puto chotacabras en la selva tropical colombiana.

Oh, Dios si no estuviera tan malherido, habría lanzado unacarcajada. Smith estaba loco.

Se animó a mirar hacia arriba. Afuera, alguien habíabajado del barco con una soga para atarlo al muelle… y allíse quedó.

Carnada para yanquis.

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Volvió a respirar hondo y trató de quedarse inmóvil y ensilencio todo lo posible. La gente de Conseco todavía estaba allíesperando que él y «el chotacabras» intentaran llegar al Garza.

No escuchó a Smith llegar por atrás, pero tampoco sesorprendió cuando el muchacho se deslizó ante su vista.Smith parecía un poco desmejorado. Tenía sangre en la cara yun tajo profundo en el brazo.

Nada fue nunca fácil.Smith alzó tres dedos y los apuntó a tres direcciones

diferentes de la calle.Kid hizo un pequeño gesto de asentimiento con la ca-

beza y señaló su posición relativa. Había habido disparos pro-cedentes de algún lugar a su espalda.

Smith se pasó la mano por la garganta en sentido hori-zontal, de lado a lado.

Perfecto, pensó Kid, muy impresionado. Dos tantospara el niño maravilla y su cuchillo. Salvo que los muchachosde Conseco hubieran pedido refuerzos, habían quedado redu-cidos nada más que a tres tíos en la acera de enfrente.

Y el Garza todavía estaba allí afuera, pero parecía comosi se encontrara a un millón de kilómetros de distancia.

—Nos van a cortar el paso si intentamos llegar almuelle —dijo con tranquilidad. El informe sobre daños teníaque llegar más tarde.

Smith asintió. Resoplaba mientras la sangre le corríapor el brazo.

—Vamos a tener que ir a nado y subir por el lado deestribor.

Sí. A nado.Nadar corriente arriba en un río desbordado cargando

con él, con dos balazos encima, sangrando como un cerdo, es-taqueado y rogándole a Dios que las pirañas no anduvieranbuscando un bocado de medianoche.

Nada fue nunca fácil.

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Smith empujó con el hombro la mochila de Kid juntocon la suya, se detuvo un instante para recuperar el aliento ydespués le hizo una seña para que salieran.

Sí, él tenía razón, y si C. Smith podía cargar el equipo,lo menos que Kid podía hacer era meterse en el río. Era unalocura preocuparse por las pirañas. Mierda. Lo más probablees que se hundiera como una piedra y se ahogara mucho antesde que las pirañas se apoderaran de él.

De acuerdo.Se apoyó en la pierna sana, e instantáneamente el es-

fuerzo le costó la cena. La lanzó toda en el suelo de la selva.Ah, la Virgen, eso dolía. Se cogió el costado y eso tam-

bién le dolía. Cada parte del cuerpo le dolía como la madre quelo parió. Se secó la boca con el dorso de la otra mano y trató deno sentirse tan puñeteramente mal, y de improviso supo quetenía un verdadero problema. No tuvo que mirarse la herida.Sabía lo que él sentía. Sangraba por el parche. Ya.

Como no se movía, Smith miró atrás.Kid se demoró un instante en respirar y otros dos se-

gundos en sobreponerse al dolor y poder hablar, pero, cuandolo hizo, le resumió a Smith los detalles lo más clara y sucinta-mente posible.

—… necesitamos… yo… coño, Smith. Necesitaría aSuperman para sacarme de aquí esta noche.

C. Smith sabía quién era Superman; todo el mundo losabía: un tipo que se llamaba Christian Hawkins y que trabajabacon Kid en la FED, Fuerza Especial de Defensa, una unidad clan-destina de fuerzas especiales cuya existencia ni el Pentágono niel Departamento de Defensa jamás admitirían. Hawkins erauna leyenda con una reputación bien merecida por haber salidoairoso del tipo de situaciones que mataba a los simples mortales—a él y a quienquiera que lo acompañara—.

Estaba además a cuatro mil ochocientos kilómetros delrío Putumayo.

Sin embargo, Smith comprendió.

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—Bueno, entonces esta es tu noche de suerte, Kid —dijo dejando caer las mochilas en el barro—. Porque esta no-che yo soy el superman de mierda.

Con un movimiento tortuosamente doloroso, puso aKid sobre sus hombros y se dirigió al río.

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CCAAPPÍÍTTUULLOO

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Ciudad de Panamá. Cuatro días después

En el baño encontró la parte de abajo de un bikini.Picado por la curiosidad, Kid cogió el retazo de algo-

dón verde y morado que colgaba del toallero y lo hizo giraren la mano.

No era infrecuente que al volver a casa se encontraracon que alguna persona se había quedado a dormir. Se diocuenta de que había alguien allí al instante de entrar. La casade Panamá le había pertenecido a su hermano, y J. T. siemprecultivó una política de puertas abiertas.

Pero el bikini no era habitual.Botas de combate, tablas para surf, cajones de cerve-

za…, normalmente encontraba cosas así. Pero no un bikiniescandalosamente verde con un estampado de hojas de pal-mera de color morado.

Era suficiente para hacer pensar a cualquiera.En el sexo.Y en la muerte.Juró por lo bajo y volvió a poner el traje de baño en el

toallero. J. T. era la clase de tío que se preocupaba de la gente,de un montón de gente. Algunas eran mujeres, en su mayoríaamigas, aunque en los últimos meses habían aparecido un par

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de ex amantes; pero esa noche, Kid se sentía incapaz de estarfrente a frente con cualquiera de ellas, y tener que decirlesque J. T. había muerto. Él mismo se sentía casi medio muerto.

Moviéndose con cuidado, volvió cojeando a la sala deestar. La casa era un auténtico bungaló tropical, con dos cuar-tos, dos baños, una cocina y una zona para comer integradas,y una sala de estar que daba a un patio sombreado por palme-ras. Había lagartijas corriendo por fuera, una casera que sellamaba Rosa y que mantenía el lugar en pie sin importar lacantidad de visitas inesperadas que aparecieran, y vecinos aquienes les encantaba la juerga, como en el caso de esa noche.El ritmo de salsa llegaba desde ambos costados de la casa.

Después de la aventura con C. Smith en el Putumayo,de haber pasado dos días en un hospital de Bogotá, y dosdías de rendir informes en la DEA y ante los muchachos delDepartamento de Defensa, no estaba de humor para festejarnada. Lo único que quería era dormir en su propia cama. Es-peraba que la chica del bikini hubiera elegido el cuarto de in-vitados y no el que generalmente usaba él.

El pensamiento lo obligó a hacer una pausa.Hostia. No era de extrañar que nunca se echara un polvo.Sacudió la cabeza y siguió andando hasta la galería ex-

terior y al cuarto que daba al sur, su preferido y, efectivamen-te, no había ninguna duda de que estaba ocupado.

Había ropa tirada por todas partes, y cosas, cosas demujer apiladas en el tocador y acomodadas sobre la silla, cosasvaporosas, un surtido de colores brillantes. Las maletas depiel de cocodrilo de la chica estaban en un rincón del suelo, yademás de tener el tono rosado más alucinante que había vis-to en su vida, desbordaban de cables eléctricos, bolsas de ma-quillaje, y zapatos como si una «mujer granada» hubiera esta-llado y lanzado ropa por el aire en todas direcciones, y hubieradejado que el material pesado se asentara.

Esa idea también le dio que pensar, en cierto modo lehizo recordar otra cosa, pero no iba a desperdiciar esfuerzos tra-

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tando de explicarse quién era. Esa noche estaba demasiado can-sado como para revisar cualquier cosa. Lo único que quería eradormir, y una cama u otra realmente le daban lo mismo.

Dio media vuelta para irse, cuando una playera peque-ña y rota de color blanco que colgaba de la manija de la puertale llamó la atención, una camiseta blanca lisa con una manchade pintura… azul eléctrico.

Todo en su interior se inmovilizó, salvo el corazón,que se hundió en la boca del estómago.

Imposible. Era absolutamente imposible, pero conocíaaquella camiseta, conocía aquella mancha de pintura.

Deslizó la mirada sobre las prendas acomodadas en la si-lla y vio otra cosa conocida: una bata de seda morada con laletra «N» pintada en el bolsillo. Dios mío. Paseó la mirada porel cuarto, por todas las cosas. Pero no era sólo eso, y no eracualquier chica-granada la que había explotado allí. Era unagranada Nikki McKinney.

Cogió la bata, se llevó la seda al rostro, y su aroma leinundó los sentidos. Sexo caliente, amor cálido, todos los re-cuerdos estaban allí, tan cerca de la superficie.

Demasiado cerca.Nikki estaba allí, y de repente, todo se ponía patas arri-

ba. Patas arriba.¿Por qué diablos estaría Nikki en la ciudad de Panamá?¿Y habría traído al hijo de su madre del artista de la fi-

bra para que la acompañara?Hostias. No podía tragarse eso. Imposible, joder.Apartó la vista de la bata y pasó revista a la habitación;

no, aquel era el desastre producido por una sola persona, des-de el sombrero panamá y las gafas a rayas rosas y verdes queestaban sobre el tocador a la pila de ropa interior sobre lacama. Cada centímetro de aquello, todo hablaba de Nikki.

La ropa interior. La cama. Nikki.Y de pronto, él y cada célula de su cuerpo estaban to-

talmente despiertos.

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Dejó caer la bata en la silla y salió. Ya en la galería, giróhacia el lugar en donde la música se oía más alto. Nikki estaríaen la zona cero, lo que quería decir al lado, en el jardín tapiadode los Sandoval.

Rico y Luis Sandoval eran un par de mellizos que vivíande un fideicomiso y cuyo padre dirigía la cadena de venta decoches más grande de Panamá. Eran unos tíos fantásticos parapasarlo bien, tomar una cerveza fría, y jugar una partida depóquer un viernes por la noche, strip póquer si podían con-vencer a una chica para que jugara.

Kid siempre se borraba de cualquier programa de losSandoval que incluyera mujeres ebrias desnudas, pero Rico yLuis no habrían tenido que emplear mucho alcohol o hablardemasiado rápido para meter a Nikki en el juego. No habíanada que le gustara más que los hombres desnudos. Los me-llizos representarían un plus irresistible según su perspectiva.

Joder. Nikki y un par de panameños estafadores deplaya con una baraja marcada. El pensamiento hizo que Kidcojeara a paso redoblado. A Rico y a Luis les estaría bien em-pleado si él dejaba que ella les diera su merecido. Por trampo-sos que fueran, ellos nunca estarían en situación de ventajarespecto a ella y una vez que les tirara el anzuelo con su «Oye,¿te puedo pintar desnudo?», no tendrían la menor oportuni-dad. Nikki los despojaría de su machismo más deprisa de loque ellos eran capaces de quedarse en paños menores. Losmuchachos del fideicomiso todavía estarían buscando sus pe-lotas para Navidad.

Pero él no quería que otros tíos se bajaran los calzonci-llos por Nikki esa noche, ni ninguna otra noche, chulos deplaya panameños o novios artistas de la fibra.

Un novio, ¿cómo demonios había dejado que las cosasse le fueran tanto de las manos? ¿Cómo había dejado pasarsiete meses sin llamarla? ¿Sin escribirle?

Se paró al lado de la pared de entrada, se paró y se obligó ahacer un examen de la realidad. La verdad era que él sabía por qué

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no se había comunicado con ella. Sabía perfectamente porqué no había vuelto a casa por Navidad, y nada había cambiado.

Él no era el hombre del que ella se había enamorado,nunca más lo sería, ni siquiera un poco, y no había vueltaatrás desde los lugares adonde había ido.

Pero Nikki estaba allí y tenía que verla. No se iba a en-gañar pensando que había venido a verlo a él, porque era laúltima persona que ella hubiera esperado que apareciera enPanamá, pese a ser el dueño de la casa. Si quiso venir a Pana-má, fuera cual fuere la razón, Skeeter debió de haberle presta-do la llave y le habría dado el informe de situación: él estabaen Colombia, trabajando fuera de Bogotá.

Y si no fuera porque no aguantaba más, todavía esta-ría allí.

No, seguramente no había venido a buscarlo a él. Du-rante los siete meses anteriores nadie sabía dónde estaba oqué estaba haciendo, salvo los hombres con los que trabajaba:al principio fue Hawkins, y después otro operario de la FED,Creed Rivera. Cuando terminó la misión, Creed volvió a supaís, pero Kid se quedó.

Se había quedado demasiado tiempo.Colombia ya no era un lugar seguro para él. Había

personas que lo estaban buscando. No sabían su verdaderonombre ni qué aspecto tenía —todavía no—, pero eso no de-tendría para siempre a aquellos tipos, no, si él seguía haciendolo mismo que hacía antes. En el aeródromo de Putumayo noera la primera vez que el Asesino Fantasma había asestado ungolpe en la actividad comercial de Juan Conseco, y el señor dela droga no lo ignoraba. La noticia de «la recompensa del Pu-tumayo» que Conseco había ofrecido por la cabeza del Asesi-no Fantasma llegó a Bogotá mientras él todavía permanecíaen el hospital. El magnate de la cocaína lo quería vivo o muer-to, y Kid se imaginaba que por medio millón de dólares Con-seco tenía una linda oportunidad de encontrarlo.

Era una jodida cantidad de dinero, pero Kid había he-cho una jodida cantidad de daño, incluyendo un par de asesi-

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nos estrella a sueldo contratados por el gobierno de Colombiaa través del Departamento de Defensa americano para matar ados importantes lugartenientes de Conseco, una misión tanoscura que fue «negro sobre negro». Todo eso hacía que lapresencia de Nikki fuera más desconcertante todavía, si esoera posible… que, por Dios, no lo era. Ya se había puesto ner-vioso hasta las entrañas porque ella estaba allí y la situacióncon Conseco sólo empeoraba las cosas.

¿No era perfecto? No había estado en casa más de cin-co minutos, y lo primero que tenía que hacer, literalmente,era sacar a Nikki McKinney de su cama de una patada. Bueno,cojones. Ahora por lo menos tenía algo más para decir que noempezaba ni terminaba con la frase «lo lamento». Se la habíarepetido tantas veces, en especial cuando ella lloraba, y cuan-do estuvieron juntos Nikki lloró mucho. Aunque tenía quereconocer que la frase «saca tu culo de mi casa» no parecíamucho mejor.

Estiró la mano para abrir el portón, pero tuvo que re-troceder cuando una pareja la atravesó a trompicones, estre-chado uno en brazos del otro, abrazándose mientras iban acasa de los Ramones que estaba del otro lado del jardín de Kid.

A juzgar por la apariencia que tenían, un poco borra-chos, un poco despeinados, vestidos de mujer los dos con lamitad de la ropa cayéndoseles, la fiesta de los Ramones debíade estar en pleno apogeo, un hecho comprobado cuando cruzóel portón.

Todos los años, cuatro días antes del Miércoles de Ce-niza, la ciudad de Panamá celebraba el carnaval, una fiestacargada de sexo, donde todo vale en preparación para la Cua-resma. Todos los viernes por la noche, sin importar lo que su-cediera el miércoles siguiente, los hermanos Sandoval hacíanlo mismo.

Había luces de colores colgando de los árboles, dos tra-vestis que cantaban suavemente en un escenario improvisa-do, muy por encima de las cien personas atiborradas en el jar-

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dín, algunas vestidas con disfraces, mucha cerveza y un mos-trador con raciones de «baja pantis», que en Panamá signifi-caba cualquier bebida hecha con alcohol fuerte.

Y allí estaba Nicole Alana McKinney. La localizó alinstante. Iba disfrazada a medias, con una tiara rosa de plu-mas sobre los pinchos del pelo negro y púrpura, una minifal-da azul con lentejuelas y una estola haciendo juego con la par-te de arriba del bikini estampado con palmeras verde ymorado. En una mano tenía un «baja pantis» y en la otra, cin-co cartas. Estaba de espaldas a él, sentada a una mesa con cua-tro tíos, dos eran Rico y Luis, a uno de los cuales ya no le que-daba nada más que un par de calzoncillos y una boa de plumascolor naranja.

Era como la encarnación viva de la peor pesadilla, o porlo menos de la suya, antes de que ella se comprometiera.

Pero esa escena. Ah, sí, se la había imaginado muchasveces: Nikki y un grupo de individuos a medio desvestir queiban camino de convertirse en tipos completamente desnudos.

Era su trabajo, coger tipos desnudos y someterlos al mi-nucioso escrutinio de su cámara fotográfica y sus pinceles hastaque lograba lo que quería, que siempre era más de lo que los ti-pos jamás hubieran pensado que eran capaces de ofrecer.

Ahora era prácticamente famosa. Sus cuadros se exhi-bían en ambas costas de Estados Unidos y se vendían a unprecio de cinco cifras. Tres meses antes, había hecho la porta-da de la revista Esquire con Brad Pitt como uno de sus ángelescaídos. Kid la había visto en Bogotá y era increíble.

El gilipollas de Brad Pitt. ¿Quién lo hubiera creído? Lamentora de Nikki, Katya Hawkins, la llevaba rumbo a la cimadel mundo del arte, exactamente adonde merecía estar. Unavez había visto trabajar a Nikki —sacarle la porquería a untipo— y lo había hecho transpirar y casi darle la vuelta con lode adentro para fuera. No conocía ninguna chica que fuera ca-paz de tener tan puta ferocidad.

Sí. Se había mantenido al corriente de su carrera, de suvida. Era discreto, pero estaba al corriente, hacía algunas pre-

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guntas. La hermana estaba casada con otro de los operarios de lacalle Steele, Quinn Younger, pese a que Quinn no había salidoen muchas misiones desde que se había asociado con Regan.

Era un precio condenadamente alto para pagar poruna mujer, pero, en circunstancias diferentes a las que él sehabía encontrado el verano anterior, quizá lo hubiera hechopor Nikki.

Ella no se lo había dicho abiertamente ni le había pedi-do que no se arriesgara tanto ni que renunciara a su trabajo,pero él lo había leído en sus ojos cada vez que ella lo miraba.Lo sabía cada vez que ella lloraba porque él se iba. Era tan im-placable como la hostia y al mismo tiempo tan frágil…

Coño, quizá el tío que tejía canastas era la elección co-rrecta, pero sí, por supuesto, él podría haberlo hecho, echarseatrás en su empleo y transformarse en un niño bueno, volvera la escuela y convertirse… en algo.

Algo diferente de lo que era: un arma calificada del go-bierno de los Estados Unidos. Los meses que pasó en compa-ñía de Hawkins y Creed persiguiendo y eliminando a los ase-sinos de su hermano lo habían transformado. Superman y elchico de la selva lo habían cambiado. Habían aprovechadotodo lo que el cuerpo de marines le había enseñado y lo habíanafinado muy bien.

No era un superhéroe genuino, como Hawkins, y no erani tres cuartas partes tan salvaje como Creed, pero no tenía mu-cho más que hacer que estar allí parado y mirarla para saber quetodavía estaba enamorado de Nikki McKinney.

Dios, qué horrible noticia. Y eso no cambiaba absolu-tamente nada. Sólo hacía las cosas más difíciles.

Tendría que mantener la distancia. Ser profesional.Conservar la frialdad. Jugar con astucia. Meterla de regresoen un avión lo más pronto posible y, por el amor de Dios, notenía que hacer nada estúpido ni espontáneo.

Como besarla.O recorrerle con la lengua el dorso del cuello.

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O ponerle las manos en el trasero.Respiró, recorrió la lista de los «no debo» otra vez, y

ya estaba preparado para avanzar, cuando de repente ella sedio media vuelta en la silla, sorprendida como un pájaro queremonta el vuelo, agitando las plumas, con las lentejuelas bri-llando, y lo miró directamente. Vio la sorpresa en su rostro,vio que la boca modulaba su nombre y el plan que él habíaelaborado rápidamente empezó a resbalar debajo suyo comola arena de la playa en una corriente de resaca.

En combate, un muy buen método para ser asesinadoera «cavar un túnel», concentrarte en una sola cosa y perderde vista todo lo demás que sucede a tu alrededor.

Al parecer, en el amor se aplicaba la misma regla por-que a él le habían dado muerte. Los travestis se embarcaronen una versión masacrada de «La vida loca» y casi no la podíaoír. Las otras cien personas reían, hablaban, cantaban, los va-sos tintineaban, las lentejuelas temblaban y todos formabannada más que una masa borrosa. Las plumas sueltas volabanpor el aire, la cerveza se derramaba, las mujeres chillaban…,y Nikki era lo único que él veía. Lo único que podía oír era ellatido de su corazón, lento, regular y fuerte. Era consciente delo que sentía, y no había palabras para expresar aquello. Nolas había para eso.

La tiara atraía las luces y destellaba en su pelo oscuro,desordenado. Una cabeza como salida de la cama, plumas ro-sadas y un par de mechones de color violeta, hebras que seagitaban en todas direcciones. No era un accidente. Ella lo pei-nó de esa manera, se echó espuma y se pasó el secador demano formando un revoltijo ingenioso. La había miradomientras lo hacía, le había tomado el pelo por esa razón, la ha-bía besado entre la aplicación de la espuma y el secado… y ha-bía amado cada uno de esos instantes.

Nikki tenía cinco aros colocados en una oreja y tres enla otra, siempre, y ninguno de ellos hacía juego; cantaba porlas mañanas y él fue su primer hombre.

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Todo eso la hacía suya.Avanzó y ella se levantó de la silla, mientras las cartas

se caían de la mesa y se ponía la mano en el pecho, una manodelicada con pintura debajo de las uñas. Sin pintura, no habíaNikki. Pintaba hombres. Pintaba sus fotografías. Pintaba án-geles y demonios. Se pintaba la ropa, y en una oportunidad,se había pintado para él… con chocolate y caramelo.

Ah, sí. Él no entendía nada. Era muy difícil.Siete meses sin ella, sin sus besos, sin tenerla abrazada

a él; con toda la razón, debería estar muerto.Pasó la última barrera de bailarines borrachos y de

pronto se encontró de pie frente a ella sin tener absolutamen-te nada que decir. Dios mío. Todo lo que podía hacer era mi-rarla. Era tan hermosa. Lo había dejado sin sentido desde laprimera vez que la vio y nunca se había recuperado: el colorsalvaje del pelo, las alas oscuras de las cejas, la forma del ros-tro, el gris claro, tornasolado, de los ojos. La boca. Dios, lo queella le había hecho con la boca.

—No… no esperaba… —comenzó a decir Nikki conuna voz que se fue apagando entrecortada. Tenía las mejillasenrojecidas—. No te esperaba esta noche.

—Y yo tampoco.Era la pura verdad. Era lo último que esperaba ver en

aquel lugar.—¡Kid! —gritó Rico a modo de saludo por encima del

ruido de la fiesta, por encima del canto y de la música, y detoda la cháchara.

—¡Kid! —Luis le puso una cerveza en la mano.—¡Chuleta! —dijo otro y tiró las cartas sobre la mesa

con una carcajada—. La hermosa paloma tiene una flor yuna escalera.

—¡Nueve alto! —gritó Rico.—¡Roberto! Sácate algo.La conversación fluyó en torno a ellos en español e in-

glés, por deferencia a Nikki que no sabía español. Los hermanos

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Sandoval eran muy integradores, en especial respecto a las mu-jeres hermosas, y querían que ella se mantuviera en el juego.

Pero ella ya se había ido con él. Solo que ellos todavíano lo sabían.

Bebió un pequeño trago de cerveza, apartó la botella yla tomó de la mano.

No había absolutamente nada que decir, no después deque ella puso su mano en la de él.

Necesitaba besarla. La besaría, pero no allí en la fiesta.Kid se la llevaría a casa.

Con ella pegada al costado de su cuerpo, se abrió ca-mino entre la multitud que bailaba desenfrenadamente y sedirigió hacia la puerta. A sus espaldas, se escuchaban lasburlas; Rico y Luis lo acusaban del grave delito de raptarhermosas gringas. No se ofendió. Se reían y lo alentabanentusiastamente, y nada de eso tenía maldita importancia.No existía nada más que Nikki, su mano en la de él, tan pe-queña y tan fuerte, la piel no muy suave de sus manos. De-masiada pintura, demasiada limpieza de pintura, demasia-das horas pasadas en el cuarto oscuro procesando películassegún sus normas exigentes. Siempre tenía las manos áspe-ras, siempre llenas de rasguños.

Pero el resto era suave, impíamente suave.Abrió la puerta, y una vez que estuvo al otro lado, echó

el cerrojo de la casa, que dejaba fuera al resto del mundo. LosRamones no le preocupaban. El tráfico desde la casa de losSandoval era normalmente en un solo sentido. Cuando lagente terminaba en casa de los Ramones, la noche ya habíaterminado para ellos.

No, toda su atención estaba concentrada allí mismo, enel ahora, exactamente donde él se encontraba.

El corazón le latía.La pared que daba de su lado estaba oscura, oscura y dul-

ce, con el olor de las flores, iluminada sólo con la luz que se fil-traba entre las copas de los árboles y a través de las enredaderas.

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—Kid —dijo Nikki, con la voz todavía un tanto entre-cortada—. Estás aquí. Yo esperaba, pero… Dios mío, es comosi te soñara.

Tenía la cara levantada hacia la de él mientras le acari-ciaba el brazo con la mano.

—Nikki… yo —empezó a decir, luego desistió y sim-plemente puso su boca sobre la de ella. No había nada que de-cir en ese momento, no cuando todo lo que deseaba, todo loque él necesitaba era acariciarla, deslizar la lengua en su bocay saborearla, llenarse de ella.

Los labios se encontraron, los de ella se separaron y uncentenar de emociones lo inundó. Esperaba el placer, un pla-cer electrizante…, pero también encontró alivio, que le llega-ba a los tuétanos. Ese era su hogar, estar con Nikki, con loscuerpos tocándose. Ella se puso de puntillas, con su boca con-tra la de él, rodeándole el cuello con los brazos, y él deslizó lamano por su espalda.

Luego más abajo.Dos reglas adentro en treinta segundos. La besaba y

tenía la mano en su trasero… y era increíble.Aquello se iba a convertir en una locura, deprisa. Ver-

daderamente muy deprisa. Podía adivinarlo. El beso había pa-sado de la categoría «hogar, dulce hogar» a cálido y profundoen un instante. Trató de no pegarle la lengua a la garganta,trató de no devorarla, pero ella ya estaba allí, y él se ahogabaen el amor que sentía por ella, al borde de la desesperaciónque lo hundía, el calor de la piel de Nikki, en la arrolladorahumedad suave de su boca.

Iba a ser algo más que locura. Iba a ser sexo calienteenloquecido, dulce y sucio contra la pared del jardín en menosde cinco minutos. Joder. Había estado tan enamorado de ella,estaba tan enamorado de ella. ¿Cómo pudo pensar alguna vezque sería capaz de vivir sin eso?

Nikki abrió más la boca, lo cogió más profundamente,y todavía no era suficiente, ni mucho menos.

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Estaba condenada. Nada podía ser tan excitante comoeso, tan veloz, y nada lo había sido jamás, salvo Kid Caos. Ellahabía venido a Panamá porque necesitaba verlo. Su amigaSkeeter le dijo que Kid había terminado una misión y quevolvería a su casa de Panamá. Nikki supo que ella debía venir.

Necesitaba atar cabos sueltos, cerrar la contabilidad,sacarlo de su sistema para poder seguir adelante.

No había venido a besarlo.No había venido para esto. Lo juraba, pero entre una

apuesta al ganador y la otra, se enteró de que él estaba allí, y sucorazón todavía no había dejado de latir aceleradamente. Erauna locura. Ya lo sabía… pero, Dios, era Kid, y todo lo que ellahabía sentido por él, todo lo que él le había hecho sentir algunavez arrasaba con su cuerpo y casi la hizo caer de rodillas.

Pensaba que ya había acabado con él, pero no habíaacabado con nada, ni desde el primer beso al último, a este. Laforma en que ella lo sentía, la forma en que él olía; el ángulode la mandíbula, la nuca, la forma en que abrazaba, la fuer-za… su boca sobre la de ella y los brazos que la rodeaban;nunca quiso dejarlo.

Mierda, se suponía que no iba a ser así.La había dejado en dos ocasiones, la última vez sin una

palabra durante siete largos meses. Ninguna carta. Ningunallamada de teléfono. Ningún mensaje electrónico. Sintió sufalta hasta pensar que moriría; sintió enojo. Dios, cuánto lohabía echado de menos: un metro noventa de calidez, pielsuave y músculos de hierro. Era tan guapo: un guerrero depelo marrón oscuro y ojos almendrados, un rostro despojadode todo artificio. Era lo que era, y era el primer hombre al queella se había entregado… y, que Dios se apiadara, estaba porvolver a hacerlo. La necesidad aumentaba dentro de sí, abso-lutamente irresistible, terriblemente inevitable.

Condenada.Nikki le sostuvo el rostro entre las manos, cubriéndolo

de besos mientras él deslizaba una mano debajo de la falda, y

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todo lo que ella fue capaz de pensar fue «Sí… sí. Por favor,Kid». Había pasado tanto tiempo desde que lo había poseído,desde que él había sido suyo y era tan fácil volver a enamorar-se de él, desnudarse un poquito más con cada minuto que pa-saba. Kid le sacó las bragas, ella le bajó el cierre del pantalón;la blusa se le soltó, ella le abrió la camisa.

—Te han herido —le susurró en los labios, mientrastocaba con los dedos el borde de la gasa.

—No —le aseguró, pero luego dio marcha atrás—.Bueno, quizá… un poco.

Era más que un poco, teniendo en cuenta el tamaño delvendaje, pero el corazón de Kid latía fuerte debajo de la manode Nikki, la piel era cálida y su boca le decía a los cuatro vien-tos cuánto la deseaba.

No necesitaba saber nada más. De momento, por aho-ra, era todo.

En lo profundo de su cerebro, Kid sabía que la habitaciónquedaba nada más que a un metro y medio de la puerta del jar-dín. También sabía que no lograrían llegar tan lejos, la primeravez no, cuando ella estaba suave y mojada y él con los pantalo-nes a medio bajar; no cuando ella tenía la mano entre las piernasde él, que apenas podía respirar debido a las caricias.

—Hostia bendita, Nikki —Se acunó en ella, la alzó ensus brazos y le aplastó la espalda contra la pared—. Pon laspiernas alrededor de mi cintura.

Y ella así lo hizo ayudándolo, ayudándose y él pujódentro de ella, y todo se hizo más lento.

Era tan increíble: las sensaciones tan intensamentedulces, la ráfaga de emociones tan irresistible…

Kid juraba con suavidad. Ella se sentía tan asombrosa-mente bien. Él le acariciaba el cuello, hundiéndose en ella,sintiéndose morir un poco a causa del placer… y del dolor. Lapierna lo estaba matando, y el costado le dolía terriblementepor el esfuerzo de levantarla, pero Dios, no había en la tierraforma de que él se detuviera.

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Kid tenía los brazos debajo de los de Nikki, y en el puñoaferraba unas ramas de enredadera, que los sostenía contra lapared y con la otra mano le enhebraba el pelo, flores aplastadasentre sus dedos. Todo era maravilloso, el calor, el olor, la suavi-dad, Nikki que lo poseía una y otra vez. Había pasado tantotiempo. Había transcurrido una eternidad desde que había esta-do dentro de una mujer, y la mujer era ésta. Lo único que ellatenía que hacer era respirar para que él se excitara.

Pero Nikki hizo mucho más: selló con su boca la de él,le succionó la lengua y le llenó deprisa todo el cuerpo, de la ca-beza hacia abajo, de sensación sexual. Todo. Lo devoraba.Todo era sexo y amor, y calor y Nikki.

Desplazó un brazo debajo del trasero de la mujer, abra-zándola más fuerte, alzándola, pujando más profundo y enton-ces sucedió. Sintió las señales de advertencia, sintió que alcanza-ba aquella primera orilla dulce de la liberación y fue incapaz dedetenerla. No tuvo la fuerza ni el deseo. Esta vez, no.

Oh, Dios. Desgarraba el alma, un orgasmo que comen-zaba en el dorso del cráneo y en la base de la entrepierna yfluía a través de él, transportándolo a lo profundo de sí, a loprofundo de ella. Era una sensación intemporal, y durabaeternamente, y ella lo besaba todo el tiempo, lo abrazaba, suboca caliente y dulce sobre la de él.

—Nikki —gimió empujando más profundo mientrassu cuerpo se estremecía. La había necesitado durante tantotiempo, nada más que a ella.

El Learjet se dispuso a bajar en la pista de aterrizaje parti-cular ubicada al sur de la ciudad. En el interior, dos hombresbien vestidos se apoderaban de la cabina delantera. Uno era del-gado y ascético, vestido con ropas negras austeras; el otro, másjoven, de complexión más robusta, hombros anchos y rostroelegante y aristocrático. La camisa blanca que llevaba abierta de-bajo del traje caro color gris dejaba ver una cruz de oro incrusta-da con diamantes. Los dos usaban grandes anillos de oro graba-

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dos con la letra C con forma de fer-de-lance*, la serpiente másmortífera de la América tropical. Tenía la boca abierta, lista paraatacar, con los colmillos a la vista. La «C» era la inicial de Conse-co y la serpiente era la personificación del ascenso de Juan Con-seco a la cima del cártel de la droga, un ascenso salpicado por unaserie de golpes imprevistos y letales contra sus competidoreshasta que no quedó ninguno en pie.

Ahora únicamente tenía enemigos que lo trataban contodo el cuidado y consideración que le hubieran prestado auna serpiente venenosa.

—Esto no es inteligente, Juan —dijo el hombre ma-yor—. En Panamá no te puedo proteger de la misma formaque en casa.

—¿De la misma forma que protegiste a Ruperto y aDiego, tío Drago?

La pregunta era cruel, pero Juan Conseco era un hom-bre cruel, y vengativo. Ruperto era su primo, sangre de susangre, el hijo mayor de Drago, y hacía un mes que la bala deun asesino, del Asesino Fantasma, lo había asesinado mien-tras desayunaba. Diego había muerto el mismo día, afuera dela casa misma de Juan, con veinte guardias armados que cus-todiaban los muros. Ninguno de ellos había visto nada, salvoa Diego cuando cayó al suelo con una bala entre los ojos.

Fue un disparo con firma, el Asesino Fantasma riéndo-se en la cara de Juan, cebando a la serpiente. Perder en un díados lugartenientes —dos primos— fue un golpe terrible en elcorazón y en el orgullo de la familia. El robo en la pista de ate-rrizaje del Putumayo cuatro días atrás había sido otro golpemás, el peor en la serie de impactos que dieron en los Conse-co, e hicieron que él pareciera débil frente a sus enemigos…hasta que por la gracia de Dios y una enfermera de noche delhospital de Bogotá, las plegarias de Juan habían sido escucha-das. El gringo al que le habían pegado un balazo en BancoNuevo y que había salido en avión de Santa María, tenía unnombre: Peter Alexander Chronopoulos. Juan conocía dema-

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* Serpiente común en Sudamérica, conocida también como «terciopelo amarillo», cuyamordedura es letal.

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siado bien el nombre, y había desvelado el misterio del Asesi-no Fantasma. Juan comprendió la fiera crueldad que habíamotivado al asesino a lo largo y ancho de Colombia y Perú, ylo había vuelto a traer: venganza apasionada con el mismoapetito de sangre que motivaba a Juan.

El asesino debía de querer matar a todos los guerrille-ros y pistoleros de Colombia por lo que le habían hecho a suhermano. Juan habría hecho lo mismo si J. T. Chronopouloshubiera sido su hermano.

Admiraba a los hombres despiadados, pero el AsesinoFantasma, el demonio gringo que se atrevió a interferir en losasuntos de Juan Conseco, tenía que morir: ojo por ojo, dientepor diente. Cuando Peter Chronopoulos tomó un avión rum-bo a Panamá esa tarde, Juan y Drago no estaban muy lejos.

Juan miró la cabina donde estaban los hombres quehabía traído consigo, dos asesinos, especialistas en todo tipode muerte, y cuatro soldados de su guardia personal. Le daríancaza a Chronopoulos y lo matarían como a un perro.

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