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ALFAGUARA ARTURO PÉREZ-REVERTE LAS AVENTURAS DEL CAPITÁN ALATRISTE

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ALFAGUARA

ARTURO

PÉREZ-REVERTE

L A S A V E N T U R A S D E L C A P I T Á N A L A T R I S T E

© 2000, Arturo Pérez-Reverte© 2000, Grupo Santillana de Ediciones, S. A.

“Todos los derechos reservados. Se autoriza la conservación de una copiadescargada de la presente obra en el terminal del usuario así como suimpresión siempre que se realice en un ámbito estrictamente privado. Quedaterminantemente prohibida su distribución, comunicación pública,reproducción, modificación, transmisión o reenvío, en todo o en parte, porcualesquiera medios. Cualquier uso distinto al expresamente autorizadorequerirá el permiso previo y por escrito de la editorial.”

A Antonio Cardenal, por diez años de amistad, cine y estocadas.

¿Qué se saca de aquesto? ¿Alguna gloria?¿Algunos premios, o aborrecimiento?Sabrálo quien leyere nuestra historia.

Garcilaso de la Vega

«Ya estamos muy abatidos, porque los que nos han de hon-rar nos desfavorecen. El solo nombre de español, que enotro tiempo peleaba y con la reputación temblaba de éltodo el mundo, ya por nuestros pecados lo tenemos casi per-dido...»

Cerré el libro y miré a donde todos miraban. Después de variashoras de encalmada, el Jesús Nazareno se adentraba en la bahía,impulsado por el viento de poniente que ahora henchía entre cru-jidos la lona del palo mayor. Agrupados en la borda del galeón,bajo la sombra de las grandes velas, soldados y marineros señala-ban los cadáveres de los ingleses, muy lindamente colgados bajolos muros del castillo de Santa Catalina, o en horcas levantadas alo largo de la orilla, en la linde de los viñedos que se asomaban alocéano. Parecían racimos de uvas esperando la vendimia, con ladiferencia de que a ellos los habían vendimiado ya.

–Perros –dijo Curro Garrote, escupiendo al mar.Tenía la piel grasienta y sucia, como todos nosotros: poca agua

y jabón a bordo, y liendres como garbanzos después de cinco se-manas de viaje desde Dunquerque por Lisboa, con los veteranosrepatriados del ejército de Flandes. Se tocaba con resentimiento el

I. LOS AHORCADOS DE CÁDIZ

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brazo izquierdo, medio estropeado por los ingleses en el reductode Terheyden, contemplando satisfecho la restinga de San Sebas-tián; donde, frente a la ermita y su torre de la linterna, humeabanlos restos del barco que el conde de Lexte había hecho incendiarcon cuantos muertos propios pudo recoger, antes de reembarcar asu gente y retirarse.

–Han ajustado lo suyo –comentó alguien.–Más lucido sería el cobro –apostilló Garrote– si nosotros lle-

gáramos a tiempo.Se le traspasaban las ganas de colgar él mismo algunos de

aquellos racimos. Porque ingleses y holandeses habían venido so-bre Cádiz una semana atrás, tan prepotentes y sobrados comosolían, con ciento cinco naves de guerra y diez mil hombres, re-sueltos a saquear la ciudad, quemar nuestra armada en la bahía yapoderarse de los galeones de las flotas del Brasil y Nueva España,que estaban al llegar. Su talante vino más tarde a contarlo el granLope de Vega en su comedia La moza de cántaro, con el soneto fa-moso:

Atrevióse el inglés, de engaño armado,porque al león de España vio en el nido...

Y de esa manera había llegado el de Lexte, taimado, cruel y pi-rata como buen inglés –aunque los de su nación se adobaran siem-pre con fueros e hipocresía–, desembarcando mucha gente hastarendir el fuerte del Puntal. En aquel tiempo, ni el joven Carlos I nisu ministro Buckingham perdonaban el desplante hecho cuandoel primero pretendió desposar a una infanta de España, y se le en-

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tretuvo en Madrid dándole largas hasta que terminó de vuelta aLondres y muy corrido –me refiero al lance, que recordarán vues-tras mercedes, en que el capitán Alatriste y Gualterio Malatesta es-tuvieron en un tris de agujerearle el jubón–. En cuanto a Cádiz, adiferencia de lo que pasó treinta años antes cuando el saco de laciudad por Essex, esta vez no lo quiso Dios: nuestra gente estabapuesta sobre las armas, la defensa fue reñida, y a los soldados de lasgaleras del duque de Fernandina se unieron los vecinos de Chicla-na, Medina Sidonia y Vejer, amén de infantes, caballos y soldadosviejos que por allí había; y con todo esto dieron tan recia brasa alos ingleses que se les estorbó con buena sangría el propósito. Demanera que, tras sufrir mucho y no pasar de donde se hallaba,reembarcó Lexte a toda prisa, conocedor de que en lugar de la flotadel oro y la plata de Indias, lo que venían eran nuestros galeones,seis barcos grandes y otras naves menores españolas y portugue-sas –en ese tiempo compartíamos imperio y enemigos gracias ala herencia materna del gran rey Felipe, el segundo Austria– to-das con buena artillería, soldados de tercios reformados y vetera-nos con licencia, gente muy hecha al fuego en Flandes; que ente-rado nuestro almirante del suceso en Lisboa, forzaba el trapo paraacudir a tiempo.

El caso es que ahora las velas herejes eran puntitos blancos en elhorizonte. Las habíamos cruzado la tarde anterior, lejos, de vueltaa casa después de su intento fallido de repetir la fortuna del añonoventa y seis, cuando ardió todo Cádiz y hasta los libros de las bi-bliotecas se llevaron. No deja de tener su gracia que los ingleses sealaben tanto por la derrota de la que llaman con ironía nuestra In-vencible, y por lo de Essex y cosas como ésa; pero nunca traigan a

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colación las ocasiones en que a ellos les salió el cochino mal capa-do. Que si aquella infeliz España era ya un imperio en decadencia,con tanto enemigo dispuesto a mojar pan en la pepitoria y arre-bañar los menudos, aún quedaban dientes y zarpas para vendercara la piel del viejo león, antes de que se repartieran el cadáver loscuervos y los mercaderes a quienes la doblez luterana y anglicana–el diablo los cría y ellos se juntan– permitió siempre conjugar sinembarazo el culto a un Dios de manga ancha con la piratería y elbeneficio comercial; que entre herejes, ser ladrón devino siemprerespetada arte liberal. De modo que, de creer a sus cronistas, losespañoles guerreábamos y esclavizábamos por soberbia, codicia yfanatismo, mientras todos los demás que nos roían los zancajos,ésos saqueaban, traficaban y exterminaban en nombre de la liber-tad, la justicia y el progreso. En fin. Cosas veredes. De cualquiermanera, lo que esta famosa jornada dejaban atrás los ingleses erantreinta naves perdidas en Cádiz, banderas humilladas y buen golpede muertos en tierra, cosa de un millar, sin contar los rezagados ylos borrachos que los nuestros ahorcaban sin misericordia en lasmurallas y en las viñas. Esta vez les había salido el tiro por elmocho del arcabuz, a los hideputas.

Al otro lado de los fuertes y las viñas podíamos distinguir la ciu-dad de casas blancas y sus altas torres semejantes a atalayas. Do-blamos el baluarte de San Felipe situándonos fronteros al puerto,oliendo la tierra de España como los asnos huelen el verde. Unoscañones nos saludaban con salvas de pólvora, y respondían con es-

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truendo las bocas de bronce que asomaban por nuestras portas. Enla proa del Jesús Nazareno, los marineros aprestaban las áncoras dehierro para dar fondo. Y al cabo, cuando en la arboladura gualdra-peó la lona recogida por los hombres encaramados a las antenas,guardé en la mochila el Guzmán de Alfarache –comprado por el ca-pitán Alatriste en Amberes para disponer de lectura en el viaje– yfui a reunirme con mi amo y sus camaradas en la borda del combés.Alborotaban casi todos, dichosos ante la proximidad de la tierra,sabiendo que estaban a punto de acabar las zozobras del viaje, el pe-ligro de ser arrojados por vientos contrarios sobre la costa, el hedorde la vida bajo cubierta, los vómitos, la humedad, el agua semipo-drida y racionada a medio cuartillo por día, las habas secas y el biz-cocho agusanado. Porque si miserable es la condición del soldadoen tierra, mucho peor lo es en el mar; que si allí quisiera Dios ver alhombre, no le habría dado pies y manos, sino aletas.

El caso es que cuando llegué junto a Diego Alatriste, mi amosonrió un poco, poniéndome una mano en el hombro. Tenía el ai-re pensativo, sus ojos glaucos observaban el paisaje, y recuerdo quellegué a pensar que no era el aspecto de un hombre que regresaraa ninguna parte.

–Ya estamos aquí otra vez, zagal.Lo dijo de un modo extraño, resignado. En su boca, estar allí

no parecía diferente de estar en cualquier otro sitio. Yo miraba Cá-diz, fascinado por el efecto de la luz sobre sus casas blancas y lamajestuosidad de su inmensa bahía verde y azul; aquella luz tandistinta de mi Oñate natal, y que sin embargo también sentía co-mo propia. Como mía.

–España –murmuró Curro Garrote.

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Sonreía torcido, el aire canalla, y había pronunciado el nombreentre dientes, como si lo escupiese.

–La vieja perra ingrata –añadió.Se tocaba el brazo estropeado cual si de pronto le doliera, o pre-

guntándose para sus adentros en nombre de qué había estado apunto de dejarlo, con el resto del pellejo, en el reducto de Terhey-den. Iba a decir algo más; pero Alatriste lo observó de soslayo, elaire severo, la pupila penetrante y aquella nariz aguileña sobreel mostacho que le daba el aspecto amenazador de un halcón peli-groso y seco. Lo miró un instante, luego me miró a mí y volvió aclavar sus ojos helados en el malagueño, que cerró la boca sin irmás allá.

Echábanse entretanto al agua las áncoras, y nuestra nave quedóinmóvil en la bahía. Hacia la banda de arena que unía Cádiz contierra firme se veía salir humo negro del baluarte del Puntal, perola ciudad no había sufrido apenas los efectos de la batalla. La gentesaludaba moviendo los brazos en la orilla, congregada ante los al-macenes reales y el edificio de la aduana, mientras faluchos y pe-queñas embarcaciones nos rodeaban entre vítores de sus tripula-ciones, como si los ingleses hubieran huido de Cádiz por nuestracausa. Luego supe que nos tomaban equivocadamente por avanza-da de la flota de Indias, a cuya arribada anual, lo mismo que el es-carmentado Lexte y sus piratas anglicanos, nos adelantábamos al-gunos días.

Y voto a Cristo que el nuestro había sido también un viaje largoy lleno de azares; sobre todo para mí, que nunca había visto los fríosmares septentrionales. Desde Dunquerque, en convoy de siete ga-leones, otras naves mercantes y varios corsarios vascongados y fla-

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mencos hasta sumar dieciséis velas, habíamos roto el bloqueo ho-landés rumbo al norte, donde nadie nos esperaba, y caído sobre laflota arenquera neerlandesa para ejecutar en ella muy linda mon-tería antes de rodear Escocia e Irlanda y bajar luego hacia el surpor el océano. Los mercantes y uno de los galeones se desviaron decamino, a Vigo y a Lisboa, y el resto de las grandes naves seguimosrumbo a Cádiz. En cuanto a los corsarios, ésos se habían quedadopor arriba, merodeando frente a las costas inglesas, haciendo muybien su oficio, que era el de saquear, incendiar y perturbar las acti-vidades marítimas del enemigo, del mismo modo que éste nos lohacía a nosotros en las Antillas y en donde podía. Que a vecesDios queda bien servido, y donde las dan las toman.

Fue en ese viaje donde asistí a mi primer combate naval, cuan-do pasado el canal entre Escocia y las Shetland, pocas leguas aloeste de una isla llamada Foula, o Foul, negra e inhóspita comotodas aquellas tierras de cielo gris, dimos sobre una gran flotilla deesos pesqueros de arenque que los holandeses llaman buizen, es-coltada por cuatro naves de guerra luteranas, entre ellas una urcagrande y de buen porte. Y mientras nuestros mercantes quedabanaparte, voltejeando a barlovento, los corsarios vascos y flamencosse lanzaron como buitres sobre los pesqueros, y el Virgen del Azo-gue, que así se llamaba nuestra capitana, nos condujo al resto con-tra los navíos de guerra holandeses. Quisieron los herejes, comoacostumbran, jugar de la artillería tirando de lejos con sus cañonesde cuarenta libras y con las culebrinas, merced a la pericia en lasmaniobras de sus tripulaciones, más hechas al mar que los espa-ñoles; habilidad en la que –como demostró el desastre de la GranArmada– ingleses y holandeses nos aventajaban siempre, pues sus

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soberanos y gobernantes alentaron la ciencia náutica y cuidarona sus marinos, pagándolos bien; mientras que España, cuyo inmen-so imperio dependía del mar, vivió de espaldas a éste, habituada atener en más al soldado que al navegante. Que cuando hasta lasmeretrices de los puertos blasonaban de Guzmanes y Mendozas, lamilicia teníase aquí por cosa hidalga, y a la gente de mar, por ofi-cio bajo. Con el resultado de que el enemigo sumaba buenos ar-tilleros, tripulantes hábiles y experimentados capitanes de mar yguerra; y nosotros, pese a contar con buenos almirantes y pilotosy aún mejores barcos, teníamos muy valiente infantería embarca-da y poco más. De cualquier manera, lo cierto es que en aqueltiempo los españoles todavía éramos muy temidos en el cuerpo acuerpo; y ésa era la causa de que los combates navales consistieransiempre en el intento de holandeses e ingleses por mantenerse le-jos, desarbolarnos con su fuego y arrasar nuestras cubiertas paramatarnos mucha gente hasta rendirnos, procurando nosotros, alcontrario, acercarnos lo bastante para pasar al abordaje, que eradonde la infantería española daba lo mejor de sí misma y solíamostrarse cruel e imbatible.

De ese modo transcurrió el combate de la isla Foula, intentan-do los nuestros acortar distancia, como acostumbrábamos, y pro-curando estorbarlo con muchos tiros el enemigo, como él tambiénusaba. Pero el Azogue, pese al castigo que le dejó parte de la jarciasuelta y la cubierta encharcada de sangre, logró entrar muy gallar-damente en mitad de los herejes, tan junto a la capitana que las velasde su cebadera barrían el combés del holandés; y por allí arrojaronarpeos de abordaje y empezó a meterse mucha infantería españolaen la urca entre fogonazos de mosquetería y blandir de picas y ha-

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chas. Y a poco, nosotros, que a bordo del Jesús Nazareno nos sota-venteábamos arcabuceando la otra banda del enemigo, vimos có-mo los nuestros llegaban al alcázar de la capitana holandesa y secobraban muy en crudo cuanto los otros les habían tirado de lejos.Y baste, en resumen, apuntar que los más afortunados entre losherejes fueron quienes se echaron al agua gélida con tal de escaparal degüello. De esa manera les tomamos dos urcas y hundimosuna tercera, escapando la cuarta bien maltrecha, mientras los cor-sarios –nuestros flamencos católicos de Dunquerque no se que-daron atrás en la faena– saquearon e incendiaron muy a su gustoveintidós arenqueros, que navegaban dando bordos desesperadosen todas direcciones como gallinas a las que se les cuelan raposasen el gallinero. Y al anochecer, que en la latitud de aquellos maresllega cuando en España apenas es media tarde, dimos vela al su-doeste dejando en el horizonte un paisaje de incendios, náufragosy desolación.

Ya no hubo más incidentes salvo las incomodidades propias delviaje, si descontamos tres días de temporal a medio camino entreIrlanda y el cabo Finisterre que nos tuvieron a todos zarandeadosbajo cubierta con el paternoster y el avemaría en la boca –un ca-ñón suelto aplastó como chinches a unos cuantos contra los mam-paros, antes de que pudiéramos trincarlo de nuevo– y dejaronmaltrecho el galeón San Lorenzo, que al cabo terminaría separán-dose de nosotros para resguardarse en Vigo. Luego vino la noticiade que el inglés había ido otra vez sobre Cádiz, lo que conocimoscon gran alarma en Lisboa; de modo que mientras algunos buquesde la guardia de la carrera de Indias salían rumbo a las islas Azores,al encuentro de la flota del tesoro para reforzarla y prevenirla, no-

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sotros desplegamos vela para ir a Cádiz en buena hora; con oca-sión, como dije, de ver las espaldas a los ingleses.

Todo aquel tiempo, en fin, lo utilicé en leer con mucho deleitey provecho el libro de Mateo Alemán, y otros que el capitán Ala-triste había traído, o pudo conseguir a bordo –que fueron, si norecuerdo mal, la Vida del Escudero Marcos de Obregón, un Suetonioy la segunda parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Man-cha–. También el viaje tuvo para mí un aspecto práctico que con eltiempo sería utilísimo; y fue que tras mi experiencia de Flan-des, donde ya me había hecho con todas las mañas relacionadascon la guerra, el capitán Alatriste y sus camaradas me ejercitaronen la verdadera destreza de las armas. Yo iba camino de los dieci-séis como por la posta, mi cuerpo alcanzaba buenas proporciones,y las fatigas flamencas habíanme endurecido los miembros, asen-tado el temple y cuajado el ánimo. Diego Alatriste conocía mejorque nadie que una hoja de acero iguala al hombre humilde con elmás alto monarca; y que cuando los naipes vienen malos, metermano a la toledana es recurso mejor que otros para ganarse el pan,o defenderlo. Por eso, a fin de completar mi educación por el ladoáspero iniciado en Flandes, decidió hacerme plático en los secretosde la esgrima; y de ese modo, a diario, buscábamos un lugar de-sembarazado de la cubierta donde los camaradas nos dejaban es-pacio, e incluso hacían corros para mirar con ojo experto y me-nudear opiniones y consejos, adobándolos con hazañas y lances aveces más inventados que reales. En aquel ambiente de gente co-nocedora –no hay mejor maestro, dije una vez, que el bien acuchi-llado–, el capitán Alatriste y yo practicábamos estocadas, fintas, al-cances y retiradas, golpes de uñas arriba y uñas abajo con heridas

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de punta o por los filos, y todos los etcéteras que componen la pa-noplia de un esgrimidor profesional. Así aprendí a reñir a lo bra-vo, a sujetar la espada del contrario y entrarle recto por los pechos,a salir cortándole el rostro de revés, a herir de tajo y dar estocadascon la espada y la daga, a cegar con la luz de un farol, o con el sol, aayudarme sin empacho con puntapiés y codazos, o las mil tretaspara embarazar la hoja del contrario con la capa y matar en un vál-game Dios. Aquello, en suma, que suponía destreza de espada-chín. Y aunque estábamos lejos de sospecharlo, muy pronto ten-dría ocasión de ponerlo en práctica; pues una carta nos esperabaen Cádiz, un amigo en Sevilla, y una increíble aventura en la barradel Guadalquivir. Todo lo cual, y cada cosa a su tiempo, me pro-pongo contar despacio a vuestras mercedes.

Querido capitán Alatriste:Quizá os sorprendan estas letras, que sirven en primer

lugar para daros la bienvenida por vuestro retorno a España,que espero hayáis concluido con toda felicidad.

Gracias a las noticias que me remitisteis desde Amberes,donde pálido os vio el Escalda, buen soldado, he podido seguirvuestros pasos; y espero que sigáis sano y bueno, como nuestroquerido Íñigo, pese a las añagazas del cruel Neptuno. De ser así,creed que llegáis en el momento justo. Porque en caso de que avuestro arribo a Cádiz todavía no haya venido la flota de In-dias, debo rogaros que acudáis de inmediato a Sevilla por losmedios más adecuados. En la ciudad del Betis está el Rey Nues-

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tro Señor, que visita Andalucía con Su Majestad la Reina;y puesto que mi favor cerca de Philipo Cuarto y de su Atlante elconde duque sigue en grata privanza (aunque ayer se fue, ma-ñana no ha llegado, y un soneto o un epigrama inoportunospueden costarme otro destierro a mi Ponto Euxino de la Torrede Juan Abad), estoy aquí en su ilustre compañía, haciendo unpoco de todo, y en apariencia mucho de nada; al menos de for-ma oficial. En cuanto a lo oficioso, eso os lo referiré con detallecuando tenga el gusto de abrazaros en Sevilla. Hasta entoncesno puedo decir más. Sólo que, teniendo que ver con vuestramerced, se trata (naturalmente) de un asunto de espada.

Os mando mi afectuoso abrazo, y el saludo del conde deGuadalmedina; que también anda por aquí, tan lindo de tallecomo acostumbra, seduciendo sevillanas.

Vuestro amigo, siempreFran.co de Quevedo Villegas

Diego Alatriste guardó la carta en el jubón y subió al esquife,acomodándose a mi lado entre los fardos de nuestro equipaje. So-naron las voces de los barqueros al inclinarse sobre los remos, cha-potearon éstos, y el Jesús Nazareno fue quedando atrás, inmóvil enel agua quieta junto a los otros galeones, imponentes sus altos cos-tados negros de calafate, con la pintura roja y los dorados relucien-do en la claridad del día y la arboladura elevándose al cielo entresu jarcia enmarañada. A poco estábamos en tierra, sintiendo elsuelo oscilar bajo nuestros pies inseguros. Caminábamos aturdi-

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dos entre la gente, con tanto espacio para movernos tras demasia-do tiempo en la cubierta de un buque. Nos deleitábamos con lacomida expuesta a la puerta de las tiendas: las naranjas, los limo-nes, las pasas, las ciruelas, el olor de las especias, las salazones y elpan blanco de las tahonas, las voces familiares que pregonaban gé-neros y mercancías singulares como papel de Génova, cera de Ber-bería, vinos de Sanlúcar, Jerez y El Puerto, azúcar de Motril... Elcapitán se hizo afeitar y arreglar el pelo y el mostacho a la puertade una barbería; y permanecí a su lado, mirando complacido alre-dedor. En aquel tiempo Cádiz todavía no desplazaba a Sevilla en lacarrera de Indias, y la ciudad era pequeña, con cuatro o cinco po-sadas y mesones; pero las calles, frecuentadas por genoveses, por-tugueses, esclavos negros y moros, estaban bañadas de luz cega-dora y el aire era transparente, y todo era alegre y muy distinto aFlandes. Apenas había traza del reciente combate, aunque se veíanpor todas partes soldados y vecinos armados; y la plaza de la IglesiaMayor, hasta la que nos llegamos tras lo del barbero, hormigueabade gente que iba a dar gracias por haberse librado la ciudad del sa-queo y del incendio. El mensajero, un negro liberto enviado pordon Francisco de Quevedo, nos aguardaba allí según lo conve-nido; y mientras nos refrescábamos en un bodegón y comíamosunas tajadas de atún con pan candeal y bajocas hervidas rocia-das con aceite, el mulato nos puso al corriente de la situación.Todas las caballerías estaban requisadas a causa del rebato de losingleses, explicó, y el medio más seguro de ir a Sevilla era cruzarhasta El Puerto de Santa María, donde fondeaban las galeras delrey, y embarcar en una que se disponía a subir por el Guadalquivir.El negro tenía preparado un botecillo con un patrón y cuatro ma-

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rineros; así que volvimos al puerto, y de camino nos entregó unosdocumentos refrendados con la firma del duque de Fernandina,que eran pasaporte para que a Diego Alatriste y Tenorio, soldadodel rey con licencia de Flandes, y a su criado Íñigo Balboa Aguirre,se les facilitase libre tránsito y embarque hasta Sevilla.

En el puerto, donde se amontonaban fardos de equipajes y en-seres de soldados, nos despedimos de algunos camaradas que porallí andaban, tan engolfados en el juego como en las busconas demedio manto que aprovechaban el desembarco para hacer buenapresa. Cuando le dijimos adiós, Curro Garrote ya estaba pie a tie-rra, acuclillado junto a una tabla de juego con más trampas y flo-res que mayo, dándole a la desencuadernada como si le fuera lavida en ello, desabotonada la ropilla y la mejor mano que teníaapoyada en el pomo de la vizcaína por si las moscas, jugando conla otra entre menudeos a un jarro de vino y a los naipes que iban yvenían entre blasfemias, porvidas y votos a tal, viendo ya en dedosajenos la mitad de su bolsa. Pese a todo, el malagueño interrumpióel negocio para desearnos suerte, con la apostilla de que nos vería-mos en cualquier parte, aquí o allá.

–Lo más tarde, en el infierno –concluyó.Después de Garrote nos despedimos de Sebastián Copons, que

como recordarán vuestras mercedes era de Huesca y soldado viejo,pequeño, seco, duro y todavía menos dado a palabras que el pro-pio capitán Alatriste. Copons dijo que pensaba disfrutar un par dedías de su licencia en la ciudad, y luego subiría también hasta Sevi-lla. Contaba cincuenta años, muchas campañas a la espalda y de-masiadas costuras en el cuerpo –la última, la del molino Ruyter, lecruzaba una sien hasta la oreja–; y tal vez era tiempo, comentó, de

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pensar en Cillas de Ansó, el pueblecito donde había nacido. Unamujer moza y un poco de tierra propia haríanle buen acomodo, sies que lograba acostumbrarse a destripar terrones en vez de lutera-nos. Mi amo y él quedaron en verse en Sevilla, donde la hoste-ría de Becerra. Y al despedirse observé que se abrazaban en silen-cio, sin aspavientos pero con una firmeza que les cuadraba muchoa ambos.

Sentí separarme de Copons y de Garrote; incluso del último,que pese a lo vivido juntos nunca había llegado a caerme simpáti-co, con su pelo ensortijado, su pendiente de oro y sus peligrosasmaneras de rufián del Perchel. Pero ocurría que ésos eran los úni-cos camaradas de nuestra vieja escuadra de Breda que nos acompa-ñaban hasta Cádiz. El resto se había ido quedando por aquí y porallá: el mallorquín Llop y el gallego Rivas bajo dos palmos de tie-rra flamenca, uno en el molino Ruyter y otro en el cuartel de Ter-heyden. El vizcaíno Mendieta, si es que aún podía contarlo, segui-ría postrado por el vómito negro en un siniestro hospital parasoldados de Bruselas; y los hermanos Olivares, llevándose comomochilero a mi amigo Jaime Correas, habíanse reenganchado parauna nueva campaña en el tercio de infantería española de donFrancisco de Medina, después de que el nuestro de Cartagena, quetanto había sufrido en el largo asedio de Breda, quedase tempo-ralmente reformado. La guerra de Flandes iba para largo; y sedecía que, tras los esfuerzos en dinero y vidas de los últimos años,el conde duque de Olivares, valido y ministro de nuestro rey donFelipe Cuarto, había decidido poner al ejército de allá arriba enactitud defensiva, para combatir de forma económica, reduciendolas tropas de choque a lo indispensable. Lo cierto es que seis mil

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soldados se habían visto licenciados de grado o por fuerza; y deeste modo volvían a España en el Jesús Nazareno muchos vetera-nos, viejos y enfermos unos, ajustados otros con sus pagas, cum-plido el tiempo reglamentario de servicio o con destino a diferentestercios y agrupaciones en la Península o el Mediterráneo. Cansa-dos muchos, en fin, de la guerra y sus peligros; y que podían decir,como aquel personaje de Lope:

Bien mirado, ¿qué me han hecholos luteranos a mí?Jesucristo los crió,y puede, por varios modos,si Él quiere, acabar con todosmucho más fácil que yo.

También en el puerto de Cádiz se despidió el negro enviadopor don Francisco de Quevedo, después de indicarnos nuestro bo-te al capitán Alatriste y a mí. Subimos a bordo, nos apartamos detierra a fuerza de remos, y tras pasar de nuevo entre nuestros im-ponentes galeones –no era común verlos tan a ras del agua– el pa-trón hizo dar la vela por ser el viento propicio. Cruzamos así la ba-hía rumbo a la desembocadura del Guadalete, y al atardecer nosarrimamos a la borda de la Levantina, una esbelta galera fondeadacon otras muchas en mitad del río, todas con sus antenas y vergasamarradas sobre cubierta, ante las grandes montañas, que parecíannieve, de las salinas en la margen izquierda. La ciudad blanca y pardase extendía por la derecha, con el elevado torreón del castillo pro-tegiendo la boca del fondeadero. El Puerto de Santa María era

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base principal de las galeras del rey nuestro señor, y mi amo lo co-nocía del tiempo en que anduvo embarcado contra turcos y berbe-riscos. En cuanto a las galeras, esas máquinas de guerra movidaspor músculos y sangre humana, también sabía de ellas más de loque muchos quisieran saber. Por eso, tras presentarnos al capitánde la Levantina, que visto el pasaporte nos autorizó a quedarnos abordo, Alatriste buscó un lugar cómodo en una ballestera, ensebólas manos del cómitre de la chusma con uno de a ocho, y se instalóconmigo, recostado en nuestro equipaje y sin quitar mano de ladaga en toda la noche. Que en gurapas, o sea, en galeras, me dijoen susurros y con una sonrisa bailándole bajo el mostacho, desdeel capitán hasta el último forzado, el más honesto no se licenciapara la gloria con menos de trescientos años de purgatorio.

Dormí arropado en mi ruana, sin que las cucarachas y piojosque correteaban por encima añadiesen novedad a lo que ya metenía acostumbrado el largo viaje hecho en el Nazareno; que entreratas, chinches, pulgas y otras alimañas y sabandijas, cualquier bar-co o cosa que flote encierra tan gallarda legión, que son capaces demerendarse a un grumete sin respetar viernes ni cuaresmas. Y cadavez que despertaba para el trámite de rascarme, encontraba cercade mí los ojos abiertos de Diego Alatriste, tan claros que parecíanhechos con la misma luz de la luna que se movía despacio sobrenuestras cabezas y los mástiles de la galera. Yo recordaba su bromasobre lo de licenciarse del purgatorio. Lo cierto es que nunca lehabía oído comentar la causa de la licencia pedida a nuestro ca-

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pitán Bragado al término de la campaña de Breda, y ni entonces nidespués pude arrancarle una sílaba sobre el particular; pero intuyoque algo tuve que ver con esa decisión. Sólo más tarde supe que enalgún momento Alatriste barajó la posibilidad, entre otras, de pa-sar conmigo a las Indias. Ya he contado que desde la muerte de mipadre en un baluarte de Jülich, corriendo el año veintiuno, el ca-pitán se ocupaba de mí a su manera; y por esas fechas había llega-do a la conclusión de que, cumplida la experiencia militar flamen-ca, útil para un mozo de mi siglo y condiciones si no dejaba en ellala salud, la piel o la conciencia, ya era tiempo de prevenir mi edu-cación y futuro regresando a España. No era el de soldado el oficioque Alatriste creía mejor para el hijo de su amigo Lope Balboa,aunque eso lo desmentí con el tiempo, cuando después de Nord-lingen, la defensa de Fuenterrabía y las guerras de Portugal y Cata-luña, fui alférez en Rocroi; y tras mandar una bandera senté plazacomo teniente de los correos reales y luego como capitán de laguardia española del rey don Felipe Cuarto. Pero tal biografía dacumplida razón a Diego Alatriste; pues aunque peleé honrosamentecomo buen católico, español y vascongado en muchos campos debatalla, poco obtuve de eso; y debí las ventajas y ascensos más alfavor del rey, a mi relación con Angélica de Alquézar y a la fortunaque me acompañó siempre, que a los resultados de la vida militarpropiamente dicha. Que España, pocas veces madre y más a me-nudo madrastra, mal paga siempre la sangre de quien la vierte a suservicio; y otros con más mérito se pudrieron en las antesalas defuncionarios indiferentes, en los asilos de inválidos o a la puertade los conventos, del mismo modo que antes se habían podridoen los asaltos y trincheras. Que si yo fui afortunado por excepción,

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en el oficio de Alatriste y el mío, lo común después de toda una vi-da viendo granizar las balas sobre los arneses era terminar:

Bien roto, con mil heridas,yendo a dar tus memorialespor dicha, en los hospitalesdonde se acaban las vidas.

O pedir no ya una ventaja, un beneficio, una bandera o siquie-ra pan para tus hijos, sino simple limosna por venir manco de Le-panto, de Flandes o del infierno, y que te dieran con la puerta enlas narices por aquello de:

Si a Su Majestad sirvióy el brazo le estropeósu poca ventura allí,¿hemos de pagarle aquílo que en Flandes peleó?

También, imagino, el capitán Alatriste se hacía viejo. No ancia-no, si entienden vuestras mercedes; pues en esa época –finales delprimer cuarto cumplido del siglo– debía de andar por los cuarentay muy pocos años. Hablo de viejo por dentro cual corresponde ahombres que, como él, habían peleado desde su mocedad por laverdadera religión sin obtener a cambio más que cicatrices, traba-jos y miserias. La campaña de Breda, donde Alatriste había puestoalgunas esperanzas para él y para mí, había sido ingrata y dura, conjefes injustos, maestres crueles, harto sacrificio y poco beneficio;

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y salvo el saco de Oudkerk y algunas pequeñas rapiñas locales, alcabo de dos años estábamos todos tan pobres como al principio, sidescontamos la paga de licencia –la de mi amo, pues los mochile-ros no cobrábamos– que en forma de algunos escudos de plata ibaa permitirnos sobrevivir unos meses. Pese a ello, el capitán aún ha-bría de pelear más veces, cuando la vida nos puso en la ocasiónineludible de volver bajo las banderas españolas; hasta que, ya conel cabello y el mostacho grises, lo vi morir como lo había visto vi-vir: de pie, el acero en la mano y los ojos tranquilos e indiferentes,en la jornada de Rocroi, el día que la mejor infantería del mundose dejó aniquilar, impasible, en un campo de batalla por ser fiel asu rey, a su leyenda y a su gloria. Y con ella, del modo en que siem-pre lo conocí, tanto en la fortuna, que fue poca, como en la mise-ria, que fue mucha, el capitán Alatriste se extinguió leal a sí mis-mo. Consecuente con sus propios silencios. A lo soldado.

Pero no adelantemos episodios, ni acontecimientos. Decía avuestras mercedes que desde mucho antes de que todo eso ocu-rriera, algo moría en el que entonces era mi amo. Algo indefinible,de lo que empecé a ser de veras consciente en aquel viaje por marque nos trajo de Flandes. Y a esa parte de Diego Alatriste, yo, quealcanzaba meridiana lucidez con el vigor de los años, aun sin en-tender bien lo que era, la veía morir despacio. Más tarde dedujeque se trataba de una fe, o de los restos de una fe: quizás en la con-dición humana, o en lo que descreídos herejes llaman azar y loshombres de bien llaman Dios. O tal vez la dolorosa certeza de queaquella pobre España nuestra, y el mismo Alatriste con ella, se des-lizaba hacia un pozo sin fondo y sin esperanza del que nadie iba asacarla, ni a sacarnos, en mucho tiempo y muchos siglos. Y toda-

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vía me pregunto si mi presencia a su lado, mi mocedad y mi mira-da –yo aún lo veneraba entonces– no contribuirían a hacerle man-tener la compostura. Una compostura que en otras circunstanciastal vez quedase anegada como mosquitos en vino, en aquellas ja-rras que de vez en cuando eran demasiadas. O resuelta en el negroy definitivo cañón de su pistola.

Habrá que matar –dijo don Francisco de Quevedo–. Y puedeque mucho.

–Sólo tengo dos manos –respondió Alatriste.–Cuatro –apunté yo.El capitán no apartaba los ojos de la jarra de vino. Don Francis-

co se ajustó los espejuelos y me miró reflexivo, antes de volversehacia el hombre sentado junto a una mesa al otro extremo, en unrincón discreto de la hostería. Ya estaba allí cuando llegamos, ynuestro amigo el poeta lo había llamado micer Olmedilla, sin pre-sentaciones ni detalles, salvo que al cabo añadió la palabra conta-dor: el contador Olmedilla. Era hombre pequeño, flaco, calvo ymuy pálido. Su aspecto resultaba tímido, ratonil, pese a la indu-mentaria negra y al bigotito curvado en las puntas rematando unabarba corta y rala. Tenía manchas de tinta en los dedos: parecía unleguleyo, o un funcionario que viviera a la luz de las velas, entre le-

II. UN ASUNTO DE ESPADA

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gajos y papeles. Ahora lo vimos asentir, prudente, a la preguntamuda que le hacía don Francisco.

–El negocio tiene dos partes –confirmó Quevedo al capitán–.En la primera, lo asistiréis en ciertas gestiones –indicó al hombre-cillo, que se mantenía impasible ante nuestro escrutinio–... Para lasegunda, podréis reclutar la gente necesaria.

–La gente necesaria cobra una señal por adelantado.–Dios proveerá.–¿Desde cuándo metéis a Dios en estos lances, don Francisco?–Tenéis razón. De cualquier modo, con o sin él, no es oro lo

que falta.Bajaba la voz, no sé si al mencionar el oro o a Dios. Los dos

años largos transcurridos desde nuestra aventura con la Inquisi-ción, cuando don Francisco de Quevedo rescató mi vida en plenoauto de fe a fuerza de picar espuelas, habían puesto un par de arru-gas más en su frente. También tenía el aire cansado mientras dabavueltas a la inevitable jarra de vino, esta vez blanco y añejo de laFuente del Maestre. El rayo de sol de la ventana iluminaba el po-mo dorado de su espada, mi mano apoyada en la mesa, el perfil encontraluz del capitán Alatriste. La hostería de Enrique Becerra, fa-mosa por su cordero a la miel y por el guiso de carrillada de puer-co, estaba cerca de la mancebía del Compás de la Laguna, junto ala puerta del Arenal; y desde el piso alto podían verse, detrás de lasmurallas y la ropa blanca que las putas colgaban en la terraza parasecarla al sol, los mástiles y los gallardetes de las galeras amarradasal otro lado del río, en la orilla de Triana.

–Ya lo veis, capitán –añadió el poeta–. Una vez más, no quedasino batirse... Aunque esta vez yo no os acompañe.

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Ahora sonreía amistoso y tranquilizador, con aquel afecto sin-gular que siempre había reservado para nosotros.

–Cada cual –murmuró Alatriste– tiene su sombra. Vestía de pardo, con jubón de gamuza, valona lisa, gregüescos

de lienzo y polainas, a lo militar. Sus últimas botas se habían que-dado con las suelas llenas de agujeros a bordo de la Levantina,cambiadas al sotacómitre por unas huevas secas de mújol, habascocidas y un pellejo de vino para sostenernos en el viaje río arriba.Por esa, entre otras razones, mi amo no parecía lamentar dema-siado que el primer lance apenas pisada tierra española fuese unainvitación para volver a su antiguo oficio. Quizá porque el encar-go venía de un amigo, o porque el amigo decía transmitir ese en-cargo de más arriba y más alto; y sobre todo, imagino, porque labolsa que traíamos de Flandes no sonaba al agitarla. De vez encuando el capitán me miraba pensativo, preguntándose en qué lu-gar exacto de todo aquello me situaban los dieciséis años por losque yo andaba en sazón, y la destreza que él mismo me había en-señado. Yo no ceñía espada, por supuesto, y sólo mi buena dagade misericordia colgaba del cinto a la altura de los riñones; peroya era mochilero probado en la guerra, listo, rápido, valiente y lis-to para hacer buen avío cuando se terciara. La cuestión para Ala-triste, imagino, era dejarme dentro o dejarme fuera. Aunque tal ycomo estaban las cosas él ya no era dueño de decidirlo solo; paralo bueno o para lo malo, nuestras vidas estaban enlazadas. Y ade-más, como él mismo acababa de decir, cada hombre tiene su pro-pia sombra. En cuanto a don Francisco, por el modo en que meobservaba, admirando el estirón de la juventud y el bozo en milabio superior y en mis mejillas, deduje que pensaba igual: estaba

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en la edad en que un mozo es tan capaz de dar estocadas como derecibirlas.

–Íñigo también –apuntó el poeta.Yo conocía lo bastante a mi amo para saber callar; y así lo hice,

contemplando con fijeza, como él, la jarra de vino –también en esohabía crecido– que estaba ante mí sobre la mesa. La de don Fran-cisco no era una pregunta, sino una reflexión sobre algo que resul-taba obvio; y Alatriste asintió resignado, despacio, tras un silencio.Lo hizo sin llegar a mirarme siquiera, y yo sentí un júbilo interior,muy luminoso y fuerte, que disimulé acercando la jarra a mis la-bios. El vino me supo a gloria, y a madurez. A aventura.

–Entonces bebamos por Íñigo –dijo Quevedo. Bebimos, y el contador Olmedilla, aquel fulano enlutado, me-

nudo y pálido, nos acompañó desde su mesa sin tocar la jarra, conuna seca inclinación de cabeza. En cuanto al capitán, a don Fran-cisco y a mí, ése no era el primer brindis de la jornada, tras el en-cuentro que nos unió a los tres en un abrazo en el puente de barcasque comunicaba Triana con el Arenal, apenas desembarcamos dela Levantina. Habíamos recorrido la costa desde El Puerto de San-ta María, pasando frente a Rota antes de remontar por la barra deSanlúcar hacia Sevilla, primero entre los grandes pinares de los are-nales, y luego entre las arboledas, huertas y florestas que río arribaespesaban las márgenes del cauce famoso que los árabes llamaronUad el Quevir, o río grande. Por contraste, de aquel viaje recuerdosobre todo el silbato del cómitre marcando el ritmo de boga a lachusma, el olor a suciedad y sudor, el resuello de los forzados acom-pasándose con el tintineo de sus cadenas mientras los remos entra-ban y salían del agua con rítmica precisión, impulsando la galera

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contra la corriente. El cómitre, el sotacómitre y el alguacil pasea-ban por la crujía atentos a sus parroquianos; y de vez en cuando elrebenque se abatía sobre la espalda desnuda de algún remolónpara tejerle un jubón de azotes. Era penoso contemplar a los reme-ros, ciento veinte hombres repartidos en veinticuatro bancos, cin-co por cada remo, cabezas rapadas y rostros hirsutos, relucientessus torsos de sudor mientras se incorporaban y volvían a dejarsecaer atrás impulsando los largos maderos de los costados. Habíaallí esclavos moriscos, antiguos piratas turcos y renegados, pero tam-bién cristianos que remaban como forzados, cumpliendo conde-nas de una Justicia que no habían tenido oro suficiente para com-prar a su gusto.

–Nunca –me dijo Diego Alatriste en un aparte– dejes que tetraigan aquí vivo.

Sus ojos claros y fríos, inexpresivos, miraban bogar a aquellosdesgraciados. Ya dije que mi amo conocía bien ese mundo, pueshabía servido como soldado en las galeras del tercio de Nápolescuando La Goleta y las Querquenes, y tras luchar contra venecia-nos y berberiscos él mismo estuvo, en el año trece, a punto de ver-se encadenado en una galera turca. Más tarde, cuando fui soldadodel rey, yo también navegué a bordo de esas naves por el Medite-rráneo; y puedo asegurar que pocas cosas se inventaron sobre elmar tan semejantes al infierno. Que para señalar cuán cruel era lavida al remo, baste decir que aun los peores crímenes castigados abogallas no purgaban más allá de diez años, pues se calculaba lomáximo que un hombre podía soportar sin dejar la salud, la razóno la existencia entre penalidades y azotes:

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Si la camisa les quitasy lavas sus carnes bellas,verás las firmas en ellasde letra tan larga escritas.

El caso es que de ese modo, a golpe de silbato y remo, Guadal-quivir arriba, habíamos llegado a la ciudad que era la más fasci-nante urbe, casa de contratación y mercado del mundo, galeón deoro y de plata anclado entre la gloria y la miseria, la opulencia y elderroche, capital de la mar océana y de las riquezas que por ellaentraban con las flotas anuales de Indias, ciudad poblada por no-bles, comerciantes, clérigos, pícaros y mujeres hermosas, tan rica,pudiente y bella que ni Tiro ni Alejandría en sus días la igualaron.Patria común, dehesa franca, globo sin fin, madre de huérfanos ycapa de pecadores, como la misma España de aquel tiempo mag-nífico y miserable a la vez, donde todo era necesidad, y sin embar-go ninguno que supiera buscarse la vida la sufría. Donde todo erariqueza, y –también como la vida misma– a poco que uno se des-cuidara, la perdía.

Seguimos largo rato de parla en la hostería, sin cambiar palabracon el contador Olmedilla; pero cuando éste se levantó, Quevedodijo de ir tras él, acompañándolo de lejos. Era bueno, apuntó, queel capitán Alatriste se familiarizara con el personaje. Salimos por lacalle de Tintores, admirando la cantidad de extranjeros que fre-cuentaban sus posadas; tomamos luego el camino de la plaza de

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San Francisco y la Iglesia Mayor, y de allí por la calle del Aceitenos llegamos a la Casa de la Moneda, cercana a la Torre del Oro,donde Olmedilla tenía ciertas diligencias. Yo, como pueden supo-ner vuestras mercedes, iba mirándolo todo con los ojos muy abier-tos: los portales recién barridos donde las mujeres echaban agua delos lebrillos y aderezaban macetas, las tiendas de jabón, de espe-cias, de joyas, de espadas, los cajones de las fruteras, las relucientesbacías colgadas en el dintel de cada barbería, los regatones quevendían por las esquinas, las señoras acompañadas de sus dueñas,los hombres que discutían negocios, los graves canónigos monta-dos en sus mulas, los esclavos moros y negros, las casas pintadas dealmagre y cal, las iglesias con tejados de azulejos, los palacios, losnaranjos, los limoneros, las cruces en las calles para recordar algu-na muerte violenta o impedir que los transeúntes hicieran sus ne-cesidades en los rincones... Y todo aquello, pese a ser invierno, re-lucía bajo un sol espléndido que hacía a mi amo y a don Franciscollevar la capa doblada en tercio al hombro o el herreruelo reco-gido, sueltas las presillas y botones del jubón. A la natural bellezade tan famosa urbe se añadía que los reyes estaban allí, y Sevilla ysus más de cien mil habitantes bullían de animación y festejos. Eseaño, de modo excepcional, nuestro señor don Felipe Cuarto sedisponía a celebrar con su augusta presencia la llegada de la flotade Indias, cuyo arribo suponía un caudal de oro y de plata quedesde allí se distribuía –más por nuestra desgracia que por nuestraventura– al resto de la Europa y al mundo. El imperio ultramarinocreado un siglo antes por Cortés, Pizarro y otros aventureros depocos escrúpulos y muchos hígados, sin nada que perder salvo lavida y con todo por ganar, era ahora un flujo de riquezas que per-

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mitía a España sostener las guerras que, por defender su hegemo-nía militar y la verdadera religión, la empeñaban contra medio or-be; dinero más necesario aún, si cabe, en una tierra como la nues-tra, donde –como ya apunté alguna vez– todo cristo se daba aires,el trabajo estaba mal visto, el comercio carecía de buena fama, y elsueño del último villano era conseguir una ejecutoria de hidalgo,vivir sin pagar impuestos y no trabajar nunca; de modo que los jó-venes preferían probar fortuna en las Indias o Flandes a languide-cer en campos yermos a merced de un clero ocioso, de una aristo-cracia ignorante y envilecida, y de unos funcionarios corruptosque chupaban la sangre y la vida: que muy cierta llega la asolaciónde la república el día que los vicios se vuelven costumbre; puesdeja de tenerse por infame al vicioso y toda bajeza se vuelve natu-ral. Así, gracias a los ricos yacimientos americanos, España mantu-vo durante mucho tiempo un imperio basado en la abundancia deoro y plata, y en la calidad de su moneda, que servía lo mismo parapagar ejércitos –cuando se les pagaba– que para importar mercan-cías y manufacturas ajenas. Porque si bien podíamos enviar a lasIndias harina, aceite, vinagre y vino, en todo lo demás se dependíadel extranjero. Eso obligaba a buscar fuera los abastos, y para ellonuestros doblones de oro y los famosos reales de a ocho de plata,que eran muy apreciados, jugaron la carta principal. Nos sostenía-mos así gracias a la ingente cantidad de monedas y barras que deMéjico y el Perú viajaba a Sevilla, desde donde se esparcía luego atodos los países de Europa e incluso a Oriente, para acabar hastaen la India y China. Pero lo cierto es que aquella riqueza terminóaprovechando a todo el mundo menos a los españoles: con unaCorona siempre endeudada, se gastaba antes de llegar; de manera

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que apenas desembarcado, el oro salía de España para dilapidarseen las zonas de guerra, en los bancos genoveses y portugueses queeran nuestros acreedores, e incluso en manos de los enemigos,como bien contó el propio don Francisco de Quevedo en su in-mortal letrilla:

Nace en las Indias honradodonde el mundo le acompaña;viene a morir en España,y es en Génova enterrado.Y pues quien le trae al ladoes hermoso, aunque sea fiero,poderoso caballeroes don Dinero.

El cordón umbilical que mantenía el aliento de la pobre España–paradójicamente rica– era la flota de la carrera de Indias, tanamenazada en el mar por los huracanes como por los piratas. Poreso su llegada a Sevilla era una fiesta indescriptible, ya que ademásdel oro y la plata del rey y de los particulares venían con ella lacochinilla, el añil, el palo campeche, el palo brasil, lana, algodón,cueros, azúcar, tabaco y especias, sin olvidar el ají, el jengibre y laseda china traída de Filipinas por Acapulco. De ese modo, nues-tros galeones navegaban en convoy desde Nueva España y TierraFirme, tras reunirse en Cuba hasta formar una flota gigantesca.Y ha de reconocerse, pese a las carencias y los problemas y los de-sastres, que durante todo ese tiempo los marinos españoles hicie-ron con mucho pundonor su trabajo. Incluso en los peores mo-

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mentos –sólo una vez los holandeses nos tomaron una flota com-pleta–, nuestras naves siguieron cruzando el mar con mucho es-fuerzo y sacrificio; y siempre pudo tenerse a raya, salvo en ciertasocasiones desgraciadas, la amenaza de los piratas franceses, holan-deses e ingleses, en aquella lucha que España libró sola contra trespoderosas naciones resueltas a repartirse sus despojos.

–Hay poca gurullada –observó Alatriste.Era cierto. La flota estaba a punto de llegar, el rey en persona

honraba Sevilla, se preparaban actos religiosos y celebraciones pú-blicas, y sin embargo apenas se veían alguaciles ni corchetes por lascalles. Los pocos que cruzamos iban todos en grupo, con más hie-rro encima que una fundición vizcaína, armados hasta los dientesy recelando de su sombra.

–Hubo un incidente hace cuatro días –explicó Quevedo–. LaJusticia quiso prender a un soldado de las galeras que están ama-rradas en Triana, acudieron soldados y mozos en su socorro, y hu-bo cuchilladas hasta para la sota de copas... Al fin los corchetes pu-dieron traérselo, pero los soldados cercaron la cárcel y amenazaronpegarle fuego si no les devolvían al camarada.

–¿Y cómo terminó la cosa?–El preso había despachado a un alguacil, así que lo ahorcaron

en la reja antes de entregarlo –el poeta se reía bajito al contar aque-llo–... De modo que ahora los soldados quieren hacer montería decorchetes, y la Justicia sólo se atreve a salir en cuadrilla y con mu-cho tiento.

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–¿Y qué dice el rey de todo eso?Estábamos a la sombra del postigo del Carbón, justo debajo de

la Torre de la Plata, mientras el tal Olmedilla resolvía sus asuntosen la Casa de la Moneda. Quevedo señaló las murallas del antiguocastillo árabe que se prolongaban hacia el altísimo campanario dela Iglesia Mayor. Los uniformes amarillos y rojos de la guardia es-pañola –no podíamos imaginar que muchos años después iba avestirlo yo mismo– animaban sus almenas adornadas con las ar-mas de Su Majestad. Otros centinelas con alabardas y arcabucesvigilaban la puerta principal.

–La católica, sacra y real majestad no se entera sino de lo que lecuentan –dijo Quevedo–. El gran Philipo está alojado en el Alcá-zar, y sólo sale de allí para ir de caza, de fiestas o para visitar denoche algún convento... Nuestro amigo Guadalmedina, por cier-to, le hace de escolta. Se han vuelto íntimos.

Pronunciada de aquel modo, la palabra convento me traía fu-nestos recuerdos; y no pude evitar un escalofrío acordándome dela pobre Elvira de la Cruz y de lo cerca que yo mismo había estadode tostarme en una hoguera. Ahora don Francisco observaba auna señora de buen ver, seguida por su dueña y una esclava moris-ca cargada con cestas y paquetes, que descubría los chapines al re-cogerse el ruedo de la falda para eludir un enorme rastro de boñi-gas de caballerías que alfombraba la calle. Cuando la dama pasópor nuestro lado, camino de un coche con dos mulas que aguar-daba algo más lejos, el poeta se ajustó los espejuelos y después qui-tóse el sombrero, muy cortés. «Lisi», murmuró con sonrisa melan-cólica. La dama correspondió con una leve inclinación de cabezaantes de cubrirse un poco más con el manto. Detrás, la dueña,

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añeja y enlutada con sus tocas de cuervo y el rosario largo de quin-ce dieces, lo fulminó con la mirada, y Quevedo le sacó la lengua.Viéndolas irse, sonrió con tristeza y volvióse a nosotros sin decirnada. Vestía el poeta con la sobriedad de siempre: zapatos con he-billa de plata y medias de seda negra, traje gris muy oscuro y som-brero de lo mismo con pluma blanca, la cruz de Santiago bordadaen rojo bajo el herreruelo recogido en un hombro.

–Los conventos son su especialidad –añadió tras aquella brevepausa, soñador, los ojos aún fijos en la dama y su cortejo.

–¿De Guadalmedina o del rey?Ahora era Alatriste quien sonreía bajo su mostacho soldadesco.

Quevedo tardó en responder, y antes suspiró hondo. –De los dos.Me puse al lado del poeta, sin mirarlo.–¿Y la reina?Lo pregunté en tono casual, respetuoso e irreprochable. La cu-

riosidad de un chico. Don Francisco se volvió a observarme conmucha penetración.

–Tan bella como siempre –repuso–. Ya habla un poco mejor lalengua de España –miró a Alatriste, y volvió a mirarme a mí; susojos chispeaban divertidos tras los cristales de los lentes–. Practicacon sus damas, y sus azafatas... Y sus meninas.

El corazón me latió tan fuerte que temí no poder ocultarlo.–¿Todas la acompañan en el viaje?–Todas.La calle me daba vueltas. Ella estaba en esa ciudad fascinante.

Miré alrededor, hacia el descampado Arenal que se extendía entrela ciudad y el Guadalquivir, y era uno de los lugares más pintores-

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cos de la ciudad, con Triana al otro lado, las velas de las carabelasde la sardina y los camaroneros, y toda clase de barquitos yendo yviniendo entre las orillas, las galeras del rey atracadas en la bandatrianera, cubriéndola hasta el puente de barcas, el Altozano y el si-niestro castillo de la Inquisición que allí se alzaba, y la gran copiade grandes naos en el lado de acá: un bosque de mástiles, vergas,antenas, velas y banderas, con el gentío, los puestos de comercian-tes, los fardos de mercancías, el martilleo de los carpinteros de ri-bera, el humo de los calafates y las poleas de la machina naval conla que se despalmaban naves en la boca del Tagarete:

Hierro trae el vizcaíno,el cuartón, el tiro, el pino,el indiano, el ámbar gris,la perla, el oro, la plata,palo de Campeche, cueros.Toda esta arena es dineros.

El recuerdo de la comedia El arenal de Sevilla, que había vistoen el corral del Príncipe cuando apenas era un niño, con Alatriste,el día famoso en que Buckingham y el príncipe de Gales se batie-ron a su lado, permanecía grabado en mi memoria. Y de pron-to, aquel lugar, aquella ciudad que ya era de natural espléndida, setornaba mágica, maravillosa. Angélica de Alquézar estaba allí, y talvez podría verla. Miré de soslayo a mi amo, temeroso de que laturbulencia que me estallaba dentro quedase a la vista. Por suerte,otras inquietudes ocupaban los pensamientos de Diego Alatriste.Observaba al contador Olmedilla, que había concluido su negocio

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y caminaba hacia nosotros con la misma cordialidad que si le lle-váramos la extremaunción: serio, enlutado hasta la gola, sombreronegro de ala corta y sin plumas, y aquella curiosa barbita rala queacentuaba su aspecto ratonil y gris; su aire antipático, de humoresácidos y mala digestión.

–¿Para qué nos necesita semejante estafermo? –murmuró el ca-pitán, mirándolo acercarse.

Quevedo encogió los hombros.–Está aquí con una misión... El propio conde duque mueve los

hilos. Y su trabajo incomodará a más de uno. Saludó Olmedilla con una seca inclinación de cabeza y echa-

mos a andar tras él hacia la puerta de Triana. Alatriste le hablabaa Quevedo a media voz:

–¿Cuál es su trabajo?El poeta respondió en el mismo tono.–Pues eso: contador. Experto en llevar cuentas... Un sujeto que

sabe mucho de números, y de aranceles aduaneros, y cosas de ésas.Da sopas con honda a Juan de Leganés.

–¿Alguien ha robado más de lo normal?–Siempre hay alguien que roba más de lo normal.El ala ancha le arrojaba a Alatriste un antifaz de sombra en la

cara; eso acentuaba la claridad de sus ojos, con la luz y el paisajedel Arenal reflejados en ellos.

–¿Y qué pintamos nosotros en estos naipes?–Yo sólo hago de intermediario. Estoy bien en la Corte, el rey

me pide agudezas, la reina me sonríe... Al privado le hago algúnpequeño favor, y él corresponde.

–Celebro que la Fortuna os halague por fin.

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–No lo digáis muy alto. Tantas tretas me ha jugado, que la mirocon desconfianza.

Alatriste observaba al poeta, divertido.–De cualquier modo, muy cortesano os veo, don Francisco.–No me jodáis, señor capitán –Quevedo se rascaba la golilla, in-

cómodo–. En raras ocasiones las musas son compatibles con co-mer caliente. Ahora estoy en buena racha, soy popular, mis versosse leen en todas partes... Hasta me atribuyen, como siempre, losque no son míos; incluidos algunos engendros de ese Góngora bu-jarra, babilón y sodomita, cuyos abuelos no se hartaron de aborre-cer tocino y clavetear zapatos en Córdoba, donde tienen ejecutoriaen el techo de la Iglesia Mayor. Y cuyos últimos poemas publica-dos acabo de saludar, por cierto, con unas finas décimas que con-cluyen así:

Dejad las ventosidades:mirad que sois en tal casoalbañal por do el Parnasopurga sus bascosidades.

... Pero volviendo a asuntos más serios, os decía que al condeduque le place tenerme de su parte. Me adula y me utiliza... Encuanto a vuestra merced, capitán, se trata de un capricho personaldel privado: por algún motivo os recuerda. Tratándose de Olivares,eso puede ser bueno o puede ser malo. Quizá sea bueno. Además, encierta ocasión le ofrecisteis vuestra espada si ayudaba a salvar a Íñigo.

Alatriste me dirigió una rápida mirada, y luego asintió despa-cio, reflexionando.

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–Tiene una maldita buena memoria, el privado –dijo.–Sí. Para lo que le interesa. Estudió mi amo al contador Olmedilla, que caminaba unos pa-

sos adelante, las manos cruzadas a la espalda y el aire antipático,entre el bullicio de la marina.

–No parece muy hablador –comentó.–No –Quevedo reía, guasón–. En eso vuestra merced y él se lle-

varán bien.–¿Es alguien de fuste?–Ya lo he dicho: sólo un funcionario. Pero se encargó de todo el

papeleo en el proceso por malversación contra don Rodrigo Cal-derón... ¿Os convence el dato?

Dejó correr un silencio para que el capitán captase las implica-ciones del asunto. Alatriste silbó entre dientes. La ejecución públi-ca del poderoso Calderón había conmocionado años atrás a todaEspaña.

–¿Y a quién sigue el rastro ahora?El poeta negó dos veces y dio unos pasos en silencio.–Alguien os lo contará esta noche –concedió al fin–. En cuanto

a la misión de Olmedilla, y de rebote la vuestra, digamos que elencargo es del privado, y el impulso soberano.

Alatriste movió la cabeza, incrédulo.–Os chanceáis, don Francisco.–A fe mía que no. Que me lleve el diablo, en tal caso... O que el

talento me lo sorba del seso el corcovilla Ruiz de Alarcón.–Pardiez.–Eso dije yo cuando me pidieron oficiar de tercero: pardiez. Lo

positivo es que si sale bien tendréis unos escudos por gastar.

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–¿Y si sale mal?–Pues me temo que añoraréis las trincheras de Breda –Quevedo

suspiró, volviéndose en torno como quien busca cambiar de con-versación–... Lamento no poder contaros más, por ahora.

–No necesito mucho más –a mi amo le bailaban la ironía y laresignación en la mirada glauca–. Sólo quiero saber de dónde ven-drán las estocadas.

Quevedo encogió los hombros.–De cualquier sitio, como suelen –seguía ojeando alrededor,

indiferente–. Ya no estáis en Flandes... Esto es España, capitánAlatriste.

Quedaron en verse por la noche, en la hostería de Becerra.El contador Olmedilla, siempre más triste que una carnicería enCuaresma, se retiró a descansar a la posada donde se alojaba, en lacalle de Tintores, que también disponía de un cuarto para noso-tros. Mi amo pasó la tarde ocupándose de sus asuntos, certifican-do su licencia militar y en procura de ropa blanca y bastimentos–también unas botas nuevas– con el dinero que don Franciscohabía adelantado a crédito del trabajo. En cuanto a mí, estuvelibre por un buen rato; y mis pasos me llevaron a dar un bureo porel corazón de la ciudad, disfrutando del ambiente de sus calles yadarves, todo angosto y lleno de arquillos, piedras blasonadas, cru-ces, retablos con cristos, vírgenes y santos, entorpecido por los ca-rruajes y las caballerías, a la vez sucio y opulento, ahíto de vida, concorrillos de gente a la puerta de las tabernas y los corrales de vecin-

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dad, y mujeres –a las que miraba con interés desde mis experien-cias flamencas– trigueñas, aseadas y desenvueltas, cuyo peculiaracento daba a su conversación un metal dulcísimo. Admiré así pa-lacios con patios magníficos tras sus cancelas, con cadenas en lapuerta para mostrar que eran inmunes a la justicia ordinaria, y ob-servé que mientras en Castilla los nobles llevaban su estoicismohasta la ruina misma con tal de no trabajar, la aristocracia sevillanase daba más manga ancha, acercando en muchas ocasiones las pa-labras hidalgo y mercader; de manera que el aristócrata no desde-ñaba los negocios si daban dinero, y el mercader estaba dispuesto agastar un Potosí con tal de ser tenido por hidalgo –hasta los sastresexigían limpieza de sangre para entrar en su gremio–. Eso dabalugar, por una parte, al espectáculo de nobles envilecidos que usa-ban sus influencias y privilegios para medrar bajo mano; y de laotra, que el trabajo y la mercadería tan útiles a las naciones siguie-ran mal vistos, y quedaran en manos de extranjeros. Así, la mayorparte de los nobles sevillanos eran plebeyos ricos que comprabansu acceso al estamento superior con dinero y matrimonios venta-josos, avergonzándose de sus dignos oficios. Se pasaba pues de unageneración de mercaderes a otra de mayorazgos parásitos y ahidal-gados que renegaba del origen de su fortuna, y la dilapidaba sin es-crúpulos. Con lo que se cumplía aquello de que, en España, abue-lo mercader, padre caballero, hijo garitero y nieto pordiosero.

Visité también la Alcaicería de la seda, cuyo recinto cerrado es-taba lleno de tiendas con ricas mercaderías y joyas. Yo vestía calzasnegras con polainas de soldado, cinto de cuero con la daga atrave-sada en los riñones, una almilla de corte militar sobre la camisa re-mendada, y me tocaba con una gorra de terciopelo flamenco muy

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elegante, botín de guerra de los que ya empezaban a ser viejostiempos. Eso y mi juventud me pintaban buena estampa, creo; yme holgué dándome aires de veterano entendido ante las tiendasde espaderos de la calle de la Mar y la de Vizcaínos, o en la rúa devalentones, daifas y gente de la carda que se formaba en la calle de lasSierpes, ante la cárcel famosa entre cuyas negras paredes estuvopreso Mateo Alemán, y donde hasta el buen don Miguel de Cer-vantes había dado con sus infelices huesos. También anduve pavo-neándome junto a esa cátedra de picardía que eran las legendariasgradas de la Iglesia Mayor, hormigueantes de vendedores, ociososy mendigos con su tablilla al cuello que mostraban llagas y defor-midades más falsas que el beso de Judas, o mancos del potro que selo decían de Flandes: amputaciones reales o fingidas lo mismo acuenta de Amberes que de la Mamora, como podían haberlo sidode Roncesvalles o Numancia; pues bastaba mirarles la cara a cier-tos sedicentes mutilados por la verdadera religión, el rey y la pa-tria, para comprender que la única vez que habían visto a un here-je o un turco era de lejos y en un corral de comedias.

Terminé ante los Reales Alcázares, mirando el estandarte de losAustrias ondear sobre las almenas, y los imponentes soldados de laguardia con sus alabardas ante la puerta principal. Anduve por allíun rato, entre los grupos de sevillanos que esperaban por si susmajestades se dejaban ver al entrar o salir. Y ocurrió que, con mo-tivo de haberse acercado demasiado la gente, y yo con ella, al ca-mino de acceso, un sargento de la guardia española vino a decircon malos modos que desalojáramos el sitio. Obedecieron los cu-riosos con presteza; pero el hijo de mi padre, picado por los moda-les del militar, remoloneó con poca diligencia y un aire altanero

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que puso mostaza en las narices del otro. Me empujó sin cortesía;y yo, a quien mi edad y el reciente pasado flamenco hacían pocosufrido en esa materia, lo tuve a gran bellaquería y revolvíme co-mo galgo joven, la mano en el mango de la daga. El sargento, untipo corpulento y mostachudo, soltó una risotada.

–Vaya. Matamoros tenemos –dijo, recorriéndome de arribaabajo–. Demasiado pronto galleas, galán.

Le sostuve los ojos por derecho, sin vergüenza de hacer desver-güenza, con el desprecio del veterano que, pese a mi mocedad, real-mente era. Aquel gordinflón había estado los dos últimos años co-miendo caliente, paseándose por los palacios reales y los alcázares consu vistoso uniforme de escaques amarillos y rojos, mientras yo pe-leaba junto al capitán Alatriste y veía morir a los camaradas enOudkerk, en el molino Ruyter, en Terheyden y en las caponeras deBreda, o me buscaba la vida forrajeando en campo enemigo con lacaballería holandesa pegada al cogote. Qué injusto es, pensé de pron-to, que los seres humanos no puedan llevar la hoja de servicios de suvida escrita en la cara. Luego me acordé del capitán Alatriste y medije, a modo de consuelo, que algunos sí la llevan. Tal vez un día, re-flexioné, también la gente sepa lo que yo hice, o lo intuya, con sólomirarme; y a los sargentos gordos o flacos que nunca tuvieron sualma en el filo de un acero, se les muera el sarcasmo en la garganta.

–La que gallea es mi daga, animal –dije, firme.Parpadeó el otro, que no esperaba tal. Vi que me examinaba de

nuevo. Esta vez advirtió el ademán de mi mano, echada hacia atráspara apoyarse en el mango damasquinado que me sobresalía delcinto. Luego se detuvo en mis ojos con expresión estúpida, incapazde leer lo que había en ellos.

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–Voto a Cristo que voy a...Echaba mantas el sargento, y no de lana. Alzó una mano para

abofetearme, que es la más insufrible de las ofensas –en tiempo denuestros abuelos sólo podía abofetearse a un hombre sin yelmo nicota de malla, lo que significaba que no era caballero–, y me dije:ya está. Quien todo lo quiere vengar, presto se puede acabar; y yoacabo de meterme en un lío sin salida, porque me llamo Íñigo Bal-boa Aguirre y soy de Oñate, y además vengo de Flandes, y mi amoes el capitán Alatriste, y no puedo tener por cara ninguna feriadonde se compre la honra con la vida. Me guste o no me guste, metienen tomadas las veredas; así que cuando baje esa mano no ten-dré otra que darle a cambio a este gordinflón una puñalada en elvientre, toma y daca, y después correr como un gamo a ponermeen cobro, confiando en que nadie me alcance. Lo que dicho encorto –como habría apuntado don Francisco de Quevedo– eraque, para variar, no quedaba sino batirse. Así que contuve el alien-to y me dispuse a ello con la resignación fatalista de veterano quedebía a mi pasado reciente. Pero Dios debe de ocupar sus ratos li-bres en proteger a los mozos arrogantes, porque en ese momentosonó una corneta, se abrieron las puertas y hasta nosotros llegó elsonido de ruedas y cascos sobre la gravilla. El sargento, atento a sunegocio, olvidóme en el acto y corrió a formar a sus hombres; y yome quedé allí, aliviado, pensando que acababa de escapar a unabuena.

Salían carruajes de los Alcázares, y por los emblemas de los co-ches y la escolta a caballo comprendí que era nuestra señora lareina, con sus damas y azafatas. Entonces mi corazón, que duranteel lance con el sargento había permanecido acompasado y firme,

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se desbocó cual si acabaran de soltarle rienda. Todo me dio vuel-tas. Pasaban los carruajes entre saludos y vítores de la gente quecorría para agolparse a su paso, y una mano real, blanca, bella yenjoyada, se agitaba con elegancia en una de las ventanillas, co-rrespondiendo gentil al homenaje. Pero yo estaba pendiente deotra cosa, y busqué afanoso, en el interior de los otros carruajesque pasaban, el objeto de mi desazón. Mientras lo hacía me quitéla gorra y erguí el cuerpo, descubierto y muy quieto ante la visiónfugaz de cabezas femeninas peinadas con moños y tirabuzones,abanicos cubriendo rostros, manos movidas en saludos, encajes,rasos y puntillas. Fue en el último coche donde vislumbré un ca-bello rubio sobre unos ojos azules que me observaron al pasar, re-conociéndome con intensidad y sorpresa, antes de que la visión sealejara y yo permaneciese mirando, sobrecogido, la espalda delpostillón encaramado en la trasera del carruaje y la polvareda quecubría las grupas de los caballos de la escolta.

Entonces oí el silbido a mi espalda. Un silbido que habría sidocapaz de reconocer hasta en el infierno. Sonaba exactamente tiru-rí-ta-ta. Y al volver el rostro me encontré con un fantasma.

–Has crecido, rapaz.Gualterio Malatesta me miraba a los ojos, y tuve la certeza de

que él sí sabía leer en ellos. Vestía de negro, como siempre, con elsombrero del mismo color y ala muy ancha, y la amenazadora es-pada con largos gavilanes colgada de su tahalí de cuero. No llevabacapa ni herreruelo. Seguía siendo alto y flaco, con aquella cara de-

vastada por la viruela y por las cicatrices que le daba un aspecto ca-davérico y atormentado, que la sonrisa que en ese momento medirigía, en vez de atenuar, acentuaba.

–Has crecido –repitió, reflexivo. Pareció a punto de añadir «desde la última vez», pero no lo hi-

zo. La última vez había sido en el camino de Toledo, el día que mecondujo en un coche cerrado hasta los calabozos de la Inquisición.Por diferentes motivos, el recuerdo de aquella aventura era tan in-grato para él como para mí.

–¿Cómo anda el capitán Alatriste?No respondí, limitándome a sostener su mirada, oscura y fija

como la de una serpiente. Al pronunciar el nombre de mi amo, lasonrisa se había hecho más peligrosa bajo el fino bigote recortadodel italiano.

–Veo que sigues siendo mozo de pocas palabras.Apoyaba la mano izquierda, enguantada de negro, en la cazole-

ta de su espada, y se volvía a un lado y a otro, el aire distraído. Looí suspirar levemente. Casi con fastidio.

–Así que también Sevilla –dijo, y luego se quedó callado sin quellegase a penetrar a qué se refería. A poco le dirigió una ojeada al sar-gento de la guardia española, que andaba lejos, ocupado con sus hom-bres junto a la puerta, e hizo un gesto con el mentón, señalándolo.

–Asistí a tu incidente con ése. Yo estaba detrás, entre la gente–me estudiaba reflexivo, como si calculara los cambios que se ha-bían operado en mí desde la última vez–... Veo que sigues siendopuntilloso en asuntos de honra.

–He estado en Flandes –no pude menos que decir–. Con el ca-pitán.

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Movió la cabeza. Ahora había unas pocas canas, observé, ensu bigote y en las patillas que asomaban bajo las alas negras delsombrero. También arrugas nuevas, o cicatrices, en su cara. Losaños pasan para todos, pensé. Incluso para los espadachines mal-vados.

–Sé dónde estuviste –dijo–. Pero Flandes mediante o no, seríabueno que recordaras algo: la honra siempre resulta complicada deadquirir, difícil de conservar y peligrosa de llevar... Pregúntaselo, sino, a tu amigo Alatriste.

Lo encaré con cuanta dureza pude mostrar.–Vaya y pregúnteselo vuestra merced, si tiene hígados. A Malatesta le resbaló el sarcasmo sobre la expresión impertur-

bable. –Yo conozco ya la respuesta –dijo, ecuánime–. Son otros nego-

cios menos retóricos los que tengo pendientes con él. Seguía mirando pensativo en dirección a los guardias de la puer-

ta. Al cabo rió muy entre dientes, como de una broma que no es-tuviese dispuesto a compartir con nadie.

–Hay menguados –dijo de pronto– que no aprenden nada; co-mo ese imbécil que levantaba su mano sin cuidarse de las tuyas–los ojos de serpiente, negros y duros, volvieron a clavarse en mí–... Yo nunca te habría dado ocasión de sacar esa daga, rapaz.

Me volví a observar al sargento de la guardia. Se pavoneaba en-tre sus soldados mientras volvían a cerrarse las puertas de los Rea-les Alcázares. Y era cierto: aquel tipo ignoraba lo cerca que habíaestado de que le metieran un palmo de hierro en las entrañas. Y deque a mí me ahorcaran por su culpa.

–Recuérdalo la próxima vez –dijo el italiano.

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Cuando me giré de nuevo, Gualterio Malatesta ya no estabaallí. Había desaparecido entre la gente y sólo pude ver una som-bra negra alejándose entre los naranjos, bajo el campanario de lacatedral.

Aquella velada había de resultar agitada y toledana; pero antesde llegar a ello tuvimos cena e interesante plática. También hubola imprevista aparición de un amigo: don Francisco de Quevedono le había dicho al capitán Alatriste que la persona con la que ibaa entrevistarse por la noche era su amigo Álvaro de la Marca, con-de de Guadalmedina. Para sorpresa de Alatriste, y también mía, elconde apareció en la hostería de Becerra apenas se puso el sol, tandesenvuelto y cordial como siempre, abrazando al capitán, dedi-cándome una cariñosa cachetada, y reclamando a voces vino de ca-lidad, una cena en condiciones y un cuarto cómodo para charlarcon sus amigos.

–Vive Dios que tenéis que contarme lo de Breda.Vestía muy a premática del rey nuestro señor, salvo el coleto de

ante. El resto era ropa de precio aunque discreta, sin bordados nicosa de oro, botas militares, guantes de ámbar, sombrero y capa

III. ALGUACILES Y CORCHETES

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larga; y bajo el cinto, amén de espada y daga, cargaba un par depistoletes. Conociendo a don Álvaro, era obvio que su noche iba aprolongarse más allá de nuestra entrevista, y que hacia la madru-gada algún marido o abadesa tendrían motivos para dormir conun ojo abierto. Recordé lo que había comentado Quevedo sobresu papel de acompañante en las correrías del rey.

–Te veo muy bien, Alatriste.–Tampoco a vuestra merced se le ve mal.–Psché. Me cuido. Pero no te engañes, amigo mío. En la Corte,

no trabajar da muchísimo trabajo.Seguía siendo el mismo: apuesto, galán, con modales exquisitos

que no estaban reñidos con aquella amable espontaneidad, algoruda y casi a lo soldado, que siempre mantuvo con mi amo desdeque éste salvó su vida cuando el desastre de las Querquenes. Brin-dó por Breda, por Alatriste y hasta por mí, discutió con don Fran-cisco sobre los consonantes de un soneto, despachó con excelenteapetito el cordero a la miel servido en vajilla de buena loza triane-ra, pidió una pipa de barro, tabaco, y entre volutas de humo se re-costó en su silla, desabrochado el coleto y el aire satifecho.

–Hablemos de asuntos serios –dijo. Luego, entre chupadas a la pipa y tientos al vino de Aracena,

me observó un instante para establecer si yo debía escuchar lo queestaba a punto de decir, y por fin nos puso sin más rodeos al co-rriente. Empezó explicando que el sistema de flotas para traer eloro y la plata, el monopolio comercial de Sevilla y el control estrictode quienes viajaban a las Indias, tenían por objeto impedir la inje-rencia extranjera y el contrabando, y mantener engrasada la desco-munal máquina de impuestos, aranceles y tasas de la que se nutría

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la monarquía y cuantos parásitos albergaba. Ésa era la razón delalmojarifazgo: el cordón aduanero en torno a Sevilla, Cádiz y subahía, puerta exclusiva de las Indias. De ahí sacaban las arcas realeslinda copia de rentas; con la particularidad de que, en una admi-nistración corrupta como la española, ajustaba más que los gesto-res y responsables pagasen a la Corona una cantidad fija por suscargos, y de puertas adentro se las apañaran para su capa, robandoa mansalva. Sin que eso fuese obstáculo, en tiempos de vacas fla-cas, para que el rey ordenase a veces un escarmiento, o la incauta-ción de tesoros de particulares que venían con las flotas.

–El problema –apuntó entre dos chupadas a la pipa– es que to-dos esos impuestos, destinados a costear la defensa del comerciocon las Indias, devoran lo que dicen defender. Hace falta muchooro y plata para sostener la guerra en Flandes, la corrupción y laapatía nacionales. Así que los comerciantes deben elegir entre dosmales: verse desangrados por la hacienda real, o la ilegalidad delcontrabando... Todo eso alumbra una abundante picaresca –miróa Quevedo, sonriente, poniéndolo por testigo–... ¿No es cierto, donFrancisco?

–Aquí –asintió el poeta– hasta el más menguado hace encaje debolillos.

–O se mete oro en la bolsa. –Cierto –Quevedo bebió un largo trago, secándose la boca con

el dorso de la mano–. A fin de cuentas, poderoso caballero es donDinero.

Guadalmedina lo miró, admirado.–Buena definición, pardiez. Debería vuestra merced escribir al-

go sobre eso.

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–Ya lo hice.–Vaya. Me alegro.–«Nace en las Indias honrado...» –recitó don Francisco, la jarra

de nuevo en los labios y ahuecándole la voz. –Ah, era eso –el conde le guiñó un ojo a Alatriste–. Lo creía de

Góngora.Al poeta se le atragantó el vino a medio sorbo.–Voto a Dios y a Cristo vivo.–Bueno, amigo mío. –Ni bueno ni malo, por Belcebú. Esa afrenta de vuestra merced

no se diera ni entre luteranos... ¿Qué tengo que ver yo con esos ca-garripios de oh, qué lindico, que después de haber sido judíos ymoros se meten a pastores?

–Sólo era una chanza.–Por tales chanzas suelo batirme, señor conde.–Pues conmigo, ni soñarlo –el aristócrata sonreía, conciliador y

bonachón, acariciándose el bigote rizado y la perilla–. Aún recuer-do la lección de esgrima que vuestra merced le dio a Pacheco deNarváez –alzó con gracia la diestra, destocándose con mucha polí-tica un sombrero imaginario–... Os presento mis excusas, donFrancisco.

–Hum.–¿Cómo que hum?... Soy grande de España, cuerpo de tal. Te-

ned la bondad de apreciarme el gesto.–Hum.Sosegados pese a todo los ánimos del poeta, Guadalmedina si-

guió aportando detalles que el capitán Alatriste escuchaba atento,su jarra de vino en la mano, medio iluminado el perfil rojizo por la

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llama de las velas que ardían sobre la mesa. La guerra es limpia,había dicho una vez, tiempo atrás. Y en ese momento yo com-prendí bien a qué se refería. En cuanto a los extranjeros, estaba di-ciendo Guadalmedina, para esquivar el monopolio utilizaban aintermediarios locales como terceros –se les llamaba metedores,con lo que todo estaba dicho–, desviando así las mercancías, el oroy la plata que nunca habrían podido conseguir directamente. Peroademás, que los galeones salieran de Sevilla y volvieran a ella erauna ficción legal: casi siempre se quedaban en Cádiz, El Puerto deSanta María o la barra de Sanlúcar, donde transbordaban. Todoeso animaba a muchos comerciantes a instalarse en esa zona,donde era más facil eludir la vigilancia.

–Han llegado a construir barcos con un tonelaje oficial declara-do, y otro que es el auténtico. Todo el mundo sabe que se confie-san cinco y se transportan diez; pero el soborno y la corrupciónmantienen las bocas cerradas y las voluntades abiertas. Demasia-dos han hecho así fortuna –estudió la cazoleta de la pipa, como sialgo allí atrajera su atención–... Eso incluye a altos funcionariosreales.

Álvaro de la Marca prosiguió su relato. Aletargada por los bene-ficios del comercio ultramarino, Sevilla, como el resto de España,era incapaz de sostener industria propia. Muchos naturales deotros países habían logrado establecerse, y con su tenacidad y sutrabajo eran ahora imprescindibles. Eso les daba una situación deprivilegio como intermediarios entre España y toda la Europacontra la que nos hallábamos en guerra. La paradoja era que mien-tras se combatía a Inglaterra, a Francia, a Dinamarca, al Turco y alas provincias rebeldes, se les compraba al mismo tiempo, median-

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te terceros, mercaderías, jarcia, alquitrán, velas y otros géneros ne-cesarios tanto en la Península como al otro lado del Atlántico. Eloro de las Indias escapaba así para financiar ejércitos y naves quenos combatían. Era un secreto a voces, pero nadie cortaba aqueltráfico porque todos se beneficiaban. Incluso el rey.

–El resultado salta a la vista: España se va al diablo. Todos ro-ban, trampean, mienten y ninguno paga lo que debe.

–Y además se jactan de ello –apuntó Quevedo.–Además.En ese panorama, prosiguió Guadalmedina, el contrabando

de oro y de plata era decisivo. Los tesoros importados por par-ticulares solían declararse en la mitad de su valor, merced a lacomplicidad de los aduaneros y empleados de la Casa de Contra-tación. Con cada flota llegaba una fortuna que se perdía en bolsi-llos privados o terminaba en Londres, Amsterdam, París o Géno-va. Ese contrabando lo practicaban con entusiasmo extranjeros yespañoles, comerciantes, funcionarios, generales de flotas, almi-rantes, pasajeros, marineros, militares y eclesiásticos. Era ilustra-tivo el escándalo del obispo Pérez de Espinosa, quien al fallecerun par de años antes en Sevilla había dejado quinientos mil rea-les y sesenta y dos lingotes de oro, que fueron embargados porla Corona al averiguarse que procedían de las Indias sin pasaraduana.

–Aparte de mercancías diversas –añadió el aristócrata–, secalcula que la flota que está a punto de llegar trae veinte millo-nes de reales en plata de Zacatecas y Potosí, entre el tesoro delrey y de los particulares... Y también ochenta quintales de oro enbarras.

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–Es sólo la cantidad oficial –precisó Quevedo.–Así es. De la plata se calcula que una cuarta parte más viene de

contrabando. En cuanto al oro, casi todo pertenece al tesoro real...Pero uno de los galeones trae una carga clandestina de lingotes.Una carga que nadie ha declarado.

Se detuvo Álvaro de la Marca y bebió un largo trago para dejarespacio a que el capitán Alatriste asumiera bien la idea. Quevedohabía sacado una cajita de tabaco en polvo, del que aspiró unapizca por la nariz. Luego de estornudar discretamente, se limpiócon un pañizuelo arrugado que extrajo de una manga.

–El barco se llama Virgen de Regla –continuó al fin Guadalme-dina–. Es un galeón de dieciséis cañones, propiedad del duque deMedina Sidonia y fletado por un comerciante genovés de Sevillaque se llama Jerónimo Garaffa... A la ida transporta mercancíasdiversas, azogue de Almadén para las minas de plata y bulas pa-pales; y a la vuelta, todo cuanto pueden meterle dentro. Y puedemeterse mucho, entre otras cosas porque está averiguado que sudesplazamiento oficial es de novecientos toneles de a veintisietearrobas, cuando en realidad los trucos de su construcción le danuna capacidad de mil cuatrocientos...

El Virgen de Regla, prosiguió, venía con la flota, y su carga de-clarada incluía ámbar líquido, cochinilla, lana y cueros con desti-no a los comerciantes de Cádiz y Sevilla. También cinco millonesde reales de plata acuñados –dos tercios eran propiedad de parti-culares–, y mil quinientos lingotes de oro destinados al tesoro real.

–Buen botín para piratas –apuntó Quevedo.–Sobre todo si consideramos que en la flota de este año vienen

otras cuatro naves con cargas parecidas –Guadalmedina miró al

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capitán entre el humo de su pipa–... ¿Comprendes por qué los in-gleses estaban interesados en Cádiz?

–¿Y cómo lo saben los ingleses?–Diablos, Alatriste. ¿No lo sabemos nosotros?... Si con dinero

puede comprarse hasta la salvación del alma, imagínate el resto. Teveo algo ingenuo esta noche. ¿Dónde has estado los últimos años?...¿En Flandes, o en el limbo?

Alatriste se sirvió más vino y no dijo nada. Sus ojos se posaronen Quevedo, que amagó una sonrisa y encogió los hombros. Es loque hay, decía el gesto. Y nunca hubo otra cosa.

–En cualquier caso –estaba diciendo Guadalmedina–, importapoco lo que el galeón traiga declarado. Sabemos que carga másplata de contrabando, por un valor aproximado de un millón dereales; aunque en este caso también la plata es lo de menos. Loimportante es que el Virgen de Regla trae en sus bodegas otras dosmil barras de oro sin declarar –apuntó al capitán con el caño de lapipa–... ¿Sabes lo que esa carga clandestina vale, tirando muy porlo bajo?

–No tengo la menor idea.–Pues vale doscientos mil escudos de oro. El capitán se miró las manos inmóviles sobre la mesa. Calcula-

ba en silencio.–Cien millones de maravedís –murmuró.–Exacto –Guadalmedina se reía–. Todos sabemos lo que vale

un escudo.Alatriste alzó la cabeza para observar con fijeza al aristócrata.–Vuestra merced se equivoca –dijo–... No todos lo saben como

lo sé yo.

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Guadalmedina abrió la boca, sin duda para una nueva chanza,pero la expresión helada de mi amo pareció disuadirlo en el acto.Conocíamos que el capitán Alatriste había matado hombres por ladiez milésima parte de tal cantidad. Sin duda en ese momentoimaginaba, igual que yo mismo, cuántos ejércitos podían com-prarse con semejante suma. Cuántos arcabuces, cuántas vidas ycuántos muertos. Cuántas voluntades y cuántas conciencias.

Se oyó un carraspeo de Quevedo, y luego el poeta recitó, gravey lento, en voz baja:

Toda esta vida es hurtar,no es el ser ladrón afrenta,que como este mundo es venta,en él es propio el robar.Nadie verás castigarporque hurta plata o cobre:que al que azotan es por pobre.

Después de eso hubo un silencio incómodo. Álvaro de la Marcamiraba su pipa. Al fin la puso sobre la mesa.

–Para cargar esos cuarenta quintales de oro suplementario –prosi-guió al fin–, más la plata no declarada, el capitán del Virgen deRegla ha hecho retirar ocho de los cañones del galeón. Aun así na-vega muy pesado, según cuentan.

–¿A quién pertenece el oro? –preguntó Alatriste.–Ese punto es vidrioso. De una parte está el duque de Medina

Sidonia, que organiza la operación, pone el barco y se lleva los ma-yores beneficios. También hay un banquero de Lisboa y otro de

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Amberes, y algunos personajes de la Corte... Uno de ellos pareceser el secretario real, Luis de Alquézar.

El capitán me estudió un instante. Yo le había contado, por su-puesto, el encuentro con Gualterio Malatesta ante los Reales Alcá-zares, aunque sin mencionar el carruaje y los ojos azules que habíacreído ver en el séquito de la reina. Guadalmedina y Quevedo, quea su vez lo observaban atentos, se miraron entre sí.

–La maniobra –continuó Álvaro de la Marca– consiste en que,antes de descargar oficialmente en Cádiz o Sevilla, el Virgen deRegla fondee en la barra de Sanlúcar. Han comprado al general y alalmirante de la flota para que las naves, so pretexto del tiempo, delos ingleses o lo que sea, echen allí el ancla durante al menos unanoche. Entonces se hará el transbordo del oro de contrabando a otrogaleón que espera en ese paraje: el Niklaasbergen. Una urca flamencade Ostende, con capitán, tripulación y armador irreprochablemen-te católicos... Libres para ir y venir entre España y Flandes, bajo elamparo de las banderas del rey nuestro señor.

–¿Dónde llevarán el oro?–Según parece, la parte de Medina Sidonia y los otros se queda

en Lisboa, donde el banquero portugués la pondrá a buen recau-do... El resto va directamente a las provincias rebeldes.

–Eso es traición –dijo Alatriste.Su voz era tranquila, y la mano que llevó la jarra a sus labios,

mojando el mostacho en vino, no se alteró lo más mínimo. Peroyo veía ensombrecerse sus ojos claros de un modo extraño.

–Traición –repitió.El tono de esa palabra avivó imágenes recientes en mi memoria.

Las filas de infantería española impávidas en la llanura del molino

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Ruyter, con el tambor que redoblaba a nuestra espalda llevandoa los que iban a morir la nostalgia de España. El buen gallego Ri-vas y el alférez Chacón, muertos por salvar la bandera ajedrezada deazul y blanco en la ladera del reducto de Terheyden. El grito de ciengargantas saliendo al amanecer de los canales, al asalto de Oudkerk.Los hombres que lloraban tierra después de pelear al arma blancaen las caponeras... De pronto yo también sentí deseos de beber,y vacié mi jarra de un golpe.

Quevedo y Guadalmedina cambiaban otra mirada.–Eso es España, capitán Alatriste –dijo don Francisco–. Se nota

que vuestra merced ha perdido en Flandes la costumbre. –Sobre todo –apostilló Guadalmedina–, lo que son es negocios.

Y no se trata de la primera vez. La diferencia es que ahora el rey,y en especial Olivares, desconfían de Medina Sidonia... El recibi-miento que les dispensó hace dos años en sus tierras de Doña Ana,y las finezas con que los obsequia en este viaje, no ocultan el hechode que don Manuel de Guzmán, el octavo duque, se ha converti-do en un pequeño rey de Andalucía... De Huelva a Málaga y Sevi-lla hace su voluntad; y eso, con el moro enfrente y con Cataluñay Portugal siempre cogidos con alfileres, resulta peligroso. Oliva-res recela que Medina Sidonia y su hijo Gaspar, el conde de Nie-bla, preparen una jugada para darle un sobresalto a la Corona...En otro momento esas cosas se solucionarían degollándolos trasun proceso a tono con su calidad... Pero los Medina Sidonia es-tán muy alto, y Olivares, que pese a ser pariente suyo los aborre-ce, nunca osaría mezclar su nombre, sin pruebas, en un escánda-lo público.

–¿Y Alquézar?

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–Ni siquiera el secretario real es hoy presa fácil. Ha medrado enla Corte, tiene el apoyo del inquisidor Bocanegra y del Consejo deAragón... Además, en sus peligrosos juegos dobles, el conde duquelo considera útil –Guadalmedina encogió los hombros, desdeño-so–. Así que se ha optado por una solución discreta y eficaz paratodos.

–Un escarmiento –apuntó Quevedo.–Exacto. Eso incluye levantar el oro de contrabando en las mis-

mas narices de Medina Sidonia, e ingresarlo en las arcas reales. Elpropio Olivares ha planeado el lance con aprobación del rey, y ésaes la causa de este viaje a Sevilla de sus majestades: nuestro cuartoFelipe quiere asistir al espectáculo; y luego, con su impasibilidadhabitual, despedirse del viejo duque con un abrazo, lo bastantecerca para oírle rechinar los dientes... El problema es que el planideado por Olivares tiene dos partes: una semioficial, algo delica-da, y otra oficiosa, más difícil.

–La palabra exacta es peligrosa –matizó Quevedo, siempre aten-to a la precisión del concepto.

Guadalmedina se inclinaba sobre la mesa hacia el capitán.–En la primera, como habrás supuesto, entra el contador Ol-

medilla... Mi amo asintió despacio. Ahora cada pieza encajaba en su sitio.–Y en la segunda –dijo– entro yo.Álvaro de la Marca se acarició con mucha calma el bigote. Son-

reía.–Si algo me gusta de ti, Alatriste, es que nunca hay que expli-

carte las cosas dos veces.

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Salimos a pasear las calles estrechas y mal iluminadas, ya muyentrada la noche. Había luna menguante que daba una bella clari-dad lechosa a los zaguanes de las casas, y permitía distinguir nues-tros perfiles bajo los aleros y las copas sombrías de los naranjos.A veces cruzábamos bultos oscuros que apresuraban el paso antenuestra presencia, pues Sevilla era tan insegura como cualquierotra ciudad a esas horas de tiniebla. Al desembocar en una peque-ña plazuela, una silueta embozada, que estaba apoyada y susurran-te junto a una ventana, se volvió a la defensiva mientras aquella secerraba de golpe, y en la sombra negra, masculina, vimos relucirpor si acaso el brillo de un acero. Guadalmedina rió tranquilizadory dijo buenas noches a la sombra inmóvil, y proseguimos camino.El ruido de nuestros pasos nos precedía por las esquinas y los adar-ves. A veces, la claridad de un candil se dejaba ver tras las celosíasde las ventanas enrejadas, y velas o lampiones de hojalata ardíanen el recodo de alguna calle, bajo una imagen de azulejos de unaConcepción o un Cristo atormentado.

El contador Olmedilla, explicó Guadalmedina mientras cami-nábamos, era un funcionario gris, un ratón de números y archi-vos, con auténtico talento para su oficio. Gozaba de toda la con-fianza del conde duque de Olivares, a quien asistía en materiacontable. Y para que nos hiciéramos idea del personaje, apuntóque, además de la investigación que llevó al patíbulo a RodrigoCalderón, había actuado también en las causas contra los duquesde Lerma y Osuna. Para colmo, cosa insólita en su oficio, se le te-nía por honrado. Su única pasión conocida eran las cuatro reglas;

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y la meta de su vida, que las cuentas cuadraran. Toda aquella in-formación sobre el contrabando de oro era el resultado de infor-mes obtenidos por espías del conde duque, confirmados por variosmeses de paciente investigación de Olmedilla en los despachos,covachuelas y archivos oportunos.

–Faltan sólo por averiguar los últimos detalles –concluyó elaristócrata–. La flota ya ha sido avistada, así que no queda muchotiempo. Todo debe estar resuelto mañana, en el curso de una visitaque Olmedilla hará al fletador del galeón, ese tal Garaffa, para queaclare ciertos puntos sobre el transbordo del oro al Niklaasbergen...Por supuesto, la visita no tiene carácter oficial, y Olmedilla carecede título o autoridad que pueda mostrar –Guadalmedina enarcólas cejas, irónico– así que es probable que el genovés se llame a sa-grado.

Pasamos frente a una taberna. Había luz en la ventana, y deadentro salía música de guitarra. Se abrió la puerta, dejando esca-par cantos y risas. Antes de irse a desollar la zorra, alguien vomitabacon estrépito el vino en el umbral. Entre arcada y arcada oíamossu voz enronquecida, que se acordaba de Dios, y no precisamentepara rezar.

–¿Por qué no meten preso a ese Garaffa? –inquirió Alatriste–...Una mazmorra, un escribano, un verdugo y un trato de cuerda ha-cen milagros. A fin de cuentas, se empeña la potestad del rey.

–No es tan fácil. El poder en Sevilla lo disputan la AudienciaReal y el Cabildo, y el arzobispo mete mano en cuanto se mueve.Garaffa está bien relacionado por esa parte y por la de Medina Si-donia. Habría escándalo, y entretanto el oro volaría... No. Tododebe hacerse de modo discreto. Y el genovés, después de contar lo

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que sabe, tiene que desaparecer unos días. Vive solo con un cria-do, así que a nadie le importará tampoco si desaparece para siem-pre –hizo una pausa significativa–... Ni siquiera al rey.

Tras decir aquello, Guadalmedina caminó un trecho en silen-cio. Quevedo iba a mi lado, un poco más atrás, balanceándose consu digna cojera, la mano en mi hombro como si en cierto modopretendiera mantenerme al margen.

–En resumen, Alatriste: tú repartes los naipes.Yo no veía el rostro del capitán. Sólo su silueta oscura delante

de mí, el sombrero y el extremo de su espada que se recortaba enlos rectángulos de claridad que la luna deslizaba entre los aleros. Alcabo de un rato oí sus palabras:

–Despachar al genovés es fácil. En cuanto a lo otro... Hizo una pausa y se detuvo. Llegamos a su altura. Tenía la ca-

beza inclinada, y cuando alzó el rostro los ojos claros recibieron losreflejos de la noche.

–No me gusta torturar.Lo dijo con sencillez, sin inflexiones ni dramatismos. Un hecho

objetivo comentado en voz alta. Tampoco le gustaba el vino agrio,ni el guiso con demasiada sal, ni los hombres incapaces de gober-narse por reglas, aunque éstas fuesen personales, diferentes o mar-ginales. Hubo un silencio, y la mano de Quevedo se apartó de mihombro. Guadalmedina emitió una tosecilla incómoda.

–Eso no es cosa mía –dijo al cabo, con cierto embarazo–. Y tam-poco me apetece saberlo. Conseguir la información necesaria es asun-to de Olmedilla y tuyo... Él hace su oficio, y tú cobras por ayudarlo.

–De cualquier modo, lo del genovés es la parte fácil –apuntóQuevedo, con el tono de quien pretende mediar en algo.

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–Sí –confirmó Guadalmedina–. Porque cuando Garaffa cuentelos últimos detalles del negocio, aún quedará un pequeño trámite,Alatriste...

Estaba parado frente al capitán, y la incomodidad de antes ha-bía desaparecido de sus palabras. Yo no podía verle bien la cara, peroestoy seguro de que en ese momento sonreía.

–El contador Olmedilla te proporcionará recursos para que re-clutes a un grupo escogido... Viejos amigos y gente así. Bravos dela hoja, para entendernos. Lo mejor de cada casa.

La cantinela de un limosnero que pedía por las ánimas con uncandil en la mano sonó al extremo de la calle. «Acordaos de los di-funtos», decía. «Acordaos». Guadalmedina estuvo mirando la luzhasta que se perdió en las sombras, y al fin se volvió de nuevo a miamo.

–Después tendrás que asaltar ese maldito barco flamenco.

Llegamos así, charlando, a la parte de la muralla cercana al Are-nal, junto al arquillo del Golpe; que, con su imagen de la Virgende Atocha en la pared encalada, daba acceso a la mancebía famosadel Compás de la Laguna. Cuando las puertas de Triana y del Are-nal estaban cerradas, aquel arquillo y la mancebía eran la formacómoda de salir extramuros. Y Guadalmedina, según nos confiócon medias palabras, tenía una cita importante en la taberna de laGamarra, en Triana, al otro lado del puente de barcas que uníaambas orillas. La Gamarra estaba frontera a un convento cuyasmonjas tenían fama de no serlo sino contra su voluntad. Su misa

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de los domingos era más frecuentada que comedia nueva: hervía degente, con tocas y manos blancas a un lado de las rejas y galanessuspirando al otro. Y referente a eso, se decía que caballeros de lamejor sociedad –incluidos forasteros ilustres, como el rey nuestroseñor– llevaban su fervor hasta el extremo de acudir para sus devo-ciones en horas de poca luz.

En cuanto a la mancebía del Compás, la expresión corrientemás puta que la Méndez se debía precisamente a que una tal Mén-dez –cuyo nombre usó, entre otros hombres de letras, el propiodon Francisco de Quevedo en sus jácaras célebres del Escarramán–había sido pupila del sitio, que ofrecía a los viajeros y marchantesalojados en la cercana calle de Tintores y en otras posadas de laciudad, amén de a los naturales, juego, música y mujeres de ésasde las que dijo el gran Lope:

¿Hay locura de un mancebocomo verle andar perdidotras una de éstas, que ha sidode mil ignorantes cebo?

... Y que remató como nadie, muy a su estilo, el no menos gran-de don Francisco:

Puto es el hombre que de putas fía,y puto el que sus gustos apetece;puto es el estipendio que se ofreceen pago de su puta compañía.

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Puto es el gusto, y puta la alegríaque el rato putaril nos encarece;y yo diré que es puto a quien pareceque no sois puta vos, señora mía.

El burdel lo regentaba un tal Garciposadas, de familia conocidaen Sevilla por tener un hermano poeta en la Corte –amigo de Gón-gora, por cierto, y quemado aquel mismo año por sodomía con untal Pepillo Infante, mulato, también poeta, que había sido criado delalmirante de Castilla–, y otro quemado tres años atrás en Málagapor judaizante; y como no hay dos sin tres, esos antecedentes fami-liares le habían granjeado el apodo de Garciposadas el Tostao. Estedigno sujeto desempeñaba con soltura el grave oficio de taita o pa-dre de la mancebía, y engrasaba voluntades para el buen discurrirdel negocio, procuraba que las armas se dejaran en el vestíbulo, eimpedía la entrada a los menores de catorce años para no contrave-nir las disposiciones del corregidor. Por lo demás, el dicho Garcipo-sadas el Tostao estaba en buenas relaciones de toma y daca con lagurullada, y con la mayor desvergüenza alguaciles y corchetes prote-gían su negocio; que muy en razón podía titularse con aquello de:

Soy pícaro y retozón,soy mancebo y soy bellaco,y si me enojan, me aplacocon cualquier satisfacción.

La satisfacción, por supuesto, era una bolsa bien repleta. Y entorno al sitio menudeaba la chusma germanesca, jaques de los que

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juraban por el alma de Escamilla, rufianes, bravos del barrio de laHeria, tratantes en vidas y mercaderes de cuchilladas, olla pinto-resca que se especiaba con aristócratas perdidos, peruleros golfos,burgueses con buena bolsa, clérigos disfrazados con ropa seglar,gariteros, pagotes, soplones de alguacil, virtuosos del gatazo y pró-jimos de toda laya; algunos tan pícaros que olían a un forastero atiro de arcabuz, y a menudo inmunes a una Justicia de la que, yametidos en versos, escribió el propio don Francisco de Quevedo:

En Sevilla es chica y poca,donde firman la sentenciaal semblante de la bolsa.

De ese modo, protegido por la autoridad, el Compás era cadanoche discurrir de gente, y fiesta profana, y vino de lo mejor y másfino, y se entraba en cuadrilla y se salía convertido en racimo deuvas. Allí se bailaba la lasciva zarabanda, se templaban lo mismoprimas que terceras, y cada cual hacía su avío. En la mancebía mo-raban más de treinta sirenas de respigón y bolsa, todas con aposen-to propio, a las que el sábado por la mañana –la gente de calidadiba al Compás los sábados por la noche– visitaba un alguacil paraver no estuvieran infestadas del mal francés y dejaran al clienteechando venablos, preguntándose por qué no le daba Dios al tur-co o al luterano donde a él le dio. Todo eso ponía, según cuentan,fuera de sí al arzobispo; ya que, como podía leerse en un memorialde aquellos días, «lo que más en Sevilla hay son amancebados, testi-gos falsos, rufianes, asesinos, logreros... Pasan de 300 las casas de jue-go, y de 3.000 las rameras».

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Pero volvamos a lo nuestro, que tampoco es ir muy lejos. El ca-so es que disponíase Álvaro de la Marca a decirnos adiós bajo el ar-quillo del Golpe, casi a la entrada de la mancebía, cuando la malafortuna quiso que pasara por allí una ronda de corchetes y un algua-cil con su vara. Como recordarán vuestras mercedes, el incidentedel soldado ahorcado días atrás había roto hostilidades entre laJusticia y la soldadesca de las galeras, y unos y otros andaban bus-cándose las vueltas para hacer balance; de manera que ni duranteel día se veía gurullada por la calle, ni de noche los soldados salíande Triana o pasaban puertas adentro a la ciudad.

–Vaya, vaya –dijo el alguacil al vernos.Nos miramos Guadalmedina, Quevedo, el capitán y yo, con

inicial desconcierto. También era mala ventura que, entre toda lagentuza que iba y venía por las sombras de la Laguna, aquel bro-che y sus alfileres fueran a prenderse precisamente en nosotros.

–A los señores fanfarrones les gusta tomar el fresco –añadió elalguacil, con mucha sorna.

La sorna y el talante se lo garantizaban sus cuatro hombres,que iban con espadas, rodelas y caras de muy malas pulgas, que lapoca luz del sitio entenebrecía más. Entonces caí. A la luz delfarolillo de la Virgen de Atocha, la indumentaria del capitán Ala-triste y la de Guadalmedina, incluso la mía, tenían aires soldades-cos. Hasta el coleto de ante de Álvaro de la Marca estaba prohibi-do en tiempo de paz –paradójicamente, barrunto que se lo pusoesa noche para escoltar al rey–, y bastaba echarle una ojeada al ca-pitán Alatriste para olfatear milicia a la legua. Quevedo, rápidoen el juicio como siempre, vio venir el nubarrón y quiso reme-diarlo.

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–Disimule vuestra merced –le entró con mucha cortesía al al-guacil–. Pero estos hidalgos son gente de honra.

Se acercaban curiosos a echar un vistazo, haciendo corro: unpar de daifas de medio manto, algún jaque, un borracho con unagarnacha del tamaño de un cirio pascual. El propio Garciposadasel Tostao asomó la gaita bajo el arco. Semejante concurrencia en-galló al alguacil.

–¿Y quién le pide a vuestra merced que explique lo que noso-tros podemos averiguar solos?

Oí chasquear la lengua a Guadalmedina, impaciente. «No sedisminuyan vuacedes», animó una voz oculta entre las sombras ylos curiosos. También sonaron risas. Bajo el arquillo se congregabamás gente. Unos tomaban partido por la Justicia y otros, los más,nos alentaban a una linda montería de porquerones.

–Ténganse presos en nombre del rey.Aquello no auguraba nada bueno. Guadalmedina y Quevedo

cambiaron una mirada, y vi cómo el aristócrata terciaba la capa alhombro, descubriendo brazo y espada y aprovechando al tiempopara rebozarse el rostro.

–No es de bien nacidos sufrir este desafuero –dijo.–Que vuestra merced lo sufra o no –expuso desabrido el algua-

cil–, se me da dos maravedís.Con aquella fineza, el lance estaba servido. En cuanto a mi

amo, seguía muy quieto y callado, mirando al de la vara y a loscorchetes. Su perfil aquilino y el frondoso mostacho bajo las an-chas alas del sombrero le daban un aspecto imponente en aquellapenumbra. O al menos a mí, que lo conocía bien, así se me an-tojaba. Palpé el mango de mi daga de misericordia. Habría dado

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cualquier cosa por una espada, porque los otros eran cinco, y no-sotros cuatro. Al instante rectifiqué, desconsolado. Con mis doscuartas de acero sólo sumábamos tres y medio.

–Entreguen las espadas –dijo el alguacil– y hagan la merced deacompañarnos.

–Es gente principal –hizo el último intento Quevedo.–Y yo soy el duque de Alba.Resultaba claro que el alguacil estaba dispuesto a salirse con la

suya, haciendo un quince con dos ochos. Eran sus pastos, y lo ob-servaban sus parroquianos. Los cuatro porquerones sacaron las es-padas y comenzaron a rodearnos en un semicírculo amplio.

–Si salimos bien y nadie nos identifica –susurró fríamente Gua-dalmedina, la voz sofocada por el embozo–, mañana habrá tierrasobre el asunto... Si no, señores, la iglesia más próxima es la de SanFrancisco.

Los de la gura estaban cada vez más cerca. Con sus ropajes ne-gros, los corchetes parecían parte de las sombras. Bajo el arco, loscuriosos animaban con palmas de chacota. «Dales lo suyo, Sán-chez», le dijo alguien al alguacil, con mucha guasa. Sin prisas, muyseguro de sí y muy jaque, el tal Sánchez se metió la vara en el cin-to, sacó la espada y empuñó en la zurda una pistola enorme.

–Cuento hasta tres –dijo, arrimándose más–. Uno...Don Francisco de Quevedo me apartó con suavidad hacia atrás,

interponiéndose entre los corchetes y yo. Guadalmedina observa-ba ahora el perfil del capitán Alatriste, que seguía en el mismositio, impasible, calculando las distancias y girando el cuerpo muydespacio para no perder la cara del corchete que estaba más cerca-no, sin descuidar de soslayo a los otros. Noté que Guadalmedina

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buscaba con los ojos al que mi amo miraba, y luego, desenten-diéndose de él, iba a fijarse en otro, como si aquel trámite lo dierapor resuelto.

–Dos...Quevedo se desembarazó el herreruelo. «No queda sino etcéte-

ra», murmuraba entre dientes mientras soltaba el fiador para arro-delarse el paño en torno al brazo izquierdo. Por su parte, Álvaro dela Marca dispuso la capa al tercio, de modo que le protegiese me-dio torso de las cuchilladas que iban a llover como si granizara.Apartándome de Quevedo, me puse junto al capitán. Su manodiestra se acercaba a la cazoleta de la espada, y la izquierda rozabael mango de la daga. Pude oír su respiración, muy recia y lenta. Depronto caí en la cuenta de que hacía varios meses, desde Breda,que no lo veía matar a un hombre.

–Tres –el alguacil alzó su pistola y volvió el rostro hacia los cu-riosos–. ¡En nombre del rey, favor a la Justicia!

No había terminado de hablar cuando Guadalmedina le dis-paró a bocajarro uno de sus pistoletes, tirándolo para atrás comoestaba, aún vuelto el rostro, con el fogonazo. Chilló una mujer ba-jo el arco, y un murmullo expectante corrió entre las sombras; quever reñir al prójimo o acuchillarse entre sí fue siempre antigua cos-tumbre española. Y entonces, al mismo tiempo, Quevedo, Alatristey Guadalmedina metieron mano a la blanca, en la calle relucieronsiete aceros desnudos, y todo ocurrió a un ritmo endiablado: cling,clang, herreruzas echando chispas, los corchetes gritando «en nom-bre del rey, ténganse en nombre del rey», y más gritos y murmullosentre los espectadores. Y yo, que también había desenvainado midaga, me quedé allí mirando cómo, en menos de medio avemaría,

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Guadalmedina le pasaba el molledo del brazo a un corchete, Que-vedo marcaba a otro en la cara dejándolo contra la pared, las ma-nos sobre la herida y sangrando cual cochino por acecinar, y Ala-triste, espada en una mano y daga en la otra, manejando ambascomo relámpagos, le metía dos palmos de toledana en el pecho aun tercero que decía María Santísima antes de desclavarse y caer alsuelo vomitando espadañadas de sangre que parecía tinta negra.Todo había ocurrido tan rápido que el cuarto porquerón no lopensó dos veces y tomó las de Villadiego cuando vio a mi amo re-volverse luego contra él. En ésas yo enfundé mi daga y fui sobreuna de las espadas que había en el suelo, la del alguacil, alzándomecon ella en el momento en que dos o tres curiosos, engañados porel inicio de la riña, se adelantaban a echar una mano a los corche-tes; pero tan pronto fue resuelto todo, que los vi parar en seco ape-nas iniciado el ademán, mirándose unos a otros, y luego quedarsemuy quietos y circunspectos observando al capitán Alatriste, Gua-dalmedina y Quevedo, que con las espadas desnudas se volvíandispuestos a proseguir la vendimia. Me puse junto a los míos, afir-mándome en guardia; y la mano que sostenía el acero temblaba node inquietud, sino de exaltación: habría dado mi alma por añadiruna estocada propia a la reyerta. Pero a los espontáneos se les ibanlas ganas de terciar. Estuvieron allí con mucha prudencia, murmu-rando de lejos tal y cual, y aguarden vuestras mercedes que ya ve-rán, etcétera, entre las chirigotas de los curiosos, mientras nosotrosretrocedíamos sin dar la espalda y dejando el campo hecho unacarnicería: un corchete muerto de fijo, el alguacil con su pistoleta-zo a cuestas, más muerto que vivo y sin resuello ni para pedir con-fesión, el del brazo traspasado taponándose la herida como podía,

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y el de la cara picada arrodillado junto a la pared, gimiendo bajouna máscara de sangre.

–¡En las galeras del rey darán razón! –voceó Guadalmedina conel adecuado tono desafiante, mientras hacíamos cantonada tras laprimera esquina. Lo que era hábil treta, que echaría a cuenta de sol-dados, como el infeliz alguacil se había empeñado en sostener biena su costa, las estocadas en que tan pródiga había sido la noche.

Acudió la gurulladaa las voces y al reclamo.Acepillé a los corchetes,di de cenar a los diablos.

Por la calle de Harinas, camino de la puerta del Arenal, donFrancisco de Quevedo improvisaba versos festivos en jacarandina,buscando alegremente una taberna abierta donde remojar la pala-bra feriándonos con algo de lo fino. Álvaro de la Marca reía, en-cantado. Buen lance, decía. Buen lance y bien jugado, voto a tal ycual. En cuanto al capitán Alatriste, había limpiado la hoja de sutoledana con un lienzo que guardó en la faltriquera, y luego de en-vainar caminaba en silencio, ocupado en pensamientos imposiblesde penetrar.

Y yo iba a su lado, orgulloso como don Quijote, llevando en lasmanos la espada del alguacil.

Diego Alatriste aguardaba recostado en la pared, a la sombra deun zaguán de la calle del Mesón del Moro, entre macetas de gera-nios y albahaca. Iba sin capa, con el sombrero puesto, la espada yla daga al cinto, abierto el jubón de paño sobre una camisa bienzurcida y limpia, y ponía mucha atención en vigilar la casa del ge-novés Garaffa. El sitio estaba casi a las puertas de la antigua juderíade Sevilla, próximo a las Descalzas y al viejo corral de comedias deDoña Elvira; y a esas horas permanecía tranquilo, con pocos tran-seúntes y alguna mujer que barría y regaba los portales y las plantas.En otro tiempo, cuando servía al rey como soldado de sus galeras,Alatriste había pisado muchas veces aquel barrio sin imaginar quemás adelante, cuando regresó de Italia en el año dieciséis del siglo,iba a habitarlo una larga temporada, casi toda acogido entre jaquesy gente ligera de espada en el famoso corral de los Naranjos, asilode lo más florido de la valentía y la picaresca sevillana. Como tal

IV. LA MENINA DE LA REINA

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vez recuerden vuestras mercedes, tras la represión contra los mo-riscos en Valencia el capitán había pedido licencia de su tercio pa-ra alistarse como soldado en Nápoles –«puesto a degollar infieles,al menos que puedan defenderse», fueron sus razones–, permane-ciendo embarcado hasta la almogavaría naval del año quince, cuan-do después de asolar con cinco galeras y más de un millar de cama-radas la costa turca, todos regresaron a Italia con ricos botines, y éldiose muy buena vida en Nápoles. Todo eso terminó como en lajuventud suelen terminar tales cosas: una mujer, un tercero, unamarca en la cara para la mujer, una estocada para el hombre, yDiego Alatriste fugitivo de Nápoles gracias a su vieja amistad conel capitán don Alonso de Contreras, que lo metió bajo mano enuna galera con destino a Sanlúcar y Sevilla. Y de ese modo, antesde pasar a Madrid, el antiguo soldado había acabado ganándose lavida como espadachín a sueldo en una ciudad que era Babilonia ysemillero de todos los vicios, entre bravos y rufianes, viviendo dedía acogido al sagrado del famoso patio de la Iglesia Mayor, y sa-liendo de noche a hacer su oficio donde un hombre de hígadoscon buen acero, si tenía la suerte y la destreza suficientes, podíaganarse el pan con mucha holgura. Bravos legendarios como Gon-zalo Xeniz, Gayoso, Ahumada y el gran Pedro Vázquez de Escami-lla, que sólo llamaban majestad al rey de la baraja, ya se habían idopor la posta, descosidos a cuchilladas o muertos por enfermedadde soga –que en tales trabajos, verse añudado el gaznate era acha-que contagioso–. Pero en el corral de los Naranjos y en la cárcelreal, que también habitó con regular frecuencia, Alatriste había co-nocido a muy dignos sucesores de tan históricos rufos, expertos enmojadas, tajos y chirlos, sin que él mismo, diestro en la estocada

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de Gayona y en muchas otras propias de su arte, quedase corto enméritos a la hora de hacerse un nombre en tan ilustre cofradía.

Recordaba todo eso ahora, con un punto de nostalgia que talvez no era del pasado, sino de su perdida juventud; y lo hacía a po-ca distancia del mismo corral de comedias de Doña Elvira, dondeen aquel momento de mocedad se había aficionado a las represen-taciones de Lope, Tirso de Molina y otros –allí vio por vez primeraEl perro del hortelano y El vergonzoso en palacio–, en noches queempezaban con versos y lances fingidos sobre el tablado, y termi-naban de veras entre tabernas, vino, coimas complacientes, alegrescompadres y cuchilladas. Aquella Sevilla peligrosa y fascinante se-guía viva, y la diferencia no había que buscarla fuera, sino dentrode él mismo. El tiempo no pasa en vano, reflexionaba apoyado a lasombra del zaguán. Y los hombres envejecen también por dentro,a medida que lo hace su corazón.

–Cagüenlostia, capitán Alatriste... Qué pequeño es el mundo.Se volvió, desconcertado, mirando al que acababa de pronun-

ciar su nombre. Resultaba extraño ver a Sebastián Copons tan le-jos de una trinchera flamenca y en el acto de pronunciar ocho pa-labras seguidas. Tardó unos instantes en situarlo en el presente: elviaje por mar, la reciente despedida del aragonés en Cádiz, su li-cencia e intención de viajar a Sevilla, camino del norte.

–Me alegro de verte, Sebastián.Era cierto y no lo era del todo. En realidad no se alegraba de

verlo allí en ese momento; y mientras ambos se agarraban por losbrazos, con sobrio afecto de viejos camaradas, miró sobre el hom-bro del recién llegado hacia el extremo de la calle. Por suerte Co-pons era de confianza. Podía quitárselo de encima sin desairarlo,

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seguro de que entendería. A fin de cuentas, lo bueno de un verdade-ro amigo era que siempre te dejaba dar las cartas sin preocuparsede la baraja.

–¿Paras en Sevilla? –preguntó.–Algo. Copons, pequeño, enjuto y duro como de costumbre, vestía de

su natural a lo soldado, con coleto, tahalí, espada y botas. Bajo elsombrero, en la sien izquierda, asomaba la cicatriz de la brecha queel propio Alatriste le había vendado un año atrás, durante la bata-lla del molino Ruyter.

–Habrá que remojarlo, Diego.–Después.Copons lo observó con sorpresa y mucha atención, antes de

volverse a medias para seguir la dirección de su mirada.–Estás ocupado.–Algo así. Copons inspeccionó de nuevo la calle, buscando indicios de lo

que entretenía a su camarada. Luego tocó maquinalmente el puñode la espada.

–¿Me necesitas? –preguntó con mucha flema.–No, por ahora –la sonrisa afectuosa de Alatriste agolpaba arru-

gas curtidas en su cara–... Pero tal vez haya algo para ti, antes deque dejes Sevilla. ¿Te acomoda?

El aragonés encogió los hombros, estoico: el mismo gesto quecuando el capitán Bragado ordenaba entrar daga en mano en lascaponeras o asaltar un baluarte holandés.

–¿Tú estás dentro?–Sí. Y además hay sonante.

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–Aunque no lo haya.En ese momento Alatriste vio aparecer al contador Olmedilla

por el extremo de la calle. Vestía de negro, como siempre, aboto-nado hasta la gola, con su sombrero de ala corta y su aire de fun-cionario anónimo que parecía directamente salido de un despachode la Real Audiencia.

–Tengo que dejarte... Nos vemos en la hostería de Becerra.Puso la mano en el hombro de su camarada, y despidiéndose

sin más palabras abandonó el apostadero. Cruzó la calle con airecasual, para converger con el contador ante la casa de la esquina:un edificio de ladrillo, dos plantas y un zaguán discreto con rejaque daba acceso al patio interior. Entraron juntos sin llamar y sindirigirse la palabra; sólo una breve mirada de inteligencia. Alatris-te, con una mano en el puño de la espada; Olmedilla, tan avina-grado el semblante como solía. Apareció un criado de edad que selimpiaba las manos en un delantal, el semblante inquisitivo y preo-cupado.

–Ténganse al Santo Oficio –dijo Olmedilla con toda la frialdaddel mundo.

Se demudó el sirviente; que en casa de un genovés y en Sevilla,aquellas eran palabras de mucha trastienda. Así que no dijo estaboca es mía mientras Alatriste, sin apartar la mano del puño de sutoledana, indicaba una habitación donde el otro entró como unlechal, dejándose maniatar, amordazar y cerrar con llave. CuandoAlatriste salió de nuevo al patio, Olmedilla aguardaba disimula-do tras una enorme maceta con un helecho, las manos juntas ymoviendo los pulgares con aire impaciente. Hubo otro silenciosointercambio de miradas, y los dos hombres cruzaron el patio hasta

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una puerta cerrada. Entonces Alatriste sacó la espada, abrió degolpe y entró en un gabinete espacioso, amueblado con una mesa,un armario, un brasero de cobre y algunas sillas de cuero. La luz deuna ventana alta y enrejada, medio cubierta con postigos de celo-sía, dibujaba innumerables cuadritos de luz sobre la cabeza y loshombros de un individuo de mediana edad, más grueso que cor-pulento, vestido con bata de seda y pantuflas, que se había puestode pie, sobresaltado. Esta vez el contador Olmedilla no apeló alSanto Oficio ni a ninguna otra cosa, limitándose a entrar en posde Alatriste y echar un vistazo alrededor hasta detenerse, con sa-tisfacción profesional, en el armario abierto y atestado de papeles.Un gato, pensó el capitán, se habría relamido del mismo modo ala vista de una sardina a media pulgada de sus bigotes. En cuantoal dueño de la casa, la sangre parecía habérsele retirado del rostro:el tal Jerónimo Garaffa estaba muy callado, la boca abierta con es-tupor, ambas manos todavía en la mesa donde ardía una palmato-ria con vela para fundir lacre. Al levantarse había derramado me-dio tintero sobre el papel en el que escribía cuando aparecieron losintrusos. Tenía el pelo –lo usaba teñido– en una redecilla, y unabigotera sobre el mostacho engomado. Sostenía la pluma entre losdedos como si la hubiese olvidado allí, y miraba espantado la espa-da que el capitán Alatriste le apoyaba en la garganta.

–Así que no sabéis de qué os estamos hablando.El contador Olmedilla, sentado tras la mesa como si estuviera

en su propio despacho, alzó la vista de los papeles para ver cómo

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Jerónimo Garaffa movía angustiado la cabeza, aún con su redecillapuesta. El genovés estaba en una silla, maniatado al respaldo. Pesea que la temperatura era razonable, gruesas gotas de sudor le corríandesde el pelo, por las patillas y la cara que olía a gomas, colirios y un-güento de barbero.

–Le juro a vuestra merced...Olmedilla interrumpió la protesta con un gesto seco de la mano,

y volvió a sumirse en el estudio de los documentos que tenía delan-te. Sobre la bigotera que les daba un aire grotesco de máscara enCarnaval, los ojos de Garaffa fueron a posarse en Diego Alatriste,que escuchaba en silencio, la toledana de nuevo en la vaina, cruza-dos los brazos y la espalda en la pared. La expresión helada de susojos debió de inquietarlo todavía más que la adustez de Olmedilla,pues se volvió al contador como quien escoge el menor entre dosmales sin remedio. Al cabo de un largo y opresivo silencio, el conta-dor dejó los documentos que estudiaba, se echó hacia atrás en lasilla y miró al genovés con las manos juntas ante sí, haciendo girarlos pulgares. Seguía pareciendo un ratón gris de covachuela, apre-ció Alatriste. Pero ahora su expresión era la de un ratón que acabasede hacer una mala digestión y paladeara bilis.

–Vamos a poner las cosas claras –dijo Olmedilla, muy delibera-do y muy frío–... Vuestra merced sabe de qué le estoy hablando,y nosotros sabemos que lo sabe. Todo lo demás es perder el tiempo.

El genovés tenía la boca tan seca que no pudo articular palabrahasta el tercer intento.

–Juro por Cristo Nuestro Señor –aseguró con voz ronca, cuyoacento extranjero resultaba más intenso a causa del miedo– que nosé nada de ese barco flamenco.

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–Cristo no tiene nada que ver con este negocio.–Esto es un desafuero... Exijo que la Justicia...El último intento de Garaffa por dar firmeza a su protesta se

quebró en un sollozo. Bastaba verle la cara a Diego Alatriste paracomprender que la Justicia a la que se refería el genovés, la que es-taba sin duda acostumbrado a comprar con lindos reales de a ocho,residía demasiado lejos de aquella habitación, y no había quien leechara un galgo.

–¿Dónde fondeará el Virgen de Regla? –volvió a preguntar Ol-medilla con mucha calma.

–No sé... Virgen Santa... No sé de qué me habláis.El contador se rascó la nariz como quien oye llover. Miraba a

Alatriste de modo significativo, y éste se dijo que era en verdad laviva estampa del funcionario de aquella España austríaca, siempreminuciosa e implacable con los desdichados. Podía haber sido per-fectamente un juez, un escribano, un alguacil, un abogado; cual-quiera de las sabandijas que vivían y medraban al amparo de lamonarquía. Guadalmedina y Quevedo habían dicho que Olme-dilla era honrado, y Alatriste lo creía. Pero en cuanto al resto de sutalante y actitudes, nada había de diferente, decidió, con aquellaescoria de negras urracas despiadadas y avarientas que poblabanlas audiencias y las procuradurías y los juzgados de las Españas, demanera que ni en sueños halláranse Luzbeles tan soberbios, ni Ca-cos tan ladrones, ni Tántalos tan sedientos de honores, ni hubo nun-ca blasfemia de infiel que se igualara a sus textos, siempre a gustodel poderoso y nefastos para el humilde. Sanguijuelas infames enquienes faltaban la caridad y el decoro, y sobraban la intemperancia,la rapiña y el fanático celo de la hipocresía; de manera que quienes

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debían amparar a los pobres y a los míseros, esos precisamente losdespedazaban entre sus ávidas garras. Aunque el que tenían hoyentre manos no fuera precisamente el caso. Ni pobre ni mísero, sedijo. Aunque sin duda miserable.

–En fin –concluyó Olmedilla. Ordenaba los papeles sobre la mesa sin apartar sus ojos de Ala-

triste, con gesto de estar ya todo dicho, al menos por su parte. Trans-currieron así unos instantes, en los que Olmedilla y el capitán si-guieron observándose en silencio. Luego éste descruzó los brazos yse apartó de la pared, acercándose a Garaffa. Cuando llegó a su la-do, la expresión aterrorizada del genovés era indescriptible. Alatris-te se puso frente a él, inclinándose un poco hasta mirarle los ojoscon mucha intensidad y mucha fijeza. Aquel individuo y lo que re-presentaba no movían en lo más mínimo sus reservas de piedad.Bajo la redecilla, el pelo teñido del mercader dejaba regueros de su-dor oscuro en su frente y a lo largo del cuello. Ahora, pese a los afei-tes y pomadas, olía agrio. A transpiración y a miedo.

–Jerónimo... –susurró Alatriste.Al oír su nombre, pronunciado a tres pulgadas escasas de la ca-

ra, Garaffa se sobresaltó como si acabase de recibir una bofetada.El capitán, sin apartar el rostro, se mantuvo unos instantes inmó-vil y callado, mirándolo desde esa distancia. Su mostacho casi ro-zaba la nariz del prisionero.

–He visto torturar a muchos hombres –dijo al fin, lentamen-te–. Los he visto con los brazos y las piernas descoyuntados por lamancuerda, delatando a sus propios hijos. He visto a renegadosdesollados vivos, suplicando entre alaridos que los mataran... EnValencia vi quemar los pies a infelices moriscos para que descubrie-

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ran el oro escondido, mientras oían los gritos de sus hijas de doceaños forzadas por los soldados...

Se calló de pronto, como si hubiera podido seguir contando ca-sos como aquellos indefinidamente, y fuera absurdo continuar. Encuanto al rostro de Garaffa, parecía que acabara de pasarle por en-cima la mano de la muerte. De pronto había dejado de sudar; co-mo si bajo su piel, amarilla de terror, no quedase gota de líquido.

–Te aseguro que todos hablan tarde o temprano –concluyó elcapitán–. O casi todos. A veces, si el verdugo es torpe, alguno mue-re antes... Pero tú no eres de ésos.

Todavía lo estuvo contemplando un poco más de ese modo,muy cerca, y luego se dirigió a la mesa. De pie frente a ella y vuel-to de espaldas al prisionero, se remangó el puño y la manga dela camisa sobre el brazo izquierdo. Mientras lo hacía, su mirada secruzó con la de Olmedilla, que lo observaba con atención, un po-co desconcertado. Después cogió la palmatoria con la vela parafundir lacre y volvió junto al genovés. Al mostrársela, alzándola unpoco, la luz de la llama arrancó reflejos verdigrises a sus ojos, denuevo fijos en Garaffa. Parecían dos inmóviles placas de escarcha.

–Mira –dijo.Le mostraba el antebrazo, donde una cicatriz delgada y larga

subía entre el vello por la piel curtida, hasta el codo. Y luego, antela nariz del espantado genovés, el capitán Alatriste acercó la llamade la vela a su propia carne desnuda. La llama crepitó entre olor apiel quemada, mientras apretaba las mandíbulas y el puño, y lostendones y músculos del antebrazo se endurecían como sarmien-tos de vid tallados en piedra. Frente a sus ojos, que seguían miran-do glaucos e impasibles, los del genovés estaban desorbitados por

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el horror. Aquello duró un momento que pareció interminable. Des-pués, con mucha flema, Alatriste dejó la palmatoria sobre la mesa,volvió a ponerse ante el prisionero y le mostró el brazo. Una atrozquemadura, del tamaño de un real de a ocho, enrojecía la piel abra-sada en los bordes de la llaga.

–Jerónimo... –repitió.Había acercado otra vez su cara a la del otro, y de nuevo le ha-

blaba en voz baja, casi confidencial:–Si esto me lo hago yo, imagina lo que soy capaz de hacerte a ti. Un charco amarillento se extendía bajo las patas de la silla, pier-

nas abajo del prisionero. Garaffa empezó a gemir y a estremecerse,y continuó así por un espacio muy largo. Al fin recobró el uso dela palabra, y entonces comenzó a hablar de un modo atropelladoy prodigioso, torrencial, mientras el contador Olmedilla, diligen-te, mojaba la pluma en el tintero, tomando las notas oportunas.Alatriste fue a la cocina en busca de manteca, sebo o aceite paraponerse en la quemadura. Cuando regresó, vendándose el ante-brazo con un lienzo limpio, Olmedilla le dirigió una mirada queen individuos de otros humores equivaldría a grande y manifiestorespeto. En cuanto a Garaffa, ajeno a todo salvo a su propio terror,continuaba hablando por los codos: nombres, lugares, fechas, ban-cos portugueses, oro en barras. Y siguió haciéndolo durante unbuen rato.

A esa misma hora yo caminaba bajo el prolongado arco que seabre al fondo del patio de banderas, en el callejón de la antigua Al-

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jama. Y tampoco, aunque por motivos distintos a los de JerónimoGaraffa, a mí me quedaba gota de sangre en el cuerpo. Me detuveen el sitio indicado y puse una mano en la pared porque temí queme flaqueasen las piernas. Pero al fin y al cabo mi instinto de con-servación se había desarrollado en los últimos años, de modo que,pese a todo, tuve lucidez para estudiar por lo menudo el sitio, susdos salidas y las inquietantes puertecillas que se abrían en los mu-ros. Rocé el mango de la daga que llevaba, como siempre, atrave-sada al cinto en los riñones, y luego, maquinalmente, palpé la fal-triquera donde llevaba el billete que me había conducido hastaallí. Lo cierto es que era digno de cualquier lance de comedia deTirso o de Lope:

Si aún me tenéis afecto, es momento de averiguarlo. Me holgaréde veros a las once de la mañana, en el arco de la judería.

El billete me había llegado a las nueve, con un mozo que pasópor la posada de la calle Tintores, donde yo aguardaba el regresodel capitán sentado en un poyete de la puerta, viendo pasar gente.Venía sin firma, pero el nombre de su remitente estaba tan clarocomo las heridas profundas que se mantenían en mi corazón y enmi memoria. Juzguen vuestras mercedes los sentimientos encon-trados que me venían turbando desde que recibí ese papel, y la de-liciosa angustia que guiaba mis pasos. Ahorraré entrar en detallessobre zozobras de enamorado, que me avergonzarían a mí y causa-rían tedio al lector. Diré tan sólo que yo entonces tenía dieciséis

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años y nunca había amado a una niña, o a una mujer –tampocodespués amé nunca de tal modo– como en ese tiempo amaba a An-gélica de Alquézar.

Es singular, pardiez. Sabía que aquel billete no podía ser sinootro episodio del peligroso juego que Angélica llevaba conmigodesde que nos habíamos conocido frente a la taberna del Turco,en Madrid. Un juego que había estado a punto de costarme lahonra y la vida, y que todavía muchas veces, con el paso de losaños, me haría caminar siempre al borde del abismo, por el filomortal de la más deliciosa navaja que una mujer fue capaz de crearpara el hombre que durante toda su vida, y hasta en el momentomismo de su temprana muerte, habría de ser al tiempo su amantey su enemigo. Pero ese momento aún estaba lejos, y era el caso queallí andaba yo aquella tibia mañana de invierno, en Sevilla, contodo el vigor y la audacia de mi mocedad, acudiendo a la cita dela niña –quizá, me decía, ya no lo sea tanto– que una vez, casi tresaños atrás y en la fuente del Acero, al decirle yo: «Moriría porvos», había respondido, sonriendo dulce y enigmática: «Tal vezmueras».

El arco de la Aljama estaba desierto. Dejando a la espalda latorre de la Iglesia Mayor recortada en el cielo sobre las copas de losnaranjos, me interné más por él, hasta doblar el codo y asomarmeal otro lado, donde el agua canturreaba en una fuente y gruesasramas de enredadera colgaban desde las almenas de los Alcázares.Tampoco allí vi a nadie. Tal vez se trata de una burla, me dije, vol-viendo sobre mis pasos hasta penetrar de nuevo en la penumbradel pasadizo. Fue entonces cuando oí un ruido a mi espalda, y vol-ví el rostro mientras llevaba la mano al puño de la daga. Una de las

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puertas estaba abierta, y un soldado de la guardia tudesca, fuertey rubio, me observaba en silencio. Hizo al cabo una seña, y me acer-qué con mucha prevención, recelando un mal lance. Pero el tudes-co no parecía hostil. Me examinaba con curiosidad profesional, yal llegar a su altura hizo un gesto para que le entregara mi daga.Sonreía bonachón entre las enormes patillas rubias que se le junta-ban al mostacho. Luego dijo algo así como komensi herein, que yo–me había hartado de ver tudescos vivos y muertos en Flandes–sabía que significaba anda, pasa dentro, o algo por el estilo. No te-nía elección, de modo que le entregué la daga, y crucé la puerta.

–Hola, soldado.Quienes conozcan el retrato de Angélica de Alquézar pintado

por Diego Velázquez pueden imaginarla fácilmente con sólo unospocos años menos. La sobrina del secretario real, menina de la rei-na nuestra señora, tenía cumplidos ya los quince y su belleza eramucho más que una promesa. Había madurado mucho desde la úl-tima vez que la vi: su corpiño de cordones pasados con buenasguarniciones de plata y coral, a juego con el amplio brial de brocadoque el guardainfante sostenía graciosamente en torno a sus cade-ras, dejaba adivinar formas que antes no estaban allí. Tirabuzonesrubios, como no los vio el Arauco en sus minas, seguían enmar-cando los ojos azules, no desmentidos por una piel tersa y blan-quísima que me pareció –en el futuro supe que así era– de la tex-tura de la seda.

–Ha pasado mucho tiempo.

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Estaba tan hermosa que dolía mirarla. En la habitación de colum-nas moriscas, abierta a un pequeño jardín de los Reales Alcázares,el sol volvía blanco el contorno de su cabello al contraluz. Sonreíacomo sonrió siempre: misteriosa y sugerente, con un punto de iro-nía, o de maldad, en su boca perfecta.

–Mucho tiempo –pude articular por fin.El tudesco se había retirado al jardín, por donde paseaban las

tocas de una dueña. Angélica fue a sentarse en un sillón de maderalabrada, y me indicó un escabel situado frente a ella. Ocupé elasiento sin saber muy bien qué hacía. Me miraba con mucha aten-ción, las manos cruzadas sobre el regazo; bajo el ruedo de su guar-dapiés asomaba un fino zapato de raso, y de pronto fui conscientede mi tosco jubón sin mangas sobre la camisa remendada, mis cal-zas de paño burdo y mis polainas militares. Por la sangre de Cris-to, maldije para mis adentros. Imaginaba lindos y pisaverdes debuena sangre y mejor bolsa, vestidos de calidad, requebrando a An-gélica en fiestas y saraos de la Corte. Un escalofrío de celos metraspasó el alma.

–Espero –dijo en tono muy suave– que no me guardéis rencor. Recordé, y no necesitaba mucho para rememorar tanta vergüen-

za, las cárceles de la Inquisición en Toledo, el auto de fe de la PlazaMayor, el papel que la sobrina de Luis de Alquézar había jugadoen mi desgracia. Ese pensamiento tuvo la virtud de devolverme lafrialdad que tanto necesitaba.

–¿Qué queréis de mí? –pregunté. Tardó en responder un instante más de lo necesario. Me obser-

vaba intensamente, la misma sonrisa en la boca. Parecía complaci-da de lo que veía ante ella.

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–No quiero nada –dijo–. Tenía curiosidad por encontraros denuevo... Os reconocí en la plaza.

Se calló un momento. Miraba mis manos, y otra vez mi rostro. –Habéis crecido, caballero.–También vos.Se mordió levemente el labio inferior mientras asentía muy des-

pacio con la cabeza. Los tirabuzones le rozaban con suavidad la pielpálida de las mejillas, y yo la adoraba.

–Habéis luchado en Flandes.No era afirmación ni pregunta. Parecía reflexionar en voz

alta.–Creo que os amo –dijo de pronto.Me levanté del escabel, con un respingo. Angélica ya no sonreía.

Me miraba desde su asiento, alzados hacia mí sus ojos azules comoel cielo, como el mar y como la vida. Que el diablo me lleve si noestaba enloquecedoramente bella.

–Cristo –murmuré.Yo temblaba como las hojas de un árbol. Ella permaneció in-

móvil, callada durante un largo rato. Al fin encogió un poco loshombros.

–Quiero que sepáis –dijo– que tenéis amigos incómodos. Co-mo ese capitán Batiste, o Triste, o como se llame... Amigos queson enemigos de los míos... Y quiero que sepáis que eso tal vez oscueste la vida.

–Ya estuvo a punto de ocurrir –respondí.–Y pronto ocurrirá de nuevo. Había vuelto a sonreír del mismo modo que antes, reflexiva

y enigmática.

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–Esta tarde –prosiguió– hay una velada que ofrecen los duquesde Medina Sidonia a los reyes... De regreso, mi carruaje se deten-drá un rato en la Alameda. Hay hermosas fuentes y jardines, y ellugar es delicioso para pasear.

Arrugué el entrecejo. Aquello era demasiado bueno. Demasia-do fácil.

–Un poco a deshora, me parece.–Estamos en Sevilla. Las noches aquí son templadas. No se me escapó la singular ironía de sus palabras. Miré hacia

el patio, a la dueña que seguía por allí. Angélica interpretó migesto.

–Es otra distinta a la que me guardaba en la fuente del Acero...Ésta se vuelve, cuando yo quiero, muda y ciega. Y he pensado quetal vez os plazca estar hoy sobre las diez de la noche en la Alameda,Íñigo Balboa.

Me quedé estupefacto, analizándolo todo.–Es una trampa –concluí–. Una emboscada como las otras.–Tal vez –sostenía mi mirada, inescrutable–. De vuestro valor

depende acudir o no a ella.–El capitán... –dije, y callé de pronto. Angélica me estudió con

una lucidez infernal. Era como si leyera mis pensamientos.–Ese capitán es vuestro amigo. Sin duda tendréis que confiarle

este pequeño secreto... Y ningún amigo os dejaría acudir solo a unaemboscada.

Guardó un breve silencio para dejar que la idea penetrase bienen mí.

–Dicen –añadió al fin– que también él es un hombre valiente.–¿Quién lo dice?

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No respondió, limitándose a acentuar la sonrisa. Y yo terminéde comprender cuanto acababa de decirme. La certeza llegó con tanespantosa claridad que me estremecí ante el cálculo con que ellame lanzaba a la cara semejante desafío. La silueta negra de Gualte-rio Malatesta se interpuso con sus trazas de oscuro fantasma. Todoera obvio y terrible al mismo tiempo: la vieja pendencia ya no sóloincluía a Alatriste. Yo tenía edad suficiente para responder de lasconsecuencias de mis actos, sabía demasiadas cosas, y para nues-tros enemigos era un adversario tan molesto como el propio capi-tán. Instrumento de la cita misma, diabólicamente avisado del pe-ligro cierto, por una parte no podía ir a donde Angélica me pedíaque fuera, y tampoco podía dejar de hacerlo. Aquel «habéis lucha-do en Flandes», que ella había dicho un momento antes, resultabaahora una cruel ironía. Pero en última instancia el mensaje esta-ba dirigido al capitán. Yo no debía ocultárselo a él. Y en tal caso, oiba a prohibirme acudir esa noche a la Alameda, o no me dejaría irsolo. El cartel de desafío nos incluía a ambos, sin remedio. Todo seconcretaba en elegir entre mi vergüenza o un peligro cierto. Y mi con-ciencia se debatía como un pez atrapado en una red. De pronto, laspalabras de Gualterio Malatesta volvieron a mi memoria con si-niestros significados. La honra, había dicho, es peligrosa de llevar.

–Quiero saber –dijo Angélica– si todavía seguís dispuesto a mo-rir por mí.

La contemplé confuso, incapaz de articular palabra. Era comosi su mirada se paseara con toda libertad por mi interior.

–Si no acudís –añadió–, sabré que pese a Flandes sois un cobar-de... En caso contrario, ocurra lo que ocurra, quiero que recordéislo que antes os dije.

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Crujió el brocado de su falda al ponerse en pie. Ahora estabacerca. Muy cerca.

–Y que tal vez os ame siempre.Miró hacia el jardín por donde paseaba la dueña. Luego aún se

acercó un poco más.–Recordadlo hasta el final... Llegue cuando llegue.–Mentís –dije.La sangre parecía haberse retirado de golpe de mi corazón y de

mis venas. Angélica siguió observándome con renovada atencióndurante un espacio de tiempo que pareció eterno. Y entonces hizoalgo inesperado. Quiero decir que alzó una mano blanca, menuday perfecta, y apoyó sus dedos en mis labios con la suavidad de unbeso.

–Marchaos –dijo.Dio media vuelta y salió al jardín. Y yo, fuera de mí, di unos

pasos tras ella, cual si pretendiera seguirla hasta los aposentos rea-les y los salones mismos de la reina. Me cortó el paso el tudesco delas patillas grandes, que sonreía señalándome la puerta al tiempoque me devolvía mi daga.

Fui a sentarme en los escalones de la Lonja, junto a la IglesiaMayor, y permanecí allí largo rato, sumido en fúnebres reflexiones.En mi interior se debatían sentimientos encontrados, y la pasiónpor Angélica, reavivada por tan inquietante entrevista, luchaba conla certeza de la trama siniestra que nos envolvía. Al principio penséen callar, escabullirme de noche con cualquier excusa, y acudir a la

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cita solo, afrontando de ese modo mi destino, con la daga de mise-ricordia y la toledana del alguacil –un buen acero con las marcas delespadero Juanes que guardaba envuelto en trapos viejos, escondidoen la posada– como única compañía. Pero aquel iba a ser, de cual-quier modo, un lance sin esperanza. La figura sombría de Malatestase perfilaba en mi imaginación como un oscuro presagio. Frente aél, yo no tenía ninguna posibilidad. Eso, además, en el improbablecaso de que el italiano, o quien fuese, acudiera a la cita solo.

Sentí deseos de llorar de rabia y de impotencia. Yo era vasconga-do e hidalgo, hijo del soldado Lope Balboa, muerto por su rey y porla verdadera religión en Flandes. Mi honra y la vida del hombre alque más respetaba en el mundo estaban en el alero. También lo es-taba mi propia vida; pero a tales alturas de la existencia, educadodesde los doce años en el áspero mundo de la germanía y de la gue-rra, yo había puesto demasiadas veces mi existencia al albur de unatabla, y poseía el fatalismo de quien respira sabiendo lo fácil que esdejar de hacerlo. Demasiados se habían ido ante mis ojos por la pos-ta entre blasfemias, llantos, oraciones o silencios, desesperados unosy resignados otros, como para que morir se me antojara algo ex-traordinario, o terrible. Además, yo pensaba que existía otra vida másallá de ésta, donde Dios, mi buen padre y los viejos camaradas esta-rían aguardándome con los brazos abiertos. En cualquier caso, conotra existencia o sin ella, había aprendido que la muerte es el aconte-cimiento que a hombres como el capitán Alatriste termina siemprepor darles la razón.

Ésas eran mis reflexiones sentado en los escalones de la Lonja,cuando vi pasar a lo lejos al capitán en compañía del contador Ol-medilla. Caminaban junto a la muralla de los Alcázares, hacia la

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Casa de Contratación. Mi primer impulso fue correr a su encuen-tro; pero me contuve, limitándome a observar la delgada figura demi amo, que iba silencioso, las anchas alas del chapeo sobre el ros-tro, la espada balanceándose al costado, junto a la presencia enlu-tada del funcionario.

Los vi perderse tras una esquina y seguí sentado donde estaba,inmóvil, los brazos en torno a las rodillas. Después de todo, con-cluí, la cuestión era simple. Aquella noche tocaba decidir entre ha-cerme matar solo, o hacerme matar junto al capitán Alatriste.

Fue el contador Olmedilla quien propuso detenerse en una ta-berna, y Diego Alatriste asintió no sin sorpresa. Era la primera vezque Olmedilla se mostraba locuaz, o sociable. Pararon en la taber-na del Seisdedos, detrás de las Atarazanas, y descansaron en unamesa a la puerta, bajo el soportal y el toldo que protegía del sol.Alatriste se destocó, dejando su fieltro sobre un taburete. Una mo-za les sirvió un cuartillo de vino de Cazalla de la Sierra y un platode aceitunas moradas, y Olmedilla bebió con el capitán. Cierto esque apenas probó el vino, dando a su jarra sólo un breve tiento,pero antes de hacerlo miró largamente al hombre que tenía a sulado. Su ceño parecía aclararse un poco.

–Bien jugado –dijo.El capitán estudió las facciones secas del contador, su barbita,

la piel apergaminada y amarillenta que parecía contaminada porlas velas con que se alumbraba en los despachos. No respondió, li-mitándose a llevarse el vino a los labios y beber, él sí, un largo

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trago que vació la jarra. Su acompañante seguía mirándolo concuriosidad.

–No me engañaron sobre vuestra merced –dijo al fin.–Lo del genovés era fácil –repuso Alatriste, sombrío.Luego calló. He hecho otras cosas menos limpias, decía aquel si-

lencio. Olmedilla parecía interpretarlo de forma adecuada, porqueasintió despacio, con el gesto grave de quien se hace cargo y por de-licadeza no pretende ir más allá de lo dicho. En cuanto al genovésy su criado, por lo que sabía Alatriste, en ese momento se hallabanmaniatados y amordazados dentro de un coche que los conducíafuera de Sevilla, con destino desconocido para el capitán –ni lo sa-bía ni tenía interés por averiguarlo–, con una escolta de alguacilesde aspecto patibulario que Olmedilla debía de tener prevenidosmuy de antemano, pues aparecieron en la calle del Mesón del Mo-ro como por arte de magia, acallada la curiosidad de los vecinos conlas palabras mágicas Santo Oficio, antes de esfumarse muy discre-tamente con sus presas en dirección a la puerta de Carmona.

Olmedilla se desabotonó el jubón y extrajo un papel doblado,con sello de lacre. Tras mantenerlo un momento en la mano, co-mo si venciera sus últimos escrúpulos, lo puso al fin sobre la mesa,ante el capitán.

–Es una orden de pago –dijo–. Vale al portador por cincuentadoblones viejos de oro, de dos caras... Puede hacerse efectiva encasa de don Joseph Arenzana, en la plaza de San Salvador. Nadiehará preguntas.

Alatriste miró el papel, sin tocarlo. Los doblones de dos caraseran la más codiciada moneda que podía encontrarse en ese tiem-po. Habían sido batidos en oro fino hacía más de un siglo, cuando

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los Reyes Católicos, y nadie discutía su valor al hacerlos sonar so-bre una mesa. Conocía a hombres capaces de acuchillar a su ma-dre por una de aquellas piezas.

–Habrá seis veces esa suma –añadió Olmedilla– cuando todohaya terminado.

–Bueno es saberlo.El contador contempló pensativo su jarra de vino. Una mosca

nadaba en ella, haciendo ímprobos esfuerzos por liberarse.–La flota llega dentro de tres días –dijo, atento a la agonía de la

mosca.–¿Cuántos hombres hacen falta?Olmedilla señaló con un dedo manchado de tinta la orden de

pago.–Eso lo decide vuestra merced. Según el genovés, el Niklaas-

bergen lleva veintitantos marineros, capitán y piloto... Todos fla-mencos y holandeses, excepto el piloto. Puede que en Sanlúcar su-ban algunos españoles con la carga. Y sólo disponemos de unanoche.

Alatriste hizo un cálculo rápido. –Doce, o quince. Los que puedo conseguir con este oro harán

de sobras el avío. Olmedilla movió la mano, evasivo, dando a entender que el

avío de Alatriste no era asunto suyo.–Deberéis –dijo– tenerlos listos la noche anterior. El plan con-

siste en bajar por el río, llegando a Sanlúcar al atardecer siguiente–hundió el mentón en la golilla, como para considerar si olvidabaalgo–... Yo iré también.

–¿Hasta dónde?

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–Ya veremos.El capitán lo miró sin ocultar su sorpresa.–No será un lance de tinta y papel.–Da lo mismo. Tengo obligación de comprobar la carga y orga-

nizar su traslado, una vez el barco esté en nuestras manos.Ahora Alatriste disimuló una sonrisa. No imaginaba al conta-

dor entre gente de la calaña que pensaba reclutar; pero compren-día que desconfiara en negocio como aquel. Tanto oro de pormedio resultaba una tentación, y era fácil que algún lingote pudie-ra distraerse en el camino.

–Excuso decir –apuntó el contador– que cualquier desvarío sig-nifica la horca.

–¿También para vuestra merced?–Puede que también para mí.Alatriste se pasó un dedo por el mostacho.–Barrunto que vuestro salario –dijo con ironía– no incluye esa

clase de sobresaltos.–Mi salario incluye cumplir con mi obligación.La mosca había dejado de moverse, y Olmedilla continuaba

mirándola. El capitán se puso más vino en la jarra. Mientras be-bía, vio que el otro levantaba de nuevo los ojos hacia él para con-templar, interesado, las dos cicatrices de su frente, y luego su brazoizquierdo, donde la manga de la camisa ocultaba la quemadurabajo el vendaje. Que por cierto, dolía como mil diablos. Al fin Ol-medilla frunció otra vez el entrecejo, cual si llevara rato dándolevueltas a un pensamiento que dudaba formular en voz alta.

–Me pregunto –dijo– qué habría hecho vuestra merced si el ge-novés no se hubiera dejado impresionar.

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Alatriste paseó la vista por la calle; el sol que reverberaba en lapared frontera le hacía entornar los ojos, acentuando su expresióninescrutable. Después miró la mosca ahogada en el vino de Olme-dilla, siguió bebiendo del suyo, y no dijo nada.

Las columnas de Hércules, altas de dos alabardas y recortadasen la claridad lunar, destacaban frente a la Alameda. Las copas delos olmos se extendían detrás hasta perderse de vista, oscureciendola noche bajo sus enramadas. A esa hora no paseaban carruajes condamas elegantes, ni los caballeros sevillanos hacían caracolear suscaballos entre los setos, las fuentes y los estanques. Sólo se oía elsonido del agua en los caños, y a veces, en la distancia, un perroaullaba inquieto hacia la Cruz del Rodeo.

Me detuve junto a una de las gruesas columnas de piedra y es-cuché, contenido el aliento. Tenía la boca tan seca como si la hu-biesen espolvoreado con arena, y los pulsos me latían con tal fuerzaen las muñecas y las sienes, que si en ese momento hubieran abier-to mi corazón, no habrían hallado dentro una gota. Observandocon aprensión la Alameda, aparté el herreruelo de bayeta que lle-vaba sobre los hombros, para desembarazar la empuñadura de la

V. EL DESAFÍO

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espada metida en el cinto de cuero. Su peso, junto al de la daga,me aportaba un singular consuelo en aquella soledad. Luego fuirepasando las presillas del coleto de piel de búfalo que me cubría eltorso. Era del capitán Alatriste, y lo había sacado con mucho sigiloaprovechando que él estaba abajo con don Francisco de Quevedoy con Sebastián Copons, y que los tres cenaban, bebían y hablabande Flandes. Había fingido una indisposición retirándome prontopara hacer los preparativos que tenía ingeniados tras pasar todo eldía discurriendo. De ese modo me lavé bien la cara y el pelo, po-niéndome una camisa limpia por si al acabar la jornada algún tro-zo de esa camisa terminaba dentro de mi carne. El coleto del capi-tán me venía grande, así que colmé la diferencia colocando debajomi viejo juboncillo de mochilero, relleno de estopa. Completé elatavío con unas remendadas calzas de gamuza que habían sobrevi-vido al sitio de Breda –buenas para proteger los muslos de posiblescuchilladas–, borceguíes de suela de esparto, polainas y montera.No era traza aquella de galantear damas, pensé mirándome en elreflejo de una olla de cobre. Pero más vale parecer un rufián vivoque terminar siendo un lindo muerto.

Había salido con mucho tiento, el coleto y la espada disimu-lados en el herreruelo. Sólo don Francisco me había visto de lejosun momento, dirigiéndome una sonrisa mientras proseguía la char-la con el capitán y Copons, que por suerte se hallaban de espaldasa la puerta. Una vez en la calle me aderecé de modo convenientemientras caminaba hasta la plaza de San Francisco; y de allí, esqui-vando las vías más transitadas, seguí lo mejor que pude las inme-diaciones de la calle de las Sierpes y la del Puerco hasta desembo-car en la desierta Alameda.

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Aunque no tan desierta, después de todo. Una mula relinchóbajo los olmos. Busqué, sobrecogido, y cuando mis ojos se acos-tumbraron a la oscuridad del bosquecillo, advertí la forma de uncoche detenido junto a una de las fuentes de piedra. Anduve muycauto, la mano en el puño de la espada, hasta percibir la amorti-guada claridad de un farol tapado que iluminaba el interior delcarruaje. Y paso a paso, cada vez más despacio, llegué junto alestribo.

–Buenas noches, soldado.Aquella voz me privó de la mía e hizo que temblase la mano

que apoyaba en el puño de la espada. Quizá no era una trampa,después de todo. Quizá era cierto que ella me amaba y que estabaallí, aguardándome según su promesa. Había una sombra mascu-lina arriba, en el pescante, y otra en la trasera del coche: dos cria-dos silenciosos velaban por la menina de la reina.

–Celebro comprobar que no sois un cobarde –susurró Angélica. Me quité la montera. La luz del farol tapado apenas permitía

distinguir los contornos en la penumbra, pero bastaba para alum-brar el tapizado interior, los reflejos de oro en sus cabellos, el rasodel vestido cuando se movía en el asiento. Abandoné toda precau-ción. La portezuela estaba abierta, y fui a apoyarme en el estri-bo. Un perfume delicioso me envolvió como una caricia. Ese aro-ma, pensé, lo lleva ella sobre la piel, y la dicha de aspirarlo mereceaventurar la vida.

–¿Venís solo?–Sí.Hubo un largo silencio. Cuando habló de nuevo, su tono pare-

cía admirado.

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–Sois muy estúpido –dijo– o sois muy hidalgo.Callé. Era demasiado feliz para estropear ese momento con pa-

labras. La penumbra permitía adivinar el reflejo de sus ojos. Se-guía mirándome sin decir nada. Yo rozaba el raso de su falda.

–Dijisteis que me amabais –murmuré por fin.Hubo otro larguísimo silencio, interrumpido por el relincho im-

paciente de las mulas. Oí cómo el cochero se agitaba en el pescan-te, serenándolas con un chasquido de las riendas. El postillón de latrasera seguía siendo un borrón inmóvil.

–¿Eso dije?Quedó callada un instante, cual si realmente hiciera memoria

de lo conversado por la mañana, en los Alcázares.–Tal vez sea cierto –concluyó.–Yo os amo a vos –declaré.–¿Por eso estáis aquí?–Sí.Inclinaba su rostro hacia el mío. Juro por Dios que podía sentir

el roce de sus cabellos en mi cara.–En tal caso –susurró– eso merece su recompensa.Posó una mano en mi cara con dulzura infinita, y de pronto

sentí sus labios oprimir los míos. Los tuve en la boca, suaves y fres-cos, por un momento. Luego ella se retiró al fondo del coche.

–Es sólo un adelanto de mi deuda –dijo–. Si sois capaz de man-teneros vivo, podréis reclamar el resto.

Dio una orden al cochero y éste hizo chasquear el látigo. El ca-rruaje se puso en marcha, alejándose. Y yo me quedé estupefacto,la montera en una mano, los dedos de la otra tocando incrédu-los la boca que Angélica de Alquézar había besado. El universo gi-

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raba enloquecido en torno a mi cabeza, y tardé un rato largo en re-cobrar la cordura.

Entonces miré alrededor y vi las sombras.

Salían de la oscuridad, entre los árboles. Siete bultos oscuros,hombres embozados con capas y sombreros. Se acercaron tan des-pacio como si dispusieran de todo el tiempo del mundo, y yo sentíque bajo el coleto de búfalo se me erizaba la piel.

–Voto a Dios, que sólo es el rapaz –dijo una voz.Esta vez no hacía tirurí-ta-ta, pero reconocí en el acto su metal

chirriante, ronco y roto. Provenía de la sombra más cercana, que mepareció muy alta y muy negra. Todos se habían detenido a mi alre-dedor, cual si no supieran qué hacer conmigo.

–Tanta red –añadió la voz– para pescar una sardina.Aquel desdén obró la virtud de calentar mi sangre y devolverme el

aplomo. El pánico que empezaba a invadirme desapareció de golpe.Tal vez aquellos embozados no sabían qué hacer con la sardina, peroésta llevaba todo el día entre cavilaciones, preparándose por si ocurríaexactamente lo que acababa de ocurrir. Cualquier desenlace, inclusoel peor de ellos, había sido pesado, sopesado y asumido cien veces enmi imaginación, y yo estaba listo. Sólo me habría gustado disponerde tiempo para un acto de contricción en regla, mas para eso no que-daba espacio. Así que solté el fiador del herreruelo, inspiré profunda-mente, me persigné y saqué la espada. Lástima, pensaba entristeci-do, que el capitán Alatriste no pueda verme ahora. Le habría gustadosaber que el hijo de su amigo Lope Balboa también sabe morir.

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–Vaya –dijo Malatesta. Su comentario se quebró en un sobresalto cuando afirmé los

pies y le tiré una estocada que le pasó la capa, y no se lo llevó a élpor delante a cuenta de una pulgada. Saltó atrás para esquivarme,y todavía pude largarle otra cuchillada de revés, con los filos, antesde que empuñara su espada. Salió ésta con siniestro siseo de lavaina, y vi relucir su hoja mientras el italiano tomaba distanciapara darse tiempo a soltar la capa y afirmarse en guardia. Sintien-do que se me escapaba entre los dedos la última oportunidad, metípies con decisión, cerrándole de nuevo; y a punto de perder lacompostura, pero todavía dueño de mí, alcé el brazo con violenciapara asestarle un golpe falso a la cabeza, pasé al otro lado, y con elmismo revés volví a donde comencé, de tajo, con tan afortunadamano que, de no llevar puesto el sombrero, mi enemigo habría des-pachado su alma para el infierno.

Gualterio Malatesta retrocedió dando traspiés mientras mascu-llaba sonoras blasfemias en italiano. Y entonces yo, cierto de queallí concluía mi ventaja, giré alrededor, la punta de la espada des-cribiendo círculo, para dar cara a los otros que, sorprendidos alprincipio, habían al fin metido mano a sus herreruzas y me cerca-ban sin consideración ninguna. Aquello estaba visto para senten-cia, tan claro como la luz del día que yo no iba a ver nunca más.Pero no era mal modo de acabar para uno de Oñate, pensé atrope-lladamente mientras sacaba la daga, cubriéndome también conella en la mano zurda. Uno contra siete.

–Para mí –los detuvo Malatesta.Venía rehecho y firme, la espada por delante, y supe que apenas

me quedaban unos instantes de vida. Así que en vez de esperarlo

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afirmado en guardia, que era lo impuesto por la verdadera destre-za, hice como que me retiraba, y de pronto me agaché a medias,saltando a matar como una liebre y buscándole el vientre. Cuandoreparé al fin, mi acero no había perforado más que aire, Malatestaestaba inexplicablemente a mi espalda, y yo tenía una cuchilladaen un hombro, en la juntura del coleto, por la que asomaba la es-topa del juboncillo que llevaba debajo.

–Te vas como un hombre, rapaz –dijo Malatesta.Había cólera y también admiración en su voz; pero yo había pa-

sado aquel punto sin retorno en que huelgan las palabras, y se medaba una higa su admiración, su cólera o su desprecio. Así queme revolví sin decir nada, como había visto hacer tantas veces alcapitán Alatriste: flexionadas las piernas, la daga en una mano y laespada en la otra, reservando el aliento para la última acometida.Lo que más ayuda a bien morir, le había oído decir una vez al capi-tán, es saber que has hecho cuanto está en tu mano para evitarlo.

Entonces, detrás de las sombras que me cercaban, sonó un pis-toletazo, y el resplandor de un tiro iluminó el contorno de misenemigos. Aún no caía uno de ellos al suelo cuando otro fogonazoalumbró la Alameda, y a su luz pude ver al capitán Alatriste, a Co-pons y a don Francisco de Quevedo, que espadas en mano cerra-ban sobre nosotros como si salieran de las entrañas de la tierra.

Vive Cristo que fue lo que fue. La noche se volvió torbellino decuchilladas, repicar de aceros, chispazos y gritos. Había dos cuer-pos en el suelo y ocho hombres batiéndose a mi alrededor, som-

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bras confusas que se reconocían a ratos y por la voz, y se daban es-tocadas entre empujones, traspiés y revuelo de capas. Afirmé miacero en la diestra y fui sin rodeos contra el que me pareció máspróximo; y en aquella confusión, con una facilidad de la que yoera el primer sorprendido, le metí muy resuelto una buena cuartade hoja por la espalda. Clavé, desclavé, revolvióse el herido con unaullido –supe así que no era Malatesta–, y tiróme un tajo feroz quepude parar con la daga, aunque rompió las guardas de ella y melastimó los dedos de la zurda. Fui sobre él echando atrás el brazo,la punta por delante, sentí una cuchillada en el coleto, y, sin hacerreparo, trabé su hoja entre el codo y el costado para sujetarla mien-tras le clavaba otra vez la espada, entrándosela bien adentro estavez, de suerte que se fue al suelo y yo con él. Alcé la daga para aca-barlo allí mismo, pero ya no se movía y su garganta soltaba el es-tertor rauco de quien se ahoga en su propia sangre. Así que, de ro-dillas sobre su pecho, desclavé el acero y volví a la pelea.

Todo estaba ahora más parejo. Copons, al que conocí por subaja estatura, estrechaba a un adversario al que oí jurar de modoatroz entre tajo y tajo, y que de pronto cambió los juramentos porgemidos de dolor. Don Francisco de Quevedo cojeaba de aquípara allá entre dos adversarios que no le daban la talla, batiéndosetan bien como solía. Y el capitán Alatriste, que había buscado aMalatesta en mitad de la refriega, se enfrentaba con éste algo máslejos, junto a una de las fuentes de piedra. El espejeo de la luna enel agua recortaba sus siluetas y sus aceros, metiendo pies y rom-piendo distancia, con tretas y fintas y espantosas estocadas. Obser-vé que el italiano había dejado a un lado su locuacidad y su maldi-to silbido. La noche no estaba para perder resuello en gollerías.

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Una sombra se interpuso. El brazo me dolía de tanto moverlo,y empezaba a acusar la fatiga. Comenzaron a llover estocadas depunta y de tajo, y retrocedí cubriéndome lo mejor que supe, queno fue malo. Mi recelo era dar con los pies en uno de los estanquesque yo sabía cerca y a mi espalda, aunque siempre era más saluda-ble un remojón que una mojada. Pero me vi desembarazado deldilema cuando Sebastián Copons, libre de su adversario, se vinosobre el mío, obligándolo a atender dos frentes a la vez. El arago-nés se batía como una máquina, estrechando al otro y forzándoloa prestarle más atención que a mí. Eso me resolvió a deslizarme asu costado e intentar acuchillarlo con el siguiente golpe de Copons.E iba a hacerlo, cuando por el hospital del Amor de Dios, más alláde las columnas de piedra, asomaron luces y voces de ténganse afe, ténganse a la Justicia del rey.

–¡Gurullada habemos! –masculló Quevedo entre dos estocadas.El primero que puso pies en polvorosa fue el acosado por Co-

pons y por mí, y en un ite misa est también don Francisco se viosolo. De los contrarios quedaban tres en el suelo, y un cuarto sealejaba gimiendo dolorido, arrastrándose entre los arbustos. Fui-mos hacia el capitán, y al llegar junto a la fuente lo vimos inmóvil,el acero todavía en la mano, mirando las sombras por donde se ha-bía desvanecido Gualterio Malatesta.

–Vámonos –dijo Quevedo.Las luces y las voces de los alguaciles estaban cada vez más cer-

ca. Seguían apellidando al rey y a la Justicia; pero venían sin prisas,recelando de malos encuentros.

–¿E Íñigo? –preguntó el capitán, aún vuelto hacia donde habíahuido su enemigo.

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–Íñigo está bien.Fue entonces cuando Alatriste se giró a mirarme. Creí advertir

sus ojos fijos en mí con el tenue resplandor de la luna. –Nunca más hagas eso –dijo.Juré que nunca más lo haría. Luego recogimos nuestros som-

breros y capas, y echamos a correr bajo los olmos.

Han pasado muchos años desde entonces. Con el tiempo, cadavez que vuelvo a Sevilla encamino mis pasos a aquella Alame-da –que permanece casi igual a como la conocí–, y allí me dejo,una y otra vez, envolver por los recuerdos. Hay lugares que marcanla geografía de la vida de un hombre; y ése fue uno de ellos, comolo fueron el portillo de las Ánimas, las cárceles de Toledo, las llanu-ras de Breda o los campos de Rocroi. Entre todos, la Alameda deHércules ocupa un lugar especial. Sin advertirlo, yo había cuajadoen Flandes; pero no lo supe hasta aquella noche, en Sevilla, cuan-do me vi solo frente al italiano y sus esbirros, empuñando unaespada. Angélica de Alquézar y Gualterio Malatesta, sin proponér-selo, me hicieron la merced de que tomara conciencia de eso. Y detal modo aprendí que es fácil batirse cuando están cerca los camara-das, o cuando te observan los ojos de la mujer a la que amas, dán-dote vigor y coraje. Lo difícil es pelear solo en la oscuridad, sin mástestigo que tu honra y tu conciencia. Sin premio y sin esperanza.

Ha sido un largo camino, pardiez. Todos los personajes de estahistoria, el capitán, Quevedo, Gualterio Malatesta, Angélica de Al-quézar, murieron hace mucho; y sólo en estas páginas puedo ha-

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cerlos vivir de nuevo, recobrándolos tal y como fueron. Sus som-bras, entrañables unas y destestadas otras, permanecen intactas enmi memoria, con aquella época bronca, violenta y fascinante quepara mí será siempre la España de mi mocedad, y la España delcapitán Alatriste. Ahora tengo el pelo gris, y una memoria tan agri-dulce como lo es toda memoria lúcida, y comparto el singularcansancio que todos ellos parecían arrastrar consigo. Con el pasode los años también yo aprendí que la lucidez se paga con la deses-peranza, y que la vida del español fue siempre un lento caminohacia ninguna parte. Recorriendo mi espacio de ese camino perdímuchas cosas, y gané algunas otras. Ahora, en este viaje que paramí sigue siendo interminable –a veces rozo la sospecha de queÍñigo Balboa no morirá nunca–, poseo la resignación de los re-cuerdos y los silencios. Y al fin comprendo por qué todos los hé-roes que admiré en aquel tiempo eran héroes cansados.

Apenas dormí esa noche. Tumbado en mi jergón, oía la respira-ción pausada del capitán mientras veía la luna ocultarse en un án-gulo de la ventana abierta. La frente me ardía como si tuviera cuar-tanas, y el sudor empapaba las sábanas alrededor de mi cuerpo. Dela mancebía cercana llegaba a veces una risa de mujer o las notassueltas de una guitarra.

Destemplado, incapaz de conciliar el sueño, me levanté descalzoy fui hasta la ventana, acodándome en el alféizar. La luna daba a lostejados una apariencia irreal, y la ropa tendida en las terrazas pendíainmóvil como blancos sudarios. Naturalmente, pensaba en Angélica.

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No oí al capitán Alatriste hasta que estuvo a mi lado. Iba en ca-misa, descalzo como yo. Se quedó también mirando la noche sindecir nada, y observé de soslayo su nariz aquilina, los ojos clarosabsortos en la extraña luz de afuera, el frondoso mostacho queacentuaba su perfil formidable de soldado.

–Ella es fiel a los suyos –dijo al fin.Ese ella en su boca me hizo estremecer. Luego asentí sin decir

palabra. Con mis pocos años, habría discutido cualquier conceptosobre el particular, pero no aquel, tan inesperado. Yo podía com-prender eso.

–Es natural –añadió.No supe si se refería a Angélica o a mis propios y encontrados

sentimientos. De pronto sentí una desazón que me subía por elpecho. Una extraña congoja.

–La amo –murmuré.Tuve una intensa vergüenza apenas lo dije. Pero el capitán ni se

burló de mí, ni hizo comentarios ociosos. Permanecía inmóvil, con-templando la noche.

–Todos amamos alguna vez –dijo–. O varias veces.–¿Varias?Mi pregunta pareció cogerlo a contrapié. Calló un momento,

cual si considerase que era su obligación añadir algo más, pero nosupiera muy bien qué. Carraspeó. Lo notaba moverse cerca, incó-modo.

–Un día deja de ocurrir –añadió al fin–. Eso es todo.–Yo la amaré siempre.El capitán tardó un instante en responder.–Claro –dijo.

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Se quedó un rato callado y luego lo repitió en voz muy baja:–Claro.Sentí que alzaba la mano para ponérmela en el hombro, del

mismo modo que había ocurrido en Flandes el día que SebastiánCopons degolló al holandés herido tras el combate del molinoRuyter. Pero esta vez dejó sin acabar el gesto.

–Tu padre... También dejó esa frase en el aire, sin concluirla. Tal vez, pensé,

buscaba decirme que a Lope Balboa, su amigo, le habría gustadoverme aquella noche espada y daga en mano, solo frente a sietehombres, con dieciséis años apenas cumplidos. O escuchar a suhijo diciendo que estaba enamorado de una mujer.

–Estuviste bien antes, en la Alameda.Me sonrojé de orgullo. En boca del capitán Alastriste, aquellas

palabras valían el rescate de un genovés. El cubríos de un rey. –Sabía que era una trampa –dije. Por nada del mundo estaba dispuesto a que creyera que había

ido a meterme en la celada como un mochilero pardillo. El capi-tán movió la cabeza, tranquilizándome.

–Sé que lo sabías. Y sé que la trampa no era para ti.–Angélica de Alquézar –dije, con cuanta firmeza pude– sólo es

asunto mío.Ahora se quedó callado mucho rato. Yo miraba por la ventana,

el aire obstinado, y el capitán me observaba en silencio. –Claro –volvió a decir al fin.Las escenas recientes de aquella jornada se agolpaban en mi ca-

beza. Me toqué la boca, donde ella había apoyado sus labios. Po-drás cobrar el resto de la deuda, había dicho. Si sobrevives. Luego

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palidecí al recordar las siete sombras saliendo de la oscuridad, bajolos árboles. Aún me dolía el hombro de la cuchillada que habíanparado el coleto del capitán y mi juboncillo de estopa.

–Algún día –murmuré, casi pensando en voz alta– mataré aGualterio Malatesta.

Oí reír a mi lado al capitán. No había burla de por medio, nidesdén por mi arrogancia de mozo. Era una risa contenida, en vozbaja. Afectuosa y suave.

–Es posible –dijo–. Pero antes debo intentar matarlo yo.

Al día siguiente plantamos nuestra bandera imaginaria y empe-zamos la recluta. Lo hicimos sin enseñas ni redoble de cajas ni sar-gentos, sino con la mayor discreción del mundo. Y para el tipo degente que el lance requería, Sevilla era lugar que ni pintado. Si ha-cemos cuenta que del hombre el primer padre fue ladrón, la pri-mera madre mentirosa y el primer hijo asesino –¿qué hay ahoraque antes no hubo?–, todo ello se confirmaba en aquella ciudadrica y turbulenta, donde de los diez mandamientos, el que no sequebrantaba era hendido a cuchilladas. Allí, en tabernas, mance-bías y garitos, en el corral de los Naranjos de la Iglesia Mayor y enla misma cárcel real, que era con justo título capital del hampa de lasEspañas, abundaban los tratantes en pescuezos y mercaderes de es-tocadas; lo que resultaba cosa natural en una urbe poblada de gen-tilhombres de fortuna, hidalgos de rapiña y caballeros que vivíandel milagro sin cuidado de abril ni recelo de mayo, profesos en laregla de Monipodio, donde jueces y alguaciles se acallaban con mor-

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daza de plata. Un aula magna, en fin, de los mayores bellacos queDios crió, llena de iglesias para acogerse en sagrado, donde se ma-taba al fiado por un ochavo, por una mujer o por una palabra.

Quien vio a Gonzalo Xeniz,y a Gayoso y a Ahumada,hendedores de personasy pautadores de caras...

La cuestión era que en una Sevilla de aquella España donde to-do se llevaba con fieros y poca vergüenza, entre tanto matarife profe-so no pocos lo eran de boquilla, de esos mancebos de la carda quemenudeaban en juramentos de valentía, y entre brindis y brindisdespachaban de parola a veinte o treinta a caballo; voceadores dehombres que no mataron y de guerras donde no sirvieron, quealardeaban de liquidar lo mismo al natural que de cuchillada o detajo, pavoneándose con sombreros injertos de guardasol, coletosde ante, zambos de piernas, mirar negro, barbas de gancho y bigo-tazos como gavilanes de daga, pero que a la hora de la verdad noeran capaces de afufar entre veinte a un corchete metido en uvas, yse derrotaban en el potro a la primera vuelta de cordel. De maneraque resultaba preciso conocer el paño, como lo conocía el capitánAlatriste, para no dejarse encandilar por la flor de tanta sota de es-padas. Así empezó la leva fiado en su buen ojo, por las tabernas delbarrio de La Heria y de Triana, a la busca de viejos conocidos conpronta mano y poca lengua, bravos de verdad y no de entremés decomedia; de esos que mataban sin dar tiempo a confesión, para queno terciase soplo a la Justicia. Y que, puestos a las ansias del digan

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cuántos, apretados por el verdugo, daban por fiadores su gargantao sus espaldas, tornábanse mudos salvo para decir nones o Iglesiame llamo, y no daban información ni para recibir un hábito deCalatrava:

Maestro era de esgrima Alonso Fierro,de espada y daga y diestro a maravilla;rebanaba pescuezos en Sevillatarifando a doblón por cada entierro.

Precisamente en lo de llamarse a iglesia, o antana, para quedar asalvo de la Justicia, Sevilla contaba con el más famoso refugio delmundo en el corral de los Naranjos de la catedral, cuyo renombrey utilidad quedan meridianos con aquello otro de:

Salí de Córdoba huyendo,llegué a Sevilla cansado. Híceme allí jardinerodel corral de los Naranjos.

Era el patio de la Iglesia Mayor el de la antigua mezquita árabe,del mismo modo que la torre de la Giralda correspondía al anti-guo minarete de los moros. Espacioso y ameno por su fuente cen-tral y los naranjos que lo poblaban y le daban nombre, el famosocorral se abría por su puerta principal al embaldosado de mármolque, cerrado con cadenas, se alzaba en gradas alrededor del tem-plo, y que durante el día era lugar de paseo para la vida ociosa ymalandrina, y mentidero de la ciudad al modo de las gradas de

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San Felipe de Madrid. El corral, por su carácter de recinto sagra-do, era lugar elegido como asilo por rufianes, valentones y malhe-chores retraídos de la Justicia, que allí hacían vida libre campandoa sus anchas, visitados por sus coimas y camaradas tanto de díacomo de noche, y no aventurándose por la ciudad los más recla-mados sino en cuadrilla numerosa, de manera que ni los mismosalguaciles osaban hacerles frente. El lugar fue descrito por las plu-mas mejor cortadas de las letras españolas, desde el gran don Mi-guel de Cervantes al mismo don Francisco de Quevedo; así queexcuso abundar en la materia. No hay novela de pícaros, relaciónde soldado ni jácara que no mencione Sevilla y el corral de los Na-ranjos. Sólo traten de imaginar vuestras mercedes el ambiente quese barajaba en ese lugar legendario, tan próximo a las Alcaicerías ya la Lonja, con los retraídos, y el mundo del hampa que allí seamontonaba como chinches en costura.

Acompañé al capitán en su recluta, y nos llegamos al corral dedía y con buena luz, cuando era fácil reconocer las caras. En lasgradas de la entrada principal latía el pulso de aquella Sevilla va-riopinta y a ratos feroz. A esa hora las gradas hormigueaban deociosos, mercaderes de baratillo, paseantes, pícaros, tapadas de me-dio ojo, niñas del agarro encubiertas con vieja y pajecillo, murcia-dores diestros en la presa, mendigos y oficiales de la hoja. Entre lagente, un ciego vendía pliegos de cordel voceando la relación dela muerte de Escamilla:

Era el bravo Escamillaprez y honra de Sevilla...

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Media docena de valentones congregados bajo el arco de la puer-ta principal asentían aprobadores al oír los turbulentos detallessobre el legendario matachín, nata de la jácara local. Pasamos jun-to a ellos al entrar al patio, y no se me escapó la mirada curiosa queel grupo dirigió al capitán Alatriste. En el interior, la sombra de losnaranjos y la amena fuente cobijaban a una treintena de prójimoscalcados a los de la puerta. Era aquélla lonja de aceros donde sedescartaban hombres de palabra y se daban pólizas de vida al qui-tar. Allí, el que menos estaba retraído por abrirle a alguien unazanja de a palmo en la cara, o por aliviar almas de su corrupta ma-teria. Cargaban más hierro que un espadero toledano, y todo erancoletos de cordobán, botas vueltas y sombreros de mucha falda,bigotazos y andares zambos. Por lo demás parecía campamento degitanos, con fueguecillos para calentar pucheros, mantas por elsuelo, hatillos, esteras donde dormitaban algunos, y un par de ta-blas de juego, una de naipes y otra de Juan Tarafe, donde variosmenudeaban de un jarro mientras se jugaban hasta el alma que yatenían empeñada al diablo cuando los destetaron. Algunos rufosse hallaban en estrecha conversación con sus hembras, jóvenes unasy otras no tanto, pero todas cortadas por el patrón del medio man-to, carihartas y gananciosas que allí daban razón de los reales gana-dos con tantos trabajos por las esquinas sevillanas.

Alatriste se detuvo junto a la fuente y echó un vistazo. Yo estabatras él, fascinado por cuanto veía. Una daifa de aire bravo, con elmanto terciado al hombro como para acuchillar, lo saludó de buenmozo con desenfado y desvergüenza; y al oírla, dos jaques que ti-raban los dados en una de las tablas se levantaron despacio, mirán-donos atravesados. Vestían de natural a lo valentón, con cuellos

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muy abiertos de valona, medias de color y tahalís de un palmo deancho con descomunales herreruzas. El más joven llevaba un pisto-lete en lugar de daga y una rodela de corcho colgada de la pretina.

–¿En qué podemos servir a vuacé? –preguntó uno.El capitán los encaraba muy tranquilo, los pulgares en el cinto,

el sombrero arriscado sobre la cara. –Vuestras mercedes, en nada –dijo–. Busco a un amigo.–A lo mejor lo conocemos –dijo el otro jaque.–Puede –repuso el capitán, y dio una ojeada en torno.Los dos fulanos se miraron el uno al otro. Un tercero que ron-

daba cerca se aproximó, curioso. Observé de reojo al capitán, perolo vi muy frío y muy sereno. Aquel era también su mundo, a fin decuentas. Tocaba la cuerda como el que más.

–A lo mejor vuacé desea... –empezó a decir uno.Sin hacerle más caso, Alatriste siguió adelante. Le fui detrás sin

perder de vista a los rufos, que cuchicheaban en voz baja decidiendosi aquello era desaire, y si como tal convenía darle o no a mi amounas pocas puñaladas por la espalda. No debieron ponerse de acuer-do, pues así quedó la cosa. El capitán miraba ahora hacia un gruposentado a la sombra junto al muro, donde tres hombres y dos muje-res parecían en animada conversación echándole tientos a una botade cuero de por lo menos dos arrobas. Entonces vi que sonreía.

Se acercó al grupo, y fui con él. Según nos veían llegar fueron ce-sando los otros en su conversación, el aire receloso. Uno de los bravosera muy moreno de tez y pelo, con enormes patillas que le llegabanhasta las quijadas. Tenía un par de marcas en la cara que no eran pre-cisamente de nacimiento, y manos gordas de uñas negras y remacha-das. Vestía de mucho cuero, con una espada ancha y corta a modo de

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las del perrillo, y adornaba sus gregüescos de lienzo basto con unosinsólitos lazos verdes y amarillos. Se quedó mirando a mi amo segúnéste llegaba, sentado como estaba, a la mitad de unas palabras.

–Que me cuelguen en la ele de palo –dijo al fin, boquiabierto–si no es el capitán Alatriste.

–Lo que me extraña, señor don Juan Jaqueta, es que no oshayan colgado todavía.

El bravo soltó dos blasfemias y una carcajada y se puso en piesacudiéndose los calzones.

–¿De dónde sale vuesamerced? –preguntó, estrechando la ma-no que el capitán le tendía.

–De por ahí.–¿También andáis retraído?–De visita.–Por la sangre de Cristo, que me huelgo de veros.Requirió alegremente el tal Jaqueta el cuero de vino a sus com-

padres, corrió éste como era debido, e incluso yo caté mi parte.Tras cambiar recuerdos de amigos comunes y algún lance compar-tido –supe así que el bravonel había sido soldado en Nápoles, y node los malos, y que el propio Alatriste había estado acogido en esemismo corral tiempo atrás–, nos alejamos un poco aparte. Sin ro-deos, el capitán le dijo al otro que había un asunto para él. De losuyo y con oro por delante.

–¿Aquí?–En Sanlúcar.Desolado, el bravo hizo un gesto de impotencia.–Si fuera algo fácil y de noche, no hay problema –explicó–. Pe-

ro no puedo pasearme mucho, porque hace una semana le di una

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hurgonada a un mercader, cuñado de un canónigo de la catedral,y tengo a la gura encima.

–Eso puede arreglarse.Jaqueta miró a mi amo con mucha atención.–Rediós. Ni que tuvieseis bula del arzobispo.–Tengo algo mejor –el capitán se palpó el jubón–. Un docu-

mento que me autoriza a reclutar amigos poniéndolos en salvo dela Justicia.

–¿Así, por las buenas?–Como os lo cuento.–No os va mal, por lo que veo –la atención del jaque se había

trocado en respeto–... El negocio es de mover las manos, ima-gino.

–Imagináis bien.–¿Vuesamerced y yo?–Y algunos más.El bravo se rascaba las patillas. Dirigió una ojeada hacia el corro

de sus compadres y bajó la voz.–¿Hay pecunia?–Mucha.–¿Con señal?–Cinco piezas de a dos caras.Silbó el otro entre dientes, admirado.–Vive Dios que me acomoda; porque los precios de nuestro ofi-

cio, señor capitán, están por los suelos... Ayer mismo vino a vermealguien que pretendía una mojada al querido de su legítima porsólo treinta ducados... ¿Qué os parece?

–Una vergüenza.

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–Y que lo digáis –el valentón se contoneaba, el puño en la cade-ra, muy puesto en bravo–. Así que le respondí que por esa tarifa lomás que cuadraba era un tajo de diez puntos en la cara, o comomucho de doce... Discutimos, no hubo arreglo, y a pique estuvede darle el hurgón al cliente, pero gratis.

Alatriste miraba alrededor. –Para lo nuestro necesito gente de fiar... No matachines de pas-

tel, sino espadas de las buenas. Poco amigos de cantarle coplas aun escribano.

Jaqueta movió afirmativo la cabeza, el aire entendido. –¿Cuántos?–Me cuadra la docena larga.–Negocio grande, parece.–No pretenderá vuestra merced que busque semejante jábega

de marrajos para acuchillar a una vieja.–Me hago cargo... ¿Hay mucho riesgo?–Razonable.El bravo arrugaba la frente, pensativo.–Aquí casi todo es carroña –dijo–. La mayor parte sólo vale pa-

ra desorejar mancos o darle cintarazos a sus hembras cuanto traencuatro reales menos de jornal –señaló con disimulo a uno de su gru-po–... Ése de ahí nos puede valer. Se llama Sangonera y también fuesoldado. Crudo, con buena mano y mejores pies... También conoz-co a un mulato que está acogido en San Salvador: un tal Campu-zano, fuerte y muy discreto, al que hace seis meses quisieron colocar-le una muerte, que por cierto era suya y de algún otro, y aguantócuatro tratos de cuerda como un hidalgo, porque es de los que sa-ben que cualquier desliz de la lengua lo paga la gorja.

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–Sabia prudencia –apuntó Alatriste.–Además –prosiguió Jaqueta, filosófico–, las mismas letras tie-

ne un no que un sí.–Las mismas. Alatriste miró al del corrillo sentado junto al muro. Reflexionaba.–Valga por el tal Sangonera –dijo al cabo– si vuestra merced lo

avala y a mí me convence su conversación... También le echaré unojo al mulato, pero necesito más gente.

Jaqueta puso cara de hacer memoria.–Hay algunos buenos camaradas más por Sevilla, como Ginesi-

llo el Lindo o Guzmán Ramírez, que son gente de mucho cuajo...De Ginesillo os acordaréis seguro, porque despachó a un corcheteque lo llamó puto en público hará cosa de diez o quince años, es-tando aquí vuesamerced.

–Me acuerdo del Lindo –confirmó Alatriste.–Pues recordaréis también que se comió tres ansias sin pesta-

ñear ni dar el bramo.–Es raro que aún no lo hayan asado, como suelen.Jaqueta se echó a reír.–Amén de mudo se ha vuelto muy peligroso, y no hay zarza

con hígados para ponerle la mano encima... No sé dónde vive, pe-ro seguro que estará velando esta noche a Nicasio Ganzúa en lacárcel real.

–No conozco al dicho Ganzúa.En pocas palabras, Jaqueta puso al capitán al corriente. Ganzúa

era uno de los más famosos bravos de Sevilla, terror de porquero-nes y lustre de tabernas, garitos y mancebías. Yendo por una calleestrecha, el coche del conde de Niebla lo había salpicado de barro.

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El conde iba con sus criados y con unos amigos jóvenes como él,hubo trabazón de palabras, metióse mano a las temerarias, Gan-zúa despachó por la posta a un criado y a un amigo, y el de Nieblase había librado de milagro con una cuchillada en el muslo. Hubotercio de alguaciles y corchetes, y en la instrucción, aunque Gan-zúa no dijo esta boca es mía, alguien choteó un par de asuntillosmás que tenía pendientes, incluido otro par de muertes y un sona-do robo de alhajas en la calle Platería. Resumiendo: a Ganzúa ledaban garrote al día siguiente en la plaza de San Francisco.

–Habría ido de perlas para nuestro negocio –se lamentó Jaque-ta–, pero lo de mañana es cosa hecha. Ganzúa está en capilla, yesta noche lo acompañarán los camaradas para echar tajada y ali-viarle el trance, como se acostumbra en tales casos. El Lindo y Ra-mírez le son muy afectos, así que podréis encontrarlos allí, sinduda.

–Iré a la cárcel –dijo Alatriste.–Entonces saludad a Ganzúa de mi parte. Los deudos están

para las ocasiones, y yo iría a velarlo con mucho gusto de no vermeen tales trabajos –Jaqueta me examinó con mucho detenimien-to–... ¿Quién es el mozo?

–Un amigo.–Algo tierno parece –el bravo seguía estudiándome curioso, sin

que le pasara inadvertida la vizcaína que yo llevaba atravesada alcinto–. ¿También anda en esto?

–A ratos.–Bonita vaciadora, la que carga.–Pues ahí donde lo veis, sabe usarla.–Pronto empieza el perillán.

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Prosiguió sin más novedad la conversación, de modo que todoquedó ajustado para el día siguiente, con la promesa de Alatristede que la Justicia sería avisada y Jaqueta podría salir del corral muya salvo. Nos despedimos así, empleando el resto de la jornada enproseguir la recluta, que nos llevó a La Heria y a Triana, y despuésa San Salvador, donde el mulato Campuzano –un negrazo enormecon una espada que parecía un alfanje– resultó del agrado del ca-pitán. De ese modo, al atardecer, mi amo contaba ya con mediadocena de buenas firmas en su bandera: Jaqueta, Sangonera, elmulato, un murciano muy peludo y muy recomendado por la ja-caranda al que decían Pencho Bullas, y dos antiguos soldados degaleras conocidos por Enríquez el Zurdo y Andresito el de losCincuenta: este último llamado así porque una vez le habían teji-do un jubón de azotes que encajó con mucho cuajo; y a la semanael sargento que recetó el rebenque fue visto muy lindamente dego-llado en la puerta de la Carne, sin que nadie pudiera nunca probar–suponerlo era otra cosa– quién le había tajado la gorja.

Faltaban otros tantos pares de manos; y para completar nuestrasingular y bien herrada compañía, Diego Alatriste decidió acudiraquella misma noche a la vela del bravo Ganzúa, en la cárcel real.Pero eso lo contaré por lo menudo, pues aseguro a vuestras merce-des que la cárcel de Sevilla merece capítulo aparte.

Esa noche acudimos al velatorio de Nicasio Ganzúa. Pero antesdediqué un rato a cierto asunto personal que me traía alterados lospulsos. En realidad apenas saqué nada en limpio de ello; pero sir-vió, al menos, para entretener mi desazón por el papel que Angéli-ca de Alquézar había jugado en el episodio de la Alameda. Llevá-ronme así mis pasos a rondar de nuevo los Alcázares, cuyos murosrecorrí de parte a parte sin olvidar el arco de la judería y la puertadel palacio, donde estuve un rato entre los curiosos, de centinela.Esa vez no se encargaba de la vigilancia la guardia amarilla, sino lade arqueros borgoñones, con sus vistosos uniformes ajedrezadosen rojo y sus picas cortas; de modo que me tranquilizó comprobarque el sargento gordo no andaba por allí, y que íbamos a tener lafiesta en paz. La plaza frente a palacio bullía de gente, pues sus ma-jestades los reyes iban a asistir a un rosario solemne en la IglesiaMayor, y luego recibirían a una representación de la ciudad de

VI. LA CÁRCEL REAL

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Jerez. Lo de Jerez tiene su miga, y no estará de más acotar a vues-tras mercedes que por esos días, igual que lo había hecho Galicia,los notables jerezanos pretendían comprar con dinero una repre-sentación en las Cortes de la Corona, a fin de no seguir sujetos a lainfluencia de Sevilla. En aquella España austríaca convertida enpatio de mercaderes, lo de comprar plaza en las Cortes era tratomuy al uso –también la ciudad de Palencia, entre otras, andaba enesos afanes–, y la cantidad ofrecida por los de Jerez ascendía a larespetable suma de 85.000 ducados, que irían a parar a las arcasdel rey. El trato no siguió adelante porque Sevilla contraatacó so-bornando al Consejo de Hacienda, y el dictamen final fue que seaceptaba la solicitud si el dinero no salía de las contribuciones delos ciudadanos, sino del peculio particular de los veinticuatro ma-gistrados municipales que pretendían el escaño. Pero lo de rascarseel propio bolsillo era ya harina de otro costal, así que la corpora-ción jerezana terminó por retirar la solicitud. Todo ello explicabien el papel que las Cortes tuvieron en esa época, la sumisión delas de Castilla y la actitud de las otras; que, fueros y privilegios lo-cales aparte, sólo eran tomadas en cuenta a la hora de pedirles quevotaran nuevos impuestos o subsidios para la hacienda real, la gue-rra o los gastos generales de una monarquía que el conde duque deOlivares soñaba unitaria y poderosa. A diferencia de Francia o In-glaterra, donde los reyes habían triturado el poder de los señoresfeudales y pactado con los intereses de mercaderes y comerciantes–ni la zorra bermeja de Isabel I ni el gabacho Richelieu anduvie-ron allí con paños calientes–, en España los nobles y los poderososse dividían en dos grupos: los que acataban de modo manso, y casiabyecto, la autoridad real, mayormente castellanos arruinados que

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no gozaban de otro valimiento que el del rey, y los de la periferia,escudados en fueros locales y antiguos privilegios, que ponían elgrito en el cielo cuando les pedían que sufragasen gastos o arma-sen ejércitos. Eso sin contar que la Iglesia iba a su aire. De modoque la mayor parte de la actividad política consistía en un tira yafloja con el dinero como fondo; y todas las crisis que más tardehabíamos de vivir bajo el cuarto Felipe, las conjuraciones de Me-dina Sidonia en Andalucía y la del duque de Híjar en Aragón, lasecesión de Portugal y la guerra de Cataluña, estuvieron motivadas,de una parte, por la rapacidad de la hacienda real; y de la otra, porla resistencia de los nobles, los eclesiásticos y los grandes comer-ciantes locales a aflojar la mosca. Precisamente la visita realizadapor el rey a Sevilla el año veinticuatro, y la que ahora llevaba a cabo,no tenían otro objeto que anular la oposición local a votar nuevosimpuestos. En aquella desventurada España no existía más obse-sión que la del dinero, y de ahí la importancia de la carrera de In-dias. En cuanto a lo que la justicia y la decencia tenían que ver entodo esto, baste señalar que dos o tres años antes las Cortes habíanrechazado un impuesto de lujo que gravaba especialmente los car-gos, mercedes, juros y censos. Es decir, a los ricos. De manera quese hacía triste verdad aquello que el embajador Contarini, venecia-no, escribía en la época: «La mayor guerra que se les puede hacer a losespañoles es dejarlos consumir y acabarse con su mal gobierno».

Volvamos a mis afanes. El caso es que por allí anduve aquellatarde, como decía, y al cabo mi tesón se vio recompensado, aun-

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que sólo en parte, pues terminaron por abrirse las puertas, la guar-dia borgoñona formó un pasillo de honor, y los reyes en persona,acompañados por nobles y autoridades sevillanas, recorrieron apie la poca distancia que los separaba de la catedral. Me fue impo-sible asistir en primera fila, pero entre las cabezas de la muche-dumbre que aclamaba a sus majestades pude presenciar su pasosolemne. La reina Isabel, joven y bellísima, saludaba con graciososmovimientos de cabeza. A veces sonreía, con aquel peculiar encan-to francés que no siempre encajó en la rígida etiqueta de la Corte.Vestía a la española, de raso azul acuchillado con fondo de tela deplata y bordado en oro de canutillo, rosario de oro y librito de ora-ciones de nácar en las manos, y una hermosa mantilla blanca deencaje orlado de perlas sobre el peinado y los hombros. Le daba elbrazo, galante en su misma juventud, el rey don Felipe Cuarto,rubio, pálido, hierático e impenetrable como solía. Iba vestido derico terciopelo gris argentado, con valona corta de Flandes, un ag-nusdei de oro y diamantes al cuello, espada dorada y sombrerocon plumas blancas. Contrastaba con la simpatía y la amable son-risa de la reina el aire solemne de su augusto esposo, sujeto siem-pre al grave protocolo borgoñón que había traído de Flandes elemperador Carlos; de manera que, salvo al caminar, no movíanunca pie, mano ni cabeza, siempre mirando hacia arriba como sino tuviera que dar cuentas sino a Dios. Nadie le había visto antes,ni lo vería jamás, perder su flema extraordinaria en público ni enprivado. Y yo mismo –aunque no podía ni soñarlo aquella tarde–,a quien más adelante la vida puso en trance de servirlo y escoltarloen momentos difíciles para él y para España, puedo asegurar quesiempre mantuvo aquella imperturbable sangre fría que terminó

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haciéndose legendaria. No era un rey antipático, sin embargo; nossalió muy aficionado a la poesía, las comedias y los esparcimientosliterarios, las artes y los usos caballerescos. Tenía valor personal,aunque nunca pisó un campo de batalla salvo muy de lejos y másadelante, cuando la guerra de Cataluña; pero en la caza, que era supasión, corría riesgos más que razonables, y llegó a matar jabalíesen solitario. Era consumado jinete; y una vez, como ya conté avuestras mercedes, ganó la admiración popular despachando a untoro en la Plaza Mayor de Madrid con certero arcabuzazo. Suspuntos flacos fueron una cierta debilidad de carácter que lo llevó adejar en manos del conde duque de Olivares los negocios de lamonarquía, y la afición desmedida a las mujeres; que en algunaocasión –como contaré en un próximo episodio– estuvo a puntode costarle la vida. Por lo demás, nunca tuvo la grandeza ni la ener-gía de su bisabuelo el emperador, ni la tenaz inteligencia de su abue-lo el segundo Felipe; pero, aunque se divirtió siempre más de lodebido, ajeno al clamor del pueblo hambriento, al disgusto de losterritorios y reinos mal gobernados, a la fragmentación del impe-rio que heredó y a la ruina militar y marítima, justo es decir que subondadosa índole nunca despertó odios personales, y hasta el finalfue amado por el pueblo, que atribuía la mayor parte de las desdi-chas a sus validos, ministros y consejeros, en aquella España de-masiado extensa, con demasiados enemigos, tan sujeta a la vil con-dición humana, que no habría sido capaz de conservarla intacta niel propio Cristo redivivo.

Pude ver en el cortejo al conde duque de Olivares, imponenteen su apariencia física y en el poder omnímodo que se traslucía encada uno de sus gestos y miradas; y también al joven hijo del duque

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de Medina Sidonia, el conde de Niebla, que muy elegante y con laflor de la nobleza sevillana acompañaba a sus majestades. Conta-ba a la sazón el de Niebla veintipocos años, muy lejos todavía deltiempo en que, ya noveno duque de su casa, perseguido por la ene-mistad y la envidia de Olivares y harto de la rapacidad real sobresus prósperos estados –revalorizados por el papel de Sanlúcar deBarrameda en la carrera de Indias–, cayó en la tentación pactandocon Portugal el intento de secesión de Andalucía de la corona deEspaña, en la famosa conspiración que terminó siendo causa de sudeshonor, su ruina y su desgracia. Venía tras él gran séquito de da-mas y caballeros, incluidas las azafatas de la reina. Y al mirar entreellas sentí un vuelco en el corazón, porque Angélica de Alquézarestaba allí. Vestía hermosísima, de terciopelo amarillo con pasadu-ras de oro, y sostenía con gracia el ruedo de la falda realzada por elamplio guardainfante. Bajo su mantilla, de encaje finísimo, relu-cían al sol de la tarde aquellos tirabuzones dorados que sólo unashoras antes habían rozado mi rostro. Fuera de mí, intenté abrirmepaso entre la gente, acercándome a ella; pero me impidió ir másallá la ancha espalda de un guardia borgoñón. Angélica cruzó así apocos pasos, sin verme. Busqué sus ojos azules, pero éstos se aleja-ron sin leer el reproche y el desdén y el amor y la locura que se agi-taban en mi cabeza.

Pero cambiemos de registro, pues prometí contar a vuestras mer-cedes la visita a la cárcel real y el velatorio de Nicasio Ganzúa. Erael tal Ganzúa bravo notorio del barrio de La Heria, flor de la anta-

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na y primoroso ejemplar de la jacaranda sevillana, muy apreciadoentre los de su oficio. Al día siguiente iban a sacarlo con tamboresdestemplados y una cruz delante para entorpecerle el resuello conesparto; de manera que a su última cena acudía lo más ilustre de lacofradía de la hoja, y lo hacía con la gravedad, la resignación pro-fesional y la cara de circunstancias que el caso reclamaba. A tansingular modo de despedir al camarada se le llamaba, en jerga ger-manesca, echar tajada. Y era trámite habitual, pues el que más y elque menos sabía que el oficio de valentía y el andar en trabajos,como se llamaba entonces a buscarse la vida con un acero o demala manera, solía terminar rascando golfos en galeras, bien esti-radas las palmas en el pescuezo de un remo bajo el látigo del cómi-tre, o en el más solvente mal de soga o enfermedad de cordel, muycontagioso entre la gente de la carda.

Los años todo lo mascan,poco duran los valientes,mucho el verdugo los gasta.

Había una docena de vozarrones aguardentosos cantando aque-llo por lo bajini cuando, a hora de prima modorra, un alguacil alque Alatriste había engrasado las manos y el ánimo con uno de aocho nos condujo hasta la enfermería, que era donde solía ponersea los presos en capilla. El resto de la cárcel, las tres puertas famosas,las rejas, los corredores y el pintoresco ambiente que en ella se vi-vía fue contado ya por mejores péñolas que la mía, y a don Miguelde Cervantes, a Mateo Alemán o a Cristóbal de Chaves puede acu-dir el curioso. Yo me limitaré a referir lo que vi en nuestra visita, a esa

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hora en que ya se habían cerrado las puertas, y los presos que goza-ban del favor del alcaide o de los carceleros para salir y entrar deltalego como Pedro por su casa se hallaban puntuales en sus cala-bozos, salvo los privilegiados de posición o dinero, que dormíandonde les salía de la bolsa. Todas las mujeres, coimas y familiaresde presos habían abandonado también el recinto, y las cuatro ta-bernas y bodegones –vino del alcaide y agua del bodegonero– deque gozaba la parroquia carcelaria estaban cerrados hasta el día si-guiente, lo mismo que las tablas de juego del patio y los puestos decomida y verdura. En resumen, aquella España en pequeño queera la prisión real sevillana se había ido a dormir, con sus chinchesen las paredes y sus pulgas en las mantas incluso en los mejores ca-labozos, que los presos con posibles alquilaban por seis reales almes al sotalcaide, quien había comprado su cargo por cuatrocien-tos ducados al alcaide, tan bellaco como el que más, que a su vez seenriquecía con sobornos y contrabandos de todo jaez. Tambiénallí, como en el resto de la nación, todo se compraba y se vendía, yera más desahogado gozar de dinero que de justicia. Con lo que seconfirmaba muy en su punto el viejo refrán español de a qué pasarhambre, si es de noche y hay higueras.

De camino al velatorio habíamos tenido un encuentro inespe-rado. Acabábamos de dejar atrás el pasillo de la reja grande y lacárcel de mujeres, que quedaba al entrar a mano izquierda, y juntoal rancho donde paraban los que iban rematados a galeras, unosparroquianos de conversación tras los barrotes se asomaron a mi-rarnos. Había un hachón encendido en la pared, que iluminabaaquella parte del corredor, y a su luz uno de los de adentro recono-ció a mi amo.

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–O estoy ciego de uvas –dijo– o es el capitán Alatriste.Nos paramos ante la reja. El fulano era un jayán muy grande,

con unas cejas tan negras y espesas que parecían una. Vestía una ca-misa sucia y calzones de paño basto.

–Pardiez, Cagafuego –dijo el capitán–. ¿Qué hace vuestra mer-ced en Sevilla?

El grandullón sonreía de oreja a oreja con una boca enorme,encantado con la sorpresa. En lugar de los incisivos de arriba teníaun agujero negro.

–Pues ya puede verlo voacé. Camino de gurapas, me tienen.Hay por delante seis años vareando peces en el charco.

–La última vez os vi retraído en San Ginés.–Eso fue hace mucho –Bartolo Cagafuego encogía los hombros,

con resignación profesional–. Ya sabe voacé lo que es la vida.–¿Qué se come esta vez vuestra merced?–Me como lo mío y lo de otros. Dicen que desvalijé aquí con

los camaradas –al oírse mentar, los camaradas sonrieron ferocesdesde el fondo de la celda– unos cuantos mesones de la Cava Bajay unos cuantos viajeros en la venta de Bubillos, cerca del puerto dela Fuenfría...

–¿Y?–Y nada. Que faltó sonante para templar al escribano, me pu-

sieron clavijas y cuerdas sin ser guitarra, y aquí me tiene voacé. Pre-parando el espinazo.

–¿Cuándo llegasteis?–Hace seis días. Un lindo paseo de setenta y cinco leguas, voto

a Dios. Engrilletado en recua y a pinrel, cercado de guardias y pa-sando frío... En Adamuz quisimos abrirnos aprovechando que llo-

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vía a espuertas, pero la zarzamora nos madrugó, y aquí nos trajo.Nos bajan el lunes al Puerto de Santa María.

–Lo siento.–No lo sienta uced, señor capitán. Yo no soy hombre de cotufas,

y éstos son gajes de la carda. Podría haber sido peor, porque a algúnque otro camarada le cambiaron las gurapas por las minas de azo-gue de Almadén, que eso ya es el finibusterre. Y de ahí salen pocos.

–¿Puedo ayudaros en algo?Cagafuego bajó la voz.–Si tuviera voacé algún sonante que le sobrara, le quedaría muy

reconocido. Aquí un servidor y los amigos no tenemos con qué so-corrernos.

Alatriste sacó la bolsa y puso en las manazas del jayán cuatro es-cudos de plata.

–¿Cómo anda Blasa Pizorra?–Murió, la pobre –Cagafuego se guardaba discretamente los

treinta y dos reales, mirando de reojo a sus compañeros–. La reco-gieron enferma en el hospital de Atocha. Llena de bubas y sin pe-lo, que daba lástima verla, a la pobreta.

–¿Os dejó algo?–Alivio. Por su oficio tenía el mal francés, y no me lo contagió

de milagro.–Acompaño a vuestra merced en el sentimiento. –Se agradece.Alatriste sonrió a medias. –A lo mejor –dijo– sale el naipe bueno, y vuestra galera la cap-

turan los turcos, y os place renegar, e igual termináis en Constanti-nopla dueño de un harén...

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–No diga uced eso –el jayán parecía de veras ofendido–. Queuna cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa. Y ni el rey ni Cristotienen la culpa de que me vea como ahora me veo.

–Tenéis razón, Cagafuego. Os deseo suerte.–Y yo a voacé, capitán Alatriste.Se quedó apoyado en las rejas, mirándonos ir corredor adelan-

te. Cantaban, como dije antes, las voces de los valentones en la en-fermería, entre notas de guitarra que algún preso de los calabozospróximos acompañaba con repicar de cuchillos en los barrotes,música de cañas rotas o alguna palma suelta. La sala del velatoriotenía un par de bancos y un altarcillo con un Cristo y una vela, yen el centro se le había instalado para la ocasión una mesa concandelas de sebo encima y varios taburetes, ocupados en ese mo-mento, como los bancos, por un muestrario bien granado de loque la jacaranda local daba de sí. Habían ido llegando desde elanochecer y seguían haciéndolo, serios, con cara de circunstancias,capas fajadas por los lomos, coletos viejos, jubonazos de estopamás agujereados que la Méndez, sombreros con las faldillas altaspor delante, bigotazos a lo cuerno, cicatrices, parches, corazonescon el nombre de sus coimas y otras marcas tatuadas con cardeni-llo en la mano o en el brazo, barbas turcas, medallas de vírgenes ysantos, rosarios de cuentas negras al cuello y herrerías completascomo guarnición de dagas y espadas, con cuchillos jiferos de ca-chas amarillas en las cañas de polainas y botas. Aquella peligrosajáega de marrajos menudeaba en los jarros de vino dispuestos so-bre la mesa con aceitunas gordales, alcaparras, queso de Flandes ytajadas de tocino frito; se apellidaban unos a otros de uced, vuacé,señor compadre y señor camarada, y pronunciaban las haches y las

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ges y las jotas muy a lo jácaro, diciendo gerida, aliherarse, jumo,mohar, harro y ajogarse. Se brindaba por el alma de Escamilla, porla de Escarramán y por la de Nicasio Ganzúa, esta última allí pre-sente y todavía dentro de su pescuezo. También se brindaba por lahonra del jaque en capilla –«A vuestra honra, señor camarada»,decían los bravos–, y cada vez todos los presentes se llevaban muyserios los vasos a la boca para hacer la razón; que no se viera igualen un velorio de Vizcaya ni en una boda flamenca. Y me maravi-llaba, en aquello de la mentada honra de Ganzúa, al verlos beber,que fuera tanta.

El que quisiere triunfarcon esta baraja salga de orosque salir siempre de espadases de locos.

Seguían los cantos y el sorbo y la conversación, y seguían lle-gando compadres del velado. Era el tal Ganzúa mocetón que frisa-ba la cuarentena como el filo de una daga frisa el esmeril: cetrino,peligroso, ancho de manos y de cara, con un mostacho de a cuartacuyas feroces puntas engomadas se le alzaban casi hasta los ojos.Para la ocasión se había aderezado de rúa y domingo: jubón depaño morado con algún remiendo, mangas acuchilladas, calzonesde lienzo verde, zapatos de paseo y cinto de cuatro pulgadas conhebilla de plata, que era un primor verlo tan puesto y grave, enbuena compaña, asistido y animado por sus cofrades, todos con elsombrero encajado como los grandes de España, dándole tientos

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al vino del que habían caído ya varios azumbres y aguardaban otrostantos, que no faltaba porque –al no ser de confianza el que vendíael alcaide–, habían mandado traer muchas jarras y limetas de unataberna de la calle Cordoneros. En cuanto a Ganzúa, no parecíatomarse muy a pecho la cita de la mañana siguiente, y hacía supapel con hígados, solemnidad y decencia.

–Morir es un trámite, señores –repetía de vez en cuando, conmucho cuajo.

El capitán Alatriste, que entendía bien de la tecla, fue a presen-tarse a Ganzúa y la compaña con mucha política, transmitiendosaludos de Juan Jaqueta, a quien su situación en el corral de losNaranjos, dijo, impedía darse el gusto de acompañar esa noche alcamarada. Le correspondió con la misma cortesía el escarramán,invitándonos a tomar asiento entre la concurrencia, lo que hizoAlatriste tras saludar a algunos conocidos que allí pastaban. Gine-sillo el Lindo, un atildado jaque rubio de mirada afable y sonrisapeligrosa, que llevaba el pelo a la milanesa, largo y sedoso hasta loshombros, lo acogió con mucha amistad, holgándose de verlo bue-no y por Sevilla. Como todos sabían, el tal Ginesillo era ahembrado–quiero decir con poca afición al acto venéreo–; pero en cuestiónde hígados no tenía que envidiar a nadie, y resultaba tan peligrosocomo un alacrán doctorado en esgrima. Otros de su misma condi-ción no tenían tanta suerte, eran detenidos por la Justicia al menorpretexto, y tratados por todos, hasta por los demás presos de lascárceles, con una crueldad extrema que sólo concluía en la leña delquemadero. Que en aquella España tan a menudo hipócrita y ruin,podía uno yacer con su hermana, con sus hijas o con su abuela, ynada pasaba; pero el pecado nefando aparejaba la hoguera. Matar,

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robar, corromper, sobornar, no era grave. Lo otro, sí. Como lo erablasfemar, o la herejía.

El caso es que ocupé un taburete, caté la jarra, comí unas alca-parras y estuve atento a la conversación, y a las graves razones queunos y otros aportaban a modo de consuelo o de ánimo a NicasioGanzúa. Más matan los médicos que el verdugo, dijo alguien. Uncompadre apuntó que, a pleito malo, por amiga la lima sorda, esdecir el escribano. Otro, que morir era enojoso pero inevitable in-cluso para los duques y para los papas. El de más allá maldecía dela casta de los abogados, cuya ralea no se viera, afirmaba, ni entreturcos o luteranos. Dénos Dios favor de juez, decía otro, y al men-guado que la quisiere, justicia. Y el de más allá lamentaba sen-tencia como aquélla, que privaba al mundo de tan ilustre punto dela germanía.

–Pesadumbre me da –dijo un preso que también acompañabaal velado– que no esté firmada mi sentencia, que la espero de undía para otro... Y malhaya el diablo que no me llegue hoy mismo,porque con gusto acompañaría mañana a voacé.

Todos encontraron muy en sazón de buen camarada el apunte,alabando lo oportuno y haciendo ver a Ganzúa lo apreciado que erade sus amigos y lo muy honrados que estaban de hacerle corro en eltrance, como se lo harían al día siguiente, los que pudieran pasearsin recaudo de alguaciles, en la plaza de San Francisco. Que hoy poruno y mañana por todos, y a bravo que padece, amigos le quedan.

–Bien hace uced de encarar el trago con las mismas asadurascon que encaró la vida –opinó un cariacuchillado de guedejas tangrasientas como el cuello de su valona, al que llamaban el Bravo delos Galeones y era fino bellaco, tinto en lana, y de Chipiona.

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–Por el siglo de mi abuelo, que gran verdad es ésa –repuso Gan-zúa, sereno–. Que ninguno me la hizo que no me la pagase. Y sialguno queda, el día de la resurrección de la carne, cuando yo pisede nuevo tierra, darésela a él hasta el ánima.

Asintieron solemnes los germanes, que así hablaban los hidal-gos, y todos sabían que en el trance del día siguiente no había devolver el rostro ni predicar; que para algo era muchísimo hombrey vástago de Sevilla, resultaba público que La Heria no paría co-bardes, y otros antes que él gustaron sin ascos aquella conserva.Con acento lusitano argumentó otro, como consuelo, que al me-nos era la justicia real, o como quien dice el rey en persona, quiensacaba del mundo a Ganzúa, y no un cualquiera. Que en tan ilus-tre bravo fuera deshonra verse despachado por un don nadie. Es-ta última filosofía resultó muy celebrada por la concurrencia, y elpropio interesado se atusó el bigote, complacido por tan justa consi-deración del asunto. El concepto correspondía a un valentón concoleto hasta las rodillas, escurrido de carnes y de pelo, que era ca-no, abundante y rizado en torno a un respetable cráneo tostadopor el sol. Había sido teólogo en Coimbra, se contaba, hasta queun mal lance púsolo en el camino de la jacarandina. Todos lo te-nían por hombre de leyes y letras amén de toledana, era conocidocomo Saramago el Portugués, tenía el aire hidalgo y mesurado, yse decía de él que despachaba almas por necesidad, ahorrando co-mo un hebreo para imprimir, a su costa, un interminable poemaépico en el que trabajaba desde hacía veinte años, contando có-mo la península Ibérica se separaba de Europa y quedaba flo-tando a la deriva como una balsa en el océano, tripulada por cie-gos. O algo así.

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–Sólo lo siento por mi Maripizca –dijo Ganzúa, entre vinoy vino.

Maripizca la Aliviosa era la coima del jaque, a la que su ejecu-ción dejaba sola en el mundo, a juicio del velado. Había estado avisitarlo por la tarde con mucho grito y alboroto: a ver la luz demis ojos y el sentenciado de mi alma, etcétera, desmayándose cadacinco pasos en los brazos de veinte bergantes camaradas del reo; ysegún se contaba en tierno coloquio póstumo, Ganzúa le habíaencomendado el alma, es decir unas misas –confesarse no lo hacíaun bravo ni camino del patíbulo, por tener a poca honra berrearlea Dios lo que no soltaba en el potro– y concertarse de obra o dine-ros con el verdugo para que al día siguiente todo fuera honorable ybien llevado, y él no diera mala estampa luego de verse con la ca-nal maestra anudada en San Francisco, donde iba a estar muchoconocido mirando. Habíase despedido al fin la cantonera conmucho garbo, encareciendo los hígados de su jayán, y con un «tansano y tan gallardo le quiero ver en el otro mundo, valeroso». Erala Aliviosa, dijo Ganzúa a sus contertulios, mujer buena y diligen-te trabajadora, muy limpia en aseo y en ganancias, a la que sólohabía que sacudirle la estera de vez en cuando, y no era menesterencarecerla más por ser bien conocida de los presentes, de toda Se-villa y de media España. Y en cuanto a la marca de navaja de lacara, precisó, eso era algo que no la afeaba demasiado y que tam-poco debía tenerse muy en cuenta, porque el día que se la hizo,Ganzúa andaba cargado delantero con oloroso de Sanlúcar. Y ade-más, pardiez, también las parejas solían tener sus más y sus menossin que eso fuese otra cosa que lo corriente. Amén que un jiferazoa tiempo en la cara también era saludable muestra de cariño; y la

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prueba era que a él mismo se le arrasaban de lágrimas los ojos cadavez que se veía en la obligación de molerla a palos. Encima, la Ali-viosa había demostrado ser piadosa mujer y fiel hembra socorrién-dolo en la cárcel con buenos dineros ganados con unos trabajosque iban en descuento de sus pecados, si es que pecado era velarpor que nada faltase al hombre de sus entretelas. Y no había quedecir más. Emocionóse un poco, aunque a lo viril, en ese punto elrufo; sorbióse los mocos disimulando dignamente con otro tientoal jarro, y terciaron varias voces tranquilizándolo. Esté sosegado voa-cé, que nadie le dará pesadumbre y de mi cuenta corre, dijo uno.O de la mía, apuntó otro. Para eso están los camaradas, sugirió untercero. Templado por dejarla en tan buenas manos, seguía menu-deando del jarro Ganzúa mientras Ginesillo el Lindo acompañabacon seguidillas el recuerdo de la coima.

–En cuanto al fuelle de mi fragua –dijo en ésas Ganzúa–, tam-poco digo a vuacedes más.

Otro coro de protestas acogió sus palabras. Por descontado queel soplón que había puesto al señor Ganzúa en tan mal trance seríaaligerado de su resuello en la primera ocasión; que eso y muchomás debían al reo sus amigos. Amén que el peor delito entre lagente profesa en germanía era alargar lengua sobre los camaradas;que todo jaque de hígados, incluso aunque mediase ofensa o daño,tenía a infamia delatar ante la Justicia, y prefería callar y vengarse.

–A ser posible, y si no es mucha molestia, despachen también alcorchete Mojarrilla, que me puso mano con muy malos modos y po-ca consideración.

Podía contar Ganzúa con ello, lo tranquilizaron los jaques. Pesea diez y a Dios que Mojarrilla podía irse dando por sacramentado.

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–Tampoco estaría de más –se acordó el rufián tras pensar unrato– saludar de mi parte al platero.

Quedó incluido el platero en la relación. Y ya puestos, se convi-no que si al día siguiente el verdugo no resultaba lo bastante bientemplado por la Aliviosa y se propasaba al hacer su oficio, no dán-dole las vueltas del garrote con la limpieza y decoro requeridos,también tocaría su astilla en el reparto. Que una cosa era ajusticiar–y cada cual a fin de cuentas hacía su oficio–, y otra muy distinta,de traidores y ahembrados, no guardarle las formas a un hom-bre de honra, etcétera. Hubo un sinfín de razones más sobre lamateria, de modo que Ganzúa quedó muy satisfecho y conforta-do. Al cabo miró a Alatriste, con gratitud para quien de tal modole hacía buena compaña.

–No tengo el gusto de conocer a vuacé.–Algunos de estos señores sí me conocen –respondió el capitán

en su mismo tono–. Y me huelga mucho acompañar a vuestra mer-ced en nombre de los amigos que no pueden hacerlo.

–No se diga más –Ganzúa me observaba, amable, tras sus enor-mes bigotazos–. ¿Os acompaña el mozo?

El capitán dijo que sí, y yo asentí a mi vez, con un saludo de ca-beza que me salió muy cortés y motivó gestos de aprobación de losasistentes; que nadie aprecia tanto la modestia y la buena crianzaen los jóvenes como la gente de la carda.

–Buena planta tiene –dijo el jaque–. Que tarde mucho en verseen éstas.

–Amén –rubricó Alatriste.Terció Saramago el Portugués para alabar mi presencia allí. Que

es edificante para la mocedad, dijo arrastrando mucho las eses con

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su acento lusitano, ver cómo se despide de este mundo la gente dehígados y de honra, y más en estos tiempos cuitados en que todoson desvergüenza y malas costumbres. Pues dejando aparte la for-tuna de nacer en Portugal –que no estaba al alcance de todos, pordesgracia– nada instruía tanto como ver bien morir, tratar a hom-bres sabios, conocer tierras y la lección continua de buenos libros.

–Así –concluyó, poético– con Virgilio dirá el rapaciño Arma vi-rumque cano, y Plus quam civilia campos con Lucano.

Hubo luego prolija parla y buen menudeo del jarro. Antojóseleen ésas un rentoy a Ganzúa, a modo de últimas manos con los ca-maradas; y Guzmán Ramírez, un jaque silencioso y de cara som-bría, extrajo una grasienta desencuadernada del jubón y la puso enla mesa. Diéronse hojas del libro real, jugaron unos ocho, mira-ron otros y bebimos todos. Echábanse dineros y, fuese por suerte oporque los camaradas le daban cuartel, Ganzúa fue teniendo bue-nas rachas.

–Seis granos juego, y va mi vida.–Alce vuacé por la mano.–Yo la doy.–Matantes tengo.–Pues a mí, que las vendo.En ésas andaban cuando oyéronse pasos en el corredor, y entra-

ron, negros como cuervos, el escribano de la Justicia, el alcaide conalguaciles y el capellán de la cárcel para leer la última sentencia.Y salvo que Ginesillo el Lindo dejó de tocar la guitarra, nadie hizoademán de apercibirse, ni el reo principal mudó el semblante; sinoque más bien siguieron todos menudeando alpiste, cada uno consus tres cartas en la mano y atentos a la muestra, que era el dos de

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oros. Se aclaró la garganta el escribano y leyó que por justicia delrey a tantos de tantos y por tal y cual, denegada la apelación, el lla-mado Nicasio Ganzúa sería ejecutado mañana, etcétera. Oíalo re-citar el mentado sin inmutarse, atento a sus naipes, y sólo cuandoacabó de leerse la sentencia despegó los labios para mirar al com-pañero de juego y hacer un gesto con las cejas.

–Envido –dijo.Siguió el juego como si tal cosa. Saramago el Portugués jugó una

sota de bastos, otro camarada jugó un rey, y otro un as de copas.–La puta de oros –anunció uno al que llamaban el Rojo Car-

mona, poniendo su sota en la mesa.–Malilla –dijo otro, jugándola.Ganzúa estaba de mucha suerte aquella noche, porque dijo te-

ner borrego, que ganaba a la malilla, y lo probó con hechos tiran-do el cuatro de oros sobre la mesa con una sola mano y el otro bra-zo en jarra, apoyada la mano sobre la cadera con mucho garbo.Y sólo entonces, mientras recogía las monedas juntándolas en sumontón, levantó la vista al escribano.

–¿Podría vuacé repetirme lo último, que no estaba muy atento?Picóse el escribano, diciendo que las cosas sólo se leían una vez,

y que allá Ganzúa si apagaba candela sin enterarse muy bien de quétrataba el negocio.

–A un hombre de mis hígados –repondió el reo con muchaflema–, que nunca derrotó más que para comulgar, y eso de mo-zo, y luego ha tenido quinientos desafíos, dado otros tantos antu-viones y reñido mil veces en ayunas, los pormenores se le dan loque a vuacé un pastel de a cuatro... Lo que quiero saber es si hayesparto, o no.

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–Lo hay. A las ocho en punto.–¿Y quién firma esa sentencia?–El juez Fonseca.Miró el reo a sus compañeros de modo significativo, y le res-

pondió un círculo de guiños y mudos asentimientos. A ser posi-ble, el soplón, el corchete y el platero no iban a hacer el viaje solos.

–Bien puede el mentado juez –dijo Ganzúa al escribano, el airefilosófico– darme sentencia como lo que es, y quitarme la vida conella... Pero que él sea tan honrado que salga a reñir conmigo espa-da en mano, y veremos quién le quita la vida a quién.

Hubo más asentimientos solemnes en el corro de jaques. Aque-llo estaba muy puesto en razón y era el Evangelio. El escribano seencogió de hombros. El fraile, un agustino de aire manso y uñassucias, se acercó a Ganzúa.

–¿Quieres confesión?El reo lo observó mientras barajaba los naipes.–No querrá su paternidad que lo que no bramé en las primeras

ansias vaya a pregonarlo en la postrera. –Me refería a tu alma.El rufo se tocó el rosario y las medallas que llevaba al cuello.–De mi alma me ocupo yo –dijo con mucha pausa–. Ya tendré

mañana en el otro barrio unas palabras con quien sea menester.Los marrajos del corro movieron cabezas, aprobando las pala-

bras del bravo. Algunos habían conocido a Gonzalo Barba, un fa-moso valentón que al iniciar confesión con ocho muertos de ungolpe y escandalizarse el cura, que era joven y chapetón, levantósediciendo: «Comenzaba yo por lo menudillo, y ya pone ascos... Side los primeros ocho hace tamaño espanto, ni yo soy para su reve-

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rencia ni su reverencia es para mí»... Y al insistirle el sacerdote, re-mató: «Quédese con Dios, padre, que anteayer lo hicieron cura, yya quiere confesar a un hombre que ha matado a medio mundo».

El caso es que tornáronse a barajar los naipes mientras el agusti-no y los otros se dirigían a la puerta. Y cuando estaban a medio ca-mino, Ganzúa recordó algo y los llamó.

–Una cosa, señor escribano. El mes pasado, cuando le anuda-ron el gaznate a mi compadre Lucas Ortega, uno de los escalonesdel patíbulo estaba flojo, y Lucas estuvo a punto de caerse cuandosubía... A mí me da lo mismo, pero háganme la merced de compo-nerlo para quien venga después, porque no todos tienen mi cuajo.

–Tomo nota –lo tranquilizó el escribano.–Pues no digo más.Retiráronse los de la Justicia y el fraile, y prosiguieron el rentoy

y el vino mientras Ginesillo el Lindo volvía a tañer su guitarra:

Mató a su padre y su madrey a su hermanito mayor,dos hermanas que teníapuso al oficio trotón.Y en Sevilla, al arbol secole anudaron el tragarporque le afufó la vidaa unos cuantos nada más.

Caían los naipes sobre la mesa, a la luz grasienta de las candelasde sebo. Bebían y jugaban los valientes, solemnes, velando al ca-marada con mucho pardiez, a fe mía y yo lo digo.

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–No ha sido una mala vida –dijo de pronto el jaque, pensati-vo–. Perra, pero no mala.

Por la ventana llegaron las campanadas cercanas de San Salva-dor. Respetuoso, Ginesillo el Lindo cesó en la canción y la música.Todos, incluido Ganzúa, se descubrieron, interrumpiendo el juegopara persignarse en silencio. Era la hora de las Ánimas.

El día siguiente amaneció con un cielo como para que lo pinta-ra Diego Velázquez, y en la plaza de San Francisco Nicasio Gan-zúa subió al patíbulo con mucha flema. Acudí a verlo con Alatristey algunos compañeros de la noche, con tiempo para coger sitio,porque la plaza estaba de bote en bote desde la embocadura deSierpes a las Gradas, con gente agolpada alrededor del tablado y enlos balcones, y se decía que hasta en una ventana con celosías de laAudiencia estaban los reyes mirando. En todo caso, allí había lomismo gente del pueblo que personas principales; y los sitios mejo-res, alquilados, rebosaban con mucho relumbre de calidad, mante-llinas y sayas de buenas telas las damas, y paños finos, fieltros conplumas y cadenas doradas los caballeros. Entre la muchedumbre deabajo se contaba el natural número de ociosos, pícaros y maleantes,y los diestros en la esgrima de Cortadillo hacían su agosto metiendoel dos de bastos en las faltriqueras ajenas para sacar el as de oros. Senos juntó entre la gente don Francisco de Quevedo, que seguía el es-pectáculo con vivísimo interés porque, según dijo, estaba a punto desacar su Vida del buscón llamado don Pablos; y para cierto pasaje queen él tenía a medio escribir aquel lance iba que ni pintado.

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–No siempre se inspira uno en Séneca y Tácito –dijo, acomo-dándose los anteojos para ver mejor.

A Ganzúa debían de haberle contado lo de los reyes, porquecuando lo sacaron de la cárcel vestido con el sayo, maniatado y alomos de una mula, se aderezó los bigotes llevándose las manosa la cara, y hasta saludó mirando los balcones. Estaba el valentóntodo repeinado, limpio, muy gallardo y tranquilo, y la resaca de lavíspera apenas se le notaba en el blanco de los ojos. Al paso, cuan-do topaba una cara conocida entre la gente, saludaba con muchaparsimonia, como si lo llevaran de romería al prado de Santa Jus-ta. Iba, en fin, con tanto decoro que viéndolo daban ganas de ha-cerse ajusticiar.

El verdugo aguardaba junto al garrote. Cuando Ganzúa subiómuy sosegado los escalones del patíbulo –el escalón seguía suelto,y eso le valió al escribano, que andaba por allí, una mirada severadel jaque–, todo el mundo se hizo lenguas de sus buenas manerasy de sus hígados. Saludó con un gesto a los camaradas y a la Alivio-sa, confortada en primera fila por una docena de rufianes, y quelloraba con mucho duelo pero alabándose, eso sí, de lo bien plan-tado que iba su hombre camino de lo que iba; y luego se dejó pre-dicar un poco por el agustino de la noche anterior, asintiendo conla cabeza, solemne, cuando el fraile decía alguna cosa bien dicha ode su agrado. Se impacientaba un poco el verdugo, con mal sem-blante, a lo que díjole Ganzúa: «Luego estoy con vuaced y no metaprisa, que ni se va el mundo ni nos corren moros». Rezó luego suCredo de pé a pá con buena voz y sin una nota en falso, besó lacruz con mucho garbo, y le pidió al verdugo que hiciera la mercedde limpiarle luego el mostacho de babas y ponerle la caperuza bien

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arriscada y derecha, por no dar mala estampa. Y cuando el otro di-jo la fórmula habitual de «perdóneme hermano, que sólo hago mioficio», le contestó que estaba perdonado de allí a Lima, pero quelo hiciera de perlas porque en la otra vida veríanse de nuevo lascaras, y a esas alturas a él iban a darle igual ocho que ochenta. Sen-tóse luego sin parpadear ni hacer visajes cuando le pusieron el ga-rrote en el pescuezo, el aire como aburrido; atusóse por última vezlos bigotes, y a la segunda vuelta de cordel se quedó tan sereno ybien compuesto que no había más que pedir. No parecía sino queestuviera pensando.

Llegaba la flota, y Sevilla, y toda España, y la Europa entera seaprestaban a beneficiarse del torrente de oro y plata que traía ensus bodegas. Escoltada desde las islas Terceras por la Armada delMar Océano, la inmensa escuadra que llenaba el horizonte de ve-las había arribado a la embocadura del Guadalquivir; y los prime-ros galeones, cargados de mercancías y riquezas hasta casi hundir lasbordas, empezaban a echar el ancla frente a Sanlúcar o en la bahía deCádiz. Para agradecer a Dios haber conservado la flota a salvode los temporales, de los piratas y de los ingleses, las iglesias orga-nizaban misas y tedeums. Los armadores y cargadores hacían cuen-tas del beneficio, los comerciantes disponían sus tiendas para instalarlas nuevas mercancías y organizaban su transporte a otros lugares,los banqueros escribían a sus corresponsales preparando letras decambio, los acreedores del rey ponían en regla las facturas que es-peraban cobrar en breve, y los funcionarios de las aduanas se frota-

VII. POR ATÚN Y A VER AL DUQUE

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ban las manos pensando en su propio bolsillo. Toda Sevilla se en-galanaba para el acontecimiento, revivía el comercio, poníanse apunto crisoles y troqueles para acuñar moneda, se limpiaban losalmacenes de las torres del Oro y de la Plata, y bullía de actividadel Arenal, con carros, bastimentos, curiosos, y esclavos negros y mo-riscos preparando los muelles. Se barrían y regaban las puertas delas casas y los comercios, se adecentaban posadas, tabernas y man-cebías, y desde el orgulloso noble hasta el humilde mendigo o la másajada meretriz, a todos regocijaba la fortuna de la que cada unoconfiaba en alcanzar su parte.

–Tenéis suerte –dijo el conde de Guadalmedina, mirando elcielo–. Habrá buen tiempo en Sanlúcar.

Aquella misma tarde, antes de emprender nuestra misión –está-bamos citados con el contador Olmedilla en el puente de barcasa las seis en punto–, Guadalmedina y don Francisco de Quevedoquisieron despedir al capitán Alatriste. Nos habíamos reunido enun pequeño bodegón del Arenal, construido con tablas y lonas delespalmador cercano, que se apoyaba contra un muro de las atara-zanas viejas. Había mesas con taburetes afuera, bajo el rústico por-che. A esa hora el sitio era tranquilo y discreto, frecuentado sólopor algunos marineros, y adecuado para remojar la palabra. La vis-ta era muy agradable, con la animación portuaria y los cargadores,carpinteros y calafates trabajando junto a los barcos amarrados enuna y otra orilla. Triana, blanca, almagre y ocre, relucía pulquérri-ma al otro lado del Guadalquivir, con las carabelas de la sardina ylos barquitos de servicio yendo y viniendo entre ambas orillas, susvelas latinas desplegadas en la brisa de la tarde.

–Por un buen botín –brindó Guadalmedina.

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Bebimos todos, tras levantar nuestras jarras de loza vidriada. Elvino no era gran cosa, pero sí la ocasión. Don Francisco de Queve-do, a quien de algún modo le habría gustado acompañarnos en laexpedición río abajo, no podía hacerlo por razones evidentes, y esole fastidiaba. El poeta seguía siendo hombre de acción, y no le hu-biera incomodado en absoluto añadir a sus experiencias el asalto alNiklaasbergen.

–Me gustaría echar un vistazo a vuestros reclutas –dijo, lim-piándose los anteojos con un lienzo de narices que sacó de lamanga del jubón.

–A mí también –apuntó Guadalmedina–. A fe que debe de seruna pintoresca tropa. Pero no podemos mezclarnos más... A partirde ahora, la responsabilidad es tuya, Alatriste.

El poeta se encajó los lentes. Torcía el bigote en una mueca sar-cástica.

–Eso es muy típico del modo de actuar de Olivares... Si sale bienno habrá honores públicos, pero si sale mal rodarán cabezas.

Bebió un par de largos tragos y se quedó contemplando el vino,pensativo.

–A veces –añadió, sincero– me preocupa haberos metido enesto, capitán.

–Nadie me obliga –dijo Alatriste, inexpresivo. Tenía la miradafija en la orilla de Triana.

El tono estoico del capitán había arrancado una sonrisa a Ál-varo de la Marca.

–Dicen –murmuró con mucha intención– que nuestro cuartoFelipe ha sido puesto al corriente de los pormenores. Está encan-tado con jugársela al viejo Medina Sidonia, imaginando la cara

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que pondrá cuando se entere de la noticia... Amén que el oro es eloro, y su católica majestad lo necesita como cualquiera.

–Incluso más –suspiró Quevedo.De codos sobre la mesa, Guadalmedina bajó la voz.–Anoche, en circunstancias que no viene a cuento referir, su

majestad preguntó quién dirigía el golpe –dejó un poco las pala-bras en el aire, a la espera de que su sentido calase en nosotros–...Se lo preguntó a un amigo tuyo, Alatriste. ¿Comprendes?... Y éstele habló de ti.

–Le habló maravillas, supongo –dijo Quevedo.El aristócrata lo miró, ofendido por el supongo.–Tratándose de un amigo, ya podéis imaginar, pardiez.–¿Y qué dijo el gran Philipo?–Como es joven y aficionado a lances, mostró vivísimo interés.

Hasta habló de caer de incógnito esta noche por el lugar de em-barque, para satisfacer su curiosidad... Pero Olivares puso el gritoen el cielo.

Un silencio incómodo se adueñó de la mesa.–Sólo faltaba eso –comentó al fin Quevedo–. Tener al Austria

encima de la chepa. Guadalmedina le daba vueltas a su jarra entre las manos.–En cualquier caso –dijo tras una pausa–, el éxito nos iría muy

bien a todos.De pronto recordó algo, metió mano en el jubón y extrajo un

documento doblado en cuatro. Llevaba un sello de la AudienciaReal y otro del maestre de las galeras del rey.

–Olvidaba el salvoconducto –dijo, entregándoselo al capitán–.Autoriza a viajar río abajo hasta Sanlúcar... Excuso decirte que, una

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vez allí, debes quemarlo. A partir de ese momento, si alguien pre-gunta tendrás que ingeniártelas a tu aire –el aristócrata se acaricia-ba la perilla, sonriente–... Siempre puedes decir, como el viejo re-frán, que vais a Sanlúcar por atún y a ver al duque.

–Veremos qué tal se porta Olmedilla –dijo Quevedo.–En cualquier caso no tiene por qué ir al barco. Su presencia

sólo es necesaria para hacerse cargo del oro. De ti depende cuidarsu salud, Alatriste.

El capitán miraba el documento.–Se hará lo que se pueda.–Más nos vale.El capitán guardó el papel en la badana del sombrero. Se mos-

traba tan frío como de costumbre, pero yo me removí en el tabu-rete. Demasiado rey y demasiado conde duque de por medio, co-mo para que un simple mochilero estuviera tranquilo.

–Habrá protestas de los armadores del barco, por supuesto –dijoÁlvaro de la Marca–. Medina Sidonia se enfurecerá, pero nadiepuesto en el intríngulis osará decir esta boca es mía... Con los fla-mencos va a ser distinto. Ahí sí tendremos protestas, cruce de cartasy marejada en las cancillerías. Por eso resulta necesario que todo pa-rezca un asalto particular: bandoleros, piratas y gente así –se llevó eljarro a la boca, sonriendo malicioso–... De cualquier modo, nadiereclamará un oro que oficialmente no existe.

–No se os escapa –le dijo Quevedo al capitán– que si algo salemal, todo cristo se lavará las manos.

–Hasta don Francisco y yo –matizó Guadalmedina con muypoca sutileza.

–Eso mismo. Ignoramus atque ignorabimus.

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El poeta y el aristócrata se quedaron mirando a Alatriste. Peroel capitán, que seguía con la vista fija en la orilla de Triana, se limi-tó a asentir breve con la cabeza, sin añadir comentarios.

–En ese caso –prosiguió Guadalmedina– te recomiendo abrir elojo, porque asarán carne. Y tú pagarás los tiestos rotos.

–Si es que le echan mano –matizó Quevedo.–En conclusión –remachó Álvaro de la Marca–: bajo ningún

concepto deben echar mano a nadie –también me dirigió una rá-pida ojeada–... A nadie.

–Lo que significa –resumió Quevedo, con su aguda facilidadpara precisar conceptos– que no hay más que dos opciones: teneréxito, o hacerse matar con la boca cerrada.

Y lo dijo tan claro, que aun si lo dijera turbio, no me pesara.

Tras despedirnos de nuestros amigos, el capitán y yo anduvimosArenal abajo hasta el puente de barcas, donde aguardaba, puntualy riguroso como de costumbre, el contador Olmedilla. Caminó és-te a nuestro lado, seco, enlutado, el aire adusto, sin despegar los la-bios. El sol poniente nos alumbró horizontal mientras cruzábamosel río en dirección a los siniestros muros del castillo de la Inqui-sición, cuya vista yo asociaba con mis peores recuerdos. Íbamosdispuestos para el viaje: Olmedilla con un gabán negro y largo,provisto el capitán de capa, sombrero, espada y daga, y yo con unenorme hato a cuestas donde llevaba, con más discreción, algunasprovisiones, dos mantas ruanas, un odre con vino, un par de pisto-las, mi daga –ya reparada su guarnición en la calle Vizcaínos–, pól-

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vora y balas, la herreruza del alguacil Sánchez, el viejo coleto depiel de búfalo de mi amo, y otro ligero, nuevo, de buen y gruesoante, que habíamos comprado para mí por veinte escudos en unjubonero de la calle Francos. La cita era en el corral del Negro, pró-ximo a la Cruz del Altozano; así que dejando a la espalda la puentey la gran copia de barcos luengos, galeras y barquillas que estabanamarradas por toda la orilla hasta el puerto de los camaroneros, lle-gamos al sitio con la anochecida misma. Triana tenía varias posa-das baratas, bodegones, garitos y parajes de soldados, de modo queno llamaba la atención ver por allí valientes y gente de espada. Enrealidad el corral del Negro era una posada infecta con el patio acielo abierto convertido en taberna, sobre el que en días de lluviase tendía un viejo toldo. La gente se sentaba allí con sombreroy capa bien puestos, y entre el fresco de la noche y la calaña de losparroquianos, era de lo más corriente que todo el mundo anduvie-se embozado hasta las cejas, con las dagas abultando en la cintura yla toledana respingando por detrás la capa. Ocupamos el capitán,Olmedilla y yo una mesa en un rincón, pedimos de beber y cenar,y echamos con mucha flema un vistazo alrededor. Ya había allí al-gunos de nuestros jaques. Reconocí en una mesa a Ginesillo elLindo, que iba sin guitarra pero con una espada enorme al cinto, ya Guzmán Ramírez, los dos con el chapeo hundido hasta las orejasy las capas terciadas al hombro cubriéndoles media cara; y a nadavi entrar a Saramago el Portugués, que venía solo, y que a la luz deuna candela se puso a leer un libro que sacó de la faltriquera. Alcabo entró Sebastián Copons, pequeño, duro y silencioso como decostumbre, y fue a sentarse con un jarro de vino sin mirar ni a susombra. Nadie hacía visaje de reconocer a nadie, y poco a poco, so-

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los o en parejas, iban llegando otros, andares zambos y recelar zaí-no, resonantes de hierros, tomando asiento por aquí y por allá sinque ninguno se dirigiera la palabra. El grupo más numeroso queentró fue de tres: el patilludo Juan Jaqueta, su compadre Sangone-ra y el mulato Campuzano, a quienes las gestiones oportunas delcapitán, vía Guadalmedina, habían permitido abandonar su retrai-miento eclesiástico. Pese a la costumbre, el tabernero observaba ta-maña afluencia de valientes con una suspicacia que pronto disipóel capitán repasándole las manos con unas cuantas piezas de plata,recurso idóneo para volver mudo, ciego y sordo al más curioso delos hosteleros, amén de advertencia sobre lo fácil que era, hablandode más, verse con un lindo tajo en la gorja. De esa forma, en la si-guiente media hora terminó por completarse la jábega. Para misorpresa, pues nada le había oído decir sobre ello a Alatriste, el últi-mo en llegar fue el mismísimo Bartolo Cagafuego, con una monte-ra calada sobre su tupida y única ceja, y una enorme sonrisa en laboca mellada y oscura, que le guiñó un ojo al capitán y se estuvopaseando bajo los arcos, cerca de nosotros y disimulando fatal, conla misma discreción que un oso pardo en una misa de requiem.Y aunque mi amo nunca dijo nada sobre el particular, sospechoque, pese a ser más valentón de hojaldre que de hoja, y que sin du-da podría haberse reclutado a otro sujeto de mejor acero, el capitánhabía gestionado la liberación del galeote más por razones senti-mentales –si tales razones podemos atribuir a Alatriste– que porotra cosa. El caso es que allí estaba Cagafuego, quien a duras penaslograba ocultar su agradecimiento. Y bien podía estarlo, pardiez;que el capitán le ahorraba al rufo seis lindos años engrilletado a unremo, apaleando sardinas a la voz de ropa fuera y boga larga.

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De ese modo quedó redondo el grupo, y nadie faltó a la cita. Yoacechaba la expresión de Olmedilla al comprobar el fruto de la re-cluta hecha por el capitán; y aunque el contador se mantenía tanantipático, inexpresivo y silencioso como solía, creí vislumbrarleun toque de aprobación. Aparte de los mentados, y según conocípor sus buenos o malos nombres de allí a poco, estaban presentesel murciano Pencho Bullas, los soldados viejos Enríquez el Zurdoy Andresito el de los Cincuenta, el cariacuchillado y grasiento Bra-vo de los Galeones, un marinero de Triana llamado Suárez, otrotal Mascarúa, un fulano con aire de hidalgo tronado, ojeroso y pá-lido al que llamaban el Caballero de Illescas, y un jienense rubi-cundo, barbudo y sonriente, de cráneo afeitado y fuertes brazos,que tenía por nombre Juan Eslava, y era notorio rufián de canto-neras sevillanas –vivía de cuatro o cinco, y las cuidaba como a hijas,o casi–, lo que justificaba su apodo, ganado en buena lid: el Galánde la Alameda. Imaginen vuestras mercedes el cuadro, con todasaquellas bravas piezas medio embozadas en el corral del Negro, re-sonándoles bajo la capa, cada vez que se movían, el tintineo ame-nazador de dagas, pistolas y espadas. Que de no saber uno que es-taban de su parte –al menos de momento–, habría sido incapaz dehallarse los pulsos por más que los buscara. Al fin, cuando tamañamesnada estuvo al completo, y para alivio del hostelero, DiegoAlatriste dejó unas monedas sobre la mesa, nos pusimos en pie ysalimos con Olmedilla en dirección al río, por las callejuelas ne-gras como boca de lobo. No hubo necesidad de mirar atrás. Por elruido de pasos que resonaban a nuestra espalda, supimos que losreclutas se iban deslizando uno tras otro por la puerta, y nos ve-nían a la zaga.

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Triana dormía en tinieblas, y lo que permanecía en vela procu-raba apartarse, prudente, de nuestro camino. La luna ultimaba sumenguante, pero aún nos servía con un poco de luz; la suficientepara ver recortada en la orilla una barca con la vela recogida en elmástil. Había un farol encendido a proa y otro en tierra, y dos bultosinmóviles, patrón y marinero, aguardaban a bordo. Fue allí dondese detuvo Alatriste, con Olmedilla y yo mismo a su lado, mientraslas sombras que nos habían seguido iban congregándose alrede-dor. Mi amo envióme por uno de los faroles, y volví con él deján-dolo en el suelo, a sus pies. Ahora la claridad tenue de la vela dabaun aspecto aún más lúgubre a la concurrencia. Apenas se veían ca-ras: sólo apuntes de bigotazos y barbas, embozos y sombreros cala-dos hasta los ojos, y el destello apagado, metálico, de las armas quetodos cargaban al cinto. Habían empezado los murmullos y los cu-chicheos en voz muy baja, entre los camaradas que se habían idoreconociendo unos a otros, y el capitán los acalló a todos con unaorden seca.

–Vamos a bajar por el río para un trabajo que se explicará cuandoestemos donde debamos estar... Todos han cobrado ya una parte, asíque nadie puede volverse atrás. Y excuso decir que somos mudos.

–La duda ofende –dijo alguien–. Que más de uno está probadoen el potro, y supo negar como un caballero.

–Bueno es que eso quede claro... ¿Alguna pregunta?–¿Cuándo embolsamos el resto? –preguntó otra voz anónima.–Al terminar nuestra obligación. En principio, pasado mañana.–¿También en oro?–Contante y sonante. Doblones de dos caras, iguales a los que

se han adelantado en señal a cada uno.

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–¿Hay que aligerar muchas ánimas?Miré de solayo al contador Olmedilla, oscuro y negro en su ga-

bán, y vi que parecía escarbar el suelo con la punta de un pie, incó-modo, como si estuviera lejos de allí o pensando en otra cosa. Sinduda, hombre de papeles y tinteros, no estaba acostumbrado a cier-tas crudezas.

–No se reúne a gente de esta calidad –respondió Alatriste– parabailar la chacona.

Hubo algunas risas, pardieces y votos a tal. Cuando se apaga-ron, mi amo señaló la barca.

–Embarquen y acomódense lo mejor que puedan. Y a partir deeste momento considérense vuestras mercedes como en milicia.

–¿Qué significa eso? –preguntó otra voz.A la luz parva del farol, todos pudieron ver que el capitán apo-

yaba su mano izquierda, como al descuido, en el puño de la tole-dana. Sus ojos horadaban la penumbra.

–Significa –dijo despacio– que a quien desobedezca una ordeno tuerza el gesto, lo mato.

Olmedilla observó al capitán con mucha fijeza. En el corro no seoía el zumbido de un mosquito. Cada cual rumiaba aquello para sí,procurando que le hiciera buen provecho. Entonces, en mitad delsilencio, se escuchó ruido de remos a poca distancia, junto a losbarcos amarrados en la orilla del río. Todos los jaques se volvieron amirar: un botecillo había salido de las sombras. En el rielar de lasluces de la otra orilla se recortaba su silueta, con media docena deremeros bogando y tres bultos negros erguidos en la proa. Y en me-nos tiempo del que se tarda en contarlo, Sebastián Copons ya habíasaltado hacia allí, prevenido, apuntando con dos enormes pistolas

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aparecidas en sus manos casi por arte de magia; y el capitán Alatris-te empuñaba, como un relámpago, el acero de su espada desnuda.

–Por atún y a ver al duque –dijo una voz familiar en la oscu-ridad.

Como si fueran un santo y seña, aquellas palabras nos relajaron alcapitán y a mí, que también estaba a punto de echar mano a la daga.

–Es gente de paz –dijo Alatriste.Tranquilizóse la jábega mientras mi amo envainaba y Copons

guardaba las pistolas. El bote había tocado tierra más allá de la proade nuestra embarcación, y los tres hombres que iban de pie se co-lumbraban ahora en la vaga claridad del farol. Alatriste pasó juntoa Copons, acercándose a la orilla. Lo seguí.

–Hay que despedir a un amigo –dijo la misma voz.También yo había reconocido al conde de Guadalmedina. Iba,

como sus dos acompañantes, embozado con sombrero y capa. Trasellos, entre los remeros, vi brillar medio ocultas las mechas encen-didas de un par de arcabuces. Los acompañantes de Álvaro de laMarca eran hombres dados a tomar precauciones.

–No disponemos de mucho tiempo –dijo el capitán, seco. –Nadie pretende incomodar –respondió Guadalmedina, que se-

guía con los otros en el bote, sin bajar a tierra–. Id a lo vuestro.Alatriste se quedó mirando a los embozados. Uno era corpulen-

to, con la capa bien envuelta en torno a un torso y unos hombrospoderosos. El otro era más delgado, con sombrero sin plumas y capaparda que lo cubría de los ojos a los pies. El capitán todavía estuvo

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un momento observándolos. Él mismo estaba iluminado por el fa-rol de la proa de la barca, rojizo el perfil de halcón sobre el mosta-cho, los ojos vigilantes bajo el ala oscura del fieltro, la mano rozandola cazoleta reluciente de su espada. Se le veía sombrío y peligrosoen la penumbra, e imaginé que desde el bote su aspecto era pareci-do. Al fin volvióse a Copons, que seguía a medio camino, y a los delgrupo, que aguardaban algo más lejos, disimulados en las sombras.

–A bordo –dijo.Uno a uno, Copons el primero, los jaques fueron pasando jun-

to a Alatriste, y el farol de la proa los alumbró conforme subían ala barca con mucho ruido de la ferretería que cargaban encima. Lamayor parte se tapaba la cara al pasar ante la luz, pero otros la des-cubrían con indiferencia o desafío. Alguno incluso se detuvo paraechar un vistazo curioso a los tres embozados, que presenciaban elbizarro desfile sin decir esta boca es mía. El contador Olmedilla sedetuvo un instante junto al capitán, contemplando a los del botecon el aire preocupado, como si dudara entre dirigirles o no la pa-labra. Optó por no hacerlo, pasó una pierna sobre la regala de nues-tra barca, y entorpecido por su gabán habría caído al agua de noverse socorrido por un par de fuertes manos que lo metieron den-tro. El último fue Bartolo Cagafuego, que traía el otro farol en lamano, y me lo entregó antes de subir a la barca con tanto ruidocomo si llevara media Vizcaya en el cinto y los bolsillos. Mi amoseguía inmóvil, observando a los de la otra barca.

–Es lo que hay –dijo, seco.–No parece mala tropa –comentó el embozado alto y fuerte.Alatriste lo miró, intentando penetrar la oscuridad. Él había oí-

do antes aquella otra voz. El tercer embozado, más delgado y de

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menor estatura, que se hallaba entre él y Guadalmedina, y que ha-bía asistido en silencio al embarque de los hombres, estudiabaahora con mucho detenimiento al capitán.

–Por vida mía –dijo al fin– que a mí me dan miedo.Tenía una voz neutra y bien educada. Una voz acostumbrada a

que nadie le llevase la contraria. Al oírla, Alatriste se quedó tanquieto como una estatua de piedra. Por unos instantes sentí su res-piración, tranquila y muy pausada. Luego me puso una mano enel hombro.

–Sube a bordo –ordenó.Obedecí, llevándome nuestro equipaje y el farol. Salté sobre la

regala y fui a acomodarme en la proa, entre los hombres envueltosen sus capas que olían a sudor, hierro y cuero. Copons me hizo unsitio y allí me instalé, sentado sobre mi fardo. Desde ese lugar vicomo Alatriste, de pie en la orilla, miraba todavía a los embozadosdel bote. Luego alzó una mano como para quitarse el sombrero,aunque sin llegar a consumar el gesto –se limitó a tocar el ala amodo de saludo–, terció la capa al hombro y embarcó a su vez.

–Buena caza –dijo Guadalmedina.Nadie le respondió. El patrón había soltado las amarras, y el

marinero, tras alejarnos de la orilla empujando con un remo, izabala vela. Y así, con ayuda de la corriente y la suave brisa que soplabade tierra, cortando en el agua negra el reflejo tenue de las pocasluces de Sevilla y de Triana, nuestra barca se deslizó silenciosamen-te río abajo.

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Había innumerables estrellas en el cielo, y los árboles y los ar-bustos desfilaban como tupidas sombras negras a derecha e izquier-da, a medida que seguíamos el Guadalquivir. Sevilla quedaba muyatrás, al otro lado de los recodos del cauce, y el relente de la nocheempapaba de humedad las maderas de la barca y nuestras capas.Tendido cerca de mí, el contador Olmedilla tiritaba de frío. Yocontemplaba la noche con mi manta hasta la barbilla y la cabeza re-costada en el fardo, observando de vez en cuando la silueta inmóvilde Alatriste, sentado en la popa junto al patrón. Sobre mi cabeza, lamancha clara de la vela oscilaba con la corriente, cubriendo y des-cubriendo los puntitos luminosos que tachonaban el cielo.

Casi todos los hombres guardaban silencio. La tropa de bultosnegros estaba amontonada en el estrecho espacio de la barca. Jun-to al rumor del agua se oían respiraciones somnolientas y reciosronquidos, o como mucho algún cuchicheo en voz baja de los quepermanecían despiertos. Alguien canturreaba una jácara en false-te. A mi lado, con el chapeo sobre la cara y la capa bien fajada, Se-bastián Copons dormía a pierna suelta.

La daga se me clavaba en los riñones, así que terminé por qui-tármela. Durante un rato, admirando las estrellas con los ojosmuy abiertos, quise pensar en Angélica de Alquézar; pero su ima-gen borrábase una y otra vez, desapareciendo tras la incertidumbrede lo que aguardaba río abajo. Yo había oído las instrucciones deÁlvaro de la Marca al capitán, igual que las conversaciones que és-te había mantenido con Olmedilla, y conocía a trazos gruesos el

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plan de ataque al galeón flamenco. La idea consistía en abordarlomientras estaba fondeado en la barra de Sanlúcar, cortar sus ama-rras y aprovechar la corriente y la marea, que de noche solían ser fa-vorables, para llevarlo a la costa, embarrancarlo allí y transportar elbotín a la playa, donde aguardaría una escolta oficial prevenida alefecto: un piquete de la guardia española, que a esas horas ya debíade estar llegando a Sanlúcar por tierra, y que esperaría discreto elmomento de intervenir. En cuanto a la tripulación del Niklaasber-gen, eran marineros, no soldados, y además serían tomados por sor-presa. Respecto a su suerte, las instrucciones eran tajantes: a todoefecto, aquello iría a la cuenta de una atrevida incursión de piratas.Y si hay algo seguro en la vida, es que los muertos no hablan.

Hizo más frío al romper el alba, con la primera claridad recor-tando las copas de los chopos y los álamos que bordeaban la orillaoriental. Eso espabiló a algunos hombres, que se removieron jun-tándose unos con otros a fin de procurarse algún calor. Los másdespiertos hablaban en voz baja para matar el tiempo, haciendocircular una bota de vino. Había tres o cuatro que cuchicheabancerca de mí, creyéndome dormido. Eran Juan Jaqueta, su compa-dre Sangonera, y alguno más. Y hablaban del capitán Alatriste.

–Sigue siendo el mismo –decía Jaqueta–... Mudo y tranquilocomo la madre que lo parió.

–¿Es de fiar? –preguntó un bravo.–Como una bula del papa. Estuvo un tiempo en Sevilla, vivien-

do de la hoja a la manera del que más. Compartimos altana y na-

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ranjos una temporada... Un mal asunto en Nápoles, me dijeron.Con una muerte.

–Dicen que es soldado viejo y ha estado en Flandes. –Sí –Jaqueta bajaba un poco la voz–. Como ese aragonés que

duerme ahí, y el mozo... Pero ya estuvo antes en la otra guerra,cuando lo de Nieuport y Ostende.

–¿Tiene buena mano?–Pardiez. Y también es muy resabiado y muy perro –Jaqueta

hizo un alto para darle un tiento a la bota: oí el chorro cayendo ensu boca–... Cuando te mira con esos ojos que parecen escarcha, yapuedes ir quitándote de en medio. Le he visto dar mojadas y hacerdestrozos que no hiciera una bala en un coleto.

Hubo una pausa, y más visitas al vino. Supuse que los valento-nes observaban a mi amo, que seguía inmóvil en la popa, junto alpatrón que empuñaba la caña del timón.

–¿De veras es capitán? –preguntó Sangonera.–No creo –respondió su compadre–. Pero todo el mundo lo

llama capitán Alatriste. –Es verdad que no parece de muchas palabras.–No. Ése es de los que parlan más con la toledana que con la

mojarra. Y a fe mía que se bate mejor aún que se calla... Un cono-cido estuvo con él en las galeras de Nápoles hace diez o quinceaños, de almogavaría por el canal de Constantinopla. Y me contóque los turcos los abordaron con casi toda la gente muerta a bor-do, y que Alatriste y una docena retrocedieron riñendo la crujíapalmo a palmo, y luego se hicieron fuertes en el bastión de la ca-rroza, acuchillando turcos como salvajes, hasta que se vieron muer-tos o heridos... Así se los llevaban canal adentro, cuando tuvieron

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la fortuna de que dos galeras de Malta les ahorraran verse al remopara los restos.

–Es hombre de hígados, entonces –dijo uno.–Puede uced jurarlo, camarada.–Y de potra –apuntó otro.–Eso último no lo sé. Ahora, por lo menos, las cosas no parecen

irle mal... Si puede aliviarnos a nosotros de la gura, dándonos elnoli me tángere como lindamente ha hecho, algo de mano tendrá.

–¿Quiénes eran los embozados del bote?–Ni idea. Pero se mordía gente principal. Igual son los que afo-

ran la dobla.–¿Y el de negro?... Me refiero al torpe que casi se cae al agua.–Sobre ese, a iglesia me llamo. Pero si es de la carda, yo soy Lutero.Oí nuevos chorros de vino y un par de eructos satisfechos.–Buena fatiga parece ésta, por lo menos –dijo alguien, al rato–.

Hay oro y camaradas.Jaqueta se rió en voz baja.–Sí. Pero ya oyó antes vuacé al señor jefe. Primero hay que ga-

narlo... Y no lo dan por hacer la rúa en domingo.–De cualquier manera –dijo uno–, vive Cristo que me acomo-

da. Por mil doscientos reales yo afufo al lucero del alba.–Y yo –terció otro.–Además, aforan en buenos palos de baraja: ases de oros lim-

pios como el sol, iguales al que llevo en el bolsillo.Les oí cuchichear. Cuantos sabían sumar hacían cuentas por lo

bajo. –¿Es cantidad fija? –preguntó Sangonera–. ¿O se paga el monto

a repartir entre los que vivan?

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Volvió a sonar la risa apagada de Juan Jaqueta.–Eso no creo que lo sepamos hasta el postre... Es una forma

como otra cualquiera de evitar que, a media sarracina y aprove-chando el barullo, nos matemos por la espalda unos a otros.

Ya enrojecía el horizonte tras los árboles, dejando entrever losmatorrales y las amenas huertas que a veces se asomaban a las ori-llas del río. Al fin me levanté, y pasando entre los bultos dormi-dos fui a popa, con el capitán. El patrón, un individuo vestidocon sayo de estameña y un descolorido bonete en la cabeza, negócuando le ofrecí vino del pellejo que traía para mi amo. Se apo-yaba con un codo en la caña, atento a mantener la distancia conlas orillas, a la brisa que impulsaba la vela y a los troncos sueltosque ya podían verse arrastrados por las aguas. Tenía la cara muycurtida por el sol, y ni le había oído una palabra hasta entonces,ni se la oí en adelante. Alatriste bebió un trago de vino y masticóel trozo de pan con cecina que yo le llevaba. Me quedé a su ladomirando la luz que se intensificaba en el horizonte y la ausenciade nubes en el cielo: en el río era todavía imprecisa y gris, y loshombres tumbados en el suelo de la barca seguían envueltos ensombras.

–¿Qué hace Olmedilla? –preguntó el capitán, vuelto hacia don-de estaba el contador.

–Duerme. Ha pasado la noche muerto de frío.Esbozó mi amo una sonrisa.–No tiene costumbre –dijo.

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Sonreí, a mi vez. Nosotros sí la teníamos. Él y yo.–¿Subirá a la urca con nosotros?Alatriste encogió un poco los hombros.–Quién sabe –dijo.–Habrá que cuidar de él –murmuré, preocupado.–Cada uno deberá cuidarse solo. Cuando llegue el momento,

ocúpate de ti mismo.Nos quedamos callados, pasándonos la bota de vino. Mi amo

estuvo un rato mascando.–Te has hecho mayor –dijo entre dos bocados.Seguía observándome, pensativo. Yo sentí una suave oleada de

satisfacción entibiarme la sangre.–Quiero ser soldado –dije a bocajarro.–Creí que con lo de Breda tenías bastante.–Quiero serlo. Como mi padre.Dejó de masticar, aún siguió atento a mí un trecho, y al cabo

señaló con el mentón hacia los hombres tumbados en la barca.–No es un gran futuro –opinó.Estuvimos un rato sin decir nada, mecidos por el balanceo de la

embarcación. Ahora el paisaje empezaba a colorearse de rojo traslos árboles, y las sombras eran menos grises.

–De cualquier modo –dijo de pronto Alatriste– faltan un parde años para que te dejen sentar plaza en una bandera. Y hemosdescuidado tu educación. Así que, a partir de pasado mañana...

–Leo libros –lo interrumpí–. Hago razonable letra, sé las decli-naciones latinas y las cuatro reglas.

–No es suficiente. El Dómine Pérez es un buen sujeto, y enMadrid puede ocuparse de ti.

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Calló de nuevo, para dirigir otra ojeada a los hombres dormi-dos. La luz levante acentuaba las cicatrices de su cara.

–En este mundo –dijo al cabo–, a veces llega la pluma dondeno alcanza la espada.

–Pues resulta injusto –respondí.–Quizás.Había tardado un poco en decirlo, y creí advertir mucha amar-

gura en el quizás. Por mi parte, encogí los hombros bajo la manta.A los dieciséis años, yo estaba seguro de que llegaría fácilmente adonde fuera menester llegar. Y maldita la tecla que tocaba el Dó-mine Pérez en todo aquello.

–Todavía no es pasado mañana, capitán.Lo dije casi con alivio, desafiante, mirando obstinado el río an-

te nosotros. Sin volverme, supe que Alatriste me estudiaba conmucha atención; y cuando por fin giré el rostro, vi que el sol na-ciente le teñía de rojo los iris glaucos.

–Tienes razón –dijo, pasándome la bota–. Todavía nos quedamucho camino.

El sol nos alumbró vertical ya más abajo de la venta de Tarfia,donde el Guadalquivir tuerce a poniente y empiezan a adivinarselas marismas de Doña Ana en la margen derecha. Los fértiles cam-pos del Aljarafe y las orillas frondosas de Coria y Puebla fueron de-jando paso a dunas de arena, pinares y arbustos entre los que a vecesasomaban gamos, o jabalíes. El calor se hizo más intenso y húme-do, y en la barca los hombres liaron sus mantas, desabrochandocapas, coletos y jubones. Apretados como arenques en barril, la luzdel día dejaba ver ahora sus rostros mal afeitados, las cicatrices, bar-bas y mostachos cuyo aire fiero no desmentían los montones dearmas con pretinas y tahalís de cuero, espadas, vizcaínas, terciadosy pistolas, que todos tenían cerca. Sus ropas sucias y sus pieles gra-sientas por la intemperie, el mal dormir y el viaje, emanaban un olorcrudo, áspero, que yo conocía bien de Flandes. Olor a hombres encampaña. Olor a guerra.

VIII. LA BARRA DE SANLÚCAR

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Hice un poco de rancho aparte con Sebastián Copons y con elcontador Olmedilla; al que, pese a seguir tan antipático comode costumbre, me creía en la obligación moral de cuidar un pocoentre semejante parroquia. Compartíamos el vino de la bota y lasprovisiones, y aunque ni el soldado viejo de Huesca ni el funcio-nario de la hacienda real eran hombres de muchas –ni de pocas–palabras, yo me mantenía cerca de ellos por un sentimiento de leal-tad. Con Copons, por lo vivido juntos en Flandes; y con Olme-dilla, por las circunstancias. En cuanto al capitán Alatriste, estuvolas doce leguas de viaje a lo suyo, siempre sentado a popa junto alpatrón, dormitando sólo durante breves intervalos –cuando lo ha-cía cubría su rostro con el sombrero, como en guardia para que nolo viesen dormido–, y sin apenas quitar ojo a los hombres. Los es-tudiaba con detenimiento uno por uno, cual si de ese modo pene-trase sus cualidades y sus vicios para conocerlos mejor. Permanecíaatento a su forma de comer, de bostezar, de dormir; a las voces quedaban manoseando las cartas en corro, jugándose lo que aún notenían con la baraja de Guzmán Ramírez. Se fijaba en el que bebíamucho y en el que bebía poco; en el locuaz, en el fanfarrón y en elcallado: en los juramentos de Enríquez el Zurdo, la risa atronado-ra del mulato Campuzano o la inmovilidad de Saramago el Portu-gués, que leyó durante todo el viaje tumbado sobre su capa con lamayor flema del mundo. Los había silenciosos o discretos como elCaballero de Illescas, el marinero Suárez o el vizcaíno Mascarúa,y también torpes y desplazados como Bartolo Cagafuego, que noconocía a nadie, y cuyos intentos de conversación fracasaban unotras otro. No faltaban ocurrentes y graciosos en la parla, como erael caso de Pencho Bullas, o del escarramán Juan Eslava, siempre de

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humor excelente, que detallaba a sus cofrades con todo lujo de de-talles las propiedades propicias a la virilidad –probadas en él mis-mo, afirmaba– de la limadura de cuerno de rinoceronte. Tambiénse daban esquinados como Ginesillo el Lindo con su aire pulcro,la sonrisa equívoca y la mirada peligrosa, Andresito el de los Cin-cuenta y su forma de escupir por el colmillo, o ruines a la maneradel Bravo de los Galeones, con la cara persignada de chirlos que noeran precisamente de barbero. Y así, mientras nuestra barca nave-gaba río abajo, el de allá contaba lances de hembras o dineros, elotro maldecía en corro tirando los dados para matar el tiempo,y el de acá refería anécdotas reales o fingidas de una hipotética vidasoldadesca que, a poco, incluía Roncesvalles y hasta un par de cam-pañas con Viriato. Todo, por supuesto, con los naturales pardieces,peses a tal, rodomontadas e hipérboles.

–Porque voto a Cristo que soy cristiano viejo, tan limpio desangre y tan hidalgo como el mismo rey –oí decir a uno.

–Pues yo lo soy más, rediós –repuso otro–. Que a fin de cuen-tas, el rey es medio flamenco.

Y así, oyéndolos, uno habría dicho que la barca estaba ocupadapor una hueste de lo mejor y más granado del reino de Aragón,Navarra y las dos Castillas. Era aquello moneda común a cadabolsa; e incluso en tan reducido espacio y menguada tropa comola nuestra, hacíanse fieros y distingos entre unas tierras y otras,juntándose éstos lejos de ésos, picados de reproches el extremeño,el andaluz, el vizcaíno o el valenciano, esgrimiendo los vicios y des-gracias de sus provincias cada uno para sí, y uniéndose todos sola-mente en el odio común contra los castellanos, con pesadas zum-bas y chacotas, no dándose ninguno que no figurase ser cien veces

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más de lo que era. Que aquella germanía allí hilvanada representa-ba, al cabo, una España en miniatura; y toda la gravedad y honra yorgullo nacional que Lope, Tirso y los otros ponían en escena enlos corrales de comedias, se había ido con el siglo viejo y no existíaya más que en el teatro. Tan sólo nos quedaban la arrogancia y lacrueldad; de modo que cuando uno consideraba el aprecio que to-dos teníamos de nuestras particulares personas, la violencia de cos-tumbres y el desprecio a las otras provincias y naciones, se explicabaque con buen derecho los españoles fuésemos odiados de la Eu-ropa toda y de medio mundo.

En cuanto a nuestra expedición, participaba naturalmente detodos esos vicios, y la virtud le era tan natural como al diablo unarpa, un aura y unas alas blancas. Pero al menos, aunque mezqui-nos, crueles y fanfarrones, los hombres que viajaban en nuestra barcatenían algo en común: iban ligados por la codicia del oro prometi-do, sus tahalís, cintos y vainas estaban engrasados con esmero pro-fesional, y las armas relucían bien bruñidas cuando las sacabanpara afilarlas o limpiarlas bajo los rayos del sol. Y sin duda, en sucabeza fría, acostumbrada a tal tipo de gentes y de vida, el capitánAlatriste barajaba a todos aquellos hombres con los que había co-nocido en otros lugares; y de esa forma adivinaba, o preveía, loque cada uno daría de sí al llegar la noche. O, dicho de otra forma,de quiénes podría fiarse, y de quiénes no.

Todavía quedaba buena luz cuando doblamos el último granrecodo del río, en cuyas orillas se alzaban las montañas blancas de

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las salinas. Entre los densos arenales y los pinares vimos el puertode Bonanza, con su ensenada donde había ya numerosas galerasy otras naves; y más lejos, bien definida en la claridad de la tarde,la torre de la Iglesia Mayor y las casas más altas de Sanlúcar deBarrameda. Entonces el marinero bajó la vela, y el patrón llevóla barca hacia la orilla opuesta, buscando el margen derecho de laanchísima corriente que se vertía legua y media más allá, en elocéano.

Desembarcamos mojándonos los pies, al amparo de una dunagrande que prolongaba su lengua de arena en la corriente. Treshombres al acecho bajo un bosquecillo de pinos vinieron a nues-tro encuentro. Vestían de pardo, con ropas de cazadores; pero alacercarse observamos que sus armas y pistolas no eran de las que seusan para abatir conejos. El que parecía el jefe, un individuo de bi-gote bermejo y ademanes militares mal disimulados bajo la rústicaindumentaria, fue reconocido por el contador Olmedilla; y ambosse retiraron a hablar aparte mientras nuestra tropa se congregaba ala sombra de los pinos. Estuvimos así un rato tumbados en la are-na alfombrada de agujas secas, mirando a Olmedilla, que seguía suparla con el otro y de vez en cuando asentía impasible. En ocasio-nes, los dos observaban una gran elevación que se alzaba más aba-jo, a quinientos pasos siguiendo la orilla misma del río; y el del bi-gote bermejo parecía referirse al lugar con muchas explicaciones ymucho detalle. Al cabo Olmedilla se despidió de los supuestos ca-zadores, que tras dirigirnos una ojeada inquisitiva se marcharon através del pinar, y el contador vino hasta nosotros, moviéndose enel paisaje arenoso como un insólito borrón negro.

–Todo está donde debe estar –dijo.

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Luego llevó aparte a mi amo, y estuvieron hablando otro rato envoz baja. Y a veces, mientras lo hacía, Alatriste dejaba de mirarentre sus botas para observarnos. Al cabo se calló Olmedilla, y vicomo el capitán hacía dos preguntas y el otro afirmaba dos veces.Entonces se pusieron en cuclillas, y Alatriste sacó la daga y estuvohaciendo con ella dibujos en el suelo; y cada vez que alzaba el rostropara interrogar al contador, éste afirmaba de nuevo. Tras estar asímucho rato, el capitán se quedó un espacio inmóvil, pensando.Después vino y nos dijo cómo íbamos a asaltar el Niklaasbergen. Loexplicó en pocas palabras, sin comentarios superfluos ni adornos.

–Dos grupos, en botes. Uno atacará primero la parte del alcá-zar, procurando hacer ruido. Pero no quiero tiros. Dejaremos laspistolas aquí.

Hubo un murmullo, y algunos hombres cambiaron vistazos in-satisfechos. Un pistoletazo a tiempo permitía despachar por la pos-ta, con más diligencia que el arma blanca, y de lejos.

–Reñiremos –dijo el capitán–, a oscuras y muy revueltos, y noquiero que nos abrasemos unos a otros... Además, si a alguien se leescapa un tiro, desde el galeón nos arcabucearán antes de que su-bamos a bordo.

Se detuvo, observándolos con mucho sosiego.–¿Quiénes de vuestras mercedes han servido al rey?Casi todos levantaron la mano. Con los pulgares en el cinto,

muy serio, Alatriste los estudió uno por uno. Su voz era tan heladacomo sus ojos.

–Me refiero a los que han sido soldados de verdad.Muchos titubearon, incómodos, ojeándose de soslayo. Un par

bajaron la mano, y otros la dejaron en alto hasta que Alatriste se

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los quedó mirando y algunos terminaron bajándola también. Ade-más de Copons, la mantenían en alto Juan Jaqueta, Sangonera,Enríquez el Zurdo y Andresito el de los Cincuenta. Alatriste seña-ló también a Eslava, a Saramago el Portugués, a Ginesillo el Lindoy al marinero Suárez.

–Esos nueve hombres formarán el grupo de proa. Subirán sólocuando los de popa ya estén riñendo en el alcázar, para coger a latripulación desprevenida y por la espalda. La idea es que abordenmuy a la sorda por el ancla, empujen cubierta adelante y nos en-contremos todos a popa.

–¿Hay cabos para cada grupo? –preguntó Pencho Bullas.–Los hay; Sebastián Copons a proa, y yo mismo a popa con vues-

tra merced y los señores Cagafuego, Campuzano, Guzmán Ramí-rez, Mascarúa, el Caballero de Illescas y el Bravo de los Galeones.

Miré a unos y a otros, desconcertado al principio. En cuanto acalidad de hombres, la desproporción era poco sutil. Al cabo com-prendí que Alatriste ponía a los mejores bajo el mando de Co-pons, reservándose para sí los más indisciplinados o menos de fiar,salvo alguna excepción como el mulato Campuzano, y tal vez Bar-tolo Cagafuego, que pese a ser más valentón que valiente, por ver-güenza pelearía bien a la vista del capitán. Eso significaba que elgrupo de proa era el que iba a decidir la partida; mientras los depopa, carne de matadero, soportarían lo peor del combate. Y si al-go salía mal o los de proa se retrasaban mucho, a popa tendríantambién el mayor número de bajas.

–El plan –prosiguió Alatriste– es cortar el cable del ancla paraque el barco derive hacia la costa y embarranque en una de las len-guas de arena que están frente a la punta de San Jacinto. El grupo

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de proa llevará dos hachas para eso... Todos permaneceremos a bor-do hasta que el barco toque fondo en la barra... Entonces iremosa tierra, que desde allí puede alcanzarse con el agua por el pecho, de-jando el asunto en manos de otra gente que está prevenida.

Los hombres se miraron. Del bosquecillo de pinos llegaba elchirrido monótono de las cigarras. Con el zumbido de las moscasque nos acosaban en enjambres, ese fue el único sonido que se oyómientras cada cual meditaba para sí.

–¿Habrá resistencia fuerte? –preguntó Juan Jaqueta, que se mor-día pensativo las patillas.

–No lo sé. Por lo menos, esperémosla razonable.–¿Cuántos herejes hay a bordo?–No son herejes sino flamencos católicos, pero da lo mismo.

Calculamos entre veinte y treinta, aunque muchos saltarán porla borda... Y hay algo importante: mientras queden tripulantesvivos, ninguno de nosotros pronunciará una palabra en español–Alatriste miró a Saramago el Portugués, que escuchaba aten-to con su grave aspecto de hidalgo flaco, el libro de costumbreasomándole por un bolsillo del jubón–. Vendría bien que este ca-ballero grite algo en su lengua, y que quienes conozcan palabrasinglesas o flamencas dejen también caer alguna –el capitán se per-mitió una ligera sonrisa bajo el mostacho–... La idea es que somospiratas.

Aquello distendió el ambiente. Hubo risas y los hombres se mi-raron entre sí, divertidos. Entre semejante parroquia, eso tampocoestaba demasiado lejos de la realidad.

–¿Y qué pasa con los que no se tiren al agua? –quiso saber Mas-carúa.

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–Ningún tripulante llegará vivo al banco de arena... Cuantosmás asustemos al principio, menos habrá que matar.

–¿Y los heridos, o los que pidan cuartel?–Esta noche no hay cuartel.Algunos silbaron entre dientes. Hubo palmadas guasonas y

risas en voz baja.–¿Y qué hay de nuestros heridos? –preguntó Ginesillo el Lindo.–Bajarán con nosotros y serán atendidos en tierra. Allí cobrare-

mos todos, y cada mochuelo a su olivo.–¿Y si hay muertos? –el Bravo de los Galeones sonreía con su

cara acuchillada–... ¿Se cobra suma fija, o repartimos al final?–Ya veremos.El jaque observó a sus camaradas y después acentuó la sonrisa.–Sería bueno verlo ahora –dijo con mala fe.Alatriste se quitó con mucha pausa el sombrero, pasándose una

mano por el pelo. Luego se lo puso de nuevo. La forma en que mi-raba al otro no daba lugar al menor equívoco.

–¿Bueno, para quién?Había hablado arrastrando las palabras y en voz muy baja; con

una consideración en la que ni un niño de teta habría confiadolo más mínimo. Tampoco el Bravo de los Galeones, pues captó elmensaje, apartó la vista, y no dijo más. El contador Olmedilla sehabía acercado un poco al capitán, y deslizó unas frases en su oído.Mi amo asintió.

–Queda algo importante que acaba de recordarme el caballe-ro... Nadie, bajo ningún concepto –Alatriste paseaba sus ojos deescarcha por la concurrencia–, absolutamente nadie, bajará a lasbodegas del barco, ni habrá botines personales, ni nada de nada.

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Sangonera alzó una mano, curioso. –¿Y si algún tripulante se embanasta dentro?–Si eso pasa, yo diré quién baja a buscarlo.El Bravo de los Galeones se acariciaba reflexivo el pelo grasien-

to, recogido en una coleta. Al cabo terminó diciendo lo que todospensaban.

–¿Y qué es lo que hay en ese tabernáculo, que no puede verse?–No es asunto vuestro. En realidad ni siquiera es asunto mío.

Espero no tener que recordárselo a nadie. El otro soltó una risa grosera.–Ni que fuera la vida en ello.Alatriste lo miró con mucha fijeza.–Es que va.–Pardiez, que es tallar demasiado –el jaque se apoyaba en una

pierna, bravucón, y luego en la otra–... A fe de quien soy, recuerdevuacé que no trata con hombres mansos que sufran tanta amena-za. Entre yo y los camaradas, el que más y el que menos...

–Lo que sufra o no sufra vuestra merced, se me da un ardite –lointerrumpió muy seco Alatriste–. Es lo que hay, se previno a to-dos, y nadie puede volverse atrás.

–¿Y si ahora no nos place?–Muy bellacos suenan esos plurales –el capitán se pasó despacio

dos dedos por el mostacho, y luego hizo un gesto indicando el pi-nar–... En cuanto al singular de vuestra merced, con mucho gustopodemos discutirlo los dos en aquel bosquecillo.

El bravonel apeló en silencio a sus camaradas. Unos lo observa-ban con remota solidaridad, y otros no. Por su parte, con el espesoceño fruncido, Bartolo Cagafuego se había incorporado, acercán-

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dose amenazador para respaldar al capitán; y yo mismo llevé lamano a la espalda tanteando mi daga. La mayor parte de los hom-bres desviaba los ojos, sonreía a medias o miraba cómo Alatristerozaba fríamente la cazoleta de su espada. A nadie parecía incomo-darle asistir a una buena riña, con el capitán a cargo de las leccio-nes de esgrima. Cuantos estaban al tanto de su currículo ya habíantenido ocasión de ilustrar a los demás; y el Bravo de los Galeones,con su bajuna arrogancia y sus aires exagerados de matasiete –queya era exagerar, entre aquella jábega– no gozaba de simpatías.

–Ya hablaremos otro día –dijo por fin el jaque.Se lo había pensado mucho, pero no deseaba perder la faz. Al-

gunos de los germanes hicieron muecas decepcionadas, o se die-ron con el codo. Lástima. No habría bosquecillo aquella tarde.

–Lo hablaremos –respondió suavemente Alatriste– cuando que-ráis.

Nadie discutió más, ni sostuvo el envite, ni hizo semblante depretenderlo. Todo quedó sereno, Cagafuego desarrugó el ceño, ycada cual fue a sus ocupaciones. Entonces observé que SebastiánCopons retiraba la mano de la empuñadura de su pistola.

Zumbaban las moscas posándose en nuestras caras cuando aso-mamos con precaución la cabeza por la cresta de la duna grande.Ante nosotros, la barra de Sanlúcar estaba muy bien iluminadapor la luz del atardecer. Entre la ensenada de Bonanza y la puntade Chipiona, donde el Guadalquivir abríase en el mar cosa de unalegua, la boca del río era un bosque de mástiles empavesados y velas

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de barcos, urcas, galeazas, carabelas, naves pequeñas y grandes, em-barcaciones oceánicas y costeras fondeadas entre los bancos de are-na o en movimiento por todas partes, y prolongándose todavía elpanorama por la costa hacia levante, en dirección a Rota y a labahía de Cádiz. Algunos aguardaban la marea ascendente parasubir hasta Sevilla, otros descargaban las mercancías en embarca-ciones auxiliares, o aparejaban para rendir viaje en Cádiz despuésque los funcionarios reales subieran para comprobar su carga. Enla otra orilla podíamos ver a lo lejos la próspera Sanlúcar extendidasobre la margen izquierda, con sus casas nuevas bajando hasta elborde mismo del agua y el enclave antiguo y amurallado sobre lacolina, donde destacaban las torres del castillo, el palacio de los du-ques, la Iglesia Mayor y el edificio de la aduana vieja, que a tantagente enriquecía en jornadas como aquélla. Dorada por la luz delsol, con la arena de su marina salpicada de barquitas de pescadoresvaradas, la ciudad baja hervía de gente y de pequeños botes convelas yendo y viniendo hacia los barcos.

–Ahí está el Virgen de Regla –dijo el contador Olmedilla.Hablaba bajando la voz, como si pudieran oírnos al otro lado

del río, y se enjugaba el sudor del rostro con un pañizuelo empapa-do. Estaba más pálido que nunca. No era hombre de caminatas ni dearrastrarse tras dunas ni arbustos, y el esfuerzo y el calor empezabana hacerle mella. Su índice manchado de tinta indicaba un galeóngrande, fondeado entre Bonanza y Sanlúcar, al resguardo de unalengua de arena que la bajamar empezaba a descubrir. Tenía la proaen dirección al vientecillo del sur que rizaba la superficie del agua.

–Y aquél –añadió señalando otro más próximo– es el Niklaas-bergen.

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Seguí la mirada de Alatriste. Con el ala del sombrero sobre losojos para protegérselos del sol, el capitán observó cuidadosamenteel galeón holandés. Estaba fondeado aparte, cerca de nuestra ori-lla, hacia la punta de San Jacinto y la torre vigía que allí se levanta-ba para prevenir incursiones de los piratas berberiscos, holande-ses e ingleses. El Niklaasbergen era una urca negra de brea, con trespalos en cuyas gavias estaban aferradas las velas. Era corto y feo, deapariencia torpe, con la popa muy alta pintada bajo el fanal en co-lores blancos, rojos y amarillos: un barco de lo más común, dedi-cado al transporte, que no llamaba la atención. También apuntabasu proa al sur, y tenía las portas de los cañones abiertas para venti-lar las cubiertas bajas. Veíamos poco movimiento a bordo.

–Estuvo fondeado junto al Virgen de Regla hasta que se hizo dedía –explicó Olmedilla–. Luego vino a echar el ancla ahí.

El capitán estudiaba cada detalle del paisaje, como un ave rapazque debiera lanzarse luego a oscuras sobre su presa.

–¿Tienen todo el oro a bordo? –preguntó.–Falta una parte. No han querido quedarse junto al otro barco pa-

ra no despertar sospechas... El resto lo traen al anochecer, en botes. –¿De cuánto tiempo disponemos?–No zarpa hasta mañana, con la pleamar. Olmedilla indicó las piedras de un viejo cobertizo de almadra-

ba en ruinas que había en la orilla. Más allá podía verse un bancoarenoso que la bajamar dejaba al descubierto.

–Aquél es el sitio –dijo–. Incluso con marea alta, puede llegarsea pie hasta la orilla.

Alatriste entornó más los ojos. Observaba con prevención unasrocas negras que velaban en el agua, algo más adentro.

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–Ahí está el bajo que llaman del Cabo –dijo–. Lo recuerdobien... Las galeras procuraban evitarlo siempre.

–No creo que deba preocuparnos –respondió Olmedilla–. A esahora nos favorecerán la marea, la brisa y la corriente del río.

–Más vale. Porque si en vez de dar con la quilla en la arena da-mos en esas piedras, nos iremos al fondo... Y el oro también.

A rastras, procurando no alzar las cabezas, retrocedimos hastareunirnos con el resto de los hombres. Estaban tumbados sobrecapas y gabanes, aguardando con la estolidez propia de su oficio; ysin que nadie hubiese dicho nada al respecto, por instinto se ha-bían juntado unos a otros hasta agruparse en la misma compañaque tendrían durante el abordaje.

El sol desaparecía tras el bosquecillo de pinos. Alatriste fue a sen-tarse en su capa, cogió la bota de vino y bebió un trago. Yo extendí mimanta en el suelo, al lado de Sebastián Copons; el aragonés dormita-ba boca arriba, un pañuelo sobre la cara para protegerse de las mos-cas, las manos cruzadas sobre el mango de su daga. Olmedilla vinojunto al capitán. Tenía los dedos entrelazados y giraba los pulgares.

–Yo también voy –dijo en voz baja.Observé cómo Alatriste, con la bota a medio camino, lo miraba

atento.–No es buena idea –dijo tras un instante.Al contador, la piel pálida, el bigotillo, la barbita descuidada por el

viaje, le daban un aspecto frágil; pero apretaba los labios, obstinado.–Es mi obligación –insistió–. Soy funcionario del rey.El capitán estuvo un rato pensativo, secándose el vino del mos-

tacho con el dorso de la mano. Al fin dejó la bota y se recostó en laarena.

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–Como gustéis –dijo de pronto–. Yo en cuestiones de obliga-ción nunca me meto.

Aún se quedó un poco callado, caviloso. Luego encogió los hom-bros.

–Iréis con el grupo de proa –dijo al cabo. –¿Por qué no con vuestra merced?–No pongamos todos los huevos en el mismo cesto. Olmedilla me dirigió un vistazo, que sostuve sin pestañear.–¿Y el mozo?Alatriste me miró como al descuido, y luego soltó la hebilla del

cinto con la espada y la daga, enrollando la pretina en torno a lasarmas. Después lo puso todo bajo la manta doblada que le servíade almohada, y se desabrochó el jubón.

–Íñigo viene conmigo.Se tumbó con el sombrero echado sobre la cara, dispuesto a des-

cansar. Olmedilla cruzaba los dedos, observaba al capitán y volvíaa juguetear con las manos. Su impasibilidad parecía menos firmeque otras veces; como si una idea que no se atreviese a expresar lerondara la cabeza.

–¿Y qué pasará –se decidió por fin– si el grupo de proa se retra-sa, o no consigue limpiar a tiempo la cubierta?... Quiero decir si...Bueno... Si a vuestra merced, capitán, le pasa algo.

Alatriste no se movió bajo el chapeo que le ocultaba las fac-ciones.

–En tal caso –dijo– el Niklaasbergen ya no será asunto mío.

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Me dormí. Como muchas veces había ocurrido en Flandes an-tes de una marcha o de un combate, cerré los párpados y aprove-ché el espacio que tenía por delante para reponer fuerzas. Al prin-cipio fue una duermevela indecisa, abriendo de vez en cuando losojos para percibir las últimas luces del día, los cuerpos tumbados ami alrededor, sus respiraciones y ronquidos, las charlas en voz bajay la figura inmóvil del capitán con el sombrero encima. Luego elsopor se hizo más profundo, y me dejé flotar en las aguas negras ymansas, a la deriva por un mar inmenso surcado por velas innu-merables que lo llenaban hasta el horizonte. Angélica de Alquézarapareció al fin, como tantas otras veces. Y esta vez me ahogué ensus ojos y sentí de nuevo en mis labios la dulce presión de los su-yos. Busqué a mi alrededor, en demanda de alguien a quien gritarmi felicidad; y allí estaban, inmóviles entre la bruma de un canalflamenco, las sombras de mi padre y del capitán Alatriste. Me unía ellos chapoteando en el barro, a punto para desenvainar la espadafrente a un ejército inmenso de espectros que salían de sus tumbas,soldados muertos, con petos y morriones oxidados, que empuña-ban armas en sus manos huesudas, mirándonos desde los abismosde sus calaveras. Y abrí la boca para gritar en silencio palabras vie-jas que ya carecían de sentido, porque el tiempo me las iba arran-cando una por una.

Desperté con la mano del capitán Alatriste en mi hombro. «Yaes la hora», susurró en voz muy baja, casi rozándome la oreja conel mostacho. Abrí los ojos a la noche. Nadie había encendido fue-

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gos, ni se veían luces. La luna, menguante y muy escasa, apenasiluminaba ya; pero su claridad aún daba vagos perfiles a las siluetasnegras que se movían a mi alrededor. Oí deslizar de aceros en susvainas, hebillas de cintos y corchetes al abrocharse, frases cortas di-chas en murmullos. Los hombres se ajustaban las ropas, cambia-ban los sombreros por lienzos y pañizuelos anudados en torno a lafrente, y envolvían las armas con trapos para que el entrechocar dehierro no los delatase. Como había ordenado el capitán, las pisto-las se dejaban allí, con el resto de la impedimenta. El Niklaasber-gen iba a ser abordado al arma blanca.

Deshice a tientas el fardo de nuestra ropa y me enfundé mi co-leto nuevo de ante, todavía lo bastante rígido y grueso para prote-germe el torso de las cuchilladas. Luego me até bien las esparteñas,aseguré mi daga en el cinto para no perderla, con un cordel atadoa la guarnición, y me colgué de un tahalí de cuero la espada del al-guacil. A mi alrededor los hombres bebían un último trago de suspellejos de vino, orinaban para aliviarse antes de la acción, cuchi-cheaban. Alatriste y Copons tenían las cabezas próximas mientrasel aragonés recibía las últimas instrucciones. Al retroceder un pasotopé con el contador Olmedilla, que me reconoció, dándome unacorta y seca palmadita en la espalda; lo que en tan agrio personajepodía considerarse razonable expresión de afecto. Advertí quetambién llevaba espada al cinto.

–Vámonos –dijo Alatriste.Echamos a andar, hundiendo los pies en la arena. Reconocí al-

gunas de las sombras que pasaban a mi lado: la alta y delgada figu-ra de Saramago el Portugués, el corpachón de Bartolo Cagafuego,la menuda silueta de Sebastián Copons. Alguien dijo una chanza

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en susurros, y oí, apagada, la risa del mulato Campuzano. Tronó en-tonces la voz del capitán ordenando silencio, y nadie volvió a abrirla boca.

Al pasar junto al bosquecillo de pinos resonó el rebuzno de unamula, y miré hacia allá, curioso. Había caballerías ocultas entre losárboles, y confusas figuras humanas junto a ellas. Sin duda se tra-taba de la gente que más tarde, cuando el galeón estuviese varadoen la barra, se encargaría de transbordar el oro. Para confirmar missospechas, tres siluetas negras se destacaron del pinar, y Olmedillay el capitán se detuvieron con ellas, de conciliábulo. Creí recono-cer a los falsos cazadores que habíamos visto por la tarde. Luegodesaparecieron, Alatriste dio una orden, y reanudamos la mar-cha. Ahora ascendíamos por la ladera empinada de una duna,hundiéndonos en ella hasta los tobillos, y la claridad de la arenarecortaba con más nitidez nuestras figuras. En la cima, el rumordel mar llegó hasta nosotros y la brisa nos acarició la cara. Habíauna mancha oscura y extensa en la que brillaban, hasta el horizon-te negro como el cielo, los puntitos luminosos de los fanales de losbarcos fondeados, de manera que las estrellas parecían reflejadasen el mar. A lo lejos, en la otra orilla, veíamos las luces de Sanlúcar.

Bajamos a la playa, con la arena amortiguando el ruido de lospasos. A mi espalda oí la voz de Saramago el Portugués, recitandobajito:

Porem eu cos pilotos na arenosa praia, por vermos em que parte estou,me detenho em tomar do sol a alturae compassar a universal pintura...

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Alguien preguntó qué diablos era aquello, y el Portugués, sinalterarse, respondió con su educado acento y sus eses prolongadasque era Camoens, que no todo iban a ser malditos Lopes y Cer-vantes, que él antes de batirse recitaba lo que le salía de los hí-gados, y que si a alguien incomodaba Os Lusíadas tendría muchogusto en acuchillarse con él y con su santa madre.

–Éramos pocos y parió el Tajo –dijo alguien.No hubo más comentarios, el Portugués continuó entre dientes

con sus versos, y seguimos camino. Junto a las estacas de una viejaencañizada de pescadores vimos dos barcas esperando, con un hom-bre en cada una. Nos agrupamos en la orilla, expectantes.

–Conmigo los míos –dijo Alatriste.Iba sin sombrero, con el coleto de piel de búfalo, la espada y la

vizcaína al cinto. A su orden los hombres se dividieron en los gru-pos previstos. Oíanse despedidas y deseos de buena suerte, algunabroma y las naturales fanfarronadas sobre las almas que pensabaaliviar cada uno. No faltaban los nervios disimulados, los tropezo-nes en la oscuridad ni los pardieces. Sebastián Copons pasó cerca,seguido de su gente.

–Dame un rato –le dijo en voz baja el capitán–. Pero no mu-cho.

El otro asintió en silencio, como solía, y se quedó allí mientrassus hombres embarcaban. El último era el contador Olmedilla. Suropa negra lo hacía parecer más oscuro aún. Chapoteó heroica-mente torpe en el agua mientras lo ayudaban a subir al bote, por-que se había trabado las piernas con su propia espada.

–También cuídalo, si puedes –le dijo Alatriste a Copons.

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–Cagüendiela, Diego –respondió el aragonés, que se anudabael cachirulo en torno a la cabeza–. Demasiados encargos para unanoche.

Alatriste emitió una risa queda, entre dientes.–Quién nos lo iba a decir, ¿verdad?... Degollar flamencos en

Sanlúcar. Copons soltó un gruñido.–Cuenta. Puestos a degollar, igual da un sitio que otro. El grupo de popa ya embarcaba también. Fui con ellos, me mo-

jé los pies, pasé la pierna sobre la regala y me acomodé en un ban-co. Un momento más tarde, el capitán se reunió con nosotros.

–A los remos –dijo.Pusimos los cordeles de los maderos en los escálamos y empeza-

mos a bogar, alejándonos de la orilla, mientras el marinero delbote dirigía el timón hacia una luz cercana que rielaba en el aguarizada por la brisa. El otro bote se mantenía cerca, silencioso, me-tiendo y sacando con mucho tiento los remos en el agua.

–Despacio –dijo Alatriste–... Despacio.Con los pies apoyados en el banco de delante, sentado junto a

Bartolo Cagafuego, yo doblaba el espinazo en las paladas, antes deechar el cuerpo hacia atrás tirando fuerte del remo. Al final decada movimiento quedaba mirando hacia arriba, a las estrellas quese dibujaban nítidas en la bóveda del cielo. Al inclinarme haciaadelante, a veces me volvía observando a mi espalda, entre las ca-bezas de los camaradas. La luz de popa del galeón estaba cada vezmás cerca.

–A la postre –murmuraba Cagafuego, rezongante sobre el re-mo– no me libré de bogallas.

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El otro bote empezó a alejarse del nuestro, con la pequeña si-lueta de Copons erguida en la proa. Pronto desapareció en la oscu-ridad y sólo se oyó el rumor apagado de sus remos. Después, nieso. Ahora la brisa era un poco más fresca y el agua se movía enuna marejadilla suave que balanceaba la embarcación, obligán-donos a estar más atentos al ritmo de la boga. A medio camino elcapitán ordenó relevarnos, para que todo el mundo estuviese encondiciones a la hora de subir a bordo. Pencho Bullas se hizo cargode mi puesto, y Mascarúa ocupó el de Cagafuego.

–Silencio y mucho cuidado –dijo Alatriste.Estábamos muy cerca del galeón. Yo podía observar con más de-

talle su oscura y maciza silueta, los palos recortados en el cielo noc-turno. El fanal encendido en el alcázar nos indicaba la popa contoda exactitud. Había otro farol en cubierta, iluminando obenques,cordajes y la base del palo mayor, y una luz se filtraba por dos de lasportas de los cañones abiertas en el costado. No se veía a nadie.

–¡Quietos los remos! –susurró Alatriste.Los hombres dejaron de bogar, y el bote quedó balanceándose

en la marejadilla. Estábamos a menos de veinte varas de la enormepopa. La luz del fanal se reflejaba en el agua, casi ante nuestras na-rices. Al costado del galeón, hacia la aleta, había amarrado un chin-chorro sobre el que pendía una escala.

–Preparen los arpeos.Los hombres sacaron de bajo los bancos cuatro ganchos de abor-

daje que llevaban atadas cuerdas con nudos. –A los remos otra vez... En silencio y muy despacio.Avanzamos de nuevo, mientras el marinero nos dirigía hacia el

chinchorro y la escala. Pasamos así bajo la altísima y negra popa,

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buscando los sitios que la luz del fanal dejaba en sombras. Todosmirábamos hacia arriba conteniendo el resuello, con la aprensiónde ver aparecer allí un rostro en cualquier momento, seguido deun grito de alerta y una granizada de balas o un cañonazo de me-tralla. Por fin los remos cayeron al fondo del bote, y éste se deslizóhasta dar con las tablas del costado, junto al chinchorro y exac-tamente bajo la escala. El ruido del golpe, pensé, habrá despertadoa toda la bahía. Pero lo cierto es que nadie gritó dentro, ni huboalarma alguna. Un estremecimiento de tensión recorrió el botemientras los hombres liberaban de trapos las armas y se disponíana subir. Me ajusté bien las presillas del coleto. Por un instante, elrostro del capitán Alatriste quedó muy cerca del mío. No podíaver sus ojos, pero supe que me estaba observando.

–Cada cual para sí, zagal –me dijo en voz baja.Asentí a sabiendas de que no podía ver mi gesto. Luego noté su

mano posarse en mi hombro, muy firme y breve. Alcé la vista a loalto y tragué saliva. La cubierta estaba a cinco o seis codos sobrenuestras cabezas.

–¡Arriba! –susurró el capitán.Al fin pude ver su rostro a la luz distante del fanal, el perfil de hal-

cón sobre el mostacho cuando empezó a trepar por la escala, mirandohacia lo alto, con la espada y la daga tintineándole al cinto. Fui trasél sin pensarlo mientras oía a los hombres, ya sin disimulo, arrojar losganchos de abordaje, que resonaron sobre las tablas de cubierta y alencajarse en la regala. Ahora todo era esfuerzo por trepar, y prisas,y una tensión casi dolorosa que laceraba mis músculos y mi estómagomientras agarraba las cuerdas de la escala y subía a tirones, peldañoa peldaño, resbalando en la tablazón húmeda del costado del barco.

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–Mierda de Dios –dijo alguien abajo.Entonces sonó un grito de alarma sobre nuestras cabezas, y al

mirar vi asomarse un rostro iluminado a medias por el fanal. Teníaexpresión espantada, y nos veía trepar como si no diera crédito a loque pasaba. Y tal vez murió sin llegar a creerlo del todo, porque elcapitán Alatriste, que ya alcanzaba su altura, le metió la daga porla gola hasta el puño, y el otro desapareció de nuestra vista. Ahorasonaban más voces arriba, y carreras por las entrañas del barco. Al-gunas cabezas aparecieron cautas por las portas de los cañones yvolvieron a meterse dentro, gritando en flamenco. Las botas delcapitán me golpearon la cara cuando llegó arriba, saltando a cu-bierta. En ese momento otro rostro asomó por la borda algo másarriba, sobre el alcázar; vimos una mecha encendida, un tiro de ar-cabuz resonó con el fogonazo, y algo zurreó rápido y fuerte entrenosotros, dando en un chasquido de carne y huesos rotos. Alguienque estaba subiendo desde el bote, a mi lado, cayó de espaldas almar con un chapuzón y sin decir esta boca es mía.

–¡Arriba!... ¡Arriba! –apremiaban los hombres tras de mí, em-pujándose unos a otros para subir.

Apretados los dientes, encogida la cabeza como si pudiera ocul-tarla entre los hombros, trepé lo que me quedaba tan aprisa comopude, fui al otro lado de la borda, pisé la cubierta, y nada más ha-cerlo resbalé sobre un enorme charco de sangre. Me incorporépringoso y aturdido, apoyándome sobre el cuerpo inmóvil del ma-rinero degollado, y detrás de mí apareció en la borda la cara bar-buda de Bartolo Cagafuego, los ojos desorbitados por la tensión,acentuada la mueca mellada y feroz por el machete enorme quetraía sujeto entre los dientes. Estábamos justo al pie del palo de

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mesana, junto a la escala que conducía al alcázar. Había ahora másde los nuestros llegando a cubierta por las cuerdas de los arpeos, yera un milagro que no estuviese allí todo el galeón despierto paradarnos una linda bienvenida, con el tiro de arcabuz y todo aquelescándalo de pasos y ruidos y carreras y chirriar de aceros al salirde las vainas.

Saqué la espada con la diestra y eché mano con la zurda a ladaga, mirando alrededor, confuso, en busca de un enemigo. Y en-tonces vi que un tropel de hombres armados salía a cubierta desdeel interior del barco, y que muchos eran grandes y rubios como losque conocíamos de Flandes, y que había otros a popa y en el com-bés, y que eran demasiados, y que el capitán Alatriste ya estabadando tajos como un diablo para abrirse paso hacia la escala del al-cázar. Acudí en socorro de mi amo, sin comprobar si Cagafuego ylos otros nos seguían o no. Lo hice musitando el nombre de Angé-lica como postrera oración; y con la última sensatez, mientras melanzaba al asalto aullando enloquecido, comprendí que si Sebas-tián Copons no llegaba a tiempo, la del Niklaasbergen iba a sernuestra última aventura.

También la mano y el brazo se cansan de matar. Diego Alatristehabría dado lo que le quedaba de vida –que tal vez era muy poco–por bajar las armas y tumbarse en un rincón durante un rato. A esasalturas del combate seguía luchando por fatalismo y por oficio; ytal vez la indiferencia respecto al resultado lo mantenía paradójica-mente vivo en medio de la confusa refriega. Peleaba tan sereno co-mo de costumbre, fiado en su golpe de vista y en la respuesta de susmúsculos, sin reflexionar. En hombres como él, y en tales lances,dejar a un lado la imaginación y encomendar la piel al instinto, erael modo más eficaz de tener a raya al destino.

Arrancó su espada del hombre que acababa de atravesar y loempujó de una patada, para ayudarse a liberar la hoja. A su alrede-dor todo eran gritos, maldiciones y gemidos; y de vez en cuandoun pistoletazo o un tiro de arcabuz flamenco iluminaban la penum-bra, dejando entrever los grupos de hombres que se acuchillaban

IX. VIEJOS AMIGOSY VIEJOS ENEMIGOS

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en tropel, y los charcos rojos que el oscilar de la cubierta encami-naba hacia los imbornales.

Sintiéndose dueño de una singular lucidez, paró un golpe de al-fanje, hurtó el cuerpo, y respondió con una estocada en el vacíoque apenas le importó no lograr. El otro se puso en cobro, y fue aempeñarse con alguien que lo acosaba por detrás. Alatriste aprove-chó el respiro para apoyar la espalda en un mamparo y descansar.La escala del alcázar estaba ante él, iluminada desde arriba por elfanal, franca en apariencia. Había tenido que abatir a tres hombrespara llegar allí, y nadie lo previno de que encontrarían tantos. Elalto castillo de popa era un buen baluarte para resistir hasta queCopons llegase con los suyos; pero cuando Alatriste miró en tor-no, comprobó que la mayor parte de la gente propia se hallaba tra-bada a vida o muerte, y que casi todos luchaban y morían en elmismo sitio donde pisaran la cubierta.

Resignado, olvidó el alcázar y volvió sobre sus pasos. Encontróuna espalda, tal vez la del mismo hombre que lo había esquivadoantes; así que le hundió la daga en los riñones, movió la muñecapara que la hoja describiera dentro un círculo con el máximo des-trozo posible, y la sacó mientras el otro caía al suelo aullando comoun condenado. Un tiro a bocajarro lo deslumbró muy de cerca; ysabiendo que ninguno de los suyos llevaba pistola, cerró contra elsitio de donde venía el resplandor, dando tajos a ciegas. Topó conalguien, fue a trabarse de brazos, y cayó a la cubierta ensangrentadamientras golpeaba al otro con cabezazos en la cara, una y otra vez,hasta que pudo manejar la daga e introducirla entre ambos. Chillóel flamenco al sentirse herido, y escapó a gatas; revolvióse Alatriste,y un cuerpo le vino encima murmurando en español: Madre Santí-

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sima, Jesús, Madre Santísima. No supo quién era ni tuvo tiempode averiguarlo. Se desembarazó del caído, poniéndose en pie con laespada en una mano y la daga en la zurda, sintiendo que la oscuri-dad se volvía roja a su alrededor. Los hombres gritaban de forma es-pantosa y era imposible dar tres pasos por la cubierta sin resbalar enla sangre.

Cling, clang. Todo parecía transcurrir tan despacio que le sor-prendió que entre cada estocada suya no le colaran diez o doce losotros. Sintió un golpe en la cara, muy fuerte, y la boca se le llenócon el gusto metálico y familiar de la sangre. Alzó la espada con laguarda hasta la frente para descargar un tajo de revés contra unrostro cercano: una mancha muy pálida, borrosa, que se desvane-ció con un alarido. El flujo y reflujo de la lucha llevaban de nuevoa Alatriste hasta la escala del alcázar, donde había más luz. Enton-ces comprobó que entre la axila y el codo del brazo izquierdo sos-tenía la espada arrebatada a alguien, hacía siglos. La dejó caer, re-volviéndose a punta de daga porque creía tener enemigos detrás, yen ese instante, cuando iba a dar un contragolpe con la toledana,reconoció el rostro barbudo y feroz de Bartolo Cagafuego, que da-ba tajos a todas partes sin conocer a nadie, echando espumarajospor la boca. Giró Alatriste en otra dirección, buscando adversa-rios, justo a tiempo para hacer frente a una pica de abordaje cuyamoharra le buscaba la cara. Esquivó, paró, tajó y luego clavó, ha-ciéndose daño en los dedos cuando, al ir a fondo, la punta de la to-ledana se detuvo en seco con un chasquido, topando en hueso.Retiró el codo para liberar el arma, y al dar un paso atrás tropezócon unos rollos de cordaje y fue a dar de espaldas contra la escale-ra. Cloc. Ay. Creyó que se había roto el espinazo allí mismo. Al-

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guien le asestaba ahora golpes con la culata de un arcabuz, así quehurtó la cabeza, agachándose. Dio con otro, e incapaz de saber si eraamigo o enemigo, dudó, acuchilló y dejó de acuchillar, por si acaso.La espalda le dolía mucho; quiso gemir, para aliviarse –gemir lar-go, entre dientes, era buena forma de engañar el dolor, desahogán-dolo–, pero de su garganta no brotó sonido alguno. La cabeza lezumbaba, seguía notando sangre dentro de la boca, y los dedos es-taban entumecidos de apretar espada y daga. Por un momento loinvadió el deseo de saltar por la borda. Ya estoy, pensó desolado,demasiado viejo para soportar esto.

Descansó lo preciso para recobrar aliento, y volvió resignado ala pelea. Aquí mueres, se dijo. Y en ese instante, cuando se hallabaal pie de la escala y en el círculo de luz del fanal, alguien gritó sunombre. Lo hizo con una exclamación que era al mismo tiempode rencor y de sorpresa. Desconcertado, Alatriste se volvió haciaaquella voz, la espada por delante. Y entonces hizo un esfuerzo pa-ra tragar saliva y sangre, incrédulo. Que me crucifiquen en el Gól-gota, pensó, si no tengo delante a Gualterio Malatesta.

Pencho Bullas murió a mi lado. El murciano estaba batiéndosea cuchilladas con un flamenco, y de pronto el otro le pegó un pis-toletazo en la cabeza, tan de cerca que se la arrancó de quijada arri-ba, plaf, rociándome con los fragmentos. De cualquier modo, an-tes siquiera de que el flamenco bajara la pistola, yo le había pasadoel filo de mi espada por el cuello, muy rápido y seco y apretandofuerte, y el adversario se fue encima de Bullas gorgoteando en su

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lengua. Hice molinetes alrededor para mantener lejos a quien pre-tendiera acercarse. La escala del alcázar distaba demasiado para al-canzarla, así que procuré lo que todos: mantenerme vivo el tiemponecesario para que Sebastián Copons nos sacara de allí. Ya no mequedaba resuello para pronunciar el nombre de Angélica ni el deCristo bendito: reservaba todo el aliento para mi pellejo. Duranteun buen rato esquivé estocadas y golpes, devolviendo cuantos pu-de. A veces, entre la confusión del asalto, creía ver de lejos al capi-tán Alatriste; pero mis intentos por acercarme resultaron inútiles.Había demasiada gente matándose entre él y yo.

Los nuestros aguantaban el tipo con mucho oficio, peleandocon la resolución profesional de quien lo pone todo a la sota de es-padas; pero los del galeón eran más de los que esperábamos, y po-co a poco nos empujaban hacia la borda por la que habíamos subido.Al menos, me dije, yo sé nadar. El suelo estaba lleno de cuerpos in-móviles o que se arrastraban entre quejidos, haciéndonos tropezara cada paso. Y empecé a tener miedo. Un miedo que no era exacta-mente a la muerte –morir es un trámite, había dicho Nicasio Gan-zúa en la cárcel de Sevilla–, sino a la vergüenza. A la mutilación, ala derrota y al fracaso.

Alguien atacó. No parecía grande y rubio como la mayor partede los flamencos, sino cetrino y barbudo. Tiróme varios tajos conlos filos, a modo de mandobles, con muy escasa fortuna; pero yono perdí la cabeza, sino que reparé bien, asenté los pies con buenadestreza, y al tercer o cuarto viaje en que el otro apartó el brazo, leentré por los pechos con la rapidez de un gamo, hasta la guarni-ción misma. Casi choqué con su cara al hacerlo –sentí su alientoen la mía–, fuime con él al suelo sin soltar el puño, y oí quebrarse

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en su espalda, contra las tablas de cubierta, la hoja de mi toledana.Allí, tal como estaba, le di cinco o seis buenas puñaladas en la ba-rriga. A las primeras me sorprendió oírlo gritar en español, y porun momento pensé que me había equivocado, y que acababa dedespachar a un camarada. Pero la luz del combés alumbró a me-dias un rostro desconocido. Había españoles a bordo, comprendí.Y por el aspecto y el coleto de aquel pájaro, gente de armas.

Me incorporé, confuso. Eso alteraba la situación, pardiez, y nopara mejorarla. Quise pensar en lo que significaba; pero el hervorde la refriega era demasiado intenso como para darle vueltas al ca-letre. Busqué un arma mejor que mi daga, y di con un alfanje deabordaje: hoja ancha, corta, y enorme cazoleta en la empuñadura.Su peso en la mano diome cumplido consuelo. A diferencia de laespada, de filos más sutiles y punta necesaria para herir, aquél per-mitía abrirse camino a tajos. Así lo hice, chaf, chaf, impresionadoyo mismo del chasquido que producía al golpear. Acabé junto aun pequeño grupo formado por el mulato Campuzano, que pelea-ba con la frente abierta por una brecha sangrante, y el Caballerode Illescas, quien ya se batía con poca resolución, agotado, bus-cando a ojos vistas un hueco para tirarse al mar.

Una espada enemiga relució ante mí. Alcé el alfanje para des-viar el golpe, y aún no había acabado el movimiento cuando, consúbita sensación de pánico, comprendí el error. Pero ya era tarde:en ese instante, por abajo y hacia el costado, algo punzante y me-tálico perforó el coleto, adentrándose en la carne; y me estremecíhasta la médula cuando sentí el acero deslizarse, rechinando, entrelos huesos de mis costillas.

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Todo encajaba, pensó fugazmente Diego Alatriste mientras seponía en guardia. El oro, Luis de Alquézar, la presencia de Gualte-rio Malatesta en Sevilla y luego allí, a bordo del galeón flamenco.El italiano escoltaba el cargamento, y por eso habían encontradouna resistencia tan inesperada a bordo del Niklaasbergen: la mayorparte de los que les hacían frente no eran marineros sino mercena-rios españoles, como ellos. En realidad, aquella era una escabechi-na entre perros de la misma jauría.

No tuvo tiempo de meditar nada más, porque tras la sorpresainicial –a Malatesta se le veía tan desconcertado como lo estaba élmismo– el italiano ya le venía encima, negro y amenazador, con laespada por delante. De pronto al capitán se le esfumó la fatiga co-mo por ensalmo. Nada tonifica tanto los humores de la sangre comoel viejo odio; y el suyo ardió como era debido, bien reavivado ycandente. De modo que el deseo de matar resultó más poderosoque el instinto de supervivencia. Alatriste fue incluso más rápido quesu adversario, porque cuando llegó la primera estocada, él ya sehabía afirmado, desviándola con un golpe seco, y la punta de suespada llegó a una pulgada del rostro del otro, que se fue dandotraspiés para evitarla. Esa vez, advirtió el capitán yéndole encima,al muy hideputa se le habían quitado las ganas de silbar tirurí-ta-ta o alguna otra maldita cosa.

Antes de que se rehiciera el italiano, Alatriste metió pies aco-sándolo muy de cerca, con los medios de la espada y el tiento de lavizcaína, de manera que a Malatesta no le quedó otra que retro-ceder, buscando espacio para dar su herida. Chocaron de nuevo,

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bien recio, bajo la misma escala del alcázar, y siguieron luego decerca con las dagas y golpeándose con las guarniciones de las tole-danas hasta la obencadura de la otra borda. Entonces el italianodio contra el cascabel de uno de los cañones de bronce que allí es-taban, desequilibrándose, y Alatriste gozó viéndole el miedo en losojos cuando él se volvió de medio lado, le tiró de zurda y luego dediestra, a punta y a revés, con la mala suerte de que en ese últimotajo se le volvió al capitán la espada de plano. Aquello bastó al otropara lanzar una exclamación de alegría feroz; y con la eficacia deuna serpiente dio tan recia cuchillada, que si Alatriste no llega asaltar atrás, del todo descompuesto, allí mismo habría entregadoel ánima.

–Qué pequeño es el mundo –murmuró Malatesta, entrecorta-do el aliento.

Aún parecía sorprendido de ver allí al viejo enemigo. Por suparte el capitán no dijo nada, limitándose a afirmar de nuevo lospies, muy en guardia. Se quedaron así estudiándose, espadas y da-gas en las manos, encorvados y dispuestos a arremeter. En tornocontinuaba la refriega, y la gente de Alatriste seguía llevando la peorparte. Malatesta echó un vistazo.

–Esta vez pierdes, capitán... Era demasiado ambicioso el mor-disco.

Sonreía el italiano con mucho aplomo, negro como la Parca, laluz sucia del fanal ahondándole las cicatrices y las marcas de virue-la en la cara.

–Espero –añadió– que no hayas traído al rapaz a este escabeche.Ése era uno de los puntos débiles de Malatesta, consideró Ala-

triste mientras le tiraba una estocada alta: hablaba demasiado, y eso

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abría huecos en su defensa. La punta de la espada tocó al italianoen el brazo izquierdo, haciéndole soltar la daga con un juramento.Le fue encima entonces el capitán por ese hueco, fiando en la su-ya, largando tan atroz puñalada baja que la destrozó al errar y gol-pearse con el cañón. Por un instante Malatesta y él se miraron muyde cerca, casi abrazados. Después retiraron las espadas con preste-za, para ganar espacio y acuchillar el uno antes que el otro; la dife-rencia fue que, apoyándose con la mano libre –y dolorida– sobreel cañón, el capitán dio al italiano una patada bien bellaca que loempujó contra la borda y los obenques. En ese momento hubo unfuerte griterío en el combés, a sus espaldas, y el fragor de nuevosaceros se extendió por la cubierta del barco. Alatriste no se volvió,pendiente como estaba de su enemigo; pero en la expresión deéste, de pronto fúnebre y desesperada, pudo leer que SebastiánCopons acababa de abordar el Niklaasbergen por la proa. Y paraconfirmarlo, el italiano abrió la boca soltando una espantosa blas-femia en su lengua materna. Algo sobre el cazzo di Cristo y la sporcaMadonna.

Me arrastré mientras oprimía la herida con las manos, hastaapoyar la espalda en unos cabos adujados en el suelo, junto a laborda. Allí desabroché mis ropas buscándome el tajo, que estabaen el costado derecho; pero no pude verlo en la oscuridad. Apenasdolía, salvo en las costillas que el acero había tocado. Sentí cómo lasangre se derramaba dulcemente entre mis dedos, corriéndomecintura abajo, por los muslos, hasta mezclarse con la que ya empa-

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paba las tablas de la cubierta. Debo hacer algo, pensé, o me desan-gro aquí como un verraco. La idea me hizo desfallecer, y aspiréaire en boqueadas luchando por seguir consciente; un desvaneci-miento era el modo más cierto de vaciarme por la herida. Alrede-dor seguía la pelea, y todos estaban harto ocupados para que yopidiese ayuda; con el agravante de que podía acudir un enemigoque me rebanase lindamente el pescuezo. Así que resolví cerrar laboca y apañármelas solo. Dejándome caer despacio sobre el cos-tado sano, metí un dedo en la herida para comprobar lo hondaque era. No pasaba de dos pulgadas, calculé: el coleto de ante ha-bía amortizado de sobra los veinte escudos del precio. Podía res-pirar bien y el pulmón parecía indemne; pero la sangre seguía flu-yendo y me debilitaba cada vez más. Tengo que atajar esto, medije, o encargar misas. En otro sitio habría bastado un puñado detierra para formar el coágulo, pero allí no había nada de eso. Nisiquiera un pañuelo limpio. De algún modo había arrastrado midaga conmigo, porque la tenía entre las piernas. Corté un trozodel faldón de la camisa, y me lo apreté en la herida. Aquello esco-ció de veras. Dolió muchísimo, y tuve que morderme los labiospara no gritar.

Empezaba a perder el sentido. Hice lo que pude, me dije, in-tentando consolarme antes de caer en el pozo negro que se abría amis pies. No pensaba en Angélica ni pensaba en nada. Cada vezmás débil, apoyé la cabeza en la borda, y entonces me pareció queésta se movía. Sin duda es mi cabeza que da vueltas, concluí. Peroentonces reparé en que el ruido del combate había amainado allí,y que ahora había muchas voces y escándalo algo más lejos en cu-bierta, hacia el combés y la proa. Algunos hombres me pasaron por

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encima, casi pateándome en sus prisas, y se arrojaron al agua. Oíasus chapoteos y sus gritos de pánico. Miré hacia arriba, aturdido, yme pareció que alguien había trepado a la gavia de la vela mayory cortaba los matafiones, porque ésta se desplegó de pronto, ca-yendo medio hinchada por la brisa. Entonces torcí la boca en unamueca estúpida y feliz. Una mueca que debía de ser una sonrisa,pues comprendí que habíamos vencido, que el grupo de proahabía logrado cortar el cabo del ancla, y que el galeón derivaba enla noche, hacia los bancos de arena de San Jacinto.

Espero que tenga lo que hay que tener y no se rinda, pensóDiego Alatriste, afirmándose de nuevo con la espada. Confío enque este perro siciliano tenga la decencia de no pedir cuartel, por-que voy a matarlo de cualquier manera, y no quiero hacerlo cuan-do esté desarmado. Con ese pensamiento, espoleando por la urgen-cia de zanjar aquello y no cometer errores de última hora mientraslo intentaba, reunió cuantas fuerzas le quedaban para asestarle aGualterio Malatesta una furiosa serie de estocadas, tan rápidas ybrutales que ni el mejor esgrimista del mundo las habría encajadosin sacar pies. El otro retrocedió cubriéndose a duras penas; perotuvo la frialdad suficiente, cuando el capitán apuró el último gol-pe, de meter una cuchillada oblicua, alta, que no le tajó la cara porel grueso de un cabello. La pausa bastó a Malatesta para echar unrápido vistazo alrededor, comprobar el estado de las cosas en cu-bierta y advertir que el galeón derivaba hacia la costa.

–Rectifico, Alatriste. Esta vez ganas tú.

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No había terminado de hablar cuando el capitán le dio un pi-quete con la punta, en un ojo; y el italiano apretó los dientes y soltóun quejido, llevándose el dorso de la mano libre a la cara, por don-de le corría un reguero de sangre. Todavía así, con mucho cuajo,compuso una estocada furiosa, a ciegas, que casi traspasó el coletode Alatriste, haciéndolo retroceder tres pasos.

–Al infierno –masculló Malatesta–. Tú y el oro.Entonces le tiró la espada, intentando acertarle en el rostro, se

encaramó a los obenques y saltó como una sombra en la oscuri-dad. Corrió Alatriste a la borda, tajando el aire, pero sólo pudo oírel chapuzón en las aguas negras. Y se quedó allí inmóvil, exhausto,mirando estúpidamente el mar en tinieblas.

–Siento el retraso, Diego –dijo una voz a su espalda.Sebastián Copons estaba a su lado, resoplando de fatiga, con su

cachirulo en torno a la frente y la espada en la mano, cubierto desangre como por una máscara. Alatriste asintió con la cabeza, elaire todavía ausente.

–¿Muchas bajas?...–La mitad.–¿Íñigo?–Regular. Un tajo pequeño en el pecho... Pero no le sale aire.Alatriste asintió de nuevo, y siguió mirando la siniestra mancha

negra del mar. A su espalda resonaban los gritos de triunfo de sushombres, y los alaridos de los últimos defensores del Niklaasbergenal ser degollados mientras se rendían.

Me sentí mejor cuando dejó de fluir la sangre, y mis piernas re-cobraron las fuerzas. Sebastián Copons había hecho un vendaje defortuna sobre la herida, y con ayuda de Bartolo Cagafuego fui areunirme con los otros al pie de la escalera del alcázar. Los nuestrosdesalojaban la cubierta arrojando cadáveres por la borda, tras des-pojarlos de cuanto objeto de valor les encontraban encima. Caíancon siniestras zambullidas, y nunca llegué a saber cuántos del bar-co, flamencos y españoles, murieron aquella noche. Doce o quin-ce; tal vez más. El resto se había arrojado al mar durante el comba-te y ahora nadaba o se ahogaba atrás, en la estela que el galeón,favorecido por la brisa del nordeste, iba dejando en el agua oscura,en su deriva de través hacia los bancos de arena.

En la cubierta, aún resbaladiza de sangre, yacían a la luz delfarol los cuerpos de nuestros muertos. Los del grupo de popa ha-bíamos llevado la peor parte. Estaban allí inmóviles, el pelo revuel-to, los ojos abiertos o cerrados, en las actitudes que tenían al sor-prenderlos la Parca: Sangonera, Mascarúa, el Caballero de Illescasy el murciano Pencho Bullas. Guzmán Ramírez se había perdidoen el mar, y Andresito el de los Cincuenta agonizaba gimiendo envoz baja, encogido junto a la cureña de un cañón, cubierto por eljubón que alguien le había echado encima para taparle las tripasque se derramaban hasta las rodillas. Salían heridos de menos con-sideración Enríquez el Zurdo, el mulato Campuzano y Saramagoel Portugués. Había otro cadáver tendido en la cubierta, y lo estu-ve mirando un rato sorprendido, pues semejante posibilidad no mehabía pasado por la imaginación: el contador Olmedilla conserva-ba los párpados medio abiertos, como si hasta el último instantehubiese velado por que todo fuera en cumplimiento de lo debido

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a quienes pagaban su estipendio de funcionario. Estaba algo máspálido que de costumbre, impreso el rictus malhumorado bajo subigotito de ratón cual si lamentara no disponer de tiempo para re-señarlo todo con tinta, papel y buena letra, en el acostumbradodocumento oficial. La máscara de la muerte hacía más insignifi-cante su aspecto, estaba muy quieto y parecía muy solo. Y me con-taron que había subido al abordaje con el grupo de proa, trepandocon enternecedora torpeza por los cordajes, dando ciegos mando-bles con la espada que apenas sabía manejar, y que había caído en-seguida, sin gritar ni quejarse, por un oro que no era suyo. Por unrey al que apenas vio alguna vez de lejos, que ignoraba su nombre,y que de haberse cruzado con él en cualquier despacho, ni siquierale habría dirigido la palabra.

Cuando me vio, Alatriste vino, palpó con suavidad la herida, yluego me puso una mano en el hombro. A la luz del farol pude verque sus ojos mantenían la expresión absorta de la lucha, más alláde cuanto nos rodeaba.

–Celebro verte, zagal –dijo.Pero yo supe que no era cierto. Que tal vez lo celebrara más

tarde, cuando los pulsos recobrasen el ritmo habitual y todo enca-jara de nuevo en su sitio; pero en ese momento las palabras no eranmás que palabras. Sus pensamientos estaban todavía pendientesde Gualterio Malatesta, y también de la deriva del galeón hacia losbancos de San Jacinto. Apenas miró los cadáveres de los nuestros,e incluso a Olmedilla dedicó sólo una breve ojeada. Nada parecíasorprenderle, ni alterar el hecho de que él seguía vivo y quedabancosas por hacer. Mandó al Galán Eslava a la banda de sotaventopara que avisara si dábamos en la barra de arena o en el bajo del

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Cabo, ordenó a Juan Jaqueta que mantuviese la vigilancia por siquedaba algún enemigo escondido, y recordó que nadie bajaría alas cubiertas inferiores con ningún pretexto. Pena de vida, repitósombrío; y Jaqueta, tras observarlo fijamente, asintió con la cabe-za. Luego, acompañado por Sebastián Copons, Alatriste descen-dió a las entrañas del barco. Por nada del mundo me habría perdi-do aquello, de modo que aproveché los privilegios de mi situaciónpara irles a la zaga, pese al dolor de mi herida, procurando no ha-cer movimientos bruscos que la hicieran sangrar más.

Copons llevaba un farol y una pistola que había cogido de cu-bierta; y Alatriste, la espada desnuda. Recorrimos así las cámaras ylas bodegas sin encontrar a nadie –vimos una mesa puesta, con lacomida intacta en una docena de platos–, y al fin llegamos a unaescala que se hundía en la oscuridad. Al final había una puerta ce-rrada con una gruesa barra de hierro y dos candados. Copons meentregó el farol, fue en busca de un hacha de abordaje, y al cabo deunos cuantos golpes quedó derribada la puerta. Alumbré dentro.

–Cagüenlostia –murmuró el aragonés.Allí estaban el oro y la plata por los que nos habíamos matado

en cubierta. Estibado a modo de lastre en la bodega, el tesoro ve-nía apilado en barriles y cajas bien amarradas unas a otras. Los lin-gotes y barras de oro relucían como un increíble sueño dorado,empedrando la cala. En las minas lejanas del Perú y Méjico, lejosde la luz del sol, bajo el látigo de los capataces, miles de esclavosindios habían dejado la salud y la vida para que ese metal preciosollegara hasta allí y fuese a pagar las deudas del imperio, los ejérci-tos y las guerras que España libraba contra media Europa, o au-mentara la fortuna de banqueros, funcionarios, nobles sin escrú-

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pulos, y en este caso la bolsa del mismo rey. Las barras de oro refle-jaban su brillo en las pupilas del capitán Alatriste, en los ojos muyabiertos de Copons. Y yo asistía al espectáculo, fascinado.

–Somos idiotas, Diego –dijo el aragonés.Lo éramos, sin duda. Y vi que el capitán asentía lentamente a

las palabras de su camarada. Lo éramos por no izar todas las velas,si hubiéramos sabido cómo hacerlo, y seguir navegando, no hacialos bancos de arena, sino hacia el mar abierto, hacia las aguas quebañaban tierras habitadas por hombres libres sin amo, sin diosy sin rey.

–Virgen santa –dijo una voz a nuestra espalda.Nos volvimos. El Bravo de los Galeones y el marinero Suárez

estaban en la escalera, mirando el tesoro con las caras desencajadas.Traían sus armas en las manos, y talegos a la espalda donde habíanido metiendo cuanto de valor encontraban a su paso.

–¿Qué hacen aquí? –preguntó Alatriste.Cualquiera que lo hubiese conocido habría tenido mucho tiento

con el tono de su voz. Pero aquellos dos no lo conocían demasiado. –Dar un paseo –repuso el Bravo de los Galeones con mucha

desvergüenza.El capitán se pasó dos dedos por el mostacho. Sus ojos estaban

inmóviles como cuentas de vidrio.–Ordené que no bajara nadie.–Ya –el Bravo chasqueó la lengua. Sonreía codicioso, con una

mueca feroz en el rostro lleno de marcas y puntos–. Y ahora vemospor qué.

Seguía contemplando con ojos de insania el tesoro que cente-lleaba en la bodega. Luego cambió una mirada con Suárez, que ha-

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bía dejado su talego en los escalones y se rascaba la cabeza incrédu-lo, aturdido por el descubrimiento.

–Me parece, compañero –le dijo el Bravo de los Galeones–, quehabrá que hablar de esto con los otros... Sería linda chanza que...

Las palabras se ahogaron en su garganta cuando Alatriste, sinmás preámbulos, le pasó el pecho con la espada, y con tanta rapi-dez que cuando el jaque se miró el golpe, estupefacto, el acero yaestaba otra vez fuera de la herida. Cayó con la boca abierta y unsuspiro desesperado, primero sobre el capitán, que se apartó, yluego rodando por los escalones, hasta el pie mismo de un barrillleno de plata. Al ver aquello, Suárez soltó un horrorizado votoa Cristo y levantó el alfanje que llevaba en la mano; pero pareciópensarlo mejor, pues en el acto giró sobre sus talones y empezó asubir por la escalera a toda prisa, ahogando un chillido de angus-tia. Y siguió chillando hasta que Sebastián Copons, que había de-senvainado la daga, corrióle al alcance, atrapándolo por un pie, ytras hacerlo caer, le fue encima, lo asió por el pelo, y echándolehacia atrás con violencia la cabeza, lo degolló en un jesús.

Yo asistí a la escena paralizado por el estupor. Inmóvil y sinatreverme a mover un dedo, vi que Alatriste limpiaba la espada enel cuerpo del Bravo de los Galeones, cuya sangre se derramabahasta manchar los lingotes de oro apilados en el suelo. Luego hizoalgo extraño: escupió, cual si tuviera algo sucio en la boca. Escupióal aire como para sí mismo, o como quien suelta una blasfemia si-lenciosa; y al encontrarse mis ojos con los suyos me estremecí,porque miraba igual que si no me conociera, y por un instante lle-gué a temer que también me clavara a mí la espada.

–Vigila la escalera –le dijo a Copons.

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Asintió el aragonés, que también limpiaba su daga arrodilladojunto al cuerpo inerte de Suárez. Después Alatriste pasó a su la-do sin mirar apenas el cadáver del marinero, y subió a cubierta. Loseguí, aliviado por dejar atrás el paisaje atroz de la bodega, y unavez arriba vi que Alatriste se detenía respirando hondo, como enbusca del aire que le hubiera faltado abajo. Entonces el Galán Es-lava gritó desde la borda, y casi al mismo tiempo sentimos rechi-nar la arena bajo la quilla del galeón. Cesó el movimiento, la cu-bierta quedó inclinada de través, y los hombres señalaron las lucesque se movían en tierra, viniendo a nuestro encuentro. El Niklaas-bergen había embarrancado en los bajos de San Jacinto.

Fuimos a la borda. Había barcas remando en la oscuridad, y unafila de luces se adelantaba despacio, al extremo de la lengua de are-na que, al iluminarla con faroles, clareaba el agua bajo el galeón.Alatriste echó una ojeada a la cubierta.

–Nos vamos –le dijo a Juan Jaqueta.El otro dudó un momento.–¿Dónde están Suárez y el Bravo? –preguntó, inquieto–. Lo

siento, capitán, pero no pude evitar... –se interrumpió de pronto,observando con mucha atención a mi amo bajo la luz del com-bés–. Disculpad... Habría tenido que matarlos, para impedir quebajaran.

Se calló un instante.–Matarlos –repitió en voz baja, confuso.Sonó más a interrogación que a otra cosa. Pero no hubo res-

puesta. Alatriste seguía mirando alrededor.–Abandonamos el barco –dijo, dirigiéndose a los hombres de la

cubierta–. Socorran a los heridos.

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Jaqueta continuaba observándolo. Aún parecía aguardar unarespuesta.

–¿Qué ha pasado? –preguntó sombrío.–Ellos no vienen.Habíase vuelto al fin a encararlo, con mucha frialdad y mucha

calma. Abrió la boca el otro, pero al cabo no dijo nada. Se quedóasí un momento y luego terminó por volverse a los hombres, apre-miándolos a obedecer. Las barcas y las luces se acercaban más, ylos nuestros empezaron a descender por la escala hasta la lengua dearena que la bajamar descubría bajo el galeón. Sosteniendo concuidado a Enríquez el Zurdo, que sangraba mucho por la narizrota y tenía un par de feos tajos en los brazos, bajaron Bartolo Ca-gafuego y el mulato Campuzano, que llevaba la frente vendadacomo si luciera un turbante. Por su parte, Ginesillo el Lindo ayu-daba a Saramago, que se dolía cojeando de una cuchillada de pal-mo y medio en un muslo.

–Casi me llevan los aparejos –se lamentaba el Portugués.Los últimos fueron Jaqueta, que antes cerró los ojos de su com-

padre Sangonera, y el Galán Eslava. En cuanto a Andresito el delos Cincuenta, nadie tuvo que ocuparse de él porque hacía ratoque estaba muerto. Copons apareció por la escala de la bodega, ysin reparar en nadie se dirigió a la borda. En ese momento asomópor ella un hombre, en el que reconocí al del bigote bermejo quepor la tarde había estado conferenciando con el contador Olmedi-lla. Venía con las mismas ropas de cazador, armado hasta las en-cías, y tras él subieron varios más. Pese al disfraz, todos teníanaspecto de soldados. Repasaron con curiosidad profesional loscuerpos muertos de los nuestros, la cubierta manchada de sangre,

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y el del bigote bermejo se quedó observando un rato el cadáver deOlmedilla. Luego vino hasta el capitán.

–¿Cómo pasó? –quiso saber, señalando el cuerpo del contador.–Pasó –dijo Alatriste, lacónico.El otro se lo quedó mirando con mucha atención.–Buen trabajo –dijo por fin, ecuánime.Alatriste no respondió. Por la borda seguían subiendo hombres

muy bien armados. Algunos traían arcabuces con las mechas en-cendidas.

–Me hago cargo del barco –dijo el del bigote bermejo– en nom-bre del rey.

Vi que mi amo asentía, y lo seguí al dirigirse a la borda por don-de Sebastián Copons se descolgaba ya. Entonces Alatriste se volvióhacia mí, el aire todavía ausente, y me pasó un brazo por detrás,para ayudarme. Fui a apoyarme en él, sintiendo en sus ropas el olordel cuero y el hierro mezclado con la sangre de los hombres quehabía matado aquella noche. Bajó así por la escala sosteniéndomecon cuidado, hasta que pusimos pie en la arena. El agua nos llegabapor los tobillos. Después nos mojamos algo más al caminar hacia laplaya, hundiéndonos hasta la cintura, de modo que llegó a escocer-me mucho la herida. Y a poco, sosteniéndome siempre el capitán,salimos a tierra firme donde los nuestros se congregaban en la oscu-ridad. Había alrededor más sombras de hombres armados, y tam-bién las formas confusas de muchas mulas y carros listos para car-gar lo que había en las bodegas del barco.

–A fe mía –dijo alguien– que nos hemos ganado el jornal.Aquellas palabras, dichas en tono festivo, rompieron el silencio

y la tensión que aún quedaba del combate. Como siempre después

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de la acción –eso lo había visto repetirse una y otra vez en Flandes–,poco a poco los hombres empezaron a hablar, primero de modoaislado, con frases breves, quejidos y suspiros. Luego de modo másabierto. Llegaron al fin los pardieces, las risas y las fanfarronadas,el vive Dios y pese a Cristo que yo hice tal, o fulano hizo cual. Al-gunos reconstruían los lances del abordaje o se interesaban por elmodo en que habían muerto este o aquel compañero. No oí la-mentar la pérdida del contador Olmedilla: aquel tipo seco y vesti-do de negro nunca les fue simpático, y además saltaba a la vistaque no era hombre de tales menesteres. Nadie le había dado velaen su propio entierro.

–¿Qué fue del Bravo de los Galeones? –preguntó uno–. No lovi reventar.

–Estaba vivo a lo último –dijo otro.–El marinero –añadió un tercero– tampoco bajó del barco.Nadie supo dar razón, o los que podían darla se callaron. Hubo

algunos comentarios a media voz; pero a fin de cuentas el marine-ro Suárez no tenía amigos en aquella balumba, y el Bravo era de-testado por la mayoría. En realidad nadie lamentaba su ausencia.

–A más tocamos, supongo –apuntó uno.Alguien se rió, grosero, dando por zanjado el asunto. Y me pre-

gunté –sin muchas dudas en la respuesta– si en caso de estar yomismo tirado en la cubierta, frío y tieso como la mojama, habríamerecido el mismo epitafio. Veía cerca la sombra callada de JuanJaqueta; y aunque era imposible distinguir su cara, supe que mira-ba al capitán Alatriste.

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Seguimos camino hasta una venta cercana, que ya estaba dis-puesta para que pasáramos la noche. Al ventero –gente bellacadonde las haya– le bastó vernos las caras, los vendajes y los hierrospara volverse tan diligente y obsequioso como si fuésemos grandesde España. De modo que allí hubo vino de Jerez y Sanlúcar paratodos, fuego para secar las ropas y comida abundante de la que noperdonamos letra, pues con la sarracina teníamos bien mochos losestómagos. Se entregaron jarras y cabrito asado al brazo secular, yterminamos haciendo la razón por los camaradas muertos y porlas relucientes monedas de oro que cada cual vio apilar ante sí so-bre la mesa, traídas antes del amanecer por el hombre del bigotebermejo, al que acompañaba un cirujano que atendió a nuestrosheridos, limpió el roto de mi costado, cosióme dos puntos en laherida, y puso en ella ungüento y un vendaje nuevo y limpio. Pocoa poco los hombres se fueron quedando dormidos entre los vapo-res del vino. De vez en cuando el Zurdo o el Portugués se quejabande sus heridas, o resonaban los ronquidos de Copons, que dormíatirado sobre una estera con la misma flema que yo le había visto enel fango de las trincheras de Flandes.

A mí, el malestar de la herida me impidió conciliar el sueño.Era la primera que sufría, y mentiría si negase que su dolor me ha-cía experimentar un nuevo e indecible orgullo. Ahora, con el pasodel tiempo, tengo otras marcas en el cuerpo y en la memoria:aquélla es sólo un trazo casi imperceptible sobre mi piel, minúscu-la en comparación con la de Rocroi, o con la que me hizo la dagade Angélica de Alquézar; pero a veces paso los dedos por encima yrecuerdo como si fuera ayer la noche en la barra de Sanlúcar, el

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combate en la cubierta del Niklaasbergen y la sangre del Bravo delos Galeones manchando de rojo el oro del rey.

Tampoco olvido al capitán Alatriste como lo vi esa madrugadaen que el dolor no me dejaba dormir, sentado aparte en un tabure-te, la espalda contra la pared, viendo el alba penetrar grisácea porla ventana, bebiendo vino lenta y metódicamente, como tantas ve-ces lo vi hacerlo, hasta que sus ojos parecieron de vidrio opaco y superfil aquilino se inclinó despacio sobre el pecho, y el sueño, unletargo semejante a la muerte, se adueñó de su cuerpo y su con-ciencia. Y yo había vivido junto a él tiempo suficiente para cono-cer que, incluso en sueños, Diego Alatriste seguía moviéndose através de aquel páramo personal que era su vida, callado, solitarioy egoísta, cerrado a todo lo que no fuese la indiferencia lúcida dequien conoce el escaso trecho que media entre estar vivo y estarmuerto. De quien mata por oficio para conservar el resuello, paracomer caliente. Para cumplir, resignado, las reglas del extraño jue-go: el viejo ritual a que hombres como él se veían abocados desdeque existía el mundo. Lo demás, el odio, las pasiones, las banderas,nada tenía que ver con aquello. Habría sido más llevadero, sin du-da, que en lugar de la amarga lucidez que impregnaba cada uno desus actos y pensamientos, el capitán Alatriste hubiera gozado de losdones magníficos de la estupidez, el fanatismo o la maldad. Por-que sólo los estúpidos, los fanáticos o los canallas viven libres defantasmas, o de remordimientos.

Imponente en su uniforme amarillo y rojo, el sargento de laguardia española me observó irritado, reconociéndome cuandofranqueé la puerta de los Reales Alcázares con don Francisco deQuevedo y el capitán Alatriste. Era el individuo fuerte y mostachu-do con el que yo había tenido días atrás unas palabras frente a lasmurallas; y sin duda le sorprendía verme ahora con jubón nuevo,bien repeinado y más galán que Narciso, mientras don Francisco lemostraba el documento por el que se nos autorizaba a asistir a la re-cepción que sus majestades los reyes daban al municipio y al consu-lado de Sevilla, para celebrar la llegada de la flota de Indias. Otrosinvitados entraban al mismo tiempo: ricos comerciantes con espo-sas bien provistas de joyas, mantillas y abanicos, caballeros de la no-bleza menor que sin duda habían empeñado sus últimos bienes paraestrenar ropa aquella tarde, eclesiásticos de sotana y manteo, y re-presentantes de los gremios locales. Casi todos miraban a uno y otro

EPÍLOGO

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lado extasiándose boquiabiertos e inseguros, impresionados por laespléndida apariencia de las guardias española, borgoñona y tudescaque custodiaban el recinto, cual si temieran que de un momento aotro alguien preguntase qué hacían allí antes de echarlos a la calle.Hasta el último invitado sabía que sólo iba a ver a los reyes un ins-tante y de lejos, y que todo se limitaría a descubrirse la cabeza, incli-narla al paso de sus augustas majestades y poco más; pero hollar losjardines del antiguo palacio árabe y asistir a una jornada como aqué-lla, adoptando el continente hidalgo y endomingado propio de ungrande de España, y poder contarlo al día siguiente, colmaba las ín-fulas que todo español del siglo, hasta el más plebeyo, cultivaba den-tro. Y de ese modo, cuando también al otro día el cuarto Felipeplantease al municipio la aprobación de un nuevo impuesto o unatasa extraordinaria sobre el tesoro recién llegado, Sevilla tendría enla boca el almíbar necesario para endulzar lo amargo del trago –lasmás mortales estocadas son las que traspasan el bolsillo–, y aflojaríala mosca sin excesivos melindres.

–Allí está Guadalmedina –dijo don Francisco.Álvaro de la Marca, que se entretenía de parla con unas damas,

nos vio de lejos, disculpóse mediante una graciosa cortesía y vino anuestro encuentro con mucha política, luciendo la mejor de sussonrisas.

–Pardiez, Alatriste. Cuánto me alegra.Con su desenvoltura habitual saludó a Quevedo, elogió mi

jubón nuevo y golpeó con amistosa suavidad un brazo del capitán.–Hay quien se alegra mucho también –añadió.Vestía tan elegante como solía: de azul pálido con pasamanería

de plata y una hermosa pluma de faisán en el chapeo; y su aspecto

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cortesano contrastaba con el sobrio indumento de Quevedo, ne-gro y con la cruz de Santiago al pecho, y también con el de mi amo,que iba de pardo y negro, con un jubón viejo pero cepillado y lim-pio, gregüescos de lienzo, botas, y la espada reluciente en el cinto re-cién pulido. Sus únicas prendas nuevas eran el sombrero –un fieltrode anchas alas con una pluma roja en la toquilla–, la blanquísimavalona almidonada que llevaba abierta, a lo soldado, y la daga quereemplazaba a la rota durante el encuentro con Gualterio Malatesta:una magnífica hoja larga de casi dos cuartas, con las marcas del es-padero Juan de Orta, que había costado diez escudos.

–No quería venir –dijo don Francisco, señalando al capitán conun gesto.

–Ya lo supongo –respondió Guadalmedina–. Pero hay órdenesque no se pueden discutir –guiñó un ojo, familiar–... Muchomenos un veterano como tú, Alatriste. Y ésta es una orden.

El capitán no decía nada. Miraba en torno, incómodo, y a vecesse tentaba la ropa como si no supiera qué hacer con las manos.A su lado, Guadalmedina sonreía al paso de éste o aquél, saludabacon un gesto a un conocido, con una inclinación de cabeza a lamujer de un mercader o a la de un leguleyo, que se curaban elpudor con golpes de abanico.

–Te diré, capitán, que el paquete llegó a su destinatario, y quetodo el mundo se huelga mucho de ello –interrumpióse, con unarisa, y bajó la voz–... A decir verdad, unos se huelgan menos queotros... Al duque de Medina Sidonia le ha dado un ataque que casise muere del disgusto. Y cuando Olivares regrese a Madrid, tu amigoel secretario real Luis de Alquézar tendrá que dar unas cuantas ex-plicaciones.

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Guadalmedina seguía riendo bajito, muy puesto en chanza, sindejar los saludos, haciendo gala de una impecable apariencia decortesano.

–El conde duque está en la gloria –prosiguió–. Más feliz que siCristo fulminase a Richelieu... Por eso quiere que estés hoy aquí:para saludarte, aunque sea de lejos, cuando pase con los reyes... Nome digas que no es un honor. Invitación personal del privado.

–Nuestro capitán –dijo Quevedo– opina que el mejor honor quepodría hacérsele es olvidar por completo este asunto.

–No le falta razón –opinó el aristócrata–. Que a menudo el favorde los grandes es más peligroso y mezquino que su desfavor... Decualquier modo, tienes suerte de ser soldado, Alatriste, porquecomo cortesano serías un desastre... A veces me pregunto si mi ofi-cio no es más difícil que el tuyo.

–Cada cual –dijo el capitán– se las arregla como puede.–Y que lo digas. Pero volviendo a lo de aquí, te diré que el rey

mismo le pidió ayer a Olivares que le contara la historia. Yo estabadelante, y el privado pintó un cuadro bastante vivo... Y aunque yasabes que nuestra católica majestad no es hombre que exteriori-ce sus emociones, que me ahorquen como a un villano si no lo viparpadear seis o siete veces durante el relato; lo que en él es elcolmo.

–¿Eso va a traducirse en algo? –preguntó Quevedo, práctico.–Si os referís a algo que suene y tenga cara y cruz, no lo creo. Ya

sabéis que en deshilar lana, si Olivares es tacaño, su majestad nossale tacaño y medio... Consideran que el negocio quedó pagado ensu momento, y bien pagado además.

–Eso es verdad –concedió Alatriste.

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–Así será, si tú lo dices –Álvaro de la Marca encogía los hom-bros–. Lo de hoy es, digamos, un colofón honorífico... Al rey lehan picado la curiosidad, recordándole que fuiste tú el de las esto-cadas del príncipe de Gales en el corral del Príncipe hace un par deaños. Así que tiene antojo de verte la cara –el aristócrata hizo unapausa cargada de intención–... La otra noche, la orilla de Trianaestaba demasiado oscura.

Dicho eso calló de nuevo, atento al rostro impasible de Ala-triste.

–¿Has oído lo que acabo de decir?Mi amo sostuvo aquello sin responder, como si lo que planteaba

Álvaro de la Marca fuese algo que ni le importaba ni deseaba re-cordar. Algo de lo que prefería mantenerse al margen. Tras un ins-tante el aristócrata pareció entenderlo; porque sin dejar de ob-servarlo movió lentamente la cabeza mientras sonreía a medias, elaire comprensivo y amistoso. Después ojeó alrededor y se detuvoen mí.

–Cuentan que el chico estuvo bien –dijo, cambiando de te-cla–... Y que hasta se llevó un lindo recuerdo.

–Estuvo muy bien –confirmó Alatriste, haciéndome ruborizarde arrogancia.

–En cuanto a lo de esta tarde, conocéis el protocolo –Guadal-medina indicó las grandes puertas que comunicaban los jardinescon el palacio–... Aparecerán por ese lado sus majestades, se incli-naran todos estos palurdos, y los reyes desparecerán por esa otraparte. Visto y no visto. En cuanto a ti, Alatriste, no tendrás másque descubrirte e inclinar por una vez en tu maldita vida esa cabe-zota de soldado... El rey, que pasará oteando las alturas como acos-

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tumbra, te mirará un momento. Olivares hará lo mismo. Tú salu-das, y en paz.

–Gran honor –dijo Quevedo, irónico. Y luego recitó, en vozmuy baja, haciéndonos acercar en corro las cabezas:

¿Veslos arder en púrpura, y sus manosen diamantes y piedras diferentes?Pues asco dentro son, tierra y gusanos.

Guadalmedina, que aquella tarde estaba muy puesto en venacortesana, dio un respingo. Volvíase en torno, molesto, acallandoal poeta con gestos para que fuese más comedido.

–A fe, don Francisco. Reportaos, que no está el horno para bo-llos... Además, hay quien se dejaría arrancar una mano por unasimple mirada del rey –se volvió al capitán, persuasivo–... De cual-quier modo, bueno es que también Olivares te recuerde, y buenoes que desee verte aquí. En Madrid tienes unos cuantos enemigos,y no es baladí contar al privado entre los amigos... Ya es tiempo deque deje de seguirte la miseria como la sombra al cuerpo. Y comotú mismo le dijiste una vez al propio don Gaspar en mi presencia,nunca se sabe.

–Es cierto –repitió Alatriste–. Nunca se sabe. Sonó un redoble de tambor al extremo del patio, seguido de un

toque corto de corneta, y las conversaciones se apagaron mientraslos abanicos interrumpían su aleteo, algunos sombreros se abatían,y todo el mundo atendía hacia el otro lado de las fuentes, los setosrecortados y las amenas rosaledas. Allí había unas grandes colgadu-ras y tapices, y bajo ellas acababan de aparecer los reyes y su séquito.

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–Debo reunirme con ellos –se despidió Guadalmedina–. Hastaluego, Alatriste. Y si es posible, intenta sonreír un poco cuando tevea el privado... Aunque pensándolo bien, mejor quédate serio...¡Una sonrisa tuya hace temer una estocada!

Se alejó y quedamos donde nos había dispuesto, en la orilla mis-ma del camino de albero que cruzaba por la mitad del jardín, mien-tras la gente abría plaza a uno y otro lado, todos pendientes de lacomitiva que avanzaba despacio por la avenida. Iban delante dosoficiales y cuatro arqueros de la guardia, y detrás una elegante mues-tra del séquito real: gentileshombres y azafatas de los reyes, ellascon sombreros y mantellinas con plumas, joyeles, puntillas y ricastelas; y ellos vestidos de buenos paños con diamantes, cadenas deoro y espadas de corte con empuñaduras doradas.

–Ahí la tienes, chico –susurró Quevedo.No hacía falta que lo dijera, porque yo estaba atento, mudo e

inmóvil. Entre las meninas de la reina venía Angélica de Alquézar,por supuesto, con una mantilla blanca finísima, casi transparente,sobre los hombros que rozaban sus tirabuzones rubios. Lucía tanbella como de costumbre, con el detalle de un gracioso pistoletede plata y piedras preciosas sujeto a la cintura, que parecía de verascapaz de disparar una bala, y que portaba en forma de joya o ador-no sobre la amplia falda de raso de aguas rojo. Un abanico de Ná-poles pendía de su muñeca, pero el cabello iba sin tocado ningu-no, excepto una delicada peineta de nácar.

Me vio, al fin. Sus ojos azules, que mantenía indiferentes antesí, volviéronse de pronto cual si adivinaran mi presencia o como si,por alguna extraña brujería, esperasen encontrarme precisamenteallí. De ese modo Angélica me observó con mucho espacio y mucha

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fijeza, sin volver la cara ni descomponer su continente. Y de pronto,cuando ya estaba a punto de rebasarme y no podía seguir mirandosin volver el rostro, sonrió. Y la suya fue una sonrisa espléndida,luminosa como el sol que doraba las almenas de los Alcázares.Después pasó de largo, alejándose por la avenida, y quedé boquia-bierto como un perfecto menguado; sometidas sin cuartel, a suamor, mis tres potencias: memoria, entendimiento y voluntad. Pen-sando que, sólo por verla mirarme así de nuevo, habría regresado ala Alameda de Hércules o a bordo del Niklaasbergen, una y milveces, dispuesto a hacerme matar en el acto. Y fue tan intenso ellatido de mi corazón y de mis venas, que noté una suave punzaday una humedad tibia en el costado, bajo el vendaje, donde acababade abrirse otra vez la herida.

–Ah, chico –murmuró don Francisco de Quevedo, poniéndo-me una mano afectuosa en un hombro–... Así es y será siempre:mil veces morirás, y nunca acabarán con la vida tus congojas.

Suspiré, pues era incapaz de articular palabra. Y oí recitar muyquedamente al poeta:

Aquella hermosa fieraen una reja dice que me espera...

Llegaban ya a nuestra altura sus majestades los reyes con muchapausa y protocolo: Felipe Cuarto, joven, rubio, de buen talle, muyerguido y mirando hacia arriba como solía, vestido de terciopeloazul con guarnición de negro y plata, el Toisón con una cinta negra yuna cadena de oro sobre el pecho. La reina doña Isabel de Borbónvestía en argentina con vueltas de tafetán anaranjado, y un tocado

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de plumas y joyas que acentuaba la expresión juvenil, simpática, desu rostro. Ella sí sonreía con donaire a todo el mundo, a diferenciade su marido; y era grato espectáculo el paso de aquella hermosareina española de nación francesa, hija, hermana y esposa de reyes,cuya alegre naturaleza alegró la sobria Corte durante dos déca-das, despertó suspiros y pasiones que contaré en otro episodio avuestras mercedes, y se negó siempre a vivir en El Escorial: el im-presionante, oscuro y austero palacio construido por el abuelo desu esposo, hasta que –paradojas de la vida, que a nadie excluyen–la pobrecilla terminó morando en él a perpetuidad, enterrada allí asu muerte con el resto de las reinas de España.

Pero todo eso estaba muy lejos, en aquella festiva tarde sevillana.Los reyes eran jóvenes y apuestos, y a su paso se destocaban las ca-bezas inclinándose ante la majestad de la realeza. Venía con ellos elconde duque de Olivares, corpulento e imponente, viva estampadel poder en traje de tafetán negro, con aquella recia espalda que, amodo de Atlante, sostenía el arduo peso de la monarquía inmensade las Españas; tarea imposible que el talento de don Francisco deQuevedo pudo, años más tarde, resumir en sólo tres versos:

Y es más fácil, ¡oh España!, en muchos modos,que lo que a todos les quitaste sola,te puedan a ti sola quitar todos.

Llevaba don Gaspar de Guzmán, conde duque de Olivares yministro del rey nuestro señor, rica valona de Bruselas y la cruz deCalatrava bordada en el pecho; y sobre el enorme mostacho quele subía fiero hasta casi los ojos, éstos, penetrantes y avisados, iban

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de un lado a otro, identificando, estableciendo, conociendo siem-pre, sin tregua. Muy pocas veces se detenían sus majestades, siemprea indicación del conde duque; y en tal caso el rey, la reina o ambosa la vez, miraban a algún afortunado que por razones, servicios oinfluencias era acreedor de tal honor. En tales casos, las mujereshacían reverencias hasta el suelo, y los hombres se doblaban por lacintura, bien descubiertos como es natural desde el principio; yluego, tras concederles el privilegio de esa contemplación y un ins-tante de silencio, los reyes proseguían su solemne marcha. Iban de-trás nobles escogidos y grandes de España, entre los que se contabael conde de Guadalmedina; y al llegar cerca de nosotros, mientrasAlatriste y Quevedo se quitaban los sombreros como el resto de lagente, Álvaro de la Marca dijo unas palabras al oído de Olivares yéste dirigió a nuestro grupo una de sus ojeadas feroces, implaca-bles como sentencias. Vimos entonces que el privado deslizabaa su vez unas palabras al oído del rey, y cómo Felipe Cuarto, ba-jando la vista de las alturas, la fijaba en nosotros, deteniéndose. Elconde duque seguía hablándole al oído, y mientras el Austria, ade-lantado el labio prognático, escuchaba impasible, sus ojos de unazul desvaído se posaron en el capitán Alatriste.

–Hablan de vuestra merced –susurró Quevedo.Observé al capitán. Permanecía erguido, el sombrero en una

mano y la otra en el puño de la espada, con su recio perfil mosta-chudo y la cabeza serena de soldado, mirando a la cara de su rey; almonarca cuyo nombre había voceado en los campos de batalla, ypor cuyo oro había reñido tres noches atrás, a vida o muerte. Ob-servé que el capitán no parecía impresionado, ni tímido. Toda suincomodidad ante el protocolo había desaparecido, y sólo queda-

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ba allí su mirada digna y franca que sostenía la de Felipe Cuartocon la equidad de quien nada debe y nada espera. Recordé en esemomento el motín del tercio viejo de Cartagena frente a Breda,cuando yo estuve a punto de unirme a los revoltosos, y las banderassalían de las filas para no verse deshonradas por la revuelta, y Alatris-te me dio un pescozón para obligarme a ir tras ellas, con las palabras:«Tu rey es tu rey». Y era allí, en el patio de los Reales Alcázares de Se-villa, donde yo empezaba a penetrar por fin la enjundia de aquelsingular dogma que no supe entender en su momento: la lealtadque el capitán Alatriste profesaba, no al joven rubio que ahora esta-ba ante él, ni a su majestad católica, ni a la verdadera religión, ni a laidea que uno y otras representaban sobre la tierra; sino a la simplenorma personal, libremente elegida a falta de otra mejor, resto delnaufragio de ideas más generales y entusiastas, desvanecidas con lainocencia y con la juventud. La regla que, fuera cual fuese, cierta oerrada, lógica o no, justa o injusta, con razón o sin ella, los hombrescomo Diego Alatriste necesitaron siempre para ordenar –y sopor-tar– el aparente caos de la vida. Y de ese modo, paradójicamente, miamo se descubría con escrupuloso respeto ante su rey, no por resig-nación ni por disciplina, sino por desesperanza. A fin de cuentas, afalta de viejos dioses en los que confiar, y de grandes palabras quevocear en el combate, siempre era bueno para la honra de cada cual,o al menos mejor que nada, tener a mano un rey por quien luchar yante el que descubrirse, incluso aunque no se creyera en él. De ma-nera que el capitán Alatriste se atenía escrupulosamente a ese princi-pio; de igual modo que tal vez, de haber profesado una lealtad dis-tinta, habría sido capaz de abrirse paso entre la multitud y acuchillara ese mismo rey, sin dársele un ardite las consecuencias.

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En ese momento ocurrió algo insólito que interrumpió mis refle-xiones. El conde duque de Olivares concluyó su breve relación, y losojos por lo común impasibles del monarca, que ahora adoptabanuna expresión de curiosidad, se mantuvieron fijos en el capitán mien-tras aquel hacía un levísimo gesto de aprobación con la cabeza.Y entonces, llevando muy pausadamente la mano a su augusto pe-cho, el cuarto Felipe descolgó la cadena de oro que en él lucía, y se lapasó al conde duque. Sopesóla en la mano el privado, con una son-risa pensativa; y luego, para asombro general, vino hasta nosotros.

–A su majestad le place tengáis esta cadena –dijo.Había hablado con aquel tono recio y arrogante que era tan su-

yo, asaeteándolo con las puntas negras y duras de sus ojos, la son-risa todavía visible bajo el fiero mostacho.

–Oro de las Indias –añadió el privado con manifiesta ironía.Alatriste había palidecido. Estaba inmóvil como una estatua de

piedra, y atendía al conde duque cual si no alcanzase sus palabras.Olivares seguía mostrando la cadena en la palma de la mano.

–No me tendréis así toda la tarde –se impacientó. El capitán pareció despertar por fin. Y al cabo, rehechos la sere-

nidad y el gesto, tomó la joya, y murmurando unas confusas pala-bras de agradecimiento miró de nuevo al rey. El monarca seguíaobservándolo con la misma curiosidad mientras Olivares regresabaa su lado, Guadalmedina sonreía entre los asombrados cortesanos,y la comitiva se dispuso a continuar camino. Entonces el capitánAlatriste inclinó la cabeza con respeto, el rey asintió de nuevo, casiimperceptiblemente, y todos reanudaron la marcha.

Paseé la vista alrededor, desafiante, orgulloso de mi amo, porlos rostros curiosos que contemplaban con asombro al capitán,

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preguntándose quién diablos era ese afortunado a quien el condeduque en persona entregaba un presente del rey. Don Franciscode Quevedo reía en voz baja, encantado con aquello, haciendocastañetas con los dedos, y hablaba de ir a remojar en el acto elgaznate y la palabra a la hostería de Becerra, donde urgía poner enun papel ciertos versos que se le acababan de ocurrir, voto a Dios,allí mismo:

Si no temo perder lo que poseo,ni deseo tener lo que no gozo,poco de la Fortuna en mí el destrozovaldrá, cuando me elija actor o reo.

... Recitó en nuestro obsequio, feliz como siempre que dabacon una buena rima, una buena riña o una buena jarra de vino:

Vive Alatriste solo, si pudieres,pues sólo para ti, si mueres, mueres.

En cuanto al capitán, permanecía inmóvil en el sitio, entre lagente, todavía con el sombrero en la mano, mirando alejarse la co-mitiva por los jardines del Alcázar. Y para mi sorpresa vi ensom-brecido su rostro, como si cuanto acababa de ocurrir lo atase depronto, simbólicamente, más de lo que él mismo deseaba. El hom-bre es libre cuanto menos debe; y en la naturaleza de mi amo, ca-paz de matar por un doblón o una palabra, había cosas nunca es-critas, nunca dichas, que vinculaban igual que una amistad, unadisciplina o un juramento. Y mientras a mi lado don Francisco de

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Quevedo seguía improvisando los versos de su nuevo soneto, yosupe, o intuí, que al capitán Alatriste aquella cadena del rey le pe-saba como si fuera de hierro.

Madrid, octubre 2000