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Bertha Hidalgo Rojas, Alfonso López Sierra y sus siete hijos, página 1 de 41 11 de noviembre de 2012 Bertha Hidalgo Rojas (1933-2008) Alfonso López Sierra (1922-1971) y sus siete hijos (Atlixco, Puebla) El llanto de Bertha Hidalgo Rojas, una mezcla de gemidos y lloriqueos, había conti- nuado por horas sin disminuir: dolor, desengaño, pérdida, sentimientos de desesperación, sensación de soledad o el miedo a ésta, penetraron simultáneamente en el fondo de su alma. Los sueños que había acariciado, las esperanzas que había albergado, las expectativas que tenía se desvanecieron ante ella al contemplar los rostros llorosos de sus cinco hijos a quie- nes había tratado de rescatar de las garras de los mormones; ya había perdido a Luis Alfon- so y a Gustavo, el primero y tercero de sus hijos, ante la iglesia de los Estados Unidos. “¿Qué será de mí?”, declaró afligidamente, “ahora estoy sola”. No tenía caso suplicar ayuda a su fallecido esposo, aunque lo había intentado en oración muchas veces. Después de nueve años de viudez todavía le reclamaba a Dios el habérselo llevado y dejarla con siete hijos sin un padre; suficiente había tenido cuando Ma- ría Concepción, su tercera y única hija, había muerto de deshidratación por diarrea a la edad de nueve meses. Ahora Bertha los estaba perdiendo a todos. Se quería morir. Desesperados y frustrados, los hijos de Bertha le dieron las buenas noches y subie- ron a sus camas en la pudiente casa en Atlixco, Puebla que ella había heredado de sus pa- dres y en la cual sus hijos habían pasado casi una década de sus vidas. Le habían suplicado, explicado y abierto sus corazones, pero todo esto en vano. A la mañana siguiente, el 10 de agosto de 1980, los jóvenes se levantaron temprano para prepararse para sus bautismos. Se habían burlado de Alfonso y Gustavo cuando se unieron a los mormones cinco y cuatro y medio años atrás e incluso trataron de debilitar la nueva convicción de sus hermanos, ahora ellos—Rubén (21), Paulo (17), Roberto (15), Benjamín (12) y Arturo (11)—también habían sucumbido a los poderosos y terribles breba- jes de los mormones. Bertha estaba deshecha.

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Bertha Hidalgo Rojas, Alfonso López Sierra y sus siete hijos, página 1 de 41

11 de noviembre de 2012

Bertha Hidalgo Rojas (1933-2008)

Alfonso López Sierra (1922-1971)

y sus siete hijos

(Atlixco, Puebla)

El llanto de Bertha Hidalgo Rojas, una mezcla de gemidos y lloriqueos, había conti-nuado por horas sin disminuir: dolor, desengaño, pérdida, sentimientos de desesperación, sensación de soledad o el miedo a ésta, penetraron simultáneamente en el fondo de su alma. Los sueños que había acariciado, las esperanzas que había albergado, las expectativas que tenía se desvanecieron ante ella al contemplar los rostros llorosos de sus cinco hijos a quie-nes había tratado de rescatar de las garras de los mormones; ya había perdido a Luis Alfon-so y a Gustavo, el primero y tercero de sus hijos, ante la iglesia de los Estados Unidos. “¿Qué será de mí?”, declaró afligidamente, “ahora estoy sola”.

No tenía caso suplicar ayuda a su fallecido esposo, aunque lo había intentado en oración muchas veces. Después de nueve años de viudez todavía le reclamaba a Dios el habérselo llevado y dejarla con siete hijos sin un padre; suficiente había tenido cuando Ma-ría Concepción, su tercera y única hija, había muerto de deshidratación por diarrea a la edad de nueve meses. Ahora Bertha los estaba perdiendo a todos. Se quería morir.

Desesperados y frustrados, los hijos de Bertha le dieron las buenas noches y subie-ron a sus camas en la pudiente casa en Atlixco, Puebla que ella había heredado de sus pa-dres y en la cual sus hijos habían pasado casi una década de sus vidas. Le habían suplicado, explicado y abierto sus corazones, pero todo esto en vano.

A la mañana siguiente, el 10 de agosto de 1980, los jóvenes se levantaron temprano para prepararse para sus bautismos. Se habían burlado de Alfonso y Gustavo cuando se unieron a los mormones cinco y cuatro y medio años atrás e incluso trataron de debilitar la nueva convicción de sus hermanos, ahora ellos—Rubén (21), Paulo (17), Roberto (15), Benjamín (12) y Arturo (11)—también habían sucumbido a los poderosos y terribles breba-jes de los mormones. Bertha estaba deshecha.

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Cuando los hijos bajaron las escaleras vieron que su mamá aún lloraba en el sofá, “por favor mamá, ven a nuestro bautismo, ¡te amamos! Nunca te vamos a abandonar.” Ella se volteó, los chicos lloraron una vez más y partieron rumbo a la cita que tenían en la pila bautismal.

El hermano mayor, Alfonso, se bautizó en 1975, sirvió una misión y se casó en el templo; había venido de su hogar en los Estados Unidos acompañado por su esposa, Linda Olson, con el fin de bautizar a sus hermanos. Él también había hablado con su madre sin ningún éxito.

Cuando los hermanos se estaban vistiendo después de su bautismo, el Elder Stucky tocó la puerta y le dijo a Rubén: “los buscan”. Rubén, ya vestido, salió a ver quién era, sor-prendentemente ¡allí estaba su mamá! Corrió a abrazarla y lo mismo hicieron los asustados hermanos cuando la vieron, “¡Mamá, has venido!”

Bertha tenía un anuncio importante que darles: “¡sí, y si ustedes no vienen conmigo, yo voy con ustedes; vengo a bautizarme!”

Las confirmaciones se retrasaron en lo que el Elder Stucky entrevistaba a Bertha; después de lo cual Alfonso, con un corazón que no podía contener toda su felicidad, entró

9 agosto 1974: La viuda Bertha Hidalgo con sus siete hijos en casa de sus padres en Atlixco Puebla, donde se trasladó a vivir tras la muerte de su esposo Alfonso en 1971. El cuadro del padre de Bertha cuelga en la pared detrás de sus nietos.

De izquierda a derecha: Rubén, Paulo, Benjamín, Gustavo, Roberto, Arturo, Bertha y Luís Alfonso

Fotografía cortesía de Joseph Michiels a través de David Richardson.

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en la pila bautismal por segunda vez, ya para bautizar a su mamá; sus cinco hermanos, que no paraban de llorar, fueron testigos de este sorprendente e inesperado evento. Después, entraron en la capilla donde Alfonso los confirmó miembros de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y les confirió el don del Espíritu Santo.

Hubo bastante llanto ese día, tanto de los miembros que presenciaron los bautismos como de los recién confirmados. Gustavo, quien se había bautizado cuatro y medio años antes, llevaba sólo catorce días en la misión en Monterrey; el Patriarca que lo bendijo antes de su partida ya había visto este momento y le prometió que así sucedería. Pronto su presi-dente de misión, Roy H. King, le informó del feliz acontecimiento. Este joven misionero buscó una silla cercana, se sentó y se unió a aquel coro sollozando un himno de alegría.

La Oración de Bertha y una sorprendente respuesta

Después de que los cinco hijos López Hidalgo dejaron a su desconsolada y desesperada madre aquel domingo por la mañana, la inconsolable Bertha decidió por primera vez en mucho tiempo orar a Dios esperando que Él pudiera escucharla e indicarle qué debía hacer; aún tenía resentimiento hacía Él por haberse llevado a su esposo cuando más lo necesitaba. Esta equívoca amargura había minado una parte de su alegre personalidad; con el paso de los años ni siquiera sus hijos sabían cuántas noches de dolor, llanto e insomnio había pasa-do. Después de orar se subió al carro y manejó sin rumbo por Atlixco, se le ocurrió ir a una pequeña y aislada iglesia católica (El Cristo) que se ubicaba en una ex hacienda en donde ella y sus hijos acudían casi todos los domingos; no obstante, pensó que sería muy doloroso ir allí ya que le traería recuerdos que quería suprimir. Sin embargo, necesitaba un espacio religioso en donde envolver su angustia, Bertha, su espo-so y sus hijos (algunos de los cuales habían sido monagui-llos o acólitos y cuyo proge-nitor los animaba a que se convirtieran en sacerdotes) habían sido “muy católicos”, al igual que toda su familia y antepasados. Finalmente de-cidió quedarse en la iglesia de San Agustín, quizás allí su torturada alma podría calmarse.

Una vez que Bertha se arrodilló e hizo una de-sesperada oración, se sintió de hecho consolada por estar en su acostumbrado ambien-te religioso, sin embargo, lo que allí ocurrió la asombró y cambió su vida para siempre. Al limpiar las eternas lágri-

Abril 2012: Foto tomada en la casa de Hidalgo donde los hijos López Hidalgo crecieron después de que su padre Alfonso murió y su madre se trasladó a Atlixco Puebla para vivir con su madre. Izquierda a derecha: Rubén, Paulo, Benjamín, Gustavo, Roberto, Arturo. El hijo mayor, Luis Alfonso, no estaba presente.

El cuadro en la pared del Temple de la Ciudad de México fue tomado en octubre de 1982 por Juan Serafín Camacho Reyes.

Fotografía cortesía de David Richardson.

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mas de su rostro, escuchó una voz que le decía: “¡Ve con tus hijos y bautízate!” Aterrada, se incorporó y se sentó; después de tomar unos minutos para reponerse del sobresalto, se armó de valor y manejó rápidamente a la capilla SUD para reunirse con sus seis hijos y ser bautizada (Gustavo estaba en su misión en Monterrey). La profunda experiencia espiritual que había tenido la convenció que era lo correcto que hacer y desde ese momento ardió su testimonio en su corazón.

La larga resistencia de Bertha al bautismo de sus hijos los había impulsado a aprender acerca de la Iglesia; realmente deseaban que ella enten-diera el apremiante deseo que tenían de entrar a las aguas del bautismo para poder participar de una ordenanza que sabían que, gracias a la restauración del sacerdocio, sería no sólo sagrada y santificado-ra sino también eficaz. Entre más grande era su oposición, más necesitaba aprender. Bertha enten-día rápido, lo que ayudó a sus hijos a aprender aun cuando platicaban y bromeaban.

En una ocasión incluso le ganó la curiosi-dad cuando, habiendo viajado a Salt Lake City con su hijo Rubén para asistir a una conferencia gene-ral de la Iglesia, en el tabernáculo escuchó el dis-curso del presidente Spencer W. Kimball sobre guardar el día de reposo; Rubén todavía no era miembro de la Iglesia en ese entonces y ella a ve-ces estaba en desacuerdo con Dios por la muerte de su esposo. Aunque cuestionaba las enseñanzas de la Iglesia, se puso a preguntar qué pasaría si las pusiera a prueba. Bajo estas circunstancias, aceptó la propuesta de Rubén de cerrar su farmacia los domingos. Su negocio prosperó.

Ahora Bertha sólo necesitaba hacer un cambio que iba de despreciar la Iglesia a ate-sorarla; esto sucedió repentinamente ese 10 de agosto de 1980 en la iglesia de San Agustín. Sus hijos lo reconocieron como un milagro, ella estuvo de acuerdo.

Para los hijos López Hidalgo y su madre, el cambio de religión trajo consigo conse-cuencias sociales y familiares: parientes y amigos se distanciaron cuando se enteraron de la traición de Bertha y sus hijos, algunos incluso rompieron todos los lazos; antiguos conoci-dos se buscaron otras amistades y otros se esforzaron por aislar y castigar a los chicos Ló-pez Hidalgo; los hermanos de Bertha (quienes se sentían frustrados y no podían compren-der sus acciones) la acusaron de unirse a los mormones nada más para complacer a sus re-beldes y caprichosos hijos. Antes de unirse a la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, algunos domingos Bertha ofrecía comidas para sus familiares en los amplios jardines de la casa de sus padres. Ahora, ellos mantenían su distancia.

Habiendo tomado su decisión, Bertha se sostuvo firme e inquebrantable ante el re-molino de escombros sociales que giraba en torno a ella; sus hijos mayores se mantuvieron distantes de aquel desorden y siguieron adelante con sus vidas en su nueva fe. Benjamín de 12 y Arturo de 11 hicieron caso omiso y se mantuvieron al margen porque, como dijo Ar-

Hacia 1978: Bertha, ha. 45 años de edad, en

la Manzana del Templo, Salt Lake City.

Fotografía cortesía de Paulo López Hidalgo

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turo: “cuando Dios ya ha con-testado tus oraciones y tocado tu alma, la burla y la crítica de aquellos que un día dijeron ser tus amigos ya no te afecta. No les demos importancia”.

A pesar de esto, la per-secución y la burla fueron me-nos para los cinco hijos que para Alfonso y Gustavo que se unieron cinco y cuatro y medio años antes. En aquel entonces sus familiares, en particular, no sólo se distanciaron sino que algunos los atacaron con una intensa furia; en una ocasión los tíos de Alfonso fueron par-ticularmente duros con él.

Consultar al Señor a tra-vés de la oración en momentos ponderables o de tensión había sido una costumbre de toda la vida; su padre, quien siempre había querido que fuera un sacerdote, le había enseñado a hacer eso, una práctica que refor-zó en sus cinco años que llevaba con los mormones. En esta situación Alfonso le pidió al Señor que ayudara a sus tíos a entender la veracidad de la Iglesia. Una vez más el Señor contestó sus oraciones.

Luis Alfonso y su obispo

En la farmacia Hidalgo, donde Alfonso trabajaba, un afligido empleado les había contado sobre un miembro de su familia de ocho años que había estado postrada en cama como si estuviera poseída por un espíritu maligno. Toda la familia, incluido el personal médico se reunieron para ayudarle, y habían hecho lo que habían podido por la pequeña niña; tanto la familia como los amigos estaban al pendiente.

Alfonso de dieciocho años, quien recientemente se había bautizado, pensó que ésta podría ser una oportunidad para que la gente viera el sacerdocio real en acción para restau-rar la salud de la niña, sanar su alma y si era necesario desechar el mal espíritu que la tenía poseída, así que le imploró al obispo Roque que le diera una bendición del sacerdocio a la niña.

Juntos, Alfonso y su obispo consultaron al Señor de la única forma que sabían ha-cerlo. Después de su oración, el obispo Roque cedió a la petición y partieron a la casa de la pequeña; cuando llegaron, salía de la casa un sacerdote católico y al entrar encontraron unas 15 personas en la sala haciendo rezos en medio de veladoras.

El empleado de la farmacia Hidalgo los llevó al cuarto de la niña y el obispo Roque puso sus manos sobre su cabeza, la bendijo para que sanara y le mandó a cualquier mal espíritu presente que la dejara; después con una impresionante seguridad dijo: “mi hijita, ya puedes ponerte de pie, ya estás bien.” La niña se levantó, tomó la mano del obispo y con

Hacia 1987: Bertha con tres de sus cuatro hermanos (Rodolfo, Luis Rene y Raúl) y su esposo Carlos Enríquez Almazán (a la derecha) en el recinto familiar

de los Hidalgo, Atlixco.

Fotografía cortesía de Paulo López Hidalgo

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Alfonso guiándolos, sal-ió de la recámara y ca-minaron entre la gente que aguardaba afuera.

Unos días des-pués, Alfonso se dio cuenta de que el anta-gonismo contra él ha-bía reducido radical-mente, aún existía en-tre las calles de Atlix-co, pero parecía ser me-nos fuerte e incierto. Sus familiares también se calmaron y le dieron algo de paz.

La oración, la con-vicción, la determina-ción, el estudio y la participación en la Igle-sia tranquilizaron a la

familia e impulsaron su crecimiento en el Evangelio. Siete hijos, siete misioneros. Siete sumos sacerdotes. Siete obispos. Tiempo después

y en un nuevo matrimonio con el Patriarca Carlos Enríquez Almazán, Bertha sirvió una misión de tiempo completo en el Centro de Visitantes cerca del Templo de la Ciudad de México y más tarde como obrera en el templo una semana cada mes.

Las esperanzas de un fallecido padre y esposo fi-nalmente se hicieron realidad, tenía a sus sacerdotes y quien fuera su esposa por quince años y la madre de sus hijos estaba protegida y segura en su hogar.

Una familia en búsqueda de

una vida honorable

Investigamos qué fue lo que mantuvo firmes a Bertha y a sus siete hijos ya que después de haberse resistido al Evan-gelio, lo abrazaron con un entusiasmo poco común y se mantuvieron inquebrantables ante la crítica familiar y so-cial. Muchos de los que aceptan el Evangelio encuentran que con el tiempo se enfrían y su convicción se desvanece, especialmente al enfrentar persecución constante; sin em-bargo, esto no le sucedió a Bertha y a sus hijos, en parte por los cimientos éticos y morales que ya tenían en sus vidas y que encontraron eco en las enseñanzas de la Iglesia. Éstas a su vez surgieron curiosamente en la naturaleza del

Hacia 1930: El padre de Bertha construyó esta casa en lo que más tarde se convirtió en Calle Oriente 31 en Atlixco Puebla. Aquí Bertha (nacida 1933) creció entre la construcción persistente y embellecimiento. En 1971, cuando Bertha trasladó a sus hijos aquí tras la

muerte de su marido Alfonso, el espacioso patio interior del recinto fue ampliamente ajardi-nado y la calle en frente fue arbolada. Foto cortesía de Paulo López Hidalgo.

Ha. 1940: El trasero de la casa de los padres de Bertha como visto de las

tierras espaciosas del recinto.

Fotografía cortesía de Paulo López Hidalgo

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hogar que vio nacer a Bertha y en la cultura de la familia que recibió a Alfonso López Sierra cuando éste abandonó a su familia disfuncional.

Además de estar empapados en el catolicismo tra-dicional, los padres de Bertha eran sensibles a ideas acerca de la religiosidad, rectitud personal, y moral individual; dichos atributos tuvieron fuerte presencia en la forma en la que educaron a su hija y tuvieron gran influencia en la forma en que ella escogió llevar su vida de joven adulta, esposa y madre.

El padre de Bertha, José Luis Macedonio del Cora-zón de Jesús Hidalgo León (conocido como Dr. Luis R. Hidalgo) era médico y, entre otros talentos, era también pintor, escultor y político; su madre, Blanca Eugenia Rojas Manilla, era química farmacéutica. Juntos pusieron un ne-gocio en donde se preparaba el medicamento y se hizo fa-moso en Atlixco y sus alrededores por ser efectivo; condu-cían sus negocios de tal forma que el apellido Hidalgo era sinónimo no sólo de buenas preparaciones de fórmulas medicinales sino de honestidad e integridad. El estableci-miento, que eventualmente se convirtió en una farmacia convencional (farmacia Hidalgo), tuvo un gran éxito, una

tradición que perduró los quince años que Bertha lo dirigió siendo viuda. Aparte de ser un médico exitoso, empresario, artista sensible y escultor, el abuelo

paterno de los niños destacó también como político. Fue el primer presidente municipal constitucionalmente electo de Atlixco (1951), y lo que lo distinguió fue el brillante progre-so en las condiciones materiales y sociales de la población; también fue el primero en en-frentar la corrupción en el mecanismo político y gubernamental de la localidad.

Siendo presidente de Atlixco, el doctor Luis pavimentó con asfalto la calle que esta-ba empedrada en el centro del pue-blo. Al rehusarse a aceptar sobornos por parte del personal del departa-mento de finanzas, su vida se vio en peligro, y el cacique del lugar inti-midaba a sus clientes poniendo ma-tones en la entrada del negocio; por lo consiguiente, la gente tenía miedo de entrar a hacer sus compras, lo que provocó que las ventas disminuyeran temporalmente. Después, los líderes laborales locales también querían sobornos, a lo que él se rehusó por lo que su vida otra vez estuvo amena-zada, aún así se mantuvo en calma. Aunque tenía buena puntería, Hidal-go no quiso levantar un arma en con-tra de sus enemigos.

Hacia 1940: Bertha Hidalgo, ha. 7 años, con sus hermanos Luis René y Raúl.

Fotografía cortesía de Paulo López Hidalgo

Hacia. 1933: Farmacia Hidalgo. A la derecha, Dr. Luis R. Hidalgo, padre de Bertha, cuyo nombre completo es José Luis Macedonio del Corazón

de Jesús Hidalgo León.

Fotografía cortesía de Paulo López Hidalgo

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Bertha vio en su padre una firmeza basada en principios no solo como una con-ducta ética sino como un esfuerzo constante de hacer lo correcto por las razones correc-tas. Una vez que decidía hacer lo correcto, nada lo hacía retroceder ni siquiera que su vida se viera amenazada; algunos la llama-ban testarudez errada, pero Bertha lo veía como rectitud en acción y lo aprendió. Cuando el Espíritu Santo finalmente penetró en su corazón en la iglesia de San Agustín, ella siguió los principios de su padre y, jun-to con sus siete hijos, permaneció firme en el Evangelio.

Según los estándares del Evangelio, el padre de Bertha tuvo una gran falla: si-guiendo el patrón convencional de la cultura mexicana del siglo XIX, mantuvo una dis-tancia emocional de sus hijos y aun de su esposa. Él era el “hombre a caballo” adusto y distante, un caudillo dentro y fuera de su hogar, teniendo a la vez ética, moral y princi-pios. En muchos círculos estas últimas características eran vistas como una anomalía social y cultural que beneficiaba a la comunidad entera.

Con una muy buena reputación familiar, la madre de Bertha se esforzó por compen-sar la falta de afecto de su esposo. Blanquita, como le decían de cariño, llenó su hogar con calidez emocional y amor, es más, aparte de su reconocido trabajo con los medicamentos en la farmacia, Blanca era voluntaria en la Cruz Roja y otras organizaciones caritativas, dejan-do a su hija un ejemplo de prestar servicio a los demás. Mucho después de su muerte en 1973 se le recuerda en la comunidad como una mujer excepcionalmente bondadosa y cari-ñosa.

Por otro lado, Alfonso López Sierra, el esposo de Bertha y padre de todos sus hijos, venía de una familia con poca o nada de moral y espiritualidad, de la que huyó a la edad de doce años para vivir en un hogar adoptivo; sin embargo, gracias a que des-pués estudió la Biblia, alentado por el ejemplo de su nueva familia, Alfonso desa-rrolló ideas acerca de una vida buena y con moral que se asemeja en muchas formas a las enseñanzas de la Iglesia.

Cuarenta años después de muerto, sus hijos aún afirman que él fue la mayor influencia espiritual en sus vidas de niños; los mayores (Alfonso, Rubén, Gustavo y Paulo) absorbieron las enseñanzas formales

Ha. 1944: Sexto grado en la escuela primaria federal de Atlixco Antonio Garfías. Bertha Hidalgo es la tercera de la izquierda en la primera fila. La amplia gama de edad (de Bertha de once años a algunas de las chicas mayores que parecen ser quizás quince o dieciséis) refleja las condiciones de escolarización de la época en la cual el gobierno instó a los niños y los adultos incluso, de cualquier edad, para entrar a la escuela en su nivel de grado y perseguir tanto educación como pudieron. Las aulas estaban separadas por género.

Fotografía cortesía de Paulo López Hidalgo

Ha. 1948: Bertha, hacia 15 años de edad con su madre Blanca Eugenia Rojas Manila y su padre José Luis Macedo-nio del Corazón de Jesús Hidalgo León. Recinto familiar de

los Hidalgo, Atlixco, Puebla.

Fotografía cortesía de Paulo López Hidalgo

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e informales de su padre y en su debido tiempo las imprimieron en sus hermanos menores (Roberto, Benjamín y Arturo).

Alfonso, Rubén y Gustavo recuerdan que en los años sesenta a menudo su padre tenía reuniones familiares en donde leían juntos la Biblia, conocía bien sus escrituras católicas mejor que los sacerdo-tes a quienes sus hijos acudirían más tarde cuando buscaban atacar a los misioneros mormones en Atlixco.

Con una enseñanza tradicional Socrática, Alfonso cuestionaba a sus hijos sobre lo que leían y sobre el significado de ello en sus vidas (por ejem-plo, de la historia de José vendido en Egipto surgió el imborrable entendimiento de la castidad y la mo-ral). Les enseñó que el Señor no quería que bebie-ran ni fumaran o que hicieran cualquier cosa que degradara sus espíritus o dañara sus mentes. Cuan-do sus primos los visitaban también eran persuadi-dos para que participaran de las actividades de aprendizaje; uno de ellos se resistía a que le enseña-ran pero Alfonso lo persuadía de tal manera que para guardar las apariencias el chico tenía que estudiar las escrituras para poder contestar las preguntas de su tío, así como lo hacían sus propios hijos que ya estaban en edad de leer.

Alfonso entrevistaba regularmente a sus hijos, los mayores recuerdan el énfasis que él ponía a lo que llamaba “la ley de castidad” y en la importancia de llegar a ser lo suficientemente dignos para convertirse en sacerdotes o esposos, un anhelo que él tenía para cada uno de sus hijos en cuanto salían del vientre de su madre: “Éste va a ser sacerdote” decía con cada uno.

En sus entrevistas y en el trato diario con sus hijos, Alfonso les enseñó que se prepararan para la vida, incluyendo el matrimonio y la pa-ternidad. Su propio matrimonio era reconocido por ser muy bueno, incluso algunos de sus cole-gas del trabajo lo visitaban con sus esposas o prometidas para pedirle consejos relacionados con el matrimonio; practicaba lo que predicaba. Enfrente de sus hijos honraba a su esposa dicién-doles: “tu mamá es una santa” y también les re-cordaba: “todos debemos ser santos”.

Alfonso pertenecía al Movimiento Fami-liar Cristiano de la iglesia Católica en donde se hizo buen amigo de sacerdotes y lo que aprendió

Ha. 1950: Bertha, hacia 17 años de edad, en un recital.

Fotografía cortesía de Paulo López Hidalgo

1956: Bertha Hidalgo, 22, con su vestido de novia.

Fotografía cortesía de Paulo López Hidalgo

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lo aplicaba con sus hijos; quería que ellos estudiaran latín, incluso los inscribió en un curso para que entendieran mejor su iglesia, tuvieran más cultura, y que pudieran comprender lo que significaba vivir una buena vida. La asistencia regular a la misa de los domingos inva-riablemente incluía esta orden: “quiero que escuchen y aprendan”.

Aunque su padre tenía el grado de mayor en el Ejército Mexicano (había estudiado veterinaria y cuidaba los caballos del regimiento y otros animales) el ingreso familiar nunca fue mucho mientras él estuvo vivo, ni siquiera para comprar un carro; sin embargo, “éra-mos muy ricos en cuanto el amor que nuestros padres nos tenían”.

A Alfonso le interesaba más el fondo que la forma por lo que no estaba de acuerdo con varias de las prácticas de su religión, por ejemplo, las peregrinaciones y desfiles por las calles con imágenes de santos canonizados le molestaban, especialmente porque se ofrecía a los participantes que sus pecados de todo un año se absolvieran con un día de esfuerzo y sacrificio físico. Se oponía enérgicamente a la idea de que vivir un día de esta forma le tra-jera paz mental al que viviera el resto del año en pecado o envilecimiento espiritual. Se necesitaba vivir una buena vida constantemente: “Dios quiere que obedezcamos los man-damientos, no este tipo de sacrificios físicos”.

¿De dónde venía esta cultura centrada en la religión? Ciertamente no provino del hogar donde Alfonso nació, el cual se caracterizaba por la violencia doméstica, las agresio-nes físicas y verbales entre sus padres y entre sus muchos hijos, todo esto en una familia con padres educados que también poseían una farmacia exitosa. Esta cultura provino de su hogar adoptivo, de sus propios estudios y decisiones acerca de la vida, y del apoyo que su esposa Bertha le dio. Sus hijos están afligidos por no saber los nombres de las personas que lo cuidaron después que huyó del abuso de sus padres, para poder agradecérselos.

Tanto la formación ética y con principios de Bertha (que la motivó a enseñar a sus hijos las enseñanzas morales de sus padres y el catolicismo) como las ideas de Alfonso (mismas que lo motivaron a rechazar las bases éticas y morales de su propia familia para poder vivir de acuerdo a su visión del mundo centrada en la religión) contribuyeron con la eventual conversión de Bertha y sus hijos a la Igle-sia y con su decisión de permanecer firmes en su defensa. Si el padre de los niños hubiera tenido la oportunidad, es muy probable que también se hu-biera sentido atraído por el Evangelio restaurado.

Bertha y Alfonso

Cuando en 1956 Bertha y Alfonso se casaron, ella a los 22 y él a los 33, parecía a primera vista que la unión era improbable. Bertha venía de un hogar bien avenido y de buena reputación, había sido bien protegida (incluso mimada) durante sus años de crianza. Era la hermosa señorita que muchos hom-bres hubieran querido; por otro lado, Alfonso era mucho mayor y no venía de una familia de renom-bre, solo contaba con sus logros propios y cierta-mente no tenía forma de ser adinerado.

1955: Alfonso López Sierra, de 33 años.

Fotografía cortesía de Paulo López Hidalgo

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Bertha Hidalgo Rojas, Alfonso López Sierra y sus siete hijos, página 11 de 41

¿Es que sus padres no le prohibieron casarse con él? Por lo contrario ¡estaban en-cantados! Alfonso había estudiado veterinaria en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y, siendo oficial en el Ejército Mexicano, recibía un estatus de honor y prestigio; tenía principios, ética y moral, características que los padres de Bertha valoraban por lo que pensaron que su hija había sido afortunada, especialmente porque la considera-ban con menos dotes intelectuales que sus cuatro hermanos (una creencia que ella desmin-tió ampliamente cuando enviudó). Es más, creían que con un buen matrimonio Bertha po-dría estar bien cuidada y no necesitarían ponerle un comercio para que fuera su modo de vida. Cuando ella era adolescente sus padres hablaban de esto; sabían que Alfonso sería un compañero fiel y estable ya que no era mujeriego.

Había un problema objetivo y real, uno médico, uno del que Alfonso sospechaba desde que tenía veintinueve años pero que no le había dicho a su esposa sino hasta que em-pezaron a llegar los hijos. Eventualmente le dijo: “este corazón te va a dar mucha lata”. Su válvula mitral estaba fallando.

¿Qué es lo que había ocasionado esto? ¿Malnutrición cuando era niño? ¿Malaria? ¿Fiebre reumática? Alfonso pensaba que fue la fiebre de malta. En aquellos días los veteri-narios hacían revisiones rutinarias a los úteros de los bovinos sin el beneficio de usar guan-tes protectores que les dieran hasta los hombros; una vaca pudo haber sido portadora de la

Ha. 1971: Bertha Hidalgo, hacia 36 años de edad, su esposo Alfonso López, ha. 49, and su madre Blanca Rojas con los siete hijos López Hidalgo. Extrema izquierda hacia la derecha: Gustavo, Rubén, Alfonso padre y Alfonso hijo. Enfrente de Alfonso está Paulo, enfrente de Paulo, Benjamín, y luego hacia la izquierda está la abuelita Blanca Rojas, Bertha cargando a Arturo y enseguida con

sus ojos semicerrados es Roberto.

Fotografía cortesía de Paulo López Hidalgo

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Bertha Hidalgo Rojas, Alfonso López Sierra y sus siete hijos, página 12 de 41

bacteria sin tener síntomas (excepto por abortos espontáneos de sus fetos) y haber conta-giado al veterinario a través de una pequeña herida en su brazo o mano.

La fiebre ondulante gradualmente deterioró la salud de Alfonso. Cuando murió a los cuarenta y nueve años después de una cirugía del corazón seguida por severas complicacio-nes, parecía de sesenta y cinco y la gente pensaba que su esposa de ojos verdes era su hija.

En 1971, cuando el final estaba cerca, Alfonso le dijo a Bertha que llevara a sus hi-jos a la casa de sus padres en Atlixco para criarlos. Él sabía que la madre de Bertha la pro-tegería (su padre había muerto siete años antes) y la cuidaría a ella y a sus hijos de 14, 13, 10, 8, 6, 4, y 2. Deseaba desesperadamente no morir; sin embargo, sabiendo que eso pasaría se apresuró en hacer los preparativos para que su esposa e hijos estuvieran seguros durante su ausencia. Parecía que tenía una clara idea de que los vería nuevamente, y que aún segui-rían siendo una familia.

Bertha como viuda en Atlixco

En Atlixco en 1971, Bertha se dedicó a aprender a administrar la farmacia y a criar a sus hijos. Raquelito, la nana que vivía con ellos y que su mamá, Blanquita, había contratado se encargaba de las labores domésticas de rutina ya que Arturo, que recién había dejado el pañal y Benjamín, todavía no iban a la escuela. Blanquita con gusto ayudó por dos años más, pero después falleció dejando a Bertha con otra profunda tristeza. A pesar de todo, Bertha encontró tiempo para tomar clases de inglés en una escuela nocturna cercana; deseaba que sus hijos aprendieran inglés y pensó que ella misma debería ponerles el ejem-plo.

Bertha se enteró de que una universidad de Estados Unidos patrocinaba proyectos de desarrollo cultural, económico, y nutricional en las poblaciones cercanas (era parte del proyecto que la universidad de Brigham Young tenía en México). A principios del año 1973 le presentaron a Kirt Ol-son, y fue a través de ese contac-to que su hijo Alfonso se llegó a interesar en los proyectos del programa agrícola y a relacio-narse con la familia Olson. Pos-teriormente, Bertha se ofreció para hospedar a dos de los no-venta y cinco estudiantes de BYU que estarían allí un mes para trabajar en los proyectos; sin embargo, había una condi-ción: que los estudiantes habla-ran sólo inglés con ella y sus hijos. Quería que tuvieran una exposición constante al idioma. David Richardson y Bruce Brit-tain, quienes habían servido sus misiones en Perú y al parecer en México, fueron los elegidos para hospedarse en la casa de la fami-lia Hidalgo.

Ha. 1980: La Farmacia Hidalgo en Atlixco ha sido una utilidad económica de tres generaciones—los padres de Bertha que la comenzaron, ella misma que la hizo funcionar durante quince años, y ahora su hijo Paulo que la posee.

Fotografía cortesía de Paulo López Hidalgo

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Bertha Hidalgo Rojas, Alfonso López Sierra y sus siete hijos, página 13 de 41

La estancia de los huéspedes fue muy feliz y se complacían en hablar en inglés acerca de diferentes temas, Bertha y su hijo Alfonso estaban particularmente interesados en BYU. De manera informal, los jóvenes también hablaban acerca de su cultura, la cual, por supuesto, estaba inminentemente incrustada en la fe mormona. Obviamente se hablaba de religión porque Bertha a menudo mencionaba que su familia era muy católica.1

Así se extendió la rutinaria vida para Bertha por nueve años: trabajar en la farmacia y administrarla, criar a sus hijos, luchar contra sus pérdidas y rachas de desesperación por la muerte de su hija, esposo y madre y por la creciente afiliación de sus hijos a la Iglesia, y hacer cualquier cosa que pudiera por quitarse los problemas de la cabeza, sentimientos que casi siempre pudo esconder de sus hijos porque entre ellos se mostró feliz y casi nunca la veían deprimida. Una detonación espiritual rompió con esta larga rutina. Ocurrió allí, en la iglesia de San Agustín un diez de agosto de 1980 cuando el Espíritu le dijo: “¡Ve con tus hijos y bautízate!”

Bertha se casa tres veces más

Más tarde, después de haber crecido en la Iglesia por seis años y mientras aún cuidaba de sus cuatro hijos más chicos hasta que como sus hermanos mayores se ocuparan de sus pro-pias vidas ya sea en la escuela, universidad, misión o en sus propios hogares; y después de haber servido muchos años como organista del barrio y haber estudiado afanosamente para sus discursos que le encargaban para la reunión sacramental; después de haber sido viuda por cinco años más (en total quince), a la edad de 52 años Bertha conoció a Enrique Arce Murillo, un viudo miembro de la Iglesia. Ella escribió en su diario:

23 de marzo de 1986. Conocí al hermano de México. Se llama Enrique Arce Muri-llo. Este hermano está ayudando en el sumo consejo de la estaca de Tlanepantla. Ruth Villa-lobos Saunders [madre de Nuria, su nuera] hizo arreglos para presentármelo en su casa. Él llegó con su hija Claudia de 18 años a las 7:30 p.m. Platicamos. Me dijo que hacía tres se-manas que había sabido de mí y que desde entonces muchas noches no había podido dor-mir. El domingo pasado Gus [Gustavo] y Nuria, mi nuera, le llevaron a su casa mis fotos y ellos decían que estaba yo bonita y que tenía mucha personalidad y que seguía teniendo de-seos de conocerme. Pues platicamos. Mejor dicho él habló y quedamos de acuerdo en tra-tarnos, en ayunar y orar para saber si el Señor estaba de acuerdo en esta decisión. Luego me presentó a su hija Claudia y dijo: “Claudia, conoce a tu mamá”. Yo me sentí rara. Él me abrazó tres veces. El día siguiente fuimos al templo para recoger a Roberto, mi hijo, después de una sesión. Allá estuvo Enrique y después de la sesión salimos y le presenté en el tem-plo. Me dio otro abrazo. Le dije sorprendida, “Aquí se puede” Él me contestó, claro, cuando el amor es puro. Le presenté a Alfonso, el hijo mayor, y a Benjamín y a Arturo. Él les salu-dó, o mejor dicho se saludaron. Caminamos, y me gustó más que la noche anterior. Noso-tros nos regresamos a Atlixco y en el camino venimos platicando de Enrique y aceptaron nuestro compromiso.

La decisión de Bertha fue rápida, decisiva y resuelta; así fue cuando se casó con Al-fonso, cuando decidió bautizarse y ahora en su relación de dos días con Enrique Arce. Se casaron tres meses después (1986).

Unos meses más tarde, Bertha, sus hijos, Enrique y su hija Claudia se reunieron en el hogar de los Hidalgo en Atlixco, cantaron “Oh mi Padre” (con el acompañamiento de Bertha al piano que a menudo resonaba con la música clásica que a ella le gustaba tocar), hicieron una oración familiar y viajaron al templo de la Ciudad de México para un sella-miento que despertaría emociones parecidas a aquellas del día de los bautismos en 1980.

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Bertha Hidalgo Rojas, Alfonso López Sierra y sus siete hijos, página 14 de 41

Alrededor del altar, con Enrique representando a Alfonso el esposo de Bertha y Claudia representando a su hija María Concepción, la familia López Hidalgo se selló por tiempo y eternidad. Fueron llenos de gozo. Los hijos están seguros que su padre y hermana aproba-ron sinceramente el sellamiento. Arturo tenía 16 años, Benjamín 18, Roberto 20, Paulo 22, Gustavo 24, Rubén 27, y Alfonso 29.

A pesar de que la transición de Arce a padrastro no fue fácil, después de casi un año de matrimonio nada importó excepto enterrarlo y arreglar los asuntos legales y financieros de la familia. En 1987 el esposo de Bertha murió instantáneamente en un accidente auto-movilístico en la ciudad de México (ella resultó gravemente herida) causado por la señal insistente de un policía que hizo que un taxi chocara del lado pasajero del carro de Bertha, lanzando el auto hacia un poste en el que se golpeó la parte del chofer.

Muchos de los miembros de la Iglesia en México tienen por entendido que la vela que separa este mundo del venidero es muy delgada y que por medio de sueños a veces se acercan muy fuerte a los susurros del Espíritu Santo y a una sensibilidad directa de sus se-res queridos que se han fallecido. Así Bertha sintió de vez en cuando a su esposo Alfonso, pero para ella esta sensibilidad existía también fuera del sueño. Había oído una voz en el catedral de San Agustín: Ve con tus hijos y bautízate. Su respuesta a la voz cambió su vida para siempre. Unos segundos antes del choque con el taxi oyó una voz decirle, agáchate y duérmete, y así resultó que, aunque gravemente herida, sobrevivió el accidente. Después del funeral de Enrique Arce, ese mismo día, reportó que percibí como un aire que llegaba a mi rostro y recibí un beso de Enrique en mi mejilla. Pensaba que seguramente se fue a des-pedir.

No obstante un beso de despedida, una vez más la desconsolada Bertha fue lanzada a los vientos de desesperación y tristeza, lo que trataba de esconder de su familia. Amaba profundamente a Arce y con él se sentía protegida y segura, ahora, sola otra vez sus mayo-res temores se habían hecho realidad; era profunda la tristeza en la cual pensaba mientras estuvo postrada muchas semanas en una cama de un hospital en la Ciudad de México.

Gustavo y su esposa Nuria viajaron de su hogar en Cuernavaca al hospital para visi-tarla (así como otros miembros de la familia) tan pronto como se enteraron del fatal acci-dente. Cuando entraron en el cuarto su madre estaba ligeramente sedada pero consciente; como de costumbre, Gustavo empezó a bromear un poco para levantarle el ánimo: Mamá ¿te gustaría casarte otra vez? Su desconcertante respuesta fue: “¡sí, tan pronto como salga del hospital!”

Es de entenderse que Gustavo se haya quedado desconcertado y quizás su mamá es-taba también en lo que podemos llamar un trance; sin embargo, él no era quien para hacer caso omiso a las palabras de su madre por lo que tomó su declaración en serio y empezó a trabajar en ello.

Cuando Gustavo regresó a su casa en Cuernavaca, le llamó al patriarca de la estaca Carlos Enríquez Almazán, quien también era viudo, y le preguntó: ¿le gustaría ser mi papá? Después de una larga pausa, el patriarca le respondió: “¿qué quieres decir?” Gustavo res-pondió, “bueno, mi mamá es viuda, usted es viudo, ¿no le gustaría conocerla?” El patriarca lo empezó a pensar.

Bertha fue dada de alta del hospital y regresó a su casa en Atlixco para recuperarse y tratar de continuar con su vida, Benjamín se fue a la misión y Arturo regresó a sus estudios universitarios. Bertha estaba casi sola otra vez de no ser por Raquelito su nana que se quedó con ella.

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Bertha Hidalgo Rojas, Alfonso López Sierra y sus siete hijos, página 15 de 41

Llegó un momento en que el pensamiento del patriarca lo tenía muy inquieto, por lo que le pidió a Gustavo que le presentara a su ma-má; Gustavo hizo los arreglos nece-sarios y tres meses después él y Bertha se casaron. Era 1987.

El patriarca no era un hombre apuesto, tenía un peinado inapropia-do, traía unos lentes de pasta a media nariz, se ponía ropa que no le queda-ba bien, y manejaba una carcachita, pero a Bertha no le importó nada de esto; el patriarca era un buen hombre y podía cuidarla, protegerla, apreciar-la y caminar con ella en el amor del Salvador. Ella dijo: “todo lo que ne-cesito es un hombre que me guíe a Dios, no me importa lo demás”.

Gradualmente, e incluso a es-condidas, Bertha transformó el exte-rior de su esposo para que coincidie-ra con su valor interior; le compró nuevos anteojos, le cambió el peina-do, y le compró un guardarropa y un carro nuevo. La decisión de Bertha estuvo en acción nuevamente, lo que ayudó al patriarca a relacionarse no solo con los hijos de Bertha sino también con los suyos. Los del pa-triarca se maravillaron al ver cuánto había cambiado desde que se casó con Bertha.

Así era la cultura en aquel entonces, y a pesar de su alta posición en la Iglesia, según sus hijos, el patriarca había sido un poco duro con ellos; sin embargo, los hijos de Bertha pronto desarrollaron amor por él, en especial después de que Rubén habló muy en serio con él sobre cómo debería tratar a su mamá. Con el tiempo, los nietos se referían a él como el mejor abuelo del mundo, y de cariño la gente le decía el patriarca. Después de más o me-nos un año, sus hijos los visitaron y le expresaron su asombro a Bertha: “¿cómo le hizo? ¡Nunca en la vida lo habíamos visto así! ¡Qué maravilloso!”

La siempre ingeniosa Bertha ideó un plan para traer a todos sus hijos a vivir a Oriente 31, la calle donde su casa, anteriormente la casa de sus padres, había estado por décadas. Deseaba compartir su alegría con ellos y regocijarse con la compañía de sus nie-tos. Bertha pagó un enganche considerable para la compra de tres departamentos para sus hijos casados que se encontraban cerca y le llamó a sus hijos para informarles sobre lo que había hecho: “hice el depósito de 5,000 pesos, ustedes pagan el resto, ¡los espero aquí la semana que entra!” Vinieron. Sus hijos vivieron en los departamentos por varios años y después los vendieron para construir sus propias casas en unos terrenos que les dio su ma-

Ha. 1988: Bertha y Carlos Enríquez Almazán

Fotografía cortesía de Paulo López Hidalgo

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Bertha Hidalgo Rojas, Alfonso López Sierra y sus siete hijos, página 16 de 41

má en la misma calle a lado de don-de vivía, por lo que Oriente 31 se llegó a conocer como “la calle de los López”.

Con el patriarca (como todos lo llamaban), y con sus hijos cerca, transcurrieron quince años y un mes de felicidad para Bertha. Juntos, ella y el patriarca, sirvieron una misión de tiempo completo en el Centro para Visitantes que está al lado del Templo de la Ciudad de México y después una semana de cada mes en el mismo templo, el patriarca como sellador y Bertha como obrera. Car-los Enríquez continuó dando bendi-ciones patriarcales, las cuales Bert-ha, como la excelente taquígrafa y mecanógrafa que era, escribía en

taquigrafía y luego transcribía muy bien para enviarlas a los archivos en Salt Lake City y dárselas a los que las recibían. Carlos y los hijos de Bertha hacían genealogía juntos, lo-grando documentar ocho generaciones de Bertha y siete de su esposo fallecido Alfonso; trabajaron mucho en el templo por sus familias y se mantuvieron activos en actividades del barrio y llamamientos de la Iglesia. En su mayoría, fue una época maravillosa.

Inevitablemente para Bertha, todo pronto cambiaría. El año 2003 fue espantoso, el patriarca murió y Bertha volvió a quedar viuda. Asombrosamente triste, reflexionó sobre la pérdida de sus dos primeros esposos, sin estar muy segura qué tanto podría soportar la mor-taja de la soledad con la pérdida del tercero. Afortunadamente, fue un poco más fácil esta vez, tenía nietos quienes también amaban a su abuelito y en quienes se podía gozar sin te-ner la responsabilidad directa de la crianza.

Otra vez en la vida rutinaria por cinco años más de viudez, pero en esta ocasión Bertha tenía mucha familia, ocasiones feli-ces para celebrar, remembranzas llenas de gozo e historias que contar; todas las sema-nas algo bueno pasaba.

Percibiendo su soledad, las nueras de Bertha la invitaban a salir con ellas a donde quiera que iban, eso ayudó junto con la pro-ximidad con sus hijos y las visitas de sus nietos (Abner, Sarai, Rebeca y Nury) que incluso por las noches se quedaban a dormir con ella en su cama; tantas cosas de que hablar, tanto que decirles.

Bertha reanudó su trabajo en la far-macia, aunque no tan intensamente como antes. Veía como sus hijos y nietos iban y

Ha. 1990: Bertha con el patriarca Carlos Enríquez Almazán en la casa de los Hidalgo en Atlixco, Puebla.

Fotografía cortesía de Paulo López Hidalgo

Ha. 1990: Bertha con el patriarca Carlos Enríquez Almazán celebrando los pioneros mormones y enseñando la econo-mía del hogar en una feria de preparación en el centro de

Estaca Atlixco.

Fotografía cortesía de Paulo López Hidalgo

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Bertha Hidalgo Rojas, Alfonso López Sierra y sus siete hijos, página 17 de 41

venían y a veces pasaban a visitarla. Siempre que había movimiento en la calle, ella se asomaba por la ventana y, si veía a su familia, se gozaba en la belleza generacional que presen-ciaba.

Un día, mientras Bertha tra-bajaba en la farmacia, entró un hom-bre mayor medio calvo con pelo gris, él y Bertha charlaron un rato y tiem-po después de que él se fue, Bertha le dijo a Paulo (quien administraba el negocio): “¿viste a ese hombre? Es Juan Carranza Zepeda. Nos conoce-mos desde que éramos niños”.

Juan había emigrado a los Es-tados Unidos y había estado mucho tiempo allá. No había aprendido in-glés pero al trabajar en un restauran-

te había logrado tener una pensión para pasar el invierno de su vida en su tierra mexicana; era casi iletrado ya que nunca había ido más de uno o dos grados a la escuela.

Después de aquel encuentro en la farmacia, Juan le pidió permiso a Paulo, el hijo de Bertha, para poder te-ner una cita con ella. Este era un momento no solo de una cierta civilidad, sino uno en el cual los hijos cul-tos, y responsables me-ticulosamente prote-gían el bienestar y la seguridad de su ma-dre; era poco proba-ble que Bertha hubie-ra salido con alguien sin primero consultar-lo con su hijo Paulo que es con quien tra-bajaba más de cerca.

Paulo accedió pero tenía sus dudas acerca de Juan, puesto que no era miembro de la Iglesia; sabía cuan sola se sentía su mamá y temía, si la

Ha. 2000: Las cenas elegantes de Bertha a través de los años nunca dejaron de encantar a los niños. Su hijastra adulta, hija de Carlos Enrí-quez, y su nieta Rebeca López Hernández, anticipa ésta que parece ser

en la celebración de la Pascua.

Fotografía cortesía de Paulo López Hidalgo

Ca. 1988: Bertha (blusa amarilla) con sus siete nueras: de izquierda a derecha, Felisa López Muñoz, esposa de Arturo; María Luisa Palacios Martínez del Campo, esposa de Roberto;

Heidi Villalobos Arteaga, esposa de Benjamín; Bertha; Nuria Villalobos Saunders, esposa de Gustavo; Josefina Melo Navarro, esposa de Paulo; Sara Leticia Hernández, esposa de Rubén

y Guadalupe González, esposa de Alfonso.

Fotografía cortesía de la familia López Hidalgo

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Bertha Hidalgo Rojas, Alfonso López Sierra y sus siete hijos, página 18 de 41

relación maduraba, que todas las diferencias que separan a un creyente de un no creyente en asuntos espirituales terminarían por traer infelicidad si no fracaso en asuntos íntimos o domésticos.

La relación no sólo avanzó sino que maduró y Bertha repitió su conocida frase: “no quiero estar sola”. Fue a ver a su obispo (que era su hijo Benjamín) para pedirle con-sejo. Benjamín, un joven y recién llamado obispo, tristemente, reconoció después, le dijo a su mamá que estaba bien; después Juan fue con cada uno de los hijos de Bertha para pedir su consentimiento de casarse con su madre. Todos consintieron, pero tenían las mismas dudas que Paulo había externa-do.

Lo primordial para los hijos era la felicidad de su madre, ella era infeliz vi-viendo sola y había estado muy triste duran-te los veinte años acumulados de su viudez.

Desde que empezó a tratar a Juan un brillo había regresado a su rostro a medida que crecía la posibilidad de que se desarrollara una nueva relación.

Los hijos decidieron darle la libertad que ella finalmente les cedió cuando ellos que-rían bautizarse: “bueno mamá, haz lo que creas que es lo mejor”.

Nuria, la nuera de Bertha, no fue tan indiferente: “Bertita, usted se ha comprometido con el Evangelio por mucho tiempo, ahora no es momento para tomar una decisión como ésta, no va a poder ir al templo con su compañero”. La respuesta de Bertha fue: “es que estoy muy sola, y no lo quiero estar”. Nuria se aseguró de que Bertha supiera que su amor por ella sería el mismo sin importar su decisión.

La unión de Bertha a la edad de setenta y tres años con Juan Carranza en el 2006 era su cuarto matrimonio; como previsto, hubo que hacer muchos ajustes en este matrimonio que al final la desalentaron. Después de un año, Paulo sugirió un divorcio pero la siempre decisiva, leal y dedicada Bertha dijo: “No, seguiré adelante”.

Juan tenía sus limitaciones y nunca se unió a la Iglesia como algunos de los hijos de Bertha esperaban. Una de las razones es porque temía que al asistir a cualquiera de las cla-ses alguien le pidiera que leyera y la vergüenza que sentiría por ello lo acabaría; por otro lado, Juan no era un hombre con una esencia espiritual como la de Alfonso López, Enrique Arce y el patriarca Carlos Enríquez.

A pesar de sus limitaciones, Juan estuvo al lado de Bertha durante su dura lucha contra el cáncer, durante la cirugía y subsecuentes quimioterapias, durante la náusea y la fatiga, y aun cuando todo parecía perdido, él veía por sus necesidades. Posteriormente, cuando se sentía extremadamente afligida, él la estaba ayudando a vestirse cuando ella mu-rió en los brazos de su hijo Rubén. Era el 3 de octubre del 2008. La pareja había estado casada por poco más de dos años.

Ca. 2006: Bertha con Juan Carranza

Fotografía cortesía de Paulo López Hidalgo

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Bertha Hidalgo Rojas, Alfonso López Sierra y sus siete hijos, página 19 de 41

Justo minutos antes de su muerte, Bertha se había estado arreglando como si fuera a tener una cita importante, poniéndose maquillaje, peinándose y asegurándose de que su ropa fuera justo la que ella quería porque siempre lucía muy bien arreglada.

Su muerte fue tranquila, como si supiera que ésta es más como una amiga que una enemiga, parecía contenta y ansiosa por ver a los que le esperaban al otro lado del velo.

Bertha pudo haber tenido cuatro en lugar de tres felices matrimonios. ¡Dos meses después de que se casó con Juan Carranza recibió una carta de un miembro de la Iglesia que se preguntaba si consideraría casarse con él! Los hijos aprendieron una lección: “cuando estamos tan cerca de una bendición, podemos hacer algo que haga que ésta no suceda”.

Al funeral de Bertha, que se realizó en su casa de la 31 Oriente, llegaron más de mil personas incluyendo dignatarios políticos y sociales de la comunidad; debido a que había tantos no miembros presentes, sus hijos aprovecharon para convertir el servicio de su madre en uno misional. Se sentían tristes, sí; llorosos, sí; sin embargo, se centraron en el Plan de Salvación y la esperanza que Jesucristo da a todos aquellos que conocen el Evangelio, guardan los mandamientos y hacen los convenios que los guían a la vida eterna. Fue un día para recordar la promesa de la resurrección y la eternidad, fue un día para pensar y meditar para mucha gente puesto que el objetivo de los hijos era dar esperanza a los que asistieron y que habían perdido a algún familiar.

En el funeral se apreció el gran cambio social que los santos de Atlixco experimen-taron, siendo que en los primeros días había persecución y aspereza sobre la pequeña fami-lia López Hidalgo por haberse unido a los mormones. ¡Todo este cambio, y sólo en una generación!

Hacia 2000: Gustavo, Benjamín, Arturo, Bertha, Luis Alfonso, Paulo, Rubén, Roberto.

Fotografía cortesía de la familia López Hidalgo

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Bertha Hidalgo Rojas, Alfonso López Sierra y sus siete hijos, página 20 de 41

Los hijos de Bertha y Alfonso

Una madre, un padre, siete hijos, siete misioneros, siete sumos sacerdotes, siete obispos y más. Consideremos también las historias de los hijos: Luis Alfonso López Hidalgo (1957- )

Siendo un niño de 14 años maduro y pensativo cuando murió su padre, uno que seguramen-te experimentaba la confusión característica de la adolescencia, Alfonso intentó enfrentar valientemente la muerte de su papá. No sólo su madre atravesaba por una situación difícil, igual que Bertha, Alfonso también se preguntaba por qué el mundo se le venía encima. Él no estaba enojado con Dios como ella, pero seguramente estaba muy afligido.

Alfonso, ahora de quince, a casi un año del fallecimiento de su padre decidió que quería para sí lo que su padre deseaba: entrar al seminario y convertirse en sacerdote. Sabía que no podía tomar esto a la ligera, por lo que quería hacer lo que su padre siempre le había enseñado, es decir, al tener que tomar decisiones importantes debería acudir al Señor en oración. Pensó que era una buena idea por lo que apartó una semana en la que, aparte de sus estudios escolares, meditaría, estudiaría y oraría para saber la voluntad de Dios para con él.

Un lunes después de regresar de la escuela, Alfonso se arrodilló en su cuarto y le pi-dió a Dios que lo guiara, tenía una frase que le encantaba y que en esta ocasión utilizó: “In-dícame el camino, yo lo único que deseo es servirte”. Se levantó y, como lo había planeado, meditó, estudió, y lo mismo hizo el martes.

El miércoles después de su oración y mientras reflexionaba y estudiaba escuchó el timbre en la casa de su abuela que es en donde él, sus hermanos y su mamá se habían refu-giado después de la muerte de su padre dos años atrás. Como estaba sólo en casa fue a ver quién era: un hombre entrado en los cuarentas con acento americano quien se presentó co-mo Kirt Olson2 estaba allí, le dijo a Alfonso que vivía cerca y que estaba trabajando en un proyecto de producción de proteína para consumo de la gente pobre del lugar. Su mamá le había dicho que los Hidalgo tenían una herramienta muy buena para hacer jaulas de conejos e iba a ver si se la podían prestar. Éste se trataba de un proyecto serio; Olson tenía un grupo de noventa y cinco estudiantes, cuatro maestros y consejeros de la universidad de Brigham Young que le ayudarían por un mes con el proyecto de la universidad en México.3

Curiosamente, hasta entonces Alfonso no había visto a ninguno de los estudiantes ni había interactuado con alguien de una fe diferente. Olson representaba una nueva experien-cia para él (poco después, David Richardson y Bruce Brittain vendrían a hospedarse por un mes con la familia Hidalgo).

Al día siguiente, jueves, Alfonso fue a la casa de los Olson para investigar más; co-mo su papá había sido veterinario, la idea de criar conejos para obtener proteína fortificada para consumo humano le intrigó y le prestó a Olson la herramienta.

Aparte de las conejeras, a Alfonso le intrigaba en general la familia Olson, sin ser la menor de las atracciones la hija Linda, un año y medio menor que él. Los Olson lo invita-ban a él y a sus hermanos a visitarlos a menudo y ellos con gusto accedían ya que entre otras cosas tenían muchos deseos de mejorar su inglés.

Lo que al principio más llamó la atención de Alfonso fue cómo Kirt Olson trataba a sus hijos; con respeto los involucraba en sus conversaciones, los llamaba para hacer la ora-

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ción a la hora de las comidas, platicaba con ellos sobre sus estudios, ¡y los abrazaba! Sí, ¡los abrazaba! Alfonso se emocionó mucho cuando una vez Olson sentó a una de sus hijas menores en su regazo para comer. Recordó cuando su padre hacía eso con sus hermanitos. En la mesa exclamó emocionado: “¡así en ocasiones mi papá sentaba en sus piernas a mis hermanos pequeños!”

Con el paso del tiempo, Olson se convirtió en una figura paterna para Alfonso quien, aunque seguía orando, había olvidado meditar y estudiar para convertirse en sacerdo-te.

En una de las comidas que Alfonso compartía con los Olson, inevitablemente surgió el tema de la religión. Alfonso les contó sobre su deseo de convertirse en sacerdote. Beth, la esposa de Kirt Olson, le dijo acerca de la Iglesia a la cual pertenecían. A Alfonso le dio gusto escuchar sobre sus experiencias espirituales pero sobre todo le encantó que respetaran sus creencias religiosas y que no lo criticaran.

Llegó el momento de que le hablaran del Libro de Mormón. Alfonso le preguntó a su tío Raúl (hermano de su mamá) sobre éste y Raúl le dijo que en el pasado alguien le había regalado uno, se lo prestó y Alfonso empezó a hojearlo. Beth le resaltó la invitación de Moroni de preguntar a Dios si era verdadero, cosa que lo cautivó y pensó: “¡esto es exactamente lo que he estado haciendo! He estado pidiendo a Dios que me guíe a la ver-dad”. Desde ese momento empezó a considerar que conocer a los Olson no era ninguna coincidencia.

Pasó algún tiempo antes de que Alfonso se animara a preguntarle a Dios sobre el Libro de Mormón. No obstante, una noche decidió hacerlo. De rodillas, le suplicó a Dios que le indicara claramente la verdad con respecto a este nuevo camino que estaba cono-ciendo y específicamente acerca del Libro de Mormón. Oró por veinte minutos y luego se fue a dormir.

Durante la noche tuvo un sueño en el que se encontraba en una gran pradera y a la distancia pudo ver a una persona que venía hacia él. Cuando se acercó, pudo distinguir que el hombre tenía dos libros en su mano; después pudo reconocer que ese hombre ¡era su pa-dre! Se acercó y mirándolo penetrantemente a los ojos le dijo a su hijo: ¿qué esperas para bautizarte?, después se fue.

El sueño fue tan real, impresionante y sobrecogedor que Alfonso se levantó y fue al cuarto de su madre para platicárselo. Ella respondió “¡Ay, regrésate a dormir!” Regresó a su recámara pero no a dormir: “Yo sabía que era real y que el Señor no iba a jugar con las súplicas sinceras de uno de sus hijos, desde ese momento, tomé la decisión de bautizarme”.

Pasaron dos años, nadie de su familia le hacía caso a Alfonso excepto su hermano Gustavo. Sin embargo, su madre finalmente le dio permiso de bautizarse porque estaba cansada de tanta insistencia y, de todos modos, su hijo ahora tenía 16 años y se pasaba to-dos los domingos en la Iglesia SUD en lugar de ir a misa con ella.

Como Alfonso no podía dejar de decirle a alguien aparte de su familia y miembros de la Iglesia sobre su experiencia, fue a ver a su buen amigo Antonio Aranda a su casa para invitarle a su bautismo, el cual sucedería aquella tarde de 1975. La abuela de Aranda que los estaba escuchando desde su habitación, le gritó a Alfonso con iracunda energía: “¡cómo te has atrevido a traicionar nuestra religión!” Al escuchar esto, rápidamente se despidió de su amigo y regresó a su casa por Gustavo, y juntos fueron a la capilla para su bautismo.

Kirt Olson lo bautizó, después del servicio, cuando todos los miembros del barrio se

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formaron para saludarlo y felicitarlo, Alfonso con sorpresa vio que la abuela de Aranda estaba allí; cuando llegó su turno para saludarlo se acercó y le dijo al oído: “¡algo me inspi-ró a que viniera aquí y te dijera que lo que has hecho es correcto!” Este suceso incrementó la fe y seguridad de que había tomado la decisión correcta, y su confianza en el Señor au-mento aún más.

Después de haber estudiado en BYU por un año y de haber servido la misión en Puerto Rico, Alfonso se casó en el templo con la amiga adolescente de su juventud, Linda Olson; iniciaron su matrimonio viviendo en Estados Unidos donde tuvieron cinco hijos y él sirvió como obispo.

Alfonso obtuvo una maestría en comportamiento organizacional de la universidad Brigham Young y se ha dedicado a crear seminarios de interés general sobre superación personal, mediante los cuales trata de despertar en sus participantes un interés por vivir vidas rectas.

Cuatro de sus hijos han servido misiones: Marco López Olson sirvió en Bilbao Es-paña, Benjamín López Olson en Argentina, Rebecca López Olson en Mesa Arizona y Ra-quel López Olson en Venezuela; su hijo Álvaro López González está por salir a Sudáfrica.

Gustavo López Hidalgo (1961-)

Gustavo es el tercer hijo nacido, pero el segundo en bautizarse, lo que hizo seis meses des-pués que su hermano Alfonso, justo después de que su madre a regañadientes le diera per-miso.

Gustavo tenía diez años cuando se mudaron a la casa de su abuela en Atlixco; allí llegó a ser un chico feliz, pues la casa era espaciosa, y tenía una huerta en donde le gustaba

Ha. 2011: Luis Alfonso López Hidalgo y su esposa Guadalupe González con sus tres hijos.

Fotografía cortesía de la familia López Hidalgo

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jugar con sus hermanos y sus primos y juntos exploraban y atrapaban animales en el cam-po.

Por tres años Gustavo fue un hijo modelo, justo del tipo que cualquier madre católi-ca desearía tener; estudiaba y aprendía, asistía a misa a la ex hacienda El Cristo todos los domingos con su madre, hermanos y con su abuelita hasta antes de que ésta falleciera. Ha-bía árboles en el camino de la entrada a la iglesia y campos con pasto a su alrededor, a él no le importaba que la iglesia fuera pequeña ni que sólo la gente acomodada acudiera allí lle-gando en sus carros elegantes con sus esposas bien vestidas y peinadas, sus hijos obedientes e hijas tan hermosas.

Gustavo y su familia también iban a misa a la iglesia de San Agustín, a él en espe-cial le gustaba ese ex-convento de Atlixco; allí su hermano Paulo y él eran monaguillos y le ayudaban a los padrecitos, especialmente con los bautizos. Le gustaba acompañar a los sa-cerdotes para ir a bendecir los carros, particularmente cuando compartían algo del dinero que les pagaban con él, es más, le gustaba estudiar con los sacerdotes a la hora de esparci-miento.

Los domingos Gustavo y Paulo ayudaban con la misa en la iglesia de San Agustín, se vestían de monaguillos y sonaban la campana cuando el padre levantaba la copa con el vino consagrado para que la congregación la viera y antes de la eucaristía. Durante la misa, también traían una toalla y agua en una jarra para que, simbólicamente, el padre pudiera lavarse las manos.

Todo esto era algo natural, cuando los López Hidalgo se mudaron a Atlixco, Gusta-vo se hizo amigo de unos jóvenes católicos que vivían cerca y eran catequistas, y él y sus hermanos asistían al catecismo con unas señoras vecinas que eran catequistas; Gustavo dis-frutaba de estos estudios y trabajaba duro para perfeccionar el conocimiento adquirido. Como parte de sus planes al terminar la secundaria era entrar al seminario católico para convertirse en sacerdote, pero después había un problema: al igual que su hermano, Gusta-vo conoció a los Olson.

Aparte de los padres, Kirt y Beth, él recuerda a Rosy, Linda, Sam, Benjamín, Cata-lina, Tiani, Julia y Steve. Cuando los niños se hicieron amigos, Kirt Olson les propuso tener algo llamado “noche de hogar” en la casa de los Hidalgo. Entre todos los hermanos, Gusta-vo y Alfonso eran los más interesados en saber más sobre la religión mormona, ya habían aprendido un poco de David Richardson y Bruce Brittain, los huéspedes que estuvieron con ellos por un mes en la primavera de 1973.

Desde esa primera reunión Gustavo y Alfonso y de vez en cuando aun algunos de sus hermanos se asociaron mucho con los Olson, especialmente con los que tenían su edad; asistían a la capilla con ellos, jugaban “gringol o quemados y frontón de mano” con ellos y salían a buscar figuras arqueológicas (caritas, flechas, hachas, ídolos, etc.), los cuales eran fáciles de encontrar a flor de tierra cerca de allí (Atlixco estaba dentro de la zona de in-fluencia política, social y económica de la resplandeciente ciudad pre-colombina de Cholu-la). En una ocasión los Olson llevaron a Gustavo a conocer la magnífica escuela de la Igle-sia: el Centro Escolar Benemérito de las Américas en la Ciudad de México. Él quedó do-blemente impresionado.

Samuel Olson era su compañero de clases en la secundaría Melchor Ocampo y Sam (como le decían) se preocupaba por Gustavo para que no hubiera nada que lo alejara de su interés por la Iglesia, aunque no era necesario puesto que Gustavo había encontrado la ver-dad y le emocionaba que en la iglesia encontraba respuesta a todas las preguntas y no había

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misterios sin resolver. Había encontrado lo que siempre quiso—ser un santo como los san-tos de la Biblia o los santos que le platicaban en la Iglesia Católica, aquí si le enseñaban con claridad sobre la ley de castidad y no como los padrecitos católicos que le decían que sí, podía tener relaciones antes de casarse. A Gustavo le emocionaba que la Iglesia de Jesu-cristo le enseñara a guardar seriamente todos los mandamientos, también veía en los Olson y en otros miembros su buen ejemplo, le gustaba que no decían groserías y que todos que-rían obedecer a Dios. Se preguntaba porque en la Iglesia Católica no les enseñaban a obe-decer los mandamientos y a guardar el día de reposo. Encontraba muchas cosas más que le fascinaban, había encontrado el camino a la santidad y la perfección que tanto había desea-do.

Cuando Alfonso, su hermano mayor, se bautizó Gustavo también quería bautizarse pero Bertha su mamá le negó el permiso, Gustavo lloró durante todo el servicio bautismal. Había estado asistiendo a la capilla con Alfonso y continuó haciéndolo sólo ya que su her-mano se fue a estudiar a la Universidad de Brigham Young.

Con su hermano estudiando en BYU, Gustavo era prácticamente el único con sen-timientos hacia la Iglesia entre sus familiares en Atlixco. Su mamá y sus hermanos conti-nuaron yendo a la pequeña iglesia en la ex hacienda El Cristo mientras que el caminaba quince cuadras para llegar a la capilla SUD y asistir a los servicios dominicales y los que se realizaban entre semana. Le gustaban mucho las clases de seminario, jugar baloncesto, y participar de los alimentos que los miembros preparaban para los convivios del barrio, le encantaba cantar los himnos, todos eran sus amigos, y a él le gustaba tener amigos.

Cuando en 1975 Alfonso regresó a Atlixco después de haber estudiado un semestre en BYU, habló con Gustavo acerca de su bautismo. Gustavo tenía catorce y había mostrado serio interés en la Iglesia y ahora se sentía lo suficientemente seguro para preguntarle a su mamá, una vez más, si se podía bautizar y una vez más ella se lo negó, tal vez habría opor-tunidad de rescatarlo antes de que tomara un paso tan importante; pero fue tanta su insis-tencia que su mamá llegó al punto de decirle desesperadamente: “¡Ve y has lo que quieras!”

Gustavo no necesitó de las charlas misionales así que su hermano lo bautizó un 28 de diciembre de 1975, seis meses después de su propio bautismo. Mientras tanto, Bertha redoblaba esfuerzos para mantener lejos de los mormones a sus cinco hijos restantes.

Gustavo siguió manteniendo una buena relación con los miembros de su nueva fe, además, cuando aún tenía catorce su obispo lo llamó para ser el secretario del barrio, lla-mamiento que tuvo hasta que cuatro años después salió a la misión. En lo que esto sucedía, viajó con los Olson a Salt Lake City donde visitó las oficinas generales de la Iglesia y la manzana del templo, haciendo después el viaje obligado a sesenta kilómetros al sur a Provo Utah para visitar la Universidad Brigham Young que en aquel entonces crecía rápidamente.

En 1977 y ya de regreso en México Gustavo asistió a una conferencia regional de la Iglesia. El estar entre miles de miembros lo impresionó profundamente. Después, en 1979 estuvo en BYU por dos meses para estudiar inglés, al estudiar este idioma, su mamá lo ha-bía presionado para que se hiciera bilingüe, sin importar que para lograrlo asistiera al mejor lugar y al más barato que justamente se encontraba en el centro mismo del mormonismo. En Provo, Gustavo se hospedó con Dale Tingey y su familia4, siendo sin duda un arreglo que Kirt Olson facilitó (Tingey después desarrolló una cercana amistad con la familia Ló-pez Hidalgo y la visitaba cada vez que se encontraba en Puebla supervisando el trabajo de los Servicios Indígenas Norteamericanos allí). Más tarde Gustavo regresó a México y se inscribió en la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla (UPAEP) para estudiar

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leyes y donde pronto cumplió sus dieciocho años. En enero de 1980 Leví Méndez Ramos, originario de Nealtican, viajó a Atlixco para

ordenar a Gustavo un élder el mismo día en que cumplió los dieciocho años. Con más res-ponsabilidades y nuevos llamamientos del sacerdocio, Gustavo siguió creciendo en el Evangelio, en sabiduría y en verdad. En el pasado, siendo un joven católico, se regocijaba en servir y estudiar, ahora todo tenía un propósito mayor para él, ya era un sacerdote como él y su padre siempre lo habían deseado, cumpliendo con esto la "bendición" de su padre cuando nacieron cada uno de sus siete varones a los que les dijo que serían sacerdotes.

Quizás era todo natural para él o tal vez fue la creciente confianza en el nuevo ca-mino que el joven Gustavo había tomado. Se mantuvo muy firme en algunas decisiones que iban en contra de los deseos de la mayoría de la familia, como ayunar mientras los demás comían, no ver la televisión en el día de reposo, y no participar en actividades recreativas con sus hermanos en el día Domingo. El patrón se hizo evidente cuando no aceptó un NO como respuesta de su mamá acerca de su bautismo, después, en su insistencia en caminar quince cuadras para ir a su iglesia y más recientemente estaba en su decisión de servir una misión.

La madre de Gustavo y su hermano mayor, Rubén, querían que los domingos empe-zara a hacer su servicio militar obligatorio recalcándole que ir a la misión representaría un sacrificio no sólo para él sino también para su mamá aunque ella no la fuera a pagar; un día Bertha fue a buscarlo a su recamara en la universidad para recalcarle que el servicio militar debería ser más importante que el servicio misional. El deber para con su país era más im-portante que cualquier presunto deber para con su iglesia.

A pesar de su buen juicio, Gustavo se sintió inquieto después de esta conversación con su madre y fue con los oficiales de estaca en Puebla para platicar con sus confiables líderes, el Obispo Dionisio Osnaya, Leví Méndez Ramos y Samuel Soto. De ninguna mane-ra desaprobaron las palabras de su madre; sin embargo, exhortaron a Gustavo a cumplir con una misión porque, le prometieron que si lo hacía su madre y sus hermanos serían bendeci-dos.

Las bendiciones para su familia fueron una poderosa razón para que Gustavo acep-tara un llamamiento misional. Contrario a lo que su familia pensaba sobre la senda que él había tomado para su vida, los lazos que lo ataban a ellos eran poderosos y él deseaba que su madre y hermanos fueran bendecidos, el obispo Osnaya en esta ocasión visitó a Bertha para explicarle lo que la misión significaría para su hijo y para ella, no muy feliz, y sin murmurar esta vez, respetó el deseo de Gustavo de ordenar su propia vida.

Todo esto era maravilloso, pero todavía había un asunto práctico que resolver: ¿có-mo pagaría Gustavo su misión?, no tenía ahorrada la cantidad requerida, ni tenía acceso a los recursos familiares, y su madre ya le había dicho que no lo apoyaría como misionero. En marzo de 1980 Dale Tingey le informó a través de una carta que una familia en Draper, Utah (Jack Kerbs) pagaría todos los costos de su misión, a Gustavo se le levantó el ánimo.

Había otro pendiente: muchos misioneros locales empezaban sus misiones sin haber hecho convenios en el templo (el templo de la Ciudad de México no abriría sino hasta di-ciembre de 1983), y Gustavo no quería estar en esa lista. Su hermano Alfonso le dio 5,000 pesos que había ganado trabajando para él y, mostrando apoyo, su madre le dio 250 dólares, este dinero fue suficiente para comprar un viaje redondo a Salt Lake City; Jack Kerbs y su familia recogieron a Gustavo en el aeropuerto y el 19 de julio de 1980 entró al templo de Provo Utah junto con su amigo de la infancia Samuel Olson (hermano de la esposa de Al-

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fonso), los dos por primera vez, para recibir sus investiduras. ¡Fue un día feliz!, había sido un viaje de mucho provecho.

Para este viaje, Gustavo utilizó figuras de ónix y collares que años antes Alfonso había dejado en casa de los Tingey, los vendió por 600 dólares que le dieron la posibilidad de comprar dos trajes, dos pares de zapatos, varias corbatas, media docena de camisas, garments y otras cuantas cosas. Ahora estaba respetablemente preparado tanto física como espiritualmente para su misión; tenía las bendiciones del templo y la vestimenta misional apropiada.

Ya para salir a la misión, en su discurso de despedida Gustavo declaró que poco después de su llegada su mamá y cinco hermanos se bautizarían. Antes, tuvo una inolvida-ble mañana en la que se retiró a la huerta de la familia y, arrodillado, clamó en alta voz al Padre suplicándole que toda su familia se bautizara, lo cual ocurrió a los quince días de estar en la misión.

Cuando regresó a Atlixco de su misión muy exitosa en Monterrey, sus líderes loca-les pronto le dieron la oportunidad de prestar servicio y a un año lo llamaron al sumo con-sejo de su estaca. En la entrevista con el presidente de estaca para este llamamiento, Gusta-vo comentó que como se lo extendía si normalmente un miembro del sumo consejo debía estar casado y él no lo estaba; no obstante, el presidente llevó a cabo el llamamiento pero amonestó a Gustavo: “tu llamamiento más importante en la vida es ser esposo y padre”, obviamente, el presidente tenía algo más en mente que requería que Gustavo se casara: ser obispo. Gustavo dijo que quería casarse y que el presidente le recomendara a alguien.

En algún momento después, medio bromeando, Gustavo dijo al presidente en una voz que alcanzó a los oídos de su hija: “bueno, deme a su hija”, a él le gustaba. Cuando Gustavo le hizo este comentario, la hija del presidente mencionó que Gustavo le parecía muy infantil y que ella no estaría de acuerdo.

El presidente le dio nombres de cuatro mujeres jóvenes en varios barrios de la esta-ca y uno de la Ciudad de México. La joven en México era Nuria Villalobos Saunders, su papá era patriarca de estaca y su mamá la presidenta de la Sociedad de Socorro también de la estaca, a Gustavo le gustó el nombre y viajó a la Ciudad de México para presentarse con el padre. Le explicó que quería casarse y le pidió permiso para conocer a Nuria.

El padre de Nuria aceptó y presentó a su hija con el joven López Hidalgo; a Gustavo le gustó lo que vio y a ella también le gustó la presencia de Gustavo. A los tres meses, el 18 de agosto de 1984, se casaron en el Templo de la Ciudad de México; ella tenía diecisiete y él veintidós.

Ya casado, Gustavo sirvió en Cuernavaca Morelos como miembro del sumo consejo por más de un año, de ahí él y su esposa se mudaron a la Ciudad de México y posteriormen-te a Atlixco en donde el presidente de distrito lo llamo para una entrevista. ¿Cuál sería la asignación? Había un problema en Izúcar de Matamoros, una de las áreas que presidía su hermano Rubén como presidente de distrito, y era que muchos de los miembros habían sido excomulgados (por razones de ignorancia, adulterio y falta de liderazgo), y aquellos que no lo habían sido habían ido a otras áreas en donde pudieran progresar como miembros de la Iglesia; una vez que pasó la tempestad no quedaba ningún miembro de la Iglesia en la co-munidad. Su asignación como miembro del sumo consejo era empezar la Iglesia nuevamen-te. Él y su hermano, el presidente Rubén, fueron a una colina cercana y ofrecieron una ben-dición con el poder del sacerdocio para dedicar nuevamente el área.

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En Izúcar rentaron una casa pequeña para casa de oración y empezaron a trabajar, pronto hubo bautismos y Gustavo fue apartado como presidente de la reactivada rama mientras que Nuria se encargó de las mujeres y los niños. Después hubo los bautismos sufi-cientes para que la Rama Izúcar se convirtiera en un distrito con una grande y hermosa ca-pilla.

Posteriormente Gustavo fue llamado para ser el obispo del Barrio Madero en Atlix-co, sirvió muchas veces en los consejos de estaca y ha sido obrero en el templo. Gustavo y Nuria ya están planeando servir una misión juntos. En 2012 cumplieron veintiocho años de feliz matrimonio.

Nuria también ha contribuido con sustancia espiritual y administrativa para con otros, no sólo por su labor de amor en Izúcar de Matamoros ya que ha sido presidenta de la Primaria, de las Mujeres Jóvenes y actualmente de la Sociedad de Socorro, todas a nivel de estaca.

El hijo mayor de Nuria y Gustavo, también llamado Gustavo, sirvió una misión en la Misión México Tampico que abarcaba parte del área de la Misión México Monterrey Norte donde sirvió su padre. Ha sido maestro de instituto y presidente del quórum de Élde-res en su barrio. Se casó en el Templo de la Ciudad de México con Melody Flores Soto y actualmente es consejero del obispado en su Barrio. También toca el piano y dirige al coro.

Su hijo Omner también sirvió su misión en Monterrey y en el 2011 fue apartado pa-ra trabajar en el comité de medios en el área México.

Su Hija Nury se casó en el Templo de la Ciudad de México con Theodore Paul Bu-zis García y actualmente es presidenta de Mujeres Jóvenes en su Barrio.

El hijo pequeño de Nury, Theodore Paul Buzis López, es miembro de la Igle-sia en sexta generación descendiente, a través de su abuelita Nuria y de Vicente Morales quien, junto con Rafael Monroy, fueron mártires por la fe en San Marcos Hidalgo durante la revolución mexicana.5 Una sexta generación de miembros de la Iglesia no es muy común en el 2012 pero es el precedente de muchas que habrá a medida que la Iglesia madure en tierra mexicana.

El patriarca que bendijo a Gustavo antes de que saliera a la misión le prometió que a través de él toda la familia López Hidalgo sería bendecida y así ha sido; su ejemplo dirigió tanto a sus hermanos como a su madre al entendimiento del evangelio y más.

Gustavo tiene una licenciatura en idiomas y una maestría en procesos de calidad educativa del CEUNI de Puebla, dirige una empresa de bienes raíces en

2008: Arriba, Nury López Villalobos, Gustavo López Hidalgo.

Abajo, Omner López Villalobos, Nuria Villalobos Saunders, Gustavo López Villalobos

Fotografía cortesía de Gustavo López Hidalgo

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Puebla y Cholula y administra la Farmacia Hidalgo mientras su hermano Paulo sirve como presidente de misión.

Rubén López Hidalgo (1958- )

El segundo hijo de Bertha se había ya graduado de la UNAM en medicina veterinaria y trabajaba como veterinario cuando, en 1980, le pidió a su mamá que fuera a su bautismo; fue una ruta curiosa la que lo llevó hasta ese día.

Rubén y sus cuatro hermanos no miembros de la Iglesia sabían bien de las enseñan-zas ya que Alfonso había tratado de transmitírselas así como él y Gustavo habían aprendido las enseñanzas de su padre como la oración, vivir en rectitud y el cuidado de sus mentes y sus cuerpos. Al igual que todos los hermanos, Rubén también se hizo amigo de la familia Olson. Había acompañado a su mamá a la manzana del templo y al edificio de las oficinas de la Iglesia, más tarde en otra de sus visitas a Salt Lake City, Dale Tingey le dio un libro de relatos ilustrados del Libro de Mormón para que se lo diera a Gustavo. Aparentemente se lo quedó y lo guardó debajo de su colchón, al menos el tiempo necesario para leerlo, cosa que hacía por las noches.

A principios de 1980, Alfonso vivía en Estados Unidos y sintió la impresión de re-gresar a Atlixco para invitar a sus hermanos a escuchar a los misioneros ya que, a pesar que habían escuchado del evangelio y sus enseñanzas a través de diferentes medios, nunca se les había enseñado formalmente.

Casi tan pronto como Alfonso llegó a su casa, habló con Rubén en su habitación, ce-rró la puerta con el seguro para que nadie los interrumpiera. Con explicaciones y llanto, lógica y emoción le rogó a Rubén que escuchara a los misioneros. Los fuertes lazos de hermandad derivados de las enseñanzas de su padre, y experiencias de vida le emocionaron mucho a Rubén. Sin embargo, no fue muy sincero con Alfonso ya que estaba comprometi-do con una causa que consideraba mejor ya que tenía una estrategia en mente para rescatar a sus hermanos de los mormones.

Después de cada charla que los misioneros daban, Rubén le llevaba sus copiosas no-tas al sacerdote católico en quien confiaba para pedirle su consejo y que le dijera qué le debía preguntar a los misioneros para tomarlos por sorpresa y ponerlos a la defensiva, no obstante, en cada respuesta que venía después de sus rebuscadas preguntas el Espíritu Santo le testificaba acerca de la verdad del mensaje del Evangelio. Esto no sólo intrigó su mente sino que también tocó su corazón.

En la última consulta, el sacerdote católico simplemente contestó desesperado: “porque ellos están mal”. La respuesta le pareció ingenua, conocía a los estudiantes Ri-chardson y Brittain, a los Olson, a los Tingey, a los Russell en Salt Lake City y a los Ro-binson en Richfield Utah; había estado en la Manzana del Templo, en una conferencia ge-neral de la Iglesia y podía ver el comportamiento con principios de los misioneros, “¿son todos malos?” No tan de prisa.

Después de que Rubén le preguntara al sacerdote que por qué se sentía de esa mane-ra éste se limitaba a responder con la misma frase “porque ellos están mal, eso es todo”. Ya no regresó por más asesorías. Tenía veintiún años.

Por esa época Bertha invitó a los Olson a cenar a su hogar; ésta sería una muy buena oportunidad para continuar practicando su inglés y para motivar a sus hijos a hacerse bilin-gües. En la reunión, Beth Olson le preguntó a Rubén: “¿cómo vas?” “Bien”, contestó él,

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refiriéndose a sus estudios universitarios (ya que había obtenido el promedio más alto de su generación al término de su carrera como médico veterinario).

Le hizo otra pregunta: “¿cómo vas con las charlas sobre la Iglesia?” A esto Rubén respondió: “más o menos”.

Entonces Beth le dijo con voz amigable pero firme que si tomaba estas enseñanzas a la ligera y sus cuatro hermanos no se bautizaban por su causa (Beth sabía que Rubén era un líder de opinión en su familia) tendría que rendir cuentas ante el Señor. Es interesante que él no se sintiera ofendido sino más bien tuvo el sentimiento inmediato de que Beth tenía razón, sus palabras tocaron su corazón.

Rubén deseaba comunicarles sus sentimientos a su mamá y a sus hermanos pero no lo hizo, en lugar de eso se apartó a un terreno cercano donde más tarde la capilla del barrio sería construida y en la soledad de una noche espiritual ofreció una ferviente oración a Dios: “me pongo en tus manos y si quieres que me bautice, lo haré”.

Desde su niñez, había tenido el hábito de orar ya que en su hogar era lo habitual, sin embargo, por algún tiempo no había estado orando específicamente sobre este asunto, “qui-zás no oraba sobre este asunto porque tenía miedo de recibir una respuesta positiva”; no obstante, ahora el joven universitario estaba resuelto a cumplir con la voluntad del Señor sin importar cual fuera. Él ansiaba por completo una respuesta porque tenía una esperanza basada en las enseñanzas de su fallecido padre. Al término de su oración el Espíritu Santo se encargó de que Rubén supiera sin duda cuál debería ser el curso que debía tomar. Para empezar, se bautizaría lo más pronto posible.

Aun meditando sobre lo que le había pasado y preguntándose cómo se lo diría a su madre, Rubén no dijo nada durante la cena y pronto partió a la Ciudad de México para atender asuntos de la escuela. El domingo asistió a misa por última vez como para despe-dirse de una parte importante de su vida. Como no pudo ir a Atlixco para acudir a la capilla católica El Cristo con su mamá y sus hermanos, le pidió a su amigo Víctor Lima que le entregara a su madre un pedazo de papel en donde había escrito: “Ya recibí respuesta; voy a bautizarme”. Después de recibir la nota Bertha estalló en llanto: “¡me están dejando sola!”

El siguiente lunes Paulo habló con Rubén sobre la Iglesia ya que los hermanos ha-bían acordado ofrecer una ferviente oración acerca de su incierto futuro religioso y para tratar de buscar la guía del Señor; como había obtenido la misma manifestación espiritual que Rubén, Paulo estaba listo para informárselo. Los hermanos se maravillaron de lo simi-lar que fueron sus experiencias.

Luego Rubén habló con Roberto quien expresó tener los mismos sentimientos. Sólo quedaban Benjamín y Arturo, los hermanos menores, que pronto se unieron; así que fue en ese singular día, 10 de agosto de 1980, que los hermanos López Hidalgo bajaron a las aguas del bautismo. A la siguiente semana Rubén fue llamado como maestro de la escuela domi-nical.

Después de graduarse de la UNAM como médico veterinario, Rubén se mudó a Hueytamalco, Puebla cerca de Teziutlán para trabajar. Mientras vivía allí el presidente de misión Isaías Lozano Herrera lo llamo para servir como consejero en la presidencia de la pequeña rama de veinte miembros que había allí.

En una visita que más tarde haría el presidente Lozano, lo invitó a servir una mi-sión; el joven, pensando en lo que estaba aprendiendo de veterinaria y en la estabilidad de su trabajo sin mencionar que allí donde estaba se sentiría más feliz, se negó: “prefiero que-

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darme a servir aquí en la rama”, dijo. El presidente Lozano lo miró directamente a los ojos y le dijo: “no voy a quitar el dedo del renglón".

No sólo el presidente Lozano lo animaba a servir una misión; su hermano Gustavo le escribió desde Monterrey argumentándole que no había justificación ante el Señor para no cumplir con ese llamamiento. El contenido de la carta penetró en lo más profundo de su ser y una vez más hizo lo que su padre le había enseñado; en el mismo lugar donde leyó dicha carta se arrodilló y oró una vez más para ponerse en las manos del Señor. En ese momento recibió la respuesta.

Para poder financiar la misión que ahora planeaba hacer, el mismo día que Rubén recibió la carta de su hermano Gustavo vendió el carro nuevo que ese día había recibido, el cual casi acababa de pagar, y con él que había soñado tener mientras estaba en la universi-dad. Empezó a vender otras pertenencias, algunas no sólo con valor económico sino tam-bién sentimental, con estas ventas, más los ahorros que tenía, obtuvo los fondos suficientes para costear su misión los cuales dejó a su mamá para que pudiera hacer los pagos mensua-les a la Iglesia. Finalmente, Rubén canceló su solicitud para hacer su maestría en medicina veterinaria y renunció a su trabajo.

El 16 de enero de 1983, a los veinticuatro años de edad Rubén entró al campo mi-sional. El primer día en la misión el presidente Donald W. Atkinson lo hizo compañero mayor ya que el requisito era que se supiera las charlas de memoria y él ya las sabía, dos semanas más tarde el presidente lo llamó como líder de distrito y dos meses después de eso, líder de zona. Excepto por las tres semanas en las que cambió de área, todas las demás tuvo bautismos. Sirvió como asistente de los presidentes Atkinson y Quinton S. Harris. Cierta-mente se debe decir que Rubén sirvió una excepcionalmente honorable y productiva misión en la Misión México Norte.

A su regreso, Bertha le dio el dinero que él le había dejado para que hiciera los pa-gos mensuales de su misión ya que ella ¡los había hecho sola! “Gracias mamá”, le dijo mientras la abrazaba como los hijos de madres grandiosas suelen hacerlo, “pero quiero que te quedes con este dinero, algún día lo vas a necesitar para tu propia misión. Quiero que-darme con las bendiciones por haber pagado mi misión.” Bertha guardó el dinero que efec-tivamente usaría para costear su propia misión más adelante.

Pronto Rubén se mudó a Pachuca, Hidalgo donde encontró un buen empleo como veterinario. Un hombre de apellido Hidalgo en el estado de Hidalgo, en donde la Iglesia también tuvo sus inicios a finales del siglo diecinueve, seguramente, Rubén López Hidalgo no pasaría por alto el simbolismo de esta conexión.

En Pachuca, Rubén progresó mucho en su carrera como veterinario y continuó sir-viendo en la Iglesia como presidente de misión de estaca. Como era costumbre en esa época en todas las estacas de Sión, para tal llamamiento él fue ordenado Setenta. (Esta práctica ha sido descontinuada).

A la edad de veintiséis Rubén se enamoró de Sara Leticia Hernández Hernández y pronto se comprometieron. Al parecer dicho compromiso no fue suficiente para el presiden-te de estaca quien lo mandó llamar a su oficina en septiembre de 1985 para informarle que necesitaba un obispo para el Barrio Centro de Pachuca pero que los obispos necesitaban ser casados, “así que piénsalo”, le dijo, “y cásate, ya sea con ella (Sara Leticia) o con alguien más. Ella es una mujer maravillosa que será la esposa de un presidente de estaca, seas tú o alguien más; tienes hasta enero y espero que para entonces estés listo para ser ordenado obispo”.

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Ciertamente, no fue de sorprender que la pareja lo tomara con sentido de urgencia, aceptaron el llamamiento como un reto que se debía enfrentar con oración y trabajo arduo; así que oraron, ayunaron y decidieron casarse pronto, lo que ocurrió en el Templo de la Ciudad de México el 25 de enero de 1986. Hubo oposición ya que el padre de Sara, Nicolás Hernández, con pistola en mano trató de convencer a su hija y futuro yerno de que se casa-ran por la iglesia católica, lo que les dio la oportunidad de expresarle su testimonio en rela-ción con el matrimonio eterno en el templo del Señor.

No cabía duda que se casarían, de antemano ya habían buscado una casa o departa-mento en los límites del barrio. En enero, siendo fiel a su palabra, el presidente de estaca lo ordenó obispo del Barrio Centro de Pachuca a tan sólo cuatro meses de haber cumplido veintisiete años y a unos cuantos días de haberse casado. Rubén cumplió diligentemente con este llamamiento por dos años, después de los cuales, debido a su trabajo y a la invita-ción de su madre quién pagó el enganche de su departamento, se mudó a Atlixco a vivir en la Calle de los López (Oriente 31) cerca de su madre y sus hermanos.

En Atlixco Rubén fue llamado a servir como presidente de distrito por cinco años y después como consejero de misión del presidente Grover. Cuando su distrito se convirtió en estaca, Rubén fue llamado nuevamente como obispo de uno de los barrios nuevos de Atlix-co, esta vez del también llamado Barrio Centro. En el 2011, Rubén sirvió en el sumo conse-jo de su estaca en Atlixco y, junto con su esposa, fue obrero en el templo un día a la sema-na. En Mayo de 2012 Rubén fue llamado como segundo consejero al presidente de mi-sión Robert Reeves en la Misión México Puebla, en agosto de 2012 fue apartado como primer consejero del Presidente Reeves en la Misión México-Puebla Sur debido a la divi-sión de la Misión México-Puebla. Su responsabilidad actual es servir como apoyo al Distri-to de Izúcar de Matamoros para convertirse en estaca.

Rubén y Sara Leticia tienen cuatro hijos siendo la mayor Saraí de 23, quien se selló en el templo con el ex misionero Kim López Vázquez y tiene dos hijas. El hijo de Rubén, también llamado Rubén, de 22 años fue misionero en la Misión México Mérida; todavía no se ha casado pero ya terminó sus estudios universitarios en febrero de 2012 y ahora pue-de enfocar su atención a la siguiente etapa de su vida. Rebeca tiene 20 años y estu-dia veterinaria, carrera que terminará en el 2013. Abraham de 14 años es Maestro y estudia la secun-daria. En relación con sus edades y experiencia, todos los hijos de Rubén y Sara Leticia tienen testimonios firmes de la Iglesia.

Un día, como su ma-má, Rubén sintió el Espíritu y, siendo congruente con las enseñanzas de su padre, to-

2012: La familia de Rubén López Hidalgo: De izquierda a derecha, Rubén López Hernández; Kim López Vázquez (cargando a su hija Sophie Ann López López)

esposo de Sarai López Hernández, la que sigue; Sara Leticia Hernández Hernán-dez; Rubén López Hidalgo; Rebeca López Hernández (cargando a Kimmy López

López, hija también de Kim y Sarai) y Abraham López Hernández.

Fotografía cortesía de Rubén López Hidalgo

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mó un camino elevado y decidió ser esposo, padre y cumplir con sus llamamientos en la Iglesia y como profesionista. Aparte de sus llamamientos en la Iglesia, es el director y due-ño de uno de los hospitales veterinarios más avanzados en el estado de Puebla, también fue conferencista con el Tema de Inteligencia Emocional y dirige talleres con la empresa Inte-graventura que, en asociación con sus hermanos Roberto y Arturo, organiza seminarios de capacitación y educación. Igual que su abuelo Hidalgo, está políticamente activo como vo-luntario en la comunidad de Atlixco6. Además, habla inglés con fluidez.

Paulo López Hidalgo (1963- )

Paulo tenía ocho años cuando su padre Alfonso murió, edad suficiente para recordar cuando lo sentaba en su regazo así como sus enseñanzas, pero también para adaptarse a su abuela Hidalgo en su casa en Atlixco. La verdad es que estuvo muy bien que la hija de Blanca y sus siete nietos se mudaran con ella, habían pasado siete años desde el fallecimiento de su esposo en 1964, y Blanca estaba cansada de trabajar todos los días en la farmacia Hidalgo, tarea en la que Bertha pudo relevarla entrando a trabajar allí de lleno. Blanca dio la bienve-nida a todos sus nietos y con gusto compartió con ellos su amplia casa y los alrededores, su amor y cuidado fueron perfectos para estabilizar a los desconsolados niños.

Paulo tenía una mente brillante, aprendía rápido y no sólo eso sino que se aplicaba bien como su padre le había enseñado. Es de asombrarse, o tal vez no, que terminó rápida-mente su secundaria y preparatoria y a los dieciséis años ya había sido aceptado en la Uni-versidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Era muy joven para dejar su casa y vivir sólo en la Ciudad de México, lo que hizo en 1979. No sólo los miembros de su familia le desearon lo mejor sino también los padres e hijos de la familia Olson le expresaron sus pa-rabienes, Paulo tenía buenos ejemplos a seguir cerca de su hogar y de su corazón.

Antes de partir a tan tierna edad a la universidad, Paulo, al igual que algunos de sus hermanos, se había inquietado por la nueva religión que los Olson y otras personas les ha-bían dado a conocer. Él, al igual que Gustavo, había buscado ayuda de los sacerdotes loca-les, buscando la confirmación de que las creencias que había tenido por tanto tiempo eran sólidas y que no había necesidad alguna de cambiarlas. Cuando visitó al sacerdote por pri-mera vez, el clérigo no sabía dónde estaban sus escrituras, luego cuando las encontró las tuvo que sacudir antes de leerlas y por si fuera poco, no pudo encontrar los versículos que Paulo quería que analizaran. “El cura no era capaz de encontrar ninguna de las citas que le daba; para buscar Mateo 3:13 inició desde el Génesis y terminó buscando en el índice”.

Al tener esta experiencia de consulta con la autoridad, Paulo decidió que también debía consultar con Dios, así que recurrió a la antigua práctica familiar de orar.

Su deseo de visitar al cura y orar en privado en realidad tenía un propósito. No esta-ba tan interesado en encontrar una respuesta a sus preguntas como en encontrar una res-puesta que le confirmara lo que quería escuchar: que su iglesia Católica era la única verda-dera. Su mente funcionaba como la del abogado que busca y acepta solo la evidencia que confirma hechos a favor de su cliente y que reúne argumentos que puedan desmentir cual-quier cosa que esté en contra. Así que Paulo oró ya que quería que su posición católica fue-ra ratificada.

“Padre Celestial, ayúdame a saber cuál es la iglesia verdadera, aunque ya sé que la verdad se encuentra en la iglesia Católica porque es la más antigua y la más grande y ha sido la religión de mis antepasados, por otro lado, la iglesia mormona no puede ser la ver-

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dadera”. Y así oró por casi un mes sin recibir respuesta, no había un contacto espiritual ni con Dios ni con nadie así que se preguntaba por qué su padre no le ayudaba.

En la tercera visita al cura para buscar la confirmación de que la Iglesia Católica era la verdadera, Paulo decidió simplemente hacerle la pregunta: “¿Padre, qué iglesia es la ver-dadera?” Su respuesta sería la confirmación que Paulo necesitaba escuchar: “Todas las igle-sias son buenas mientras hablen de Cristo”.

Paulo no podía aceptar esto. Creía en lo que había estudiado en la Biblia: “un Señor, una fe, un bautismo y una sola iglesia verdadera”. Ya que el padre no estaba convencido de que la Iglesia Católica era la verdadera, Paulo decidió que se esforzaría aun más en pregun-tarle al Señor.

Esa noche, el subconsciente de Paulo fue más rápido que sus palabras cuando dijo: “Padre ayúdame a saber cuál iglesia es la verdadera, la Iglesia Católica no puede ser

la verdadera porque no tiene la autoridad de Cristo por causa de la apostasía y es una reli-gión que impusieron por la fuerza a mis abuelos; en cambio, la Iglesia Mormona tiene la autoridad, tiene apóstoles, profetas y el Libro de Mormón que también son escrituras sagra-das”.

En ese momento Paulo abrió los ojos y golpeó la cama exclamando con un grito contenido: “pero, ¡qué estoy diciendo? ¿Será esta la respuesta a mis oraciones?”

¿Y qué debería hacer ahora? El domingo siguiente, como era la costumbre, Paulo fue a misa con su mamá y algunos de sus hermanos a la iglesia de la ex hacienda El Cristo en Atlixco. Durante el servicio su mamá estaba llorando a ríos, lo que no era de extrañar porque lloraba mucho por su esposo fallecido así como por su madre que había muerto en 1973, pero sobre todo lloraba por sus hijos Alfonso y Gustavo que se habían ido con los mormones.

Cuando salieron de la iglesia, Bertha se sentó en una de las bancas del extenso e in-maculado jardín, abrió su bolsa como para sacar un pañuelo para secar sus lágrimas, pero en lugar de eso sacó una carta que le pidió a Paulo que leyera. Era de Rubén; Víctor Lima se la había entregado. Paulo se sentó a su lado.

En la carta Rubén decía: “He encontrado la verdad. Me voy a bautizar”. Paulo estaba impactado, más por lo que le dijo a su mamá que por la carta de Ru-

bén: “Mamá, siento lo mismo que Rubén”. Al escuchar esto, su mentor, Kirt Olson hubiera silbado de alegría.

Bertha se desmoronó: “sería mejor que estuviera muerta” gimió; los cinco hermanos se bautizaron ocho días después. Hasta que Bertha fue a la iglesia de San Agustín, sus lá-grimas no cesaron. Paulo tenía diecisiete años.

Justo después de su bautismo, Paulo fue llamado como presidente de Hombres Jó-venes de su estaca; llamamiento que fue un desastre: “no hice nada, ya que no sabía que hacer, nadie me capacitó ni me dio instrucciones, nada, no pude hacer nada”.

El no poder hacer nada no lo desalentó para prepararse para cumplir con una misión. A los diecinueve y tan sólo a un año de terminar la universidad, Paulo dejó la escuela y aceptó el llamamiento, después de mes y medio se convirtió en compañero mayor y un mes más tarde en líder de zona; después el presidente de misión lo llamó como su asistente.

Al regreso de su misión en 1984, Paulo reingresó a la UNAM y se graduó con hono-res en Biología. Más tarde, casado y con tres hijos, terminó una maestría en ingeniería am-biental en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP). Siguió trabajando en

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la farmacia Hidalgo y abrió una más en Atlixco, así mismo trabaja como asesor financiero y organizacional recaudando fondos para el desarrollo de comunidades marginadas en Pue-bla, dando correcto seguimiento a los esfuerzos de Kirt Olson; también en 1989 fundó una compañía de control de plagas de la cual hasta la fecha es dueño.

A su tiempo, Paulo conoció y se casó con Josefina Melo Navarro, graduada de bio-logía también de la UNAM, y en 1987 se sellaron en el Templo de la Ciudad de México.

Paulo fue llamado como primer consejero de la presidencia de estaca a seis meses de haberse casado, habiendo ya sido miembro del sumo consejo en la Estaca Valsequillo. Más tarde se le dio el encargo de rescatar una rama de la cual fue presidente por cuatro años, luego fue consejero en otra presidencia de estaca, llamamiento del que fue relevado para servir como obispo y de allí nuevamente consejero de una tercera estaca.

En el 2011 Paulo servía como líder del grupo de los sumos sacerdotes de su barrio y su esposa Josefina era la presidenta de la Sociedad de Socorro de su estaca, habiendo sido anteriormente presidenta de la Primaria de su barrio así como de las Mujeres Jóvenes y de la Sociedad de Socorro. El 1 de julio de 2012 la pareja fue apartada para presidir la nueva Misión México Xalapa.

Paulo y Josefina han estado casados por veinticuatro años y son padres de tres hijos: Melissa de 23, sellada en el templo y vive en Utah; Paulo de 21 quien recién regresó de la Misión México Torreón y estudia en BYU y Josué de 15 quien estudia el primer año en el Centro Escolar Benemérito de las Américas.

La oración ha sido un buen antídoto para el prejui-cio. En el caso de Paulo, lo llevó de la plegaria a una revelación contundente de que Dios, de hecho, sí con-testa las oraciones. A Su modo.

En formas inespera-das, Paulo ha traído honor a su padre y a su madre y ha llevado el concepto de leal-tad a Dios a su propio hogar.

Benjamín López Hidalgo (1967- )

Fue una época muy difícil para la familia López Hidalgo. A regañadientes el previsto pero al mismo tiempo dolorosamente anunciado fallecimiento del papá de Benjamín en 1971 pudo no haber sido una catástrofe sin precedentes para cualquier otra familia, pero para Bertha casi lo fue. Se sentía emocionalmente hundida, temerosa y exhausta por los cuida-dos que le dio a su esposo durante su larga agonía, aun el pequeño Benjamín de cuatro años de edad se pudo dar cuenta de esto; su mamá lloraba mucho.

El consuelo llegó a través de la gran casa y del gran corazón de su abuelita Blanca

Hacia 2004: La familia de Paulo López Hidalgo

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en Atlixco que los albergó a todos, era su modo de ser; pronto su casa se convirtió en la casa de todos. Sí, era un tiempo delicado para todos, sin embargo, el amor de Blanca cons-truyó un puente de estabilidad y seguridad por donde la afligida familia pudo pasar.

Dado a que era muy pequeño, Benjamín pronto pudo regresar a la normalidad gra-cias a los abrazos de su abuelita, el esfuerzo de su madre por recuperar su vida y los atentos cuidados de la nana Raquelito. La familia Hidalgo era bien reconocida en Atlixco y sus alrededores. Las reuniones sociales con sus amigos y familiares y las asistencias a misa a El Cristo en la ex hacienda, en la parroquia y en la iglesia de San Agustín le dieron un sentido de pertenencia social. Benjamín tenía de su lado amigos, seguridad, amor y tradición.

Al igual que sus hermanos mayores, Benjamín se integró en la fe católica donde los niños se convertían en hombres y los hombres en padres; en Atlixco hizo su primera comu-nión y se convirtió en acólito.

A sus ocho años le pareció un poco extraño cuando en 1975 su hermano mayor se bautizó en la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Al final, recuerda a su madre diciendo que ella respetaba la decisión de su hijo, pero dentro de su joven corazón sabía que eso la entristecía mucho; sin embargo, seis meses después Gustavo decidió, al igual que Alfonso, cambiarse de iglesia y Benjamín se unía al coro familiar para burlarse de él.

Alfonso y Gustavo hablaban de un profeta que había hablado con Dios a lo que Benjamín les decía que él tenía al Papa; ellos hablaban de apóstoles y Benjamín, de una orden superior de Cardenales; La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días tenía el sacerdocio restaurado, “mi iglesia siempre ha tenido el sacerdocio”, contestaba.

Tal era la resistencia de un niño de ocho años; en una ocasión el hermano menor de Benjamín, Arturo, y él brincaban en su cama canturreando: “no nos van a convencer, no nos van a convencer”. Siguió siendo amigo de la familia Olson, pero no más, sólo amigos.

Cuando Alfonso vino de Estados Unidos con su esposa Linda Olson a principios de 1980, insistió en que la familia escuchara a los misioneros para que por lo menos pudieran entender el punto de vista religioso de Gustavo y de él, la familia finalmente accedió. Ben-jamín de doce años no tenía ningún interés en las charlas y se escondía cuando los misione-ros llegaban a su casa, sin embargo, dejando a un lado su desinterés y al igual que la abueli-ta de Antonio Aranda, los escuchaba detrás de la puerta, lo cual fue suficiente. Nunca leía lo que los misioneros traían, incluyendo su elegante Libro de Mormón del que tanto habla-ban. Desde su escondite, Benjamín escuchó algo que no podía sacar de su mente, y esto era que él, Benjamín, sí Benjamín, tenía el derecho de preguntar directamente a Dios acerca del asunto. Recordó lo que sus hermanos le habían dicho sobre las enseñanzas de su padre en cuanto al asunto. Benjamín no necesitaba mediador de ningún tipo para consultar a Dios, ya fuera un sacerdote, un santo canonizado, su madre, su difunto padre, su tío. ¡Nadie!

La idea de consultar directamente a Dios le gustó al muchacho. Una noche cuando estaba acostado en su cama, hizo una oración. Treinta años después no puede recordar si oró una o varias veces, pero al inicio de la oración vio en su mente dos círculos, uno más grande que el otro, en el círculo más grande vio a la Iglesia Católica y todo lo bueno que defendía de ella mientras que en el pequeñito vio a la Iglesia SUD en la cual no observó ninguna virtud.

A medida que siguió orando, Benjamín vio en su mente que los dos círculos se in-vertían, ahora el círculo grande representaba a la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los

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Últimos Días y su iglesia, la Iglesia Católica, ocupaba el círculo pequeño. Esto resultó in-quietante para él, especialmente porque no quería nada con la Iglesia Mormona, no obstante había orado y no podía pasar por alto la respuesta que había llegado a su mente. Le pesó por días, quizás semanas y poco a poco se hizo a la idea de que debía seguir consultando al Señor en cuanto a este asunto. Cuando Rubén le dijo que se bautizaría, él concluyó que debía tomar la misma decisión pero, “¿qué pasará con mi mamá? ¿Qué pasará con mis ami-gos?”

Cuando estuvo más seguro de sus sentimientos, Benjamín llegó a la conclusión de que su mamá y sus amigos debían respetarlo, “porque cuando Dios ha respondido a tu ora-ción y te ha tocado el alma, las críticas y las burlas no tienen ningún efecto, no les da im-portancia”.

Bueno, sí, su madre era importante y trató de reconfortarla, de secar sus lágrimas. Aparte de su creciente testimonio, él se comprometió a vivir todos los aspectos de su vida de tal manera que su madre se sintiera orgullosa de él. Podía demostrarle que haciéndose mormón le ayudaría a ser lo que sus hermanos le dijeron que su padre querría: vivir hones-tamente, hacer el bien a todos, proteger el cuerpo de elementos dañinos y la mente de la contaminación del mundo, estudiar y aprender, ser casto y prepararse para ser buen esposo y padre; todo esto le podría demostrar, y así lo hizo.

El día de su bautismo y confirmación, el 10 de agosto de 1980, experimentó cierta desilusión ya que no sintió nada al ser limpio de sus pecados ni una fuerte impresión del Espíritu Santo. Sin embargo, un poco después se dio cuenta de que era feliz, de que sentía gozo y se sintió rodeado por el amor de Dios, no sólo había recibido una respuesta, sino una confirmación como resultado de haber consultado a Dios directamente y sin intermediarios.

Raquelito, la nana de los niños que nunca aceptó el Evangelio, advirtió cambios en el comportamiento de Benjamín y sus hermanos Roberto y Arturo, dijo: “desde que se bau-tizaron, ya no se pelean entre hermanos”.

Entre la misión México Mérida (1986), donde sirvió por dos meses, y la misión México Veracruz (1986-1988) donde terminó su servicio, Benjamín trabajó lleno de fe bajo la dirección de cuatro presidentes. Más tarde fue maestro de seminario, presidente del Quó-rum de Élderes, miembro del sumo consejo de estaca, consejero del presidente de estaca, consejero de dos obispos, y luego el obispo del Barrio Madero en Atlixco, llamamiento en el que sirvió por cinco años y medio. Fue obispo de su mamá, una culminación propia de una trayectoria de solidaridad y unión familiar en donde su madre lo siguió en lugar de que ella lo guiara.

En 1991, en el Templo de la Ciudad de México, Benjamín de 23 años se casó con Heidi Villalobos Arteaga, una miembro de la Iglesia de cuarta generación perteneciente a la familia Villalobos de Tula, Hidalgo. En 2011, después de 20 años de casados cuentan con cuatro hijos: Kemish actualmente sirviendo en la misión Argentina Cordoba, Jaime de 17 y Priscila de 16, ambos asisten a la preparatoria de la Iglesia, Benemérito de las Américas, así como lo hizo su hermano mayor; y Luis de 9 años quien, como sus hermanos, está apren-diendo a tocar el piano y asiste a la escuela en Atlixco. Todos ellos participan en activida-des de la Iglesia que son de acuerdo a sus edades y que fortalecen sus testimonios.

Heidi, la esposa de Benjamín, es directora de coro y una estupenda maestra de ni-ños.

“En la Iglesia”, afirma Benjamín, “en sus revistas, en sus lecciones, en sus manuales

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y en las escrituras, encontré la guía que no tenía de mi padre; encontré la guía para andar en el camino que con-duce a la felicidad. En estos treinta años que llevo de miembro de la Iglesia me he arrodillado en muchas oca-siones para agradecer el pri-vilegio de que Dios haya tocado mi corazón para dar-me a conocer la verdad. ¿Qué hubiera sido de mi vida sin la Iglesia?”

Benjamín es arquitec-to y tiene su propia empresa con sucursales en Atlixco, Puebla e Izúcar de Matamo-ros. Al seguir las enseñanzas de su padre, al igual que sus demás hermanos, él ha sido estudioso y dedicado.

Arturo López Hidalgo (1969- )

¿Cómo se puede sentir un niño de once años de edad hacia un hecho que hace llorar a su mamá al mismo tiempo que hace felices a sus hermanos? ¿A quién debería ser leal? ¿Qué debería hacer con el estrés y las tensiones asociados con tan importante decisión que de ninguna manera era fácil? ¿Quién le podría aconsejar?

Opinamos que Arturo se bautizó con sus hermanos por cuatro razones, siendo las tres primeras las más efímeras: primero, al jovencito le había gustado lo que había aprendi-do con la familia Olson, su modo de vida, la manera en la que se trataban unos a otros; se-gundo, su mamá le había dicho, “¡Ve y has lo que quieras!” dándole el permiso implícito para que se bautizara con sus hermanos; tercero, se solidarizaba con sus hermanos. Alfonso se encontraba en casa nuevamente y él y Rubén le habían hablado de su padre, a pesar de que no podía recordar a su papá, ya que sólo tenía dos años cuando éste falleció, de alguna forma quería complacerlo. A través de sus hermanos, Arturo había llegado a sentir que co-nocía al hombre que le había dado la vida, sentía que su papá estaría de acuerdo con que se uniera a la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Desde luego que siempre amaría a su madre y esperaba que ella algún día entendiera.

La cuarta razón por la que Arturo se bautizó incluye una experiencia que le dio una pausa asombrosa pero dolorosa cuando era niño. No había duda de que Bertha amaba a todos sus hijos; sin embargo, tal vez su afecto así como su preocupación se extendía espe-cialmente al menor. A pesar de que Arturo era activo y bullicioso y, siendo el menor, un poco consentido, se esforzaba conscientemente por complacer a su madre, no obstante, en una ocasión no fue así.

2012: La familia de Benjamín López Hidalgo: Jaime Alfonso López Villalobos; Benjamín López Hidalgo; Heidi Villalobos Arteaga; Luis Mahonri López Villalobos; Priscila López Villalobos. Por estar en la misión en Argentina, no aparece Kemish

López Villalobos, el hijo mayor de Benjamín

Fotografía cortesía de Benjamín López Hidalgo

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Bertha Hidalgo Rojas, Alfonso López Sierra y sus siete hijos, página 38 de 41

Un día antes de salir para la Ciudad de México para realizar una visita, Bertha fue especialmente insistente en que el chico la acompañara. Él no quiso ya que tenía planes con sus amigos, pero fue tanta la insistencia de su mamá que el niño se sintió extraño; sin em-bargo, pensó que ya era grande y respondió con mayor intensidad que necesitaba estar con sus amigos y así lo hizo.

Cuando Arturo iba en camino con su bicicleta para encontrarse con esos amigos, lo atropelló un auto: el accidente le lastimó las rodillas y le fracturó la columna vertebral, oca-sionándole daños, que según algunos médicos, serían de por vida. A partir de ese día el niño ya no se pudo reunir despreocupadamente con sus amigos en sus exploraciones, juegos y alborotos. Sí tenía amigos, pero dentro de su recuperación y en medio de un dolor cons-tante, también tuvo mucho tiempo para pensar y reflexionar sobre ideas que corresponden a niños de más edad. De hecho, algunas de sus cavilaciones pudieran incluso escapar del inte-rés o la capacidad de algunos adultos. Una de sus contemplaciones lo convenció a prestar atención al Espíritu, aun si era a través de su madre.

A pesar de todas estas reflexiones, es justo mencionar que Arturo no entendía todo lo que el bautizarse implicaba, algunos de sus hermanos ya habían ido a la misión y sabía que otros lo harían, incluso tal vez él también. Tenía cierto conocimiento sobre el Evange-lio restaurado, pero sólo tenía once años.

Sin embargo, a Arturo lo preparó una experiencia espiritual imborrable. El día de su bautismo había recibido una profunda confirmación espiritual que lo que él y sus hermanos habían hecho era lo correcto, esa confirmación lo animó y le dio la fortaleza que necesitaba para soportar la lluvia de críticas proveniente de sus familiares y amigos anteriores. Feliz-mente, en su nueva iglesia los amigos abundaban y, sobre todo, eran del tipo que su padre aprobaría.

En su Diario nos dice: Después de los servicios, nos vestimos de blanco para la ocasión y uno a uno, con excepción de Gustavo que estaba en la misión, nos fue bautizando

mi hermano Alfonso. No sentí nada especial dentro de mí. Sólo el agua bien fría. Fue mo-

mentos después, mientras nos estábamos cambiando en un cuarto de la capilla, que junto

con mis hermanos recién bautizados, nos abrazamos al tiempo que descendió un fuerte

poder espiritual que nos hizo llorar sin parar. Fue mi primera gran experiencia espiritual.

Supe que lo que hacíamos era correcto.7

Arturo creció en el Evangelio, asistió al seminario matutino y ya en la universidad se graduó de Instituto. Viajó a Salt Lake City durante unos meses para practicar su inglés y estando allá trabajó para ahorrar para la misión que más adelante serviría, cuando regresó recibió un llamamiento para la Misión México Hermosillo.

En el Centro de Capacitación Misional en la Ciudad de México le vino una serie de intensos dolores derivada del accidente que había tenido años antes, su columna se había movido y le presionaba un nervio a tal grado que no podía ni agacharse para recoger sus escrituras. Nervioso y recordando las palabras de su madre (que claramente para él y des-pués de tantos años eran un recordatorio del Espíritu) oró fervientemente al Señor para que le sanara para poder servir su misión. Casi inmediatamente y para siempre el dolor se fue y no regresó, ni sus heridas han vuelto a provocar esos espantosos dolores que le impedían la actividad física. Para muchos de los amigos de su juventud todo esto resulta incomprensi-ble, no obstante, Arturo ha entendido claramente que son las obras del Espíritu las que se han manifestado en su vida.

Para Arturo la experiencia misional fue definitiva en su vida en gran parte por la in-

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Bertha Hidalgo Rojas, Alfonso López Sierra y sus siete hijos, página 39 de 41

fluencia que tuvo en él su presidente de misión Tomás Valdés Ortiz. Muy pronto Arturo no sólo fue compañero mayor, sino líder de distrito y de zona y después asistente del presiden-te.

Su bendición patriarcal le prometió la ausencia de dolor conforme sirviera fielmente al Señor y durante la misión no tuvo dolores de espalda y ha estado libre de ellos desde entonces.

Después de su misión continuó sus estudios en administración de empresas en la Universidad de las Américas en Puebla. Más tarde estudio publicidad en la Universidad de Ciencias de la Comunicación (UCIC) de donde se graduó en el 2003.

Poco después de graduarse de la UCIC fue llamado como supervisor de seminarios y presidente de Hombres Jóvenes de su estaca siendo después ordenado sumo sacerdote y llamado al sumo consejo estando todavía soltero, condición por la que habían pasado varios de sus hermanos, era claro que su presidente de estaca lo estaba preparando para algo. Ese algo era su llamamiento que en 1997 a la edad de veintiocho años recibió para ser obispo del Barrio Independencia; a sólo unas semanas de haberse casado ya tenía el llamamiento en el cual sirvió por cinco años.

Arturo había bautizado a su futura esposa en 1995 y dos años después se casaron en el Templo de la Ciudad de México. Su esposa, Felisa López Muñoz, tenía tiempo de cono-cer a la familia ya que había tomado clases de inglés con Bertha en Atlixco. Ella es pionera mormona en su familia y ha sido afligida con el mismo tipo de burlas familiares que Arturo y sus hermanos recibieron cuando se bautizaron; sin embargo, su propio testimonio y la fortaleza que ha obtenido de la familia López Hidalgo continúan animándola. En lo profe-sional, es maestra de ballet clásico en una pequeña academia donde da clases a niñas pe-queñas; también estudia psicología en la universidad.

Cuando Arturo era obispo, la Iglesia abrió un centro regional de empleos con sede en Puebla pero que también abarcaba los estados de Oaxaca y Veracruz. Después de una serie de exámenes y un bombardeo de entrevistas, los líderes de la Iglesia seleccionaron a Arturo como gerente general de dicho centro.

Después de ser rele-vado como obispo y por cambios en su trabajo, fue llamado para servir en el su-mo consejo de una nueva estaca. Posteriormente, fue nuevamente llamado como obispo en su nuevo barrio el Barrio Revolución, donde permaneció más de un año antes de partir para Argentina en el 2003 para estudiar su maestría en marketing estra-tégico. Poco después de que regresó de Argentina en el 2006, fue llamado una vez más como miembro del sumo consejo y luego como conse-

2012: La Familia de Arturo López Hidalgo: Arturo López López; Felisa López Muñoz; Arturo López Hidalgo; Alejandro López López; Fernando Lopez López.

Fotografía cortesía de Arturo López Hidalgo

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Bertha Hidalgo Rojas, Alfonso López Sierra y sus siete hijos, página 40 de 41

jero en la presidencia de estaca. Actualmente (2011) sirve como primer consejero en la pre-sidencia de su estaca.

Arturo y su esposa Felisa tienen tres hijos: Arturo de 13, bautizado en Argentina; Fernando de 12; y Alejandro de 7. Niños que continuarán siendo criados en una familia llena de fe, dedicación y en donde se vive el Evangelio.

El testimonio de Arturo resuena en los corazones de sus hermanos: Sé que volveré a ver a mi madre y a mi padre, que pertenezco a la Iglesia verdadera de Jesucristo y anhelo

el día de reunirme nuevamente con mis padres, mis hermanos y todos mis seres queridos

por toda la eternidad.8

Siete hijos

Siete hijos. Siete misioneros. Siete sumos sacerdotes. Siete obispos. Miembros de sumos consejos, consejeros en presidencias de estacas, presidente de distrito, un consejero de mi-sión, un presidente de misión, obreros del Templo, y poseedores de muchos otros oficios en la Iglesia. Sus esposas como presidentas de la Primaria, de la Sociedad de Socorro y de las Mujeres Jóvenes; maestros. La misma Bertha sirvió dos misiones. Bertha y Alfonso tienen once nietos que hasta el momento han salido a servir misiones y se preparan para vivir una vida de rectitud y servicio, preparándose para seguir el ejemplo de Bertha y él de sus padres y tíos. Es un digno legado de Bertha Hidalgo Rojas, Alfonso López Sierra y sus siete hijos quienes, cada quien a su modo, escucharon al Señor. A su muerte, el padre de los mucha-chos les dejó una influencia lo suficientemente fuerte para guiarlos durante toda la vida.

En la calle de los López Hidalgo en Atlixco, los genes que alguna vez enmarcaron la esencia biológica de Bertha Hidalgo Rojas y Alfonso López Sierra ahora se han combi-nado con otros para producir una descendencia de tres generaciones. ¿Cien años? ¿Mil años? Números que no sabemos tendrán la oportunidad de reflexionar sobre una pequeña madre y sus siete hijos que vivieron en una casona en Oriente 31 en Atlixco en el estado de Puebla, México y que cuya naturaleza espiritual respondió a los llamados del Señor.

En la casa de los Hidalgo, en una reverente e íntima reunión familiar en 1987, Bert-ha tocó su piano, su familia cantó un himno, alguien ofreció una oración. Después se reunieron en el templo, en una sala de sellamientos, para atar los lazos por todas las eterni-dades. El Señor se había manifestado y ellos habían escuchado. La suya es una canción de alegría que durará más allá del fin de los tiempos, así como el anciano Nefi dijo: “Y acon-teció que vivimos de manera feliz” (2 Nefi 5:27).

1 Información proporcionada por David Richardson a través de una carta con fecha del 22 de mayo de 2012.

2 Kirt Olson era un supervisor de campo de la Universidad de Brigham Young para un programa de ayuda a los Indígenas que dicha universidad tenía en Puebla. Vivía allí con su esposa Beth y su numerosa familia. Anteriormente habían vivido entre los Navajos en Crystal, Nuevo México trabajando para el Depar-tamento de Asuntos Indígenas de gobierno de Estados Unidos y después para el programa de seminario indí-gena de la Iglesia. Después de su servicio humanitario en Puebla, México sirvió como presidente de misión en la misión Bogotá Colombia. En 1980 se unió a los Servicios Indígenas norteamericanos (AIS por sus siglas en inglés). En Utah también trabajó con el sistema de seminario y más tarde con el departamento curricular de la Iglesia. (Ver “News of the Church,” Ensign, June 1974, and John P. Livinsgstone, “Meeting Needs with Re-sources,” chapter 7 in Same Drum, Different Beat: The story or Dale T. Tingey and American Indian Services

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(Provo, Utah: Brigham Young University Religious Studies Center, 2003).

3 Los maestros y consejeros eran Lowell Wood, Ivan Corbridge, Ted Lyons y Kay Frantz (Carta de David Richardson del 22 de mayo de 2012)

4 Ver Livingstone, Same Drum, Different Beat: The Story of Dale T.Tingey and American Indian Services, ch. 7.

5 Ver Mormons in Mexico de LaMond Tullis (Logan: Utah State University Press, 1987), 103,109. La línea ascendente de Theodore es la siguiente: Theodore, Nury López Villalobos, Nuria Villalobos Saun-ders, Ruth Josefina Saunders Morales, Raquel Morales Mera, Vicente Morales.

6 Asesor del presidente municipal y capacitador de otros funcionarios públicos locales, estatales y fe-

derales debido a su experiencia como Delegado Federal de la Secretaría de Agricultura en el Estado de Puebla y como Subdirector Nacional de Distribución de Leche Liconsa.

7 Arturo López Hidalgo, Diario, Febrero 8 de 2009. 8 Ibid.

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Nota de archivo

Las siguientes personas han contribuido con este artículo ya sea como traductores, correctores de estilo, o críticos de los borradores: Laura Olguín Herrera, Frederick Newell Raile, Alejandra Isabel Arámbu García de Watanabe, Ivette Cuautle, Sharman Gill, Eileen Roundy-Tullis, Ruben López Hidalgo, Paulo López Hidalgo, Arturo López Hidalgo, David Richardson y Viridiana Morales.