aunque me lavase con agua de nieve

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Aunque me lavase con agua de nieveDiamela Eltit

Ms all se extiende y prolifera la estopa que atrae los peores presagios. Los pastores de cabras estn desolados por la frgil resistencia de sus rebaos. Los hombres, las mujeres y los nios de las ciudades vecinas, realizan frecuentes peregrinaciones en las que se multiplican las ofrendas. Los soldados, acuartelados, preparan sus armas porque estn a la espera de un levantamiento popular destinado a impugnar los tributos que, dicen, se han elevado hasta volverse inalcanzables. La conspiracin ya se ha convertido en un ejercicio inofensivo y es frecuente ver reunidos a grupos de seres que murmuran, sin la menor cautela, en las esquinas de las dependencias pblicas, pese a la presencia de reconocidos espas que no saben cmo memorizar las distintas sediciosa conversaciones. La sequa agrava an ms el desnimo y arruina el advenimiento de las cosechas. Por la ausencia de lluvias, la tierra se levanta en polvo y los cuerpos de los peregrinos se ven como columnas o ocres fantasmas a los largo de los senderos. Se escuchan por doquier las voces de los predicadores que anuncian, precipitados, un futuro de muerte causado por las abyeccin de las costumbres. Se multiplican los nombres de los Dioses y ya no se sabe desde cul antigua venganza actan. Los nombres de los Dioses se multiplican y es posible ver cmo se acumulan multitudinarias las ofrendas en los altares. Y ms all, en una unin conmovedora y estril, la estopa se acopla desesperadamente. Ma estremezco. Mi cuerpo se levanta en medio de una armona que conozco. (Acto en este lacerante y casi congelado tiempo que transcurre slo para el cumplimiento montono de un mito). Mis brazos, mis pies, mis manos, mis caderas, mi hombro. Lo rotundo de mis miembros se hace leve. La avidez en las miradas de los que me rodean origina la perfeccin de cada uno de mis gestos. Ah, hoy caer la cabeza de Juan, volver a rodar la cabeza de Juan. Han pasado ya ms de cincuenta aos desde el instante del encuentro y

an seguimos encadenados a la misma escena infinita. Juan y yo. Pero Juan permanece ajeno, borracho en la taberna. Lo s. Pese a que todo haya terminado de escribirse, antes y ms all de mi presencia, cuando mi baile haya concluido la cabeza de Juan se precipitar decapitada. Mi madre, mi madre, mi madre. Despus de ms de cincuenta aos, todava huelo a mi madre. Hoy veo y huelo el cuerpo de mi madre. Olfateo el contorno atormentado y bello de mi madre que se debate entre los tules para denostar la fuga intil de sus das. Mi madre llora abatida entre los tules. Su marido atraviesa veloz por todos los rincones y la busca, nos busca. Mi padrastro violenta las difciles puertas de las habitaciones presa de una furia indescriptible. Pero mi madre, obstinada, an no se decide a entregarme. Hace algunos das festej mis catorce aos. Tengo ya catorce aos y mi madre, enre sollozos, me indica que acuda hasta el saln principal donde la ctara me espera. Y Juan, sumergido en la taberna, an no comprende que ms all de su deseo era el mo, mi deseo. -Te reste -me dijo Juan. -No -le contest. reste.

Hubo una noche de baile para halagar a los incontables poderosos invitados que estaban a la espera de la cada esttica y cautelosa de cada uno de mis tules. S, bailo a lo largo de esta noche en la que se agasaja mi padrastro. Vuelvo a bailar en mi memoria durante toda la noche.

(Afuera permanecen los soldados, los misrrimos, la traidora, el bufn de la pequea corte de provincia.) Ah, en una noche de baile, hace ms de cincuenta aos, derrib a Sal, a Elam, Azur, Arafaxad, Paleg, Joctn. Mientras, Juan, muy plido, borracho en un rincn secreto y apartado de ese inestable recinto, hablaba de la inocencia y nombraba a salef, Ofir, Almodad, Cus, Misram, Misram, Misram. Cmo poda yo entender que entonces Juan estaba buscando a un Dios en los tugurios, que ya haba perdido la cabeza.

Mi madre, mi madre, mi madre. Mi bella madre lamenta, protegida entre los tules, el agravio. Su pelo oscuro, untado en aceite, se derrama sobre los delicados almohadones de su lecho. Mi padrastro, que es tambin mi pariente carnal, recorre desolado los salones posedo por una culpa indescriptible. Me acerco hasta mi madre para acariciar su cabellera y ella se prende a mi cuello y alaba mi pureza con palabras titubeantes. Huelo el pelo enmaraado de mi madre y me reclino sobre ella y la conseulo. Mi padrastro ha llegado. Nos mira, me mira. Mi padrastro se detiene y espera una respuesta. Mi madre lo observa con desdn y luego, con un imperceptible movimiento, cubre mi torso con el tul.

Mi padrastro le teme a mi madre. Conozco ese temor. Mi padrastro requiere hoy a mi madre, pero ella se niega. Yo los observo oculta detrs de las cortinas pues mi madre me ha pedido que la vele. Me hasta la obligacin de presenciar esta farsa que conozco demasiado. En tempranas horas de la maana vi por primera vez a

Juan del que tanto se extendan las noticias. El favorito de mi padrastro era, tal como se comentaba era, tal como se comentaba, un muchacho rstico de las canteras, un provinciano exiliado del trabajo con la piedra. Mir atentamente al escogido por mi padrastro, sin poder ocultar desencanto, mientras l se pretenda ignorante de mi presencia, demostrando esa lejana demasiado ostentosa que he recibido ya de ciertos sediciosos sojuzgados de los que gusta rodearse mi padrastro. Sin abandonar mi malestar, me acerqu hasta el luminoso rbol de acacia contra el que se apoyaba: -As es que t eres Juan -le dije-, el favorecido por mi padrastro. -S -me contest-, soy Juan, aqul destinado a cautelar la honestidad de tu to. Tengo ms de sesenta aos y todava el baile me persigue. El olor de mi madre est en m, me persigue. (Mientras los soldados, los misrrimos, la traidora, el bufn de la pequea corte de provincia an vagan de manera interminable las afueras, me persiguen). Tengo ms de sesenta aos y bailo y bailo y bailo. El cuello de Juan siempre fue propicio en su perfecta cicatriz. Un Dios incomprensible minti cuando dijo que yo sera hueso en otro hueso y carne de otra carne. Mis huesos slo a m pertenecen, mi carne todava no se funde ms que al baile. Juan estra all, solitario en la taberna, con la cabeza reclinada, pensando que es posible que algn da alcance a habitar sobre la tierra.

-Estabas desnuda. T estabas desnuda -dijo Juan. Vino entonces el silencio y despus del silencio su acostumbrada y ya muy escrita letana. Dijo (me dijo): -Por los siglos de los siglos, si t a la izquierda, yo a la derecha. Si t a la derecha, yo a la izquierda. -Est bien -le contest-, si as lo prefieres. Mi madre es poseedora de una intemporalidad que le fue concedida como un don por la generosidad ambigua de los Dioses. Mi madre es tan nia como yo misma, siempre ms nia an. Mi padrastro y yo debemos reconfortar su inexperiencia casi todos los amaneceres en los que despierta convulsionada por los sollozos. A mi madre le horroriza su impureza y, para aliviarse, debe acudir a un conjunto interminable de baos; s, ella requiere baos de aceites o de yerbas o de leche de cabra para borrar los estigmas que la amenazan en sus turbulentos sueos. Yo le preparo sus baos con una prolijidad manitica, apartando con mis propias manos las yerbas viles, vigilando que la leche conserve toda su frescura y cuidando que el aceite provenga nicamente de las ms prestigiosas cosechas y est todo lo suave y clido para que traiga el apaciguamiento a su cuerpo. Los baos de mi madre pueden llevarle horas y aun das completos y yo soy la nica que puede renovar los lquidos para que en ningn instante pierdan su tibieza. Mi madre

protege su desnudez de las miradas extraas pues sabe que su perfeccin podra producir turbios deseos en aquellos ojos que atisbaran su cuerpo. Ella presiente que entre el deseo no satisfecho, se incuba siempre un enemigo posedo por una humillacin atroz. Una humillacin tan poderosa e incisiva como el mismo deseo. Mi madre quiere as evitar caer en el cerco de temor que le inspira la certeza de saber que alguien le prepara una emboscada. Cuido con esmero los baos de mi madre y me cercioro de que nadie pueda vernos mientras dejo caer el aceite sobre su cabeza. Ella, cuando siente que ha recuperado sus fuerzas, me agradece acariciando mi rostro y olvida los sueos letales de su ltima noche. Despus, con pasos ingrvidos, se dirige hasta su habitacin. Si el lquido est tibio, me desnudo y me hundo entre las aguas que han curado el cuerpo de mi madre y espero. Espero. Apoyado en la fiel madera de la acacia vi a Juan. Se encontraba rodeado de un grupo de gentes serviles, entre los que distingu a algunos dedicados al espionaje y a la murmuracin. (En la locura del tiempo, ya han pasado ms de cincuenta aos desde ese encuentro.) Yo estaba enterada que Juan contaba con el beneplcito de mi padrastro quien pareca cautivado por la astucia de la lengua del muchacho que tena la aptitud de convertir las respuestas en preguntas y las afirmaciones en suspenso. Mi padrastro someta a Juan a extenuantes jornadas retricas en las que circulaban los ms profusos saberes que almacenaban el tiempo y la historia. Decan que era especialmente memorable una clebre disquisicin sobre el origen que se extendi por una noche entera, a lo largo de la cual mi padrastro interrog a Juan sobre el fuego, sobre los astros, la luz y la confusin de las distintas estaciones. Al parecer, mi padrastro, extenuado, fue el primero en conceder ante la obstinacin de Juan y, luego, traspasado por diversas inquietudes, no logr conciliar el sueo durante tres noches. Pero, cuando me acerqu hasta la acacia

me disgust de inmediato la impostura de Juan, esa arrogancia enmascarada tras una intolerable neutralidad: -As es que t eres Juan -le dije. -As es que t eres Juan -le dije-, el favorecido por mi padrastro. -S, soy Juan -me contest-, aqul destinado a cautelar la honestidad de tu to. -Vaya preocupacin intil que escogiste -le dije-. Por qu no atiendes a tu propia integridad? Me cansa el paso del da y su conversacin nocturna. Lejos de las grandes ciudades, toda opulencia parece destinada al fracaso. Mi madre asegura que en las grandes ciudades de vive de una manera fastuosa con la plenitud de una sabidura que jams conoceremos. Ella reprueba la sencillez de la provincia en que habitamos y se niega a aprender los dialectos con los que se entienden los pueblos oprimidos que nos rodean. Pero yo s que ella conoce la mayora de esos dialectos y puede descifrar las ms intrincadas conversaciones. Mi madre habla ms de diez lenguas por gracia de una asombrosa destreza que le permite hacerse duea de las palabras extraas. Pero ella prefiere olvidar su erudicin para no inquietar a mi padrastro y despertar en l malos presagios. Yo he escuchado a mi madre cantar bellas canciones en ms de diez lenguas cuando la invade una inesperada alegra y, en esas oportunidades, mi odo queda prendado de la prodigiosa cadencia de su voz. Mi madre afirma que su tristeza y la ma son producidas por el montono sopor de la provincia y que estamos tan cautivas a su naturaleza como el esclavo a la piedra. Mi madre, en seal de protesta ante el fastidio que nos depara nuestro destino, me ha

confesado que se prepara a rasurar su cabeza. En ese instante, la imagen de Juan hubo de interponerse en sus palabras porque la cabellera de mi madre, ya se sabe, es enteramente sagrada. Invadida por una terrible pesadumbre camino ahora hasta el saln para enfrentarme a la ctara, al arpa, al deber prematuro de mi cuerpo. Mi padrastro ha dictaminado un da de ayuno para invocar la compasin de los Dioses. Una interesada propaganda convierte el ayuno no en una ceremonia para el recogimiento sino en un motivo de vanidad y de diversin. Mi madre est molesta porque mi padrastro tom esa decisin sin consultarla, arruinando la paz a la que haba dedicado ese da. Ella se niega a abandonar su habitacin y ya ha rechazado mi presencia en dos oportunidades. Privada de su afecto, vago desolada por las piezas entre obsequiosos ayunantes que hablan con lengua banal. Mi padrastro no visita hoy a mi madre y parece absorto y complacido ante la figura de la joven hija de un acaudalado comerciante que se present perfumada con un fuerte incienso. Aunque estoy cerca de mi padrastro, l se niega a advertir mi disgusto. Voy hasta el saln y encuentro consuelo en el arpa. Los sonidos me inundan de piedad y de dulzura, pero mi padrastro env;ia un mensaje que me ordena que cese de inmediato. Debo abandonar el arpa. Camino por los corredores traspasada por un color permicioso. Ha cumplido catorce aos. Me hasto.

Tengo ms de sesenta aos. Mi pieza est recubierta por espejos que estn dispuestos en el cuarto para confirmar mi presencia. No sabra reconocerme fuera de ellos pues vivo slo en los reflejos que me lanzan sus cristales. Su cuerpo se me devuelve en el espejo como el mayor signo de una existencia defectuosa. Existo, sin embargo? Existimos?, me pregunto. Ya el desorden fue consumado

enteramente pero an mi nostalgia lo reclama. Bailo, bailo ante el espejo. Aunque me hice terriblemente vulnerable no he muerto todava y Juan an no ha muerto. l estar hablando en las tabernas, como si fuera un poseso, invocando el nombre de un padre que le result insensible cuando desde el esplendor del nombre de su propio hijo. Ah, Juan divagando en la taberna y yo reducida a este absurdo destello en los espejos. Pero es del todo inevitable en el instante en que se cumpla el ltimo movimiento en mi cuerpo y en mi mirada slo permanecer el recuerdo de su sonrisa proftica y maligna. -Ah -le dije a Juan-, abandona tus palabras oscuras con las que pretendes denunciar la vergenza y la iniquidad que, segn t, has venido a escarmentar. Esa tarde me encontraba en un estado confuso, sin saber a quin o a cul desconocida causa estaba obligada a entregar mi alma. Por mi propia confusin, acud secretamente a Juan an sabiendo que me itnernaba en el peligroso terreno de las prohibiciones. Nos habamos reunido en la pieza en la que l se haba refugiado para purgar sus antiguas faltas y de ese encuentro no existe ms testigo que mi propia memoria. Pero sucedi. Sucedi. -Tu madre es la responsable -me contest. -Cmo puedes mentir con tal impunidad? Mi padrastro es el culpable -le dije. -Termina con tus juicios infructuosos. T has venido a buscarme para corromper mi juicio. -No -le dije-, no propagues el engao. Eres t el que has acudido hasta aqu porque esperas que te transporte hasta una gloria que

me parece brutal. Como tu soberbia ya no reconoce fronteras, has llegado hasta nosotros guidado por un impulso fantico.

Fue as el inicio. Y all estaba el jergn, las paredes, una vasija con agua, la imagen de mi madre enquistada en mi cerebro, mi cuerpo trastornado de exigencias. Despus de esa tarde, en la que se nos neg todo milagro, Juan se alberg en la incondicional alegora del vino. Este cielo oscurecido como si la arena, amenazante y anrquica, se hubiera dispersado enloquecida de furor hacia lo alto. Los peregrinos avanzan con una lentitud dramtica entre las ventiscas, resguardando las ofrendas contra sus ropajes. La sequa va dejando la estela de un desperdicio atroz que redobla el vaco del paisaje y vuelve an ms hostiles los cuerpos de los caminantes. Los nios que acompaan las caravanas mantienen una expresin de estupor en sus ojos a la vez que resisten, con una lealtad incomprensible, los golpes de las arenas protegiendo sus rostros con las toscas telas que los recubren. Para qu enumerar la cantidad de animales exnimes en los caminos o reproducir el estertor que precede a la agona? El templo se hace visible a lo lejos por su precisa arquitectura del todo infecunda ante las penurias. Los Dioses permanecen con los ojos cerrados en su templo, confundidos entre el sueo y la vigilia. La adiccin de los dioses adormecidos yace en la omnipotencia de sus deseos silenciosos. La piedra no es ms blanca entre esta tempestad de arena y aun las canteras no frenan los golpes con los que se desgrana la piedra. Juan, el ms ecunime de los obreros de la ltima cantera, se inclina levemente y escucha su propia voz que

le pregona con una perfeccin casi divina: "Muy pronto la muerte habr de sostenerte entre sus brazos".

FIN