asesino

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1 Un pequeño juego que hicimos en la web asshai.com: es el clásico juego del asesino, pero relatamos las muertes como si fueran una historia real. Está a medio camino del asesino y del rol, y la primera vez que jugué me presenté voluntaria para ser la master… Esta historia, con los Nicks de todos los participantes incluidos, es lo que salió. La Tierra era, por fin, el centro del Universo. El Hombre, el dueño del mundo, había llegado a un pacto de no agresión con el maltratado planeta azul en el que había plantado los pies noventa mil años atrás: después de siglos, de milenios de intentar dominar la Tierra, sometiendo a animales, plantas, rocas y mares a su antojo y recibiendo a cambio la furia de la Naturaleza, celosa de su reino y del trato que recibían sus hijos, finalmente logró sellar una paz, débil y endeble al principio, que fue fortaleciéndose conforme ambos, Hombre y Tierra, fueron comprendiendo los beneficios de una alianza. El Hombre trabajó por mantener su sociedad sin destrozar el planeta en la que ésta se hallaba, el mundo accedió, a cambio, a mostrarle el modo de vencer las maldiciones que habían pesado sobre sus hombros desde el nacimiento de la sociedad: hambre, enfermedad, muerte. Las guerras acabaron cuando el Hombre, harto de matarse a sí mismo, decidió concentrarse en matar aquello que estaba matándole a él. La Tierra acogió al Hombre y dejó de asesinarle cuando el hombre dejó de asesinarla a ella. Vacunas imposibles, descubrimientos milagrosos, mutaciones que prolongaron la vida de los que, antaño, tenían que forcejear contra la frágil carcasa en la que estaba encerrada su mente para no sucumbir a la enfermedad, a los accidentes, a la edad.

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Una partida de rol narrada en clave de relato

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Page 1: Asesino

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Un pequeño juego que hicimos en la web asshai.com: es el clásico juego del asesino,

pero relatamos las muertes como si fueran una historia real. Está a medio camino del

asesino y del rol, y la primera vez que jugué me presenté voluntaria para ser la master…

Esta historia, con los Nicks de todos los participantes incluidos, es lo que salió.

La Tierra era, por fin, el centro del Universo.

El Hombre, el dueño del mundo, había llegado a un pacto de no agresión con el

maltratado planeta azul en el que había plantado los pies noventa mil años atrás:

después de siglos, de milenios de intentar dominar la Tierra, sometiendo a animales,

plantas, rocas y mares a su antojo y recibiendo a cambio la furia de la Naturaleza, celosa

de su reino y del trato que recibían sus hijos, finalmente logró sellar una paz, débil y

endeble al principio, que fue fortaleciéndose conforme ambos, Hombre y Tierra, fueron

comprendiendo los beneficios de una alianza.

El Hombre trabajó por mantener su sociedad sin destrozar el planeta en la que

ésta se hallaba, el mundo accedió, a cambio, a mostrarle el modo de vencer las

maldiciones que habían pesado sobre sus hombros desde el nacimiento de la sociedad:

hambre, enfermedad, muerte. Las guerras acabaron cuando el Hombre, harto de matarse

a sí mismo, decidió concentrarse en matar aquello que estaba matándole a él. La Tierra

acogió al Hombre y dejó de asesinarle cuando el hombre dejó de asesinarla a ella.

Vacunas imposibles, descubrimientos milagrosos, mutaciones que prolongaron la vida

de los que, antaño, tenían que forcejear contra la frágil carcasa en la que estaba

encerrada su mente para no sucumbir a la enfermedad, a los accidentes, a la edad.

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El Hombre estaba preparado para sobrevivirse a sí mismo.

Logró sobrevivir dos días.

El subsuelo. Día quincuagésimo noveno desde la Llegada.

Año 1

El aire olía a humedad, a cerrado, a miedo y a sangre. A excrementos, a

descomposición, al gas que prendía en las lámparas que portaban para mantener a raya

las tinieblas. A muerte.

Las llamitas azules jugaban con las sombras en un siniestro remedo de las

danzas que, antaño, cuando el Hombre todavía dominaba la Tierra, fingían buscar el

favor de una Naturaleza a la que no cesaba de acosar. Tambores resonando en la noche,

pies descalzos alrededor de una hoguera, el débil crujido de los troncos ardiendo entre

las llamas anaranjadas que danzaban siguiendo el mismo ritmo. Tambores en la

oscuridad. El martilleo de veintiséis corazones latiendo, acelerados, en veintiséis

pechos, en veintiséis gargantas ocluidas por el temor, por la tensión, por la

desesperación.

—¿Dónde estamos? —susurró Joanna, tan bajito que su voz apenas resultó

audible entre los siseos de las veintiséis linternas de gas.

—No sé… ¿En un túnel? —El segundo susurro pertenecía a Marta. Tanto ella

como Joanna y Dany se habían visto obligadas a permanecer en el centro de la larga

hilera formada por veintiséis sombras con forma humana, los veintiséis espectros de una

pervertida Santa Compaña que, en vez de futuros cadáveres, buscaban su propio regreso

a la Vida. Sonriendo en la oscuridad, Gevaudan alzó una mano, aun a sabiendas de que

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sólo Maniche y Cerandal, que caminaban tras él, podrían verla. Sin embargo, su gesto

viajó hacia el final de la fila en silencio, como si su mano hubiera susurrado, también,

una orden. Como uno solo, los veintiséis se detuvieron en el acto.

—Es el Metro —informó en voz baja, escudriñando a la débil luz de la llama

azul que bailoteaba en su otra mano—. No veo ningún cartel, pero apostaría a que es la

parada de Argüelles.

—¿Tienes un Tom-Tom metido en el culo, o qué? —bufó Lauerys, dejándose

caer sobre un montículo de escombros y posando la linterna a su lado. La llama siseó y

tembló al contacto con la humedad acumulada a nivel del suelo, pero no llegó a

apagarse. A su alrededor, los veintiséis cuerpos hechos de sombras se dispersaron por el

espacio abierto al que habían salido después de arrastrarse durante una eternidad por el

túnel embarrado: algunos trataban de hacerse una idea de la forma de la cueva en la que

se encontraban, otros, como ella, se sentaban, desanimados, y estiraban las piernas,

frotándoselas enérgicamente con las manos encallecidas para reactivar la circulación

después del viaje que se prolongaba ya doce días.

La sonrisa de Gevaudan se ensanchó. —No hace falta llevar GPS para

orientarse. Con usar un poquito la cabeza basta.

—Ya, sí. La cabeza —rezongó Lauerys.

—Algunos piensan —masculló KarlonStark—. Zorra malhablada —añadió,

hiriente.

—Déjala —dijo Gevaudan mientras sacudía la cabeza, divertido.

Aditu se detuvo junto a Lord Luis Nieve y entrecerró los ojos, alzando la

lámpara para disolver las sombras en un charco de luz azul.

—El Metro, sí —asintió al cabo de un momento, mientras dejaba que su linterna

convirtiera la nada en un conjunto de siluetas desvaídas, perfiladas en índigo: allí, una

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montaña de escombros taponaba lo que parecía la boca de un túnel, cuyo perfecto arco

de medio punto parecía congelado en un bostezo perpetuo; aquí, unas vías

semienterradas en barro y piedras, ladrillos y sueños rotos.

—¿Cuánto queda? —gimoteó Dany, medio desplomada en el suelo en mitad del

círculo que habían formado inconscientemente en torno a las más jóvenes del grupo.

—Por hoy, creo que ya hemos andado bastante —respondió Syrio bruscamente,

lanzando una mirada hacia la que, hasta entonces, había sido la cabecera del grupo—.

Vamos a parar.

Maniche frunció el ceño, disgustado, mientras Cerandal emitía un hondo suspiro

de resignación y dejaba caer al suelo la mochila que cargaba a su espalda. Gevaudan,

por el contrario, se limitó a chasquear la lengua sin perder la sonrisa.

—Tienes razón, por supuesto —asintió—. Todos estamos molidos. Y ya son

más de las nueve de la noche.

—¿También tienes un jodido reloj en el cerebro? —rezongó Lauerys.

—Se le llama intuición femenina, preciosa —respondió Gevaudan, provocando

la aguda carcajada de Ivhon, que se había detenido a su lado y parecía a punto de morir

asfixiado por el polvo que la humedad del túnel no había logrado aplacar. El ambiente

enrarecido de los subterráneos, donde se habían refugiado cincuenta y nueve días antes,

parecía ir a matarlo de un ataque de asma terminal antes de que Ellos pudieran siquiera

ponerle las manos encima. O lo que Ellos utilizasen como manos.

—Ya decía yo que tenía más hambre que una carretilla de perritos chicos —

terció Dama, la eterna mediadora, con una sonrisa insegura—. Si son casi las diez…

hace dos horas que tendríamos que haber cenado.

—Horario europeo —rió Theon, sentado al lado de Esk en un banco metálico

medio caído. Dama se apresuró a reunirse con ellos cuando su hermana esbozó una

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sonrisa cansada al ver cómo Theon abría la mochila para sacar algo que recordaba

vagamente a un trozo de carne seca.

—Tutis —exclamó Dama alegremente, más en beneficio de Esk que otra cosa.

—Ey, ¿eso es carne? —inquirió Lethien, interesado.

—No tengo para todos, macho —replicó Theon, mirándolo con el ceño

fruncido—. Ve a pedirle a Gevaudan un poco de zampa, si te has acabado la tuya. El tío

siempre parece tener más suministros que un puto taller de repuestos ambulante.

Lethien abrió la boca para contestar, pero en ese instante un murmullo se elevó

en el aire inmóvil de la estación, convirtiéndose rápidamente en un grito desgarrador.

Sobresaltados, se miraron en busca del origen del estremecedor aullido, hasta que el

suelo bajo sus pies les demostró que el lamento no provenía de ninguna garganta

humana, que era la misma Tierra la que daba alaridos.

—¿Qué demon…? —exclamó Maestre Daerlon, poniéndose en pie de un salto

justo en el momento en el que la estación se estremecía de dolor, daba un último grito y

se desplomaba sobre sí misma.

Amira suspiró, cansada, mientras observaba atentamente los esfuerzos de Mordal, moff

dalen y Gevaudan por despejar la entrada al túnel por el que habían accedido a la

estación en ruinas. Incluso desde donde se encontraba, a varias decenas de metros de

distancia, podía ver que era imposible: el túnel no estaba bloqueado, estaba

completamente derrumbado. Y aún podían dar gracias por no haber resultado heridos

por el temblor que había sacudido la ciudad que se alzaba sobre sus cabezas, a tantos

metros de distancia que casi parecía otro mundo. Y, en lo que verdaderamente

importaba, lo era. El mundo de Ellos.

—No podemos salir —murmuró Lord Luis Nieve con voz átona. Asustada,

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Marta sacudió la cabeza.

—No podemos salir… —repitió. Parecía muerta de miedo, tanto como para no

ser capaz de emitir más que un hilo de voz.

—Miradlo por el lado bueno —sonrió Maniche—. No podemos salir, pero Ellos

tampoco pueden entrar.

Gevaudan dejó de intentar apartar escombros de la boca del túnel y meneó la

cabeza, apesadumbrado. Su animosa sonrisa había desaparecido. «Y cómo no iba a

hacerlo», pensó Amira, siguiéndole con la mirada mientras él se apartaba del montón de

piedras y ladrillos y miraba a su alrededor con la cara blanca de polvo, el mismo polvo

que amenazaba con arrancar los pulmones del pecho de Ivhon.

—Madelaf —llamó en voz alta—. Coge a unos cuantos y sube por las escaleras

a ver si hay otra salida. Si ves que no es segura, vuelve.

—¿Y si da al exterior? —inquirió Madelaf poniéndose en pie de un salto y

recorriendo al lastimoso grupo con la mirada en busca de alguien que no pareciera a

punto de derrumbarse de puro cansancio, de desesperanza.

—Entonces —contestó Gevaudan con una media sonrisa— te asomas, miras, y

te vuelves.

Amira se mordió el labio cuando Gevaudan echó a andar por las vías retorcidas

en dirección a la otra boca del túnel, que, desde donde se encontraban, no llegaba a

verse detrás del tren volcado y de las montañas de escombros. Siguiendo un impulso al

ver la expresión descorazonada que ensombrecía su rostro habitualmente alegre, se

levantó y lo siguió, ignorando las miradas interrogantes de Dama y Esk, la ceja burlona

que se enarcaba sobre el ojo de Theon.

—Gevaudan —llamó cuando él se internó en el túnel, pese a que sabía que

pocos metros más allá una pared de escombros le impediría alejarse más. Él se detuvo,

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la miró y luchó por sonreír

—Amira —saludó—. Me parece que hemos encontrado un sitio para pasar la

noche, ¿eh? No es precisamente un hotel de cuatro estrellas, pero a lo mejor podríamos

pasar aquí una temporadita…

—Pensaba que teníamos prisa —dijo ella en vez de sonreírle, como parecía que

él esperaba—. Pensaba que teníamos que reunirnos con Noé lo antes posible.

Gevaudan suspiró y sacudió la cabeza.

—Tiempo, Amira —murmuró— es precisamente lo que nos sobra.

Ella frunció el ceño. —Desde que llegaron Ellos —dijo en voz baja, tratando de

controlar el repentino temblor que había atacado sus miembros al oír las palabras de

Gevaudan— no hemos hecho más que esperar. Esperar a vivir, esperar a morir. Esperar

a que nos matasen. Esperar a que matasen nuestro planeta. Estoy harta de esperar.

¡Estoy harta de esperar, ¿me oyes?! —exclamó, dejando que todo el miedo, el odio, la

pena, la desesperación que había guardado dentro de sí durante los últimos cincuenta y

nueve días y que inundaban sus venas de hielo hirviente salieran a la superficie,

derramándose por todos sus poros, brotando de su boca en forma de palabras y de sus

ojos en gotas líquidas que, de tanto esperar, habían hecho arder sus globos oculares.

—Esperar —asintió Gevaudan, repentinamente serio—. Ellos no son como

nosotros, Amira. No es sólo por los tentáculos —intentó bromear—, ni por esos ojos

que no pueden disimular aunque escondan todo lo demás debajo de un cuerpo humano.

Ellos no tienen paciencia: nosotros sí.

—Nosotros ya no nos tenemos ni a nosotros mismos —negó Amira con

tristeza—. No, cuando Ellos nos han expulsado de nuestras casas y nos han obligado a

escondernos bajo tierra como ratas. No, cuando nos persiguen, nos atrapan, nos mutilan,

nos matan. Y ya ni siquiera nos dejan ser nosotros mismos —añadió—. Toman nuestros

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cuerpos y los ocupan, se disfrazan de hombres y nos acechan en la oscuridad, riéndose

cuando no somos capaces de distinguirlos de un ser humano de verdad. Sus ojos… Esos

ojos —se estremeció.

—Amarillos, sí —asintió Gevaudan—. No son humanos, por mucho que se

vistan de nosotros. No nacieron en la Tierra. No tienen nuestros ojos. Es lo único que no

nos pueden robar. Eso, y la libertad.

—¿Libertad? —preguntó ella—. ¿Para qué? ¿Para morir bajo tierra, acurrucados

como liendres?

Curiosamente, Gevaudan se echó a reír. —Si las liendres fueran como tú, Ami

—bromeó—, no habría dejado que mi madre comprase ni un puñetero bote de Filvit.

Amira negó con la cabeza, sombría.

—Ríete si quieres —replicó—, pero yo preferiría poder ver la luz del sol, aunque

sólo fuese una vez…

—…y morir después, y dejar que uno de ellos ocupase tu cuerpo para hacer a

saber qué con él. Puestos a que alguien se te meta dentro, Ami —sonrió Gevaudan—,

que sea alguien que no tenga tentáculos. Aunque con los tentáculos se pueden hacer

cosas muy interesantes, estoy seguro de ello.

Amira luchó por sonreír. No lo consiguió. Emitió un hondo suspiro y sacudió la

cabeza.

—Quiero salir de aquí —dijo, en un tono más implorante del que había

pretendido en un principio.

—Y yo. —Gevaudan se encogió de hombros—. Pero preferiría salir siendo un

ser humano y no un alien feo de cojones y con querencia por el sexo interespecífico,

muchas gracias.

Amira ni siquiera fue capaz de emitir una risita.

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Aethel666 despertó del estado de duermevela en el que se había sumido justo a tiempo

de ver cómo Madelaf, acompañada de Mordal, Dios Rojo y Sei_Satou, bajaba a

trompicones los restos de lo que poco menos de dos meses atrás debía haber sido una

escalera metálica, ahora un conjunto de hierros y gomas retorcidos en una escultura

surrealista.

—Por ahí tampoco se puede salir —informó en voz alta, despertando a los que,

como Aethel, habían logrado conciliar el sueño, siquiera unos momentos—. Está

bloqueado. Aunque hay algunas máquinas de comida y de coca-cola —añadió

alegremente, como si un par de bolsas de Ruffles y dos Twix con caramelo fueran el

descubrimiento del siglo. Buscó con la mirada un instante entre los cuerpos tendidos en

el andén de la estación y frunció el ceño—. ¿Y Gevaudan? —preguntó.

Amira se incorporó del banco en el que se había tumbado y miró a su alrededor.

—La última vez que le vi estaba en el otro túnel. Pero eso fue hace lo menos dos

horas —contestó, señalando el tren volcado, el arco de medio punto que se abría detrás,

medio oculto por las sombras. En ese momento, de detrás del convoy medio caído salió

una silueta.

—¿Qué pasa? —preguntó Gendry, sorprendido, cuando vio las miradas

sorprendidas que lo recibían. Terminó de abrocharse los vaqueros medio rotos y

cubiertos de barro con una expresión desconcertada pintada en el rostro.

—¿De dónde vienes? —inquirió Cerandal, poniéndose lentamente en pie.

—De mear, tío —replicó Gendry—. ¿Qué pasa, es un delito? ¿Quieres que

levante la patita y me lo haga en una farola, o qué?

—Gendry, ¿has visto a Gevaudan?

Gendry frunció el ceño. —Pensaba que había subido con vosotros a echar un ojo

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a la parte de arriba…

—Qué va —murmuró Mordal—. Se quedó aquí abajo con…

—Estaba en el túnel —insistió Amira. Una mirada elocuente de Madelaf la hizo

abrir mucho los ojos—. ¿Crees que…?

—Vamos a ver —dijo Maniche, mirando a Amira con expresión sombría—. Dos

horas son muchas horas para explorar una mierda de túnel que no tiene tres metros de

profundidad.

Efectivamente, el túnel no tenía más de tres metros de profundidad. Maniche

sólo necesitó alzar la linterna debajo del arco de medio punto para verlo, tirado entre los

dos raíles, sobre un charco de sangre negra como la tinta. Sorprendentemente, y pese a

que el vientre abierto, los órganos desparramados, el brazo medio arrancado hablaban

de una muerte violenta, Gevaudan tenía una expresión de absoluta placidez dibujada en

el rostro.

El subsuelo. Día quincuagésimo noveno desde la Llegada.

Año 1

—Dios mío —susurró Isis, llevándose la mano a la boca. Tenía los ojos fijos en el

cuerpo de Gevaudan, abiertos como dos faros brillantes en la penumbra, como un gato

con las pupilas tan dilatadas que absorbieran toda la luz del túnel, dejando al resto en la

oscuridad más absoluta.

—No sé yo si ésa es precisamente la expresión que yo habría utilizado. —

Maestre Daerlon apretó los labios y se inclinó para observar más de cerca el cadáver

destrozado, tendido sobre los raíles inutilizados del Metro—. Sí, está muerto —informó

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al cabo de un instante.

—Joder con el forense —gruñó Lauerys, dando media vuelta para salir del

pequeñísimo espacio entre el arco y la pared de escombros. Chocó contra el cuerpo de

Amira, que se había quedado petrificada y parecía incapaz de moverse, de hablar, de

hacer nada que no fuera mirar fijamente la sangre que se extendía poco a poco bajo el

cuerpo de Gevaudan—. Y para eso seis años de carrera y dos de MIR. Eso mismo te lo

podía haber dicho yo desde Cuenca, tío.

Maestre Daerlon abrió la boca para soltarle una fresca, pero se contuvo al ver la

expresión beligerante de Lauerys. No era la única que parecía tener ganas de pelea:

también Lethien y Theon tenían aspecto de estar a punto de liarse a tortas el uno con el

otro. O con un tercero que se les pusiera por delante en ese momento: no parecían muy

inclinados a hacer distingos a esas alturas. Lo que Maniche no tenía muy claro era si

estaban pidiendo que alguien se pusiera a tiro para calzarle un par de hostias o si lo que

estaban pidiendo a gritos era que alguien les calzase una hostia a ellos. Y, a decir

verdad, él mismo no sabía muy bien si prefería pegarse con alguien o suplicarle a ese

alguien que le desmayase de un puñetazo bien dirigido, a ver si así conseguía quitarse

de la cabeza la imagen de lo que quedaba de Gevaudan, del que sólo el rostro todavía

sonriente seguía siendo humano.

—Seguro que tenemos a un bicharraco de esos cerca —dijo KarlonStark,

frunciendo el ceño en un gesto de desagrado mientras observaba cómo Cerandal y Syrio

intentaban recomponer los trozos dispersos de Gevaudan para devolver una apariencia

humanoide al que hasta dos horas antes había sido el líder no nombrado de su

grupúsculo de supervivientes. Se estremeció visiblemente y después esbozó una sonrisa

insegura—. Mirad qué careto se le ha quedado… Yo creo que le han hecho cositas

interesantes con los tentáculos.

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—No tiene gracia —dijo Dany con un hilo de voz. También ella se estremeció:

parecía a punto de echarse a llorar mientras miraba fijamente a Gevaudan, con cuyo

cuerpo Syrio y Cerandal jugaban como si fuera un cubo de Rubik cuyas piezas no

llegasen a encajar por completo.

—Sí tiene gracia —replicó KarlonStark con una risita forzada.

—Por lo menos ha muerto feliz. —Mordal sacudió la cabeza y emitió un hondo

suspiro antes de dar la espalda al túnel y a su macabro contenido—. Nunca me dijo que

le gustasen los bichos viscosos, pero la cara que tiene lo dice todo.

—No digas eso… —Marta también parecía a punto de estallar en lágrimas.

—Eso no es lo mejor. —Dios Rojo se había acercado hasta la entrada del túnel y

observaba lo que rodeaba a la dantesca escena con una curiosidad enfermiza.

—Ah, ¿hay algo bueno?

—Sí. —Dios Rojo se encogió de hombros—. Por lo menos han dejado aquí su

cuerpo. Imaginad que el bicho se lo hubiera puesto de traje…

Sólo el silencio recibió sus palabras. Las implicaciones de lo que había

insinuado eran demasiado horribles, demasiado… reales. Repentinamente suspicaces,

todos miraron a todos con los ojos entrecerrados, mientras una ola de inseguridad caía

sobre la estación en ruinas, sobre el túnel regado con la sangre de Gevaudan.

—No puede ser —dijo al fin Gendry, rompiendo el silencio con un gruñido

gutural—. Llevamos juntos desde… desde que Ellos vinieron. Todavía no habían

bajado de esa mierda de plato volante y nosotros ya estábamos metidos en esta maldita

madriguera. Ninguno de nosotros es un jodido alien.

—Y a mí me llaman zorra malhablada —respondió Lauerys con una sonrisa

falsamente dulce.

—Por lo menos yo sólo hablo mal cuando un calamar verde de Raticulín se

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carga a uno de mis amigos en mitad de una puta estación de tren —replicó Gendry—.

No es precisamente algo que me haga cuidar mis modales, ¿sabes…?

—¿Y cómo sabemos que no te lo has cargado tú? —saltó de repente Cerandal—.

El último que estuvo por aquí cuando Gevaudan todavía estaba vivo fuiste tú…

—Cuchi éste —saltó Dama, sin apartar el brazo con el que había rodeado los

hombros de Esk, que parecía incapaz de dejar de temblar—. Por poder, todos pudimos

haber venido por aquí antes de que encontrásemos al pobre Gevaudan…

—¡Estaba meando! —exclamó Gendry, enojado—. ¿Qué crees, que me lo he

cargado dándole una hostia con la punta de la…?

—Hombre, igual el careto ése no se le ha quedado por los tentáculos, sino por

los encantos de aquí el chaval —señaló KarlonStark, echándose a reír nerviosamente.

Maniche coreó su risa con la misma falta de alegría. Ninguno parecía muy contento, en

realidad; nadie, pensó Amira, podía alegrarse de ver el cuerpo desmembrado de

Gevaudan tirado en mitad de la nada alumbrada por las llamas azules de las lámparas de

gas.

—Dejad de decir gilipolleces —tosió Ivhon, a quien el polvo de los escombros,

que la sangre que lo regaba no había logrado asentar, parecía haber convertido en un

tuberculoso terminal—. Ninguno de nosotros es un bicho verde, y ninguno tenía

motivos para cargarse a Gevaudan…

—Oh, entonces está claro —resopló Maniche—. No está muerto. Vale, tío,

levántate de una puta vez, que no son horas de echarse una siesta —añadió en dirección

al cadáver antes de inclinarse para coger el brazo que Gevaudan todavía tenía pegado al

cuerpo. Lo levantó en un remedo de saludo; por un instante, sólo por un instante,

pareció que Gevaudan acabase de esbozar la sonrisa que adornaba sus labios

descoloridos y estuviera a punto de devolverle el saludo.

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—No tiene gracia. —Esta vez fue Esk la que, apartándose de su hermana, se

encaró con Maniche—. Han muerto muchos desde que llegaron Ellos. Dalayn, Zurtel,

Pistilikis, Lys, Belenos… —Se estremeció—. Samarkanda, el lobo, eddard, heavenly.

Elhoril. Drizzt. Brynden. Rauko…

—¿Tienes un puto disco duro en la cabeza, tía?

—Qué va, es que se ha tatuado todos sus nombres en el…

—Han muerto tantos… —suspiró Esk, ignorándolos—. Pero siempre era por…

algo. Porque Ellos nos descubrían y nos mataban antes de que todos pudiéramos

escapar. Porque nos aventurábamos al exterior y nos liquidaban como a ratas saliendo

de una alcantarilla. Porque se nos caía encima medio túnel. Porque…

—Sí, parece que aparte de llenársenos en mundo de bichos se nos ha llenado

también de epicentros —masculló moff dalen.

—La Tierra se queja —murmuró Lord Luis—. No le gustan los Ellos.

—A mí tampoco me ponen nada —resolló Ivhon.

—Pero tú le tienes alergia al polvo —señaló Theon—. A todo tipo de polvos,

con o sin tentáculos —añadió, cáustico—. Me da que tu impronta genética se va a

acabar contigo, macho.

—Y la de todos, a este paso —suspiró Amira—. Deberíamos haberlo sabido…

Deberíamos haber sabido que acabarían por encontrarnos.

Lauerys sacudió la cabeza con violencia. —No te engañes, Ami —replicó con

voz dura—. En todo esto, nosotros no pintamos una mierda. Para los Ellos somos menos

importantes que un padrastro en el dedo meñique. O en el tentáculo pequeño, o donde

sea.

—No le digas nunca a un alien que tiene el tentáculo pequeño —sonrió

Cerandal—. Igual no se lo toma a bien, ¿sabes…?

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—A ti te lo digo todos los días y me la pela lo que me digas —se encogió de

hombros Lauerys.

—Oh, te la pela. Cuánta elegancia, cuánto glamour —bufó KarlonStark.

—Es que Cerandal no te puede poner la jeta del revés de un tentaculazo, tía —

rió Sei_Satou sin pizca de hilaridad.

—Por lo menos yo no la tengo para adentro —se encrespó Cerandal. Parecía

tener muchas ganas de tirarse encima de ella y matarla a tortas. O tirarse encima de ella

y matarla a otras cosas. Lo que fuera con tal de descargar tensiones, de una u otra

manera.

Ella le miró con la burla brillando en los ojos. —A ti nunca te enseñaron la

diferencia entre los niños y las niñas, ¿verdad? —resopló.

—¿Quieres que te demuestre si sé la diferencia, eh? ¿Quieres, ¿Quieres?

—¿Tú y cuántos más?

—¡Conmigo mismo me basto para dejarte los ojos mirándote al cerebro, joder!

—¡Oh, habló el Dios de la Potencia Sexual! ¡Anda y vete a buscar un alien a ver

si a él le apetece que se la metas por alguno de sus veinte agujeros!

—¡Basta! —gritó Amira—. ¡Callaos ya! ¡Callaos! —El timbre de su voz,

preñada de dolor y de desesperación, logró lo que la sangre y las vísceras de Gevaudan

no habían conseguido. Cuando intentó volver a hablar, la voz le salió en un sollozo—.

Dices que no importamos, Lauerys —hipó—. Y tienes razón. Los que importan son los

otros… los otros —repitió como una oración.

Dama dio un paso hacia ella, mirándola con indecisión.

—Te refieres a Noé —murmuró—. Al Arca.

—Gevaudan sabía dónde estaban —asintió Amira—. Por eso… por eso…

—No creo. —Maestre Daerlon negó vehementemente con la cabeza—. No, no

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creo que lo supiera.

—Porque nadie sabe dónde se esconden él y su grupito de idiotas —masculló

Lauerys—. Noé y el Arca, por Dios Bendito… Putos frikis y sus putas pelis de ciencia-

ficción.

—Haber elegido la pastilla azul —gruñó KarlonStark.

—¿Y si Gevaudan no lo sabía, a dónde nos estaba llevando? —preguntó Dany

con timidez.

Silencio. Se miraron los unos a los otros, desconcertados.

—¿Crees que… que está muerto porque lo sabía? —preguntó Joanna, mirando a

Amira con los ojos muy abiertos.

—Yo creo que está muerto porque no lo sabía —respondió Maestre Daerlon

adelantándose a Amira—. Si lo hubiera sabido, si se lo hubiera dicho…

—…ahora tendríamos a un Chulu cualquiera vestido de Gevaudan —finalizó

Maniche por él—. Igual a Amira le habría encantado la experiencia, pero a mí se me

mete para adentro de pensarlo.

—Hala, otro con problemas ginecológicos —bufó Lauerys, poniendo los ojos en

blanco.

—En realidad —contestó Maestre Daerlon—, estaba pensando que si Gevaudan

se lo hubiera dicho, el bicho nos habría matado a todos. Si seguimos vivos es porque

hay un alien que quiere saber dónde está Noé, y porque cree que alguno de nosotros

tiene la respuesta.

Silencio.

—Creo —susurró Syrio— que es bastante evidente que hay uno de Ellos entre

nosotros.

—Ya está éste otra vez con sus deducciones infalibles —gruñó Gendry—. ¿Por

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qué dices eso, porque Gevaudan la ha palmado? Que yo sepa, eso —señaló el cuerpo

ensangrentado tendido en mitad de la vía— podría haberlo hecho cualquiera. No tiene

por qué haber sido un bicho.

—No me toques mucho las narices —le amenazó Syrio—. Si pensase que lo ha

hecho un ser humano, el sospechoso más probable serías tú.

Gendry cerró la boca prudentemente, pero no ocultó el odio que destilaba su

mirada cuando la posó en Syrio.

—No hay ningún alien entre nosotros —negó Isis. Parecía muerta de miedo.

Como todos ellos, en realidad; solo que algunos lo escondían detrás de una expresión

llena de rabia—. Llevamos juntos demasiado tiempo, no podría haberse ocultado casi

sesenta días…

—Y nadie tiene los ojos amarillos —apuntó Aethel666 en tono práctico.

—Por Dios, ¿es que nadie ha oído hablar de las lentillas? —exclamó Lauerys,

impaciente—. Sois patéticos, tíos. Cualquier calamar de mierda podría haberse colado

aquí abajo con un disfraz de hombre y un par de lentillas marrones. O azules —añadió

en dirección a Syrio, utilizando el tono venenoso que empleaba cuando quería ser

hiriente, o fingir que no sentía miedo en absoluto.

—Pero ninguno de nosotros… —empezó Marta, y calló abruptamente al recibir

la mirada enojada de Syrio.

—Con lo raros que sois todos —intervino Mordal, apoyado en una postura

aparentemente indolente contra el muro del túnel—, yo apostaría a que el único ser

humano que hay aquí soy yo.

—Raros, dice —bufó Sei_Satou—. Como si él fuese muy normal…

—Pero —continuó Mordal, ignorándole completamente—, si tuviera que apostar

a qué cuerpo ha cogido prestado el alien para esconderse entre nosotros, apostaría por el

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de Dama.

Ella abrió mucho los ojos y retrocedió de forma imperceptible, asustada. Al cabo

de un instante apretó los puños en un gesto de furia.

—Maldito mangarrián —exclamó—, no tienes ni idea de lo que…

—¿Por qué Dama? —inquirió Syrio, suspicaz.

—Es obvio. —Mordal se encogió de hombros—. Puestos a elegir un cuerpo en

el que meterse, cualquiera elegiría el suyo.

Los ojos de Dama parecieron a punto de salirse de sus órbitas. Esk soltó una

risita nerviosa, mientras las palabras de Mordal eran acogidas por una serie de

carcajadas manchadas de miedo, de irritación y de desesperación.

—Vaya, qué bonito —gruñó Cerandal—. ¿Podéis dejar lo de pediros el teléfono

para otro momento? Aquí tenemos una situación comprometida, no sé si os habíais dado

cuenta…

—Gendry fue el último que… —empezó Marta.

—Es Amira —interrumpió Esk, lanzando una mirada de soslayo a su hermana—

. Lleva lentillas de color índigo de toda la vida, seguro que lo hace para ocultar que

tiene los ojos amarillos…

—Qué va, ha sido Madelaf. Mírala, se le nota a la legua que no es de este

mundo…

—Gendry. Gendry, tíos, que a saber lo que se tenía entre manos cuando fue a

mear detrás de…

—Joder, creía que eso era evidente.

—Cerandal siempre le ha tenido mucha rabia a Gevaudan, yo creo que…

—Theon intentó envenenar a Esk con un trozo de carne seca… Que estaba

tutísima, por cierto, pero…

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—Ya salieron las hermanas Calatrava dando por culo. Si lo sé os doy un puto

chicle de fresa ácida…

—El método dice que ha sido Syrio, coño, hacedme caso…

—¡Pero si el método lo inventó el puto Syrio de las pelotas!

—Pues por eso, seguro que lo hizo para desviar nuestra atención…

—¿Quién tiene un chicle de fresa ácida?

—Isis, ha sido Isis, que me ha mirado mal.

—Por lo menos te ha mirado, tío. A mí es que ni por ésas.

—Tú lo que quieres es que te metan un tentáculo por el culo, ¿verdad…?

—El bogavante, el bogavante…

—¿Eso no es una puta gamba?

—…si es de menta también me vale…

—…ahí cogiéndotela detrás del vagón, depravado, que eres un depravado…

—Amarillos. Son amarillos, joder, de toda la puta vida de Dios.

—¿Tú meas sin cogértela, imbécil?

—Así vais dejando todas las tazas de báter, cabrones de mierda.

—…te coge por detrás y te coge por delante…

—¡Que son verdes! ¡Tengo los ojos verdes, jodido daltónico!

—Dany —susurró Maniche de pronto, apartándose del cuerpo destrozado de

Gevaudan y dando un paso hacia la figura encogida de la joven. Ella levantó la mirada,

asustada, y lo miró con los ojos muy abiertos—. Es Dany. Dany es el bicho.

—¿Y-yo? —preguntó ella, incrédula—. ¿Pero qué dices?

—Tío, se te ha pirado el panchito a Mordor.

—¿Cómo va a ser Dany, si no levanta dos palmos del suel…?

—Éste lo que quiere es calzarse a la pobre chiquilla, si ya decía yo que tanta

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abstinencia no podía ser buena…

—¡Que ha sido Dany! —insistió Maniche, avanzando hacia ella abriéndose paso

entre los cuerpos inmóviles de sus compañeros—. Hacedme caso. Lo sé. Ella es el alien.

Dany parecía a punto de desmayarse de la impresión. —Pe-pe-pero qué dic…

Cómo voy a… Yo no he hecho nad…

—¡Has sido tú! —gritó Maniche para hacerse oír entre el coro de susurros que

habían llenado el túnel de repente—. ¡Confiésalo, maldita zorra!

Dany se echó a llorar cuando él la alcanzó y la aferró por los hombros para

empezar a sacudirla con violencia, haciendo entrechocar sus dientes con cada empujón.

—Y-yo no h-he hecho n-nada… N-no sé qué e-estás dic… —Alzó la mirada

inundada de lágrimas, y entre las pestañas cuajadas de brillantes gotitas sus pupilas

relucieron a la luz de la lámpara que Ivhon sostenía junto a ella, azules primero, con un

breve resplandor amarillo después. Maniche soltó una exclamación y retrocedió,

asustado.

—¡Miradla! —susurró—. ¡Tiene los ojos amarillos! ¿Lo habéis visto? ¿Lo

habéis visto?

—Maniche —musitó Dany, mirándolo fijamente mientras dejaba que las

lágrimas correteasen libremente por sus mejillas. Sostuvo su mirada un minuto

interminable, ignorando las exclamaciones sorprendidas y espantadas de los que los

rodeaban—. Maniche —volvió a susurrar—, qué has hecho…

Un instante después, su rostro de muñequita manga se resquebrajó bajo la

horrorizada mirada de Maniche, y sus facciones se abrieron como los pétalos de una flor

bañada por el sol. De entre los pedazos inconexos brotaron con una rapidez inhumana

un sinfín de tentáculos verdes, cubiertos por una pátina húmeda, pegajosa, resbaladiza,

hacia la cara atemorizada de Maniche.

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El alarido de éste se ahogó en un gorgoteo, seguido de un quejido apagado,

cuando, menos de un segundo después, los tentáculos de lo que había sido el rostro de

Dany se apartaron de él. En los extremos de dos de ellos brillaban, sanguinolentos, dos

globos oculares, los nervios ópticos bailoteando alegremente bajo la luz azulada de las

linternas.

Maniche cayó hacia atrás y se desplomó en el suelo, gritando y cubriéndose con

las manos las cuencas vacías de sus ojos. Tan horrorizados que por un momento fueron

incapaces de reaccionar, observaron, petrificados, cómo la bestia que había sido Dany

juntaba una vez más los pedazos de su rostro y se llevaba las dos esferas sanguinolentas,

con los nervios arrancados de cuajo, a la boca. Sacó una lengua rosada y pequeña y

lamió uno de ellos.

—Hacía semanas que tenía ganas de hacer esto —dijo con una voz que no era la

suya, o que tal vez era mucho más suya que la voz de Dany—. Tienes unos ojos

preciosos, Maniche…

Se los introdujo en la boca y los masticó con fruición mientras observaba la

figura gimoteante de Maniche, desplomado al lado de los pedazos dispersos de

Gevaudan.

—¡Maldito animal! —gritó Lethien, abalanzándose sobre ella antes siquiera de

que tuviera tiempo de terminar de comerse los globos oculares. Dany se revolvió y, con

una fuerza inhumana, lo lanzó contra una pared, donde Lethien se estrelló con un golpe

sordo antes de deslizarse como un muñeco roto hasta el suelo. KarlonStark se impulsó

para echarse sobre ella, que se estremeció un instante cuando él se colgó de su espalda

y, como en una escena surgida de una pesadilla febril, se liberó del cuerpo humano que

la cubría y, sacudiéndose los pedazos de carne y piel, pelo y ropa, se alzó en el círculo

formado por los aterrorizados seres humanos, su cuerpo sin huesos cubierto de piel

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viscosa, sus innumerables tentáculos desenredándose como látigos y azotando al azar,

golpeando a uno, a otro, a otro más, haciendo volar sus cuerpos por el reducido espacio

del túnel.

Gritos.

De horror, de miedo, de dolor, de ira. Como uno solo, los pocos que quedaban

en pie se lanzaron sobre la figura inhumana que reía, enloquecida, entre una marea de

extremidades verdes punteadas de ventosas sedientas de sangre. Los que caían se

levantaban de nuevo, renqueantes, y se abalanzaban sobre ella, movidos por la pura

desesperación de saber que, si no conseguían acabar con ella, ella acabaría con todos

ellos en un parpadeo.

Finalmente lograron tirarla al suelo por el mero peso de sus cuerpos

amontonados sobre ella. Agitándose como un pez fuera del agua, un pez de dos metros

de altura armado de tentáculos letales gruesos como brazos, Dany chilló, y el alarido fue

tan agudo que tuvieron que contener el impulso de apartar las manos de su cuerpo

viscoso para taparse los oídos. Retorciéndose, Dany estuvo a punto de librarse de los

casi veinte cuerpos humanos acumulados encima del suyo; al fin, con un grito de

advertencia, Syrio se puso en pie, inseguro, sobre el pecho de la criatura.

—Estáis muertos —siseó Dany, mirándolo fijamente con sus ojos intensamente

amarillos mientras Syrio empuñaba la pistola que moff dalen le tendía. Con un gesto de

repugnancia, apuntó entre los dos focos brillantes que lo miraban con insistencia, con

odio, casi con burla.

—Cállate —respondió—, hija de puta.

El disparo resonó en el túnel como un cañonazo.

Madelaf parpadeó en la oscuridad.

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Pese a que un instante antes había estado sumida en un estado de duermevela

más parecido a la inconsciencia que al sueño, en ese momento estaba completamente

despierta, como si alguien le hubiera gritado directamente en el tímpano. Podía oír a su

alrededor los suspiros nerviosos de aquéllos que, incapaces de conciliar el sueño, se

revolvían entre las finas mantas de campaña, buscando sin éxito una postura cómoda en

el suelo cubierto de escombros de la estación. Un quejido ahogado. Un sollozo.

Un gemido a su lado: Maniche jadeaba de dolor, intentando ver a través de la

venda ensangrentada que cubría los huecos donde habían estado sus ojos, mientras

mascullaba palabras sin sentido, delirante, entre dientes.

—Lo… sabía. Sabía que era ella. Método —balbució, febril—. Hacedme…

caso… Lo sé, lo sé —repitió como una salmodia—. Doscientos por… cien. Lo sé. ¡Lo

sé!

—Maniche —susurró ella, posando una mano sobre su frente húmeda de sudor y

de sangre. Él empezó a temblar violentamente.

—Amarillos —farfulló—. Amarillos… sus ojos. Amarillos.

Mordiéndose el labio para contener el temblor que amenazaba con ahogarla a

ella también en un mar de lágrimas, Madelaf tanteó en la oscuridad hasta que sus dedos

toparon con la forma alargada de la linterna. La encendió, y la débil llamita azul iluminó

el cuerpo tembloroso de Maniche, las formas tumbadas que se amontonaban en el

destrozado andén de la estación: Cerandal, junto a Maniche, mirando sin ver el techo

que se alzaba sobre sus cabezas; un poco más allá, Dama, acurrucada contra el costado

de Esk. Theon, frotándose los ojos, tal vez en un intento de disimular sus propias

lágrimas. Amira, durmiendo un sueño intranquilo a su lado. Dios Rojo, hecho un ovillo

debajo del banco metálico medio caído. Ivhon, tosiendo convulsamente cada vez que el

polvo de la estación se le introducía en la garganta. Isis llorando silenciosamente en el

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hombro de Gendry. Joanna canturreando para sí con voz débil. Lord Luis pasando una

piedra por una navaja albaceteña con gesto ausente. Lauerys, con un paño húmedo en la

mano, limpiando con gestos suaves el rostro sonriente de Gevaudan. Sei_Satou

estudiando con expresión concentrada uno de los tentáculos que se escapaban de debajo

de la manta que cubría el cuerpo de Dany. Otras figuras irreconocibles en la penumbra,

ocultas por las mantas y las sombras, durmiendo, fingiendo hacerlo, tarareando,

gimiendo de pena o de miedo o incluso de placer, agitándose bajo las frazadas en un

intento de apartar de sus mentes las horribles imágenes del día por el método más

rápido, tanto solas como acompañadas. Y, un poco más allá…

Se incorporó rápidamente, ampliando con su movimiento el círculo de luz azul.

El grito se atascó en su garganta, y sólo pudo emitir un graznido ronco mientras su

mirada se negaba a apartarse del rostro inmóvil de Syrio, desfigurado por la enorme

lupa cuyo mango de plástico alguien había incrustado en su ojo, destrozándoselo por

completo y destrozando, también, su cerebro.

El subsuelo. Día sexagésimo desde la Llegada.

Año 1

Cerandal se pasó la mano por la cara en un intento de limpiarse la capa de polvo que

convertía su piel en una máscara grisácea. A su alrededor, los gritos y los lamentos

habían ido dejando paso, poco a poco, a un silencio poco habitual en un grupo tan

numeroso: los pocos que se atrevían todavía a hablar lo hacían en susurros, como

temiendo que una palabra más fuerte que otra pudiera atraer sobre ellos la atención de

quienquiera que hubiera clavado esa lupa en el ojo de Syrio.

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Ivhon y Lord Luis Nieve habían trasladado su cuerpo, de quien nadie se había

animado a desincrustar la lupa que se hundía hasta su cerebro, al túnel en el que todavía

descansaba el cadáver deslavazado de Gevaudan junto al cuerpo viscoso y lleno de

tentáculos del ser al que habían conocido como Dany. Los tres se alineaban ahora tras el

vagón medio volcado, al lado de una pila de escombros que tampoco habían querido

mover para darles un remedo de enterramiento, un funeral digno, algo más que una

somera despedida llena de ojos hinchados y miradas huidizas.

La pregunta ahora era si Maniche sería el siguiente en ocupar un lugar sobre las

vías destrozadas o si alguien moriría antes que él.

—Esto no ha sido obra de los bichos esos —susurraba Theon a menos de un

paso de distancia de donde Cerandal se sentaba, demasiado cansado como para hacer el

esfuerzo de levantar la cabeza para mirarlo—. Se lo ha cargado un ser humano, eso

seguro.

—¿Por qué? —preguntó KarlonStark, también en un susurro—. Los aliens

también pueden clavarle a alguien una lupa en el ojo: no siempre tienen por qué

destrozarle a uno el cuerpo a base de tirar de sus extremidades.

—Lo de Syrio no ha sido por nada relacionado con Noé. Ha sido venganza,

simple y pura venganza. Había cabreado a alguien, y ese alguien ha aprovechado el

momento para darle matarile.

—Pues estamos listos —murmuró Cerandal con un hondo suspiro—. Syrio había

cabreado a tanta gente que cualquiera podría haber decidido hacerle pulpa el ojo como

método de ocio creativo.

—Como todos, Cer, como todos —contestó Theon en tono tenebroso—. Puestos

a que alguien mate porque pierda la paciencia, todos podemos acabar con el cerebro

como un potito de pollo a la jardinera.

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—Podría haber sido otro Chulu —insistió KarlonStark, tozudo—. Una cosa es

que Syrio le haya tocado las pelotas a alguien, y otra que se lo hayan cargado. Yo no

creo que ninguno de nosotros sea capaz de matar a nadie que no lleve tentáculos. Salvo

que uno de nosotros sea otro alien. Esos bichos matan por deporte. O porque se aburren.

—O porque quieren nuestro planeta —apuntó Theon, sombrío.

Cer sacudió la cabeza y volvió a suspirar. Después, apretando los puños, hizo un

enorme esfuerzo y se incorporó, sacudiéndose de encima la pereza y el polvo que se le

había adherido a los pantalones, y provocándose un sonoro estornudo. «Mierda —

pensó—, al final voy a acabar tan jodido de los pulmones como Ivhon…» Se alejó de

Theon y de Karlon, sorteando cuerpos sentados, tumbados, acuclillados en todas las

posturas imaginables sobre el suelo. Sus labios se curvaron en una media sonrisa. «Si

Gevaudan nos viera —pensó, nostálgico—. Con lo poquito que le gustaba vernos

remolonear…» Cuántas veces Gevaudan les había pegado un par de gritos alegres a

primera hora de la mañana, insistiéndoles en la necesidad de darse prisa y emprender de

nuevo el viaje, de no rezagarse, de no quedarse demasiado en el mismo sitio. «Claro que

—se dijo, esquivando a Isis y a Joanna, que hablaban en voz baja en un rincón— ahora

ya no tenemos ninguna prisa. No podemos seguir avanzando. No podemos salir».

No podemos salir.

Alzó la mirada y la posó en el hueco irregular que, antes de la llegada de los

Ellos, había sido el acceso a la parte superior de la estación, el vestíbulo por el que se

salía a la calle o se entraba desde ella. Con una expresión ausente que complementaba a

la perfección el entumecimiento que sentía en su interior, en su mente y, sobre todo, en

su alma, se dirigió con paso vacilante hacia la escalera mecánica medio descolgada. Los

escalones inmóviles, congelado el último justo en el instante en que se hundía en el

suelo de metal en su inexorable camino bajo tierra de vuelta a la parte superior de la

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escalera, donde comenzaría de nuevo su eterno viaje en círculos transportando viajeros,

añadían un punto de irrealidad a la escena, una pincelada de tristeza en un cuadro tan

inquietante como aterrador.

Arriba, los escombros luchaban contra el mobiliario del vestíbulo en una batalla

dantesca que acababa ganando el omnipresente polvo de yeso. La pulcra hilera de

torniquetes había sido arrancada de cuajo del suelo embaldosado, formando una

barricada de hierros retorcidos sobre la que trepaba una máquina expendedora de

billetes, la luz roja parpadeando absurdamente en la oscuridad, el único punto de luz, la

única vida en un lugar muerto, el único ojo abierto en el rostro ciego de la estación,

antaño repleta de vida. Repartidas al azar por el espacio que las montañas de escombros

dejaban libre, las máquinas de comida y bebida lo miraban impotentes, su contenido

desparramado como las vísceras de Gevaudan en el túnel que partía del andén.

Tropezó con el cable suelto de un teléfono público, una reliquia de los tiempos

en los que no todo el mundo llevaba encima un número indeterminado de móviles, y

soltó una maldición ahogada que acabó en un ataque de tos.

—No deberías estar aquí solo —dijo repentinamente una voz, rompiendo el

silencio y haciéndole dar un brinco, sobresaltado. Aditu esbozó una sonrisa cansada—.

Me da miedo estar rodeada de gente, como para arriesgarme a quedarme sola con tanto

bicho suelto… Además, ya sabes lo que dicen —añadió, guiñando un ojo—. Primera

regla de las historias de monstruos: secundario que se separa del grupo, secundario que

muere.

—Tú no eres un personaje secundario —sonrió Cerandal.

—Tú tampoco —replicó Aditu, devolviéndole el gesto—. Aunque tal y como

está el tema, casi preferiría serlo. Pasar desapercibido a veces puede ser estupendo.

Se sentó encima de una máquina y dio una breve palmada en la superficie

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lacada, invitándole a sentarse a su lado. Cerandal obedeció después de un instante de

vacilación.

—¿Eres un extraterrestre? —preguntó un momento después, sonriente,

mirándola con un fingido gesto de terror.

—No. ¿Y tú? —inquirió ella.

—Tampoco.

—Me dejas mucho más tranquila.

—Tú a mí también. —Cerandal sacudió la cabeza con tristeza—. Pensaba que

las cosas no podían empeorar más. Pensaba que, después de vernos obligados a

encerrarnos en las alcantarillas como si fuéramos ratas, la cosa no podía ir a peor.

—Noé y los suyos son un incordio para ellos. —Aditu estiró las piernas y

suspiró—. Cuando las ratas se organizan, pueden acabar desalojando todo un

vecindario. Y los bichos no quieren que nadie les desaloje.

—Y qué mejor veneno para matarlas —murmuró Cer— que un veneno

disfrazado de rata… Qué mejor veneno que ellas mismas.

—¿De verdad crees que hay otro escondido entre nosotros?

Cerandal la miró fijamente.

—Si tuvieras que envenenar una madriguera de ratas —preguntó a su vez con

voz suave—, ¿pondrías solo una pastilla?

Aditu sacudió la cabeza y esbozó una sonrisa agotada. —Primero intentaría

encontrar la madriguera.

—El Arca —asintió Cerandal.

—Y si no lo consiguiese —siguió ella—, usaría un veneno de acción lenta con

todas las ratas que pudiera encontrar. Para que contagiasen a las de la madriguera.

—Exactamente eso es lo que Ellos están haciendo. —Cerandal se llevó la mano

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a la cara y se frotó los ojos con los dedos—. Envenenarnos, y llevar ese veneno a

nuestra madriguera. Somos nosotros los que lo estamos llevando hasta allí. Sí —dijo al

fin—, creo que hay otro. Y creo que está intentando descubrir dónde está Noé, y que

está intentando descubrirlo por medio de nosotros. Como si nosotros lo supiéramos —

suspiró al fin antes de sonreír—. ¿Tú lo sabes?

—No.

—Pues yo tampoco.

—Syrio no ha muerto a manos de un ser humano —insistió KarlonStark, tozudo—. Le

han metido una lupa por el ojete para disimular, pero en realidad…

—Vale, sí. —Maestre Daerlon puso los ojos en blanco—. Ha sido otro bicho. ¿Y

quién es? ¿Le has visto tentáculos a alguien?

—No me dedico a mirarle los tentáculos a la gente —rezongó Karlon—.

Además, creo que no los llevan ahí colgando como si fueran rastas, tío.

—¿Y por qué Syrio? —preguntó Isis, desconcertada—. Si no había hecho na…

—Porque mató a Dany, está claro —respondió Aethel666 en tono práctico—.

Aunque fuera Maniche quien la descubrió, él fue quien le metió una bala entre ceja y…

Bueno, entre ojo y… Entre lo que sea y lo que sea. En la cabeza, joder. ¿Los aliens

tienen cabeza? —preguntó, repentinamente inseguro.

—No, eso que tienen en lo alto es el culo, no te jode…

—Y yo qué sé, soy de letras, tío.

—Si es que los nuevos planes de estudios son una mierda. En la EGB os querría

haber visto yo a todos…

—El caso es que Syrio está muerto —interrumpió Lethien con brusquedad—. Lo

importante no es por qué, sino quién.

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Lauerys resopló sonoramente. —Tú no has visto muchas pelis de detectives,

¿verdad…?

—Los extraterrestres tienen una estructura jerárquica muy definida —empezó

Lord Luis Nieve en tono didáctico—. Y no sé vosotros, pero yo creo que Dany, o como

quiera que se llamase ese bicho, se dejó matar. No habría sido tan fácil si se hubiera

defendido…

—¿Fácil? ¿Te ha parecido fácil? ¿En serio?

—Coño con el Rambo Tres éste…

—¡Pues Maniche no lo ha visto fácil en absoluto!

—Hostia, qué humor más negroooo…

—Ni siquiera entre todos podríamos haberla matado así, a la primera, sin que

ella se llevase por delante por lo menos a la mitad —insistió Lord Luis—. Estoy seguro

de que en realidad Dany no era la jefa de… de la expedición que intenta… Bueno, ya

sabéis —explicó—, descubrir dónde está el Arca y todo eso.

Sei_Satou lo miró con el ceño fruncido.

—¿Qué estás queriendo decir, tío? —preguntó.

—Que Dany no estaba sola, y que hay otro alien escondido entre nosotros.

—Creía que eso era evidente… —empezó Sei_Satou, impaciente.

—Ya, pero es que la cosa es mucho más complicada —le interrumpió Lord Luis

de malos modos—. Si son dos, o más… uno de ellos tiene que ser el jefe, esos tíos no

salen ni a comprar el pan sin dejar bien clara la jerarquía, quién manda y quién no. Y

creo que Dany no mandaba. Creo que… —Se interrumpió, como intentando aclarar sus

propias ideas—. Creo que, cuando empezamos a sospechar de ella, el jefe de la

expedición la obligó a sacrificarse por… por el bien común, o como quiera que lo

llamen. Creo que sólo querían… disimular. Hacernos creer que Dany era la única

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extraterrestre que había entre nosotros. Si es que esos bichos tienen género, claro —

añadió en un murmullo.

Theon sacudió la cabeza, desconcertado. —¿Y quién crees que…?

—Es evidente —masculló Lord Luis—. Lo que Dany intentaba al dejarse matar

era desviar la atención del verdadero jefe de su grupo de bichos. O pareja. O los que

fuesen. Y qué mejor manera de… Joder, claro —añadió con un gesto ausente—. Cómo

no lo había pensado antes…

—¿Qué? ¿Qué? —ladró Lauerys de malos modos—. ¿En quién estás pensando?

Lord Luis no contestó. En vez de eso, miró fijamente a Maniche, que

permanecía tumbado con la cabeza apoyada en su mochila.

—Si su jefe le ordenó que se sacrificase por él —murmuró Lord Luis—, ¿qué

mejor manera que hacerlo dejando fuera de toda duda que él, precisamente él, no podía

ser uno de ellos? ¿Qué mejor manera para dejar bien claro que no es un alien que ser el

que descubre la verdadera naturaleza de Dany? ¿Qué mejor manera —insistió— que

dejarse arrancar los ojos por un extraterrestre, para que nadie pueda imaginar siquiera

que tú también eres un extraterrestre?

Silencio.

—Creo —siguió Lord Luis al cabo de un instante— que Maniche es un

extraterrestre. Y que, cuando empezamos a sospechar que había uno de ellos escondido

entre nosotros, obligó a Dany a sacrificarse para poder seguir vivo y escondido hasta

encontrar el sitio donde se esconde Noé. Y creo —añadió—, que Maniche fingió

descubrirla, y la obligó a atacarle, para que ninguno sospechásemos de él. Para que

ninguno pudiéramos pensar que él también era uno de ellos.

Silencio.

—¿Ma-Maniche? —balbució Marta, atónita—. ¿Cómo es… cómo va a ser…?

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—Oye, pues tiene su lógica —murmuró Sei_Satou, pensativo.

—Siempre he dicho que tenía cara de bicho.

—Hombre, no sé, más guapo que ellos es…

—Estáis… locos —balbució Maniche, luchando por incorporarse para mirarlos,

como si todavía pudiera verlos. Las dos enormes manchas de color carmesí que

adornaban la venda que cubría sus cuencas vacías prestaban a su rostro una

expresividad aún mayor que la que tenía cuando sus ojos azules todavía adornaban sus

facciones—. Estáis locos —repitió con voz débil, apoyándose en el brazo que Maestre

Daerlon le prestaba. Apenas parecía tener fuerzas para permanecer erguido; no intentó

levantarse. Tampoco lo habría conseguido.

—Es tan evidente que no sé cómo no lo hemos pensado antes —murmuró

Maestre Daerlon—. Dany dijo… Dany dijo, cuando él la acusó delante de todos… ¿Os

acordáis? Dijo: «Qué has hecho, Maniche…» Seguro que se refería a… o sea, si él

también… La traicionó al desvelar su identidad, y… Y luego ella se zampó sus ojos —

dijo, estremeciéndose violentamente.

—¿Y qué le importan a un alien unos ojos humanos? Míralo —replicó Lord Luis

abruptamente, señalando al atónito Maniche—. A cualquiera nos sacan los ojos y

palmamos fijo. O nos ponemos muy malitos. Él está como una rosa.

—Hombre, tanto como como una rosa…

—Ha tenido mejor aspecto, eso seguro.

—A mí me da la sensación de que está hecho unos zorros, pero vamos, tú

mismo.

—Naaah, nada que no se cure con una buena siesta, una sopa y una ducha

caliente.

—Y un polvo.

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—Sí, para eso está el pobre hombre. No digas chorradas, joder.

—¡Pero si acabas de decir que tiene los tentáculos en…!

—Estáis… locos —musitó Maniche una vez más, sacudiendo la cabeza y

recostándola después en el primer regazo que pilló, que resultó ser el de Amira—. Yo

no soy… Estáis locos.

—Tus ojos, Maniche —susurró Amira, mirándolo fijamente—. Tus ojitos

preciosos…

—Gajes del… oficio —trató de sonreír él. El gesto, bajo la venda manchada,

resultó desconcertante.

—Es cierto que tenías unos ojos preciosos, Maniche —lloriqueó Joanna—. A

quién se le ocurre ponerse a jugar a los detectives… Tonto —agregó con voz débil.

—No quería que ese bicho matase a nadie más —musitó él, dejando que Amira

le apartase el pelo de la frente húmeda y esbozando una sonrisa valiente—. Mejor yo

que tú, o que Ami, o que…

—Vaya, qué caballeroso —se burló Lord Luis—. Cuando es evidente que su

seguridad no te importa una mierda.

—No seas desagradable, LordLu… —dijo Amira, angustiada.

—No ha sido Maniche: ha sido Dama —gruñó Mordal de pronto—. Dama se ha

cargado a Syrio. Desde el principio le ha tenido una rabia que no podía con ella. Seguro

que ha aprovechado para…

—¿Tú ves que Dama sea un extraterrestre, tío? —replicó Dios Rojo.

—No lo sé. Si quieres lo comprobamos —añadió Mordal con una sonrisa

intencionada. Dama le lanzó una mirada despectiva.

—Ni se te ocurra pensar en ponerme las manos encima, mangarrián.

—Siempre pensando en lo mismo, coño… Sois asquerosos.

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—Eh, que yo me ducho todos los días…

—Claro, y pides el desayuno al servicio de habitaciones, no te jode…

—Qué va a ser Dama ni Dama. Ha sido Ivhon, te lo digo yo que lo sé de buena

fuente.

—¿En serio?

—Joder, es obvio. Se pasa todo el día tosiendo como un tuberculoso…

—¿Y eso me convierte en un asesino, gilipollas?

—Claro. Seguro que toses para disimular que eres más culpable que Judas.

—Pues según las últimas teorías, en realidad Judas no era…

—Las discusiones teológicas son la segunda puerta a la derecha, muchas gracias.

—Pues yo creo que ha sido Gendry. Fijaos si no, se pasa todo el día yéndose

detrás del vagón a tocarse el tentáculo…

—¿Quieres que te enseñe el tentáculo, eh, eh? ¿Quieres, a ver lo verde que es?

—Dios, sois repugnantes.

—Oye, bonita, que tú tampoco te has peinado hoy.

—…pero Gendry es un caballero, seguro que lo hace para desviar la atención

de…

—Pues bien que defendió a Dany cuando Maniche empezó a decir que era la

bicha, joder.

—¡Había ido a mear, cojones! ¡Que ya no se puede ni ir al baño, hombre ya!

—Lo tuyo con el vagón o es vicio o es que ibas a tocarte después de…

—Aaaag, qué desagradable…

—Eso también es vicio, Karlon.

—¡Maniche! ¡Ha sido Maniche!

—Le veo un poco nervioso, mi señor Nieve…

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—¡No me toques las narices, Sei, que no estoy de humor!

—¡…y me acusó de intentar envenenar a la Calatrava buena! ¡Eso es porque es

una maldita bicha, se le nota a distancia…!

—No, no. Es Amira, mírala, tiene cara de asesina…

—¿Tengo cara de extraterrestre? ¿Pero tú de qué vas, pishita?

—¡Amira, claro! ¡Creía que no nos íbamos a dar cuenta de que…!

—Esto es completamente surrealista.

—Gendry es… inocente…

—¿Estás admitiendo que tú eres culpable? ¿Lo admites? ¿Esto es una confesión?

—¡Deja en paz a Maniche, coño!

—¡Es un puto extraterrestre, tía! ¡Y si no quieres verlo es porque ehtáh siega!

—Las veinte en bastos…

—Dama tiene los ojos amarillos —susurró Mordal—. Lo he visto. Dama tiene…

—¡Qué voy a tener yo! —exclamó ella, furiosa—. Ni amarillos ni cuernos, son

unos ojos tan normales como los de… como los de…

—¿Dany? —sugirió Maniche en un murmullo casi inaudible.

Silencio.

—Dama se llevaba muy bien con Dany —dijo Theon, pensativo—. De hecho,

Dany la adoraba, como si fuera…

—¿Un ídolo? —sugirió Gendry.

—Su superior —afirmó Lord Luis, mirando a Dama con los ojos entrecerrados.

—¿Estáis locos? —inquirió ella, retrocediendo hasta que su espalda tropezó con

la pared, en la que todavía se adivinaban trozos medio arrancados de un cartel electoral,

el rostro de tamaño gigantesco de un político sonriendo incongruentemente en la

penumbra—. Yo no he hecho nada, no he…

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—Es Dama —afirmó tajantemente Lethien.

—Claro que es Dama —dijo Maniche con voz débil—. Ha sido Dama desde el

principio, Dany en realidad era una… una… una nadie.

—Dama —gruñó Gendry.

—Dama —asintió Aditu.

—A la mierda —exclamó Mordal, arrebatándole a Lord Luis la navaja que con

tanto amor había estado afilando la noche anterior. Lord Luis no hizo ningún

movimiento por impedírselo.

—No —gimió Esk—. No, no, no. No lo hagas, Mordal —suplicó—. Ella no es

la asesina, ella no lo ha…

—Cállate —gruñó Mordal, empuñando la navaja de Lord Luis y sujetando a

Dama por el cuello de la camisa arrugada y manchada de barro y de polvo. Dama se

quedó inmóvil, mirando fijamente a Mordal con los ojos muy abiertos por el terror, las

lágrimas brotando de entre sus párpados y correteando libremente por sus mejillas

enrojecidas.

—E-esto ya no es nada tuti —susurró, aterrada, justo antes de que Mordal

empuñase la navaja y, con un movimiento tan rápido que fue prácticamente invisible a

la débil luz de las linternas de gas, le rebanase el cuello.

La sangre brotó de la herida como de un surtidor, manchando las manos de

Mordal, su rostro, el rostro de Dama, que siguió mirándolo fijamente mientras la vida se

escapaba de su cuerpo, hasta que sus ojos se velaron y dejaron de verlo. La soltó, y ella

cayó sobre los escombros que cubrían el suelo, desmadejada, rota.

Un alarido de dolor hizo ecos en el andén. Mordal giró sobre sí mismo justo a

tiempo de ver cómo Esk, cegada por las lágrimas y con el rostro contraído en una mueca

de sufrimiento, se abalanzaba sobre el cuerpo de su hermana.

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—No. Dama, no. No, no, no —sollozó, abrazando a la muñeca rota que había

sido su hermana—. No, no, no —repitió.

Desolado, Mordal hizo ademán de acercarse a ella, sin saber muy bien cómo

consolar a alguien inconsolable. Con un nuevo grito de angustia, Esk alzó la vista y la

clavó en él.

Emitió un nuevo aullido inarticulado de rabia y, con un movimiento tan rápido

que Mordal no fue capaz de reaccionar, cogió la navaja que él apretaba entre los dedos y

se la arrebató, y, después de mirarla fugazmente entre las pestañas cuajadas de lágrimas,

cerró los ojos e intentó clavársela en el pecho.

—¿Estás loca? —exclamó Mordal, sujetándole la muñeca justo a tiempo de

impedir que se atravesase el corazón con la navaja. Esk soltó otro aullido desgarrador y

forcejeó con tanta fuerza, con tanta rabia que estuvo a punto de arrebatarle de nuevo la

navaja. Cuando Mordal se la arrebató, ella se dejó caer encima de Dama, llorando, y

enterró el rostro en el pelo manchado de sangre de su hermana.

Amira retrocedió, horrorizada, al ver cómo la sangre salpicaba el rostro iracundo

y acongojado de Mordal, convirtiéndolo en una máscara pegajosa de polvo, lágrimas y

sangre que ocultaba sus facciones y las deformaba a la tenue luz de las lámparas de gas.

Con el corazón latiéndole a toda prisa en el pecho, giró sobre sí misma y echó a correr a

ciegas por el andén, trastabillando y tambaleándose cuando los escombros se

empeñaban en ponerse en su camino e impedir que se alejase de la horrenda escena.

Tropezó y cayó al suelo cuan larga era, golpeándose el rostro con algo metálico.

No tuvo que abrir los ojos para comprender que era la escalera mecánica que llevaba al

piso superior; tampoco tuvo que intentarlo para saber que su cuerpo se iba a negar a

permitirle volver a ponerse en pie. Trató de soltar una maldición, y sólo consiguió

emitir un quedo sollozo.

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—Ami, ¿estás bien?

Giró sobre sí misma hasta tumbarse boca arriba, ignorando las punzadas de los

escombros que se clavaban en su espalda, y se limpió las lágrimas con el dorso de la

mano.

—Claro. ¿Por qué iba a estar mal…? —Aventuró una débil sonrisa sin atreverse

a abrir los ojos para no saber quién había descubierto su momento de debilidad. Para su

vergüenza, ese alguien se sentó a su lado y posó una mano sobre su cabeza en la caricia

que alguien le daría a un perrito asustado—. No me toques —gruñó, abriendo un ojo

justo a tiempo de ver cómo Ivhon soltaba una carcajada amarga.

—No voy a pensar mal de ti porque llores un poco, ¿sabes? —dijo, ignorando su

bufido de impaciencia cuando volvió a acariciar su frente—. Todos tenemos derecho a

hundirnos después de ver… de ver… eso.

Amira abrió la boca para ladrarle cualquier cosa, un insulto, una maldición, pero

en vez de eso se encontró alzando la mano y cogiendo la muñeca de Ivhon. Abrió el otro

ojo.

—No me toques —intentó repetir, pero lo único que salió de su boca fue un

susurro tembloroso que no entendió ni ella. Sin poder hacer nada por evitarlo, notó

cómo su rostro se contraía dolorosamente en un vano intento de contener las lágrimas

que seguían tratando por todos los medios de brotar desde detrás de sus ojos.

—Eh —susurró él, acercándose a ella e intentando abrazarla—. No pasa nada,

no voy a…

—¡Que no me toques! —gritó Amira, y en vez de apartarse de Ivhon se apretó

contra él y hundió la cara en su hombro, y, después de un breve forcejeo consigo

misma, se permitió el lujo de echarse a llorar desconsoladamente.

Un instante después una gotita cayó sobre su mejilla. Sorprendida, alzó el rostro

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y vio que él también lloraba, con los ojos cerrados, apretando los labios como si

intentase impedir que temblasen.

—Han… han… —hipó Amira—. La han matado, Ivhon, le han matado… A

sangre fría, y ella no era… no era… y… y… Tanta sangre —susurró—. No quiero…

Quiero salir de aquí. Tengo que salir de aquí.

—Yo también. —Ivhon enterró el rostro en su pelo y tomó aire.

—Los monstruos no son ellos: somos nosotros. Dama —gimió—, qué han

hecho, qué han hecho… Tengo que salir de aquí —repitió Amira, temblando como una

hoja—. No quiero… no puedo… ¿Por qué han tenido que…? Y Ellos… ¿Por qué han

tenido que venir? —farfulló al fin—. ¿Por qué no han podido quedarse en su planeta de

mierda? —gritó, y las lágrimas y su voz se atascaron en su garganta hasta que sólo pudo

emitir un graznido apagado—. Casi preferiría que me hubieran matado a mí también…

—confesó con voz ronca—. Los muertos no tienen miedo. Los muertos no lloran. Los

muertos no lloramos.

—Ami, no… No —suplicó él—. No me hagas esto.

Ella se tragó las lágrimas y, con un hipido apagado, lo miró. Ivhon sostuvo su

mirada durante un minuto, tal vez un siglo, tal vez dos.

Se inclinó y la besó. Y ella le besó a él, agarrándose a su cuello frenéticamente,

y él la abrazó con tanta fuerza que Amira comprendió que compartían el mismo terror,

la misma repugnancia por lo que habían visto. Enardecidos por el horror de la muerte,

cayeron al suelo cubierto de escombros, bajo la escalera mecánica medio derrumbada.

—Ivhon —dijo ella contra sus labios.

—Ami —contestó él.

Empezó a temblar de frío, de sorpresa. Ivhon la abrazó con fuerza, acariciando

su pelo, su mejilla, y la arrulló contra su pecho mientras susurraba cosas sin sentido que

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tenían todo el sentido del mundo. Cerró los ojos y se dejó acunar, y finalmente levantó

el rostro, esbozó una débil sonrisa, y él volvió a besarla, primero en los labios, después

en el cuello, y bajo la oreja, y en el hombro, y acarició su pecho con la mano cálida,

apartando la blusa manchada de polvo, agua, barro y sangre. Su respiración se aceleró.

Ivhon sonrió y posó los labios en la piel suave de su cuello.

Amira cerró los ojos, permitiéndose disfrutar de su caricia por un momento, y

finalmente levantó los brazos y los pasó por detrás de la cabeza de Ivhon, apretándolo

contra sí. Esta vez fue ella quien le besó, y quien comenzó a tironear de su camisa hasta

que, con un movimiento brusco, se la rasgó por la espalda.

Ivhon rio y posó los labios sobre los de Amira, apoyando el torso desnudo sobre

el pecho de ella. Y de repente ninguno de los dos tuvo ganas de seguir riendo. Amira

apartó el rostro, con los ojos cerrados, y suspiró. Y el sonido pareció enardecer a Ivhon,

que buscó su boca y empezó a besarla con un ardor que casi asustó a Amira. Casi,

porque ella también sentía la misma pasión. Forcejeó por quitarse las botas empujando

con sus propios pies, mientras él terminaba de desnudarla y de desnudarse con

movimientos rápidos.

—No —sonrió él—, me da que no eres un extraterrestre.

Ella soltó una carcajada empapada en lágrimas.

—Me da que tú tampoco —bromeó, tragando saliva—, a menos que ahora los

tentáculos sean otra cosa…

Con una risita nerviosa, Ivhon recorrió su cuello con los labios; Amira sintió que

se le erizaba el vello de la nuca, y se aferró a sus brazos, apretando con fuerza los

músculos tensos, dejándose llevar por la sensación de su boca contra su piel. Mareada,

cerró de nuevo los ojos cuando un escalofrío recorrió toda su columna vertebral. Se

apretó aún más contra él, agradeciendo el calor de su piel, y deseando poder estar más

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cerca.

—Ivhon —gimió cuando él entró en ella, y le abrazó con fuerza, y suspiró,

contenta, al sentir un suave beso sobre su hombro. Volvió a gemir cuando él empezó a

moverse dentro de ella. Abrió los ojos, sorprendida, y lo miró, y él le devolvió la

mirada, sin sonreír. Amira se arqueó, levantó las piernas y rodeó el cuerpo de Ivhon, y

su garganta volvió a emitir un suave gemido.

—Ami —contestó Ivhon. Ella entreabrió los labios, intentó decir algo pero, en

vez de eso, echó la cabeza hacia atrás y jadeó, y en ese momento dejó de pensar. Él se

hundió en ella; por un instante creyó que iba a desmayarse por el placer que recorrió

todo su cuerpo como un rayo, desde la cabeza hasta los dedos de los pies. Clavó las

uñas en sus brazos. Él soltó un gruñido y siguió moviéndose dentro de ella, hasta que

sus ojos, oscurecidos por el deseo, se clavaron en los suyos justo antes de que él cerrase

los párpados y emitiese un gemido ahogado, echando la cabeza hacia atrás. Amira

también cerró los ojos, alzó las caderas hacia él y lo sintió hundirse tan profundamente

en su interior no pudo contener un grito. Y volvió a gritar una vez más, y su último grito

se unió al de Ivhon.

Cuando volvió a ser capaz de pensar, él se había desplomado sobre ella, y

acariciaba su rostro suavemente, jadeante. Con la respiración entrecortada, Amira le

pasó la mano por el pelo húmedo de sudor y posó los labios en su frente, aturdida.

Theon se incorporó del remedo de cama que se había hecho con una manta del grosor de

un folio DIN-A4 y una mochila a modo de almohada. Soltando una maldición entre

dientes, se puso en pie de un salto y miró a la figura aovillada que dormía

profundamente a su lado.

—Anda que no roncamos, coño —gruñó. Se pasó la mano por la cara para

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apartar las telarañas del sueño y echó a andar en dirección al vagón medio caído,

mascullando imprecaciones contra los problemas respiratorios en general y la apnea del

sueño en particular. Salvó de un salto un montículo de escombros y cuerpos dormidos,

llevándose la mano a la cremallera de los vaqueros y torciendo el gesto al sentir la

presión de la cinturilla de los pantalones contra la vejiga—. Para la poquita agua que

nos queda —murmuró—, me paso el día meando, joder…

No se molestó en echar un vistazo por encima del hombro para asegurarse de

que nadie le veía, como habría hecho si su vida todavía fuese una vida normal en vez de

haberse convertido en un caos que recordaba más a una película de bajo presupuesto.

«Aunque los efectos especiales son de categoría», pensó con un estremecimiento al

recordar cómo se abría el rostro de Dany para mostrar, bajo la máscara de muñeca, su

cara verde de extraterrestre. Apoyó la mano izquierda en el costado del vagón y emitió

un suspiro de alivio. «A ver si así consigo echar un sueñecito —pensó, cerrando los

párpados con fuerza—. Hace dos días que no pego oj…»

Algo acarició el dorso de la mano con la que dirigía el chorro de orina hacia el

vagón.

—Theon. —Un susurro.

Abrió los ojos y giró la cabeza, sorprendido, cuando sintió la suave caricia sobre

su entrepierna.

—Tú —jadeó, asombrado, antes de bajar la vista hacia el tentáculo que rodeaba

la parte de su cuerpo a la que más cariño tenía.

El grito despertó bruscamente a Esk de su estado de duermevela. Se levantó de un salto,

asustada, y se puso de pie antes incluso de saber qué había ocurrido. Con el corazón

martilleando contra sus costillas, lanzó una rápida mirada a su alrededor. Rostros

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adormilados, sorprendidos, desconcertados le devolvieron la mirada.

—Theon —murmuró, sin saber muy bien por qué estaba tan segura de la

identidad de quien había emitido el grito. Un nuevo alarido resonó en el silencio del

andén—. ¡Theon! —exclamó, aterrada, echando a correr hacia el origen del horrible

sonido.

—Dímelo.

El placer se mezclaba con el dolor en un coctel tan embriagador como repulsivo,

girando en torno a su cuerpo hasta que el uno se confundía con el otro y Theon ya no

era capaz de distinguir lo que era éxtasis de lo que era agonía. Los tentáculos de la

bestia hurgaban dentro de él, dentro de su mente y de su cuerpo, manipulando sus

nervios para hacerle confundir una cosa con la otra, haciéndole temblar de rechazo y de

anhelo, haciéndole gritar cada vez que le llevaban hasta el borde de un precipicio tras el

cual no estaba seguro de que estuviera la agonía más exquisita o el placer más torturante

que hubiera experimentado jamás.

—Tú lo sabes, ¿verdad…?

Aulló cuando un tentáculo, el mismo que le había hecho gemir un instante antes,

rasgó la piel y el músculo de su vientre con una caricia casi amorosa y expuso al aire

húmedo del túnel sus órganos, que palpitaban tan aceleradamente como su corazón,

como la sangre en sus sienes.

—No era Gevaudan. Eras tú quien lo sabía. A dónde nos dirigíamos…

El tentáculo presionó con fuerza su intestino, y Theon sintió la firme caricia

como si hubiera sido en la ingle.

—Por favor. ¡Por favor! —gritó, y ni él mismo supo si suplicaba que se

detuviera o que siguiera hasta el final. Entre la niebla rojiza de la agonía, del éxtasis,

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oyó de nuevo a la bestia.

—Dónde se esconde el Arca —dijo—. Dímelo.

Temblando en el suelo cubierto de escombros y hierros retorcidos, Theon volvió

a aullar.

—No lo sé —gimió—. ¡No lo sé! —chilló.

Un instante de tregua. Theon jadeó e intentó abrir los ojos que ya no tenía.

—Lástima.

El mundo se hundió a su alrededor. Un momento después el placer desapareció y

sólo quedó el dolor. Los músculos le ardieron, los huesos se le convirtieron en astillas

de hielo que se clavaban en su carne, la sangre hirvió en sus venas. Todas las

articulaciones de su cuerpo se dislocaron. Hasta el suelo en el que se retorcía, gritando

de dolor, dolía.

—Theon. ¡Theon! —gritó una voz a su lado. «Pero ya no tengo oídos para oír,

ya no tengo lengua para responder, ya no… ya no…» Manoteó, ciego, en el aire,

mientras sentía cómo la vida se le escapaba de entre los dedos como arena seca, como la

sangre. Las lágrimas borboteaban en las cuencas vacías de sus ojos, incapaces de

formarse, incapaces de caer. Sus dedos entumecidos aferraron algo, una mano, un

cuerpo. «Vivo»—. ¡Theon! Dios mío, Theon… —sollozó la voz en su oído—. ¡Theon,

dime algo!

«Dímelo…»

Con un alarido de terror, sacando fuerzas de su propio miedo, de su propio dolor,

Theon se agarró al cuerpo que se inclinaba sobre él, rodeó algo, cualquier cosa, tal vez

su cuello, y apretó. El gorgoteo ahogado se unió a sus propios sollozos de dolor y de

miedo. Pero no dejó de apretar.

—Dios mío, la va a ahogar…

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—¡Theon, suéltala!

—¡Se está poniendo morada…!

—Joder, mira su… su…

—Aaag, qué desagradable…

—¡Tío, que te la cargas!

—¿Cómo puede… con lo que le han… eh… habéis visto su… eh…?

Las voces giraron a su alrededor como un caleidoscopio de gritos, de

exclamaciones, de ruegos de todos los colores. Manos como tentáculos intentaron

obligarle a separar los dedos, a soltar el cuello de quien que se inclinaba, jadeante, sobre

él. «Dímelo».

—Dama —gimió, sabiendo, sin saber cómo lo sabía, que no podía ser ella, que

Dama ya estaba muerta. «Tan muerta como yo».

—Dama, sí —gimió la voz de Esk, bajito—. Hazlo —susurró—. Por favor,

Theon…

Theon apretó los dedos hasta sentir un chasquido, un gorgoteo húmedo, y un

cuerpo que caía sobre su propio cuerpo destrozado. Se arqueó una última vez, tembló en

un último estremecimiento de placer, y la oscuridad se lo tragó.

—Joder —susurró Gendry, atónito, mientras observaba cómo Esk se desplomaba

encima de la masa irreconocible que había sido Theon, que todavía rodeaba con los

dedos manchados de sangre su cuello terso, amoratado. No necesitó ver los ojos

vidriosos, congelados en una eterna mirada dirigida a la nada, para comprender que Esk

estaba muerta. Tan muerta como Theon, tirado en mitad de un charco creciente de

sangre, trozos irreconocibles de su cuerpo desperdigados a su alrededor.

—Y estaba vivo. Cuando le han hecho eso, estaba vivo…

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Silencio.

El subsuelo. Día sexagésimo primero desde la Llegada.

Año 1

Gendry temblaba violentamente, no sabía muy bien si de frío o porque aún no había

conseguido librarse de la impresión de ver el cuerpo destrozado de Theon, todavía vivo,

tumbado junto al vagón volcado del Metro. Su primer impulso de alejarse de la dantesca

escena había encontrado una reacción similar en el resto de sus compañeros, que ahora,

igual que él, se agolpaban en el extremo más alejado del andén, allí donde el vagón

tapaba el escenario del que estaba destinado a convertirse en uno de los peores

momentos de su vida.

El estupor inicial, que les había dejado mudos durante varias horas, o tal vez

varios días, había ido dando paso paulatinamente a los comentarios susurrados, que

Gendry sospechaba que servían más para intentar cauterizar la herida abierta que para

buscar una razón para lo irracional, una explicación para lo inexplicable.

—Bueno —suspiró Lethien—, al menos Theon murió feliz.

—¿Cómo puedes decir eso? —lloriqueó Marta, sentada junto al banco metálico

con las piernas dobladas y abrazándose a sí misma como si ya no confiase en pedirle a

nadie que la rodeara con los brazos para consolarla—. Theon no se merecía… No se

merecía… No se merecía morir de una forma tan horrorosa.

—Ninguno, en realidad —murmuró Gendry, ausente—. Gevaudan tampoco. Ni

Syrio. Ni…

—Y Dama no era —musitó Mordal. Se había alejado del grupo hasta llegar a la

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pared desconchada, y allí se había dejado caer hasta el suelo, donde permanecía,

sentado, mirándose sus propias manos—. Yo la maté. Pensaba que era… que era uno de

Ellos. Y no lo era. La maté. Y también maté a Esk —añadió con voz monocorde.

Parecía incapaz de asimilar lo que había hecho, lo que había visto hacer.

—Fue Theon quien mató a Esk —dijo Isis, acercándose a él lo suficiente como

para posar una mano sobre su hombro. Mordal no pareció notarlo.

—Esk habría muerto de todas formas —susurró Maniche. Torcía la cabeza

alternativamente hacia cada uno de ellos, como si todavía fuera capaz de verlos—.

Quería demasiado a su hermana. No habría podido seguir viviendo sin ella. Por Dios, yo

no lo vi —gruñó—, pero desde aquí pude oír cómo le pedía a Theon que la matase. Se

lo suplicó, por todos los santos…

—Y tú impediste que se matara, Mordal… —insistió Isis.

—La maté de todos modos —gimió él—. La maté al matar a Dama. Y ella no

era… no era…

—Dama no mató a Theon —interrumpió Aethel666 con voz neutra—. Y, por lo

que parece, tampoco mató a Gevaudan ni a Syrio.

—A Gevaudan lo mató Dany —replicó Joanna mientras se afanaba en colocar la

manta sobre la que se tendía Maniche, que había acabado hecha un ovillo bajo su

espalda.

—Pero Dany ya estaba muerta cuando murieron Syrio y Theon —insistió

Lethien—. Creía que había quedado claro que eran más de uno los que…

—Yo sigo pensando que fue Gendry —refunfuñó Aethel de mal humor. No

había llegado a sentarse después de ayudar a Cerandal y a Maestre Daerlon a trasladar

los cadáveres de Dama, Esk y Theon, este último en varios viajes, hasta el túnel cegado

donde ya reposaban los cuerpos piadosamente cubiertos por mantas de Gevaudan, Dany

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y Syrio; en vez de eso, se había dedicado desde entonces a pasearse alrededor del grupo

que se había agolpado en el andén, y propinaba de vez en cuando patadas ausentes a

todas las piedras que iba encontrándose por el camino.

—Gendry estaba meando —se adelantó Lord Luis a las encendidas protestas que

el aludido parecía a punto de volver a gritar—. Qué va a ser Gendry. Fue Maniche, os lo

tengo dicho… Maniche es un bicho. Un puto extraterrestre —explicó innecesariamente.

—Maniche está ciego, Lord Luis —murmuró Marta con voz tímida—. No acabo

de entender por qué te empeñas en acusarle, cuando es más que evidente que él no ha

podido… no ha podido…

—¿Y quién dice que esté ciego de verdad? —ladró Lord Luis—. Dany le

arrancó sus ojos humanos… ¿Quién dice que no tiene debajo de esa venda unos ojos

amarillos como dos faros?

—Cuatro —gruñó Maniche, haciendo una mueca de dolor que resultó visible

incluso debajo del grueso trozo de algodón que le cubría la mitad de la cara—. Tengo

cuatro. Y otros dos debajo de las orejas, no te jode…

—Cerandal es quien más… quien más cerca de Syrio estaba aquella noche —

murmuró Amira—. Y también dormía cerca de Theon. Yo creo que…

—Mejor no hablemos de dormir cerca de alguien, ¿eh, bonita? —rezongó

Cerandal—. Que por esa regla de tres, yo podría acusarte perfectamente de haberte

cargado a Ivhon.

—Sigo vivo, tío —sonrió Ivhon de buen humor.

—Ni caso: sólo está celoso —bufó Amira—. Pues yo sigo pensando que

Cerandal tiene una pinta de alien que no puede con ella.

—Gracias, chata —gruñó Cer—. Hay que fastidiarse con la…

—Pues yo creo que Amira tiene razón. —Joanna se encogió de hombros y

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esbozó una sonrisa de disculpa en dirección a Cerandal—. Gendry me ha dicho que…

Bueno, y yo creo que… Que tienen razón. —Volvió a encogerse de hombros—. Desde

que murió Dany has esquivado a todo el mundo, es como si no quisieras llamar la

atención…

—Si quieres monto un botellón y saco el cassette con la cinta de Camela, no te

jode…

—Los Chichos, tío, en los botellones hay que escuchar a Los Chichos.

—Por Dios, pero ¿de qué planeta habéis salido? ¿No habéis oído hablar de Javi

Cantero…?

—¿Me estás llamando extraterrestre, eh, eh?

—Tío, si te gustan Los Chichos, sólo puede ser porque tienes el cerebro

blandito.

—Ah, pero ¿alguna vez le has visto el cerebro a un Chulu?

—El de Dany nos salpicó a todos, te lo recuerdo…

—Yo estoy de acuerdo con Lord Luis —intervino Sei_Satou—. Cerandal es

como siempre, aunque quizá está un poco más callado de lo habitual, pero claro, ¿quién

no? —suspiró—. Pero Maniche… Maniche se ha comportado de una forma extraña

desde hace tiempo. Fijo que es porque todavía no sabe cómo se comportan en realidad

los seres humanos…

—¿Y cómo coño se supone que debía comportarme? —gritó Maniche. Pese a la

debilidad de su voz, sus palabras resonaron en la estación como si las hubiera

pronunciado una multitud—. ¡Me han arrancado los ojos, joder! ¿Cómo se supone que

tengo que portarme?

—Si alguien se está portando de una forma extraña —murmuró Lauerys— eres

tú, Sei.

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Éste frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir? —preguntó—. Soy como… como siempre. —Tragó

saliva visiblemente—. Sólo decía que Maniche…

—¡Que dejes en paz a Maniche! —exclamó Madelaf—. Maniche estuvo a punto

de morir por enfrentarse a Dany. Maniche no ha hecho nada.

—Tienes mucho interés en que sospechemos de Maniche, ¿verdad? —siguió

Lauerys, poniéndose de pie y acercándose lentamente a Sei_Satou, que retrocedió

perceptiblemente, mirándola con los ojos muy abiertos—. ¿Por qué? ¿Quieres que

nosotros terminemos el trabajo que empezó Dany? ¿Por qué quieres que matemos a

Maniche?

—Siempre ha estado celoso de él —apuntó Amira.

—Qué manía con pensar que todo el mundo está celoso. —Cerandal puso los

ojos en blanco—. En serio, Ami, tienes un problema…

—…pero —siguió Amira, lanzándole una mirada asesina—, sigo pensando que

Cerandal es más sospechoso que Sei.

—Eso —asintió Sei_Satou con vehemencia—. Escúchala, Lau. Yo no he

hecho… Yo no he… ¡Yo no he matado a nadie!

—¡Pero quieres que seamos nosotros quienes matemos a Maniche! —exclamó

Lauerys, enojada—. ¡Tú y Lord Luis! ¿Por qué? ¿Qué os ha hecho?

—Lord Luis no es un extraterrestre —negó Maniche débilmente—. Tú eres más

rara que él, Lau: si hay algún bicho, me inclinaría a pensar en ti.

—Encima que te defiendo —gruñó ella—. Anda y que te arranquen los ojos otra

vez, imbécil. Y la próxima vez que te echen sal en las cuencas, a ver si así chillas un

poquito más.

—Ag, qué desagradable…

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—Pero mira que puede llegar a ser bruta.

—¡Pero tiene razón! —exclamó Aditu, desolada—. Sei_Satou insiste demasiado

en que Maniche… Lord Luis tenía una razón. Está un poco chalado —sonrió, insegura,

hacia Lord Luis—, pero al menos tenía una razón para acusarle. Pero Sei… ¿Por qué

quiere que pensemos que Maniche es un alien? ¿No será porque Maniche no puede

defenderse, y si todos creemos que es él no sospecharemos del verdadero extraterrestre?

Silencio.

—Y tiene los ojos amarillos…

—No tengo los ojos amarillos —negó Sei_Satou, retrocediendo hacia la pared

de escombros que le impidió seguir alejándose de ellos. Lauerys y Aditu se acercaron a

él mirándolo con los ojos entrecerrados; detrás de ellas, de uno en uno, todos salvo

Maniche se fueron levantando y dirigiéndose hacia él—. Nunca he tenido los ojos

amarillos —insistió, desesperado—. No tengo… no tengo tentáculos, no soy… ¡Yo no

he matado a nadie! —gritó, desesperado, apretándose contra la pared que tenía detrás—.

¡Estáis locos! ¡Nunca he…!

—Si se pone tan nervioso es porque le hemos pillado —dijo Dios Rojo,

poniéndose a la altura de Aditu de dos largas zancadas. Tenía las manos alzadas, los

dedos agarrotados formando dos garras tan sedientas de sangre como su dueño.

—¡Si me pongo tan nervioso es porque vais a matarme, capullo! —gritó

Sei_Satou, tan alterado que parecía que la vena de la sien fuera a explotarle de un

momento a otro—. ¡No seáis… no me… no! —aulló cuando Cerandal y Karlon Stark

llegaron hasta él y alargaron las manos para sujetarle contra la pared, con tanta fuerza

que el crujido de los huesos de sus brazos hizo ecos en el andén medio derruido.

—Haz que se calle, que ya cansa. Puto alien —gruñó Cerandal, mirando a

Karlon Stark intencionadamente. Esbozando una sonrisa siniestra, Karlon asintió.

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—Hacía mucho tiempo que tenía ganas de cargarme a uno de los vuestros,

mamón de mierda —siseó hacia Sei_Satou antes de empuñar el arma con la que Syrio

había desparramado por el túnel los sesos de Dany, todavía manchada de sangre verde,

y dirigía el cañón hacia el punto entre las cejas de Sei.

—No —susurró él, con los ojos muy abiertos, brillantes de lágrimas de miedo.

—Sí —sonrió Karlon antes de apretar el gatillo.

Tumbado sobre la manta que Joanna había colocado para él sobre una parte

relativamente lisa del andén, con la cabeza apoyada incómodamente encima de la

mochila llena de bultos sospechosos y de objetos duros que se empeñaban en clavarse

en su nuca y en su cuello, Maniche intentaba sin éxito conciliar el sueño.

Hacía ya muchas horas que había renunciado a encontrar una postura

medianamente cómoda. Sin embargo, en realidad eso había dejado de importarle: se

sabía capaz de soportar una tortícolis, una lumbalgia, incluso dos o tres pinzamientos en

la espalda. Lo que le impedía dormir, lo que le impedía descansar salvo por los escasos

momentos de piadoso olvido que conseguía cuando el agotamiento se compadecía de él

y lo sumía en un estado de duermevela febril, más parecido a una inconsciencia plagada

de pesadillas que a un verdadero sueño, era el dolor sordo, a ratos punzante, a ratos casi

apagado, que sentía donde antes habían estado sus ojos.

Hacía tantas horas que tenía fiebre que casi había olvidado lo que era pensar con

claridad. Lo que no había olvidado, lo que no creía ser capaz de olvidar por mucho que

rezase por ello, era lo que era ver. «Mis ojos…» Cuando creía estar a punto de dormirse,

por un instante, sólo por un instante, también creía que, al despertar, abriría los

párpados y vería.

«Si pudiera soñar, también podría ver».

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Imágenes sin sentido se agolpaban en su mente, en los ojos de su memoria,

como si su cerebro mismo quisiera olvidar que ya no era capaz de percibir el mundo a

su alrededor. Inmerso en un estado de semiinconsciencia provocado por la fiebre y el

agotamiento, Maniche se revolvió sobre la manta, temblando de frío, tratando de ignorar

los sonidos que bombardeaban sus oídos, demasiado sensibles desde que sus ojos

habían desaparecido en la boquita del ser que se hacía llamar Dany.

—A veces —murmuró para sí— veo luces de colores… Como flashes, como

si… Como si estuviera a punto de ver otra vez.

«Pero eso no es posible. No tengo ojos. No podría recuperar la vista ni aunque…

aunque…»

Y, sin embargo, también podía sentir la caricia del sol en el rostro, aunque sabía

que el sol se encontraba tan fuera de su alcance como sus propios ojos. El cielo azul

sobre su cabeza, el verde de la hierba bajo sus pies, la sombra de un árbol cuyas ramas,

mecidas por una suave brisa primaveral, susurraban palabras cariñosas en su oído…

Una explosión. Desconcierto. Y, ocupando todo el cielo, tan grande que parecía

más grande que el mismo mundo…

Una nave espacial.

—Maniche.

Una voz suave. Ni masculina ni femenina; desde luego, no humana. Sintió una

caricia en la mejilla, tan tenue que, de haber tenido ojos, apenas la habría percibido.

—¿Quién eres? —preguntó en un susurro, demasiado desconcertado como para

sentir miedo.

—Dicen que cuando un hombre pierde la vista —comentó la voz— sus otros

sentidos se vuelven tan afilados que no necesita ver.

—¿Quién eres? —repitió Maniche, girando el rostro ciego hacia el origen de la

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voz.

—No creo que fueras capaz de pronunciar mi nombre —contestó la voz—. Ni

siquiera si te arrancase la lengua.

La caricia descendió por su cuello hacia su pecho, y Maniche supo, sin

necesidad de verlo, que lo que se posaba sobre su piel no era una mano humana. Se

estremeció al recordar la piel viscosa del tentáculo que le había arrancado los ojos.

Tanto dolor… Jadeó.

—Y, cuando lo hiciera —siguió la voz—, te gustaría… Y me pedirías más,

aunque ya no pudieras hablar. —El tentáculo se introdujo bajo la tela arrugada y rozó su

piel desnuda—. Lo sabes, ¿verdad? Es lo que somos. Una raza de amantes, de

depredadores. Pero eso también lo sabías. —El susurro fue como otra caricia, como una

amenaza, como una promesa—. Por eso nos teméis tanto. En realidad, es a vosotros

mismos a quienes teméis. A reconocer que, en realidad, sentís placer. Y cómo no ibais a

hacerlo… —Un suspiro, casi humano—. Es lo que somos —repitió—. Una raza de

amantes, de depredadores.

—Por favor —murmuró Maniche—, no me hagas lo mismo que a ellos. Déjame

conservar mi dignidad.

No pudo verlo, pero estuvo seguro de que el ser sonreía.

—Hay que ver qué extraños sois los humanos —respondió—, que confundís

dolor con dignidad. Y dime, Maniche… ¿Qué diferencia hay entre morir gritando de

dolor o morir gritando de placer? Te mueres igual.

El tentáculo resbaló por su vientre, acariciando suavemente su ombligo, y

descendió con lentitud hacia su entrepierna.

—Por favor —gimoteó Maniche.

—Yo voy a conseguir lo que deseo igualmente —suspiró la voz, y de repente le

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sonó tan humana como la suya—. Vas a contarme todo lo que sepas. Si es que sabes

algo. La diferencia —añadió, deteniéndose en la cara interna de su muslo y haciéndole

temblar de rechazo, de anticipación— es que en un caso hablarás para acabar con tu

sufrimiento, y en el otro…

—En el otro también —replicó Maniche, arqueando involuntariamente la

espalda hacia el tentáculo. Jadeó, y notó cómo sus mejillas se encendían de vergüenza,

de deseo—. Por favor —imploró, y ya no supo muy bien si lo que suplicaba era lo

mismo que había suplicado un instante antes.

La voz volvió a suspirar.

—Como quieras.

El último grito permaneció en el aire húmedo e inmóvil del andén tanto tiempo que

parecía no ir a desvanecerse nunca, parecía que la voz de Maniche fuera a conservarse

así, congelada en el ambiente, mucho después de que su cuerpo destrozado se pudriera

bajo los escombros que ya cubrían los cuerpos de tantos… moff dalen se quedó inmóvil,

de pie sobre el andén cubierto de polvo y piedras, mirando fijamente el rostro sin ojos,

el cráneo partido exactamente entre las dos cuencas vacías, la horrible herida por la que

asomaba el cerebro y que, con su forma redondeada, casi parecía una imitación, un

remedo burlón de la herida que había matado a Dany dos días atrás.

El subsuelo. Día sexagésimo segundo desde la Llegada.

Año 1

Mordal suspiró y se dejó caer contra la pared, doblando las piernas ante sí hasta hacerse

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un ovillo desganado.

—En serio —murmuró—, no sé qué pensar. Sigo pensando que la actitud de

Joanna es muy sospechosa, pero —sacudió la cabeza— ya no sé qué pensar. También

pensábamos que era Dama, y no lo era. También pensabais que era Maniche, y no lo

era. Yo… —Se mordió el labio—. Estoy cansado de ver cómo muere la gente. No

quiero matar a nadie más.

—Ellos o nosotros, Mordal —respondió Maestre Daerlon en un murmullo—.

Siempre ha sido una cuestión de Ellos o nosotros.

—Y, por ahora —rezongó moff dalen—, van siendo ellos.

Isis sonrió tímidamente cuando llegó hasta el pequeño círculo que habían

formado en el andén y los miró, interrogante, antes de tomar asiento entre moff y

Gendry.

—¿De qué habláis? —preguntó inocentemente.

—¿De qué va a ser? —gruñó Ivhon—. De las flores y la concentración de

gramíneas en el aire esta primavera. ¿Hay otro tema de conversación…?

—No hace falta ser desagradable —le espetó marta, lanzándole una mirada

fulminante.

—No le hagas caso. Está acojonado, y por eso se pone a la defensiva —explicó

Aditu.

—¿Y desde cuándo tienes el título de psicoanalista? ¿Te lo has sacado esta

semana por correspondencia, o qué?

—Cuchi éste, ya se cree más grande que nadie porque se ha revolcado debajo de

una escalera…

—El tamaño no importa.

—Siempre que oscile entre grande y enorme, ya. Ése me lo sé.

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—Pues entonces para qué hablas, coño…

—¿Ahora ya no voy a poder hablar?

—¡Dios, cállate de una puta vez, por favor! —exclamó Dios Rojo—. ¡Callaos

todos! ¡Que me estáis dejando la cabeza como un bombo con tanta tontería, coño!

Curiosamente, se callaron.

El silencio se enseñoreó una vez más de la destrozada estación. Ausente,

Madelaf se sentó en el borde que separaba el andén de la vía y empezó a alzar las

piernas para después dejarlas caer contra la pared, como una niña subida en lo alto de un

muro demasiado alto como para que sus pies rozasen el suelo.

—¿Dónde está Amira? —preguntó Lord Luis con curiosidad, recorriendo el

lastimoso grupo con la mirada.

—Con Maniche —respondió Ivhon, negando con la cabeza con expresión

entristecida. Joanna frunció el ceño, pensativa.

—¿Y Cer…? —inquirió.

Amira emitió un hondo suspiro y volvió a pasar el trapo por el rostro lleno de polvo y

sangre seca de Maniche. Finalmente había logrado cerrarle los párpados para ocultar los

huecos vacíos de sus cuencas; pese a que la forma hundida de los párpados demostraba

que no cubrían, en realidad, nada, pese al enorme agujero con forma de bala que le abría

el entrecejo y deformaba sus rasgos en una eterna mueca enfurruñada, casi parecía estar

durmiendo en vez de muerto.

—Ay, Maniche —suspiró una vez más, entristecida. Apartó el paño y se llevó el

dorso de la mano a los ojos para enjugar la lágrima solitaria que resbalaba por sus

mejillas cubiertas de mugre. Su mirada cayó sobre la hilera de bultos cubiertos de

piedras irregulares. Su siguiente suspiro fue casi un sollozo—. Gevaudan, Theon, Syrio

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—balbució—. Dama, Esk. Por qué.

«Y Dany», susurró una vocecita en su mente.

—Dany ya estaba muerta —murmuró—. Hace mucho que debía estar muerta. A

saber cuándo te mataron —farfulló con voz temblorosa mientras sus ojos recorrían un

tentáculo solitario que sobresalía bajo una pila de escombros—. Por qué. Por qué ha

tenido que pasar todo esto —lloró, mirando una vez más el rostro tranquilo de

Maniche—. Por qué no podían habernos dejado en paz. ¿Qué les habremos hecho? —

exclamó, y su cabeza se alzó por voluntad propia para mirar al techo envuelto en

sombras del túnel—. ¿Por qué no nos dejan vivir? —gritó.

Un segundo después, se echó a reír, desesperada, y bajó el rostro para enterrarlo

entre sus manos. «Dios mío, parezco Escarlata O’Hara». La risa se convirtió en un

aullido histérico, y tuvo que cerrar los ojos y tomar aire para serenarse. Todavía

temblaba de pena y de desesperanza cuando se enjugó una vez más los ojos con las

manos, formándose una capa de barro de lágrimas mezcladas con polvo.

—Y al final, ¿para qué? —suspiró, agachando la cabeza y alargando la mano

para acariciar la frente de Maniche, allí donde la horrible herida que le había arrebatado

la vida no había llegado a desfigurar la piel suave y blanca, casi translúcida a la luz de la

lámpara de gas—. Tanta lucha, tanto miedo, tanto terror, ¿para qué? Van a matarnos. —

Lo dijo con voz monótona, inexpresiva, como si su garganta se negase a seguir

demostrando lo que sentía en realidad. O tal vez fuera su corazón el que se había

cansado de sentir—. Van a matarnos igual. Están matándonos de uno en uno. De uno en

uno, Maniche —gimoteó, y su rostro se arrugó por el esfuerzo de contener las lágrimas

que parecían negarse a dejar de caer. Se inclinó sobre el cadáver y apoyó la mejilla

encima del vientre inmóvil, permitiendo que la desesperación la embargase por un

instante, sabiendo que nadie, salvo los muertos podían ver su momento de debilidad.

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«Tanto, tanto miedo…» Tanta angustia, desde aquella tarde en la que la nave de forma

circular había planeado sobre los rascacielos de la ciudad. Tenía grabada a fuego la

imagen del enorme plato metálico flotando tan lentamente que casi parecía no moverse

sobre las dos torres inclinadas la una hacia la otra en un remedo de beso que jamás

llegaban a darse. Los dos rascacielos, eternamente juntos, perpetuamente separados,

siempre a punto de besarse, no permitiéndose jamás el lujo de encontrarse. Y sobre

ellos,

Ellos.

—Estoy cansada de tener miedo —suspiró, enderezándose una vez más y

limpiándose la cara para volver a mirar a Maniche—. Estoy cansada de huir. Estoy

cansada de… de… de estar cansada —sonrió débilmente. Sacudió la cabeza—. Ya no

puedo más.

Maniche permaneció inmóvil, mudo, muerto.

—Amira.

Se volvió, demasiado entumecida como para sobresaltarse, y dejó que su sonrisa

se torciera hacia arriba.

—Hola.

Cuando vio el tentáculo que se posaba suavemente sobre su antebrazo, no sintió

miedo. Tampoco odio. Ni asco. No sintió nada, salvo tal vez una cierta sensación de

alivio, al saber que todo lo demás, el miedo, el odio, el asco, se iban a acabar. «Pronto.

Por fin».

El apéndice ascendió con lentitud mientras el rostro todavía humano esbozaba

una sonrisa casi cómplice, traviesa. Una sonrisa que estuvo a punto de hacerla sonreír a

ella también.

«Tú».

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—Pensaba que sólo jugabas con los hombres —musitó. El ser enarcó una ceja.

—Es curioso —contestó—. Yo pensaba lo mismo de ti. —Enarcó la otra ceja,

una ceja humana—. Sois vosotros los que distinguís entre géneros. A nosotros eso nos

da igual. No tenemos.

La sonrisa revoltosa permaneció bailando en sus labios un instante, y después

desapareció y las facciones se abrieron como un libro cuyas páginas ocultasen algo que

la portada no había llegado siquiera a insinuar. El rostro humano partido en dos se

quedó colgando a ambos lados un momento antes de ser engullido por un halo de

tentáculos que, entre las sombras que poblaban la estación en ruinas, casi parecían

cabello humano.

Vio su rostro. Su verdadero rostro. Y, después del primer momento de

repugnancia, la piel verdosa, húmeda, suave, las facciones cambiantes le resultaron casi

atractivas.

—¿Por qué? —fue lo único que pudo decir antes de echarse a temblar tan

violentamente que sus dientes entrechocaron, dejándola incapaz de hablar.

—Porque necesitamos este planeta. —Uno de los tentáculos de la criatura se

alzó hacia su rostro y, con mucha suavidad, casi con reticencia, acarició su mejilla—.

No tendría por qué haber sido así. Podríais haber muerto tan felices… Podríamos

haberos hecho adorar nuestro nombre con vuestro último aliento.

—Podríais habernos dejado vivir.

El ser sacudió la cabeza. —Los humanos sois incapaces de compartir. No

podíamos vivir los dos en el mismo mundo.

—Podríais haber elegido otro.

El alien suspiró.

—Ya es demasiado tarde para eso, ¿no te parece? Estamos aquí. Y vamos a

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quedarnos. Y eso significa —El tentáculo descendió hasta acariciar el lóbulo de su

oreja— que vosotros tenéis que iros.

—No tenemos los medios para hacerlo.

—Lo sé.

Se acercó a ella hasta que su aliento rozó sus labios. «Al menos respiran», pensó

absurdamente. Olía a húmedo, a hojas, a sal, a mar. No era desagradable, sino más

bien… Tragó saliva.

—Dime —dijo el ser en un susurro—, ¿tú también crees que es más digno morir

gritando de dolor?

Ella negó con la cabeza.

—¿Y tú también —insistió el ser, apartando un mechón húmedo de la frente de

ella con un tentáculo viscoso— vas a obligarme a obligarte a responder?

—Ellos no sabían nada —murmuró ella.

—Estás diciéndome que tú tampoco.

—Sí.

La sonrisa en el rostro verdoso fue demasiado expresiva. Ella tembló.

—Eres demasiado lista —dijo—. Aunque lo supieras, seguirías diciéndome que

no, ¿verdad? Aunque al morir guardándote ese conocimiento estuvieras condenando a

muerte a todos tus compañeros.

—Ya están condenados. —Sostuvo la mirada de los ojos amarillos—. Todos lo

estamos.

—Chica lista. Al menos, no permites que la esperanza te mienta. —Se acercó un

poco más, hasta que, por un loco instante, ella pensó que iba a besarla. Y, por un

instante más loco aún, la idea no le resultó desagradable en absoluto. Entre el horror, el

miedo, el odio y la repugnancia, no podía sino reconocer que el extraño ser le

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resultaba… atrayente. Tal vez porque era exactamente lo opuesto a todo lo que en el

mundo pudiera serle atractivo—. ¿Entonces…? —siguió el extraterrestre—. ¿Vas a

permitir que la dignidad estropee tus últimos momentos de vida, como hizo Maniche?

¿O vas a ser más lista que él, como me has demostrado tantas veces?

—Intentas obligarme a decirte algo que no sé —murmuró ella, entrecerrando los

párpados cuando el tentáculo volvió a acariciar su rostro—. No puedo elegir decírtelo

para acabar con mi sufrimiento, y tampoco puedo elegir no morir, porque tú no me das

esa posibilidad. Entonces, ¿qué elección me queda? ¿Tengo alguna opción?

La criatura volvió a sonreír.

—Chica lista —repitió antes de empujarla con suavidad, casi con dulzura, para

tumbarla en el suelo cubierto de cascotes—. Pero tengo que preguntártelo, ¿sabes?

Tengo que insistir hasta saber con seguridad que no lo sabes. Yo tampoco tengo

elección.

—Sí la tienes —tembló ella, de frío, cuando el ser expuso su cuerpo al aire

inmóvil de la estación, o de aprensión, o tal vez de curiosidad. De anticipación.

—No.

Los tentáculos rodearon su cuerpo, y el alien se inclinó sobre ella.

—¿Entonces…? —insistió, en un tono casi divertido—. ¿Dolor?

Ella tragó saliva.

—No —susurró—. Por favor.

El rostro alienígena sonrió.

—Como quieras.

Si cerraba los ojos, casi podía imaginar que era un cuerpo humano el que se

pegaba al suyo, unas manos humanas las que la acariciaban, un ser humano el que la

penetraba con suavidad, casi con ternura, como si no quisiera hacerle daño, como si

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hacerla sentir dolor fuera su última intención. Una caricia, y Amira se encontró

deseando lo que tantas veces había temido. Él estaba dentro de ella. Ella gritó. «Dios…»

—¿Por qué? —preguntó en un suspiro, casi un sollozo.

—No somos malvados —susurró el ser—. Sólo somos lo que somos.

Empujó, Amira no supo muy bien con qué parte de su cuerpo, para introducirse

todavía más en ella, y ella no pudo sino emitir un suspiro de placer que le supo a derrota

y, al mismo tiempo, a victoria total.

—¿Dónde? —preguntó el extraterrestre—. ¿Dónde está el Arca? ¿Quiénes la

forman? ¿Quién es Noé?

—Una… leyenda —gimió Amira—. Un mito. Un… no lo sé —añadió, bajito,

sin confiar en que su voz no fuera a traicionarla tanto como la estaba traicionando su

cuerpo.

—Existe. Está. Es. ¿Dónde? —insistió el alien. Sus tentáculos estaban por todas

partes, hurgando, acariciando, acunándola casi como si quisiera que ella supiera que lo

que en esos momentos era placer podía convertirse en agonía con un simple

pensamiento.

—No lo… sé… Por Dios —jadeó ella—, qué estás…

El ser no contestó. Siguió moviéndose, y el primer jadeo se unió al siguiente, y a

otro más, como si ya no tuviera ningún dominio sobre su cuerpo, como si su cuerpo

fuera de él y pudiera hacerlo reaccionar sólo con desearlo. Se retorció debajo del

extraterrestre, buscándole desesperadamente, ebria, febril, mientras la criatura la llevaba

una y otra vez hasta el borde de un precipicio por el que jamás la dejaba saltar, se

quedaba inmóvil y volvía a formular la misma pregunta, una y otra vez…

—¿Dónde?

—No lo sé… Por favor. ¡Por favor!

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—¿Dónde está?

—Por favor… —lloró—. No lo sé. No pares. No lo sé… No lo sé.

—No lo sabes.

Algo se rasgó en su interior, o tal vez fuera todo su interior el que se rasgaba. El

primer estallido de dolor fue sustituido por una oleada de placer que la hizo sollozar y

emitir un grito agónico. Y siguió gritando mientras su cuerpo se estremecía con

violencia, hasta que se desmoronó como si estuviera hecho de arena, de agua, y sus

células fueran incapaces de recordar cómo se hacía para seguir unidas unas a otras, para

mantener la forma de un cuerpo humano.

Una exclamación ahogada, un chillido de terror. Marta se llevó la mano a la

boca, asombrada, asqueada, y apretó los labios en un intento de contener el vómito que

parecía dispuesto a brotar de entre ellos a toda costa.

—¿Está viva? —susurró Joanna.

—Apártate de ella —dijo Ivhon, en un tono tan controlado que incluso a él le

sonó extraño—. ¡Apártate! —repitió, y esta vez su voz sí estaba teñida de ira, de

histeria, del asombro helado que le había dejado mudo durante unos segundos preciosos

cuando las sombras se habían disuelto, bañadas por la luz de las linternas que portaban,

y habían iluminado la montaña de escombros, la hilera de cadáveres, los cuerpos

entrelazados de Amira y de la criatura que la abrazaba con cientos de tentáculos a la

vez.

El ser se giró para mirarlos de uno en uno, y en sus ojos amarillos brilló algo

demasiado parecido a la risa. Se apartó lentamente de Amira, demasiado lentamente,

tanto que casi daba la sensación de no estar moviéndose en absoluto. Se enderezó a su

lado. Ivhon no le miró: sus ojos parecían incapaces de apartarse de la figura desnuda de

Amira, tendida junto al cuerpo de Maniche, todavía temblando de algo que se parecía

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sospechosamente al placer.

Tragó saliva.

—¿Qué le has hecho? —preguntó en un susurro, mientras Amira emitía un

último quejido y se quedaba inmóvil, respirando agitadamente.

—Eh… Igual no es el mejor momento para los consejos sexuales, Ivhon… —

musitó moff dalen. Sólo el alien pareció entender su broma. Sólo él emitió una risita

mientras permitía que sus tentáculos retrocedieran hasta hundirse en su cuerpo viscoso,

que poco a poco iba adquiriendo, de nuevo, forma humana.

—No te lo tomes a mal —contestó—. Ya sabéis lo que somos… ¿O a ti no te lo

había dicho? —preguntó, burlón—. Una raza de amantes, de depredadores… Aunque

incluso yo tengo que reconocer que Ami es muy… receptiva. Y bueno, eso tú sí lo

sabías, ¿me equivoco…?

—¡Maldito bicho! —gritó Ivhon, lanzándose encima de él sin pensárselo dos

veces y recibiendo un golpe que lo lanzó de vuelta al grupo de estupefactos

espectadores. Su espalda chocó con el pecho de Lord Luis Nieve, dejándolos a ambos

sin aliento.

—¿Crees que vais a poder matarme como matasteis a Dany? —gruñó el

extraterrestre, recomponiendo su rostro y su cuerpo hasta volver a formar el rostro y el

cuerpo de Cerandal, su sonrisa divertida, su expresión traviesa—. Piénsalo otra vez, tío.

—Cer.

Cerandal se volvió justo a tiempo de ver el rostro surcado de lágrimas de Amira

detrás del cañón de una pistola manchada de sangre verde y roja, mezcladas sobre el

metal en una burla de lo que podría haber sido y nunca sería. «Juntos, vosotros y

nosotros…» Sólo en la muerte.

—Ami —empezó. No llegó a decir una palabra más: la bala le atravesó el ojo

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izquierdo y salió por la parte trasera de su cráneo.

Con la sorpresa pintada en el rostro completamente humano, Cerandal se la

quedó mirando, boquiabierto, antes de desplomarse al suelo. Un charco de sangre verde

comenzó a formarse lentamente bajo su cabeza.

Amira bajó la pistola, aturdida, y finalmente la dejó caer junto al cuerpo de

Cerandal. Y después cayó de rodillas y empezó a sollozar con tanta congoja que creyó

que se le iba a desgarrar la garganta.

—Cer —gimió, incrédula. Empezó a temblar violentamente, pese a que el aire

que rozaba su piel desnuda no era frío en absoluto. Y el hecho de saberlo la hizo llorar

aún con más ganas.

—¿Lloras? —preguntó Ivhon, sorprendido, apartándose de Lord Luis para

acercarse a ella—. ¿Por qué?

Ella no respondió. Negó con la cabeza y siguió llorando, dejando que los

sollozos estremecieran su cuerpo como los tentáculos de Cerandal lo habían

estremecido minutos antes.

—Genial —gruñó Ivhon, lanzándole una mirada de repugnancia antes de girar

sobre sus talones y darle la espalda—. Un puto Chulu. Genial, Ami. Sencillamente

genial.

—Ella no tiene la culpa —murmuró Lethien, que parecía incapaz de apartar la

mirada del rostro muerto de Cerandal—. Él tiene muchos más tentáculos que tú, eso hay

que reconocérselo. Contra eso no se puede luchar. —Sacudió la cabeza e intentó sonreír

antes de alzar la mano para darle una palmadita amistosa en el hombro—. Consuélate: a

ti al menos no te mató después de… eh… ya sabes.

—Es un consuelo, sí —dijo Ivhon en tono tenebroso.

—Y piensa también —añadió Lord Luis en un tono fingidamente jocoso— que

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al menos ya no te va a hacer la competencia. Está más seco que un bacalao. Y ya no hay

más.

Ivhon le miró de reojo.

—¿Estás seguro de eso? —preguntó lentamente.