baldomero lillo

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La criatura medio muerta de terror lanzaba gritos penetrantes de pavorosa angustia, y hubo que emplear la violencia para arrancarla de entre las piernas del padre, a las que se había asido con todas sus fuerzas. Sus ruegos y clamores llenaban la galería, sin que la tierna víctima, más desdichada que el bíblico Isaac, oyese una voz amiga que detuviera el brazo paternal armado contra su propia carne, por el crimen y la iniquidad de los hombres. Sus voces llamando al viejo que se alejaba tenían acentos desgarradores, tan hondos y vibrantes, que el infeliz padre sintió flaquear su resolución. Mas aquel desfallecimiento duró sólo un instante, y tapándose los oídos para no escuchar aquellos gritos que le atenaceaban las entrañas, apresuró la marcha apartándose de aquel sitio. Antes de abandonar la galería, se detuvo un instante, y escuchó: una vocecilla tenue como un soplo clamaba allá muy lejos, debilitada por la distancia: - ¡Madre! ¡Madre! (de «La compuerta número 12», en Sub terra, Obras completas, p. 118) Todos acudieron y alumbraron con sus lámparas. En un recodo de la galería, pegado al techo y en el eje destinado a sostener la polea del cable, en la extremidad que apuntaba al fondo del túnel, había un gran bulto suspendido. Aquella masa voluminosa que despedía un olor penetrante de carne quemada, era el cuerpo del ingeniero jefe. La punta de la gruesa barra de hierro habíale penetrado en el vientre y sobresalía más de un metro por entre los hombros. Con la horrible violencia del choque, la barra se había torcido y costó gran trabajo sacarlo de allí. Retirado el cadáver, como las ropas convertidas en pavesas se deshacían al más ligero contacto, los obreros se despojaron de sus blusas y lo cubrieron con ellas piadosamente. En sus rudas almas no había asomo de odio ni de rencor. Puestos en marcha con la camilla sobre los hombros, respiraban con fatiga bajo el peso aplastador de aquel muerto que seguía gravitando sobre ellos, como una montaña en la cual la humanidad y los siglos habían amontonado soberbia, egoísmo y ferocidad.

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La criatura medio muerta de terror lanzaba gritos penetrantes de pavorosa angustia, y hubo que emplear la violencia para

La criatura medio muerta de terror lanzaba gritos penetrantes de pavorosa angustia, y hubo que emplear la violencia para arrancarla de entre las piernas del padre, a las que se haba asido con todas sus fuerzas. Sus ruegos y clamores llenaban la galera, sin que la tierna vctima, ms desdichada que el bblico Isaac, oyese una voz amiga que detuviera el brazo paternal armado contra su propia carne, por el crimen y la iniquidad de los hombres. Sus voces llamando al viejo que se alejaba tenan acentos desgarradores, tan hondos y vibrantes, que el infeliz padre sinti flaquear su resolucin. Mas aquel desfallecimiento dur slo un instante, y tapndose los odos para no escuchar aquellos gritos que le atenaceaban las entraas, apresur la marcha apartndose de aquel sitio. Antes de abandonar la galera, se detuvo un instante, y escuch: una vocecilla tenue como un soplo clamaba all muy lejos, debilitada por la distancia:- Madre! Madre! (de La compuerta nmero 12, en Sub terra, Obras completas, p. 118)Todos acudieron y alumbraron con sus lmparas. En un recodo de la galera, pegado al techo y en el eje destinado a sostener la polea del cable, en la extremidad que apuntaba al fondo del tnel, haba un gran bulto suspendido. Aquella masa voluminosa que despeda un olor penetrante de carne quemada, era el cuerpo del ingeniero jefe. La punta de la gruesa barra de hierro habale penetrado en el vientre y sobresala ms de un metro por entre los hombros. Con la horrible violencia del choque, la barra se haba torcido y cost gran trabajo sacarlo de all. Retirado el cadver, como las ropas convertidas en pavesas se deshacan al ms ligero contacto, los obreros se despojaron de sus blusas y lo cubrieron con ellas piadosamente. En sus rudas almas no haba asomo de odio ni de rencor. Puestos en marcha con la camilla sobre los hombros, respiraban con fatiga bajo el peso aplastador de aquel muerto que segua gravitando sobre ellos, como una montaa en la cual la humanidad y los siglos haban amontonado soberbia, egosmo y ferocidad.El gris

Y el tinte rosa plido del caracol con sus tonos irisados tan hermosos destacbase tan suavemente en aquel estuche de verde y aterciopelado musgo que, haciendo una nueva tentativa, salv el obstculo y cogi la preciosa concha. Trat de retirar la mano y no pudo conseguirlo. En balde hizo vigorosos esfuerzos para zafarse. Todos resultaron intiles; estaba cogida en una trampa. La conformacin de la grieta y lo viscoso de sus bordes haban permitido con dificultad el deslizamiento del puo a travs de la estrecha garganta que, cindole ahora la mueca como un brazalete, impeda salir a la mano endurecida por el trabajo.

En un principio Cipriana slo experiment una leve contrariedad que se fue transformando en una clera sorda, a medida que transcurra el tiempo en infructuosos esfuerzos. Luego una angustia vaga, una inquietud creciente fue apoderndose de su nimo. El corazn precipit sus latidos y un sudor helado le humedeci las sienes. De pronto la sangre se paraliz en sus venas, la pupilas se agrandaron y un temblor nervioso sacudi sus miembros. Con ojos y rostro desencajados por el espanto, haba visto delante de ella una lnea blanca, movible, que avanz un corto trecho sobre la playa y retrocedi luego con rapidez; era la espuma de una ola. Y la aterradora imagen de su hijo, arrastrado y envuelto en el flujo de la marea, se present clara y ntida a su imaginacin. Lanz un penetrante alarido, que devolvieron los ecos de la quebrada, resbal sobre las aguas y se desvaneci mar adentro en la lquida inmensidad.

Arrodillada sobre la piedra se debati algunos minutos furiosamente. Bajo la tensin de sus msculos sus articulaciones crujan y se dislocaban, sembrando con sus gritos el espanto en la poblacin alada que buscada su alimento en las proximidades de la caleta; gaviotas, cuervos, golondrinas del mar, alzaron el vuelo y se alejaron presurosos bajo el radiante resplandor del sol.Subsole

La noticias que los obreros daban del accidente calm un tanto aquella excitacin. El suceso no tena las proporciones de las catstrofes de otras veces: slo haba tres muertos de quienes se ignoraban an los nombres. Por lo dems, y casi no haba necesidad de decirlo, la desgracia, un derrumbe, haba ocurrido en la galera del Chifln del Diablo, donde se trabajaba ya haca dos horas en extraer las vctimas, esperndose de un momento a otro la seal de izar en el departamento de las mquinas.

Aquel relato hizo nacer la esperanza en muchos corazones devorados por la inquietud. Mara de los ngeles, apoyada en la barrera, sinti que la tenaza que morda sus entraas aflojaba sus frreos garfios. No era la suya esperanza sino certeza: de seguro l no estaba entre aquellos muertos. Y reconcentrada en s misma con ese feroz egosmo de las madres oa casi con indiferencia los histricos sollozos de las mujeres y sus ayes de desolacin y angustia.

Entretanto huan las horas, y bajo las arcadas de cal y ladrillo la mquina inmvil dejaba reposar sus miembros de hierro en la penumbra de los vastos departamentos; los cables, como los tentculos de un pulpo, surgan estremecientes del pique hondsimo y enroscaban en la bobina sus flexibles y viscosos brazos; la maza humana apretada y compacta palpitaba y gema como una res desangrada y moribunda, y arriba, por sobre la campia inmensa, el sol, traspuesto ya el meridiano, continuaba lanzando los haces centelleantes de sus rayos tibios y una calma y serenidad celestes se desprendan del cncavo espejo del cielo, azul y difano, que no empaaba una nube.

El chifln del diablo