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Factótum 9, 2012, pp. 1-10 ISSN 1989-9092 http://www.revistafactotum.com Una metafísica del actor Enrique Ferrari Nieto Universidad de Extremadura (España) E-mail: [email protected] Resumen: La metáfora del hombre como un actor ha sido un modelo recurrente para las metafísicas que han intentado explicar nuestro rol en el mundo. Mi propuesta es darle la vuelta a esa metáfora ontológica para insinuar otra posible metafísica, que entiende al actor no como el individuo que se ciñe a encajar en un papel que otro le ha escrito, sino como la simbiosis entre el personaje y ese mismo individuo en el momento de la representación, para dotarlo de mayor autonomía, para hacerlo más creativo. Palabras clave: teatro, autonomía, Calderón de la Barca, Ortega y Gasset. Abstract: The metaphor of the actor is a recurrent pattern for those metaphysics that try to explain our role in the world. My proposal is to reverse that metaphor in order to suggest another possible metaphysics, which sees the actor not as the individual who only has to fit into a role that someone has written, but as the symbiosis between the character and the individual at the time of the representation. This metaphysics suggests more autonomy, more creativity. Keywords: theatre, autonomy, Calderón de la Barca, Ortega y Gasset. Reconocimientos: Conferencia dada en Valladolid (España) el 16 de enero de 2012 en el “Seminario Permanente de Arte y Humanidades” de la Escuela Superior de Arte Dramático de Castilla y León. 1. De la metáfora del mundo como teatro a una metafísica del actor La “metafísica” del título es una provocación. Pero la puedo justificar. Puedo tantear una metafísica del actor desde su envés, asomarme a ella, dándole la vuelta a la metáfora del actor que ha hecho suya la filosofía desde el principio, ya con Platón. Con este positivismo bravucón con el que hemos tragado todos, la metafísica suena hoy pedante e inútil, con dos adjetivos que no le corresponden para nada pero que la han ido empapando hasta hacerla fea y recargada, como una joya hortera, pasada de moda, de mal gusto, que no acaba uno de decidirse del todo a tirarla pero que ha escondido a conciencia. Ahora cualquiera habla mal de la metafísica. Aunque pocos saben qué es y de qué se ocupa, con ese término griego tan estimulante, que mejor que una definición –con la carambola increíble de Andrónico de Rodas– es un desafío, para asomarse y dar pasos. Hacia lo que está más allá, lo que otras disciplinas no se atreven o han descartado. Aunque sea un campo tan vasto, con un perímetro que del lado de acá lo toca todo, lo bordea todo. También al actor, del que tiene que preguntarse cuál es su ser, qué lo constituye como tal, como el híbrido en que se transforma al hacerle sitio al personaje, hasta dejar de ser el individuo que es fuera del escenario; con un sentido para el término “actor” que no es la profesión o el profesional, sino esa simbiosis entre el personaje y el actor (el individuo) en el momento de una representación. Para la filosofía el actor ha sido una figura recurrente, un buen modelo, cuando ha buscado comparaciones. Ha visto en el campo semántico del teatro una estructura afín a la vida, como si fuera su maqueta, muy intuitiva, muy visual; hasta hacer de la metáfora casi una catacresis, trasladando algunos de los rasgos concretos del teatro a la concepción de la vida, que se entiende mejor (simplificada) desde esos otros parámetros de la dramaturgia, aunque haya resultado –cuando CC: Creative Commons License, 2012

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Artículo de Enrique Ferrari

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Page 1: Articulo - La Metafora Del Actor - Enrique Ferrari

Factótum 9, 2012, pp. 1-10ISSN 1989-9092http://www.revistafactotum.com

Una metafísica del actor

Enrique Ferrari Nieto

Universidad de Extremadura (España)E-mail: [email protected]

Resumen: La metáfora del hombre como un actor ha sido un modelo recurrente para las metafísicas que han intentado explicar nuestro rol en el mundo. Mi propuesta es darle la vuelta a esa metáfora ontológica para insinuar otra posible metafísica, que entiende al actor no como el individuo que se ciñe a encajar en un papel que otro le ha escrito, sino como la simbiosis entre el personaje y ese mismo individuo en el momento de la representación, para dotarlo de mayor autonomía, para hacerlo más creativo.Palabras clave: teatro, autonomía, Calderón de la Barca, Ortega y Gasset.

Abstract: The metaphor of the actor is a recurrent pattern for those metaphysics that try to explain our role in the world. My proposal is to reverse that metaphor in order to suggest another possible metaphysics, which sees the actor not as the individual who only has to fit into a role that someone has written, but as the symbiosis between the character and the individual at the time of the representation. This metaphysics suggests more autonomy, more creativity.Keywords: theatre, autonomy, Calderón de la Barca, Ortega y Gasset.

Reconocimientos: Conferencia dada en Valladolid (España) el 16 de enero de 2012 en el “Seminario Permanente de Arte y Humanidades” de la Escuela Superior de Arte Dramático de Castilla y León.

1. De la metáfora del mundo como teatro a una metafísica del actor

La “metafísica” del título es una provocación. Pero la puedo justificar. Puedo tantear una metafísica del actor desde su envés, asomarme a ella, dándole la vuelta a la metáfora del actor que ha hecho suya la filosofía desde el principio, ya con Platón. Con este positivismo bravucón con el que hemos tragado todos, la metafísica suena hoy pedante e inútil, con dos adjetivos que no le corresponden para nada pero que la han ido empapando hasta hacerla fea y recargada, como una joya hortera, pasada de moda, de mal gusto, que no acaba uno de decidirse del todo a tirarla pero que ha escondido a conciencia. Ahora cualquiera habla mal de la metafísica. Aunque pocos saben qué es y de qué se ocupa, con ese término griego tan estimulante, que mejor que una definición –con la carambola increíble de Andrónico de Rodas– es un desafío, para asomarse y dar pasos. Hacia lo que está más allá, lo que otras

disciplinas no se atreven o han descartado. Aunque sea un campo tan vasto, con un perímetro que del lado de acá lo toca todo, lo bordea todo. También al actor, del que tiene que preguntarse cuál es su ser, qué lo constituye como tal, como el híbrido en que se transforma al hacerle sitio al personaje, hasta dejar de ser el individuo que es fuera del escenario; con un sentido para el término “actor” que no es la profesión o el profesional, sino esa simbiosis entre el personaje y el actor (el individuo) en el momento de una representación.

Para la filosofía el actor ha sido una figura recurrente, un buen modelo, cuando ha buscado comparaciones. Ha visto en el campo semántico del teatro una estructura afín a la vida, como si fuera su maqueta, muy intuitiva, muy visual; hasta hacer de la metáfora casi una catacresis, trasladando algunos de los rasgos concretos del teatro a la concepción de la vida, que se entiende mejor (simplificada) desde esos otros parámetros de la dramaturgia, aunque haya resultado –cuando

CC: Creative Commons License, 2012

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se le ha pedido más a la imagen– un traje demasiado estrecho, y caprichoso: inviable cuando la analogía crece y se quiere explicar globalmente esa realidad o esa vida sin hacerle perder coherencia a la metáfora. Que la vida es un teatro, o un drama, o una comedia, o una representación, es algo que está en la conciencia colectiva. Libre, por tanto, de ese repudio a la metafísica, que aquí no identifican como tal.

Se le puede oír a cualquiera, que a la fuerza se identifica con el actor: con su vida como si fuera una función: con un papel determinado, con un planteamiento más ingenuo; o con la propia representación que crea al momento el papel, sin tener que asumir que tenga que estar escrito de antemano. Sin llegar a ser en todos los casos metafísica, ni mucho menos. Pero con las mismas inquietudes –aunque peor resueltas– que le ocupan a esta. También en la cocina están los dioses, les dijo Heráclito a los visitantes que se escandalizaron al verlo calentándose junto al fuego, no junto a sus papeles, con una pose más decorosa. Cualquiera necesita una concepción de cuanto lo rodea para valerse, para sentirse orientado y seguro: una ubicación, comprendiendo de una forma u otra la realidad, intentando una explicación o haciendo suya una explicación o una amalgama de varias que haya ido reteniendo. Por lo general las más intuitivas, y las más asentadas. Al menos con el mundo, con la vida, que a cada uno le es tan próximo. Para poderse al menos desenvolver. Aunque sea rudimentariamente. Con unas pocas coordenadas. Sin más análisis. Pero con la analogía que hace de molde bien dentro, bien asumida. Como esta del teatro, del theatrum mundi, o de la sociedad como un teatro del Satiricón de Petronio, en el que cada uno es (como) un actor en escena: una persona, con la metáfora hecha del todo catacresis, con su sentido figurado plenamente asentado: de la máscara del actor y del personaje teatral al individuo que se desenvuelve entre otros.

2. El gran teatro del mundo

Sin ser filósofo, Calderón de la Barca publica en 1655 El gran teatro del mundo, un auto sacramental: una pieza de teatro en sí misma y al tiempo una alegoría que engorda con los detalles de la escenografía la metáfora de arranque del mundo como un teatro en el que cada uno representa un papel. Muy didáctico, como una catequesis, porque no busca con la analogía una

explicación para sí mismo, sino para el espectador, que en la representación debe ver una lección moral o religiosa. Sin demasiadas distracciones: aquí enfocada la enseñanza en los méritos para la vida eterna, cómo debe vivir el cristiano para ganarse el cielo. Dentro de la alegoría: el espectador debe entender que el papel que cada uno representa en su vida no es lo importante: ser el rey o un mendigo es una cuestión menor, porque ambos son asignados desde el principio por Dios, indistintamente, caprichosamente o azarosamente, si pueden aplicársele esos términos a Dios. Da igual (aunque todo parezca indicar lo contrario), porque la salvación y el paso a la vida verdadera, tras la muerte, no depende del papel en sí (tarea del autor, de Él mismo), sino de su representación, de la capacidad del actor para meterse en el papel o para someterse, para asumir sumiso las condiciones del personaje; para ser un buen rey, si el papel es el de rey, y para ser un buen mendigo, acatándolo sin más, si el papel es el de mendigo. No se concretan más los personajes: se indica solo su profesión o condición social, sin más matices: todos buenos, rectos en sus decisiones como tales.

Calderón pone en escena el argumento, que toman todos del manual Enquiridión de Epicteto, quien lo hace conocido desde el siglo I. Pero, antes que Calderón, Quevedo tenía ya escrita en verso la historia, con su enseñanza moral, como si fuera un resumen, o una introducción:

“No olvides que es comedia nuestra viday teatro de farsa el mundo todoque muda el aparato por instantesy que todos en él somos farsantes;acuérdate que Dios, de esta comediade argumento tan grande y tan difuso,es autor que la hizo y la compuso.Al que dio papel breve,solo le tocó hacerle como debe;y al que se le dio largo,solo el hacerle bien dejó a su cargo.Si te mandó que hiciesesla persona de un pobre o un esclavo,de un rey o de un tullido,haz el papel que Dios te ha repartido;pues solo está a tu cuentahacer con perfección el personaje,en obras, en acciones, en lenguaje;que al repartir los dichos y papeles,la representación o mucha o pocasolo al autor de la comedia toca.”

(Quevedo, Doctrina de Epicteto, § 19)

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Un recordatorio hecho de metáforas e imperativos, una moral de desprecio a la vida terrenal y sumisión para dar con una meta más ambiciosa, que se sostiene, como alegoría, en una comprensión de la realidad hecha con el armazón del teatro: con la identificación de la farsa –que es la vida, entendida como no real, como no la auténtica– con el teatro: como en una escala de degradación ontológica, para marcar las distancias con la vida eterna que anuncia el cristianismo.

Lo que permite a Calderón en su auto sacramental –como antes a Quevedo, a Epicteto, a Platón– colocar en paralelo cada analogía con su equivalente: de un lado los elementos del teatro y del otro los elementos de la vida, para una conclusión, la lección moralizante, tan contundente: el final de la obra con el balance, con la evaluación de la actuación, del sometimiento al papel dado:

“al teatro pasad de las verdadesque este el teatro es de las ficciones.”

(Calderón, El gran teatro del mundo, vv. 1387-1388)

Un isomorfismo persuasivo, por su contundencia, con esos diferentes planos para la realidad que se muestran con la degradación de las copias sucesivas, cada vez más imperfectos (menos reales): la vida eterna, la vida terrenal y la representación en el teatro: la farsa de una farsa, como la copia de una copia de Platón.

Pero hay algún aspecto que no queda claro, o que es difícil ajustar a un tiempo a la doctrina, o a la comprensión metafísica que sostiene esa doctrina o esa ética, y a la alegoría, que exige, como creación literaria, cierta coherencia. Hay un punto débil, demasiado débil para servir de eje para el movimiento de la metáfora. Desde la tesis inicial (“Es representación la vida humana”) queda sin concretar, en cualquiera de las actualizaciones de la alegoría, el cometido exacto del actor, el margen de libertad para interpretar su papel, lo perfilado que le llega dado; qué puede aportar el actor al personaje que debe adoptar, impuesto desde fuera: cómo conjugar el libre albedrío (la libertad que Dios da al hombre) con el papel ya escrito al que debe ceñirse:

“Yo [el Autor] bien pudiera enmendarlos yerros que viendo estoy,pero por eso les dialbedrío superior

a las pasiones humanas,por no quitarles la acciónde merecer con sus obras;y así, dejo a todos hoyhacer libres sus papeles.”

(Calderón, El gran teatro del mundo, vv. 929-937)

No queda claro porque en Calderón, o en Epicteto, no es importante: para nada el eje que coordina a un tiempo la referencia moral y la estructura literaria de la imagen. Al contrario, ese margen de libertad del hombre y del actor es solo el recurso para reclamarle la responsabilidad que se entiende que tiene como individuo moral, para poderle medir sus méritos, pero subordinado siempre al molde del personaje elegido por él: una cuestión de centímetros, o de reflejos para adoptar la forma del modelo; sin tener que abrir ahí (sin sentir Calderón o Epicteto que tienen que abrir ahí) una veta de reflexión tan peligrosa, tan desquiciante, como esta de la libertad del individuo, con su sentido existencialista, desgarrador, de obligación radical. Solo después, mucho tiempo después, con la perspectiva con la que fueron escorando primero los románticos y luego sus herederos el sentido de la vida hacia su propia construcción, esta pieza mínima, accesoria y minúscula, se vuelve la pieza clave que, al desajustarse, acaba por desmoronar toda la construcción.

Como escribió Nietzsche, el hombre es el animal no fijado: su futuro es siempre un horizonte de posibilidades: una continua elección. Difícil de explicar desde la figura del actor del theatrum mundi, con la que chirría demasiado esa libertad concedida pero difícil de manifestar (más allá de adecuarse o no al papel dado). O bien casi una contradicción, con dos términos que se oponen o al menos no se complementan en absoluto, con la libertad del actor siempre bajo sospecha, sometida a un control asfixiante. O bien –haciendo más laxa, más creativa, la interpretación de la analogía– una apuesta tremendamente experimental para el teatro, todavía más, para un auto sacramental como este de Calderón, donde el actor se vea obligado a improvisar el personaje, como si su personalidad estuviera creada, pero su comportamiento no: con solo unas pocas indicaciones, unas premisas que habría que seguir pero que permiten cierta libertad de movimientos.

Las dos vías con las que se podría intentar escribir una metafísica del actor: la vía muerta que Ortega parece ver (de ahí

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sus reparos a hacerse con la imagen, con la analogía clásica); y la que (todavía sin escribir) inicia recorrido tras una revalorización y reasignación de tareas del actor, con una mayor capacidad de autonomía, de decisión, con un papel abiertamente creador, para reflejar al hombre con los rasgos que se le han ido añadiendo luego. Lo que decía Steiner: que reconoce en el hombre la capacidad exclusiva de pensar lo que no ha pasado aún pero puede llegar a pasar o podría haber pasado, con los tiempos y modos verbales que lo indican: el futuro, el condicional o el subjuntivo en castellano:

“Solo el hombre posee el modo de alterar su mundo por medio de cláusulas condicionales.” (Steiner, 2001: 16)

3. Idea del teatro de Ortega y Gasset

Con Ortega y Gasset creo que puedo vertebrar esta alternativa a la metafísica del theatrum mundi. Aunque el punto de partida para estos itinerarios es inevitablemente impreciso. No busco la primera referencia, con ese prurito de la cronología que lleva a menudo a convertir al autor citado en el muñeco de un ventrílocuo, más que en un precursor o un visionario, sino una referencia firme, capaz de soportar luego el argumento que le tengo que echar a la espalda, con la garantía de que sus palabras le pertenecen ciertamente a él, con el sentido con que las vamos a tomar.

Otro comienzo también podría haber sido posible, pero la conferencia “Idea del teatro” que Ortega lee primero en Lisboa y luego en Madrid en 1946 es (de los varios posibles) un buen inicio. Porque lleva el teatro hasta la metafísica. Pero lo lleva muy cauto, muy comedido, sin caer atrapado en la imagen tan redonda del mundo como un teatro, mirando hacia atrás, pero con recelo, mientras mira también hacia delante, a una metafísica que pretende ser superadora de las concepciones pasadas, y otras contemporáneas a la suya, anticipando, al menos, algunos de los rasgos propios de las filosofías (llamadas o llamadas a sí mismas) posmodernas, críticas con la modernidad.

Aunque se ha discutido dónde encajar las ideas de Ortega, dónde colocar esa franja sin mojones entre la modernidad y la posmodernidad, en ese territorio a la fuerza difuso, mestizo, empeñado en dar más pasos, pero sin llegar, sin forzarlo demasiado, a las propuestas posmodernas, a pesar de ese “nada moderno y muy siglo XX” suyo. Para Molinuevo (2002: 91) solo un

alejamiento del XIX, no de la Ilustración. Para otros, como Ovejero (2000: 19, 80), la confesión de un autor pre-posmoderno, por su perspectivismo, por el vitalismo de su (menos fácil de clasificar) raciovitalismo y por su razón histórica. En todo caso: su metafísica supone un cambio, una voluntad de distanciarse de lo ya hecho, un nuevo registro, con nuevas imágenes, o imágenes que reelabora, como esta del actor, que manifiesta tan bien el desajuste de sus rasgos tomados para la analogía metafísica.

En un texto menor, en una reflexión apresurada y muy breve por los aledaños del teatro, Bertolt Brecht escribe del interés de los filósofos por el teatro; primero de Aristóteles, con su Poética, que es el comienzo de todo, y luego, con un salto tremendo, de Bacon, y de Voltaire, Diderot y Lessing, a la vez filósofos y dramaturgos. Les interesa, escribe, porque el teatro muestra el comportamiento humano, las opiniones humanas y las consecuencias de los actos humanos (Brecht 2004, pp. 31-32). Lo que advirtió Aristóteles para la tragedia, que da pie a la catarsis del espectador: cómo se imita en el escenario una acción elevada, una acción que queda enriquecida con su nueva forma dramática. Una imitación, dice, no de las personas, sino de la vida.

Con ese primer empalme con la metafísica, para mi tesis mejor ajustado que el de Brecht, y más ambicioso, con la referencia a la vida, a las acciones de cada uno, en su desarrollo, mejor que a los hombres, como sujetos, como si fueran un armazón fijo: A la vida como un drama, en sí misma y en su representación en el teatro, con el isomorfismo al que mucho después Ortega se va a tener que enfrentar, cuidándose mucho de las analogías, para apuntalar bien su pensamiento, su propuesta –que quiere ser filosofía, no una metáfora– para un tiempo nuevo que hace de la vida la realidad radical que la fenomenología (al principio, al menos; en la crítica de Ortega al menos) había buscado lejos, en la conciencia, a una distancia prudencial del ajetreo de cualquier existencia. La vida, dice, es una tarea: no biología, sino biografía, no el sujeto estático separado y enfrentado al mundo, sino el yo y su circunstancia, res dramatica, no res cogitans; que hace de faro para los demás ámbitos de su filosofía, a los que obliga a no perderlo de vista. También el estético: con esa deshumanización del arte que resultó tan polémica, por el nombre por el que se decidió, pero que, en último término, es solo una restitución de su categoría, del lugar que había ocupado antes

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de que los románticos lo encumbraran por encima, incluso, de la propia vida. Porque el arte, dice Ortega, cerca aquí a los vitalistas, no puede querer competir con la vida misma. Es diferente, otra cosa: irrealidad, dice. Sin entrar de lleno en qué entiende por irreal, ni qué lo distingue de lo real, pero imponiéndole un marco, o (con una imagen sacada del teatro) un telón, para acentuar esa separación tajante con la realidad, con la vida cotidiana del espectador o del lector:

“Como un paréntesis dispuesto para

contener otra cosa distinta de las que hay en la sala.” (Ortega, 2004: II, 436)

Pero no es más que un reajuste de la cultura en un plano inferior al de la propia vida, única realidad radical, para responder a las concepciones culturalistas arraigadas todavía a la filosofía. No afecta a la valoración propiamente estética, a la que Ortega le dedica un espacio importante. Sobre todo a la novela, y también a los años convulsos (o inmediatamente posteriores) de las vanguardias, en torno a 1925, y a algunas figuras destacadas, como Velázquez, Goya o Goethe. Aunque no al teatro, que no le interesa, y del que escribe poco, y por encargo casi siempre. Pero esta degradación del arte como irrealidad, como otra cosa distinta que la realidad, rebajado su estatus, le permite abrir un primer camino en la metafísica, con un planteamiento puramente ontológico, que luego, al acoplarlo al teatro, con las sugerencias pero también con la desconfianza de los paralelismos, en la recta final de su filosofía fija en un punto que no quiere traspasar, a pesar de algunas insinuaciones que ha hecho de más joven. Lo que lo convierte, con las analepsis y prolepsis que sugiere (hacia atrás Calderón de la Barca, Quevedo, Epicteto, o incluso Platón, y hacia delante Baudrillard y Debord, por ejemplo), en un buen punto de inflexión para buscarle a la figura del actor sus posibilidades para una exposición filosófica, como el referente que ha atraído a distintas metafísicas a las coordenadas del teatro, tan sugerentes, tan pedagógicas, pero también tan restrictivas.

Ortega escribe apremiado siempre por la responsabilidad que carga sobre su espalda, casi de extensión universitaria, de levantar el nivel cultural medio del país también fuera de las aulas: su ritmo es el ritmo imperioso de la imprenta que le demanda continuamente textos, trabajos de pocas páginas, muy dispares, sobre cualquier tema, que publica como artículos, prólogos, apuntes de conferencias, o de cursos, y unos

pocos libros. Pero cada uno con el suelo firme de su filosofía, que ya en 1914 comprimió en su “Yo soy yo y mi circunstancia”, al que le irá sumando luego, con los años, las capas que son estos textos breves y esos poquísimos tratados más contundentes, tardíos, para amarrar bien su propuesta de la razón vital: de un extremo el tema concreto del que escribe y, del otro, el núcleo metafísico de su comprensión de la vida como tarea. El teatro, como la caza, el deporte o la teoría de la relatividad, es la circunstancia: uno de los cabos desde el que Ortega debe hacerse con la cuerda que lo une con ese otro cabo que debe alimentarlo, darle un sentido desde su filosofía. Aunque el tema le sea tan lejano, tan poco apetecible, incluso, como este del teatro, del que ya en 1939, en Buenos Aires, había confesado que no iba nunca a verlo (Ortega, 2004: V, 447). Según él porque prefería leerlo en casa a verlo representado, porque –como había dicho ya antes, quizá un tanto precipitadamente, sin argumentarlo– no pensaba que los actores aportaran gran cosa al texto (Ortega, 2004: II, 445). Aunque lo cierto es que tampoco lo lee, ni escribe del teatro más que alguna nota suelta. Cuando hace de crítico y rastrea lo nuevo olvida el teatro. Quizá porque le cuesta más verle los rasgos del arte deshumanizado que a la poesía o la pintura (tampoco a la novela se los ve, aunque escribe mucho de ella). Pero también porque no le atrae nada. Solo alude por entonces a Pirandello, el más deshumanizado de los dramaturgos, por sus dramas de ideas, aunque sin mostrar tampoco demasiado entusiasmo. Pero veinte años después de sus aproximaciones al arte de las vanguardias, o a ese conglomerado que incluye también otras sensibilidades y estilos, que él canaliza con su razón vital, afronta con un título tremendamente ambicioso la invitación de O seculo para abrir en Lisboa el 13 de abril de 1946 un ciclo dedicado a la historia del teatro.

4. La vida humana como drama

Con esa “idea del teatro” que propone para su conferencia insinúa una metafísica del teatro, una indagación sobre el ser del teatro. Aunque la mutila pronto, cortando su exposición de manera abrupta. Nada extraño en Ortega, demasiado remolón antes de entrar en materia, con la que le cuesta entrar de frente y rematarla. Pero también una indicación –más sugerente quizá que lo dicho- de qué terrenos quiere y no quiere pisar. Deja a un lado el teatro de su tiempo, que dice que está en ruina, como casi todo,

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solo unos meses después de terminar la segunda guerra mundial, y se atreve con un planteamiento puramente teórico primero del teatro como género, para formular de nuevo su propuesta estética que apenas ha cambiado nada en estos años, con su dicotomía entre la realidad y la irrealidad, aquí de un modo más visual que en otras artes, con el telón de divisoria; y luego, en terreno ya metafísico, como el dispositivo que pone en marcha en el hombre, en el espectador, el mecanismo de evasión de su propia vida. Su reflexión del arte aquí es solo una introducción, un acceso a su metafísica, pero que le conviene recordar, después de tantos años de haberlo arrinconado, con un público que se ha desacostumbrado a su discurso, a sus formas. El arte, había escrito mucho antes, es irreal. Para él -con un planteamiento muy ingenuo- una cuestión espacial: la escena, frente a la sala de butacas; el espacio de los actores frente al del público, separados por un telón que delimita la realidad y la irrealidad. Una imagen muy intuitiva para señalar un espacio capaz de liberar al espectador de su horizonte real y trasladarlo a ese nuevo horizonte de la ficción con el que sale de su vida real para adentrarse en ese otro mundo (Ortega, 2004: IX, 844-845). Como si la propia ficción –aunque él no es tan explícito o no llega a ver la conexión– llevara al espectador a ensimismarse y por tanto, de algún modo, a evadirse de su realidad cotidiana. A convertirlo en sonámbulo, dice él, con esa incursión de su estética en su metafísica que hace posible el arte, en tanto que intrascendente, que irreal, porque es deliberadamente autónomo (con sus propias leyes pero también con su propio territorio): porque le da al hombre la única posibilidad que tiene de abandonar por un momento la tarea que es su propia vida, el trabajo continuo que le supone vivir. No hay modo de descansar saliendo uno fuera de sí mismo, dejando de vivir, por un momento, porque la vida es una tarea que no se interrumpe. Pero como alternativa, como una solución viable, aceptable aunque más tristona, a Ortega le vale la operación inversa, ensimismándose el individuo, concentrándose en sí mismo a través de la ficción, para dejar en suspenso su reacción ante la circunstancia que lo comprende. Lo que no hace –que vale también para conocerlo, para saber de su filosofía, por omisión, al quedarse tan cerca, al tener que haberlo visto y no haberse lanzado a ello– es hacer del teatro la analogía global de su planteamiento metafísico, que concibe la

vida como tarea, o quehacer, como drama, pero no como la representación de un actor en una obra que podría ser su circunstancia: no llega a decirlo abiertamente, aunque se queda varias veces cerca, con la imagen del actor arrojado de pronto al escenario, que usa varias veces, en Historia como sistema (1935) por ejemplo, pero que evita en “Idea del teatro”, cuando vuelve a la misma idea.

Lo he escrito otras veces: Ortega hace del hombre un novelista de sí mismo. Para su metafísica coloca a la vida como fundamento de una nueva ontología que devuelve al sujeto trascendental al mundo. Lo piensa junto a su circunstancia: asimila su entorno como constitutivo de él para escapar de las apreturas del idealismo. Es novelista de sí mismo porque al hombre le es dada la vida, no puede dársela él mismo, pero no le es dada hecha, fijada desde el principio para siempre, como si fuera un objeto, sino que es una tarea, algo que hay que hacer. El hombre no tiene naturaleza. El hombre es un drama, un acontecimiento que le sucede a cada uno, porque su existir no está dado hecho, sino que al existir queda obligado a no dejar de existir. Lo único que le es dado al hombre es la necesidad de hacer su vida, de construirla:

“La vida –escribe– es un gerundio y no un participio: un faciendum y no un factum. La vida es quehacer. La vida, en efecto, da mucho que hacer.” (Ortega 2004, v. VI, p. 65)

Cualquier otro punto de partida, escribe Julián Marías, llega tarde, no es radical, si no se asienta en la concepción de mi vida como la organización real de la realidad, de la realidad como escenario de mi vida (Marías, 1970: 66), que consiste en hacerse uno a sí mismo, proyectivamente, en la expectativa, eligiendo quién ser, porque uno no es idéntico siempre (no tiene una identidad), pero sí es siempre el mismo: por tanto, futurizo, argumental, dice, en una realidad inconclusa:

“Vivir es proyectar, imaginar, anticipar, es seguir proyectando, imaginando, anticipando, soy inexorablemente futurizo, orientado al futuro, remitido a él.” (Marías, 1970: 299)

Lo que Ortega, dilatando el sentido del término, llama vocación. En “A una edición de sus obras” de 1922 escribe:

“Hay que hacer nuestro quehacer. El perfil de este surge al enfrentar la vocación

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de cada cual con la circunstancia. Nuestra vocación oprime la circunstancia, como ensayando realizarse en esta. Pero esta responde poniendo las condiciones a la vocación.” (Ortega, 2004: V, 96)

Como si la biografía de cada uno fuera un género literario: con lo hecho pero también con lo no hecho, por no haberse atrevido el biografiado con su vocación vital. Escribe Ortega al hilo de la vida de Goethe:

“Toda vida es, más o menos, una ruina entre cuyos escombros tenemos que descubrir lo que la persona tenía que haber sido.” (Ortega, 2004: V, 126)

Como ocurre con el arte, también una creación: con la inevitable desazón por la derrota, porque con cada elección, advierte Steiner, quedan fuera las ilimitadas intuiciones del taller inacabadas: soluciones mendigas frente a la riqueza de los problemas, de las posibilidades, escribe (Steiner, 2001: 140).

Pero -en lo que nos interesa aquí- Ortega apuntala su propuesta con otra imagen más, también muy intuitiva: como si esta del novelista de sí mismo no fuera suficiente y quisiera reforzar con otra metáfora esa creatividad que le reclama a la vida, hasta hacer de esta (desde ambas imágenes) la invención del personaje que cada cual tiene que ser. En “A Veinte años de caza mayor del conde de Yebes” escribe:

“Existir se convierte para el hombre en una faena poética, de dramaturgo o novelista: inventar a su existencia un argumento, darle una figura que la haga, en alguna manera, sugestiva y apetecible.” (Ortega, 2004: VI, 272)

La pregunta es por qué abandona esa imagen del dramaturgo, por qué no vuelve a usarla, a favor de la del novelista, que exige quizá un mayor esfuerzo de comprensión para el lector, al menos porque su recorrido como metáfora de la existencia está sin hacer. Por qué en “Idea del teatro” interrumpe la conexión que parece ir estableciéndose entre la metafísica y el teatro a partir de la analogía del actor como el individuo que se desenvuelve en su vida o en su circunstancia. Porque en este punto Ortega es tremendamente cauto. A pesar de tener, del lado de la metafísica, al hombre como res dramatica y, del lado de la estética, al actor hecho metáfora, metáfora corporal, capaz, por tanto, de transmitir el carácter ejecutivo de la realidad. A pesar de

tener una oportunidad excepcional, en este congreso sobre teatro en Lisboa, para encadenar en un terreno nada abrupto su argumentación hasta hacer suya la analogía del mundo como un teatro: un guiño a esa filosofía o a esa comprensión de la realidad todavía mundana, con los pies en el suelo, interrumpida luego por siglos de un idealismo que él pretende dejar atrás: la conexión o el parentesco buscado, como un puente, con esa intuición clásica reformulada con los rasgos existencialistas de su razón vital, abriendo esa veta mínima del libre albedrío concedido por Dios al hombre hasta darle la anchura de esa libertad que es obligación de la existencia, como creación de la propia vida. En “Meditación de nuestro tiempo”, en 1928, había escrito:

“Nuestra vida empieza por ser la perpetua sorpresa de existir sin nuestra anuencia previa, náufragos en un orbe impremeditado. No nos hemos dado a nosotros la vida, sino que nos la encontramos justamente al encontrarnos con nosotros. Un símil esclarecedor fuera el de alguien que dormido es llevado a los bastidores de un teatro y allí, de un empujón que lo despierta, es lanzado a las baterías, delante del público. Al hallarse allí, ¿qué es lo que halla ese personaje? Pues se halla sumido en una situación difícil sin saber cómo ni por qué: la situación difícil consiste en que hay que resolver de algún modo decoroso aquella exposición ante el público, que él no ha buscado ni preparado ni previsto.” (Ortega, 2004: VIII, 42)

Como si se asomara a esa metáfora inmensa del mundo como un teatro, pero no diera un paso atrás, temeroso de caer, como si hubiera algo ahí que no lo convenciera; como si en recorrer ese mismo camino (con su bifurcación audaz, al reordenar los elementos de la analogía) viera más riesgos que ventajas.

Tengo dos hipótesis posibles, compatibles: La primera, más circunstancial, es que tras el éxito de Ser y tiempo de Heidegger, al que se le reconoce una elaboración más seria, más técnica, que la suya de la nueva fenomenología existencial, Ortega quisiera cuidarse de usar tantas metáforas e imágenes que, según él, habían distraído la lectura de su filosofía. En esos años trabaja para darle una forma definitiva a su pensamiento raciovitalista y en ningún caso querría volver a un lenguaje menos académico, menos técnico, como esta alegoría del teatro del mundo. La segunda, más interesante, es que pudo ver alguna

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pieza que fallaba en la analogía, lo complicado que era encajar la libertad del individuo para hacer su propia vida con el papel asignado de antemano a cada actor en la alegoría. Habría una tercera alternativa, aunque más improbable: Que Ortega no cayera en la cuenta de que podía darle a su metafísica la estructura del teatro. Que, de haber caído, lo habría hecho. Como si fuera solo un descuido, un despiste. Pero digo que es improbable porque en varias ocasiones ha estado cerca de la imagen, de la alegoría del teatro, que tiene que conocer bien.

Bastan dos ejemplos. Muy pronto, en sus Meditaciones del Quijote, el propio Ortega parece insinuar –aunque para un caso muy concreto– el isomorfismo del theatrum mundi:

“El actor en el drama, podría decirse paradójicamente, representa un papel que es, a su vez, -escribe entonces- la representación de un papel bien que en serio esta última.” (Ortega, 2004: I, 819)

Y, mucho más tarde, en El hombre y la gente escribe:

“La mayor parte de los hombres carece de fuerte fantasía creadora y es incapaz de crearse un programa original de vida, es decir, que ellos no se consagran a hacer y sin ayudas externas, no sabrían qué hacer; necesita recibir de fuera la figura de sí mismo que debe ejecutar en su existencia, el programa de sus actos, como el actor representa el papel que le ha encargado el dramaturgo. Pero, entiéndase bien esto, una cosa es que tal hombre sea incapaz de crearse su proyecto vital, su plan de vida, y otra que no tenga que decidirlo él. Esto es ineludible.” (Ortega, 2004: IX, 208)

Es, por tanto, menos factible que cualquiera de las otras dos hipótesis.

Que Ortega en esos años quisiera andarse con cuidado con la recepción de su filosofía, con esa percepción de muchos de que era excesivamente o predominantemente literaria, no invalida la segunda conjetura. Más bien al contrario: le pudo servir de primera advertencia, para tenerlo más alerta, más exigente con la precisión de sus imágenes. Epicteto, en el Enquiridión, hace de su advertencia una ontología de dos premisas:

“Acuérdate de que eres actor de un drama que habrá de ser cual el autor lo quiera.” (Epicteto, Enquiridión, § 17)

Con la segunda de ellas es con la que Ortega no puede, la que choca frontalmente con su propia percepción de la vida como drama: ese autor exógeno que impone su voluntad. Puede tolerar los demás elementos de la alegoría; también el principal: los individuos como personajes en un escenario de dos puertas: “la una, es la Cuna; y la otra, es el Sepulcro”, dice el Mundo en el auto sacramental de Calderón. Pero los matices en la imposibilidad de elección de los personajes alejan las posturas, aunque en Ortega la circunstancia –no elegida, con la que el sujeto tiene que convivir– pueda asumir en parte ese papel del personaje dado, hecho de las condiciones impuestas al primer “yo” de su sentencia de Meditaciones del Quijote. En el equilibrio difícil, casi imposible, entre el papel dado y la autonomía del actor, Calderón de la Barca hace del libre albedrío un ejercicio de responsabilidad del individuo, que debe plasmarse en la coherencia que le da al personaje desde el patrón establecido por el autor; para Ortega y Gasset, en cambio, la libertad del individuo consiste en la construcción –libre, autónoma– de uno mismo: el viejo arquero ejemplar, que dirige su vida igual que dispara una flecha, que lee en Aristóteles. Con las distintas respuestas éticas que se derivan de las distintas respuestas metafísicas (de la existencia o inexistencia de un autor externo que construye al personaje).

En Calderón la resignación, el sacrificio y la obediencia:

“De aquella cuna salí y hacia ese sepulcro voy, mucho me pesa no haber hecho mi papel mejor.”

(Calderón, El gran teatro del mundo, vv. 1077-1080)

En Ortega la creatividad, la autonomía, la propia libertad, pero como un derecho ganado, no concedido. Porque a Ortega le interesa más el autor que el actor. O le interesa más lo que el actor tiene de autor, con su creatividad. Porque, en su planteamiento, con un autor endógeno, no exógeno, confunde a uno y otro, ambos con una sola tarea, porque escribir el papel y representarlo se da al tiempo y de manera conjunta, en una sola acción. Solo así puede funcionar la imagen del actor para un individuo que debe ser –el principio máximo de una filosofía existenciaria– libre, que debe elegir constantemente para conformar su vida.

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Pero ante el auditorio de sus conferencias podría crear cierta confusión, con la imagen ya hecha en la cabeza de cada uno de un actor que obedece las órdenes del autor (del escritor o del director). Para qué entonces arriesgar su filosofía, su propuesta tan sólida, encajándola en una imagen, aunque sea tan atractiva, tan dispuesta, como esta. Es comprensible esa decisión suya de permanecer a cierta distancia de la alegoría. Pero es verdad también que Ortega podría haberle sacado más rendimiento a la analogía metafísica del actor, añadiéndole de ambos lados, del estético y del metafísico, los rasgos que confluyen en su percepción del hombre o, mejor, de la vida, despojado el actor de esa figura sumisa, no creativa, como una marioneta, con que queda reflejado en el theatrum mundi, como un nuevo elemento conformado a un tiempo por el actor y el personaje. Dándole -como decía al principio- la vuelta a la metáfora. Porque en Ortega –de vuelta a su estética- el actor es otra cosa que el individuo que se sube a un escenario para representar un papel; o, al menos, es más que eso. Es, con el don de la transparencia (“como un cristal” dice), la universal metáfora corporizada (Ortega, 2004: IX, 838). Una realidad ambivalente, dos realidades a un tiempo, la del actor y la del personaje, que se niegan mutuamente, dos yos que se contradicen, decía Brecht (2004: 267). Escribe Ortega:

“La realidad de una actriz, en cuanto que es actriz, consiste en negar su propia realidad y sustituirla por el personaje que representa. Esto es re-presentar: que la presencia del actor sirva no para presentarse a sí mismo, sino para presentar otro ser distinto de él.” (Ortega, 2004: IX, 837)

Que quede solo lo irreal, lo imaginario, tras haberse neutralizado ambas realidades, cuando el actor ha dejado de ser el hombre real que es y, al tiempo, el personaje se desprende de lo que fue antes de su representación.1 Con el mecanismo de la metáfora: con las dos realidades enfrentadas, en un mismo lugar, para crear una realidad nueva con la transferencia mutua: con esa primera identidad inesencial (cerca de esa identificación que rechazaba Brecht), que sirve solo de toma de contacto, para dar no con lo común a ambas sino con un nuevo elemento, como si al romperse los caparazones de los dos términos al chocar entre sí, escribe, la materia interna, blanda,

1 Un actor tiene que crear una imagen mientras está en escena, no solo exhibirse ante el público (Stanislavski, 1999: 54).

maleable, recibiera una nueva forma y estructura (Ortega, 2004: I, 673-677) porque, con el choque, una y otra realidad se anulan para dar con la irrealidad (Ortega, 2004: IX, 839).

Ortega, en su estética, traslada el sentido del término hasta abarcar al producto, al resultado, no solo al agente, al individuo que actúa: lo que comúnmente se ha entendido por actor. Aunque lo olvida o no lo tiene en cuenta cuando avanza, desde ahí mismo, desde el planteamiento estético de su “Idea del teatro”, hacia la metafísica, o cuando alude -siempre tangencialmente, de pasada- a la imagen del teatro con alguna pretensión ontológica. De haberlo tenido en cuenta, habría dado de inmediato con ese otro empalme entre su estética y su metafísica que es el hombre como existencial metáfora, como un personaje que no llega a realizarse nunca del todo (Ortega, 2004: V, 540-541), enfrentados, en ese movimiento que construye a la metáfora, lo que se quiere ser y lo que se es, con la gravedad que impone la circunstancia: el hombre como peregrino del ser, escribe. Sin la rémora de la imagen del actor sumiso (limitada su función a obedecer las directrices del autor o director de la obra) que es el referente común de las distintas versiones del theatrum mundi. Más cerca de esta otra comprensión más actual del cometido del actor, más creativo, y más libre, en el teatro contemporáneo. Más cerca, por tanto, de su figura del héroe, a la que recurre en vez de al actor (en sus textos todavía idealistas, antes de desarrollar del todo su comprensión de la vida), para explicar su noción de la vida como faena poética: como quehacer, como empresa, mejor que como angustia, como la entendió el existencialismo francés. El héroe, dice, es el que se resiste al hábito, a las costumbres: el que hace de la vida una invención constante, a un tiempo intérprete, actor, pero también creador, autor.

5. El actor como autor de sí mismo

En las distintas interpretaciones del teatro como analogía de la vida, con el actor limitado a obedecer, parece que es el dramaturgo el único que tiene cierta capacidad creativa. Cualquiera de esas intuiciones metafísicas hacen del hombre, por tanto, un ser mermado, limitado, sin apenas responsabilidades, fuera de su sumisión. Ortega –muy lejos de esto– lo que hace es fundir al dramaturgo con el actor: Con un desdoblamiento que puede darle problemas y que por eso evita, a favor del

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novelista, aunque en un texto menor, una crítica de teatro, “Elogio del Murciélago”, abogue ya por un tipo de actor que sea más que un reproductor de un texto. Al principio me referí a una metafísica del actor desde su envés. Pienso que es factible: Porque el actor como también creador –con los rasgos del actor contemporáneo, no del clásico– podría ser el punto de partida de otra metafísica, o al menos de otra comprensión de la vida concentrada en una imagen, en una alegoría. Liberada del control de Epicteto, de tantos padres en tantos años.

Actualizado el referente primero de la metáfora con el papel que desempeña ahora el actor, sin las restricciones del pasado, con su imagen remozada, mucho más sugerente. Bastaría con mejorar el conocimiento del referente, qué es de verdad un actor, o esa simbiosis entre el actor y el personaje, para hacerlo menos plano, acentuando ese componente creativo que es también el de cualquier propuesta existenciaria. Pero los profanos en teatro no podemos más que asomarnos, que tantear esa metafísica del actor.

Referencias

Brecht, B. (2004) Escritos sobre teatro. Barcelona: Alba.

Calderón de la Barca, J. (1981) El gran teatro del mundo. Madrid: Alianza.

Marías, J. (1970) Antropología metafísica. Madrid: Revista de Occidente.

Molinuevo, J. L. (2002) Para leer a Ortega. Madrid: Alianza.

Ortega y Gasset, J. (2004) Obras completas. Madrid: Taurus & Fundación Ortega.

Ovejero Bernal, A. (2000) Ortega y la posmodernidad. Madrid: Biblioteca Nueva.

Quevedo, F. de (1996) Poesía original completa. Barcelona: Planeta.

Stanislavski, C. (1999) La construcción del personaje. Madrid: Alianza.

Steiner, G. (2001) Gramáticas de la creación. Madrid: Siruela.

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